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La Construcción de Europa

1. Las invasiones y el fin del Imperio en Occidente


1.1. ¿Invasión o acomodación?
Habiéndolo oído de terceras, el historiador Orosio nos ha transmitido lo que parece pudo ser un
proyecto político utópico del rey visigodo Ataulfo en el momento de contraer matrimonio en
Narbona, en enero del 414, con la bella y decidida princesa romana Gala Placidia, hermana del
emperador Honorio: convertir el Imperio de los romanos en una nueva Gotia en la que sus
visigodos colaborasen como fieles guardianes de sus fronteras y del orden interno. La prematura
muerte del hijo de tal matrimonio, Teodosio, habría desvanecido por completo un sueño del que
el mismo nombre del recién nacido, igual que el de su abuelo, el último gran emperador,
constituía su mejor propaganda. En todo caso, no cabe duda de que la transformación de la
Romania en una Gotía excedía las solas capacidades militares de la Monarquía visigoda de los
Baltos. Sin embargo, el mismo surgimiento de dicha idea en Ataulfo y el grupo de nobles
senadores galorromanos que le acompañaban en Narbona exige plantear una pregunta histórica
de largo alcance: ¿qué objetivos guiaron a la mayoría de los reyes y dinastas germanos de las
grandes invasiones del siglo V sobre territorios del Imperio romano? ¿Se trataba de realizar una
violenta sustitución de los provinciales invadidos por los germanos conquistadores, o por el
contrario de un proceso de mutua colaboración entre invasores e invadidos en la mayoría de los
casos, en los que los primeros aportarían sobre todo su capacidad militar y sus identidades
étnicas para llenar de sentido y de legitimidad unas autonomías regionales cada vez más
patentes y diferenciadas en el Imperio romano, siguiendo unas pautas ya ensayadas en la
centuria precedente en los territorios fronterizos?
Una reflexión histórica de largo alcance no dejaría de dar la razón, con escasas excepciones, a
esta segunda hipótesis. Y en este sentido algo de verdad habría tenido el viejo juicio de Pustel de
Coulanges al cuestionar, más o menos retóricamente, la misma realidad de tales invasiones; no
obstante que, personalmente con ello al francés le sangrase todavía la herida de la derrota de su
patria en Sedán.
Las grandes invasiones que se abatieron sobre el Imperio romano a partir de finales del siglo IV
representan un problema histórico multifacético, difícil de reducir a unas mismas causas y
resultados. La muy rica historiografía moderna que se ha dedicado a ellas ha obedecido a una
doble línea analítica. Aunque desgraciadamente no siempre se ha realizado la necesaria
conexión entre ambas. Éstas serían, por una parte, el estudio del desarrollo militar de las
invasiones; por otra, el de las consecuencias de éstas sobre la población romana. Lo primero
constituye ciertamente el aspecto mejor reflejado en nuestras fuentes y el más llamativo para los
modernos. Sin embargo, es el segundo el que más puede interesar a una historiografía como la
actual, más atenta a los fenómenos de "tiempo largo”, que a lo puramente factual.
Debamos posiblemente al gran medievalista francés Marc Bloch la definitiva ruptura de dicha
dualidad de tendencias investigadoras y valorativas, así como el primer intento de articulación
dialéctica de ambas; y ello a pesar de que no podamos hoy día considerarnos igualmente
cómodos con la totalidad de sus conclusiones, que exigirían cuando menos una mucho mayor
matización, tanto en lo regional como en la excesiva oposición estructural otorgada por el
malogrado historiador a los invasores y a los invadidos. Es así que toda investigación regional
sobre el fenómeno de las invasiones exige un complejo cuestionario, que en lo esencial
podemos reducir a lo siguiente: grado de desarrollo sociopolítico de los pueblos invasores;
conexiones de los grupos dirigentes de los invasores con las autoridades imperiales y con sus
congéneres provinciales; objetivos perseguidos por tales dirigentes invasores o por sus
conglomerados populares, en la medida en que coincidan o diverjan entre sí o con los de los
diversos sectores sociales de las provincias romanas invadidas; y relaciones diversas entre el
gobierno y poder imperial central y los grupos dirigentes provinciales, o entre los humildes
provinciales y los dos anteriores.
Sin duda será de esta manera como se podrá explicar que en menos de dos generaciones lo que
parecía un Estado y sociedad fuertes y unidos, tras haber vencido todos los intentos de
penetración de los diversos pueblos bárbaros en sus fronteras occidentales, diera paso a una
multiplicidad de reinos cuyos nombres eran los étnicos de aquellos y sus monarcas también
tenían la misma procedencia.
Cuando en enero del 395 falleció el emperador Teodosio (379-398), pocos provinciales del
Occidente podían pensar que de hecho iban a dejar de pertenecer al Imperio poco más de medio
siglo después. El Imperio Romano había pasado por invasiones externas y guerras civiles
terribles en el pasado y de todas se había recuperado. Hacía escaso tiempo que Teodosio había
logrado nuevamente unificar bajo un solo cetro ambas mitades del Imperio, y el triunfo de la
nueva religión de Estado, el Cristianismo niceno, parecía apoyar desde los Cielos a un
Imperium Romanum Christianum y una dinastía que venía ejerciendo el poder desde hacía más
de treinta años. Desde el punto de vista de los grupos dirigentes de Occidente, la dinastía de
Teodosio parecía colmar las aspiraciones de los más. Pues se basaba en un complejo
conglomerado de alianzas familiares y políticas con los grupos senatoriales más poderosos de
las Españas, las Galias e Italia. El gobierno de Teodosio había sabido encauzar los afanes de
protagonismo político de bastantes de los más ricos e influyentes senadores romanos y de las
provincias occidentales, que de nuevo se aprestaban a ocupar puestos de gobierno en las
provincias pero también en la administración central.
Además, la dinastía había sabido lograr acuerdos con la poderosa aristocracia militar, en la que
se enrolaban nobles germanos que acudían al servicio del Imperio al frente de soldados bárbaros
unidos por lazos de fidelidad hacia ellos. Al morir Teodosio, confió el gobierno de Occidente y
la protección de su joven heredero Honorio (393-423) al general Estilicón, hijo de un noble
oficial vándalo que había contraído matrimonio con Serena, sobrina del propio Teodosio.
Sin embargo, cuando en el 455 murió asesinado Valentiniano III (424-455), nieto del gran
Teodosio, una buena parte de los descendientes de aquellos nobles occidentales, que tanto
habían confiado en los destinos del Imperio, parecieron ya desconfiar del mismo. Máxime
cuando en el curso de dos decenios pudieron darse cuenta de que el gobierno imperial, recluido
en Ravena, era cada vez más presa de los exclusivos intereses e intrigas de un pequeño grupo de
altos oficiales del ejército itálico. Además, muchos de éstos eran de origen bárbaro y cada vez
confiaban más en las fuerzas de sus séquitos armados de soldados del mismo origen y en los
pactos y alianzas familiares que pudieran tener con otros jefes bárbaros instalados en suelo
imperial con sus propios pueblos, que desarrollaban cada vez una política más autónoma.
Necesitados de mantener una posición de predominio social y económico en sus regiones de
origen, reducidos sus patrimonios fundiarios a dimensiones provinciales, y ambicionando un
protagonismo político, propio de su linaje y de su cultura, estos representantes de las
aristocracias tardorromanas occidentales habrían acabado por aceptar las ventajas de admitir la
legitimidad del gobierno de dichos reyes bárbaros, ya muy romanizados, asentados en sus
provincias. Al fin y al cabo, éstos, al frente de sus soldados, podían ofrecerles bastante mayor
seguridad que el ejército de los emperadores de Ravena. Además, el avituallamiento de dichas
tropas resultaba bastante menos gravoso que el de las imperiales, por basarse en buena medida
en séquitos armados dependientes de la nobleza bárbara y alimentados con cargo al patrimonio
fundiario provincial que ésta ya hacía tiempo que se había apropiado. Menos gravoso para los
aristócratas provinciales pero también para los grupos de humildes que se agrupaban
jerárquicamente en torno a dichos aristócratas, y que en definitiva eran los que habían venido
soportando el máximo peso de la dura fiscalidad tardorromana.
Unas monarquías bárbaras en definitiva que, como más débiles y descentralizadas que el viejo
poder imperial, estaban también más dispuestas a compartir el poder con dichas aristocracias
provinciales, máxime cuando en el seno mismo de sus gentes tales monarcas desde siempre
habían visto su poder muy limitado por una nobleza apoyada en sus séquitos armados.
Pero para llegar a esta situación, a esta auténtica acomodación, a esta metamorfosis del
Occidente romano en romano-germano, no se había seguido una línea recta; por el contrario, el
camino había sido duro, zigzagueante, con ensayos de otras soluciones, y con momentos en que
parecía que todo podía volver a ser como antes. Ésta será en lo fundamental la historia del siglo
V, que en algunas regiones pudo incluso prolongarse hasta bien entrado el VI como
consecuencia, entre otras cosas, de la llamada Reconquista de Justiniano.
1.2. Los pueblos germánicos en vísperas de las invasiones
Tradicionalmente se suelen dividir a los diversos pueblos germánicos en tres grandes grupos, en
atención a su lengua: germanos del norte, del oeste y del este. Ahora bien, esta división
tradicional, y que se suele utilizar por su comodidad y fácil comprensión, no parece que se
corresponda a una real diversidad étnica o cultural, comprobable en la cultura material detectada
por la Arqueología. Incluso desde un punto de vista lingüístico se han propuesto otras
clasificaciones alternativas, como la de E. Schwarz, en: góticos escandinavos, germanos
continentales y germanos del mar del Norte. Y desde la Arqueología se han legado a diferenciar
nada menos que nueve grupos culturales diferentes. Así los germanos occidentales se
testimoniarían en las culturas del Elba, del mar del Norte y del Rin-Weser, con el gran nombre
étnico de los suevos, frisones, longobardos, anglos y varones entre otros, y los diversos grupos
que darían luego lugar a las varias ligas francas y alamanas, respectivamente.
1.2.1. La gran migración de los godos
Entre los germanos orientales sin duda el primer gran elemento perturbador habría sido la gran
migración goda, que trajo consigo un vasto proceso de etnogénesis y de corrimiento hacia el sur
y el este de las fronteras germanas. En el primer siglo de nuestra Era se habría producido la
primera etnogénesis goda en el territorio comprendido entre el Oder medio y el Vístula,
surgiendo así los gutones de los autores greco-romanos del Alto Imperio. En torno a un núcleo
aristocrático godo se pudo llegar a organizar una potente confederación tribal, en la que de una
forma más o menos subordinada formaron parte los burgundios del Vístula inferior, vándalos,
sobre todo los orientales o hasdingos, y hasta un pueblo protoeslavo conocido como los vendos.
Pero sin duda el momento decisivo en la etnogénesis gótica, y en la configuración de la
Germania oriental de vísperas de las grandes invasiones, se produjo con la nueva y vastísima
migración que condujo a importantes grupos de gutones desde su hogar báltico hasta las orillas
del Mar Negro.
Causa para la emigración goda pudo ser la llegada al bajo Vístula de un grupo étnico
escandinavo emparentado con ellos: los gépidos. La emigración goda, comenzada a mediados
del siglo II, sería un proceso lento y por etapas, en el que no todos sus participantes llegaron a la
meta, sirviendo así ésta para marcar un amplísimo espacio cultural gótico desde las orillas del
Báltico a las del mar Negro. En ese espacio cultural gótico se integrarían y circularían no sólo
grupos étnicos germanos -vándalos, hérulos, yutos, taifales etc.—, sino también otros sármato-
iranios. Sin duda que esta experiencia migratoria explica la posterior facilidad de las monarquías
godas para aglutinar en torno suyo a fragmentos poliétnicos muy diversos.
La estancia de los godos en las llanuras entre el Don y el bajo Danubio tendría particular
importancia en la final etnogénesis gótica. Pues allí se cimentaría una profunda sarmatización
del elemento germano godo, así como iranización. Dichas influencias debieron tener gran
importancia en la adquisición por los godos de ciertos elementos típicos de los pueblos jinetes
de las estepas, tales como la importancia de la caballería pesada y del arco, el típico kaftán y
gorro iranio, y el gran carro del nómada. De sármatas y alanos aprenderían también las maneras
de entrar en contacto, violento y pacífico al mismo tiempo, con las muy helenizadas ciudades de
la costa póntica; lo que se trasladaría posteriormente a sus relaciones con el Imperio romano. De
tal forma que, aunque no sea ya sostenible la tesis de la total sarmatización gótica en el sentido
propuesto por G. Vernadsky, lo cierto es que hubo una intensa conexión y cooperación entre las
aristocracias gótica, sármata y alana.
A partir del 238, y hasta los duros castigos infligidos por los emperadores Claudio el Gótico
(268-270) y Aureliano (270-275), un potente reino godo unificado trataría de romper las
fronteras del Imperio romano, tanto en los Balcanes como mediante sangrientas incursiones por
todo el ámbito del Egeo, hasta muy el interior de Asia Menor. Las derrotas infligidas finalmente
por las armas romanas serían causa decisiva en la división del pueblo godo en dos, lo que
tendría grandes consecuencias en la posterior historia goda. Los grupos godos asentados al este
del Dniéster pasarían a denominarse greutungos u ostrogodos, permaneciendo gobernados bajo
una estructura monárquica, que la tradición posterior hizo monopolizar por el clan de los
Ámalos, según ella herederos de la anterior realeza gótica unificada. Por su parte los grupos
góticos situados entre el Dniéster y el Danubio bajo el apelativo de tervingios o vesios
(visigodos) adoptarían formas de gobierno más abiertas y autónomas, rechazando la realeza,
bajo el caudillaje de poderosas familias aristocráticas, entre las que la tradición y la historia
visigoda posterior destacarían a los Baltos. Merece la pena señalar también que, por su misma
situación geográfica y estructura sociopolítica, el grupo tervingio-vésico tenía un carácter
poliétnico mucho más amplio que sus hermanos orientales, diferenciándose en su seno otras
etnias menores aliadas, como era el caso de los taifales. Sería a consecuencia de esta misma
posición geográfica cómo los tervingios estarían sometidos a una influencia cultural romana a
todo lo largo del siglo IV, constituyendo un importante reservorio de buenos soldados para los
ejércitos romanos. Sería a consecuencia de esta influencia cómo les llegaría la religión cristiana
(vid. 161).
1.2.2. La etnogénesis vándala
La gran migración gótica y la nueva presión septentrional que supuso la llegada de los gépidos
al bajo Vístula causaron también otras alteraciones étnicas en la Germania oriental situada en
torno a la vieja ruta del ámbar de la Edad del Bronce. Dichos cambios fueron protagonizados en
lo fundamental por la expansión de las etnias vándalas en dirección sudoriental bajo la primera
presión gótica. Los vándalos silingos, presionados por los burgundios de Pomerania, se habían
instalado en el siglo II sólidamente en la Alta Silesia, sobre las dos orillas del Oder y en torno al
actual Breslau. Por su parte los hasdingos, más presionados por los godos desde finales del
siglo, habían avanzado hasta más allá de la Pequeña Polonia y Galitzia, asentándose firmemente
en la cuenca del Tisza en su confluencia con el Mures, aunque sin perder sus contactos con sus
anteriores asentamientos más al norte. Su progresión meridional habría terminado por volverles
a hacer chocar con los godos en Transilvania, renovando una vieja alianza con grupos de
gépidos llegados también hasta allí, ya en tiempos de Constantino el Grande (308-337).
Derrotados por romanos y godos los hasdingos a mediados del siglo IV se habían replegado
sobre sus bases del Tisza, reanudando sus antiguos lazos con sus parientes silingos, pudiendo
formar con ellos un núcleo de confederación tribal base de la posterior gran invasión vándala de
principios del siglo V.
1.2.3. Cambios sociopolíticos en los germanos orientales
Pero todos estos movimientos migratorios de godos y vándalos, principalmente, y sus
concomitantes procesos de etnogénesis y de formación de más vastas y centralizadas unidades
políticas, no habían tenido lugar más que en el marco de unas transformaciones sociopolíticas
entre los germanos orientales de enorme trascendencia. Ya Tácito destacaba en su "Germania"
cómo los germanos orientales de principios del siglo II contaban con regímenes monárquicos
más poderosos y centralizados que sus hermanos occidentales.
Los grandes procesos migratorios y de asentamiento (Landnahme) que hemos recordado
anteriormente provocarían la aparición de poderosas "monarquías militares" y aristocracias,
cuya riqueza y poder se basarían en el control de amplios séquitos de gentes armadas y
dependientes de las mismas, cuyo mantenimiento posibilitaba y exigía la realización de acciones
bélicas y de saqueo casi continuas. Lo que a su vez era causa de un muy considerable aumento
de las relaciones entre las aristocracias de unos grupos étnicos con las de otros y con el mismo
imperio romano, cada vez más dispuesto en sus fronteras danubianas a aceptar a dinastías
germanas con sus séquitos armados. La existencia de tales monarquías y nobleza militarizadas
posibilitaba la concentración de importantes riquezas mobiliarias, constituidas en su mayor
parte por bienes de lujo importados de Roma. Al tiempo que tales riquezas tenían una clara
función de prestigio para sus propietarios.
Todo ello se refleja arqueológicamente en la aparición y difusión en todo el ámbito de la
Germania oriental de las llamadas tumbas principescas (Fürstengräber), caracterizadas por su
rico y militarizado ajuar. Dichos enterramientos habían hecho su aparición entre el 50 y el 150
en Pomerania, para extenderse luego por todo el ámbito cultural gótico. Mientras que la frontera
con la Germania occidental, más o menos marcada por el curso del Oder-Neisse, sólo sería
superada por dicho tipo de tumbas ya en el siglo III, avanzando hacia Sajonia-Turingia por la
ruta del Elba-Saale y desde Halle en dirección sudoeste. Mientras que las etnias germanas del
Rin solo asumirían estas costumbres funerarias en el siglo IV por la llamada liga de los
alamanes y en el V por la de los francos.
1.2.4. Los germanos occidentales
Estos últimos indicios arqueológicos nos ponen en contacto con el mundo de la Germania
occidental, testimoniando ya su mayor conservadurismo y retraso evolutivo en lo sociopolítico;
escalonado de menos a más según se alejaban de sus hermanos orientales y se acercaban al
potente sistema defensivo del Imperio romano en el Rin. Unos germanos occidentales a los que
el establecimiento de dicha frontera no había hecho más que detener momentáneamente su
progresión y desviarla más hacia el este y el interior de la Alemania central, prestando así el
máximo protagonismo a los germanos del Elba y de la confederación sueva, por desgracia los
peor conocidos por las fuentes grecorromanas.
Por lo demás, los germanos del mar del Norte habían visto muy pronto reanudarse las
tradicionales migraciones hacia sus costas de germanos septentrionales, obligados a emigrar
nuevamente por un empeoramiento climático, que a partir de mediados del siglo III se habría
concretado en nuevos avances del mar en las costas frisona, holandesa y flamenca, con una
consiguiente disminución de tierras y praderas, y la inevitable crisis de superpoblamiento.
Mientras que por Oriente, a partir del siglo II, sufrirían la presión de los más dinámicos y
evolucionados germanos orientales. Y frente a todo ello se situaban los obstáculos difícilmente
salvables de los sistemas defensivos romanos establecidos en el Rin y el Danubio. La
consecuencia de todo ello, al tiempo que solución a tales problemas, no podía ser más que una:
una evolución sociopolítica y económica que condujese a la formación de potentes ligas o
etnogénesis en torno a nuevas monarquías y aristocracias militarizadas basadas en sus clientelas
armadas. Instrumentos que permitían y exigían realizar expediciones de pillaje en el interior de
Germania o en el Imperio romano, que paliasen las debilidades de su economía y los superávit
demográficos; o el ponerse al servicio del ejército romano en grupos liderados por
representantes de esa nueva nobleza guerrera; o, llegado el caso, ante una mayor presión externa
y la debilidad creciente del Imperio, intentar el asalto definitivo sobre el Rin y el Danubio.
1.2.5. La etnogénesis de los alamanes
De los tres grandes grupos de germanos occidentales a comienzos de la Era cristiana - germanos
del mar del Norte, transrenanos y del Elba - el último era sin duda el más importante. La
constitución de las fronteras imperiales en el Rin y en el Danubio había impedido la continuidad
de su tradición de expansión hacia el sur y el oeste. Mientras la propia Roma había forzado el
establecimiento de dos de sus etnias más importantes - los cuados y los marcomanos - en
Bohemia y Moravia, respectivamente. La tercera gran etnia, tal vez la más populosa, los
semnones, en un primer momento habría tratado de extenderse hacia el sureste, en dirección
hacia el Oder-Neisse y Silesia, donde pudo mezclarse hasta cierto punto con grupos de
germanos orientales, vándalos y burgundios. Sin embargo, los comienzos de la gran expansión
de los germanos orientales habrían impedido en el siglo II esta vía de expansión de los
germanos del Elba. Desde principios del siglo II, grupos fragmentados de semnones reiniciarían
una nueva y discontinua expansión hacia el suroeste.
Serían estas bandas en busca de botín, y en menor medida tierras, las que darían lugar a la
formación de la que llegaría a ser una poderosa liga de los alamanes, cuyo mismo nombre
"todos los hombres juntos" indica la fragmentación étnica de sus orígenes. Esta se habría
formado así a principios del siglo II entre los suevos semnones y otros grupos étnicos menores,
del Elba-Saale; a partir de donde se extenderían hacia el Meno y el Wetterau y Brisgovia, donde
se encontraban firmemente asentados en el siglo IV, habiendo inundado los antiguos Campos
decumates de los romanos. Liga políticamente fragmentada, compuesta de unidades menores
bajo la jefatura de dinastías militarizadas que disponían de séquitos armados. De esta forma, la
liga alamánica sería el resultado de la aparición entre los antiguos germanos del Elba de unas
instituciones sociopolíticas bien ensayadas con anterioridad por los germanos orientales, con los
que habrían tenido más de un estrecho contacto durante los dos primeros siglos de la Era. Más
al sur, las otras dos grandes estirpes suevas de cuados y marcomanos habrían sufrido una
profunda "vandalización" cultural en los siglos I y IV, reflejada socialmente en una creciente
importancia y riqueza de sus aristocracias, arqueológicamente testi-monidas por la aparición de
las llamadas "tumbas principescas", a las que antes nos referimos. Significativamente, éstas
también habrían hecho su aparición al tiempo del surgimiento de la liga alamánica,
extendiéndose hacia el sudoeste al mismo tiempo que se expandía la liga.
1.2.6. La etnogénesis de los germanos del mar del Norte
Por su parte, los germanos del mar del Norte no habían dejado de recibir nuevos emigrantes
nórdicos. Procedentes seguramente de Jutlandia, los longobardos se habrían asentado a
principios de la Era al sur de las bocas del Elba, en los llanos de Liineburg, donde
permanecerían hasta su gran emigración meridional a comienzos del siglo V. Al norte de los
longobardos se encontraban una serie de etnias menores agrupadas en torno a la confederación
religiosa de la diosa Nerthus. Procedentes originalmente tal vez de Noruega, destacaban entre
ellos los varnos, que en el siglo II ocupaban el Mecklemburgo, y los anglos, que habrían
emigrado hasta el Elba medio a comienzos del siglo V; mientras unos emigraban por mar a la
Gran Bretaña otros contribuirían a la gran etnogénesis de los turingios. Mientras los viejos y
prestigiosos hermunduros pudieron mantener su identidad étnica y servir de múcleo para la
etnogénesis de los jutungos en el siglo III, sus vecinos los caucos de época de Augusto habrían
sucumbido a unos nuevos emigrantes nórdicos, los sajones, hacia finales del siglo II. En la
centuria siguiente, los sajones habrían avanzado por toda la costa entre el Elba y el Ems,
agrupando en torno suyo a los restos de etnias de los antiguos ingveones e istveones.
1.2.7. La etnogénesis de los francos
Pudieron ser las acciones de saqueo y pillaje iniciadas por la liga sajona hacia el interior lo que
sirviera de motivo para la formación de la tardía, y a la larga más importante, agrupación de los
germanos occidentales: la liga de los francos. El nombre genérico de éstos —"los hombres
libres"— expresa también a las claras que su etnogénesis se produjo a partir de grupos étnicos
fragmentados. Aunque los orígenes de la liga franca sean oscuros, parece lo más probable que
ésta se formase en la región del bajo Rin, habiéndose separado de la liga sajona sólo a finales
del siglo II, buscando la alianza de otros grupos transrenanos más meridionales para así hacerse
con el monopolio de las correrías piráticas por las costas atlánticas. Así habría nacido entonces
la hostilidad histórica entre sajones y francos, que sólo terminaría con la total derrota de los
primeros en tiempos de Carlomagno. Los varios nombres étnicos de la liga franca —camavos,
datuarios, bructeros, salios, usipetes, tencteros, tubantes y ampsivarios— indican cómo ésta se
constituye en un cajón de sastre de las etnias transrenanas, a las que la política romana había
impedido cualquier progresión, manteniéndolas fragmentadas y al margen de las principales
transformaciones sociopolíticas que con anterioridad habían afectado a la Germania del interior.
Más retardatarios así que otros grupos germánicos, los francos permanecerían más tiempo fieles
a viejas costumbres hacía tiempo abandonadas por el resto de los germanos, como la
incineración de los cadáveres y el predominio absoluto de la infantería en la batalla. Esto último
también se relacionaría con un menor desarrollo de una aristocracia guerrera, basada en sus
séquitos de dependientes armados. Unas y otros se desarrollarían tardíamente, ya muy entrado el
siglo IV, como demuestran las "tumbas principescas” francas; y serían de inmediato
monopolizadas por unas pocas familias, surgidas en los diversos cantones en los que se
subdividía el territorio franco. El surgimiento de una realeza nacional común de tipo militar
sería un fenómeno muy tardío, ya bien entrado el siglo V, y no lograría imponerse totalmente
hasta Clodoveo (481-511), ya en suelo provincial romano.
1.2.8. El avance de los germanos occidentales sobre el Imperio
Menos potentes que las grandes monarquías militares de las etnias-naciones de los germanos
orientales, estas ligas occidentales no dejarían de cumplir sin embargo con su cometido
histórico. Surgidas, aunque más tardíamente, de unos cambios sociopolíticos semejantes a los
sucedidos en la Germania oriental, dichas ligas tenían muy poco que ver con las viejas
confederaciones de tipo religioso. Las ligas se constituyeron a base de grupos y bandas
guerreras, étnicamente fragmentadas y de escasa autoidentidad, con una clara finalidad guerrera:
para realizar periódicas acciones de pillaje por mar y tierra sobre sus vecinos y, sobre todo,
sobre las tierras del Imperio romano tan pronto como surgiese una ocasión propicia. Ésta se
presentó con la gran crisis del poder militar y político del Imperio romano que supuso el tiempo
de la Anarquía Militar en el siglo III. Entonces tendrían lugar los grandes ataques de los
alamanes sobre la frontera renana de la provincia romana de la Germania Superior: en el 233-
234, 259-260, y entre el 260 y el 280. Momentos en que bandas guerreras alamánicas pudieron
llevar sus saqueos hasta el norte de Italia y, tal vez, la península Ibérica. Mientras que la liga
franca, además de sus acciones piráticas por mar, que les llevarían hasta el Mediterráneo,
lograrían romper la frontera de la llamada Germania interior entre el 253-260 y 270-275.
Aunque en todas estas ocasiones se trataría de acciones de saqueo sin interés en una ocupación
permanente de tierra, no cabe duda de que servirían para planear operaciones migratorias de
mayor envergadura en un próximo futuro. A los grupos de alamanes y francos que quedaron
desparramados en el territorio cisrenano devastado o que, hechos prisioneros, fueron
establecidos en colonias de campesinos-soldados (Jaeti) en las Galias, y realizaron así una
regermanización de las tierras limítrofes del Imperio, se sumaba el prestigio y la riqueza
acumulados por determinados jefes militares victoriosos. Todo lo cual redundaría en la
formación de unas auténticas Alamania y Francia territorializadas y con plena conciencia de
identidad étnica al otro lado de la frontera romana del Rin, con la vista ya puesta en una futura
expansión por un territorio romano que ya no les era tan ajeno cultural y étnicamente, tan pronto
como se produjera una desguarnización de la frontera imperial, un hecho que sucedió en el 406.
Pero antes ya se habían producido intentos en el 358-361 y 388 por parte de los francos, y en
382-358 y 366 por la de los alamanes. Mientras se multiplicaban las alianzas entre los
emperadores romanos y los grandes generales imperiales con dinastías germanas, que se ponían
al servicio del Imperio con sus séquitos y bandas de guerreros.
1.3. Causas y condicionantes de las invasiones
Un primer problema que plantea todo estudio de las invasiones bárbaras de fines del siglo IV y
de la siguiente centuria es el de determinar sus causas. Antes que nada conviene advertir que
éstas no constituyen un hecho histórico aislado y de súbita aparición. Como acabamos de ver
desde finales del siglo II a.C., ya se habían producido los primeros intentos migratorios
germánicos hacia tierras mediterráneas. Sólo la conquista romana de las Galias y la constitución
del limes, o frontera del Rin y el Danubio, las habrían contenido durante un largo periodo. Pero
de nuevo, a finales del siglo II y en el II d.C., se produjo una gran oleada invasora. Tras un
nuevo intervalo —producto de la reconstrucción de las defensas imperiales por los emperadores
ilirios— se produciría un nuevo y definitivo asalto a partir del último tercio del siglo IV.
Se han aducido motivos climáticos, demográficos y sociológicos, y hasta presiones de pueblos
de las estepas euroasiáticas (hunos, principalmente). Sin duda todos estos factores tuvieron su
influencia. Pero sobre todo parece que deben tenerse en cuenta los importantes cambios que se
produjeron en el seno de las sociedades germanas en los primeros siglos de la Era cristiana.
Estos se habrían concretado en un proceso evolutivo conducente a un progreso social y
económico, con la constitución de estructuras sociales y económicas muy jerarquizadas. Proceso
en el que el contacto con el mundo romano no habría dejado de tener importancia. Una
evolución que arqueológicamente ha dejado su huella en la aparición y difusión este-oeste de las
llamadas “tumbas principescas”, como indicamos en su momento.
1.3.1. Soberanía señorial, séquitos, monarquía militar y etnogénesis
Para el tiempo previo a las grandes invasiones de fines del siglo IV habría que poner como base
de todo poder social y político en las diversas agrupaciones populares germánicas lo que se
conoce como “soberanía señorial” (Hausherrschaft). Es decir, en un momento determinado se
había concentrado en manos de unos pocos un dominio territorial sobre el que se ejercía una
plena soberanía (Munt). Esta última alcanzaba a todos los que habitaban y trabajaban en esa
unidad territorial, que también lo era económica, y que podía abarcar a una aldea entera. Entre
dichos habitantes se encontraban gentes de condición no-libre, esclavos siempre asentados con
su familia en una tierra, pero sobre todo un extenso grupo de semilibres según las concepciones
jurídicas romanas. Estos últimos se encontraban unidos al “señor de la casa” (Hausherr)
mediante un estrecho lazo de obediencia, lo que les obligaba a formar parte de su mesnada
cuando aquél decidía realizar alguna expedición militar contra terceros. Cercana en su
funcionalidad militar, aunque en el resto algo muy distinto, a esta forma de dependencia se la
conocía bajo el nombre alemán de Gefolge (séquito). Por medio de ella, hombres de condición
libre, con frecuencia jóvenes extranjeros en busca de aventuras y fortuna, se unían a un señor
con un lazo de fidelidad y mutua ayuda, que no de obediencia, pero conservando en todo su
libertad personal.
No cabe duda que estos séquitos, de exclusiva significación militar, jugaron un gran papel entre
los pueblos germanos de la época, acelerando el proceso de jerarquización sociopolítica y
consolidando una auténtica nobleza guerrera. Sin embargo, no debe olvidarse la estrecha unión
entre dicha institución y la de la “soberanía señorial” antes mencionada. De forma que siempre
continuarían existiendo los otros séquitos compuestos de aldeanos y gentes no-libres. De modo
que en algunos pueblos pudo producirse una confusión entre ambos séquitos, denunciando los
nombres utilizados para sus miembros —gardingi entre los visigodos, gasindi entre los
longobardos— un primitivo origen doméstico o incluso servil de los mismos.
No cabe duda de que en tiempos como los de las grandes invasiones, tales séquitos de
funcionalidad militar supusieron algo esencial. Muchas de las realezas germánicas de la época
tuvieron su origen en tales séquitos. En esos casos se trató de la elección como “rey del pueblo
en armas" (Heerkönig) del jefe de uno de tales séquitos. Ante las expectativas de grandes
ganancias de botín o de tierras pudieron entrar a formar parte de los “séquitos” más potentes
gentes de condición social elevada, jefes a su vez de otros séquitos, estableciéndose de esta
forma una verdadera jerarquía dentro de éstos. Como consecuencia de una invasión exitosa y
del inmediato asentamiento (Landnahme) en tierras del Imperio, dichas “monarquías militares”
no pudieron por menos que consolidarse.
También conviene tener en cuenta, a la hora de explicar las causas y desarrollo de las grandes
invasiones, los mecanismos de formación de las unidades populares que participaron en las
mismas y que aparecen mencionadas en las fuentes romanas de la época. Proceso conocido en la
erudición en lengua alemana como Stammesbildung ("formación de las estirpes” o
“etnogénesis”). Sin duda siempre ha sorprendido la facilidad con que aparecen en el escenario
histórico grandes agrupaciones populares con unos nombres y una definición étnica muy
determinada en apariencia, que sin embargo pueden desaparecer al poco sin dejar la menor
huella ante el primer gran descalabro militar sufrido. La explicación de dicha aparente paradoja
la ofreció R. Wenskus. Según su teoría, casi todos los pueblos germánicos de la época de las
invasiones comportaban como elemento aglutinante un linaje real en torno al cual se adhería un
núcleo reducido de otros linajes, portador del nombre y las tradiciones nacionales de la estirpe.
Mientras este núcleo se mantuviera más o menos intacto, la agrupación popular subsistiría, pues
podría ir aglutinando y dando cohesión a elementos populares heterogéneos en un proceso de
etnogénesis continua. Dicha teoría resuelve además otra de las paradojas de los relatos antiguos
sobre las invasiones: la exigüidad de las llamadas “patrias” o lugares de origen de las varias
estirpes germánicas —con frecuencia ubicadas todas en Scandia (sur de Escandinavia),
auténtica “vagina de pueblos”— y la gran importancia que estas pudieron alcanzar en el apogeo
de su carrera histórica.
1.3.2. Religión y etnogénesis
Evidentemente, la religión jugaba también un papel muy importante en la formación y
preservación de esas identidades étnicas producidas a partir de unos determinados linajes. A este
respecto, no se puede olvidar que el paganismo germánico tradicional estaba profundamente
relacionado con el predominio social y político de las familias aristocráticas. El culto a los
dioses Anses relacionaba con la divinidad los supuestos ancestros de dichas familias; y por
intermedio principal de las diversas genealogías de los hijos de Mannus, esos cultos
tradicionales explicaban y fortalecían las diversas identidades étnicas con el protagonismo
esencial de los jefes de las grandes estirpes aristocráticas.
Para el desarrollo y propaganda de tales cultos étnicos resultaba fundamental una especial
literatura oral, como eran los famosos carmina antiqua recordados por Tácito. En esencia, éstos
contenían unas teogonías que en sus estratos más recientes se tramutaban en auténticas
genealogías étnicas y, finalmente, dinásticas. La productividad de estas expresiones literarias
tradicionales para tales fines de predominio social y político, y de identidad étnica, en fechas
muy tardías, incluso ya en un momento de avanzada cristianización, queda demostrada con los
solos ejemplos de la conocida genealogía Amala de Teodorico transmitida por Jordanes y el
ordo Langobardonum transmitido, junto a la lista real longobarda, en el Edicto de Rotario, ya
del siglo VI avanzado. En esta perspectiva, era absolutamente normal que la cristianización de
un grupo étnico o linaje, o la sustitución de una doctrina cristiana, como el arrianismo o la
ortodoxia católica, por otra, fueran asuntos de enorme importancia política y de vital incidencia
para el futuro de esa etnia o linaje.
1.4. La historia militar de las invasiones: la destrucción del Imperio en Occidente
En lo que podríamos llamar historia militar de las grandes invasiones se distinguen varias
oleadas o etapas. La primera de ellas sería la protagonizada en lo fundamental por pueblos
germanos de los llamados ósticos (del este) - godos, vándalos, burgundios -; aunque con
frecuencia se les unían en su migración fracciones más o menos numerosas de nómadas
sarmáticos o iránios (alanos) de las llanuras del sur de Rusia y/o del Danubio central y oriental.
Esta primera oleada se caracterizó por la amplitud de los movimientos migratorios, desde las
orillas del mar Negro a la península Ibérica y el norte de África, y por haber dado lugar a la
aparición de los primeros reinos bárbaros en suelo imperial.
La segunda oleada fue mucho menos aparatosa pero sus resultados serían bastante más
duraderos. La primera afectó a grupos de inmigrantes bárbaros minoritarios en comparación con
los provinciales invadidos, lo que les condenaba a diluirse a corto o medio plazo. Y, con la
excepción de los visigodos, ninguna de las fundaciones estatales a las que dio lugar pudo pasar
la barrera de mediados del siglo VI. Por el contrario, la segunda oleada por lo general significó
la penetración continuada y en masas bastante cerradas de grupos germanos en las Galias,
Baviera y Gran Bretaña, llegándose a producir hasta una germanización lingüística de territorios
otrora dominados por el latín y el celta, como fueron la Galia renana y la Gran Bretaña. Fue
protagonizada en lo fundamental por germanos occidentales, cuyas etnogénesis, como hemos
visto, eran bastante recientes, en caso de existir, siendo en una mayoría de casos el resultado de
agrupamientos de fragmentos de diversas estirpes anteriores: francos, alamanes, bávaros, anglos
y sajones.
Una tercera oleada habría tenido como resultado principal el establecimiento de los longobardos
en Italia y el dominio de las estepas y llanuras de Europa central y oriental por los ávaros. Éstos
no eran germanos sino un pueblo posiblemente de origen mongol, encontrándose por completo
ecuestriado y seminómada. En buena medida esta tercera oleada participaría de las
características señaladas como propias de la primera, aunque la diferente situación existente en
la Europa de la segunda mitad del siglo VI produciría resultados diferentes; sin duda más
duraderos, como sería el caso del establecimiento longobardo en la Italia septentrional. Además
durante esta época en toda la fachada atlántica europea continuarían las incursiones de los
germanos ribereños del mar del Norte. Éstas serían protagonizadas sobre todo por grupos de la
llamada liga sajona y por otras unidades étnicas menores, como anglos y hérulos, terminando
por germanizar toda la antigua Gran Bretaña celtorromana.
1.4.1. La primera oleada: la gran invasión visigoda
La primera gran oleada se centra en torno a dos grandes hitos: la batalla de Adrianópolis (378) y
el paso del Rin (406). Ambas fueron protagonizadas en lo esencial por germanos orientales —
visigodos, ostrogodos, burgundios y vándalos—, más diversos grupos occidentales agrupados
bajo la prestigiosa denominación de suevos, y los iranios alanos. Sin duda para comprender las
causas de esta gran invasión hay que conocer lo que estaba ocurriendo por detrás del mundo
germánico, en las grandes y abiertas llanuras y estepas centroeuropeas y euroasiáticas.
Tras una larga emigración desde territorios ribereños del Báltico los pueblos góticos hacia el
230 se encontraban asentados al norte del mar Negro. Además de los elementos populares
agregados durante su larga migración en su nueva sede asumieron importantes contingentes de
nómadas iránios (sármatas), adoptando ciertas tradiciones de éstos, en especial los godos
situados más al este, o greutungos. Éstos habían constituido un reino relativamente centralizado
y extenso, mientras que en zonas boscosas más occidentales habitaban los godos tervingios, con
una menor centralización política. A lo largo del siglo IV ambos grupos, en especial los
tervingios, sufrieron la influencia de Roma, penetrando el Cristianismo en su variante arriana.
Esto último les dotó de una mayor conciencia étnica, gracias también a la creación por el obispo
misionero Ulfila de un alfabeto para traducir la Biblia al gótico. Pero toda esta situación se
desmoronó cuando el poderoso Reino de los greutungos, regido por el linaje de los Amalos, fue
derrotado en el 375 por unos recién llegados a las estepas pónticas, los jinetes hunos. Tras la
derrota y muerte trágica del rey godo Ermanerico, un pánico indescriptible se apoderó de ambos
grupos godos.
Mientras que una porción muy importante, compuesta especialmente de tervingios, pidió y
obtuvo del Imperio asilo en Tracia, otros se asentaron en la región de los Cárpatos y en
Moldavia, bajo el protectorado de los hunos. Sería entonces cuando ambos grupos góticos
iniciasen un nuevo proceso de etnogénesis que llevaría al grueso de los tervingios a
transformarse en los históricos visigodos, y a lo principal de los greutungos bajo predominio
huno a convertirse en los ostrogodos.
Sin embargo, al poco de su entrada en el Imperio el emperador Valente trató de aniquilar a los
grupos godos, ante el peligro que representaba para la vecina Constantinopla la continua
rebelión de unos godos explotados por traficantes y funcionarios romanos. Pero resultó
derrotado y muerto en la batalla de Adrianópolis (9 de agosto de 378), donde se perdió una
buena parte del ejército de maniobras romano-oriental. El nuevo emperador oriental Teodosio el
Grande consiguió apaciguarlos, beneficiándose de las luchas internas entre diversos nobles y
linajes godos, establecerlos en la evacuada provincia de Mesia y utilizarlos como tropas
federadas para la reconstrucción del ejército imperial.
La muerte del emperador Teodosio, que gozaba de un gran prestigio entre los jefes godos, y las
desavenencias entre el gobierno de Constantinopla y el de Roma, dirigido por Estilicón, serían
utilizadas por el Balto Alarico para crear una “monarquía militar” visigoda en su persona. A
partir de entonces, Alarico y sus godos iniciaron una ambigua política que combinaba los
saqueos en las provincias romanas con los ofrecimientos de sus servicios como tropas federadas
a cambio de subsidios alimenticios, con el objetivo final de conseguir un alto cargo militar
imperial para el rey godo y un territorio donde asentar a su pueblo en condiciones de cierta
autonomía. Esta política primero fue seguida con el gobierno de Constantinopla y a partir del
401 con el de Ravena. De esta forma, a partir del 401, Alarico presionaría a este último,
jugando, y siendo utilizado también, con la oposición entre Estilicón y otros círculos cortesanos
romanos. Tras la caída y asesinato de Estilicón, Alarico se vio obligado a una política más
agresiva, que culminó con el golpe de efecto que supuso el saqueo de Roma en el 410.
Desaparecido al poco Alarico, su política sería seguida por su cuñado y sucesor Ataulfo. Tras el
fracaso de éste de entroncar con la familia imperial, con su matrimonio con la princesa Gala
Placidia, y de hacerse una posición fuerte en el sur de las Galias, los visigodos serían finalmente
estabilizados en virtud del pacto de alianza (foedus) firmado entre el rey godo Valia y el general
romano Constancio, nuevo hombre fuerte del gobierno occidental, en el 416. En virtud de ese
pacto, los visigodos se comprometían a servir como tropas federadas al Imperio occidental; y
como primera prueba de ello, en el 417, habrían logrado ya aniquilar a una buena parte de los
grupos bárbaros que habían invadido la península Ibérica en el 409. A cambio, en lugar de
obtener los tradicionales subsidios alimenticios, el Imperio permitía a los godos su asentamiento
en la Aquitania II, en el suroeste de las Galias, entregándoles a tal efecto dos tercios de una serie
de fincas - posiblemente tanto de sus rentas dominicales como de los impuestos a pagar al
Estado por esa porción - que serían repartidas entre los diversos agrupamientos nobiliarios
godos y el del rey con sus séquitos. Aunque quedaba la antigua administración civil provincial
romana, sin embargo, el rey godo recibía amplias atribuciones que de hecho implicaron el
establecimiento de un embrión de Estado visigodo en territorio imperial, con una corte y un
núcleo de administración con una corte y un núcleo de administración central de molde imperial
en la ciudad de Tolosa. Había nacido lo que se conoce en la moderna historiografía como Reino
visigodo de Tolosa.
1.4.2. La ruptura de la frontera del Rin
La presión creada por la estampida gótica sobre los pueblos bárbaros situados más hacia
Occidente y las dificultades militares creadas al gobierno de Ravena por las andanzas de Alarico
en Italia terminaron por romper la tradicional frontera del Rin. Este hecho sería protagonizado
por una invasión compuesta de elementos populares muy dispersos. Los orígenes de la misma
estarían en dos vastos conglomerados formados en el Danubio medio.
Uno de ellos, constituido esencialmente por ostrogodos huidos del dominio de los hunos, bajo el
mando de Radagaiso, invadió violentamente la Italia septentrional en el 405, para ser por
completo masacrado por Estilicón en la batalla de Fiésole al verano siguiente. El otro sería más
heterogéneo, pues bajo la jefatura del alano Respendial y del vándalo hasdingo Godegiselo
incluía a vándalos silingos y hasdingos, marcomanos, cuados, gépidos, sármatas y alanos; a los
que se unirían en su migración a lo largo de la frontera danubiana colonos germanos allí
establecidos por el Imperio y campesinos romanos.
Todos juntos lograron atravesar las defensas del Rin a la altura de Estrasburgo en la Navidad del
406. Tras ello, los bárbaros, divididos en varios grupos y en un proceso interno de etnogénesis
con la formación de una cuarta, tras las alanas y vándalas, "monarquía militar” bajo el étnico de
sueva, saquearían con extremada violencia las Galias, primero la septentrional en la ruta hacia
Boulogne, para posteriormente dirigirse hacia el sur a lo largo de la costa atlántica. En
septiembre del 409, la parte principal de los bárbaros invasores traspasaba los Pirineos
occidentales y penetraba en las Españas romanas.
La desviación de su primera ruta de invasión hacia el norte de las Galias se habría debido a un
importante hecho sucedido del lado romano. En el 406 triunfaba en la Gran Bretaña la
sublevación del general romano Constantino III. Pasado con su ejército a las Galias, el
usurpador logró ser fácilmente reconocido por los restos del ejército de las Galias, que vieron en
él al defensor de su país ante los invasores bárbaros. El nuevo emperador trató de controlar lo
más rápidamente posible los puntos vitales de las Galias, pasando de inmediato a la península
Ibérica, donde logró derrotar a las tropas y nobles leales a la dinastía de Teodosio, representada
entonces por el emperador Honorio. Sería precisamente la lucha que a partir del 409 se
desarrollaría en las Galias entre el usurpador y las tropas leales a Honorio, reorganizadas por el
patricio Constancio, lo que facilitaría la invasión hispana del 409. Pues los invasores pudieron
penetrar casi como aliados de la rebelión contra Constantino III surgida en el seno de su propio
ejército destacado en la península, recibiendo en pago de sus servicios el derecho a la exigencia
de subsidios a los provinciales: los vándalos hasdingos y los suevos la Gallaecia, los silingos la
Bética, y los alanos la Lusitania y la Cartaginense.
1.4.3. Reacción imperial (416-489) e invasión de África por los vándalos
La recuperación de las fuerzas legitimistas en la Galia, con la derrota final de los usurpadores
(Constantino III y sus hijos en el 411 y el posterior Jovino en 413), bajo el mando del poderoso
generalísimo Constancio acabaría posibilitando la solución del problema visigodo con la firma
del foedus del 416. Y como consecuencia del mismo el gobierno imperial se propuso
seguidamente restablecer la situación en las provincias hispánicas, utilizando para ello la fuerza
militar aliada de los visigodos de Valia.
A lo largo del 416-417 Valia conseguiría destruir las monarquías militares de alanos y vándalos
silingos, cuyos restos populares acudirían a engrosar las filas de los vándalos hasdingos. Si éstos
y la débil monarquía sueva no fueron destruidos se debería más a que Constancio optó por hacer
venir a Valia a las Galias, donde se fundaría en el 418 el Reino de Tolosa, posiblemente
interesado en culminar la limpieza de las provincias hispánicas con tropas mayoritariamente
romanas, impidiendo también así un excesivo reforzamiento del rey godo.
De esta forma hacia el 420 el gobierno imperial parecía haber restablecido la situación en todo
Occidente. Los restos de los invasores de finales del IV y principios del V estaban aniquilados,
en vías de serlo o se esperaba su final integración como soldados aliados del Imperio. Además
los destinos de la dinastía teodosiana parecían asegurados, no obstante la falta de descendencia
de Honorio, con el matrimonio del poderoso general Constancio con la princesa Gala Placidia y
su asociación al trono.
Pero la muerte prematura de Constancio (421) y la de Honorio (423) desbaratarían la situación.
La elección como emperador del infante Valentiniano III (425-454), hijo de Constancio y Gala
Placidia, no sirvió más que para convertir al gobierno de Occidente en presa de ambiciones e
intrigas, en la que jugó un papel muy importante la bella Gala Placidia. Sería en esta situación, y
aprovechándose de tales disputas, como los visigodos de Tolosa bajo la inteligente dirección del
rey Teodorico I (418-451) tratarían de extender su dominio hacia la estratégica Provenza,
mientras en las Españas los suevos consolidaban su poder en el noroeste y los vándalos
saqueaban a su placer las provincias meridionales y levantinas.
Finalmente el nuevo rey vándalo Genserico (428-477) optaba en el 429 por evacuar la península
y pasar con su pueblo, estimado en 80.000 almas, al norte de África, amenazando así una región
vital para el aprovisionamiento de grano y aceite de la propia Roma e Italia. La recuperación
imperial sólo se produciría a partir del 432.
Cuando el general Ecio (c. 390-454) -un semibárbaro que se apoyaba en un séquito personal de
hunos- logró hacerse con el control total del gobierno y ejército romanos. Como en otro tiempo
hizo Constancio Ecio se esforzó en restablecer el dominio romano en la rica y estratégica Galia.
Ésta se encontraba amenazada en las tierras renanas y septentrionales por nuevas penetraciones
germánicas (francos y burgundios), en Normandía y costas atlánticas por otras sajonas y
bretonas, y en el sur por las ambiciones de los visigodos de Tolosa.
Las soluciones aportadas por Ecio a estos problemas reflejan sin embargo que los tiempos
habían cambiado. Pues además de utilizar ejércitos romanos Ecio se apoyaría cada vez más en la
labor de bárbaros federados, a los que concedió un alto grado de autonomía: con el asentamiento
de los burgundios en Sapaudia (Saboya) se constituía el segundo reino germánico en tierras
galas.
La concentración del esfuerzo imperial en las Galias hizo abandonar un tanto la situación en
otras regiones. En la península Ibérica el dominio imperial se concentró especialmente en las
regiones mediterráneas, y confiando además demasiado en la lealtad de tropas federadas
visigodas. Lo que permitió una clara consolidación sueva en sus bases galaicas y el comienzo de
una serie de acciones de pillaje en la Bética y Lusitania por su parte.
Pero el mayor fracaso de la política de Ecio radicó en África. Dejada a sus solas defensas, con
una población provincial dividida por querellas internas entre donatistas y católicos, y amplias
regiones del interior y de Occidente dominadas por jefes bereberes, el corazón del África
romana -Numidia, Procunsular y Bizacena- sucumbiría a la invasión vándala de Genserico, que
culminó con la conquista de Cartago en el 439.
Con la constitución del Reino vándalo de Cartago se creaba el primer Estado germánico que no
reconocía ninguna superioridad del Imperio ni mantenía con él alianza alguna. Dueño de una
poderosa flota romana y de bases en las Baleares, y pronto en Sicilia, Genserico (428-477)
iniciaría una política de presión sobre el gobierno de Ravena con acciones piráticas sobre las
costas italianas y haciendo pagar cara la continuidad de los envíos del grano africano.
En estas condiciones se comprende que Genserico fuera capaz de conseguir la mano de
Eudoxia, hija de Valentiniano III, para su hijo y sucesor Hunerico. Pretextando vengarse del
asesinato de Valentiniano II Genserico saquearía Roma en un raid marítimo en junio del 455.
Sin embargo la viabilidad de la reconstrucción imperial realizada por Ecio recibió su prueba de
fuego con el comienzo de las invasiones de los hunos de Atila sobre Occidente a partir del 450.
En los años anteriores Atila había logrado unir bajo su cetro los diversos clanes y grupos de
hunos, de los que dependían, además, otros agrupamientos nobiliarios y populares germanos
muy diversos, entre los que destacaban ciertamente varios ostrogodos. Con ellos, Atila había
logrado constituir un vasto imperio por toda Europa central y oriental, basado en la potencia y
rapidez de los desplazamientos de su caballería y en los subsidios exigidos al gobierno de
Constantinopla con su constante presión sobre las provincias balcánicas.

Las causas por las que Atila optó entonces por dirigir sus saqueos sobre Occidente no son
claras: tal vez porque estaba encontrando mayores dificultades en Oriente y porque el ejemplo
vándalo le hizo pensar en fundar un reino que incluyera territorios imperiales muy extensos,
haciendo entrar bajo su cetro a los visigodos de Tolosa. Sin embargo, el ataque frontal sobre la
Galia lanzado por el enorme ejército de Atila encontró cruel respuesta en la batalla de los
Campos Catalaúnicos del 20 de junio del 451.
La rota de Atila también se conoce con el nombre de "batalla de las naciones”, pues el ejército
romano que combatió en ella basaba una buena parte de su poder en las tropas federadas de los
visigodos de Tolosa, comandadas por su rey Teodorico I (418-451), que murió en el combate.
Sin embargo, el fin del peligro de los hunos no desaparecía sino con la muerte de Atila en el
453, puesto que en el 452 habría intentado una peligrosa invasión en Italia.
1.4.4. La liquidación del poder imperial (454-476)
La victoria sobre Atila había puesto al descubierto las bases del poder imperial en Occidente:
éste se basaba esencialmente en las alianzas personales y dinásticas que los emperadores y
generales romanos fueran capaces de mantener con los reyes bárbaros asentados en las Galias y
con la poderosa nobleza hispano-gala. En esos momentos ambas cosas habían descansado en
Ecio y en el legitimismo teodosiano que representaba Valentiniano III.
Intrigas cortesanas acabaron violentamente con el primero en el 454 y con el segundo en el 455.
A partir de entonces las cosas tomarían un rumbo muy distinto: de consolidación definitiva de
los reinos germánicos y de desaparición del poder central del Imperio. En las Españas y las
Galias esta última tendencia se reforzaría tras el fracaso de Ávito (455-456) como emperador.
Era éste un senador galo perteneciente al mismo grupo nobiliario que la desaparecida dinastía,
que contó con el apoyo de los federados visigodos de Tolosa, pero que fracasó ante la oposición
de buena parte de la nobleza senatorial romana y del ejército de Italia, que comenzaba a estar
dominado por un suboficial de Ecio, el suevovisigodo Ricimiro (456-472). Sería precisamente
éste el responsable de la deposición y muerte de Mayoriano (457-465).
Era éste un militar romano elevado a la púrpura por el propio Ricimiro, y que por última vez
habría intentado una restauración del poder imperial fuera de Italia. Pero, tras restablecer el
dominio en la Galia mediterránea y en las zonas mediterráneas hispánicas, fracasó en su intento
de atacar al Reino vándalo con una expedición marítima desde Cartagena (460).
El final de Mayoriano supuso prácticamente el de toda esperanza de restauración del poder
imperial en las Galias y las Españas, pues éste habría sido el último emperador en contar con el
apoyo de la nobleza senatorial de ambas, vinculada anteriormente con la casa de Teodosio. A
partir de entonces los miembros de ésta o intentarían una aventura de práctica independencia del
Imperio, como fue el caso de Egidio (481-465) y su hijo Siagrio (465-487) en la Galia
septentrional, o comenzaron a reconocer el dominio de los visigodos de Tolosa como la mejor
forma de defender sus intereses.
Así los reyes visigodos Teodorico II (453-466) y su hermano y sucesor Eurico (466-484)
lograron extender su efectiva área de dominio a la Provenza y hasta el Loira en las Galias;
mientras en la península Ibérica lograrían constituir a partir del 456 un eje estratégico de poder
entre Barcelona-Toledo-Mérida-Sevilla y, en la submeseta norte, obligando a la Monarquía
sueva a reconocer su superioridad, impidiéndole cualquier posible extensión hacia el este y el
sur.
Mientras tanto lo que quedaba de gobierno imperial central se fue reduciendo cada vez más a la
sola península Italiana, y a merced de los generales del ejército de maniobras en ella
estacionado, compuesto cada vez más por soldados de origen bárbaro unidos a aquellos por
lazos de fidelidad de tipo germánico ("séquitos militares").
Entre ellos ejerció un indiscutido predominio Ricimiro, hasta su muerte en el 472. Las mismas
debilidades militares de éste y la necesidad de reconquistar la vital África motivó su
acercamiento al gobierno de Constantinopla, aceptando apoyar como emperador al oriental
Antemio (467-472). Pero el fracaso de la gran expedición constantinopolitana contra los
vándalos (467) y la firma de una paz perpetua entre éstos y el nuevo emperador oriental Zenón
(474-491), supuso la deposición y muerte de Antemio.
El inmediato fallecimiento de Ricimiro hizo que otros intentaran heredar su posición
hegemónica en el ejército imperial y en Italia. Entre estos destacaría el general romano Orestes,
que en el 475 colocó en el trono imperial a su propio hijo, el todavía niño Rómulo, llamado
Augústulo despectivamente por su contemporáneos.
Pero se trataba de un ejército debilitado, más dividido e indisciplinado ante las dificultades del
gobierno para satisfacer sus demandas salariales. Por eso unas facciones del mismo buscarían el
apoyo del gobierno de Constantinopla, aceptando emperadores nombrados por aquel, como
Julio Nepote (474-480). Mentras otras buscarían el del rey burgundio Gundovado, eligiendo a
emperadores fantasmales como Olibrio (472) y Clicerio (473-480).

Cuando en el 476 el general Odoacro, de origen esciro, mató a Orestes, depuso a su hijo y envió
las insignias imperiales al emperador de Constantinopla, Zenón, casi nadie pensó que algo
nuevo había sucedido. Sin embargo, el ejército itálico en que se apoyó Odoacro se encontraba
compuesto casi de tropas de origen bárbaro; y éstas le habían elegido como rey suyo con el fin
de que, constituyéndose una nueva “monarquía militar” a la manera de otras germánicas,
solucionara también de igual modo su problema económico y social: asignando a sus jefes y
oficiales unas tierras sobre las que recaudar sus impuestos fiscales y sus rentas dominicales,
exactamente como con anterioridad se había procedido al constituirse los reinos federados de
visigodos y burgundios.
Por lo demás, en Occidente nadie se preocupó mucho de esta desaparición de facto del gobierno
imperial en Galia y del acto de fuerza de Odoacro. Salvo tal vez el rey visigodo Eurico que trató
en vano de apoyar militarmente el gobierno del oriental ausente Julio Nepote; a cambio de ello
este último debió reconocerle poco antes su completo dominio sobre el sur y centro de las
Galias y sobre la España oriental. Con ello se completaba el final del Imperio en Europa
occidental.
Lo que para entonces no obedecía a algún rey germánico eran núcleos aislados y periféricos
gobernados por aristocracias locales, generalmente urbanas; aunque la mayoría de estas habían
optado ya por reconocer a los nuevos reinos romano-germánicos, como hiciera Sidonio Apolinar
y sus amigos de la Auverna en el 477.
2. Reinos romano-germánicos — (siglos IV-VIII)
2.1. La Europa merovingia
2.1.1. El origen de los merovingios
La situación existente en las Galias en el momento de la desaparición definitiva del gobierno
imperial en Occidente era heterogénea, aunque en gran parte obedecía a la fundamental
distinción entre una Galia septentrional y otra meridional. Además, uno de los resultados de la
ruptura de la frontera del Rin había sido que el gran río se convirtiera no en frontera, sino en eje
de un espacio sociopolítico en el que se incluían los territorios septentrionales de la antigua
Galia romana. Este acontecimiento, que venía a borrar en parte quinientos años de historia,
había sido la consecuencia de las invasiones francas.
El origen de los francos es una de las cuestiones más debatidas entre los estudiosos. A diferencia
de las grandes estirpes de los germanos orientales, los eruditos de tiempos de las invasiones no
tenían claro el origen de los francos. A finales del siglo VI, Gregorio de Tours, el primer
sistematizador de la historia franca, los hizo venir de Panonia, para así relacionarlos con San
Martín, el patrono celestial de su diócesis; y medio siglo después, Fredegario convirtió a sus
reyes en descendientes directos del mítico Príamo de Troya, siguiendo una tradición culta que
deseaba subrayar los lazos entre éstos y Roma. Lo cierto es que su nombre —que significa “los
hombres libres"— expresa a las claras que su etnogénesis se produjo a partir de grupos étnicos
fragmentados. Como otras grandes estirpes de los germanos occidentales, la etnogénesis franca
no se produjo con el surgimiento de una "Monarquía militar”, sino mediante la formación de
una liga que agrupaba a diversas “soberanías señoriales”. Su coagulación se haría en la región
del bajo Rin no antes de finales del siglo III, cuando por vez primera aparecen mencionados en
las fuentes clásicas como un pueblo de vocación marinera, tal vez como consecuencia de la
progresión sajona hacia el oeste. Allí acabaría por englobar a toda una serie de etnias
transrenanas, cuyos nombres pudieron conservarse en algunos de los grupos de la nueva liga
franca (camavos, catuarios, brúcteros, salios, usipetes, tencteros, tubantes y ampsivarios). Más
retardatarios que otros grupos germanos, el desarrollo entre los francos de una progresista
aristocracia guerrera, basada en sus séquitos armados, sólo sería una realidad ya bien entrado el
siglo IV, habiendo tenido en ello mucho que ver los contactos cada vez más estrechos con los
romanos, como aliados y reclutas para el ejército. Sin embargo, el surgimiento de una realeza
nacional sería un fenómeno muy tardío, ya en el siglo V, no lográndose imponer hasta
Clodoveo, a claras instancias romanas y de los germanos orientales.
La progresión de los diversos grupos francos al oeste del Rin se recrudeció a partir de la
desaparición de Ecio. En 456 Maguncia cayó en su poder, y en 459 Colonia; y a partir de esta
última se inició el poblamiento franco por los valles del Mosa y el Mosela, cuya conquista se
pudo dar por finalizada en el 475. Sería precisamente aquí donde se constituyera lo que en las
fuentes del siglo V se conoce como Francia Rinensis. Era ésta una región de denso poblamiento
franco, lo que produciría un retroceso de la frontera lingüística entre el latín y el germano,
donde surgirían pequeñas “monarquías militares” producto del Landnahme, entre las que
destacaría la que tenía por centro la antigua ciudad de Colonia. Más allá de Maguncia el
asentamiento franco tocaba con el de los alamanes, que a partir del 450 habían inundado
Alsacia.
Al sur del Loira, los visigodos de Tolosa habían completado su dominación hasta las costas
atlánticas y mediterráneas, lindando por el este con el Reino burgundio, dueño del valle del
Ródano y del Saona. Por el contrario, era bastante más compleja la situación existente entre el
Mosa, el Somme y el Loira. Aquí, con centro en Soissons, se había intentado, como vimos, una
solución coyuntural por parte de la aristocracia provincial sobre los restos del ejército imperial
de la Galia, y bajo el mando del jefe de éste, Egidio, y de su hijo y sucesor Siagrio. Mientras
otras aristocracias urbanas locales intentaban también una vía autónoma constituyendo efímeras
ligas, como podía ser la del antiguo Tractus Armoricanus, en las tierras atlánticas entre el Loira
y el Sena. Pero, sin duda, se trataba de soluciones de compromiso y coyunturales, que habrían
de desaparecer ante la progresión de grupos de francos salios, comandados por diversos reyes
—en realidad, jefes de "soberanías señoriales”, en gran parte relacionados familiarmente entre sí
al decirse descendientes de un antepasado común, Meroveo, enraizado con tradiciones míticas
paganas y seguramente originario de las tierras francas más orientales hacia el Elba.
Entre estos últimos reyezuelos francos destacó el de Tournai, Childerico (c. 463-481), que
Gregorio de Tours supuso hijo del mítico Meroveo. Childerico supo presentarse como defensor
de los intereses de una buena parte de las aristocracias locales galorromanas, concediéndoles su
apoyo militar contra enemigos externos, como los visigodos, a cambio de la entrega de lo que
quedaba de la organización fiscal tardorromana. Su riquísimo enterramiento, descubierto en
1653, indica una curiosa mezcla de elementos de tradición romana como otros germánicos
todavía muy anclados en el paganismo, como sería el enterramiento ritual de caballos. Sería la
continuidad de esta política la que convertiría en auténtico poder hegemónico de las Galias y en
rey de todos los grupos francos a su hijo y sucesor Clovis-Clodoveo (481-511).
2.1.2 Clodoveo
No obstante la importancia epocal de su reinado y lo mucho que se ha escrito sobre Clodoveo,
lo cierto es que no son pocos los puntos oscuros que todavía subsisten, especialmente para los
primeros veinte años de su reinado. Además, nuestra principal fuente, Gregorio de Tours, está
viciada por su intento de mostrar a Clodoveo como el prototipo del rey católico en el que
debieran mirarse sus sucesores. Lo cierto es que el poder y prestigio del rey se basaron en las
tempranas victorias conseguidas sobre los poderes locales romanos existentes entre el Mosa y el
Loira, con la decisiva derrota de Siagrio en 486, y en una inteligente política de alianzas
matrimoniales con otras monarquías, casando a su hermana Audefleda con el poderoso
Teodorico el Amalo, y contrayendo él mismo matrimonio con una princesa burgundia, Clotilde.
Acabó así por asentar su supremacía sobre los restantes reyezuelos francos, que o
desaparecieron o entraron en una posición de subordinación.
La guerra civil estallada en el seno de la dinastía burgundia permitió a Clodoveo convertir a los
burgundios en sus aliados (501), separándolos de los visigodos, con la familia de cuyo rey
Alarico se encontraban unidos por antiguos y modernos lazos de sangre. Una inteligente
propaganda romanófila y católica y los intereses de la aristocracia provincial de la región del
Loira le permitieron al merovingio emprender una exitosa guerra contra los visigodos de Tolosa
(496-498 y 507). La aplastante victoria militar conseguida por Clodoveo en Vouillé (507), con la
muerte del rey godo Alarico II, entregó casi todos los territorios galos del Reino de Tolosa en
manos de Clodoveo y sus aliados burgundios. Si los visigodos no desaparecieron entonces de la
Historia y pudieron conservar una franja de terreno en la costa mediterránea, la Septimania o
Narbonense, eso sería gracias al apoyo militar de sus poderosos parientes los ostrogodos de
Italia y de su rey, Teodorico el Grande, que quiso salvar la Monarquía visigoda para su nieto, el
joven hijo de Alarico II, Amalarico. Poco tiempo después, Clodoveo recibiría del emperador de
Constantinopla un signo de reconocimiento, designándole tal vez cónsul honorario; lo que vino
a cimentar su alianza con la tradicionalista nobleza galorromana, liderada ahora por sus obispos.
A su muerte, Clodoveo dejaba un enorme pero heterogéneo reino, que englobaba la muy romana
Aquitania, pero también los territorios germánicos o germanizados que tenían al Rin por eje.
2.1.3. Los hijos de Clodoveo y el reparto del reino
Según Gregorio de Tours, al morir Clodoveo dividió su reino entre sus hijos en cuatro partes
iguales; partes del reino franco que además no constituían territorios continuos, sino que se
entremezclaban unas con otras. Extraño procedimiento explicable porque cada parte incluía una
porción del antiguo reino familiar anterior al 486, y otra de cada una de las anexiones
conseguidas por Clodoveo con posterioridad. Con ello se aseguraba también una herencia para
los hijos habidos de Clotilde, independientemente del mayor, Teuderico, que procedía de un
linaje materno distinto.
Entre 523 y 534, los hijos de Clodoveo completaban la expansión franca en las Galias con la
conquista del Reino burgundio, aprovechando una crisis dinástica en éste, y con la anexión de la
Provenza ostrogoda y de la Auvernia galorromana, que habían apoyado la independencia
burgundia. Por su parte, Teuderico (511-533), con la colaboración de su hijo Teudeberto I (533-
548), había extendido la hegemonía franca hacia el este, incluyendo a frisios, sajones y
turingios, cuyo importante reino, aliado de los ostrogodos, fue destruido. Al dominar ahora las
regiones alpinas, los Merovingios se hacían con una plataforma para influir en la política
italiana. En estas circunstancias, nada tiene de extraño que Teudeberto I mostrase ciertas
aspiraciones imperializantes, como serían sus acuñaciones de moneda de oro con su propio
nombre.
2.1.4. La época de Gregorio de Tours...
Tras el fallecimiento de Teudeberto I, y del último hijo de Clodoveo, Clotario I (511-561), los
Reinos francos entraron en una época de confusión. Gracias a la colorista y moralizante
narración de Gregorio de Tours, conocemos bastantes de los aspectos más sangrientos del
período, varios de ellos surgidos en la alcoba por la proliferación de matrimonios de tradición
germánica (Friedlehen) contraídos por los Merovingios. Pero aunque Gregorio fue un
contemporáneo de los hechos, no cabe duda de que su relato en absoluto es imparcial, habiendo
contribuido bastante a la mala imagen de los soberanos merovingios en la Historiografía
posterior. Un problema no menor lo constituyó la falta de fronteras bien definidas entre los
varios reinos (Teilreiche), al basarse éstos no tanto en partes equitativas de territorio como en
iguales fuentes de ingresos fiscales, lo que produjo un intrincado reparto de Aquitania entre los
más antiguos reinos septentrionales de Neustria y Austrasia. La desaparición de algunas ramas
de la dinastía y las rivalidades entre príncipes llevaron a sucesivos repartos que trataban de
restaurar el primitivo realizado a la muerte de Clodoveo. Entre estos intentos de restablecer el
equilibrio sobresale el de 581, al morir Clotario, el último hijo de Clodoveo. En todo caso, no
cabe duda de que el período de guerras civiles que se abrió entonces entre los diversos Reinos
merovingios —que un tanto anacrónicamente se denominan en la historiografía moderna
Neustria, Austrasia y Borgoña— se debió en buena parte a la imposibilidad de liberar el
esfuerzo bélico hacia aventuras exteriores, consiguiendo nuevos territorios con los que
beneficiar a una naciente nobleza, así como a las incertidumbres que en el seno de ésta suponía
cada sucesión real. Esto último derivaba de la no reglamentación precisa de la herencia en el
seno de la dinastía y de los diversos orígenes maternos, con sus respectivos apoyos nobiliarios,
de los varios príncipes aspirantes. Lo primero surgía de la existencia de vecinos poderosos,
como fueron el Reino visigodo, los bizantinos y los longobardos, y de la independencia
conseguida por sajones y turingios (639). Este cruce de intereses exteriores, con las ambiciones
de los varios monarcas francos y de distintos grupos nobiliarios, francos y también
galorromanos, se demostraría con motivo de la guerra civil visigoda entre Leovigildo y su hijo y
usurpador Hermenegildo (579-585), casado con Ingunda, una hija de Sigiberto de Austrasia y la
princesa goda Brunequilda, así como en el intento de Gundovaldo (582-585), un supuesto hijo
de Clotario I, de erigirse en rey en Borgoña y Provenza con el apoyo de diversos grupos
nobiliarios, especialmente en Austrasia, y el económico de Bizancio. La guerra civil fue
especialmente virulenta entre los cuatro hijos y herederos de Clotario hasta la muerte del más
poderoso de ellos, Sigiberto de Austrasia (561-578). Aunque una situación de conflicto
continuaría como consecuencia de encontrarse el Reino neustrio de Chilperico I (561-584)
rodeado por las posesiones de los demás, y las mismas tendencias autonomistas existentes entre
la nobleza de Austrasia y Borgoña, bien encarnadas en la reina regente, la princesa visigoda
Brunequilda. Solo sería tras la derrota y trágica muerte de ésta en el 613 cuando se conseguiría
una estabilidad bajo el reinado unificador de Clotario II (584-629), el hijo de Chilperico.

2.1.5. Los "reyes holgazanes" y los mayordomos de palacio


Por desgracia, la historia merovingia del siglo VII nos es mucho peor conocida, pues
difícilmente la Crónica de Fredegario y sus continuadores pueden suplir a Gregorio de Tours.
Además, estas últimas, al igual que la más "abundante documentación hagiográfica", pecan de
un cierto anacronismo, reflejando la situación de finales de la centuria cuando la familia de los
Pipínidos-Arnulfinos consiguieron el predominio en Neustria. Tradicionalmente se ha
considerado el leitmotiv de la historia franca en el siglo VII la transferencia efectiva del poder
de las manos de los miembros de la dinastía merovingia a las de los mayordomos de palacio de
Neustria y Austrasia. Dicha transferencia de poder se ha solido explicar por un proceso de
creciente fortaleza de la nobleza franca, de sus querellas faccionales, y de debilidad del poder
central.
El proceso de debilitamiento del poder central tradicionalmente se ha explicado como
consecuencia de taras mentales hereditarias de algunos merovingios (Teudeberto II, Cariberto II
y Clodoveo III) y de la abundancia de las minorías reales (Sigiberto III, Clodoveo II, Clotario
III y Childerico II). Todo ello habría tenido como consecuencia la aparición de la figura clásica
de los llamados "reyes holgazanes", itinerantes entre sus residencias campestres y abandonando
el ejercicio del poder a una camarilla nobiliaria abanderada por la figura del mayordomo de
palacio. Sin embargo, el poder creciente de estos últimos y la escasez de conflictos internos
podrían ser prueba de una cierta fortaleza del poder central, cuyos auténticos competidores
habrían sido los particularismos representados por las noblezas regionales. En especial, cada vez
se hicieron más manifiestos los deseos de constituir una entidad política independiente por parte
de los territorios situados al sur del Loira, la vieja Aquitania que continuaba siendo dominada
por una nobleza esencialmente de origen tardorromano. Mientras que en el resto de los
dominios merovingios, a partir del 623 se consolidó la división entre un reino occidental, a
partir de los tradicionales territorios de Neustria y Borgoña, y el oriental de Austrasia. Aunque
de hecho el término Neustria aparece por vez primera en la crónica de Fredegario, a mediados
del siglo VII, y venía a referirse a los territorios de los reinos primitivos de París y Soissons del
reparto entre los hijos de Clodoveo; aunque en ocasiones solo se referirá al más restringido
territorio situado entre el Somme y el Sena, mientras que para el conjunto de las tierras
noroccidentales se preferirá también utilizar el término de Francia. Austrasia, cuya utilización se
documenta mucho antes, correspondía al reino de Reims en el reparto del 811. En cuanto a
Borgoña, su nombre se generalizó a partir del reinado de Teodorico II (595-613),
comprendiendo el antiguo reino de Gontrán (561-592), de la generación anterior, aumentado
con algunos territorios colindantes.
Sin embargo, sería erróneo comparar esta tendencia a la fragmentación territorial con la
existente en el siglo IX, y lo cierto es que hasta finales del siglo VII existió bastante fluidez
entre los agrupamientos de intereses nobiliarios, cuyos miembros podían poseer tierras en
regiones muy diversas, interesados más en controlar el poder central que se reconocía en el
soberano merovingio que en constituir auténticas autonomías regionales. Así es significativo
que la figura política más importante en la segunda mitad de siglo, el mayordomo de Neustria
Ebroin (659-673), no pertenecía a una dinastía política ya bien establecida con anterioridad.
Esto explica también que con frecuencia los reinos merovingios en el siglo VII pudieran estar
unificados bajo un solo rey: desde el 678 al 714 y ya antes con Dagoberto I (623-638) y el padre
de este Clotario II. Sería la minoría surgida en Neustria con el fallecimiento de este, sin duda el
último gran rey merovingio, la que iniciaría el proceso de paulatina autonomía de los
mayordomos, al ser éstos nombrados por la nobleza regional y no por los reyes. Que un
soberano enérgico como Childerico II (662-675) tratase de mandar y fuera asesinado es todo un
testimonio del clima de la época. Para entonces la política de la hegemónica Neustria era
dominada por el mayordomo Ebroin. Hegemonía que sería rota en el 687 en la batalla de Tertry,
en la que resultaron victoriosos los nobles neustrios aliados con los de Austrasia bajo el
liderazgo del mayordomo de esta última, Pipino II de Heristal. Sin embargo, Ebroin había
demostrado que era posible el monopolio del poder por una sola facción nobiliaria, minando así
la capacidad discrecional del monarca de favorecer a unas u otras.
2.1.6. La hegemonía de la casa de Heristal
Con la victoria de Pipino II en 687 comenzaba la carrera de la casa de Heristal hacia el trono y
la ascendencia de la más germánica y renana Austrasia sobre toda la Galia franca. La familia
había ocupado un lugar principal en Austrasia desde los días de Pipino I y su hijo Grimoaldo,
mayordomos de palacio de Austrasia al menos a partir de la tercera década del siglo; y sin duda
su prestigio se benefició mucho de sus buenas relaciones con las fundaciones monásticas
promovidas por Columbano. Sin embargo, la hegemonía de la familia entre la nobleza no era
todavía definitiva al terminar el siglo VII. La crisis, incluso familiar, que desató la muerte de
Pipino II en 714 mostró la fortaleza de un poder basado en numerosos lazos de dependencia con
otras familias nobles y en el apoyo de muchas sedes y monasterios beneficiarios de ricas
donaciones.
Cuando Carlos Martel salió vencedor de la crisis en 717, su poder solo podía reforzarse con su
victoria en 719 sobre Eudes, que trataba de constituir un reino en Aquitania a partir de su
liderazgo sobre un temible ejército de gascones semipaganos, lo que dotaba además de un cierto
colorido étnico a sus aspiraciones independentistas. Dos años después moría Chilperico II, el
último de los Merovingios en ser algo más que un mero fantasma a la sombra del todopoderoso
mayordomo de palacio. Finalmente, hacia el 734, Carlos Martel protagonizaría un hecho de
armas que lo inmortalizaría en la historiografía posterior: la derrota en las proximidades de
Tours, más bien que en las de Poitiers, de un ejército islámico conducido por el emir de al-
Andalus Abd ar-Rahman, que murió en la batalla. Aunque tal vez el objetivo del franco había
sido impedir una peligrosa alianza entre gobernadores musulmanes y Eudes, que moriría al año
siguiente, más que detener la progresión islámica sobre la Europa cristiana.
2.1.7. La periferia franca: turingios, alamanes, bávaros y sajones
La constitución del Reino de los francos merovingios también sería responsable de la
reorganización política del amplio espacio germánico entre el Rin, el Elba y el gran bosque de
Bohemia. La invasión y conquista franca del Reino de los turingios en el 531 supuso
importantes consecuencias para la región, desde el Harz-Ohre al Havel y hasta los
Thuringerwald y Frankenwald, pues el fracaso de la revuelta turingia del 358 entrañaría la
muerte y emigración de los principales grupos dirigentes, creando un vacío entre el Elba y el
Saale que sería ocupado por la marea eslava desde finales del siglo VI. La defensa de esta
frontera oriental forzaría a la creación de un gran Ducado nacional turingio, aunque en principio
bajo el liderazgo de un noble franco, Radulfo. Éste conseguía finalmente el restablecimiento del
Reino de Turingia en el 639. Para ello posiblemente Radulfo se aprovechó de un resentimiento
contra el gobierno franco, como se había visto ya en la sublevación de mediados del siglo VI.
Pero Radulfo debió sobre todo rentabilizar su victoria sobre una serie de penetraciones
protagonizadas por gentes eslavas, los llamados vendos.
Por su parte, la derrota de los alamanes por Clodoveo les obligó a expansionarse hacia las tierras
de la actual Suiza. Sometidos a la soberanía merovingia desde el 536, los alamanes serían
organizados también en un ducado nacional, posiblemente confiado a miembros del antiguo
linaje real de los alamanes. Más al este, el siglo VI vería el complejo proceso de etnogénesis de
los bávaros, a base de elementos populares muy diversos, que habitaban desde el siglo V a un
lado y a otro de la antigua frontera romana de Retia y del Norico, actuando como núcleo
aglutinador de la etnia las gentes de la Baia, a localizar posiblemente en la actual Bohemia.
Desde el 885, los bávaros se ven sometidos a la soberanía merovingia, constituyéndose un
ducado nacional, confiado al linaje burgundio de los Agilolíngos. Lo que conocemos de la
historia de éstos es a través de Paulo el Diácono, que ilustra especialmente de los lazos entre los
Agilolfingos y los longobardos a partir de la reina Teodolinda. Y desde luego, a principios del
siglo VIII, Baviera se encontraba más vinculada a la Italia longobarda que a la Francia
merovingia.
Solo en el norte de Germania los sajones habrían sabido escapar a la dominación franca, aunque
sometidos a más de una expedición de castigo y siempre sometidos a su influencia. Es más,
entre los reinados de Clotario I (558-561) y de Dagoberto I (623-638) los sajones habrían
reconocido la soberanía merovingia, pagando un tributo. Alejados de las costas del mar del
Norte por los daneses, los sajones habrían abandonado en el siglo VI sus tradiciones marineras,
asentándose en la Sajonia histórica. Por otro lado, no cabe duda de que el mantenimiento vivo
del paganismo ayudó mucho a la independencia de los sajones, que solo sería destruida junto
con éste por Carlomagno.
2.2. Las Españas visigodas
2.2.1. El intermedio ostrogodo y la intervención bizantina
La catástrofe de Vouillé (507), con la muerte del soberano visigodo y la pérdida de una parte de
su importante tesoro, supuso la destrucción del núcleo y epicentro del Reino visigodo, situado
hasta entonces en Aquitania. Además, significó el fracaso de la política de Alarico II (484-507)
de acercamiento y colaboración activa con las aristocracias provincial-romanas, bien lideradas
por la jerarquía católica. Dicha política había tenido sus momentos culminantes en el Concilio
de Agde (506) y en la promulgación del llamado "Breviario de Alarico”, actualización del
Código teodosiano a base de la importante tradición de las escuelas jurídicas de la Galia
meridional como Derecho territorial aplicable a todos los súbditos de la Monarquía godo.
La intervención de Teodorico el Amalo, en nombre de los derechos de su nieto Amalarico, sirvió
para salvar la misma existencia del Reino visigodo. Pero a partir de entonces el centro de
gravedad del mismo pasó a estar ubicado en la península Ibérica, conservándose solo en las
Galias el dominio sobre la llamada Septimania, una franja litoral con capital en Narbona. Hecho
que no sería totalmente percibido por la totalidad de los grupos dirigentes godos, como mínimo
hasta el nuevo fracaso de la política franca de Amalarico (526-531), el nieto y sucesor de su
abuelo el gran Teodorico.
Con anterioridad a este, había fracasado en su intento de crear un único Reino godo, fusionando
visigodos y ostrogodos, en gran parte debido a la asentada identidad étnica de un sector
mayoritario de la nobleza visigoda. Fracaso final que no habría impedido el trasvase al Reino
visigodo de algunos expedientes administrativos ostrogodos, muy restauradores de las
estructuras civiles imperiales, así como la consolidación e integración de un grupo nobiliario
cortesano de procedencia ostrogoda, que se reflejaría en los reinados de Teudis (531-548) y
Teudiselo (548-549), que tenían ese origen.
Por lo demás, estos soberanos, en especial Teudis, reforzaron la política de colaboración con las
aristocracias hispanorromanas, que contaban con el liderazgo del episcopado católico, que
utilizaba sabiamente la diferencia religiosa frente a los godos arrianos como elemento de
cohesión y diferenciador étnico. Esta política de convivencia se hizo tanto más necesaria a la
vista del avance de la Reconquista de Justiniano en África e Italia, y del aislamiento progresivo
de los visigodos como consecuencia de la misma. Con dicha colaboración se intentaría un nuevo
avance en el completo control del espacio peninsular por parte de la Monarquía visigoda, en
especial en sus áreas meridionales y el sudeste, las más marginales o amenazadas por Bizancio.
Sin embargo, esta política se habría quebrado como consecuencia del estallido de un conflicto
en el mismo seno de la nobleza visigoda ante los fracasos militares de Agila (549-554), que se
resolvió en la revuelta del noble Atanagildo, emparentado con el prestigioso linaje real visigodo
de los Baltos, y en una guerra civil. La victoria de Atanagildo (554-567) no se logró sino a costa
del apoyo de un cuerpo expedicionario bizantino, que obtuvo a cambio la cesión de una buena
franja del litoral peninsular, desde Denia a Gibraltar, donde se establecería la provincia bizantina
de España (585-628). Dificultades imperiales posteriores permitieron a Atanagildo una cierta
consolidación en el interior peninsular en los años sucesivos, estableciendo también una vital
política de alianzas matrimoniales de su linaje con las cortes merovingias de Austrasia y
Neustria, especialmente con el matrimonio de su hija Brunequilda con Sigiberto I de Austrasia.
2.2.2. La fundación del Reino de Toledo: Leovigildo y Recaredo
El último siglo y medio de historia visigoda se conoce como Reino de Toledo, por el lugar
donde quedó fijada la sede de la corte y que los soberanos trataron de asemejar a la
Constantinopla imperial. Y en él se pueden señalar dos momentos que aparecen como claras
inflexiones de carácter constituyente. La primera de ellas está representada por los reinados
sucesivos de Leovigildo (569-586) y su hijo Recaredo (586-601). Mientras la segunda está por
los de Chindasvinto (642-653) y su hijo Recesvinto (649-672). Ambas épocas se caracterizarían
por los esfuerzos del poder monárquico por mantener una política de tradición o tardorromana,
creando un Estado justinianeo centralizado, con una administración pública y protobizantina,
mejor dicho, no totalmente en manos de la potente nobleza terrateniente hispanovisigoda, para
lo que era necesario lograr la máxima cohesión de la sociedad hispanovisigoda, realzando la
unidad jurídica e ideológica mediante lazos de dependencia y el vínculo personal de súbdito
frente al reflejo constitucional de tales esfuerzos.
El primer paso de esta política sería la promulgación de sendos nuevos Códigos legales: el
“Código revisado" por Leovigildo y el “Libro de los jueces” por Recesvinto. Leovigildo,
perteneciente a una familia de origen ostrogodo pero emparentado con la famosa de los Baltos
por su matrimonio con Gosvinta, la viuda de Atanagildo, fue el auténtico fundador del Reino
visigodo de Toledo; aunque la capital pudo haber sido establecida en esta ciudad central por su
predecesor Atanagildo. Sus campañas militares victoriosas le habrían llevado a la dominación
efectiva de la mayor parte de la península Ibérica, acabando con casi todos los poderes
autónomos que habían surgido al socaire de las dificultades del reino godo en las décadas
precedentes. Tras la anexión del Reino suevo en el 585 solo quedaron fuera del poder godo la
franja costera mediterránea bizantina y algunas áreas marginales en la cordillera Cantábrica y
País Vasco-Navarro. Esta política militar sería acompañada de importantes medidas de política
interior destinadas a conseguir la máxima unidad del Estado y fortalecer las instancias
absolutistas y centralistas de la Monarquía, en clara imitación de Justiniano. Sin embargo, el
enérgico monarca no pudo conseguir todos sus objetivos a causa de la oposición de un sector de
la nobleza goda y de las figuras más importantes del episcopado católico hispanorromano.
Dicha oposición cuajó en el intento de usurpación de su hijo mayor Hermenegildo (579-584),
que con su matrimonio con una hija de Brunequilda buscó el apoyo de los nobles ligados al
linaje de los Baltos y con su bautismo católico por el obispo de Sevilla Leandro el de la Iglesia
hispanorromana y el de Bizancio, Leovigildo, con el apoyo de su hijo menor Recaredo, logró
aplastar la intentona mediante una política de unificación religiosa sobre la base de un
arrianismo dulcificado (macedonismo), que quería identificarse con los sectores eclesiásticos
católicos opuestos a la condena de los famosos "Tres capítulos” por Justiniano, y la hábil
explotación de las rivalidades entre las cortes de Austrasia y Neustría, así como con concesiones
a los bizantinos.
Su hijo y sucesor Recaredo quiso continuar la política paterna, pero tomando buena nota de sus
fracasos. Por ello, llegó a un rápido pacto con la poderosa Iglesia católica hispana y los sectores
sociales que ésta representaba. Para ello fue básico el sentimiento de diferenciación doctrinal y
recelo hacia Bizancio en los líderes de aquella, como el obispo sevillano Leandro y el abad
Eutropio, así como la integración en la misma de la gran mayoría del influyente episcopado
arriano. En el Concilio III de Toledo (589) se oficializó la conversión del monarca y la nobleza
visigoda a la fe católica, paso decisivo en la constitución de un Estado unitario hispanovisigodo.
Pero, no obstante las importantes concesiones fundiarias hechas por el rey a la nobleza y muy
especialmente a la Iglesia, así como una cierta sacralización del poder regio de raíz imperial, lo
cierto es que el hijo y sucesor de Recaredo, Liuva II solo pudo mantenerse unos meses en el
poder, ante la oposición de un sector poderoso de la nobleza hispana y godo liderada por
Witerico (703-710), posiblemente un descendiente del prestigioso linaje de los Amalos.
2.2.3. Poder real contra poder nobiliario (603-642)
Al final la conversión de Recaredo suponía reconocer por la Monarquía visigoda el poder e
influencia institucional de una Iglesia y jerarquía eclesiástica cada vez más dominada por la
nueva nobleza hispanovisigoda. Hecho más que significativo si se tiene en cuenta que el
reforzamiento del poder real buscado por Leovigildo y Recaredo chocaba radicalmente con un
poder nobiliario fuertemente anclado en las tradicionales clientelas militares de raíz germánica,
en los usos autonomistas de las oligarquías de las principales ciudades hispanorromanas, y en
las dependencias sociales y económicas engendradas por la propiedad latifundista en vías de
señorialización. Por eso los años que van de la muerte de Recaredo a la subida al trono de
Chindasvinto se encuentran marcados por la lucha entre el poder real y la nobleza, saliendo por
lo general ganando la segunda.
De esta forma, no sirvieron para reforzar el poder real de manera definitiva y constituir una
nueva dinastía indiscutida los éxitos militares de soberanos enérgicos como Sisebuto (612-621)
y Suintila (621-631) contra los intentos independentistas de poblaciones de la cordillera vasco-
cantábrica y sobre todo contra Bizancio. Las graves dificultades orientales del Imperio con la
revuelta de Focas (602-610) y especialmente con la invasión persa y la terrible guerra
subsiguiente (614-630), posibilitaron la conquista de las posesiones que el Imperio tenía en la
península; a partir de entonces, la provincia de España, dependiente del Exarcado de Cartago,
incluía tan solo las Baleares y el presidio de Ceuta en África.
Los intereses de sectores mayoritarios de la nobleza, que apoyaron la triunfante usurpación de
Sisenando (631-636), y del episcopado en los Concilios IV (633), V (636) y VI (638) de Toledo
impusieron fuertes limitaciones al poder monárquico, consolidando con sanciones religiosas las
importantes entregas fundiarias hechas a unos y otros por unos reyes necesitados de su apoyo, y
tratando de establecer un sistema de elección real por una asamblea de los obispos y magnates
palatinos.
2.2.4. La restauración de Chindasvinto y Recesvinto
Los reinados de Chindasvinto y Recesvinto —sobre todo el del primero, que alcanzó el poder
mediante una rebelión— supusieron uno de los esfuerzos supremos por fortalecer la institución
monárquica y la idea estatal centralizada y de índole pública heredadas del Bajo Imperio. Pero,
paradójicamente, un tal intento se realizaría a partir del reconocimiento contradictorio de la
insoslayable realidad de la estructuración sociopolítica visigoda sobre la base de una clase
dominante latifundista, de la que dependían un gran número de campesinos mediante lazos de
índole económica y extraeconómica, grupo dominante cohesionado entre sí por múltiples
vínculos de dependencia y fidelidades mutuas. Todo lo cual habría de traer, como consecuencia
inevitable, la formación de facciones nobiliarias en lucha continua por alcanzar la hegemonía, y
fuente de beneficios, representada por el poder regio.
La gran reforma administrativa realizada por Chindasvinto —y reflejada en el nuevo Código
legal al fin publicado por su hijo— no sería otra cosa que el intento de estructurar un Estado
centralizado y poderoso sobre la base de tal realidad socioeconómica protofeudal. A la larga el
fracaso estaba garantizado. Y ya el propio Recesvinto fue consciente de ello en el Concilio VIII
de Toledo (683); en el que la poderosa nobleza laica y eclesiástica, además de criticar la política
antinobiliaria de su predecesor, frenaron las apetencias regias de controlar patrimonialmente los
importantes recursos fundiarios de la Hacienda real. Y tampoco habría dado resultado el intento
de Chindasvinto de crear una adicta aristocracia de servicio frente a la nobleza de sangre. Las
duras purgas y confiscaciones realizadas por éste en el seno de dicha nobleza no habrían, al
final, resultado más que en una concentración de las riquezas y dependencias sociales en unas
pocas familias, con intereses y ambiciones cada vez más autonomistas y localistas.
2.2.5. La monarquía protofeudal y la invasión islámica (653-719)
La última fase de la historia hispanovisigoda vería la completa protofeudalización del Estado,
hasta unos niveles nunca antes alcanzados en otros países occidentales. Los sucesivos monarcas
del período —Wamba (672-680), Ervigio (680-687), Egica (687-702), Witiza (698-710),
Rodrigo (710-711) y Agila II (¿710-714?)— se debatirían entre los esfuerzos por reforzar el
poder real, con una política de mano dura contra la nobleza (Wamba, Egica), y las concesiones a
ésta (Ervigio, Witiza). Pero incluso los primeros no concebirían otra forma de fortalecer su
posición más que aumentando la base económica personal y de su familia, y beneficiando a sus
vasallos (fideles), concediéndoles tierras y jurisdicciones sobre los hombres. Sin duda esto
favoreció una cierta estabilidad política basada en el predominio de una facción nobiliaria, lo
que se refleja en el parentesco existente entre la mayoría de los reyes del período, agnaticio
(Wamba-Egica-Witiza) o cognaticio (Ervigio-Egica). Aunque ello tampoco impidió que durante
estos años se multiplicaran los intentos de rebelión y usurpación por parte de nobles ambiciosos,
incluso pertenecientes al círculo más restringido de los vasallos del monarca reinante, como los
duques Paulo (672) o Suniefredo (698?), que pudieron contar además con el apoyo de elementos
prominentes del episcopado.
Al final, la invasión islámica, conducida por el gobernador de la Ifriquiya califal, Muza, y su
lugarteniente Tarix, habría sido propiciada por el estallido de una nueva crisis sucesoria a la
muerte de Witiza. Tras un largo interregno de casi diez meses, un grupo mayoritario de la
nobleza, dominante en las áreas occidentales y meridionales del reino, optaba por elegir un tanto
tumultuariamente a Rodrigo, duque de la Bética no emparentado con la familia de Egica y
Witiza. Mientras otros nobles decidieron propiciar la elevación de Agila II, posiblemente con
algún parentesco con aquellos.
Como antes había ocurrido en más de una ocasión, esta última facción pudo ver en los
musulmanes —que, de todas formas, se preparaban para el asalto al Reino visigodo desde hacía
ya algún tiempo— el instrumento para imponerse en una guerra civil que, hasta entonces, había
ido muy mal para ellos. En la misma batalla decisiva del Guadalete, bastantes nobles visigodos
harían defección, propiciando así la derrota de Rodrigo y los suyos. También como en el 673,
las dos facciones entonces en lucha parecían tener unas referencias regionales muy marcadas,
obedeciendo así a un Suintila (621-631) contra los intentos independentistas de poblaciones de
la cordillera vasco-cantábrica y sobre todo contra Bizancio. Las graves dificultades orientales
del Imperio con la revuelta de Focas (602-610) y especialmente con la invasión persa y la
terrible guerra subsiguiente (614-630) posibilitaron la conquista de las posesiones que el
Imperio tenía en la península; a partir de entonces la provincia de España, dependiente del
Exarcado de Cartago, incluía tan solo las Baleares y el presidio de Ceuta en África. Los
intereses de sectores mayoritarios de la nobleza, que apoyaron la triunfante usurpación de
Sisenando (631-636), y del episcopado en los Concilios IV (633), V (636), y VI (638) de Toledo
impusieron fuertes limitaciones al poder monárquico, consolidando con sanciones religiosas las
importantes entregas fundiarias hechas a unos y otros por unos reyes necesitados de su apoyo, y
tratando de establecer un sistema de elección real por una asamblea de los obispos y magnates
palatinos.
2.2.4. La restauración de Chindasvinto y Recesvinto
Los reinados de Chindasvinto y Recesvinto, sobre todo el del primero, que alcanzó el poder
mediante una rebelión, supusieron uno de los esfuerzos supremos por fortalecer la institución
monárquica y la idea estatal centralizada y de índole pública heredadas del Bajo Imperio. Pero,
paradójicamente, un tal intento se realizaría a partir del reconocimiento contradictorio de la
insoslayable realidad de la estructuración sociopolítica visigoda sobre la base de una clase
dominante latifundista, de la que dependían un gran número de campesinos mediante lazos de
índole económica y extraeconómica, grupo dominante cohesionado entre sí por múltiples
vínculos de dependencia y fidelidades mutuas. Todo lo cual habría de traer, como consecuencia
inevitable, la formación de facciones nobiliarias en lucha continua por alcanzar la hegemonía, y
fuente de beneficios, representada por el poder regio. La gran reforma administrativa realizada
por Chindasvinto, y reflejada en el nuevo Código legal al fin publicado por su hijo, no sería otra
cosa que el intento de estructurar un Estado centralizado y poderoso sobre la base de tal realidad
socioeconómica protofeudal. A la larga, el fracaso estaba garantizado. Y ya el propio Recesvinto
fue consciente de ello en el Concilio VIII de Toledo (683); en el que la poderosa nobleza laica y
eclesiástica, además de criticar la política antinobiliaria de su predecesor, frenaron las
apetencias regias de controlar patrimonialmente los importantes recursos fundiarios de la
Hacienda real. Y tampoco habría dado resultado el intento de Chindasvinto de crear una adicta
aristocracia de servicio frente a la nobleza de sangre. Las duras purgas y confiscaciones
realizadas por éste en el seno de dicha nobleza no habrían, al final, resultado más que en una
concentración de las riquezas y dependencias sociales en unas pocas familias, con intereses y
ambiciones cada vez más autonomistas y localistas.
2.2.5. La monarquía protofeudal y la invasión islámica (653-719)
La última fase de la historia hispanovisigoda vería la completa protofeudalización del Estado,
hasta unos niveles nunca antes alcanzados en otros países occidentales. Los sucesivos monarcas
del período - Wamba (672-680), Ervigio (680-687), Egica (687-702), Witiza (698-710), Rodrigo
(710-711), y Agila II (¿710-714?) - se debatirían entre los esfuerzos por reforzar el poder real,
con una política de mano dura contra la nobleza (Wamba, Egica), y las concesiones a ésta
(Ervigio, Witiza). Pero incluso los primeros no concebirían otra forma de fortalecer su posición
más que aumentando la base económica personal y de su familia, y beneficiando a sus vasallos
(fideles), concediéndoles tierras y jurisdicciones sobre los hombres. Sin duda, esto favoreció
una cierta estabilidad política basada en el predominio de una facción nobiliaria, lo que se
refleja en el parentesco existente entre la mayoría de los reyes del período, agnaticio (Wamba-
Egica-Witiza) o cognaticio (Ervigio-Egica). Aunque ello tampoco impidió que durante estos
años se multiplicaran los intentos de rebelión y usurpación por parte de nobles ambiciosos,
incluso pertenecientes al círculo más restringido de los vasallos del monarca reinante, como los
duques Paulo (672) o Suniefredo (698?), que pudieron contar además con el apoyo de elementos
prominentes del episcopado. Al final, la invasión islámica, conducida por el gobernador de la
Ifriquiya califal, Muza, y su lugarteniente Tarix, habría sido propiciada por el estallido de una
nueva crisis sucesoria a la muerte de Witiza. Tras un largo interregno de casi diez meses, un
grupo mayoritario de la nobleza, dominante en las áreas occidentales y meridionales del reino,
optaba por elegir un tanto tumultuariamente a Rodrigo, duque de la Bética no emparentado con
la familia de Egica y Witiza. Mientras otros nobles decidieron propiciar la elevación de Agila II,
posiblemente con algún parentesco con aquellos.
Como antes había ocurrido en más de una ocasión, esta última facción pudo ver en los
musulmanes —que, de todas formas, se preparaban para el asalto al Reino visigodo desde hacía
ya algún tiempo— el instrumento para imponerse en una guerra civil que, hasta entonces, había
ido muy mal para ellos. En la misma batalla decisiva del Guadalete, bastantes nobles visigodos
harían defección, propiciando así la derrota de Rodrigo y los suyos. También como en el 673 las
dos facciones entonces en lucha parecían tener unas referencias regionales muy marcadas,
obedeciendo así a un proceso de protofeudalización muy avanzado. Mientras los partidarios de
Rodrigo, probablemente antiguo duque de la Bética, debían ser numerosos en las zonas
meridionales y occidentales de España, sus rivales, agrupados en torno a Agila II, lo eran en el
valle del Ebro y la Narbonense.
La alianza, más o menos formalizada o tácita, entre estos últimos y el invasor musulmán
explicaría que la ocupación por este de dichas zonas orientales del Reino visigodo se demorase
algún tiempo. En todo caso, entre el 716 y el 719, habrían acabado las últimas resistencias
visigodas en tierras de la actual Cataluña, falta ya de una organización centralizada efectiva.
Y todo ello ocurría en el seno de un malestar cada vez mayor por parte de los sectores sociales
más humildes, inmersos en un proceso de enservilamiento radical, agudizado coyunturalmente
por factores catastróficos naturales —sequías, hambrunas, epidemias de peste, etc.— repetidas
cíclicamente. Y, en fin, con problemas de minorías ideológicas, como la judía, resueltos en
falso, con soluciones como la conversión forzosa y hasta su dispersión y esclavización (694).
2.2.6. La prioridad visigoda: bizantinos, suevos, astures, rucones, cántabros y vascones -
Indudablemente, la Monarquía visigoda supuso el poder hegemónico en la península Ibérica,
por lo menos desde los tiempos de Eurico (468-484). Pero eso no equivale a decir que no
hubiera otros poderes más o menos marginales y autónomos. Ya antes señalamos la existencia
de una provincia bizantina "de España", entre el 582 y 625, que en sus mejores momentos
abarcó la franja costera situada entre Denia y Gibraltar, penetrando por el interior hasta las
cercanías de Granada. Sin lugar a dudas, la persistencia de tal provincia no solo se explicaría por
la potencia de los ejércitos imperiales y la debilidad de los godos, ni siquiera por un cierto
filobizantinismo de la población hispanorromana meridional; por el contrario, algunos
testimonios podrían probar todo lo contrario, al menos en sectores muy influyentes de las
oligarquías urbanas terratenientes y entre la misma Iglesia católica. En último término, la
facilidad de la implantación bizantina se explica porque ese extremo sudoriental peninsular era
marginal a los intereses estratégicos que habían guiado la ocupación de la península por los
visigodos. Desde los tiempos de Eurico, estos se basaron en el control de un gran eje estratégico
que corría la península desde el norte al suroeste, de Barcelona a Sevilla; lo que explica también
la elección de Toledo como capital, dada su posición en el centro de ese eje. Estos máximos
intereses estratégicos explican también la misma supervivencia de un Reino suevo
independiente en el ángulo noroccidental.
En el 464, Eurico había aceptado la restauración del Reino suevo en la persona de Remismundo,
un descendiente de la primera dinastía sueva emparentado con la propia familia de Eurico. El
segundo Reino suevo nacía así como subordinado a los visigodos, lo que se formalizó además
con la conversión de sus reyes al arrianismo, auténtica religión gótica. Esa posición de
subordinación llevaba aparejada la no extensión de su dominio ni más al sur de Leiria ni más al
este de Astorga. Desgraciadamente, no sabemos nada de la evolución de este segundo Reino
suevo entre el 469, en que termina la Crónica de Hidacio, y el 567, en que empiezan las noticias
de las de Juan de Biclara, salvo en lo que se refiere a la situación religiosa. Todo indica que la
Monarquía sueva logró encontrar al fin un pacífico acomodo con los grupos dirigentes
hispanorromanos de su territorio, liderados por sus obispos, y que vio una coyuntura favorable
para eliminar su subordinación a la Monarquía visigoda en el momento de crisis que ésta vivió a
mediados del siglo VI. Signo de ambas cosas sería la conversión del rey y la corte al catolicismo
en esas mismas fechas. Dicha conversión habría sido la obra de San Martín de Dumio, un
misionero de origen pannonio procedente de Constantinopla, cuya actuación no parece que
pueda desligarse de los intereses contemporáneos de Bizancio y de los merovingios de
consolidar un Reino suevo frente a los visigodos. Los sucesivos concilios celebrados en Braga,
la capital sueva, en 561 y 572 supusieron la erección de una Iglesia estatal sueva, y el cenit de
este segundo Reino suevo. Sin embargo, el reforzamiento de la Monarquía visigoda con
Leovigildo y la mal calculada intromisión del rey suevo Mirón (570-584) en los asuntos
internos godos, aliándose con el rebelde Hermenegildo, señalaron el principio del fin del reino.
En 585, Leovigildo ocupaba militarmente el reino, eliminaba su monarquía y se apoderaba del
tesoro real. La posterior (589) restauración de la Iglesia católica por Recaredo en el antiguo
reino sellaría la completa alianza a la Monarquía goda de sus grupos dirigentes. Lo cierto es que
nada se sabe de intento alguno de rebelión y restauración de la Monarquía sueva.
Junto a suevos y bizantinos, el Reino visigodo también soportó la existencia de temporales
núcleos independientes en la cordillera Cantábrica, depresión vasca y mitad septentrional de
Navarra. Las fuentes aluden a los mismos con los nombres étnicos de astures, rucones,
cántabros y vascones. En los momentos de debilidad del poder central godo, esos grupos
alcanzarían una total dependencia, para verse después sometidos por soberanos más enérgicos
—Leovigildo, Sisebuto, Suintila, Wamba— a expediciones de castigo, con la entrega de tributos
y rehenes, así como la imposición de guarniciones militares godas en puntos estratégicos. Sin
embargo, sería equivocado ver en tales actitudes rebeldes una oposición estructural. Estas
poblaciones septentrionales se encontraban bien jerarquizadas en lo social y el cristianismo se
encontraba en el siglo VII plenamente difundido. Es más, era frecuente la colusión de intereses
entre sus dirigentes indígenas y miembros de la aristocracia hispanovisigoda asentada en sus
proximidades. La destrucción del Reino visigodo cristiano por la invasión islámica en el 711-
716 supuso una nueva y definitiva oportunidad para constituir monarquías independientes en su
seno. Pero es significativo que tanto en territorio astur-rucón-cántabro como en el vasco, el
elemento aglutinante generalmente lo constituyeran descendientes de la nobleza
hispanovisigoda de zonas próximas; tales serían los casos de la familia de Alfonso I de Asturias
y la de los Galindos en el noreste de Navarra.
2.3. El África vándala (429-534)
2.3.1. Las debilidades vándalas.
La historia de las antiguas provincias romanas del norte de África bajo el siglo de dominación
vándala fue la del progresivo debilitamiento militar del ejército vándalo, la incapacidad de sus
reyes y aristocracia cortesana para encontrar un modus vivendi aceptable con los grupos
dirigentes romanos, de fundamental radicación urbana y bien representada por el episcopado
católico, y la de la paulatina vida aparte de amplios territorios del interior, más periféricos y
montañosos, donde fueron consolidándose embriones de Estados bajo el liderazgo de jefes
tribales bereberes más o menos romanizados y cristianizados.
En este marco, la Monarquía militar vándala de Genserico y sus sucesores habría tenido
bastante con sobrevivir. Para ello, utilizaría una política fundamentalmente defensiva y de
amedrentamiento contra todos sus más inmediatos enemigos, la propia nobleza bárbara y la
aristocracia provincial romana. Al mismo tiempo, trataría de establecer coyunturales alianzas
con cuantos enemigos de unos y otros pudiera encontrar, fundamentalmente el reprimido clero
donatista con fuerte implantación en las zonas más rurales y bereberes, y cuya extracción social
era más bien humilde. En definitiva, una labor de desagregación social y descabezamiento
político que a la fuerza habría de afectar a las mismas estructuras administrativas heredadas del
Imperio, lo que ocasionaría su definitiva ruina.
La causa profunda de dicha ruina no sería otra que la misma base del poder de los reyes
vándalos, el ejército, y las exigencias del mismo. El ejército vándalo estaba compuesto
fundamentalmente por los séquitos del rey y de la nobleza palaciega, en los que abundaban los
semilibres. Para sostener a este ejército, los reyes vándalos contaron con dos medios. Uno fue la
entrega beneficiosa de las rentas fiscales y dominicales de una de las zonas más fértiles de la
antigua provincia Proconsular, las llamadas sortes vandalorum. El otro continuaba con las
tradicionales entregas imperiales de bienes y salarios, para lo que era necesario mantener en pie
la maquinaria fiscal romana en el territorio más amplio posible. Esta última ofrecía otra
importantísima palanca de poder a los monarcas vándalos: la continuidad de unas exportaciones
estatales de cereal y aceite, y de productos manufacturados asociados a los mismos, que además
de su valor añadido eran un medio de presión estratégica sobre el gobierno imperial romano,
pues tradicionalmente habían servido para alimentar a la populosa ciudad de Roma. Para ello,
contaban con el gran puerto de Cartago y con la flota annonaria imperial en él apresada. Sobre
la base de esta última, Genserico logró apoderarse de bases marítimas de gran valor estratégico
para controlar el comercio en el Mediterráneo occidental: las Islas Baleares, Córcega, Cerdeña y
Sicilia. Sin embargo, la desestructuración sociopolítica y administrativa que la Monarquía
vándala produjo tenía que socavar las bases materiales de este edificio militar.
2.3.2. Genserico, el rey fundador.
Bajo este punto de vista, se puede decir que el reinado de Genserico (428-477), el auténtico
fundador del Reino vándalo, puso las bases del apogeo del mismo, pero también las de su futura
decadencia. El cenit de su reinado y del poderío vándalo en África y el Mediterráneo lo
constituyó la paz perpetua conseguida con Constantinopla en el verano del 474, en virtud de la
cual el emperador reconocía su soberanía sobre las provincias norteafricanas, las Baleares,
Sicilia, Córcega y Cerdeña. Por su parte, los inicios del proceso de entropía sociopolítica en el
Reino vándalo se habrían manifestado desde muy pronto. Desde los primeros momentos de la
invasión (429-430), Genserico golpeó a la importante nobleza senatorial y aristocracia urbana
norteafricanas, así como a sus máximos representantes en estos momentos, el episcopado
católico. Para ello, procedió especialmente a numerosas confiscaciones de propiedad,
entregando algunos de los bienes eclesiásticos a la rival Iglesia donatista y a la nueva arriana
oficial. Sin embargo, en modo alguno pudo destruir las bases sociales de la Iglesia católica, que
se convirtió así en un núcleo de permanente oposición política e ideológica al poder vándalo.
Respecto de su propio pueblo, Genserico en el 442 realizó una sangrienta purga en las filas de la
nobleza vándalo-alana, pretextando una conjura interior. Como consecuencia de ello, dicha
nobleza prácticamente dejó de existir, anulándose así el fortalecimiento que para la misma
habían supuesto el asentamiento y reparto de tierras en África. En su lugar, Genserico trató de
poner en pie una nobleza de servicio adicta a su persona y a su familia, unidos por un juramento
de fidelidad al monarca los miembros de dicha nobleza cumplían funciones militares y
administrativas, siendo reclutados no solo entre vándalos sino también entre afrorromanos.
Elemento importante de dicha nobleza de servicio sería el clero arriano, favorecido con
importantes donaciones, y reclutado entre bárbaros y romanos.
Con el fin de eliminar posibles disensiones en el seno de su "familia" y por cuestión de la
sucesión real, suprimiendo así también cualquier papel de la nobleza en la misma, Genserico
creó un extraño sistema de sucesión, tal vez a imitación del que pudiera existir en los
principados bereberes, denominado seniorato o Tanistry, en virtud del cual la realeza se
transmitía primero entre hermanos por orden de edad, y solo después del fallecimiento del
último de éstos se pasaba a una segunda generación.
2.3.3. Los sucesores de Genserico: brutalidad e impotencia.
Los reinados de los sucesores de Genserico no hicieron más que acentuar las contradicciones
internas de la Monarquía, en medio de un debilitamiento constante del poder central y su falta
de sustitución por otra alternativa. El reinado de su hijo y sucesor Hunerico (477-484) supuso
un paso más en el intento de fortalecer el poder real destruyendo toda jerarquía sociopolítica
alternativa. Su intento de establecer un sistema de sucesión patrilineal chocó con la oposición de
buena parte de la nobleza de servicio y de su propia familia, con el resultado de sangrientas
purgas. La oposición buscó apoyo en la Iglesia católica, lo que llevó a Hunerico a iniciar una
activa política de represión y persecución de la misma en el año 483, culminando en la reunión
en febrero del 484 de una conferencia de obispos arrianos y católicos en Cartago, en la que el
rey ordenó la conversión forzosa al arrianismo. Sin embargo, Hunerico no logró acabar con la
Iglesia, aunque sí desarticuló socialmente algunos territorios clave de la Proconsular y Bizacena.
La muerte de Hunerico en medio de una gran hambruna marcó el comienzo de una crisis en el
sistema fiscal del Reino vándalo, que habría de serle fatal. Guntamundo (484-523) trató
inútilmente de establecer buenas relaciones con la antes perseguida Iglesia católica, buscando su
apoyo para impedir la extensión del poder de los principados bereberes y como legitimación del
Reino vándalo frente a un Imperio constantinopolitano que, con la política religiosa del
emperador Zenón, favorable al monofisismo, había roto con el catolicismo occidental. Por el
contrario, el reinado de su hermano y sucesor Trasamundo (496-523) sería una síntesis de los
dos precedentes, claro síntoma del fracaso de ambos y de la falta de política y apoyos en que se
estaba sumiendo la Monarquía, buscando desesperadamente crear un clero arriano adicto
mediante la concesión de tierras y beneficios. Ante la falta de apoyos internos, Trasamundo
buscó sobre todo alianzas externas con Bizancio y el poderoso Teodorico el Amalo, casándose
con la hermana de este, Amalafrida.
2.3.4. La reconquista bizantina.
La crisis política del final del reinado del ostrogodo incitó a Hilderico (520-530), sobrino y
sucesor de Trasamundo, a buscar a toda costa el apoyo del emperador Justiniano, intentando
hacer las paces con la Iglesia católica africana, a la que restituyó sus posesiones. Esta política
creó descontento entre la nobleza de servicio. Aprovechando una derrota militar frente a grupos
bereberes, esta oposición logró destronarlo, asesinarlo y nombrar en su lugar a uno de los suyos,
Gelimer (530-534). Sin embargo, un intento de crear una segunda Monarquía vándala carecía de
futuro.
En el año 533, un cuerpo expedicionario de no más de 15,000 hombres comandado por el
general Belisario destrozó en las batallas de Décimo y Tricamaro al ejército vándalo que se
había mantenido fiel al usurpador Gelimer. Limpiar el territorio de la antigua África romana de
los pequeños poderes locales fundados en torno a agrupamientos tribales bereberes que la
decadencia militar vándala había hecho surgir por doquier resultó ser más fatigoso. En todo
caso, la nueva África bizantina, organizada militarmente en torno a una nueva Capitanía general
(Magisterium militiae per Africam) y cinco ducados, se redujo en lo esencial a las antiguas
provincias Proconsular y Bizacena, con las áreas más costeras y llanas de Numidia. Mientras
que solo unas pocas plazas portuarias de interés estratégico, entre las que destacaba Ceuta en la
vigilancia del estrecho de Gibraltar, serían realmente reocupadas por los imperiales en las
antiguas Mauritanias tardorromanas. Además, la conquista del Reino vándalo convirtió al
Imperio en dueño de sus antiguos dominios mediterráneos —Cerdeña, las Baleares y el extremo
occidental de Sicilia—, además de toda una red de relaciones comerciales que apoyaban la
exportación de vajillas de mesa y aceite norteafricanos. Por ello, no debe extrañar que Belisario
contara con el apoyo de poderosos armadores y comerciantes del Reino vándalo como quinta
columna en su expedición.
2.4. Ostrogodos y lombardos en Italia
La historia del establecimiento de formas estatales romano-germánicas en la Península italiana
es más compleja que en otras partes del antiguo Occidente romano. A ello contribuirían diversos
factores. En primer lugar en Italia sobrevivió durante más tiempo el gobierno imperial, y con él
una poderosa nobleza senatorial, orgullosa y concienciada de sus orígenes, de su superioridad
cultural y de un cierto exclusivismo político. Además, el prestigio de la antigua cuna del
Imperio, su cercanía a Constantinopla y la existencia de esa nobleza senatorial romana incitaron
y permitieron la llamada Reconquista de Justiniano. Pero en segundo lugar, a través de sus pasos
alpinos Italia constituía un territorio fronterizo con las tierras bárbaras centroeuropeas, donde
todavía en el siglo V y en el VI no se había ultimado una coagulación estatal que impidiera la
existencia de procesos migratorios como los de finales del IV y principios del V. Fruto de lo
cual sería la tardía invasión lombarda. En fin, anteriores pero también exacerbadas por estos dos
últimos hechos -conquista bizantina y lombarda- serían las claras diferencias entre la Italia
septentrional, fundamentalmente la rica llanura padana, y la meridional, tanto por motivos
socioeconómicos como sociopolíticos, bien reflejada en la división tardorromana de Italia en
dos diócesis, la Anmonaria y la Suburbicaria.
2.4.1. La etnogénesis ostrogoda de Teodorico el Amalo
La desintegración del Imperio de los hunos a la muerte de Atila supuso la liberación de una serie
de grupos étnicos que habían formado parte del mismo. Entre ellos se encontraba un importante
número de ostrogodos bajo el liderazgo de miembros del prestigioso linaje real de los Amalos,
vinculado de alguna manera a la última monarquía de los greutungos que encarnó Ermanarico.
Estos godos habían constituido parte principalísima del ejército de Atila, y por ello se
encontraban asentados en Panonia, lugar central en el imperio nómada de Atila. A partir del 455
este grupo gótico, en busca de un nuevo poder militar al que servir, entró en contacto con el
gobierno de Constantinopla bajo el liderazgo de Valamer. Como consecuencia del mismo, un
hijo de Valamer, Teodorico, fue enviado a la corte imperial como rehén. Lo que sin duda sirvió
al joven príncipe godo de escuela política y de comprobación de los mecanismos
administrativos e ideológicos en que se sustentaba el Imperio. En el 473 se restablecería el
foedus entre el Imperio y estos godos Amalos, pero ya bajo el liderazgo godo de Teodorico, que
alcanzó el generalato imperial. Entre el 475 y el 488 Teodorico y sus godos repetirían la historia
de sus primos los godos de la Monarquía Baltica de Alarico hacía casi un siglo: momentos de
alianza y entrega de títulos y cargos imperiales a Teodorico, con razias y presiones de éste.
Entretanto Teodorico culminaba la etnogénesis Amala de los ostrogodos anexionándose otros
grupos menores de godos comandados por rivales suyos, entre los que había destacado el
comandado por Teodorico el Tuerto (481), al que tal vez le perjudicó haber ansiado más una
exitosa carrera militar en el Imperio que la independencia de su pueblo. Sería entonces cuando
el emperador Zenón ofreció a Teodorico un pacto: la legitimación imperial de su posible
conquista de Italia, tras la derrota de Odoacro, donde podría reinar sobre sus godos con el título
de rey y ejercer la autoridad imperial delegada sobre los provinciales. Habiendo reunido un
ejército nucleado con sus ostrogodos, pero también compuesto de otros elementos bárbaros,
Teodorico logró entre el 489 y el 493 la conquista de toda Italia, derrotando y dando muerte a
Odoacro en el decisivo sitio de Verona, con cuyo linaje su familia mantenía una vieja Faida o
venganza de sangre.
2.4.2. El esplendor ostrogodo: Teodorico el Grande
El reinado de Teodorico el Amalo (493-526) puede subdividirse en dos fases bien distintas. La
primera fue de ascenso irresistible, consiguiendo un gobierno de amplio consenso sociopolítico
en Italia y una clara hegemonía en el concierto de los otros Estados romano-germánicos
occidentales. La segunda significó el principio de la quiebra del primer fenómeno, lo que puso
al descubierto las debilidades del edificio estatal edificado por Teodorico y el comienzo del
derrumbe de su posición exterior. La base sociopolítica del reinado de Teodorico no fue otra que
la de la entente y colaboración con la poderosa aristocracia senatorial romano-italiana y con la
jerarquía católica; lo que se expresó en el dominio ejercido sobre la administración civil del
reino por miembros de esa clase senatorial como Liberio y, muy en especial, Casiodoro. A
cambio de ello Teodorico mantuvo y restauró la estructura político-administrativa imperial de
Italia y de las provincias exteriores cuyo control logró: Sicilia, Provenza, Savia, Dalmacia y
parte del Nórico. Con ello pudo llevar a cabo un sistema de avituallamiento y paga de su ejército
“bárbaro” no muy gravoso para los intereses de esos grupos nobiliarios. Dicho sistema consistió
en la asignación a algunos grupos nobiliarios godos de un tercio de las rentas fiscales y
dominicales de algunas fincas; y en la apropiación por el fisco real de Teodorico de un tercio de
los ingresos fiscales y rentas de otras propiedades no asignadas nominalmente a un guerrero
godo. Con ello Teodorico consiguió mantener el grueso del ejército ostrogodo acuartelado en las
ciudades, con menores posibilidades de actos de pillaje sobre la población civil romana. En el
exterior, Teodorico supo utilizar hábilmente ante los otros reyes y príncipes germanos el
prestigio de su Reino de Italia, de tradición imperial, y la brillantez cultural latina de su Corte.
Pero Teodorico también supo servirse del prestigio entre los bárbaros de su linaje Amalo,
convertido en monopolio de su familia y en base para legitimar su pretendida unión de todos los
godos mediante una hábil manipulación dinástica a la que dio forma un colaborador romano: el
antes mencionado senador Casiodoro.
Pieza importante en esta política exterior fueron los enlaces matrimoniales de hijas o sobrinas
suyas con miembros de casi todas las monarquías vecinas: con el visigodo Alarico, el vándalo
Trasamundo, el burgundio Segismundo y el turingio Hermenefrido. Sin duda, esta política de
prestigio se basaba en la fuerza militar que representaba su doble corona sobre los visigodos y
los ostrogodos, pueblos ambos que él pretendió unificar en un nuevo proceso de etnogénesis,
proponiendo que a su muerte reinase sobre ambos su yerno Eutarico, un Amalo emparentado
con el prestigioso linaje visigodo de los Baltos, bajo cuyo dominio habían vivido sus
antepasados más cercanos.
La muerte de Eutarico algún tiempo antes de la de su suegro señaló el fracaso de esta unión
goda. Pero algún tiempo antes, en el 523, había hecho agua la entente y colaboración de
Teodorico con la nobleza itálica y la Iglesia católica. Sin duda, causa principal de ello sería la
tendencia más "realista", por tanto más gótica y autoritaria, menos respetuosa para el
cogobierno con el Senado y el prestigio de lo "romano", del monarca ostrogodo. Naturalmente,
el conflicto se manifestó de manera principal en un choque con la poderosa Iglesia católica,
claro portavoz de la romanidad y de los intereses senatoriales. La retirada de Casiodoro de la
política y la muerte en prisión del senador y filósofo Boecio fueron los síntomas del final de una
política. En el exterior, la posición de Teodorico se debilitaba con los avances francos en
Germania y con la cada vez mayor injerencia e interés de la política constantinopolitana en los
asuntos itálicos.
2.4.3. La decadencia de los Amalos
La situación exterior ciertamente evolucionó a peor tras la muerte de Teodorico y durante los
años de reinado del joven Atalarico (526-534), que gobernó bajo la regencia de su madre
Amalasvinta. Separada del Reino visigodo y presionada cada vez más por la progresión franca,
la Monarquía ostrogoda pasó a depender en mayor medida del apoyo y beneplácito del
emperador Justiniano, entonces en la cúspide de su poder y prestigio. La muerte de Atalarico sin
hijos y el lógico estallido de una crisis dinástica ofreció al gobierno de Constantinopla, recién
destructor de los vándalos, la ocasión para intervenir militarmente, con el declarado propósito
de restaurar el poder imperial en Italia.
El motivo concreto de la intervención imperial fue la sustitución del Amalo Teodato (534-538),
por Vitiges, un noble y prestigioso guerrero ajeno al linaje Amalo impuesto por la mayor parte
del ejército ostrogodo que desconfiaba de la política cada vez más filoimperial de la familia
Amala. Al final, los máximos representantes de ésta optaron por huir y ponerse bajo la
protección directa de Justiniano, y un sobrino del mismo emparentaría con el linaje gótico. De
esta manera, el emperador se consideró legitimado para asumir la herencia política de los
Amalos.
2.4.4. La reconquista bizantina: la guerra gótica
El encargado de las operaciones militares fue el general Belisario, reciente destructor del Reino
vándalo. Los estrategas imperiales equivocadamente creyeron que esas disensiones en el seno
de la nobleza ostrogoda, y el poder presentarse como detentadores del legitimismo Amalo,
facilitarían mucho su tarea. Por ello, sólo se dispuso el envío de un pequeño ejército de 8.000
hombres, lo que además venía muy bien a las crecientes dificultades de la Hacienda imperial.
Sin embargo, con ello Justiniano resultó ser el primer engañado por la propaganda Amala que
había puesto en marcha Teodorico. Realizada ésta por romanos, y dirigida también más a
romanos, la verdad es que ocultaba los principios rectores de la "Monarquía militar" germánica,
a los que realmente Teodorico había debido su supremacía sobre los godos. La realidad de los
hechos habría de abrir los ojos de su error a los imperiales.
Las operaciones militares se iniciaron ya en junio del 535, pero sin embargo la vital Ravena sólo
cayó en el 540. Allí Vitiges fue hecho prisionero y enviado a Constantinopla. Sin embargo, en el
año siguiente estalló una rebelión general del ejército ostrogodo, que se había en buena medida
mantenido expectante de los posibles beneficios a entregar por el imperio y cuyos mecanismos
clientelares no habían sido desactivados. De esta manera, siguiendo los principios de la
"Monarquía militar" germana, ese ejército sabría realizar en los años sucesivos dos elecciones
en las personas de Totila (541) y Teya (553), además de integrar en un nuevo proceso de
etnogénesis a gentes romanas de muy variada procedencia: desde desertores del ejército
imperial a esclavos y pequeños campesinos descontentos con sus miserables condiciones de
vida. Las dificultades financieras y militares del Imperio en Oriente y en los Balcanes harían lo
restante para que la guerra se alargase y tomara un aspecto de lucha sin cuartel. Bizancio se vio
así obligado a enviar nuevas tropas y un nuevo general, el cubiculario Narsés, para poder
quebrar definitivamente la desesperada resistencia ostrogoda. Pero incluso después de la gran
victoria imperial de Busta Gallorum (552) harían falta otros cuatro años hasta que se rindieran
las últimas guarniciones godas en Italia meridional.
La guerra gótica trajo consecuencias muy graves y duraderas para la historia de Italia. Una de
ellas fue la restauración de un gobierno imperial con centro en Constantinopla. Ello sería el
origen de una Italia bizantina en el sur de Italia y en zonas dispersas del litoral, como la futura
Venecia, que duraría hasta tiempos avanzados de la Alta Edad Media. Una buena parte de sus
problemas y destinos tendrían a partir de entonces tanto que ver con los balcánicos y bizantinos
como con los propios del Occidente latino. Pero otra consecuencia muy importante fueron los
trastornos que en la demografía, el hábitat y la agricultura italiana tuvo la larga guerra gótica. En
especial cabe destacar cómo en el transcurso de ella bastantes miembros de la nobleza senatorial
italiana murieron, y otros muchos perdieron sus bases sociales y económicas de poder. La
desaparición de la hegemonía sociopolítica de dicha nobleza senatorial en amplias regiones
italianas exigió la reconstrucción de los agrupamientos sociales verticales bajo nuevas élites,
tanto en la Italia bizantina como en la que en poco tiempo dejaría de serlo.
La tercera y última consecuencia sería la invasión de los longobardos, cuya consolidación no
sólo se explica por las debilidades militares del Imperio, sino también por la existencia de esa
misma desestructuración sociopolítica.
2.4.5. La oscura etnogénesis longobarda
Aunque la primera mención de los longobardos se retrotrae a Tácito, a finales del siglo I, lo
cierto es que no se vuelve a tener noticias de los mismos hasta Procopio, ya poco antes de su
irrupción en Italia. Y poco seguro se puede estar para la fase preitálica de los longobardos de
escritos posteriores, en especial la Historia de los longobardos, de principios del siglo IX por
Paulo el Diácono en Monte Cassino, pues en esta última, así como en otros textos menores, no
se trasmite nada más que una leyenda anacrónica de la supuesta gran migración longobarda,
compuesta en gran medida a imitación de la de los godos por Jordanes.
Por eso, aunque se puede hoy admitir que existió un núcleo étnico (Stamm) originado en el
curso del Elba inferior, lo cierto es que la etnogénesis histórica de los longobardos se produjo en
la primera mitad del siglo V en Panonia, y al calor de los profundos cambios étnicos que
produjo en esta región el derrumbe del imperio de Atila. Allí habría aglutinados otros grupos
populares bárbaros restos de la explosión del Imperio de Atila, convirtiéndose en lo fundamental
en jinetes seminómadas.
La destrucción de los rugios por Odoacro en 488 y la inmediata marcha a Italia de Teodorico el
Amalo con sus godos produjo un vacío de poder en las tierras al norte del Danubio central, muy
propicio para el desarrollo de etnogénesis a partir de exitosas "Monarquías militares",
compitiendo en un primer momento una de hérulos, otra de gépidos y la de los longobardos.
Como en otras ocasiones el servicio militar al Imperio más o menos esporádico por parte de
cada una de ellas, o de grupos clientelares relacionados con las mismas, determinó en algún
grado la mejor o peor suerte de aquéllas en su competición. Hacia el 540 Justiniano habría
confiado a cada uno de estos tres grupos populares rivales la seguridad de un sector del Danubio
en los Balcanes occidentales. Antes de esa fecha, la adopción del Cristianismo en su versión
arriana les dotaría de identidad étnica germánica y de una estructura jerárquica más centralizada,
todo ello al servicio de la reciente "Monarquía militar" fundada por Waco (c. 810-540).

2.4.6. Alboino y la invasión longobarda de Italia


La invasión longobarda en Italia sería en gran parte provocada por el propio Justiniano, que los
utilizó en la fase final de la guerra contra los ostrogodos, lo que pudo abrirles los ojos tanto
sobre las riquezas de Italia como del desorden allí producido y la posibilidad de englobar a
grupos de guerreros godos indomables. Pero habría sido un cambio de la política seguida con
esos bárbaros del Danubio lo que precipitaría la final emigración longobarda. En concreto, a
diferencia de su antecesor, el emperador Justino II (865-578), otorgó una mayor confianza en los
gépidas que en los longobardos, lo que incitó a estos últimos a solicitar la ayuda de la
confederación de los ávaros nómadas, hostiles al Imperio al haber cesado la entrega de
subsidios. Sin embargo, una vez destruida la monarquía de los gépidas en el 567, los ávaros no
parecieron muy dispuestos a ceder terreno a sus aliados. Habría sido así en último lugar la
presión de los ávaros la que decidió al rey longobardo Alboino (568-572) a marchar con su
pueblo de Panonia e invadir Italia.
La penetración se hizo por el Friul, constituyendo el último ejemplo de gran migración
germánica nucleada en torno a una Monarquía militar étnica, pues en la expedición se incluían
elementos populares diversos (gépidos, búlgaros, sármatas, panonios, suevos, nóricos)
enmarcados en grupos nobiliarios con sus séquitos armados (fara). La conquista de Aquileya el
20 de mayo del 568 convirtió de un solo golpe a Alboino y sus longobardos en dueños de gran
parte de la rica llanura del Po, que se culminó con la caída de la plaza fuerte de Pavía en el 572.
Aunque ésta habría de ser la capital histórica de los longobardos en un primer momento,
Alboino estableció su sede en Verona, significativamente el último baluarte de la pasada
resistencia goda. Sin embargo, los bizantinos lograron mantener el control sobre Mantua y
Padua, además de las costas ligur y adriática, con la estratégica Ravena, así como la vital vía
Emilia que conectaba esta última ciudad con Roma a través de Perusa. La cierta facilidad con la
que los longobardos tomaron el control de una buena parte de la Italia septentrional no sólo se
debió a las debilidades del ejército imperial, también hay que tener en cuenta que las iglesias
locales mantenían una postura de oposición a la política imperial por la condena que había
hecho Justiniano de los llamados “Tres capítulos”, de tal modo que algunos obispos saludaron a
Alboino como su liberador.
2.4.7. Los duques y el asentamiento longobardo
Lo reciente de la etnogénesis longobarda y lo heterogéneo de su Monarquía militar no eran los
factores más apropiados para establecer un Estado centralizado. Pasada la necesidad de un
esfuerzo bélico conjunto frente a un ejército de campaña imperial, la existencia de numerosos
islotes y plazas fuertes imperiales, las perspectivas de botín en expediciones militares hacia el
sur, y la consolidación de los grupos nobiliarios como consecuencia del asentamiento de sus
séquitos con la conquista produjeron un rapidísimo proceso centrífugo. En el 572, Alboino
murió asesinado víctima de una conjura de su entorno que tal vez oculte una división de
opiniones entre mantener la hostilidad al Imperio o entrar en una relación de dependencia.
Habría sucedido un período de diez años en los que la unidad longobarda se basaría en la
hostilidad común al Imperio, más que en la unidad de acción de treinta y cinco grupos populares
longobardos, encuadrados nobiliariamente por otros tantos duques. Durante diez años, los
longobardos carecerían de rey, siendo ayudadas las tendencias centrífugas por las intrigas
bizantinas o por la inexistencia de un candidato aceptable dentro de la familia de Alboino.
Sin embargo, estos diez años debieron ser fundamentales para la definitiva consolidación del
poder longobardo. En ellos se culminaría la expansión por Italia. Con su avance por las vías
Emilia y Flaminia, los longobardos sentarían las bases de sus grandes ducados de Espoleto y
Benevento, en la Italia central y meridional. Con ello, Italia se convirtió en un complejo
mosaico de territorios bizantinos y longobardos, que además de servir para crear un estado
permanente de situación fronteriza, serviría para una más rápida osmosis entre romano-
bizantinos y longobardos. Sería entonces cuando se llevaría a cabo el asentamiento de los
longobardos, reforzando el poder de sus duques y demás elementos de la nobleza. Éstos se
harían con las propiedades de algunos miembros de la nobleza senatorial romana, que habían
fallecido en la lucha o sido asesinados, mientras que el resto se vería obligado a pagar una parte
de sus tradicionales impuestos y rentas dominicales, en conjunto un tercio del producto, a un
determinado grupo militar longobardo, dependiente de la autoridad ducal.
2.4.8. La restauración de la Monarquía longobarda: la casa de Teodolinda (584-712)
En el 584, el peligro de una intervención franca, en colusión con una renovada presión militar
bizantina, forzaría a los duques a recrear de nuevo el poder central de la Monarquía, para lo que
cederían la mitad de sus rentas, eligiendo como rey a Autarito, hijo de Clefo (572-573), el
efímero sucesor de Alboino. No obstante, dueños de la otra mitad, los duques siguieron
conservando muchísimo poder y autonomía, especialmente los situados en la periferia como los
de Friul, Benevento y Espoleto. En todo caso, el extraño reparto no dejaría de ser una fuente de
inestabilidad y conflicto para el futuro, exigiendo de la Monarquía tener un delegado en cada
ducado, el gastaldo.
El reinado de Autarito (584-590) significaría ciertamente una refundación del Reino longobardo.
Y ello no sólo porque supo frenar nuevos intentos de invasión franca, sino por su alianza
familiar con la casa de los Agilolfingos de Baviera. Mediante su matrimonio con la bávara
Teodolinda, la dinastía de Autarito legitimaba su posición entroncando con el linaje del primer
rey Waco. Por medio de su hijo Adaloaldo (616-626), habido de su segundo matrimonio con
Agilulfo (690-616), un duque que así logró ser elegido rey, o mediante las alianzas
matrimoniales de su hija Gundiperga —Arioaldo (624-636), Rotario (636-652) y Rodoaldo
(652-653)—, o a través de los descendientes de su hermano Gundoaldo —Aríperto (653-661),
Perctarito (661-662 y 672-678), Godeperto (661-662), Grimoaldo (662-671), Cunincperto (678-
700), Raginperto, Liutperto y Ariperto (700-712)—, la casa de Teodolinda regiría de hecho los
destinos longobardos hasta la crisis dinástica del 712.
De esta larga serie de reinados destacan ciertamente los de Agilulfo, Rotario y Grimoaldo.
Agilulfo, de origen turingio y previamente duque de Turín, consolidó y expandió los dominios
longobardos aprovechando las crecientes dificultades de los bizantinos en Oriente y los
Balcanes, y utilizando la presión y el peligro de los ávaros sobre aquéllos y los francos. Así
pudo anexionarse Cremona, Mantua y Padua, aunque fracasaría en su intento de tomar Roma
(593). Aunque posiblemente esta expedición iba dirigida más a amenazar las veleidades
independentistas de los duques longobardos del sur que contra el Papado. De hecho, Agilulfo
mantuvo buenas relaciones con el papa Gregorio Magno, favorecidas por la fe católica de la
reina Teodolinda, bajo cuya influencia se bautizó en católico a su hijo Adaloaldo, asociado al
trono en el 604. Su mayor poder le permitió también controlar de cerca a los duques
longobardos, bastantes de los cuales habían alcanzado una práctica independencia en el reinado
anterior mediante ventajosas alianzas con los bizantinos.
El reinado del antiguo duque de Brescia, Rotario, marcó otro paso más en la consolidación de
los longobardos como el poder hegemónico en la Italia septentrional. Para ello supo
aprovecharse de las crecientes dificultades de Bizancio en Oriente ante el avance imparable del
Islam, de su enemistad con el Papado por la defensa imperial de la doctrina monotelista, y de la
debilidad en que se sumió la Monarquía franca tras la muerte de Dagoberto I (639). De esta
forma, Rotario pudo anexionarse sin problemas toda la costa de Liguria. Pero sin duda, la fama
posterior de Rotario está vinculada a la publicación de un código legal en 643-44: "El edicto de
Rotario”. Ciertamente, en él se recopilaron una serie de normas y tradiciones jurídicas de
raigambre germánica, especialmente en lo tocante al matrimonio y a la herencia. Pero también
es cierto que escrito en latín, el edicto denota claros influjos bizantinos del Código de
Justiniano, y sustituye por la composición la venganza de sangre, una tradición germánica
esencial para mantener la cohesión de los antiguos linajes. Aunque es asunto de discusión el
carácter territorial del edicto, lo que no cabe duda es que la pretensión del rey es que se pudiera
aplicar a todos sus súbditos, e incluso a los extranjeros en tránsito. Por ello, se puede considerar
al edicto prueba de la homogeneidad social y cultural alcanzada entonces por el Reino
longobardo. Además, el edicto suponía la monopolización por el rey, a la manera imperial y de
otros reinos romano-germánicos, de la función legisladora y judicial, acabando con los poderes
de la antigua asamblea de los guerreros.
La subida al trono del duque de Benevento, Grimoaldo, fue el fruto de las desavenencias
surgidas entre Perctarito y Codeperto, que se repartieron el reino a la muerte de su padre
Ariperto, así como de la nueva amenaza que para la misma existencia de un reino longobardo
independiente significó el postrer intento de Bizancio por reocupar la península, que se plasmó
en el mismo traslado de la corte imperial a Sicilia en el 663 por Constante II. Grimoaldo supo
defenderse con éxito de esta amenaza principal, terminada con el asesinato del emperador en el
668 y el retorno de la corte a Constantinopla, así como de otro intento de invasión franca desde
Provenza, en parte en conexión con los bizantinos, así como de otro de los ávaros por el Friul.
Teodolinda nos introduce también en otra de las singularidades de los longobardos respecto de
otros reinos romano-germanos: la labilidad de su credo cristiano. Teodolinda era católica,
aunque su marido era arriano; y el arrianismo volvería a la corte de Pavía con seguridad en los
tiempos de Arioaldo y Rotario. El catolicismo sólo sería definitivo a partir del reinado de
Ariperto I. Estas fluctuaciones se explican por varias razones. Una de ellas sin duda fue el
menor poder de los reyes longobardos y la gran autonomía de sus duques, siendo como era la
adscripción religiosa en gran medida una cuestión de opción personal de los gobernantes.
Además, debe tenerse en cuenta un cierto arraigo del clero arriano en la Lombardía desde
tiempos ostrogodos y el estado de hostilidad permanente con Bizancio y el Papado, con los que
se identificaba cierta ortodoxia católica. Ese estado de guerra cuasi permanente obligó al
asentamiento compacto de los guerreros longobardos —los ahrimanni— en lugares estratégicos,
constituyendo su fe y clero distintos una seña de identidad y una manera de mantener su
cohesión. En fin, hasta el 612 la Iglesia católica del norte de Italia participó en el llamado Cisma
de Istria, que consideraba herética la política de Justiniano y el Papado por sus concesiones al
Monofisismo en la condena de los llamados "Tres capítulos”. Pero, salvo la antigua y puntual
ordenanza de Autarito de prohibir a los longobardos su conversión al Catolicismo, tampoco se
testimonian casos de oposición agresiva a la Iglesia católica ni al mismo Papado, salvo en lo que
la actitud de éstos pudiera tener de complicidad con Bizancio, lo que hacía ver casi siempre con
mejores ojos a los obispos cismáticos de los "Tres capítulos”. En todo caso, es de recordar la
muy buena acogida dada por el arriano Agilulfo al monje irlandés Columbano, que fundó en el
614 la abadía de Bobbio, hacia la que mantuvieron también una actitud muy favorable otros
reyes arrianos posteriores. Por eso, disminuido drásticamente el peligro que representaba
Bizancio para la subsistencia del Reino longobardo, a partir del 688 la monarquía longobarda se
orientó definitivamente hacia el Catolicismo, bautizando en esta fe a su hijo Romualdo, el
arriano Grimoaldo. Es más, a partir del Concilio de Milán del 680, celebrado para preparar el VI
de Constantinopla que condenó el Monotelismo, los monarcas longobardos trataron de apoyarse
en la Iglesia para reforzar su poder frente a los duques. Cosa que se reflejó en el sínodo de Pavía
del 698, en el que se sancionó definitivamente la comunión de la Iglesia italiana septentrional
con el Papado.
2.4.9. El Reino longobardo de Italia: Liutprando y el eclipse bizantino
Sin embargo, las querellas internas hicieron lo que no pudieron los enemigos externos, y en el
712 la llamada dinastía bávara de Teodolinda fue definitivamente apartada de la corona
longobarda. El nuevo rey, Ansprando, era un noble cortesano que pudo contar con una decisiva
ayuda militar bávara. Muerto a los pocos meses de su victoria, le sucedió su hijo Liutprando
(712-744), bajo el cual la Monarquía longobarda vivió su cenit. Los grandes avances en la
unificación social y cultural dados en el Reino longobardo se reflejan perfectamente en los
famosos quince edictos de Liutprando. Se trata ya de un derecho indiscutiblemente de ámbito
territorial, en el que la influencia eclesiástica es muy evidente en todo el derecho privado.
Además de reconocerse a la Iglesia el derecho de asilo, se daban también muchas facilidades
para los donativos a la misma. Sin duda, Liutprando había buscado el apoyo eclesiástico y del
Papado, pues ese era el principal impedimento para la total hegemonía y dominio longobardo
sobre Italia.
Las posibilidades de una intervención militar bizantina en Italia se habían ya eclipsado
definitivamente con el colapso de Justiniano II en 695. Aunque todavía durante un tiempo los
papas, bastantes de ellos de origen sirio, se mostraron deseosos de colaborar políticamente con
el Imperio, la verdad es que éste carecía de los medios necesarios para hacer efectivas sus
reclamaciones legitimistas. Las leyes contra el culto de las imágenes impuestas por el
emperador León III en 726 alejaron todavía más al Papado y la Iglesia italianas. Los esfuerzos
imperiales para imponerlas en la península, además de fracasar definitivamente en 732, llevaron
al desafecto de una parte de la población del Exarcado como consecuencia de sus necesarias
medidas impositivas, produciéndose en la mayoría de las ciudades de la Pentápolis y del
Exarcado una auténtica rebelión contra el gobierno bizantino. En estas circunstancias, los papas
acabaron por convertirse en los auténticos defensores de la independencia de la Italia central, de
Roma y del ducado romano, frente al expansionismo longobardo. Tras haberse anexionado los
ducados de Benevento y Espoleto, Liutprando llegó a un acuerdo con el papa Zacarías (741-
752), con el compromiso de respetar la independencia de Roma y el dominio imperial en la
aislada Ravena.
2.4.10. La intervención franca: los Estados pontificios y el fin del Reino longobardo
La tregua entre el Reino longobardo y el Papado fue renovada en 782 entre el nuevo rey Astolfo
(749-756) y el papa Esteban II (752-757). Sin embargo, los longobardos desconfiaban de la
neutralidad pontificia. Tras integrar a los romanos en su ejército y anexionarse lo que quedaba
de los dominios bizantinos en el norte, Astolfo se dispuso en el 753 al asalto de Roma. El papa
Esteban, que había demandado en su ayuda inútilmente al emperador, se dirigió esta vez al
nuevo poder de Occidente: el rey franco Pipino el Breve (752-768). Las expediciones francas
del 784 y del 756 detuvieron la expansión longobarda, obligando a Astolfo a devolver al Papa
los territorios ocupados supuestamente donados a la sede petrina por el emperador Constantino,
según un falso documento que se fabricaría pocos años después, además de convertir al Reino
longobardo en tributario de los francos, que mantendrían ya un cuerpo expedicionario de
manera permanente en el mismo.
El Reino longobardo tenía sus años contados. Sólo faltaba que un nuevo y ambicioso soberano
franco diera el paso decisivo de su anexión frente al peligro de un rey longobardo, Desiderio
(756-777), que apoyaba a sus enemigos internos. En abril del 774, el futuro Carlomagno (768-
814) deponía a Liutorando, enviándolo al monasterio de Corbie, cerca de Amiens, y asumía él
mismo la corona longobarda en Pavía.
2.5. Las Islas Británicas celto-romanas y anglosajonas
En su Historia eclesiástica del pueblo de los anglos, el monje Beda, en el primer tercio del siglo
VIII, consideraba a las Islas Británicas como una unidad geográfica, a pesar de que para él
Irlanda (Hibernia) era en gran medida un país fabuloso, mayor y de mucho mejor clima y mayor
riqueza que la Gran Bretaña (Britania). No obstante la diversidad de lenguas y etnias - latinos,
pictos, escotos, britones y anglos - de las gentes que vivían en Britania, Beda consideraba que
formaban una unidad por participar todas ellas de la recta fe cristiana. Una fe cristiana que Beda
sabía brillaba con un especial resplandor en la fabulosa Irlanda.
2.5.1. De la Britania romana a la anglosajona
Ha sido tradicional contemplar la evolución histórica de las sociedades isleñas como
esencialmente diferente de lo acontecido en otros territorios que formaron parte del Imperio
romano en Occidente. Por un lado, la antigua Britania romana habría constituido el primer
territorio occidental en ser abandonado por el ejército imperial. Mientras que más al norte el
territorio de los pictos nunca había estado sometido a Roma, y lo mismo había sucedido en
Irlanda; en ambos lugares habían subsistido las antiguas poblaciones célticas con sus propias
tradiciones culturales y estructuras sociales y políticas. Buena parte de ello se ha debido al
tradicional énfasis nacionalista de la historiografía inglesa y también a la visión de la inexpiable
guerra entre invasores germanos e indígenas celtorromanos que se dibuja en fuentes tardías,
como son la Historia de los britones, también conocida por el nombre de su supuesto autor,
Nennio, no anterior al siglo IX, y varios poemas épicos galeses, o de carácter moralista y
tendencioso como la obra de Gildas (c. 540) Sobre la ruina de los britones. En todo caso, resulta
imposible de estos textos obtener ningún cuadro cronológico de lo sucedido. Mientras que por
su parcial explotación de los testimonios toponímicos y una investigación arqueológica reciente
en antiguos lugares de ocupación romana están arrojando más y diferente luz sobre esta
tradicional "Edad oscura" (Dark Age).
Así parecen hoy día algunos puntos claros. En primer lugar, tras el abandono de la Gran Bretaña
por el grueso de las tropas imperiales con la marcha del usurpador Constantino III al Continente
en el 407, la isla se habría visto sometida a una serie de raides y penetraciones constantes por
parte de los pictos, desde Escocia, y de los irlandeses. Para protegerse de ellos, es muy posible
que los celta-romanos tratasen de conseguir el status de foederati de grupos armados de
germanos - en general sajones y grupos menores de anglos y jutos - que ya venían frecuentando
sus costas con anterioridad con periódicas razias anfibias desde las costas del mar del Norte. De
ello resultaría el asentamiento creciente de grupos germánicos, organizados según el marco de la
"soberanía señorial" germánica, en puntos del norte y este de la isla. Incluso es posible que Ecio
hacia el 442 tratase de llegar a un acuerdo de federación con ellos, en su intento de restauración
imperial en toda la antigua Prefectura de las Galias.
2.5.2. Los señores de la guerra sajones
En todo caso, el hecho fundamental de la historia de la antigua Britania romana hasta mediados
del siglo VI no sería el de la hostilidad atávica y constante de celto-romanos y sajones como la
desaparición de todo poder central. En su lugar surgirían una multiplicidad de pequeños reinos
principados, basados en algún lugar fortificado y en un grupo militar vinculado a un linaje
nobiliario. Representativo del estilo de vida y poder de estos régulos de origen germánico es el
rico tesoro encontrado en Sutton Hoo (Suffolk, perteneciente al enterramiento de un príncipe de
Estanglia del siglo VI, todavía pagano. Gildas ofrece el nombre de algunos de estos régulos,
todos ellos de nombre romano o céltico. De tal modo que se extendió ahora al viejo suelo
provincial, en el centro y este de la isla, la fragmentaria estructura política a base de pequeños
reinos tribales que siempre había existido al norte del muro de Adriano. Pero en el seno de estos
podían vivir gentes de habla céltica o germánica, pudiéndose dar alianzas militares entre unos y
otros con independencia de la adscripción lingüística de su jefe. Y desde luego, no cabe duda de
que en las tierras bajas de la isla continuarían viviendo grupos de su anterior población céltico-
romana, no obstante su fundamental germanización lingüística a mediados del siglo VI.
Grupos compactos de hablantes celtas, de britones en el estricto sentido de la palabra, habrían
también habitado en Devon, Cornualles y Gales. Bastante más difícil es tratar de ver la
continuidad de cualquiera de estos pequeños reinos, muy sometidos a la fortuna guerrera de sus
régulos, en alguno de los reinos bien consolidados de tiempos posteriores, como podría ser el de
Wessex, como pretendería el compositor de la Crónica anglosajona de finales del siglo IX.
La Gran Bretaña de la segunda mitad del siglo VI se nos presenta así como un mosaico de
pequeños y lábiles reinos dominados por una nobleza de auténticos "señores de la guerra". En la
más rica y sajonizada región meridional, ciertamente, surgiría entonces una cierta primacía del
Reino de Wessex, en tiempos de su rey Ceawlin (c. 560-593); aunque en modo alguno se puede
prestar atención a datos genealógicos que la propaganda wessexiana de la posterior Crónica
anglosajona construyó para justificar pretensiones hegemónicas de determinada familia.
Tampoco parece que se puedan explicar algunos acontecimientos bélicos especialmente
celebrados por dicha fuente como la batalla de Dyrham, en la que Ceawlin y un tal Cuthwine
vencieron y dieron muerte a tres reyes de los britones, en un contexto más amplio del avance
continuo de los germánicos anglos y sajones sobre los britano-romanos, refugiados en algunas
antiguas ciudades romanas.
2.5.3. Entre Kent y Nortumbria. La cristianización A principios del siglo VII
La situación política en la Gran Bretaña aparece ya mucho menos confusa. Así se pueden
distinguir dos unidades políticas poderosas, teóricamente sajonizadas, aunque en ambas se
habrían integrado elementos poblacionales britano-romanos: el Reino de Kent, en el sureste, con
Etelberto (560-616), y el de Nortumbria, al norte, con Etelfrido (c. 593-617) y producto de la
fusión de los anteriores más pequeños de Bernicia y Deira.
El primero de ellos protagonizaría un hecho considerado esencial por la posterior Historia
eclesiástica de Beda el Venerable: su conversión al Catolicismo romano mediante la misión
enviada por el papa Gregorio el Grande en el 597 y conducida por Agustín, que se convertiría en
el primer obispo de Canterbury. Conversión en la que habría tenido también su papel la esposa
del rey, una princesa merovingia. Sin embargo, no parece que se pueda hoy seguir aceptando
esta visión simplificada de los hechos. De tal modo que la aparentemente fácil misión cristiana
de Agustín también debe explicarse por la continuidad de grupos cristianos celto-romanos en
antiguos centros urbanos tardorromanos. Los concilios de la Iglesia gala de los siglos V y VI en
Tours (461), Vannes (4865), Orleans (511) y París (555) atestiguan también la existencia de
obispados britones. Es más, en la propia corte de Kent ya debía existir un número importante de
creyentes con anterioridad. Junto a ello y a la misión romana, el Cristianismo también se
impondría en las pequeñas cortes reales de la época merced a misioneros irlandeses. Estos
influjos serían dominantes en Nortumbria a partir del reinado de Oswaldo (633-642), que llamó
a monjes de Iona para sustituir a Paulino, un misionero romano venido junto con otros de Kent
en el 625 cuando Edwin de Nortumbria contrajo matrimonio con una princesa de aquella
procedencia. Sería solo tras el Sínodo de Whitby (664), con su debate sobre las liturgias romana
e irlandesa de la Pascua, cuando se impondría en Nortumbria el influjo romano. Esencial para la
difusión del cristianismo, especialmente en su vertiente romana, basada en la fundación de sedes
episcopales, sería la continuidad de algunos antiguos centros urbanos tardorromanos, como
York, Canterbury, Cirencester, Wroxeter, Carlisle y algunos más peor documentados. Aunque
casi todas estas antiguas ciudades no fueran ya más que centros ceremoniales y administrativos.
Por el contrario, la cristianización de origen irlandés se polarizó en la fundación de grandes
centros monásticos, como serían en la Nortumbria de mediados del siglo VI el de Lindisfarne,
de San Pablo en Jarrow y San Pedro en Wearmouth.
2.5.4. La hegemonía de Mercia
Paradójicamente sin embargo, para aquellas fechas el poder de Kent estaba eclipsado, y en su
lugar se había establecido una clara hegemonía de Mercia e incluso del Reino de Wessex. El de
Mercia había sido el producto de la unión de una serie de principados más pequeños, que
todavía se detectaban en el siglo VII en la lista de tributos del reino conocida como Tribal
Hideage, debiendo su final éxito al haber englobado otro reino en trance de expansión, conocido
como el de “Los anglos de en medio”. Dicha primacía de Mercia sería en gran parte la obra del
rey Penda (626?-655), todavía un pagano que supo contar con la alianza de príncipes galeses
cristianos contra la amenaza que representaba la expansión meridional del rey Edwin de
Nortumbria (617-632), derrotado y muerto en la batalla de Hatfield Chase (632), éxito renovado
después sobre su sucesor Oswaldo en la de Maserfelth (¿Oswestry?). Esta batalla resultaría
crucial, pues supuso el fin de cualquier intento de Nortumbria por extenderse hacia el sur y el
sudoeste.
La cristianización de Mercia tuvo lugar a mediados del siglo VI, y merced a los influjos
irlandeses y nortumbrios, estableciéndose en 653 un primer y único obispado para todo el reino,
que con el obispo Chad (620-672) se fijó definitivamente en Lichfield. Sería entonces cuando
los lazos entre la Iglesia anglosajona y Roma se fortalecerían con la tradición de reyes que
renunciaban al trono para ingresar en un monasterio y hacer su peregrinación a la sede papal.
Tales serían los casos de Etelredo y de su sobrino Ceonred (704-709) de Mercia, ya precedidos
por Caedwalla de Wessex que en el 688 visitó Roma para ser allí bautizado por el Papa.
Mientras tanto, los sucesores de Penda, Wulfhere (658-674) y Etelredo (674-704), habían
logrado consolidar e incluso extender el poder de Mercia sobre los sajones y anglos orientales,
frente a Nortumbria, con la recuperación de Lindsey (Lincolnshire), y frente al Reino de Kent,
duramente saqueado en el 676. La expansión de Mercia obligó así a los reyes de Nortumbria a
intentar extenderse hacia el norte, sobre los pictos que habitaban entre el muro de Adriano y el
Firth of Forth. Una aventura que terminó en la catástrofe de Nechtansmere, con la derrota y
muerte del rey Ecgfrith (645-685), que sumergió al reino del norte en un período de
turbulencias. En definitiva, en la Gran Bretaña el siglo VII se abría con la incontestable
superioridad del Reino de Mercia en toda la región meridional, oriental y central de la Gran
Bretaña.
2.5.5. Irlanda: un país celta y cristiano
Los siglos de la "Edad oscura" supusieron la plena incorporación a la historia y civilización
occidentales de Irlanda. La isla no había sido conquistada por Roma y vivió durante los siglos
del Imperio con las mismas estructuras sociales y políticas célticas de tiempos anteriores. Esto
suponía que la unidad política básica era el pueblo-tribu (túath). Era ésta una pequeña
comunidad de valle a cuyo frente se encontraba un rey, dotado principalmente de funciones
religiosas, además de conducir a la guerra a los hombres libres y a los nobles acompañados de
sus clientes. El número de estos régulos era por tanto muy elevado, entre 100 y 150 para cada
momento; aunque la misma existencia autónoma de su pueblo-tribu dependía de la victoria
militar de su rey. Sin embargo, con el paso del tiempo se había producido una cierta
concentración de poder en la isla que condujo al surgimiento de realezas regionales (rí ruirech o
"rey de los altos nobles"), vinculadas a las que serían las clásicas cuatro provincias de la Irlanda
medieval: Connacht, Ulster, Leinster y Munster. Dicho proceso de concentración de poder se
había incrementado en el siglo V, cuando la propaganda de estos reyes provinciales les llevó a
fundamentar su hegemonía en los supuestos orígenes míticos de sus dinastías; aunque los
pequeños régulos tribales todavía subsistirían hasta el siglo XI. Entre estas monarquías
provinciales destacó a partir de mediados del siglo V la de los Uí Néill en el Ulster, con su
centro ceremonial en Tara. En el sur destacó la dinastía de los Eóganachta, cuya capital Cashel
(del latín castellum) debió ser un centro de importantes influencias britonas y galorromanas.
Sería el Cristianismo quien integrara a Irlanda a la comunidad europea occidental. Y éste
penetraría por su región meridional. Allí serían fundadas a partir del 431 las primeras iglesias
irlandesas conocidas por el misionero Paladio, probablemente procedente de Auxerre, quien es
posible que contara con la existencia de alguna comunidad cristiana fundada ya en el siglo
anterior por gentes provenientes del vecino País de Gales. Sin embargo, el tradicional patrono
de la Iglesia irlandesa, San Patricio, habría realizado su misión en el norte, en el Ulster, con
anterioridad al 460. Sin embargo, la verdad es que Patricio, un britón nacido en una familia muy
romanizada con una previa experiencia de cautiverio en Irlanda, actuaría primero entre
inmigrantes britones en la isla, para ganarse después el apoyo de los reyes de Ulaid (Ulster
oriental), constituyéndose en el primer obispo de Armagh. Sin embargo, la decisiva
cristianización irlandesa sería posterior a ambos, a partir de principios del siglo VI con la
fundación de una serie de monasterios en un movimiento de este a oeste que indica su origen
galés. No obstante, parte del éxito de estos monasterios se debió al patrocinio de miembros de la
nobleza y a la utilización de tierras hasta entonces no explotadas situadas en las lindes entre los
reinos provinciales. Prototipo de todo ello sería Columbano el Viejo (Colum Cille, 1897),
emparentado con los Uí Néill y con los reyes de Leinster y fundador primero del monasterio de
Durrow y luego del de la isla de Iona (563), base de la cristianización de los pictos de Gran
Bretaña.
2.5.6. Los orígenes de Escocia: pictos y escotos
Pocos pueblos del Occidente de esta época nos es peor conocido que el de los pictos. De ellos
no existen fuentes documentales y de su lengua casi no ha sobrevivido ningún resto seguro. Y
tampoco puede decirse mucho más del pueblo que en gran medida lo suplantó en las tierras
septentrionales de la Gran Bretaña: los escotos, que acabarían dando nombre a todo el territorio
al norte del muro de Adriano. Los testimonios escritos que de estos últimos pudo haber se
perderían con su saqueo por Eduardo I de Inglaterra en el siglo XIII. De tal forma que la única
documentación escrita para ambos pueblos en estos siglos proviene de los Anales irlandeses,
que no son anteriores a mediados del siglo VII, y de la llamada Lista real picta, que en modo
alguno sería anterior al siglo X.
Los pictos, gentes que habitaban al norte del muro de Adriano, empezaron a ser con más
frecuencia mencionados en las fuentes romanas desde principios del siglo IV, protagonizando
frecuentes incursiones de pillaje en la Britania romana, a veces en alianza con los escotos de
Irlanda. Una presión hacia el sur que continuaría tras el abandono de la isla por las tropas
imperiales. Así se explica que testimonios de tradición britana, como San Patricio y Gildas,
tuvieran una muy mala opinión de los pictos de su época. En todo caso, sabemos que entre los
pictos se habría dado un proceso de concentración creciente del poder, a imitación de lo que
sucedía en otras tierras vecinas, de modo que para mediados del siglo VI podemos situar a un
soberano de los pictos, Bridei MacMaelcon. Éste derrotó a los escotos y parece que favoreció la
evangelización de su pueblo, recibiendo al famoso monje irlandés San Columbano (543-618).
Durante la primera mitad del siglo VII, en todo caso, los pictos se habrían visto enfrentados al
creciente expansionismo del reino sajón de Northumbria. Y sería también del sur de donde
vinieran nuevos y renovados impulsos cristianizadores. Sin embargo, en 685 Ecgfrith de
Northumbria y su ejército sufrieron una terrible derrota, que permitió la reunificación e
independencia del territorio picto bajo su rey Bridei MacBili. Desgraciadamente, nada más
sabemos de los pictos hasta su total conquista por Kenneth MacAlpin, rey de los escoceses, en
843-844.
Sin embargo, las penetraciones de gentes de Irlanda en el norte de la Gran Bretaña habían
comenzado mucho antes. Las relaciones entre las actuales Irlanda y Escocia tenían profundas
raíces, pero se habían intensificado a partir del siglo II. El acelerado proceso de concentración
del poder que vivió Irlanda a partir de esa fecha es también razón suficiente para explicar un
dramático incremento de las expediciones de rapiña sobre Gran Bretaña. A partir de comienzos
del siglo VI hay testimonio del establecimiento de una dinastía irlandesa en lo que habría de ser
la escocesa Dalriada, entre Glasgow y Salen. Salvo unos nombres de reyes, poco sabemos de
este primitivo reino escoto, salvo que el Cristianismo se constituyó desde muy pronto en
elemento esencial, contando desde el 563 con el centro irradiador del monaquismo irlandés que
fue el gran monasterio de Iona, fundado por Columbano el Viejo. La estructura aristocrática de
tradición céltica allí instaurada, con grupos tribales bajo el predominio de una familia con sus
clientes asentada en un lugar fortificado (dun), explica que muy pronto surgiera una
fragmentación política que dominó casi todo el siglo VII. Solo a finales del mismo se produjo
un nuevo impulso unificador de la mano de Ferchar el Largo. Sin embargo, a partir del 741, y
durante un siglo, Dalriada vivió bajo el dominio de los pictos.

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