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Los Errores de La Vieja Economia Juan Ra
Los Errores de La Vieja Economia Juan Ra
LOS ERRORES
DE LA VIEJA
ECONOMÍA
Una refutación
de La Teoría General del Empleo,
el Interés y el Dinero
de John Maynard Keynes
SEGUNDA EDICIÓN REVISADA
Prólogo de Jesús Huerta de Soto
Prólogo a la segunda edición de Miguel Anxo Bastos
Boubeta
Epílogo de David Sanz Bas
Unión Editorial
2012
© 2011 Juan Ramón Rallo
© 2011 UNIÓN EDITORIAL, S.A.
2012 UNIÓN EDITORIAL, S.A. (2.a edición)
c/ Martín Machío, 15 • 28002 Madrid
Tel.: 91 350 02 28 • Fax: 91 181 22 12
Correo: info@unioneditorial.net
www.unioneditorial.es
ISBN (página libro): 978-84-7209-589-2
ISBN (ebook): 978-84-7209-430-7
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las leyes, que establecen penas de prisión y multas, además de las
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información o sistema de recuperación, sin permiso escrito de los propietarios
del copyright.
A los keynesianos
de todas las Escuelas
ÍNDICE
PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN LA FALSA
MUERTE DEL KEYNESIANISMO Y LA
NECESIDAD DE SU REFUTACIÓN
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
Capítulo 1 LA TERGIVERSACIÓN DE LA LEY DE
SAY
Capítulo 2 DEFINICIONES TRAMPOSAS
I. La elección de las unidades
II. El papel de las expectativas
III. La definición de renta
IV. La definición de ahorro e inversión
Capítulo 3 LA PROPENSIÓN A CONSUMIR: CÓMO
AHORRAR SIN DEJAR DE CONSUMIR
Capítulo 4 LA MUY FLUCTUANTE PROPENSIÓN
A INVERTIR
I. La eficiencia marginal del capital
II. Los tipos de interés
III. Conclusión
Capítulo 5 LOS EFECTOS REALES Y NOMINALES
DE LAS VARIACIONES DE LOS SALARIOS
I. Efectos sobre la producción
II. Efectos sobre los precios
III. Conclusión
Capítulo 6 EL CICLO ECONÓMICO COMO UNA
REGULARIDAD MANIACODEPRESIVA
Capítulo 7 LAS IMPLICACIONES POLÍTICAS Y
FILOSÓFICAS DE LA TEORÍA GENERAL
I. Las raíces intelectuales de Keynes
II. El programa político de Keynes
Capítulo 8 CONCLUSIÓN: ESCLAVOS DE UN
ECONOMISTA MIOPE
Capítulo 9 GUÍA DE LECTURA DE LA TEORÍA
GENERAL DEL EMPLEO, EL INTERÉS Y EL
DINERO
APÉNDICE CRÍTICA DEL MODELO IS-LM
Epílogo JAQUE MATE A LA TEORÍA GENERAL
BIBLIOGRAFÍA ANTIKEYNESIANA
PRÓLOGO
A LA SEGUNDA EDICIÓN
LA FALSA MUERTE DEL
KEYNESIANISMO
Y LA NECESIDAD DE SU
REFUTACIÓN
«Por lo tanto, oh patriotas amas de casa, salid temprano
mañana a las calles y acudid a esas maravillosas
rebajas anunciadas por todas partes. Aprovisionaros
de ropa para casa, de sábanas y de mantas para
cubrir todas vuestras necesidades, y tened, además,
la alegría de estar aumentando el empleo e
incrementando la riqueza del país, porque estais
poniendo en marcha actividades que son útiles».
J.M. Keynes
Essays in Persuasion
Sin embargo, como Keynes supone que una parte de esa oferta agregada no
se traduce en demanda agregada —es decir, que una parte de la oferta no se
destina ni a ser consumida, ni a ser invertida, sino a ser atesorada, lo que es
una actividad estéril que no emplea factores productivos dentro del sistema
económico— existe una consecuente indeterminación sobre el punto de corte
de la demanda efectiva (derivado del mayor o menor atesoramiento en el que
incurran los agentes); en ese caso, será la intensidad del deseo de consumir y
de invertir —la demanda agregada— lo que determinará la demanda efectiva.
El inglés resumía adecuadamente las llamativas conclusiones a las que
llegaba con la siguiente frase: «La demanda efectiva, en lugar de tener un
valor de equilibrio único [como lo posee para los seguidores de la Ley de
Say] tiene toda una serie infinita de valores posibles, todos igualmente
admisibles» (p. 26). En otras palabras, dada una determinada capacidad
productiva en la economía, ésta operará a un mayor o menor rendimiento en
función de qué parte de la producción piensen los agentes destinar o a
consumir o a invertir (aquí subyace una hipótesis que más adelante tendremos
ocasión de criticar como es la de que una estructura productiva dada puede
servir para abastecer cualquier combinación de demandas de bienes de
consumo y de bienes de inversión y que, por tanto, los cambios en la
composición de la demanda agregada resultan irrelevantes con tal de que se
mantenga el volumen total de gasto).
Lo que Keynes parece incapaz de admitir es que, pudiendo existir
sobreproducciones en unas partes de la economía e infraproducciones en
otras, el mercado tenderá a eliminar las primeras y a expandir las segundas,
sin que en ningún momento exista desempleo involuntario (lo que no
significa que no pueda existir un elevado desempleo, pero no será del tipo
involuntario, tal como lo definía Keynes). Dicho de otra forma, lo que no
resulta posible es una sobreproducción generalizada por ausencia de
demanda, porque ello equivale a hablar de sobreproducción generalizada…
por ausencia de oferta (una contradicción en los términos).
Lo gracioso del caso es que si Keynes pretendía caricaturizar a Say
resumiendo su doctrina en la disparatada máxima de que «la oferta genera su
propia demanda», a la luz de lo expuesto bien podría resumirse la teoría
keynesiana en una no menos disparatada Ley de Keynes que sostuviera que
«la demanda genera su propia oferta»; a saber, que estabilizando o
incrementando el nivel de gasto total —independientemente de su
composición— se conseguirá estabilizar o incrementar el nivel de producción
hasta que todos los recursos estén plenamente ocupados, incluso cuando la
composición de la oferta sea incapaz de atender esa particular demanda.
El paso siguiente a la separación conceptual que efectúa Keynes entre
oferta y demanda agregadas es precisamente estudiar de qué dependen estas
dos magnitudes y cómo determinan conjuntamente la demanda efectiva. El
volumen de oferta agregada, de acuerdo con Keynes, sólo puede depender a
corto plazo del empleo, pues en ese lapso de tiempo la tecnología, el capital y
los recursos están dados. La demanda agregada equivaldrá a cuánta renta esté
dispuesta a gastar la sociedad en consumo y en inversión; o sea, del consumo
agregado y de la inversión agregada. El primero dependerá del porcentaje de
la oferta agregada que la sociedad quiera consumir, es decir, del volumen de
empleo (que determina la oferta agregada) y de lo que Keynes llama
«propensión a consumir» (que determina el porcentaje a consumir de la
renta). Por su parte, la inversión agregada dependerá, como explicaremos más
adelante, de la rentabilidad esperada de las inversiones (lo que Keynes
denominará «eficiencia marginal del capital») y del coste de oportunidad de
esa inversión (que será el tipo de interés del dinero).
Así, y por utilizar en lo que sea posible la notación matemática de Keynes,
la oferta agregada a corto plazo es una función del empleo:
Z = ø(N), donde Z es la oferta agregada y N el nivel de empleo.
Y la demanda agregada es parcialmente función del empleo a través del
consumo agregado:
D = D1 (pc; N) +D2 (emc; ti), donde D es la demanda agregada,
D1el consumo agregado, pc la propensión a consumir,
D2la inversión agregada, emc la eficiencia marginal del capital y ti el tipo
de interés del dinero.
La clave de La Teoría General es cómo resuelve Keynes esta
indeterminación de la demanda efectiva; indeterminación que deriva de que
la renta que la sociedad espera gastar en consumo depende de la oferta
agregada y por tanto del nivel de empleo, pero a su vez el nivel de empleo
depende de la oferta agregada que esperen vender los empresarios, esto es, de
la demanda agregada.
O dicho de otro modo, el problema para Keynes es que si bien el consumo
equivale a un porcentaje más o menos constante de la oferta agregada, la
inversión agregada no. La diferencia entre la oferta agregada y el consumo
agregado equivale al ahorro agregado, de ahí que Keynes considere que el
ahorro agregado no tiene por qué materializarse en inversión agregada, sino
en un atesoramiento que no implica la demanda de nada. Y si la demanda
agregada no aumenta lo suficiente como para justificar el incremento de la
producción, ésta caerá, de modo que el ahorro agregado también se reducirá
hasta igualarse con la inversión agregada. Por consiguiente, un mayor
volumen de empleo hace aumentar la oferta agregada y el consumo agregado,
mas no necesariamente la inversión agregada y la demanda agregada.
Si los perceptores de rentas las consumieran al 100%, Keynes no vería
ningún problema en el sistema económico. Más empleo no sólo supondría
más oferta, sino más consumo agregado para absorber esa mayor oferta. La
cosa cambia cuando consideramos la propensión a consumir; dado que los
perceptores de rentas no consumen el 100% de las mismas, sino un
porcentaje inferior, el ahorro agregado crecerá con el nivel de empleo, de
manera que, a menos que la inversión se incremente lo suficiente como para
absorber todo el ahorro resultante, habrá para ciertos niveles de empleo una
oferta potencial de bienes y servicios mayor a aquella que van a demandar los
agentes (lo que provocará una contracción de esa oferta potencial hasta el
nivel de demanda agregada). Pero si, como hemos sentenciado, la diferencia
entre la oferta y el consumo agregado (el ahorro agregado) es creciente con el
nivel de empleo, cada vez hará falta invertir una mayor cantidad de renta para
que esos niveles crecientes de empleo sean sostenibles.
El Cuadro 1 servirá para ejemplificarlo. Supongamos que el valor de la
oferta agregada es igual a cinco veces el número de trabajadores ocupados; a
su vez, el consumo agregado es un 70% del valor de la oferta agregada (es
decir, la propensión a consumir es del 70%) y la inversión agregada es una
cuantía fija igual a 375.
En ese caso, conforme vaya aumentando el número de trabajadores
empleados, la oferta agregada irá incrementando su valor, pero si el consumo
agregado se mantiene constante en el 70% de las rentas derivadas de la oferta
agregada, la diferencia entre la oferta agregada y la demanda agregada será
cada vez mayor en términos absolutos. Sólo si la inversión agregada se
incrementa lo suficiente como para compensar esta creciente divergencia,
podrán sostenerse los niveles de empleo: por ejemplo, cuando haya 500
trabajadores, la inversión agregada tendría que subir de 375 um a 750 um
para que compense seguir empleando a todos esos 500 trabajadores. En caso
contrario, si la inversión agregada se mantiene en 375, el nivel de demanda
efectiva caerá a 1.250 um, lo que supone una ocupación de 250 trabajadores.
Este mismo ejemplo puede ayudarnos a terminar de comprender qué
entendía Keynes por desempleo involuntario. De acuerdo con Keynes, no
tiene demasiado sentido denominar desempleo involuntario a aquella
situación en la que un trabajador no quiere trabajar al salario real que le
pueden ofrecer los empresarios. En ese caso, empleando el lenguaje de La
Teoría General, diremos que la desutilidad del trabajo (el coste de
oportunidad de trabajar) es superior a su productividad marginal (el salario
real que se le puede pagar) o que, más llanamente, el trabajador valora más el
tiempo libre que la riqueza que puede generar renunciando a ese tiempo libre.
Cuadro 1
O sea, para que la depreciación del capital sea cero con respecto al nivel
de inactividad, la inversión en compras a otros empresarios (a1) más los
servicios que prestan los factores productivos (f) debe ser igual al coste de
uso del capital (u). Si el coste de uso del capital es mayor a las compras y a la
contratación de factores, se habrá producido un consumo de capital y si es
menor, una construcción de capital o inversión neta.
Si a1 + f = u, entonces se mantiene el capital
Si a1 + f > u, entonces se incrementa el capital
Si a1 + f < u, entonces se consume el capital
Por estos dos motivos y otros de escasa relevancia dentro del marco de La
Teoría General,47 Keynes se mostraba bastante pesimista acerca de la
capacidad que tiene una economía libre para estabilizar la eficiencia marginal
del capital y con ella el volumen de inversión. Aun así, el inglés sí observa
que existen tres modelos de empresa que sirven de contrapeso a esta
potencial inestabilidad y cuya extensión debería servir para estabilizar la
eficiencia marginal del capital. Éstas son: inversiones a largo plazo cuyos
rendimientos están garantizados por contratos de larga duración (por ejemplo,
contratos de alquiler o suministro), empresas de servicio público que gozan
de un cierto monopolio legal y cuya ventaja comparativa está por tanto
asegurada (por ejemplo, las eléctricas) y, sobre todo, la inversión pública que
emprenden las autoridades «a la vista de su supuesta ventaja social,
cualquiera que pueda ser su rentabilidad comercial y sin tratar de que su
rendimiento matemático esperado sea por lo menos igual al tipo de interés»
(p. 163); es decir, la obra pública superflua y redundante.
Frente a la opinión bastante extendida hoy en día de que Keynes atribuía
gran importancia a las reducciones de los tipos de interés del dinero para
lograr estabilizar el volumen de inversión, él mismo se encarga de aclarar que
por muy bajo que éste sea, si la eficiencia marginal del capital es muy volátil,
el volumen de inversión también lo será. De ahí que el mecanismo de ajuste
principal que favoreció Keynes en su La Teoría General no fueran tanto las
políticas monetarias expansivas cuanto las políticas fiscales muy
expansivas en toda fase de la coyuntura económica, pues el problema
esencial no era salir de las depresiones económicas, sino mantener un
volumen de inversión pública suficiente como para cubrir el secularmente
creciente diferencial entre la demanda efectiva compatible con el pleno
empleo y el consumo agregado:
Soy ahora un tanto escéptico acerca de las posibilidades de éxito de una
política puramente monetaria dirigida a regular el tipo de interés y espero
ver al Estado, que está en condiciones de poder calcular la eficiencia
marginal del capital con criterios de largo plazo y conveniencia social,
asumir una responsabilidad cada vez mayor en la organización directa de la
inversión de capital, ya que, probablemente, las fluctuaciones en las
estimaciones que hace el mercado de la eficiencia marginal de los distintos
capitales son demasiado grandes para que podamos compensarlas gracias a
modificaciones, a nuestro alcance, en el tipo de interés (p. 164).
Pese a ello, como luego veremos, el inglés nunca fue capaz de
desembarazarse por entero de su obsesión por reducir los tipos de interés, a
cuyo manejo por parte de los bancos centrales atribuyó buena parte de la
responsabilidad en la consecución del pleno empleo.
En cualquier caso, todo este análisis de Keynes sobre la inestabilidad de
una eficiencia marginal del capital tendente a reducirse a largo plazo adolece
de graves taras en su descripción. Empezando por lo más evidente, la idea de
que la progresiva acumulación de capital necesariamente conduce a una
eficiencia marginal decreciente brota de una concepción previa de los bienes
de capital que Keynes no explicita y que es en esencia errónea.
A saber, para que la eficiencia marginal del capital sea decreciente
conforme más bienes de capital se hayan acumulado deben suceder dos cosas
a la vez: uno, que el coste de producción de los bienes de capital existentes
no pueda reducirse con la inversión en nuevos bienes de capital; dos, que los
rendimientos que logren los bienes de capital adicionales sean siempre
iguales o inferiores a los que lograban los bienes de capital existentes.
En cuanto a lo primero, parece claro que no todos los bienes de capital se
dedican a producir bienes de consumo, sino que muchos de ellos, la mayor
parte incluso, se destinan a fabricar otros bienes de capital. Nada impide,
pues, que una mayor acumulación de capital, entendida como la utilización
durante más tiempo de procesos de producción que impliquen más bienes de
capital, logre abaratar los costes de producción de otros bienes de capital y,
por consiguiente, incremente la eficiencia marginal del capital. Sólo
partiendo de la base de que el coste de producción del equipo de capital es
inamovible (o creciente) se puede llegar a la conclusión de que más bienes de
capital traerán menores rendimientos agregados del capital en el futuro.
En cuanto a lo segundo, Keynes parece estar suponiendo que los nuevos
bienes de capital siempre se dirigirán a satisfacer unas necesidades menos
valoradas que las de los bienes de capital existentes: dado que los primeros
bienes de capital se destinarán a colmar las necesidades más urgentes y
valiosas, los segundos sólo podrán emplearse para fines progresivamente
menos útiles. En el fondo, lo que viene a decir el inglés es que todo bien de
capital compite con todo bien de capital, de modo que los rendimientos de
cada uno de ellos serán cada vez menores.
No obstante, y en contra de lo que opina Keynes, lo cierto es que los bienes
de capital también pueden cooperar entre sí, sirviendo unos para producir
otros o utilizándose conjuntamente para fabricar un tercer bien. En general, es
evidente que prácticamente todo bien de capital coopera con otros bienes de
capital: la mesa de escritorio se utiliza conjuntamente con la silla, el
ordenador con la impresora, el bisturí con la sala de quirófano, los inventarios
de mercancías con los almacenes, los surtidores de gasolina con los vehículos
o las carreteras… Las situaciones de complementariedad entre bienes de
capital son tan o más abundantes que las de sustitución, lo que significa que
la creación de nuevos bienes de capital puede perfectamente revalorizar parte
de los antiguos bienes de capital al ser capaces de fabricar sinérgicamente una
mayor cantidad de bienes de consumo futuros.
Esto será especialmente cierto cuando la inversión en un determinado bien
de capital sólo resulte rentable a partir de la existencia de cierto volumen
mínimo de bienes de capital complementarios. Por ejemplo, si en una zona
sólo hay un automóvil, es evidente que no resulta rentable construir una
autopista; en cambio, si hay varios millones de vehículos, esa autopista pasa a
ser rentable. Por consiguiente, un incremento en la cantidad de automóviles
aumentará los rendimientos esperados de la autopista (y de este modo su
eficiencia marginal del capital esperada) y, a su vez, la construcción de la
autopista abaratará el coste de transporte por vehículo (aumentando la
eficiencia marginal de utilizarlos). Así pues, dado que la mayoría de bienes
de capital son parcialmente indivisibles (no podemos construir mini
autopistas para cada vehículo), sólo saldrá a cuenta fabricarlos cuando haya
suficientes bienes de capital complementarios: a más bienes de capital,
nuevas oportunidades de inversión.
En definitiva, la complementariedad y la indivisibilidad de los bienes de
capital justifican que su eficiencia marginal no decrezca permanentemente
con su volumen. Sólo si todos los bienes de capital fueran sustitutivos o
perfectamente divisibles, la hipótesis de Keynes tendría alguna verosimilitud.
La cuestión es cómo pudo ser que Keynes no se diera cuenta de algo tan
evidente y asumiera que la eficiencia marginal del capital estaba condenada a
decrecer de manera secular. Una posible explicación es que el inglés
asumiera (aunque muchas veces explicitara lo contrario) que todos los bienes
de capital son homogéneos (es decir, que una cafetera prestaba las mismas
funciones que un ferrocarril), de manera que por necesidad todo el equipo de
capital compite entre sí. Otro de los errores que pudo inducirle a asumir que
la eficiencia marginal del capital era decreciente se encuentra en la equívoca
caracterización de la naturaleza del capital que efectúa en el capítulo 16. El
inglés afirma que «la única razón por la que un activo proporciona, a lo largo
de su vida, un rendimiento que se espera sea superior a su precio inicial de
oferta es porque resulta escaso y lo sigue siendo como consecuencia de la
competencia que supone la existencia del tipo de interés del dinero. Si el
capital llegara a ser menos escaso, entonces su rendimiento disminuiría sin
que por ello pudiera decirse que su productividad, en sentido material, haya
disminuido» (p. 213).
Fijémonos en que, para Keynes, la escasez del capital se define en función
de la existencia de un dinero que puede atesorarse (y que, por tanto, pueda
exigir un interés monetario que le induzca a dejar de ser atesorado); el capital,
por mucho de él que se acumule, no llegará a ser sobreabundante mientras
exista un depósito de valor líquido como el dinero. O dicho de otro modo,
como para trasladar bienes o renta del presente al futuro los ahorradores no
están forzados a invertir sino que tienen la opción de atesorar el dinero, éstos
son capaces de exigir unos rendimientos futuros por encima del coste de
producción del bien de capital: «Siempre hay una alternativa a la propiedad
de bienes de capital reales que es la propiedad de dinero y de promesas de
pago, de forma que el rendimiento esperado por los productores de nuevos
bienes de capital no puede caer nunca por debajo del patrón establecido por el
tipo de interés corriente y, como ya hemos visto, el tipo de interés corriente
no depende de la intensidad de nuestro deseo de conservar riqueza, sino del
deseo de conservarla en forma líquida» (pp. 212-213). De ahí que el inglés,
como comprobaremos más adelante, propugne la penalización del
atesoramiento de dinero y la limitación de la remuneración de los
empresarios en función del riesgo asumido y de su pericia particular.
Pero Keynes yerra de nuevo al olvidar que toda inversión supone
un intercambio entre bienes presentes y bienes futuros y en la medida en
que los seres humanos valoran más satisfacer sus necesidades antes que
después sólo estarán dispuestos a renunciar a una cierta cantidad de bienes
presentes a cambio de una mayor cantidad de bienes futuros. Por ejemplo, un
activo que dentro de un año proporcione un pago único de 100 um no se
venderá jamás en la actualidad por 100 um, sino por una cantidad inferior,
pues los agentes valorarán más 100 um hoy que 100 um mañana: y es que las
100 um pueden gastarse hoy mismo en adquirir bienes de consumo presentes
que satisfagan necesidades actuales o pueden atesorarse y gastarse mañana en
bienes futuros con completa seguridad. En definitiva, no es verosímil que
nadie renuncie a controlar recursos durante un tiempo a cambio de nada y, en
este sentido, bien puede afirmarse que el tipo de interés (o gran parte del
mismo) es el precio del tiempo (del tiempo durante el que se renuncia a la
disponibilidad de recursos) y del riesgo incurrido.
Obviamente, sin embargo, si no resulta posible atesorar dinero y la única
forma de traspasar renta del presente al futuro es invertir en activos
(incluyendo el préstamo de dinero), los agentes podrían, en ciertas
circunstancias, verse forzados a invertir renunciando a percibir una
rentabilidad sobre su capital e incluso asumiendo pérdidas sobre el mismo; es
decir, la supresión del dinero como depósito de valor sí permitiría eliminar la
rentabilidad del capital, pues a los ahorradores no les quedaría otra vía para
acumular valor de cara al futuro. Pero esto, lejos de significar el fin de la
escasez de bienes de capital, constituiría todo un expolio al capitalista que
desincentivaría enormemente el ahorro de los agentes, volviendo los bienes
de capital mucho menos abundantes.
Además, sin la guía de la rentabilidad sobre el capital resulta imposible
discriminar entre proyectos empresariales que generan valor a lo largo del
tiempo y proyectos que no lo hacen, pues precisamente los tipos de interés
nos indican cuál es el llamado coste del capital (o, mejor dicho, el coste del
tiempo y del riesgo) a la hora de utilizar los recursos. De hecho, aunque,
como más adelante veremos, Keynes sí se muestra partidario de remunerar el
riesgo incurrido y la especialización empresarial, sin remuneración del capital
por unidad de tiempo es imposible conocer si en cada momento estamos
dedicando los recursos a sus usos más valiosos. Por ejemplo, ¿cómo
discriminar entre dos proyectos de muy distinta duración? ¿Es preferible un
proyecto empresarial que proporciona bienes de consumo en un año a otro
que los proporciona en 10 ó 100 años? La rentabilidad del capital y el tipo de
interés sí nos proporcionan este tipo de información: si la rentabilidad anual
del proyecto a 100 años supera a la del proyecto que madura en un año y,
además, al tipo de interés anual a 100 años, el proyecto empresarial a 100
años será preferible al de a un año. Dicho de otra manera, para elegir un
proyecto sobre el otro no basta con que el proyecto que madura a 100 años
sea más productivo física o monetariamente que el proyecto que madura en
un año (lo cual sucederá prácticamente siempre), sino que los ahorradores
han de estar asimismo dispuestos a esperar 100 años para consumir y, como
es obvio, sólo lo estarán si se les compensa adecuadamente la desutilidad que
se deriva de diferir la satisfacción de sus necesidades durante un siglo (y la
compensación es el tipo de interés).
Keynes claramente no entiende la interrelación entre la demanda de bienes
de consumo, el ahorro a cada uno de los plazos temporales, la rentabilidad del
capital por unidad de tiempo y los distintos tipos de interés cuando afirma
que: «Si el tipo de interés fuera cero, habría un intervalo óptimo de tiempo,
para el cual los costes laborales serían mínimos, entre la fecha promedio en la
que se comienzan a invertir los factores y aquella en la que desea consumir su
producción: un proceso más corto de producción sería técnicamente menos
eficiente y otro largo podría serlo también como consecuencia de los mayores
costes de almacenamiento y de deterioro (…). Por lo tanto, incluso si la tasa
de interés es cero, existe un límite estricto a la parte de la demanda futura de
los consumidores que puede fabricarse de manera anticipada» (pp. 216-217).
En verdad, si, por ejemplo, los consumidores desean con mucha intensidad
adquirir ciertos bienes dentro de cinco años, el ahorro a plazos superiores a
cinco años será muy escaso, de modo que los tipos de interés a más de cinco
años serán más elevados que la rentabilidad que pueda lograrse en
inversiones a más de cinco años. Si el tipo de interés fuera del 0% para todos
los plazos de tiempo, ello significaría que los consumidores serían
indiferentes entre consumir ahora o en cualquier otro momento del futuro,
por lo que el plazo de las inversiones se prolongaría mientras éstas fueran
capaces de generar un mayor valor futuro para los consumidores, por mínimo
que fuera. Y como la acumulación de capital y la inversión en I+D siempre es
capaz de generar a largo plazo una mayor cantidad y calidad de bienes de
consumo, el período de inversión se prolongaría indefinidamente. Son la
preferencia temporal y la aversión al riesgo, el hecho de preferir los bienes
presentes y seguros a los futuros e inciertos, lo que pone coto a la extensión
ilimitada de la inversión y reinversión del capital.
En definitiva, dado que Keynes se equivoca en su comprensión de la
naturaleza del interés, asunto sobre el que volveremos en el epígrafe
siguiente, también yerra a la hora de caracterizar el valor de los bienes de
capital y de pronosticar que su rendimiento irá disminuyendo conforme se
vayan acumulando, pues el rendimiento de éstos se justifica en última
instancia por los mismos motivos por los que se explica el interés de los
préstamos de dinero: la diferencia de valor entre su coste de producción o
adquisición y sus rendimientos futuros vendrá dada por el coste del capital
(tipo de interés) para tales plazos de tiempo y niveles de riesgo.
En el Gráfico 1, de hecho, podemos ver la relación entre la inversión anual
acumulada (que sirve de aproximación para el capital acumulado) y los
beneficios agregados en la economía estadounidense. Observamos que la tasa
de ganancias se ha mantenido fundamentalmente estable entre el 6% y el 8%
a lo largo de los últimos 50 años pese a que el capital se ha multiplicado
nominalmente por 30. Y de no ser por las fuertes expansiones del crédito que
se han vivido durante estas cinco décadas, es muy probable que la tasa de
ganancias hubiese estado anclada en rangos aún más estrechos, lo que sólo
refleja una cierta estabilidad a largo plazo en la preferencia temporal y en la
aversión al riesgo del conjunto de los agentes (los dos elementos que
determinan en lo esencial los tipos de interés).
GRÁFICO 1
STOCK DE CAPITAL NETO Y TASA DE GANANCIAS EN EE.UU.
Fuente: Elaboración propia a partir de los datos del Bureau of Economic
Analysis.
Por consiguiente, desde un punto de vista agregado no existe ninguna
tendencia a que la eficiencia marginal del capital decrezca, sino que se
mantiene aproximadamente ligada al rendimiento que compensa a los
ahorradores por su preferencia temporal y aversión al riesgo. En verdad, sólo
habría un supuesto en el que el rendimiento del capital se volvería cero:
cuando la escasez de los bienes de consumo desapareciera. Únicamente en
ese caso, cuando todos los bienes de consumo fueran por siempre tan
superabundantes para todo el mundo que su precio cayera a cero, el precio de
los bienes de capital también se volvería cero. Sin embargo, si hubiese alguna
persona cuyas necesidades todavía no se encontraran satisfechas con las
actuales disponibilidades de bienes de consumo o si esas disponibilidades
fueran a escasear más adelante con respecto a las necesidades futuras,
entonces parte de los bienes de capital retendría su valor y su rentabilidad.
Pero ese escenario de superabundancia no parece conjugarse demasiado bien
ni con la época de Keynes ni con la nuestra.
Pese a lo insostenible de la hipótesis de que a eficiencia marginal
del capital decrece a nivel agregado, el resto de teorías del inglés podrían
mantenerse en pie apelando a que la incertidumbre a la que se enfrenta cada
inversor individual hace que la eficiencia marginal del capital oscile en forma
de ciclos de auge y depresión que arrastran al resto de la economía y
desaniman la inversión a largo plazo. El paradigma de esos ciclos de auge y
depresión serían las fluctuaciones vividas diariamente en la bolsa, donde,
según el inglés, la incapacidad de los agentes para anticipar el futuro los
fuerza a concentrarse en las informaciones que afectan o han afectado a la
empresa a corto plazo, suponiendo por «convención» que esa situación se
mantendrá en el largo plazo. La eficiencia marginal del capital estará, por
consiguiente, sometida a una potencial volatilidad derivada de los variables
juicios de los inversores que, a su vez, se verá realimentada por la labor de
unos especuladores que, al tratar de anticipar la reacción de los inversores,
refuerzan los movimientos desestabilizadores de la eficiencia marginal. Es
decir, la explicación keynesiana de la deficiente demanda de inversión (y por
tanto de la deficiente renta bruta y del empleo) podríamos atribuirla al
fluctuante estado de la confianza.
Mas, de entrada, resulta dudoso que la eficiencia marginal del capital
esperada por los inversores sea muy volátil por el simple hecho de que las
estimaciones de los inversores sobre los rendimientos a muy largo plazo les
merezcan escasa confianza. Recordemos que en el capítulo 2 ya explicamos
que las actuales expectativas a largo plazo son el resultado de la continua y
progresiva adaptación a la realidad de las anteriores expectativas a largo
plazo, de modo que, a menos que aparezca una información nueva y
revolucionaria (lo que en ocasiones puede suceder; es el caso de los llamados
«cisnes negros»), los cambios en las expectativas y en el comportamiento de
los agentes serán mucho menos violentos, caprichosos y arbitrarios de lo que
quiere dar a entender el inglés. De hecho, para favorecer esta continuada
adaptación a las nuevas circunstancias, el empresario puede optar por
protegerse de la obsolescencia no prevista de su equipo de capital con
amortizaciones superiores a la depreciación física, precisamente la práctica
contable que como ya hemos visto Keynes criticaba con energía. La rápida
amortización del equipo de capital permite al empresario cubrir todo el coste
de la inversión durante sus primeros años de vida; dado que, en lugar de
repartir dividendos a los accionistas con base a unos beneficios
extraordinarios que no tienen en cuenta el riesgo de cambios bruscos en el
medio plazo, se amortiza el equipo de capital lo antes posible, el empresario
puede o bien ir adquiriendo año a año las nuevas inversiones que juzgue más
rentables de cara al futuro cercano (logrando una adaptación progresiva y
continua al futuro) o constituir reservas de tesorería o activos líquidos que le
permitan adaptarse repentinamente a los cambios bruscos gracias a la
posibilidad de adquirir los bienes de capital que necesita. Evidentemente, si
una vez los bienes de capital estén plenamente amortizados éstos continúan
arrojando beneficios, toda la renta adicional que generen podrá destinarse a
repartir dividendos sin riesgo alguno a que las inversores pasadas queden de
repente obsoletas.
En este sentido, por tanto, la costumbre empresarial de dotar
amortizaciones por encima de la depreciación física del equipo de capital
tiende a estabilizar la eficiencia marginal del capital, al otorgar a los
empresarios, en el presente, la confianza de que serán capaces de adaptar sus
inversiones a los cambios futuros que hoy no sepan prever. No se trata tanto
de saber hoy que con un equipo de capital dado seremos capaces degenerar
beneficios dentro de 10 ó 20 años sino de que ese equipo de capital nos
proporcionará los medios para ir reinventándonos y seguir generando
beneficios dentro de 10 ó 20 años; un rendimiento sobre el capital invertido
que a largo plazo será bastante estable porque, salvo casos de proezas
empresariales que siempre sepan estar cuatro pasos por delante de todos
sus competidores y logren sostenidamente beneficios extraordinarios, ese
rendimiento vendrá dado por la preferencia temporal y la aversión al riesgo
(de un modo similar a lo que sucede, como ya hemos visto, en el conjunto de
la economía).
La situación no se modifica obviamente por el hecho de que el título de
propiedad sobre la empresa (es decir, sobre el equipo de capital situado bajo
una perspicaz dirección empresarial) sea negociable en un mercado de
valores. La misma perspectiva empresarial (o «espíritus animales», tal y
como los llama Keynes) puede prevalecer cuando un individuo adquiere
bienes de capital para gestionarlos por sí mismo que cuando adquiere bienes
de capital para que se los gestione otro. Al fin y al cabo, la selección y
adquisición de acciones puede concebirse perfectamente como un negocio
empresarial (gestión patrimonial) e incluso como una estrategia para tomar el
control e influir sobre la gestión de la empresa (el llamado control investing).
Keynes presupone que todos los inversores en el mercado bursátil son
inversores minoritarios, pasivos y cortoplacistas que se desentienden de
dirigir la compañía o que son incapaces de analizar los planes y objetivos a
largo plazo del equipo directivo; pero en los modernos mercados bursátiles es
evidente que no todos los inversores son de este tipo y que, además, no son
los inversores minoritarios, pasivos y cortoplacistas quienes ejercen una
mayor influencia, en el medio y largo plazo, sobre la cotización de las
acciones, por motivos que desarrollaremos después. A este respecto, y para
ilustrar la arbitrariedad de los movimientos del mercado bursátil, Keynes
alude al rumor de que las compañías de hielo se revalorizan más en verano
que en invierno; un rumor que era falso entonces48 y sigue siendo falso en
nuestros tiempos: como muestra, basta con tomar el botón del fondo de
inversión canadiense Artic Glacier Income Fund, que invierte precisamente
en la producción y distribución de hielo envasado.
Como podemos ver en el Gráfico 2, en seis de los once años considerados,
las acciones se revalorizaron más (o se depreciaron menos) desde finales de
verano (22-23 de septiembre) hasta finales de invierno (20-21 de marzo) que
desde finales de invierno a finales de verano. No existe, pues, ninguna
tendencia clara a que las cotizaciones suban más en verano que en invierno:
la distribución de probabilidad se asemeja más bien a la de lanzar una
moneda al aire; y, en caso de haber alguna tendencia predominante, sería
justo la contraria a la sugerida por Keynes.
En cualquier caso, el inglés trata de justificar su sesgada visión sobre el
cortoplacismo de los agentes argumentando que es prácticamente imposible
que el inversor acuda al mercado bursátil con perspectiva a largo plazo por
cuatro motivos: a) invertir a largo plazo supone mayores costes y riesgos que
la inversión a corto plazo,49 b) hay un impulso natural a buscar los beneficios
inmediatos,50 c) el inversor a largo plazo tiene grandes dificultades para
apalancarse51 y d) la inversión a largo plazo es más duramente criticada por
la opinión pública que la inversión a corto.52
GRÁFICO 2
VARIACIÓN SEMESTRAL DE ARTIC GLACIER INCOME FUND
Fuente: TSE Canadá.
Una simple lectura de la exposición de Keynes debería servirnos para
darnos cuenta de que sus motivos sobre por qué la inversión a largo plazo no
prevalecerá sobre la inversión especulativa a corto plazo se contradicen en
gran medida. No sólo porque si los especuladores a corto plazo pueden
apalancarse y los inversores a largo plazo no, los primeros tenderán a asumir
un riesgo mucho mayor que los segundos (de modo que la inversión
especulativa y a corto será más arriesgada que la inversión a largo), sino por
algo más esencial: si las compras que hacen los especuladores se
basan sólo en las muy volátiles expectativas de los agentes (en una
convención que puede quebrar en todo momento), cualquier cambio en esas
expectativas puede provocar pérdidas irrecuperables en su inversión; en
cambio, si los inversores a largo plazo se desentienden de las oscilaciones a
corto plazo de las cotizaciones bursátiles y tratan de anticipar cuál tenderá a
ser el precio futuro de una acción en función de sus rendimientos esperados
(o sea, según los beneficios que genere la empresa subyacente a la acción
merced a la excelente gestión empresarial de su equipo directivo), cambios
transitorios en las expectativas serán sólo pérdidas recuperables a medio
plazo en la inversión e incluso oportunidades para adquirir un mayor número
de acciones a un mejor precio.
Así, y siguiendo la terminología de una de las más importantes escuelas de
inversión que empezó a desarrollarse precisamente unos pocos años antes de
que Keynes publicara La Teoría General,53 podemos distinguir entre «precio
de la acción» y «valor intrínseco de la acción». El primero coincide con su
cotización presente y el segundo con la cotización previsible a largo plazo
según los rendimientos esperados (el valor descontado de sus flujos libres de
caja futuros). En este sentido, la actividad de los especuladores consistiría en
comprar y vender acciones según las caídas y subidas esperadas en sus
precios a corto plazo; mientras, los inversores a largo tratarían de comprar
acciones a precios presentes inferiores a valores intrínsecos presentes.
Por ejemplo, si el precio de una acción es 20 y su valor intrínseco 10, el
especulador comprará a 20 siempre que crea que la euforia irracional del
resto de los agentes conducirá la cotización a 22. Pero el inversor a largo no
adquirirá esa acción a menos que su precio se sitúe por debajo de 10. Por ello,
si el especulador compra la acción a 20 e inmediatamente después cae a 15,
es probable que nunca recupere esas pérdidas, pues en todo caso el precio de
la acción tenderá a aproximarse a 10. En cambio, si un inversor a largo
compra a 8 y la acción cae a 5, sabe que a largo plazo tenderá a ascender a 10
(es decir, en todo caso, la reducción del precio de la acción es un incentivo a
adquirir más acciones).
El valor intrínseco de una acción puede calcularse haciendo predicciones
sobre los beneficios o flujos de caja futuros, pero también analizando la
calidad de los activos actuales que componen la empresa cuyas acciones se
están adquiriendo. En otras palabras, el inversor a largo que emplee las
técnicas de la inversión en valor puede no verse obnubilado por su
incapacidad para predecir los flujos de caja dentro de 20 años si considera
que el precio de las acciones cotiza con enormes descuentos en relación con
unos activos ya existentes que poseen una enorme calidad y que le permitirán
al equipo directivo obtener consistentemente los recursos que necesita para ir
adaptándose a las nuevas circunstancias del mercado.
Al adquirir acciones a un precio mucho menor a su valor intrínseco, los
inversores a largo se protegen frente a la incertidumbre, pues poseen un
«margen de seguridad» (un colchón de valor) con el que cubrirse ante
acontecimientos futuros no previstos y ante sus propios errores de
cálculo; margen de seguridad del que no dispone un especulador que adquiere
acciones infladas de precio por la simple expectativa de que otros
especuladores pagarán un precio aun mayor por las mismas.
De ahí que inevitablemente, y en contra de lo que creía Keynes, la
especulación pueda ser mucho más arriesgada que la inversión a largo, pues
en la primera tienden a producirse pérdidas irrecuperables de capital y en la
segunda no. Esta intuición teórica viene, además, avalada por los hechos. La
volatilidad del precio de las acciones es enorme a corto plazo, pero tiende a
reducirse a márgenes positivos en el largo plazo.
En el Gráfico 3 podemos comprobar que a lo largo de dos siglos, no ha
habido un período de 20 años en el que la bolsa estadounidense no se haya
revalorizado, en términos reales, como mínimo a una media del 1% anual, un
rendimiento superior al de la deuda pública a corto y a largo plazo. En
cambio, en un solo ejercicio las pérdidas de invertir en bolsa han llegado a
rozar el 40%.
GRÁFICO 3
RENTABILIDAD MÁXIMA Y MÍNIMA POR AÑOS DE
CONSERVACIÓN
DEL ACTIVO EN EE.UU. (1802-1997)
Fuente: Jeremy Siegel. 1998. Stocks for the Long Run. New York:
McGraw-Hill.
Y si, en contra de lo que suponía Keynes, la inversión a largo no es más
arriesgada que la especulación a corto, tampoco parece razonable suponer
que resulte más costosa, pues la especulación, consistente en realizar
numerosas operaciones de compraventa en plazos muy breves de tiempo,
tiene que hacer frente a mayores gastos, como las comisiones de corretaje o
los eventuales impuestos sobre las plusvalías percibidas. Lo cual no significa
que encarecer todavía más la especulación a corto plazo sea inocuo: Keynes
propone un impuesto sobre las transacciones bursátiles que previsiblemente
se articularía como un porcentaje sobre la transacción de compraventa de
acciones (con algunos matices, esto es lo que propone ese impuesto de
inspiración keynesiana que es la Tasa Tobin). Por reducido que fuera ese
impuesto (por ejemplo, un 1% del importe de la acción), muchas
transacciones especulativas destinadas a estabilizar los movimientos de
precios en unos márgenes bastante estrechos y, por tanto, con una
rentabilidad muy baja, dejarían de realizarse, lo que acarrearía una mayor
fluctuación en los precios de las acciones. Concretamente, la labor de
muchos market makers (los que compran cuando hay una acumulación
transitoria de órdenes de venta y los que venden cuando hay una acumulación
transitoria de órdenes de compra) y de muchos traders que emplean el
análisis técnico (que estabilizan los precios dentro de sus rangos históricos)
dejaría de ser rentable, con lo que los activos bursátiles se volverían mucho
menos negociables y, al tiempo, desaparecería uno de los mecanismos que
permite discriminar los movimientos de precios relevantes de los irrelevantes
(tal como apuntamos en el capítulo 2). Es decir, con la propuesta de Keynes,
la parte más estabilizadora de la especulación (market makers y muchos de
los traders) dejaría de operar y la parte más desestabilizadora (pánicos y
burbujas, cuyas pérdidas o ganancias esperadas son tan grandes que en
ningún caso se verían contenidos con un impuesto del 1%) seguiría
campando a sus anchas, lo que, en definitiva, haría más arriesgada la
inversión bursátil (a corto y a largo plazo) y reduciría la canalización del
ahorro a través de este mercado.
Tampoco puede sostenerse que el impulso natural a lograr beneficios a
corto plazo supone un obstáculo insalvable para invertir a largo plazo. Si el
beneficio que promete la inversión a largo en relación con el riesgo que debe
asumirse a tal plazo es lo suficientemente elevado frente al que promete la
especulación a corto, los instintos tenderán a reprimirse del mismo modo en
que muchos agentes reprimen sus ansias de consumir en el presente a cambio
de una mayor renta en el futuro.
Aduce también Keynes que el inversor a largo tiene grandes dificultades
para apalancarse, pues la depreciación de sus acciones lo obligaría a tener que
aportar mayor capital cuando el préstamo recibido esté garantizado por esa
cartera de valores. Es cierto que los bancos siempre han exigido y
previsiblemente seguirán exigiendo que las acciones garanticen en todo
momento un determinado porcentaje del préstamo, de modo que, en caso de
merma significativa en su valor, exigen mayores garantías al deudor (los
llamados margin calls). Ahora bien, Keynes no menciona —en algunos casos
porque en su época todavía no existían, en otros por desconocimiento—
algunos instrumentos y estrategias financieras que permiten a los inversores a
largo plazo apalancarse tanto o más que los especuladores a corto.
En primer lugar, unos quince años después de publicada La Teoría
General empezaron a practicarse las operaciones conocidas como «recompras
apalancadas de acciones», en las que algún inversor —generalmente el propio
equipo directivo de la empresa— se endeudaba para adquirir la totalidad o
práctica totalidad de las acciones de la compañía, garantizando esa deuda con
los activos de la firma y repagándola a través de sus beneficios futuros. Las
recompras apalancadas de acciones, aparte de generar beneficios fiscales
reduciendo la base imponible del impuesto sobre sociedades, suelen provocar
que las acciones de la empresa dejen de cotizar en los mercados y pasen a
integrar el patrimonio privado de los inversores apalancados (es lo que se
conoce como OPA de exclusión). En otras palabras, dado que las acciones
dejan de cotizar, no habrá oscilaciones en su valor ni presión sobre el deudor
para que aporte mayor capital; la operación prosperará o se frustrará al
margen de la bolsa, pasando a depender exclusivamente de los flujos de caja
que sea capaz de generar la propia empresa.
En segundo lugar, Keynes no menciona un instrumento financiero
ya existente en su época y que permite a los inversores a largo plazo
apalancarse incluso en mayor medida que a través de un préstamo bancario:
las opciones de compra de acciones. Las opciones son derechos a comprar
una acción a un determinado precio a lo largo de un período de tiempo que
puede alcanzar incluso los cinco años. El precio de estas opciones, que
depende entre otros factores del plazo y del precio de ejercicio de las mismas,
suele ser una fracción del de la acción al que dan derecho a comprar, lo que
permite, con un mismo capital, adquirir muchos más derechos que acciones.
Por ejemplo, supongamos una opción a dos años que permite comprar a 6 um
una acción que hoy cotiza a 5 um y que esperamos que suba a 8 um. El precio
de mercado de esa opción es de 0,5 um. Eso significa que con un capital de
10.000 um podríamos adquirir o 2.000 acciones o 20.000 opciones, de modo
que, si se cumplen nuestras expectativas, lograríamos o un beneficio de 6.000
um —si hemos comprado las acciones— o de 30.000 um —si hemos
comprado las opciones—. Dicho de otra manera, adquirir las opciones sería
equivalente a pedir un préstamo de 50.000 um a dos años con el que comprar
las acciones, con la diferencia de que las eventuales depreciaciones que
experimente la acción no nos obligarían a aportar más capital como garantía
(y de que no pagaríamos intereses).
Por último, tampoco tiene demasiado sentido la afirmación de que la
opinión pública ve con mejores ojos la especulación a corto plazo que la
inversión a largo, sobre todo en una época en la que no es infrecuente la
demonización del especulador. En realidad, y en todo caso, el público
lego tenderá a valorar más positivamente la especulación a corto plazo
exitosa que la inversión a largo plazo transitoriamente fracasada, aunque
estos efectos se difuminarán en el historial de éxitos (el llamado track record)
de ese inversor: en general, no cabe esperar que el público observe con
desconfianza al inversor a largo plazo que acredita un historial de éxitos
muy importante, pues será vox populi que la depreciación coyuntural de su
cartera de valores muy probablemente revertirá en poco tiempo; tan ha sido
así que prácticamente todos los inversores afamados posteriores a Keynes
han sido inversores a largo plazo (Warren Buffett, Benjamin Graham, Peter
Lynch, Philip Fisher, John Templeton, Carl Icahn, Seth Klarman, Bruce
Berkowitz, John Neff, etc.). Y, en todo caso, aunque el público vituperara
siempre a los inversores a largo, las críticas no tienen por qué hacer mella en
el inversor individual convencido de la calidad de las acciones que
haadquirido —del negocio subyacente a ellas—, pues, de hecho, las más de
las veces sus opiniones irán en contra del sentir mayoritario de los agentes,
motivo por el cual a una parte de esos inversores se les
conoce como contrarian investors (sólo yendo en contra de la manada se
puede comprar barato cuando todos venden y vender caro cuando todos
compran).
Ninguno de los motivos que aduce Keynes, por consiguiente, parece
sugerir ni mucho menos la necesidad de que la especulación a corto plazo
predomine sobre la inversión a largo plazo y que, por ello, el estado de
confianza y la eficiencia marginal del capital sean muy volátiles. Pero,
además, hay un motivo aún más importante para suponer que a medio y largo
plazo la especulación resulta irrelevante a la hora de determinar las
cotizaciones bursátiles: la influencia de las decisiones del especulador no
es ni mucho menos la misma que la del inversor a largo plazo.
El especulador compra y vende acciones con una enorme rotación en su
cartera. Sus posiciones van cambiando constantemente según el precio se
acerca a corto plazo a sus previsiones o se aleja mucho de ellas. Su función es
esencial en el mercado porque proporciona negociabilidad a los valores y
estabiliza sus precios dentro de los márgenes en los que históricamente se han
movido: ello permite al resto de inversores discriminar entre movimientos
relevantes e irrelevantes de precios, así como incrementar las posibilidades de
encontrar a alguien que quiera comprar o que quiera vender un determinado
paquete de acciones sin grandes sacrificios de precio. No obstante,
precisamente por esta rotación y falta de compromiso con los valores, su
influencia en la determinación de su cotización a largo plazo es casi
imperceptible.
Por el contrario, el inversor a largo plazo que considera que las acciones de
una empresa están muy baratas con respecto a su valor intrínseco a largo
plazo adquirirá un paquete de esas acciones para conservarlo durante un largo
período de tiempo o incluso, dependiendo de la cuantía del paquete, para
influir en el proceso de toma de decisiones del equipo directivo; su esperanza
es que en un plazo más o menos dilatado el precio de esas acciones suba
hasta alcanzar su valor intrínseco, ya sea porque confía en que otros
inversores llegarán a las mismas conclusiones que él o, si ha tomado el
control de la compañía, porque espera generar por sí mismo valor. El inversor
a largo retiene ese paquete de acciones fuera del mercado hasta que su precio
se vuelva el deseado o hasta que logre los suficientes flujos de caja como
para compensarle el precio pagado por su paquete accionarial. Dicho de otra
forma, si la especulación deprime absurdamente los precios de una acción por
debajo de su valor intrínseco, los inversores a largo plazo comenzarán a
adquirir acciones de esa empresa, reduciendo progresivamente el volumen de
la especulación y, más adelante, elevando el precio de la acción hasta que
alcance el valor intrínseco. Asimismo, cuando el precio de mercado de una
acción se sitúe muy por encima de su valor intrínseco, los inversores a largo
plazo tenderán a mantenerse alejados de ella o, incluso, a vender títulos de la
misma que no posean; esta última operación inversora se llama «venta corta»
y es la forma más rápida y eficaz de combatir una burbuja de precios en un
activo: como los inversores pueden vender un número ingente de las acciones
de una empresa aun cuando no las posean (es decir, las venden hoy con el
compromiso de comprarlas y entregarlas mañana, cuando se espera que su
precio haya caído), el precio de esa acción tenderá a caer, a menos que la
vorágine compradora sea tan potente que adquiera todos los títulos que se
vendan. En cierto modo, también aquí puede hablarse de un margen de
seguridad, pues cuanto más elevado sea el precio de mercado con respecto al
valor intrínseco de la acción, más inevitable va siendo a medio plazo que ese
precio pinche con intensidad.
Así, la posible irracionalidad de algunos especuladores a corto plazo —que
no analizan la calidad de la empresa subyacente, sino que sólo se mueven en
manada— tiende a contrarrestarse con la racionalización que introducen los
inversores a largo plazo, que son los que, como propietarios conscientes del
precio mínimo al que están dispuestos a vender y del precio máximo al que
están dispuestos a comprar, consolidan unos determinados márgenes de
cotización de la acción. En otras palabras, las caídas de precio causadas por
un pánico especulador (o las subidas provocadas por su exuberancia
irracional) que no estén basadas en un cambio en las perspectivas reales de
beneficio de las empresas tenderán a ser corregidas por los inversores más
largoplacistas, pues cuanto más se alejen las cotizaciones bursátiles de sus
valores intrínsecos, mayor será el «margen de seguridad» para tomar
posiciones en ellas.
Esto no significa, claro está, que desechemos la posibilidad de que se
produzca una depresión o una burbuja más o menos duradera en el precio de
las acciones, pero ello sólo será posible cuando concurran otros motivos que
o bien modifiquen el valor intrínseco de las acciones o bien contrarresten la
influencia estabilizadora de los inversores a largo; por ejemplo, una
expansión crediticia artificial que, como estudiaremos en el capítulo 6,
engendre la ilusión de una falsa prosperidad o una intervención política
generalizada que eleve enormemente la incertidumbre sobre el futuro de las
empresas. Lo que sí negamos es que pueda producirse una depresión o una
burbuja permanente de los precios por debajo o por encima de sus valores
intrínsecos e incluso una caída o alza de los precios que dé lugar por sí misma
a una disminución o aumento significativo de los valores intrínsecos.
Como hemos visto, Keynes viene a afirmar que los pinchazos bursátiles
mermarán el estado de la confianza y, con él, la eficiencia marginal del
capital; lo cual significa que pueden producirse crisis económicas derivadas
del simple pesimismo injustificado de los especuladores. Pero, como
decimos, cuanto más bajo vendan los especuladores, más presencia
adquirirán los inversores a largo plazo y, por tanto, más tenderán a
estabilizarse las cotizaciones y a revalorizarse las acciones. Merced a los
inversores a largo plazo, el mercado bursátil tenderá a ser un reflejo de la
economía real y no un elemento que determine la evolución de ésta.
En definitiva, no hay motivos para pensar ni que la eficiencia marginal del
capital será decreciente a largo plazo ni que será inestable a corto y medio
plazo. Los pánicos inversores que no estén basados en motivos reales
tenderán a autocorregirse por el simple hecho de que los beneficios latentes
serán crecientes a cambio de un esfuerzo bastante modesto: dejar de ser
pesimista y pasar a ser moderadamente optimista.
Cuestión distinta será, como más tarde analizaremos, cuando el coste de
conseguir que la eficiencia marginal esperada se vuelva positiva sea mayor al
de simplemente desearlo. Si la situación de la economía real se ha degradado
lo suficiente, el mero cambio en el estado de confianza no podrá mejorar la
situación económica por idénticos motivos a los que hemos utilizado para
descartar que pueda empeorarla. Ya dijimos en su momento que las
expectativas no sólo han de ser consistentes entre sí sino también con la
realidad económica subyacente.
III. Conclusión
El principal responsable para Keynes de que la inversión privada no alcance
niveles lo suficientemente elevados como para garantizar el pleno empleo es
la especulación. Por el lado de la eficiencia marginal del capital, la
especulación socava el estado de confianza, hundiendo la rentabilidad
esperada de las inversiones. Por el lado de los tipos de interés, la demanda
especulativa de dinero provoca que los tipos del dinero sean artificialmente
altos, volviendo submarginales multitud de alternativas de inversión.
La realidad, sin embargo, es que ni la especulación socava el estado de la
confianza ni es responsable del atesoramiento (ni éste provoca un alza
general en los tipos de interés). En todo caso, cabrá decir que la
incertidumbre en torno al futuro es lo que hunde la eficiencia marginal del
capital, lo que da paso al atesoramiento y lo que eleva los tipos de interés a
más largo plazo y relacionados con las inversiones más arriesgadas. Mas esta
incertidumbre tendrá bien poco que ver con la especulación, sobre todo
cuando adquiera un carácter prolongado.
La incertidumbre, en todo caso, vendrá causada o bien por cuestiones
institucionales (un Estado muy intervencionista, como el que deseaba
Keynes, que amenaza con una expropiación total o parcial de los patrimonios
familiares o empresariales) o por razones económicas. En este último caso, si
la economía se halla sumergida en una crisis donde los patrones de
especialización productivos de las empresas se han mostrado fallidos, pero no
están claros cuáles son los modelos de negocio que serán rentables en el
futuro, lo lógico será que, como hemos indicado, los agentes pasen a atesorar
su capital a la espera de que poco a poco se vaya clarificando la situación y
puedan volver a meter sus ahorros en inversiones a largo plazo. Hasta ese
momento, parece bastante sensato que estén dispuestos a invertir en
proyectos a corto plazo, pues son los que presentan un menor grado de
incertidumbre y de iliquidez (rápidamente recuperan el capital invertido).
Y, siendo ello así, las soluciones a esa incertidumbre que refrena la
inversión no consistirán en ninguna de las propugnadas por Keynes —que
sólo tienden a restringir el margen de actuación empresarial, a penalizar el
ahorro o a añadir nuevas distorsiones e incertidumbre sobre la estructura
productiva— sino en todo lo contrario: disponer de un marco estable y
creíble para las relaciones económicas (con el objetivo de minimizar la
incertidumbre institucional) y permitir que sean liquidados todos los errores
de inversión previos que lastran la emergencia de nuevos proyectos
empresariales y que han sido financiados con una deuda que en parte
resultará impagable (con el objetivo de minimizar la incertidumbre
económica).
En ausencia de estas incertidumbres, no habrá ningún obstáculo para la
plena ocupación de recursos (e incluso con esas incertidumbres tampoco lo
habría si los agentes aceptaran rebajar sus remuneraciones lo suficiente como
para compensar la merma en la rentabilidad esperada derivada de la
incertidumbre), pues incluso el atesoramiento de dinero genera
endógenamente la demanda de factores productivos para incrementar la
producción de dinero o de bienes de consumo altamente líquidos que puedan
monetizarse. El tipo de interés a cada plazo y riesgo, al contrario de lo que
sostiene Keynes, no es un obstáculo para la acumulación de capital, sino el
punto focal al que tenderán a converger todas las inversiones a ese plazo y
riesgo, por ser un reflejo fundamentalmente de la preferencia temporal y de la
aversión al riesgo de los agentes, esto es, del tiempo que están dispuestos a
esperar y del riesgo que están dispuestos a asumir los capitalistas hasta ver
completadas sus inversiones.
Capítulo 5
LOS EFECTOS REALES Y
NOMINALES
DE LAS VARIACIONES DE LOS
SALARIOS
Recordemos que Keynes comienza su asalto contra la economía clásica
denunciando que el equilibrio en el mercado de trabajo lo determinan
los salarios reales, cuando desgraciadamente trabajadores y empresarios
sólo son capaces de acordar el nivel de salarios nominales. Los clásicos
asumían que para rebajar los salarios reales bastaba con reducir los nominales
(si el nivel de precios se mantenía constante, ocurría el ajuste deseado), pero
para Keynes las reducciones en los salarios nominales generaban caídas
proporcionales en el nivel de precios que dejaban los salarios reales en el
mismo lugar; de hecho, incluso podía suceder que las minoraciones de los
salarios nominales engendraran caídas sobreproporcionales en los precios que
elevaran los salarios reales. Su libro V se dirige precisamente a demostrar que
sus hipótesis sobre el comportamiento de precios y salarios son correctas,
pues en las páginas anteriores el inglés asumió explícitamente que los salarios
reales se mantenían constantes. ¿Acaso no podría lograrse el equilibrio en el
sistema simplemente abandonando esa arbitraria hipótesis de que son
constantes?
Los capítulos 19 y 20 de La Teoría General se dedican a analizar lo que
podríamos llamar los efectos de tipo real de las variaciones de los salarios
nominales: cómo influyen las reducciones o los incrementos de los salarios
sobre la demanda agregada y, a través de ella, sobre la demanda efectiva y el
nivel general de empleo (esto es, básicamente por qué las reducciones de
salarios no incrementan el nivel de empleo y por qué es preferible
incrementar la cantidad de dinero para conseguirlo). El capítulo 21, por su
lado, lo destinará a refutar la teoría cuantitativa del dinero y a estudiar la
correcta relación entre las variaciones del nivel de precios y los cambios en
los salarios nominales, la renta agregada y la cantidad de dinero (esto es,
por qué los precios varían en la misma dirección que los salarios y por qué
los incrementos en la cantidad de dinero no pueden reputarse inflacionistas
antes de alcanzar el pleno empleo). Por nuestro lado, seguiremos este simple
esquema: empezaremos describiendo y criticando los razonamientos de
Keynes en torno a los efectos sobre la producción que acarrean las
variaciones de los salarios nominales y, seguidamente, haremos lo propio con
sus efectos sobre los precios.
I. Efectos sobre la producción
Para Keynes, la economía clásica fracasa por suponer que la perfecta
flexibilidad de precios, en especial de los salarios, es lo que permite el ajuste
instantáneo de todo el sistema productivo, incluyendo la consecución del
pleno empleo: si los salarios son flexibles, el pleno empleo llegará de manera
automática e inmediata; si los salarios son rígidos, se producirán desajustes
insolubles.
Por supuesto, dentro de esa amalgama de pensadores que Keynes llamaba
«la economía clásica» había numerosos economistas que sí eran conscientes
de que, sobre todo en momentos de crisis, el ajuste de salarios no tenía por
qué garantizar un inmediato pleno empleo; al contrario, lo único que la
flexibilidad salarial garantizaba era que éste llegara tan rápido como fuera
posible. Si, por ejemplo, una parte de la estructura productiva ha dejado de
satisfacer las necesidades de los consumidores, los trabajadores ocupados en
esas empresas quedarán desempleados, de modo que los empresarios deberán
invertir su tiempo y sus recursos en buscar y trazar nuevos planes de negocio
que, al comienzo y hasta que acumulen un volumen mayor de bienes de
capital, serán tan poco productivos que sólo podrán ofrecer salarios en
muchos casos demasiado bajos como para que los parados opten por
abandonar el desempleo.
En otras palabras, esas nuevas áreas de la economía ni tienen por qué
emerger de manera instantánea ni los desempleados tienen por qué estar
dispuestos a aceptar los bajos salarios que se les pueden ofrecer, persistiendo,
en consecuencia, el desempleo durante un largo período de tiempo (si bien no
se trataría de un desempleo involuntario). Pero, siendo lo anterior cierto,
también lo es que la rigidez salarial sólo servirá para retrasar y obstaculizar el
surgimiento y desarrollo de estos nuevos sectores económicos, en tanto en
cuanto si los sueldos no pueden reducirse, los trabajadores quedarán
desempleados, lo deseen o no, y las empresas que necesitarían contratarlos
para iniciar sus operaciones no podrán llegar a nacer.
El inglés, empero, tergiversa completamente lo que él llama la posición
clásica para arrimarla a su esquema teórico: según Keynes, los economistas
clásicos no estaban diciendo que para poder crear empleo era necesario que
cada trabajador no exigiera una remuneración superior a aquel valor que él
contribuye a generar (es decir, que su salario fuera igual o inferior al valor
actual de su productividad marginal), sino que la reducción de los salarios
permitiría recortar los precios de venta de las mercancías y gracias a ello
estimular la demanda agregada, la cual elevaría la demanda efectiva hasta
que, al nuevo salario rebajado, la productividad del tejido empresarial
comenzara a caer y los precios de venta comenzaran a subir, cesando
entonces las nuevas contrataciones (pp. 257-258).
Desde luego, como en casi todas las tergiversaciones de Keynes, en
ésta había su poso de verdad, pues el efecto indirecto de que un trabajador
desempleo vuelva a estar contratado (cuando ajusta el salario nominal que
demanda a su nueva productividad marginal) es que su demanda por otros
productos se incrementará y, por esta vía, la productividad marginal de los
trabajadores dedicados a fabricar esos otros bienes también lo hará. O dicho
de otra manera, la consecuencia de un ajuste de los salarios nominales a la
productividad marginal del trabajo es que el gasto agregado aumentará
(porque lo habrá hecho, a su vez, la producción agregada) y, como
consecuencia, las reducciones necesarias de salarios en otros sectores serán
menores que si los primeros obreros no hubiesen aceptado a su vez sueldos
nominales más bajos. Por ejemplo, supongamos que en la economía sólo hay
dos sectores: agricultura e industria; siendo que los agricultores compran a
los industriales y viceversa. Si la productividad marginal de ambos sectores
se desploma, ambos deberán minorar sus salarios para que se les pueda
emplear, pero si, verbigracia, los agricultores se niegan a aceptar caídas
sustanciales en sus salarios y el desempleo se generaliza en ese sector, los
industriales tendrán que padecer recortes de salarios todavía mayores, pues el
desempleo agrícola hará que su productividad sea mucho menor de lo que
habría sido con la minoración salarial en el campo. Mas fijémonos que en
tales casos el empleo total no se incrementa porque el gasto total haya
aumentado per se, sino porque los ajustes de salarios permiten que la
producción total —y por tanto el gasto total— se incremente. La demanda
adicional a los industriales equivale al incremento de la oferta de los
agricultores que ha sido posible por no haberse empeñado en cobrar salarios
más elevados de los que podían abonarse.
Keynes, sin embargo, trastoca el orden de casualidad y cree que la
reducción de salarios es necesaria para así poder minorar los precios e
incrementar la demanda agregada determinada por todo el dinero no
atesorado con motivos especulativos. De ahí que el inglés concibiera la rebaja
salarial como una política a adoptar de una vez para la totalidad de los
salarios con la finalidad de estimular la demanda agregada, en vez de
reputarla como un ajuste sectorial en el que solo algunos salarios se reducían
hasta equipararse a su productividad marginal descontada. Según la versión
clásica tergiversada por Keynes, si los salarios caían, los precios caían y por
tanto la gente podía demandar una mayor cantidad de bienes y servicios.
Sucede que en esta inadecuada descripción de la teoría clásica hay
un punto extremadamente débil: ¿acaso si los salarios se rebajan no caerá
también la demanda? Es aquí donde el inglés considera que su análisis es más
general que el de los clásicos, el cual, de acuerdo con el muñeco de paja que
ha construido, asume que la demanda agregada permanece constante una vez
los salarios caen (pp. 258-259), de modo que si la producción es la misma y
las unidades de salario son más pequeñas, necesariamente la ocupación será
mayor.
Básicamente, lo que dice Keynes es que si la renta agregada son 10.000
unidades monetarias y la unidad salario es de 2 um, la renta agregada en
unidades salarios será de 5.000. Si la unidad salario se reduce de 2 a 0,5, la
renta agregada en términos de unidades salario pasará a ser de 20.000, lo que
significa que habrá más gente ocupada según su interpretación de la
economía clásica. Pero, ¿qué sucedería si, como consecuencia de la reducción
de la unidad salario de 2 a 0,5, la renta agregada se contrajera desde las
10.000 unidades monetarias iniciales a sólo 1.000? Pues en términos de
unidades salario, la renta agregada sería tan sólo de 2.000 unidades salario,
inferior a la inicial de 5.000.
En definitiva, lo que pretendía exponer el inglés es que, si bien los
empresarios se verán impulsados a incrementar la producción al ver
reducidos sus costes salariales (vía mayor eficiencia marginal del capital), a
su vez esa reducción de costes se traducirá en unas menores ventas de sus
productos, lo cual podría llegar a erosionar las potenciales ganancias
derivadas de la rebaja. Así pues, lo que sería beneficioso desde un punto de
vista individual —que sólo un empresario vea reducidos sus salarios,
manteniéndose la demanda del resto de agentes intacta— puede volverse
perjudicial desde el punto de vista colectivo —vía menor demanda agregada
—. La llave para incrementar el empleo no yace en reducir precios, sino en
incrementar la demanda efectiva.
En este sentido, Keynes incluso se atreve a trazar una función de empleo
dependiente de la renta agregada expresada en unidades de salario. Dado que,
razona el inglés, el empleo en una industria concreta r depende de su
demanda efectiva [Nr = Fr(Dwr)], el empleo en el conjunto de industrias
dependerá de la demanda efectiva agregada [N = F(Dw)], (p. 282). Claro que
esta relación constante entre demanda efectiva y nivel general de empleo se
topa con dos problemas fundamentales: el primero es que no todas las
industrias tienen la misma capacidad para incrementar su producción cuando
ven aumentada su demanda (la elasticidad de la producción ante las
variaciones del gasto no es idéntica para todas) y el segundo es que no todas
las industrias, debido a la diversa intensidad en el uso de su equipo de capital,
necesitan emplear a la misma cantidad de trabajadores para incrementar su
producción (la elasticidad del empleo con respecto a las variaciones de la
producción no es idéntica para todas).
Ante estas críticas, Keynes admite que la relación constante entre
la demanda efectiva y el nivel de empleo es una enorme simplificación de
la realidad:
El supuesto mantenido hasta ahora y según el cual los cambios en el
empleo dependen solamente de las variaciones en la demanda efectiva (en
términos de unidades de salario) sólo es aceptable como una primera
aproximación al tema y si admitimos, a la vez, que sólo hay una forma de
distribuir el gasto procedente de un incremento de la renta, puesto que la
forma de la distribución tendrá una influencia considerable en el volumen
de empleo resultante (…) Hay productos donde no es posible incrementar
con rapidez la oferta pues lleva tiempo el producirlos y si la demanda se
orienta, repentinamente, hacia ellos, estos sectores exhibirán una baja
elasticidad del empleo (pp. 286-287).
Es decir, no es sólo el volumen de gasto agregado lo que determina el
empleo en las distintas industrias, sino la distribución de ese gasto, que
obviamente variará con el paso del tiempo y con el cambio en los niveles de
renta. Así, Keynes distingue dos determinantes del grado de repercusión
laboral del incremento del gasto:
Fuente: www.measuringworth.com
Como ya hemos indicado, la obsesión del inglés con la generación de
empleo llega a tal punto que, aunque reconoce las limitaciones de crear
empleo a partir de una estructura productiva que no se adapta a los patrones
de gasto de los consumidores, su principal preocupación pasa por impulsar la
demanda y no por reajustar la oferta. Pero, ¿cómo generar empleo
impulsando una demanda con una baja elasticidad producción-gasto y
empleo-gasto (esto es, una demanda que no puede ser satisfecha merced al
aparato productivo actual)? De ninguna manera: antes de que vuelva a
incrementarse la producción y de que los empresarios puedan volver a ofrecer
salarios que compensen la desutilidad de trabajar de muchas personas, será
necesario pasar por un lento proceso de recomposición de la estructura
productiva, de tal modo que ésta se adapte a las necesidades de los
consumidores e inversores. Y ahí precisamente se encuentra una de las
trampas o confusiones que intenta tendernos Keynes: en esos casos en los que
el desempleo se deba a una caída más o menos generalizada de la
productividad marginal de la economía (debido a la necesidad de un lento
reajuste entre los deseos de los consumidores y el equipo de los capitalistas),
será inevitable que, tras la rebaja salarial y la progresiva reocupación de los
parados, la renta agregada disminuya. Claro que esa caída de la renta
agregada se deberá no, como dice Keynes, a la menor demanda agregada,
sino a la inferior capacidad de la estructura productiva para fabricar los
bienes y servicios concretos que desean los consumidores y que se mantendrá
hasta que el reajuste se haya completado (por supuesto, como la oferta
agregada será menor, también lo será la demanda, pero la dirección de la
causalidad es la inversa a la sugerida por Keynes).
Más allá de estos errores centrales dentro la teoría del mercado laboral de
Keynes, podemos mencionar otras fallas en el desarrollo de su
argumentación. Primero, aun suponiendo que sea cierto que los menores
salarios reducen la propensión a consumir —lo cual dista de ser una regla
inexorable, pues conforme se extiende el capitalismo cada vez es más
habitual que los mismos trabajadores sean a su vez propietarios de empresas,
de forma que verían, a través de la rebaja salarial, compensadas sus rentas vía
dividendos, estabilizando asimismo la propensión a consumir—, los mayores
beneficios empresariales incrementarían el gasto en inversión o el
atesoramiento, lo cual, como decimos, se transformaría en mayor demanda de
bienes de capital o de saldos líquidos (con la consecuente recolocación de los
trabajadores hacia inversiones más seguras y cercanas en el tiempo). Sin
embargo, incluso dentro del paradigma de pensamiento keynesiano, lo
razonable sería suponer que el consumo agregado aumenta gracias a la rebaja
salarial: recordemos que uno de los factores objetivos que determina la
propensión a consumir es la riqueza de los agentes y esa riqueza, en términos
reales, se incrementará si caen los precios como consecuencia de los menores
salarios (Efecto Pigou). Si, en cambio, los salarios no se reducen y tampoco
lo hacen los precios de numerosos bienes y servicios, muy probablemente se
generará la expectativa de que en el futuro, cuando la tozudez de los salarios
rígidos llegue a su fin, los precios futuros serán menores, lo que provocaría
un retraimiento del consumo presente.
Y ello por no hablar de que, en la mayoría de las ocasiones, la rebaja
salarial no consistirá en una redistribución de la renta desde los trabajadores a
los capitalistas, sino en una redistribución de las pérdidas. Es decir, si
la reducción de salarios se debe a una caída de los ingresos empresariales —
caída que puede no ser sólo sectorial, sino global, por el hundimiento de la
demanda basada en un crédito que ha colapsado— necesariamente el gasto de
esa economía deberá reducirse: no será la caída de los salarios la que dé lugar
a una caída de los ingresos (y de los precios) sino al revés. Porponer un
ejemplo que se entenderá perfectamente: supongamos que estamos ante una
economía agraria que opera de manera cooperativa —los trabajadores son los
capitalistas— y que, más allá de la reposición del capital, se consume el
100% de la renta. Si esa economía se enfrenta a una época de malas cosechas,
los salarios/dividendos de los miembros de la cooperativa deberán reducirse
por fuerza y también lo hará su consumo. Simplemente, de donde no hay no
se puede sacar: la renta caerá no porque los agentes quieran consumir menos,
sino porque no pueden producir más. Exactamente lo mismo que sucede
cuando una estructura productiva se halla distorsionada y hay que modificarla
creando nuevos bienes de capital y redirigiendo los factores productivos
existentes de un sitio a otro.
Segundo, la hipótesis de que las expectativas bajistas sobre los salarios
acarrean caídas en la eficiencia marginal del capital que paralizan el gasto en
inversión por parte de los empresarios debe descartarse por entero. Para
empezar, mientras un empresario no invierte, está renunciando a la
rentabilidad de esa inversión, de modo que si todos los empresarios
paralizaran sus inversiones mientras previeran ulteriores reducciones
salariales, aquel empresario que fuera un tanto más osado que el resto e
invirtiera en el presente se quedaría con todo el mercado y con todos
los beneficios. Por consiguiente, no cabe esperar que todos los empresarios
dejen de invertir por unas simples expectativas bajistas sobre los salarios.
Pero hay tres motivos más fundamentales por el que no cabe sostener que
las expectativas de rebajas salariales paralicen la inversión. Uno, que
mientras los salarios no caigan, la expectativa de que tienen que descender
para ajustarse a la realidad seguirá latente, por lo que unos salarios
mantenidos rígida y artificialmente altos no estimularán la inversión sino que,
siguiendo la lógica keynesiana, la paralizarán. Dos, es perfectamente factible
incluir en los contratos laborales cláusulas de indexación (al alza o a la baja)
en los salarios, de modo que si los salarios futuros de la competencia se
reducen o aumentan, los de la propia compañía pasen a hacer lo propio. Tres,
aun cuando lo anterior no fuera posible (por ejemplo, los bienes de capital
presentes fabricados por trabajadores con altos salarios serán en cualquier
caso más costosos que los bienes de capital futuros fabricados por
trabajadores con sueldos más bajos, lo que podría llevar a que los
empresarios se abstuvieran de adquirirlos hoy si saben que más adelante los
encontrarán más asequibles), la progresiva rebaja de los salarios para ir
acercándolos a su productividad marginal no paralizará la inversión, sino que
modificará su composición. Grosso modo, podemos generalizar diciendo que
en el mercado existen dos tipos de empresas extremas: las primeras son
aquellas que tienen un margen de beneficios (precio unitario menos coste de
producción unitario) muy estrecho pero, a cambio, su velocidad de rotación
del capital (la relación entre las ventas y el capital invertido) es muy elevada;
las segundas son aquellas que tienen un margen de beneficios muy amplio y,
a cambio, tienen una velocidad de rotación del capital muy baja. Un ejemplo
de las primeras podrían ser los supermercados, cuyos márgenes por unidad
vendida son muy reducidos pero venden una enorme cantidad de mercancías
cada año, y un ejemplo de las segundas podrían ser las aeronáuticas, cuyos
márgenes por unidad vendida son muy elevados pero venden una
pequeña cantidad de mercancías al año. Las situaciones en las que el margen
de beneficios y la velocidad de rotación son a la vez muy elevados tenderán a
desaparecer en el mercado, pues esas compañías disfrutarán de una altísima
rentabilidad sobre el capital invertido que atraerá a la competencia
(reduciendo el margen por unidad vendida a menos que las compañías
decidan inmovilizar una gran cantidad de capital en reducir los costes o en
mejorar la calidad del producto, lo que reducirá su rotación). Por ejemplo,
supongamos estas tres empresas:
Como vemos, con la misma inversión inicial en activos (10.000 um), estos
muy distintos tres modelos de negocio obtienen la misma rentabilidad del
6%. La diferencia está en que la empresa A tiene que reinvertir todo su
capital seis veces a lo largo del año (para vender 60.000 um ha de realizar la
inversión inicial de 10.000 um seis veces), mientras que la empresa C lo
reinvierte una vez cada diez años. En otras palabras, la empresa A cuenta a lo
largo del año con seis oportunidades para modificar la dirección de sus
inversiones: en lugar de inmovilizar su capital a lo largo de diez años (como
hace la C), lo inmoviliza sólo durante dos meses. ¿Qué sucederá con las tres
empresas anteriores si las tres ven ampliarse su margen de beneficios en tres
puntos porcentuales como consecuencia de una rebaja salarial?
En tal caso, sólo debería haber dos soluciones para la compañía D: o los
trabajadores aceptan rebajar sus salarios de 11 a 10 (de modo que el
capitalista en D tenga incentivos a ahorrar y a invertir su capital a una
rentabilidad similar a la del resto del sector) o la producción en esa rama de la
industria no se inicia (porque la utilidad de su producción es inferior a la
desutilidad de trabajar de los trabajadores). La rebaja salarial, por tanto, es un
mero requisito para rentabilizar una línea de producción: en caso de que los
trabajadores valoraren su tiempo libre más de que lo que se les puede pagar
por trabajar en D, todos saldrán beneficiados si la compañía D no llega a
operar.
Observemos ahora la solución que plantea Keynes. Supongamos que la
cantidad de dinero se incrementa súbitamente en la economía y que,
conforme se va gastando, influye sobre los precios del siguiente modo: los
precios A aumentan un 20%, los de B un 15%, los de C un 10% y los de D un
5%. En tal caso, si los salarios nominales no aumentan, la rentabilidad que
obtendrán los capitalistas se incrementará muy notablemente, pero lo hará
especialmente en la industria en la que primero se ha gastado el nuevo dinero:
A.
III. Conclusión
Con su teoría de los precios y los salarios, Keynes pretendió ligar el nivel
general de precios con la renta agregada. En las situaciones de equilibrio con
desempleo involuntario —las que, según el inglés, quedaron fuera del estudio
de los economistas clásicos—, los incrementos en la cantidad de dinero no
generarían inflación, sino aumentos de la producción, y las reducciones de
costes no darían lugar a una mayor ocupación sino a caídas de la demanda
agregada y de los precios (deflación) que dejarían los salarios reales
inalterados o incluso los incrementarían.
Gracias a este simple y falaz análisis, el inglés consiguió anular el principal
mecanismo de ajuste que existe en las economías capitalistas para coordinar
de manera consistente los planes de todos los individuos. Si las caídas de
precios y costes son esencialmente descoordinadoras y las subidas, al menos
hasta llegar al pleno empleo, sólo se traducen en más actividad, entonces la
carta que debe jugar el Estado es evidente: la carta inflacionista.
Por nuestra parte hemos intentado demostrar que la flexibilidad de los
precios y costes particulares permite emplear a todos los factores productivos
que sean capaces de crear más riqueza de la que demandan en forma de
remuneración. Es esa flexibilidad la que permite maximizar la oferta
agregada de bienes y servicios y con ella la demanda agregada. No es ésta,
pues, la que determina el nivel agregado de precios, sino que es la correcta
proporción entre los distintos precios y costes particulares (el que sean
precios y costes «de equilibrio») lo que determina las distintas ofertas
particulares de cuya agregación surge la oferta agregada que, como sabemos,
es igual a la demanda agregada. Precisamente por ello, el inflacionismo no
puede ser la respuesta a desajustes en los precios relativos: un alza arbitraria,
general e indiscriminada de precios y costes no puede solventar los
desequilibrios relativos entre precios particulares.
Capítulo 6
EL CICLO ECONÓMICO
COMO UNA REGULARIDAD
MANIACODEPRESIVA
Aunque sean muchos los que relacionen La Teoría General de Keynes con
un recetario de política económica para combatir las crisis y las depresiones,
lo cierto es que la práctica totalidad de la obra va destinada a reflexionar
sobre cómo mantener en el largo plazo el pleno empleo de los recursos dentro
de una sociedad capitalista crecientemente dependiente del gasto en inversión
privada. En esta rúbrica ya hemos comprobado que la opinión de Keynes es
muy pesimista: sólo a través de un notable incremento del peso del Estado, de
una cuantiosa inflación crediticia que mantenga los tipos de interés lo más
bajos posibles, de una redistribución de la renta que incremente la propensión
marginal a consumir, de restricciones severas al acceso a los mercados de
capitales y de una total rigidez de los salarios a la baja que evite el riesgo de
que se generen expectativas de abaratamiento adicional de los salarios, las
sociedades capitalistas tendrían la opción de alcanzar un nivel de demanda
agregada lo suficientemente elevado como para disfrutar del pleno empleo.
En la última parte de La Teoría General, Keynes aprovecha para efectuar
ciertos comentarios auxiliares que se derivan de las conclusiones
que previamente ha alcanzado al reflexionar sobre el crecimiento económico
a largo plazo. Se trata de un grupo de reflexiones heterogéneas que el inglés
agrupa en el Libro VI, titulado Notas breves suscitadas por La Teoría
General, que contiene los tres capítulos finales. El primero de ellos, el 22,
está dedicado a las causas y a los remedios para las fluctuaciones cíclicas de
auge y depresión que a corto y medio plazo han venido caracterizando al
capitalismo en los últimos 200 años.
Keynes comienza matizando que no existe una única causa que explique
las crisis económicas: cualquier fluctuación del gasto en inversión que no se
vea compensada por el consumo generará caídas de la renta agregada y del
nivel de empleo (p. 314). Mas, en su opinión, la mayor parte de los auges y
las depresiones se deben a las fluctuaciones súbitas de la eficiencia marginal
del capital (p. 313).
Las razones por las que la eficiencia marginal del capital tiene una
naturaleza bastante inestable ya han sido expuestas por Keynes en su capítulo
12 (y nosotros las hemos criticado en nuestro capítulo 4): a saber, la
incertidumbre que rodea a la actual organización económica, donde las
expectativas de los flujos de caja futuros de los proyectos empresariales son
determinadas mayoritariamente por «unos compradores que en su mayoría
ignoran lo que compran y por unos especuladores que están más interesados
en predecir cuál será el próximo desplazamiento de la opinión en el mercado
que en hacer estimaciones razonables de la rentabilidad futura de los bienes
de capital» (p. 316). Esta enorme incertidumbre a la que se enfrentan los
operadores de mercado y el consecuente precario estado de la confianza en
sus expectativas provoca que durante un tiempo prevalezca un optimismo
sobre la eficiencia marginal del capital que lleve a los empresarios a acometer
numerosas inversiones que eleven la demanda agregada; sin embargo, pasado
un tiempo, la acumulación debienes de capital en masa hundirá la eficiencia
marginal por debajo de lo que inicialmente se había previsto (recordemos que
para Keynes la eficiencia marginal depende de la escasez de bienes de capital
y, por tanto, decrece con su aumento), lo que hará decaer el estado de la
confianza y extender un clima de pesimismo que ocasionará una mayor caída
de la eficiencia marginal del capital, el aumento del tipo de interés por la
mayor demanda de dinero asociada a la creciente incertidumbre futura y, en
última instancia, el hundimiento de la demanda agregada (p. 316).
Para Keynes, por consiguiente, durante las crisis y depresiones la
expectativa de eficiencia marginal del capital se hundirá y los tipos de interés
subirán, pero lo esencial es lo primero: el colapso de la rentabilidad esperada.
Si éste es muy abrupto, la influencia de la subida del tipo de interés será casi
irrelevante, pues aunque descendieran al 0%, el gasto en inversión no
reflotaría (pp. 316-317). Es la libertad de formación de expectativas, y el
hecho de que suelan degenerar en comportamientos de manada, lo que genera
inestabilidad en una economía de mercado: «Lo que hace al capitalismo
individualista tan poco susceptible de ser controlado es la dificultad de
recuperar un cierto grado de confianza en la marcha de los negocios» (p.
317). En definitiva, para Keynes los ciclos económicos son, como regla
general, profecías autocumplidas: si todos creemos que el futuro será peor,
efectivamente será peor, sobre todo si previamente todos hemos creído que
sería mucho mejor de lo que iba a ser olvidándonos de la caída de la
eficiencia marginal del capital que siempre va asociada a la sobreinversión
masificada en bienes de capital.
Con todo, el inglés también observa razones para que, finalmente, las
economías terminen superando la depresión por sus propios medios. Desde
luego, no se trata de la opción preferida por Keynes, pero hay que dejar
constancia de que en su análisis, y gracias al elemento estabilizador de su Ley
Psicológica Fundamental, las recesiones tienden a autocorregirse,
especialmente después de que desaparezcan los excesos inversores de la etapa
del auge. Y es que, aun cuando el estado de la confianza de la sociedad pueda
no remontar, conforme se destruyan bienes de capital fijo y circulante (es
decir, conforme se deprecien los bienes de equipo y se liquiden los
inventarios), los bienes capital que se había vuelto superabundantes con
respecto a la propensión a invertir de unos agentes pesimistas irán
volviéndose progresivamente más escasos, haciendo que su rentabilidad
repunte aun entre los menos optimistas (pp. 317-318).
Como política económica dirigida a minimizar la gestación de depresiones,
Keynes propone hiperregular los mercados de capitales para que los agentes
no puedan expresar sus expectativas sobre el futuro y, por tanto, carezcan de
total autonomía para determinar el volumen de inversión deseado: «El control
y dirección del volumen de inversión de una comunidad no puede dejarse con
garantías de seguridad en manos de la iniciativa privada» (p. 320). Como
políticas destinadas a impulsar la recuperación, propone tres: elevar el
consumo, mantener tan bajos como sea posible los tipos de interés y destruir
los inventarios de las empresas.
En cuanto a lo primero, frecuentemente se ha calificado la teoría de los
ciclos de Keynes como una teoría subconsumista. La caracterización no es
del todo correcta, pues lo que desata para el inglés las crisis no es la caída del
consumo, sino de la inversión, y la manera mediante la que a él mismo le
gustaría impulsar la recuperación sería, no mediante más consumo, sino
mediante el restablecimiento de la inversión… al menos mientras el capital
siga siendo escaso (p. 325). No obstante, nuestro autor se encarga
rápidamente de mostrar las conexiones de sus teorías con el movimiento
subconsumista:
En las condiciones existentes —al menos en las que han prevalecido hasta
el momento— donde el volumen de inversión ni está controlado ni
planificado sino sometido a los vaivenes de una eficiencia marginal del
capital, determinada en base a las acciones de personas ignorantes o de
jugadores, donde el tipo de interés a largo plazo rara vez cae por debajo de
un nivel establecido por convención, estas escuelas de pensamiento, en lo
que sirven de pauta para orientar la política económica, están sin duda en
lo cierto. En estas condiciones, cuando es imposible aumentar la inversión,
no hay otra forma de conseguir un nivel de empleo satisfactorio que
incrementar el consumo (pp. 324-325).
En cuanto a la segunda y tercera propuestas —mantener los tipos de interés
bajos y destruir los inventarios empresariales—, conviene hacer un excurso
histórico para volver entendibles la postura y los razonamientos del inglés.
Cuando Keynes publicó La Teoría General en 1936, la otra gran teoría
económica que pretendía explicar los ciclos económicos era la de la Escuela
Austriaca, pergeñada especialmente por Ludwig von Mises y Friedrich
Hayek. Esta teoría, que en esencia es correcta y proporciona una fidedigna
explicación de las crisis, sostiene que los ciclos económicos se deben al
desproporcionado crecimiento del crédito por encima del ahorro real de los
agentes económicos; o sea, a la extraordinaria monetización de bienes
futuros.
Los bancos privados, generalmente espoleados o asistidos por las políticas
inflacionistas de los bancos centrales que el propio Keynes defendía, captan
ahorro a muy corto plazo o incluso lo monetizan directamente creando
nuevos medios de pago —gracias a lo cual tienen que abonar tipos de interés
muy bajos o nulos— y luego lo destinan a efectuar inversiones a muy largo
plazo —por las que perciben tipos de interés muy altos—. Esta operación de
arbitraje entre los tipos de interés a corto y los tipos de interés a largo tiende a
reducir sustancialmente el nivel de estos últimos, lo que favorece que familias
y empresas busquen endeudarse de manera masiva para adquirir bienes de
consumo duraderos y bienes de capital que no les habrían sido rentables
adquirir en caso de que los tipos de interés no se hubieran visto manipulados
a la baja por el arbitraje efectuado por los bancos. Este auge del crédito
barato tiende a su vez a realimentarse, pues las mayores rentas
proporcionadas por la mayor abundancia de crédito elevan artificialmente la
rentabilidad de numerosas empresas, las cuales tratarán de aumentar su
capacidad productiva recurriendo al endeudamiento.
La economía, en definitiva, tiende a sobreendeudarse para sobreinvertir en
bienes de capital y bienes de consumo duradero que, aunque proporcionen
una enorme cantidad de bienes de consumo futuros, cada vez los producen de
manera más tardía: esto vendría a coincidir con la etapa de auge artificial en
la que consumo, inversión, empleo y producción se disparan. Pero fijémonos
en que durante esta etapa de auge artificial va gestándose un desajuste
temporal entre el momento en el que los ahorradores quieren disponer de los
bienes de consumo y el momento en el que la estructura productiva resultante
de la expansión artificial del crédito puede proporcionárselos. Es decir, dado
que los tipos de interés —que expresan la rentabilidad mínima por unidad de
tiempo que deben proporcionar las inversiones para que a los capitalistas les
compense seguir esperando hasta que maduren los proyectos— se han
deprimido artificialmente —los capitalistas no estaban dispuestos a esperar
tanto tiempo como indican los falseados tipos de interés—, se producirá una
descoordinación entre ahorradores e inversores que llevará a estos últimos a
ajustar sus planes de negocio a un contexto en el que la disponibilidad de
crédito (de ahorro) es mucho mayor que la real. Mientras la expansión
crediticia no cese, llegará un momento en que la rentabilidad de las industrias
más cercanas al consumo comenzará a crecer más rápido que la de las más
alejadas (pues el gasto inicial en estas industrias se destinará de manera
multiplicada a las de bienes de consumo, incrementando la rentabilidad
de éstas más que las alejadas del mismo), lo que hará que la inversión en
ellas cada vez resulte menos atractiva y que sean incapaces de dar salida a
toda su producción. En esos momentos, la expansión crediticia no sólo
cesará, sino que empezará a contraerse: los medios de pago engendrados a
través de la monetización de la producción futura de unas industrias en
declive irán desapareciendo (impagos de deuda), lo que forzará a un reajuste
de los patrones de gasto y de producción.
El reajuste de los patrones de gasto será imprescindible por cuanto ya
explicamos cuando expusimos la Ley de Say: que la demanda presente de
bienes y servicios puede hundirse como consecuencia de la desaparición
súbita de la oferta esperada de bienes futuros. Al fin y al cabo, la demanda de
bienes presentes puede financiarse o con otra producción presente que ya ha
sido vendida por el comprador o con producción futura que ese comprador
espera vender. En el primer caso hablaremos de pagos al contado (la persona
ya ha aportado valor al mercado como productor y procede a cobrárselo
adquiriendo algún bien presente) y, en el segundo, de pagos diferidos o, más
sencillamente, de deuda (la persona quiere adquirir bienes antes de haber
producido y vendido otras mercancías de igual valor monetario en el
mercado, dejando por tanto sus compras pendientes de pago). Ambas
alternativas son legítimas siempre que el comprador que recurre a la deuda
encuentre a un ahorrador dispuesto a financiarle la operación: esto es,
siempre que encuentre a una persona que esté dispuesta a abstenerse de
consumir hasta el momento futuro en el que el comprador endeudado
fabrique los bienes con cuya venta espera amortizar la deuda asumida.
Sin embargo, acabamos de ver que determinadas organizaciones del
sistema bancario promueven una expansión del crédito muy por encima del
volumen de ahorro existente a ese mismo plazo, lo que en última instancia
significa que los consumidores son capaces de diferir el pago de las
mercancías que adquieren mucho más allá del momento hasta el que los
vendedores de esas mercancías están dispuestos a esperar para cobrar (en
bienes y servicios, no en dinero). Como, por consiguiente, los compradores-
deudores no tendrán tanto tiempo como se habían programado inicialmente
para fabricar los bienes que desean los vendedores-acreedores, la producción
futura con la que se esperaba sufragar la demanda presente basada en deuda
deberá interrumpirse y no llegará a existir; sobre todo si, además, esa
producción futura proyectada no poseía una auténtica demanda final, sino que
su enajenación dependía, a su vez, de que los agentes se continuaran
endeudando insosteniblemente (es lo que sucede durante las burbujas de
activos, por ejemplo). En ese momento, comenzarán a desatarse los impagos
de deuda entre los deudores, lo que, a su vez, restringirá enormemente el
gasto presente de los agentes económicos basado en la asunción de nuevas
obligaciones financieras.
O dicho de otro modo, los patrones de gasto de los agentes no sólo tendrán
que cambiar sino que también tendrán que contraerse por el simple hecho de
que no podrán seguir pagando, como hasta la fecha, tanta producción
presente con cargo a una irreal expectativa de producción futura. Éste será,
justamente, el hundimiento del gasto que Keynes considera el origen de las
crisis y que atribuye a un aumento del atesoramiento: en realidad, sin
embargo, la restricción del gasto a la que casi siempre se enfrentarán las
economías capitalistas no vendrá causado por un aumento de la demanda de
dinero, sino por una destrucción de los medios de pago basados en una
ilusoria producción futura (es decir, por los impagos de deuda).
Semejante cascada de impagos tendrá dos efectos directos sobre la
estructura productiva: por un lado, los compradores-deudores que no puedan
hacer frente a sus pasivos deberán reorientar su modelo de producción de
bienes futuros para tratar de evitar al máximo los impagos de deuda
(liquidando activos, paralizando inversiones, ampliando capital, enfocando su
modelo de negocio, etc.); por otro, los vendedores-acreedores cuyas ventas de
bienes presentes dependieran en gran medida de ese crédito barato (o de las
rentas engendradas por ese crédito barato) verán cómo se hunde su demanda
y también tendrán que adaptarse a las nuevas circunstancias (despidiendo a
factores productivos, liquidando activos, reorientando su producción, etc.).
En definitiva, modificados inexorablemente los patrones de gasto, la
estructura productiva tendrá que recomponerse: los deudores deberán
modificar y adelantar muchos de los bienes futuros que pensaban fabricar de
manera demasiado tardía; y los acreedores deberán dejar de financiar su
producción presente en una producción futura distinta (en plazo y
composición) de la que ellos mismos, en realidad, desean (algo de lo que,
debido a la manipulación crediticia de los bancos, no son conscientes).
En tal caso, es evidente que, como luego repetiremos, las recetas
keynesianas de incrementar la presión sobre los deudores para que fabriquen
muchos más bienes de consumo de los que a corto plazo son capaces, destruir
los inventarios de bienes presentes o estimular la nueva acumulación de
deudas impagables (seguir prometiendo entregar unas mercancías futuras
que, con la configuración actual de la estructura productiva, no pueden
fabricarse) no contribuyen a solucionar los desajustes de fondo. Para salir de
inmediato de las crisis sería necesario modificar ipso facto los patrones de
producción de la economía para que los deudores produjeran los bienes que
desean sus acreedores y en el momento en el que los desean, y para que los
acreedores dejen de acaparar una gran cantidad de factores productivos fijos
o circulantes cuyo único propósito es el de mantener inflada la venta (y
consecuente producción) de mercancías a un plazo mucho mayor del que
ellos mismos están dispuestos a esperar.
El problema para lograr esta mutación repentina de la economía es que la
destrucción de los nuevos métodos de producción y la creación de otros
nuevos que los remplacen no son ni procesos inmediatos ni procesos que
suelan darse simultáneamente, por distintos motivos: a) dado que los bienes
de capital y de consumo duradero que se construyeron durante la etapa del
auge artificial no pueden reutilizarse en cualquier otro proyecto (las
cementeras, por ejemplo, no sirven para producir naranjas), sus precios (y los
del resto de factores productivos) deberán corregirse a la baja para que
puedan ser empleados de manera rentable en planes empresariales
alternativos donde son mucho menos productivos, y ese imprescindible ajuste
de precios generalmente no será instantáneo; b) para implementar nuevos
planes empresariales es necesario que exista un abundante volumen de ahorro
que aligere la presión de fabricar bienes de consumo, proporcione el capital
necesario para que se constituyan las nuevas empresas o se transformen las
existentes y permita amortizar parte del excesivo endeudamiento en
deficientes planes de negocio; y c) los empresarios deben descubrir los
nuevos nichos de mercado en los que invertir a partir de los nuevos precios
de mercado y de las nuevas disponibilidades de ahorro: irán configurando (y
reconfigurando) poco a poco sus planes empresariales, por lo cual, durante un
tiempo y hasta que se haya despejado la insuperable incertidumbre inicial y
las dudas propias de una crisis, permanecerán a la espera, tejiendo nuevos
planes potenciales pero sin llegar a implementarlos.
Es por eso que esta etapa de reconversión, donde muere lo viejo sin llegar a
nacer (con igual fuerza) lo nuevo, coincide con la etapa de crisis, que Keynes
incorrectamente atribuye a una contracción súbita e innecesaria del gasto en
inversión: el inglés no entiende que la caída de la inversión es sólo la
consecuencia de las malas inversiones previas a la crisis (su error viene de
que, como ya expusimos en el capítulo 2, contablemente no observa ningún
problema en el descalce de plazos entre el activo y el pasivo de los agentes,
esto es, en la calidad del crédito creado previamente), que hacían inexorable
un reajuste de los patrones de especialización de la economía, para lo cual,
como es obvio, hay que suspender la reinversión en las industrias que han
dejado de ser rentables cuando la acumulación de desequilibrios dentro de la
economía se ha vuelto insostenible; todo lo cual provoca una contracción de
los medios de pago basados en el crédito que vuelve imprescindible un
reajuste del aparato productivo.
En definitiva, para la Escuela Austriaca la salida de la crisis no comienza
con cualquier recuperación del gasto en inversión, sino por una recuperación
del gasto en inversión que sea consecuencia de la imprescindible corrección
de los desajustes previos. Aumentar el gasto en cualesquiera otros proyectos
empresariales, con independencia de su rentabilidad y utilidad para los
consumidores finales, o impedir que los distintos precios y costes se reajusten
a la nueva realidad, sólo dilapidaría recursos y agravaría la crisis. De ahí que,
lejos de lo que receta Keynes, el enfoque de la política económica ante las
recesiones deba ser el de flexibilizar los mercados (para favorecer la
recolocación de factores y el reajuste de precios relativos) y la reducción del
gasto público y de los impuestos (con tal de liberar recursos reales y
financieros para que el sector privado acelere su reestructuración).
Así, desde esta perspectiva no tiene ningún sentido destruir los inventarios
de las empresas como proponía Keynes con el objetivo de que la nueva
demanda de inversión que fuera surgiendo al inicio de la recuperación no
fuera absorbida por esos inventarios ya fabricados (y que, por tanto, no
contribuyen a la creación de nuevo empleo). Según la Escuela Austriaca, lo
que habrá que hacer con las malas inversiones que no pudieron enajenarse a
los precios esperados no es destrozarlas, sino tratar de darles el nuevo uso
que en esos momentos resulte más valioso. Esto último significará,
ciertamente, que, dado los fines pocos valiosos que contribuyen a satisfacer,
su precio tendrá que reducirse de manera muy intensa para que a los
inversores o a los consumidores les salga a cuenta adquirirlos, pero, aun así,
ese uso poco valioso es preferible a no darles ninguno. Pensemos que las
empresas que invirtieron erróneamente en ese capital circulante sufrirán un
menor quebranto financiero si venden esos bienes a un precio bajo que si no
consiguen remuneración alguna por ellos. Además, recordemos que uno de
los elementos indispensables para salir de la crisis será el aumento del ahorro
y esos stocks de bienes de consumo y de capital constituyen, en mayor o
menor medida —según sean más o menos útiles—, ahorro real: bienes de
capital complementarios que pueden ser adquiridos por los capitalistas para
acometer sus nuevas inversiones o bienes de consumo que pueden ser
comprados por los factores productivos que sean contratados en las nuevas
líneas de producción. Más ahorro, por escaso que sea, siempre será preferible
a menos ahorro, especialmente durante una crisis, pues, al contrario de lo que
dice Keynes, los stocks de bienes no absorberán la demanda de inversión
durante la recuperación, sino que esas existencias, rebajadas lo suficiente de
precios, permitirán que los empresarios tejan lo más pronto posible nuevos
planes de negocio e incrementen su demanda de inversión: es decir, de lo que
no se daba cuenta el inglés es de que destruir esos stocks impide que surja
toda una demanda empresarial por bienes de capital complementarios a los
mismos que sí generan nuevo empleo y nueva riqueza.
Y, por supuesto, en ningún caso deberán mantenerse los tipos de interés
artificialmente bajos por parte del banco central. Primero, porque los bajos
tipos de interés ralentizan el reajuste: cuanto más bajos sean los tipos, menos
incentivos hay para que los agentes endeudados amorticen anticipadamente
su deuda o para que se vean forzados a liquidar los recursos que retienen en
sus proyectos empresariales deficientes; por ambas vías, los recursos, lejos de
recolocarse, permanecen en explotaciones subóptimas. Y, segundo, porque en
caso de que las malas inversiones del auge artificial previo no hayan vuelto
negativa la rentabilidad de una amplia mayoría de inversiones y en caso de
que los agentes sigan teniendo margen para endeudarse, los tipos de interés
artificialmente bajos (fruto de utilizar ahorro a muy corto plazo para financiar
inversiones a muy largo plazo) sólo servirán para generar un nuevo auge
artificial que agravará la crisis y la necesidad de reajustes más adelante.
Es en este último punto donde Keynes muestra explícitamente su
desacuerdo con las recetas austriacas: el inglés niega que las crisis se deban a
una supercapitalización de la economía donde cualquier ulterior inversión en
bienes de capital suponga un despilfarro (p. 321) sino que, como sabemos, la
atribuye a la inestabilidad del gasto en nuevas inversiones causada por un
precario estado de la confianza; por eso, una política de altos tipos de interés
destinada tanto a frenar las nuevas crisis como a acelerar la salida de las
existentes sería una política incorrecta que nos abocaría a una situación de
semi-recesión (p. 322), donde el nivel de inversión sería tan mediocre que no
fluctuaría en forma de ciclos pero que, a su vez, sería incapaz de alcanzar el
pleno empleo de los recursos: sería tanto como tratar de curar una
enfermedad matando al paciente (p. 323). Al fin y al cabo, razona Keynes, un
tipo de interés que fuera lo suficientemente elevado como para cortar de raíz
los auges cíclicos también eliminaría inversiones juiciosas y útiles pero con
una rentabilidad por debajo del tipo de interés del dinero (p. 321). Nada hay
de «virtuoso» en los tipos preexistentes a un incremento en la cantidad de
medios de pago por parte del sistema bancario, pues «el dinero nuevo se crea
para satisfacer el aumento de la demanda de dinero que se produce a un nivel
más bajo de los tipos de interés» (pp. 328-329). Keynes concluye su alegato
contra la teoría austriaca del ciclo económico afirmando que «todas estas
escuelas de pensamiento carecen de sentido, salvo que se basen, quizás, en el
supuesto implícito de que la producción agregada es incapaz de variar, mas
una teoría que supone que la producción agregada es constante no puede
suministrar explicación alguna al ciclo económico» (p. 328).
Los desorientados comentarios despectivos que Keynes lanza contra la
teoría austriaca (y que deben ponerse en relación con otras críticas en el
mismo tono a los conceptos de «ahorro forzoso» y «consumo de capital» que
ya comentamos en el capítulo 2) sólo demuestran su escasa comprensión de
la misma; desconocimiento que también sirve de base para explicar sus
recurrentes equívocos a la hora de perfilar una sólida teoría del ciclo
económico. A este respecto, nos servirá con tomar varias de las afirmaciones
precedentes del inglés: a) la teoría austriaca del ciclo económico es una teoría
de la sobreinversión en bienes de capital (supercapitalización); b) la subida de
los tipos de interés que propugna la teoría austriaca pretende disminuir las
expectativas de los «optimistas más contumaces y equivocados» (p. 327); y
c) la teoría austriaca sólo es consistente asumiendo que la producción
agregada no puede variar.
En primer lugar, la teoría austriaca del ciclo económico no es una teoría de
la sobreinversión sino de la mala inversión. No se trata, como
incorrectamente entiende Keynes, de que los bienes de capital se hayan
vuelto tan abundantes que cualquier ulterior inversión en ellos suponga un
despilfarro: se trata, más bien, de que el capital se ha inmovilizado de una
forma tan desestructurada y desproporcionada entre los distintos sectores que
hasta que no se corrijan esos desequilibrios no aparecerán nuevas
oportunidades de inversión en el conjunto de la economía. Pero la Escuela
Austriaca no sostiene que las crisis sean un síntoma de exceso de bienes de
capital, sino del exceso de unos bienes de capital combinado con una
deficiencia de otros bienes de capital (por generalizar, exceso de bienes de
capital que proporcionan bienes de consumo muy tardíamente y deficiencia
de los que pueden proporcionarlos de manera más rápida): de ahí que la
recuperación proceda del reajuste de las malas inversiones merced a un
mayor ahorro (a un menor consumo) y no del aumento del gasto en bienes de
consumo como sucedería si ante un problema de sobreinversión nos
encontráramos.
En segundo término, la Escuela Austriaca no defiende ni una política de
altos ni de bajos tipos de interés: defiende que los tipos de interés deben ser
fijados por un mercado libre, competitivo y sin privilegios para ninguno de
sus agentes. O dicho de otra manera, lo que defiende es que los tipos de
interés no sean ni artificialmente bajos ni artificialmente altos y, para ello, las
estrategias financieras imprudentes que tienden a propagar las malas
inversiones —como el endeudamiento a corto plazo de los bancos para
invertir a largo— no deben ser premiadas ni protegidas contra la disciplina
que impone el mercado: el riesgo de suspensión de pagos e incluso de
quiebra. Una disciplina que, por cierto, la política monetaria de Keynes
contribuye a debilitar enormemente: al cabo, el inglés pretendía sustituir el
patrón oro por un sistema de dinero fiduciario de curso forzoso donde su
emisor monopolístico, el banco central, mantuviera los tipos de interés tan
bajos como le fuera posible. Es decir, Keynes trata de aislar a los bancos de
los mecanismos de que dispone el mercado para cortocircuitar sus
monetizaciones imprudentes e insostenibles de bienes futuros (la fuga de oro
y la imposibilidad de los bancos de seguir refinanciando su deuda a corto
plazo) y, de hecho, como también hemos ido viendo, trata de que el sistema
bancario acometa una política crediticia deliberadamente inflacionista para
reducir los tipos de interés y reducir los saldos reales de las deudas.
Lo que le preocupa a la Escuela Austriaca es justamente eso: no que haya
inversores o empresarios excesivamente optimistas que dilapiden sus ahorros,
sino que la distribución de los mismos que efectúa la banca gracias a los
privilegios con los que se la ha dotado —banco central monopolístico, no
convertibilidad de sus pasivos en oro, fondo de garantía de depósitos…— dé
lugar a una dilapidación generalizada del capital dentro de la economía (a un
«consumo de capital»). Si, mediante el arbitraje de los tipos de interés de
distintos vencimientos, la banca encauza los recursos que deberían estar
disponibles a corto plazo hacia usos que proporcionarán los bienes futuros
más allá del momento que están dispuestos a esperar los ahorradores, tenderá
a producirse un auge y una subsiguiente depresión que empobrecerá a la
sociedad: por ello, la política de los bancos centrales, en lugar de orientarse a
mantener los tipos artificialmente bajos, debería orientarse a no influir y
manipular aquellos que sean determinados por las demandas y las ofertas de
capital en un régimen de patrón oro.
Y, por último, la teoría austriaca del ciclo económico no requiere asumir
que la producción agregada no puede variar: tan sólo necesita asumir que la
producción agregada no puede variar instantáneamente tanto como desean
los consumidores. Tal es el motivo de que las crisis sean períodos en los que
la estructura productiva debe readaptarse: para poder modificar la producción
agregada en la dirección que realmente demandan los consumidores. Y,
parece claro, este proceso no podrá ser instantáneo, pues las distintas
estructuras de capital en las que se han inmovilizado de manera incorrecta los
recursos durante el auge artificial son bastante específicas y no pueden
reconvertirse ipso facto: la estructura productiva no es de plastilina.
El propio Keynes era consciente de que éste era el problema esencial
dentro del ciclo económico y, en general, dentro de una economía sometida a
cambios, pero el inglés, obsesionado como estaba por estabilizar el nivel de
gasto para generar empleo a cualquier coste, pasó de puntillas por esta
dificultad fundamental para su teoría. Así, en la críptica nota a pie de página
7 del capítulo 4 de La Teoría General (dedicado a exponer las unidades
salario que continuará empleando a lo largo de todo el libro), que parece ir
dirigida sin nombrarlo al propio Hayek, Keynes realiza de pasada la siguiente
afirmación que ahora comprobaremos resultaba del todo esencial dentro de su
marco teórico:
Arrancando de mis supuestos aparecen algunas complicaciones
interesantes, como es obvio, al tratar de curvas de oferta concretas en las
que su forma depende de la demanda de mano de obra disponible para
otros fines. Pasar por alto estas complicaciones sería irreal, como ya he
dicho, pero no necesitamos considerarlas cuando tratamos el problema del
empleo general, habida cuenta de que suponemos que un volumen
determinado de demanda efectiva está distribuido entre los distintos bienes
de una sola forma. Sin embargo, puede ser que esto no fuera válido al
variar la demanda. Por ejemplo, un incremento en la demanda efectiva
debido a un aumento de la propensión a consumir se puede encontrar frente
a una función de oferta distinta a la que puede oponerse un
incremento igual de la demanda inducido por un aumento de la inversión.
No obstante, todo esto pertenece a un análisis más detallado de las ideas
generales aquí apuntadas que no tengo intención de desarrollar ahora (p.
42n).
Obviamente, si Keynes partía del supuesto deliberadamente irreal de que la
demanda agregada sólo podía variar en cuantía pero no en composición, la
estructura de capital anterior a la crisis era una estructura perfectamente útil
que sólo requería, para su puesta en funcionamiento a los niveles pre-crisis,
de un mayor volumen de gasto. Mas discutir en esos términos de irrealidad
no nos lleva demasiado lejos; en esencia porque, como ya sabemos, la
hipótesis de que la estructura productiva es la adecuada para satisfacer una
demanda que no varía en composición sino sólo en volumen de gasto resulta
absurda; de ser así el gasto de los agentes económicos no habría variado ni
siquiera en cantidad desde un primer momento: el atesoramiento de oro
muestra la preferencia de los agentes por que se produzcan bienes distintos a
aquellos que se estaban produciendo (o que se produzcan bienes parecidos de
maneras distintas) y la destrucción de medios de pago basados en el crédito
ilustra que los bienes futuros monetizados no llegarán a producirse porque el
gasto deseado por los consumidores no es compatible con el gasto planificado
por los inversores.
Por eso mismo, ningún efecto positivo puede derivarse de la popularizada
receta keynesiana de incrementar el gasto público en momentos de depresión.
Si los empresarios, en medio de una crisis, siguen sin tener claro cuáles serán
los modelos de negocio hacia los que deben dirigirse y si, para más inri, no
disponen del suficiente capital para hacerlo, mucho menos evidente les
resultará a unos políticos que carecen de la información concreta y práctica
para corregir microeconómicamente cada error de inversión y que, por tanto,
sólo dilapidarán el escasísimo capital con el que cuenta la economía y que
resultaría esencial para cuando los empresarios desearan invertir en masa. Al
contrario, si, por muy bajos que estén los tipos de interés, el Estado
inmoviliza los recursos en proyectos empresariales de dudosa o desconocida
rentabilidad y viabilidad, tenderá a generar todavía más distorsiones en la
economía —estructurales, pero también financieras, por cuanto ese gasto
público se sufragará vía deuda—, agravando la necesidad de ajustes
posteriores y reduciendo la capacidad de los agentes para corregirlos (por el
despilfarro de capital). Tengamos en cuenta que los bajos tipos de interés
propios de una depresión económica no conceden carta blanca al Gobierno
para que acometa proyectos de nula o negativa rentabilidad; en caso de
hacerlo, estará destruyendo más riqueza de la que presuntamente crea (el
coste de oportunidad de los recursos será mayor que su utilidad).
Si todo el problema durante una crisis fuera el de reflotar la
demanda agregada, el aumento del gasto público podría tener sentido, pero en
tanto se trata de reconstruir la estructura productiva, tirar de gasto, como
decimos, sólo servirá a corto plazo para retrasar el ajuste y a medio plazo
para agravar la magnitud de la reorganización. Keynes, sin embargo, sí
favorecerá, como veremos con más detalle en el siguiente capítulo, un
incremento del peso del Estado en las economías capitalistas con la esperanza
de que ello estabilice el nivel de renta y las fluctuaciones cíclicas, cuando los
efectos serán más bien los contrarios.
Pues, incluso dentro del esquema de pensamiento keynesiano, esta defensa
del Estado grande constituye una contradicción. Al fin y al cabo, si hay
alguna esperanza de que aumentando la demanda agregada se incremente la
producción agregada (o se frene su caída), es justo porque el Estado pasa a
subrogarse transitoriamente en la desaparecida demanda de los agentes
privados para que, una vez se estabilice el estado de la confianza, los agentes
privados vuelvan a ser quienes gasten en lugar del Estado: el crédito público
sostendría durante las crisis al menguante crédito privado hasta que éste se
recupera. Ahora bien, para que esta política tenga visos de triunfar resulta
esencial una condición que muy pocas veces se explicita: el peso del Estado
en la economía no puede ser muy grande. Si el Estado copa grandes
porciones de la riqueza nacional, se habrá adaptado a una estructura de
ingresos basada por necesidad en impuestos tremendamente procíclicos
(impuesto sobre la renta, sociedades, ganancias patrimoniales...); o sea, en tal
caso las crisis irán aparejadas con un hundimiento de los ingresos fiscales
derivado del parón de la actividad económica, lo que en muchos casos puede
dar lugar a un déficit público de tal magnitud que se volverá insostenible para
el conjunto de la economía y que, en lugar de generar tranquilidad, provocará
desazón por la progresiva insolvencia del Estado. Podemos comprender más
fácilmente el argumento si asumimos una economía totalmente socializada en
la que el peso del Estado sea del 100%. En este supuesto, es evidente que el
Estado no tendría capacidad alguna para estabilizar la demanda agregada de
la economía, porque toda la demanda sería la del propio sector público.
Dicho de otra manera, desde una perspectiva keynesiana, este país se
enfrentaría necesariamente a una crisis similar a la de otro país cuya
economía fuera 100% privada y el Estado no pudiera estabilizar la demanda
agregada.
En conclusión: asumiendo las hipótesis keynesianas, para que un Estado
pueda tener éxito a la hora de estabilizar la demanda agregada,
parece evidente que su recaudación tributaria deberá ser en buena medida
autónoma de la situación económica y ello sólo podrá lograrse cuando los
ingresos de ese Estado se obtengan de impuestos acíclicos (por ejemplo,
impuestos especiales sobre el tabaco, el alcohol, los hidrocarburos...), que al
ser escasos (sólo una pequeña parte de la economía puede quedar al
margen del ciclo) necesariamente limitan la cuantía de los gastos en los que
ese Estado puede incurrir de manera habitual. Es más, sólo un sector público
diminuto tiene la capacidad de incrementar marginalmente los impuestos en
tiempos de bonanza para recaudar enormes cantidades adicionales de
ingresos para amortizar su deuda (pues sólo cuando la presión fiscal es muy
baja, existe margen para incrementarla sin hundir toda la economía privada);
es decir, sólo un Estado pequeño puede permitirse el lujo de mantener
durante varios ejercicios déficits públicos elefantiásicos sin que su propio
crédito no sea puesto en entredicho, desestabilizando con ello toda la
economía.
Keynes, incapaz de refutar la teoría austriaca del ciclo, opta por construir
un muñeco de paja de la misma al que poder atizar a placer. El problema para
el keynesianismo es que las críticas que el inglés ha elaborado no atacan en
absoluto a la auténtica teoría austriaca, mientras que la teoría que ha
pergeñado el inglés para explicar los ciclos dentro de su marco analítico sí es
tremendamente pobre: si todo el problema fuera que las etapas de optimismo
y pesimismo se alteran, bastaría con recuperar la confianza, fundada o no,
para abandonar de inmediato una crisis; de hecho, constatada tal evidencia,
los empresarios podrían dejar aparcado permanentemente su pesimismo: nada
podría insuflar más optimismo desbocado entre los capitalistas que la certeza
de que cualquier inversión es una buena inversión siempre que todos
mantengamos el adecuado nivel de optimismo. En ese caso, las expectativas
alcistas no dejarían de autoalimentarse de manera explosiva, pues «querer»
sería equivalente a «poder».
La realidad, no obstante, es otra: por supuesto que las economías pueden
acumular malas inversiones durante largos períodos de tiempo y por supuesto
que esas malas inversiones no se convierten en buenas por mucho optimismo
que flote en el ambiente. De hecho, salvo pánicos puntuales autogenerados
que tienden a corregirse con suma rapidez al carecer de fundamento, las olas
de optimismo y pesimismo son sólo un reflejo —probablemente anticipado—
de una situación económica subyacente buena, artificialmente buena o mala.
Con ello no quiero negar que los agentes puedan sentirse más pesimistas de
lo que un análisis frío de la realidad justificaría, pero esta situación —en la
que los inversores valoran mucho menos sus activos de lo que en realidad
valdrán a largo plazo—, lejos de ser un drama inescapable, constituye el
mejor clima de oportunidades de negocio para aquellos inversores que sí
sepan valorar correctamente los acontecimientos y que, como es lógico, se
mostrarán desaforadamente optimistas (podrán comprar gangas a precios de
saldo, elevando su valor e insuflando poco a poco más confianza al resto de
agentes más pesimistas). Pero, desde luego, donde no habrá oportunidades de
ganancia será en una situación generalizada de pesimismo que sí esté
justificada por una mala coyuntura subyacente.
Tampoco querría con todo ello negar la posibilidad de que se desarrollen
olas de optimismo que, al margen de las expansiones crediticias, degeneren
en malas inversiones. Mas esas malas inversiones estarán generalmente
concentradas en un sector concreto de la economía —en lugar de afectar al
conjunto de la economía— y, sobre todo, es muy dudoso que pueda tener un
carácter cíclico, con una recurrencia y una duración parecidas entre sí. El
propio Keynes caracteriza los ciclos por esa regularidad (p. 314), un elemento
que no puede estar presente en olas de optimismo infundado que no surjan
como consecuencia de un fenómeno común y cíclico.
Lo que sí quiero afirmar, en cambio, es que la mala teoría de Keynes en
torno a los ciclos económicos le lleva, primero, a defender unas políticas de
tipos de interés artificialmente bajos como una de las formas por las que
alcanzar el pleno empleo, cuando con ello sólo logra generar
ciclos económicos en los que se destruye riqueza; y, después, a proponer una
serie de políticas económicas anticrisis que pasan por mantener bajos los
tipos de interés, incrementar el gasto público o el consumo privado, mantener
los salarios inflexibles e incluso destruir bienes de capital y de consumo que
podrían ser reutilizados en otros usos, todo lo cual contribuye a retrasar la
recuperación y a provocar la aparición de recursos ociosos inempleables; es
decir, aquello que el propio Keynes dice querer combatir.
Capítulo 7
LAS IMPLICACIONES
POLÍTICAS
Y FILOSÓFICAS DE LA TEORÍA
GENERAL
La teoría económica que elaboró Keynes en su obra no tenía un carácter
neutral. Por un lado, sus argumentaciones no sólo se oponían a las de la teoría
clásica (y austriaca), sino que rehabilitaban gran parte de las supercherías
económicas de carácter liberticida refutadas y desacreditadas a lo largo de los
siglos pasados. Por otro, las políticas económicas defendidas por el inglés
volvían indispensable una expansión sin precedentes del tamaño y de las
competencias del Estado.
Es lógico, pues, que Keynes dedique los dos capítulos finales de su obra, el
23 y el 24, a defender tanto a sus antecesores intelectuales como las
implicaciones políticas de sus teorías económicas.
Libro I: Introducción
Keynes nos presenta una panorámica sesgada de la teoría clásica y nos
intenta convencer de cuáles son sus principales fallos: no reconocer la
existencia de equilibrio con desempleo involuntario por asumir la validez de
la Ley de Say —en la tergiversada acepción de Keynes, es decir, «toda oferta
genera su propia demanda»—. Este primer libro está dividido en tres
capítulos.
I. La curva IS
La curva IS recoge todas las combinaciones de renta agregada y de tipos de
interés para los que la oferta agregada de bienes es igual a la demanda
agregada, esto es, a la suma del consumo agregado, la inversión agregada y el
gasto público; de estas tres variables, el consumo agregado se considera que
depende de la renta agregada (la propensión a consumir es un porcentaje de
ésta) y el gasto público se asume que se determina de manera exógena al
sistema económico. En tal caso, el único componente de la demanda
agregada que depende del tipo de interés es la inversión agregada; es decir, en
cada uno de los puntos de la curva, el ahorro y la inversión serán iguales: por
eso se la llama curva IS (Investment-Saving).
Claramente, la relación entre la inversión agregada y el tipo de interés es
negativa: a mayor tipo de interés, menor inversión agregada para una
eficiencia marginal del capital dada. Puesto que la renta agregada es un
múltiplo de la inversión agregada, la relación entre los tipos de interés y la
renta agregada también será negativa. Ahora bien, la repercusión concreta de
las subidas o bajadas de los tipos de interés sobre la renta agregada dependerá
de dos factores: el primero, la elasticidad de la inversión agregada con
respecto a los tipos de interés (cuánto varía la inversión ante cambios en los
tipos de interés); el segundo, la magnitud del multiplicador de la inversión
(cuántas veces es mayor la renta agregada que la inversión agregada). En este
sentido, cuanto mayor sea la inelasticidad y menor el multiplicador, menos
repercutirán los cambios de tipos de interés sobre la renta agregada (lo que
significa que la IS será más inclinada) y cuanto mayor sea la elasticidad y el
multiplicador, más terminarán influyendo (la IS será más aplanada).
En el Gráfico 2 tenemos representadas tres tipos de curvas IS: la IS1 es la
que muestra una menor sensibilidad de los cambios del tipo de interés sobre
la renta agregada (grandes cambios en el tipo de interés dan lugar a pequeños
cambios en la renta), al contrario que la IS3, cuya sensibilidad es mucho
mayor (pequeños cambios en el tipo de interés dan lugar a grandes
variaciones en la renta).
Por último, aunque está implícito en nuestros comentarios anteriores, las
curvas IS se representan para unos niveles de expectativas (eficiencia
marginal del capital), gasto público e impuestos dados. Es decir, si las
expectativas mejoran, el gasto público aumenta o los impuestos se reducen,
toda la curva IS se desplazará hacia la derecha (a cada tipo de interés le
corresponde una renta agregada mayor) y si, en cambio, las expectativas
empeoran, el gasto público se reduce o los impuestos aumentan, la curva IS
se desplazará hacia la izquierda (a cada tipo de interés le corresponde una
renta agregada menor). Por consiguiente, las políticas fiscales expansivas
(aumentos del gasto sin bajar impuestos o minoraciones de los tributos sin
recortar el gasto) servirán para desplazar la IS a la derecha, incrementando la
renta agregada para cada tipo de interés (y las políticas fiscales contractivas la
empujarán a la izquierda). La magnitud del desplazamiento de la IS será igual
al volumen de la expansión (o contracción) fiscal por el multiplicador de la
inversión.
GRÁFICO 2
CURVAS IS
II. La curva LM
La curva LM recoge todas las combinaciones de renta agregada y de tipos de
interés para los que la demanda de dinero es igual a la oferta de dinero: por
eso se la llamada curva LM (Liquidity preference-Money).
La oferta de dinero (entendida como oferta real de dinero: esto es, la
cantidad de dinero en relación con el nivel general de precios o se
considera exógenamente dada por el banco central, mientras que la demanda
de dinero está formada por la demanda de transacción, la demanda de
precaución y la demanda de especulación, siendo las dos primeras un
porcentaje de la renta agregada (como lo era el consumo en el caso de la IS).
En otras palabras, el único elemento del mercado monetario que depende del
tipo de interés es la demanda especulativa de dinero: a mayor tipo de interés,
menor demanda especulativa de dinero (pues el atesoramiento por parte de
quienes esperan una subida futura de los tipos de interés se va reduciendo).
Sucede que como la demanda por motivo de transacción y precaución
aumenta con la renta y la oferta de dinero es rígida, la única manera de saciar
esa mayor demanda derivada del incremento de la renta agregada
será reduciendo el atesoramiento especulativo de dinero y, como decíamos,
para ello habrá que aumentar los tipos de interés. De ahí que el equilibrio en
el mercado monetario requerirá que los aumentos de la renta agregada vayan
de la mano con incrementos en los tipos de interés: esto es, la pendiente de la
LM será positiva. Esa pendiente será más inclinada o más plana dependiendo
de dos factores: el primero, la elasticidad entre la renta y la demanda de
dinero (cuánto atesoramiento adicional por motivo de transacción y
precaución hace falta ante incrementos de la renta); el segundo, la elasticidad
entre el tipo de interés y la demanda especulativa de dinero (cuánto se reduce
la demanda especulativa de dinero ante aumentos de los tipos de interés). A
mayor elasticidad entre la renta y la demanda de dinero o mayor inelasticidad
entre el tipo de interés y la demanda especulativa de dinero, más inclinada
será la curva; a mayor inelasticidad entre la renta y la demanda de dinero o
mayor elasticidad entre el tipo de interés y la demanda especulativa de
dinero, más aplanada será.
En el Gráfico 3 tenemos representadas tres tipos de curvas LM: el
mercado monetario que subyace a la LM1 es el que requiere, para
conservar el equilibrio, de mayores subidas del tipo de interés ante los
incrementos de la renta agregada (o mayores caídas ante las reducciones); por
su parte, el mercado monetario que hay detrás de la LM3 es el que necesita de
menores subidas de tipos para compensar los aumentos de la renta agregada
(o menores caídas ante sus reducciones).
La curva LM se representa para unas expectativas de tipos de interés, una
oferta monetaria y niveles de precios dados (en realidad, para unos saldos
De ahí que la política fiscal expansiva sea tanto más efectiva cuanto más
elástica sea la demanda especulativa de dinero ante variaciones del tipo de
interés (es decir, cuantos más saldos especulativos sean liberados con
pequeños incrementos de los tipos de interés) y cuanto más inelástica sea la
inversión agregada ante las variaciones de los tipos de interés (es decir,
cuanto menos se reduzca la inversión agregada ante los aumentos de los tipos
de interés).
Cuando las variaciones de la curva IS se ubiquen en el llamado
«rango clásico» de la curva LM (a saber, cuando no existe demanda
especulativa de dinero), el único efecto de las políticas fiscales expansivas
será el de incrementar los tipos de interés: el gasto público aumentará (o los
impuestos se reducirán) exactamente en la misma medida en que se reduzca
la inversión privada: es lo que se conoce como efecto expulsión o crowding-
out. Cuando, en cambio, las variaciones de la IS se ubiquen en la franja de la
«trampa de la liquidez» de la curva LM, el efecto de las políticas fiscales
expansivas será máximo: la renta agregada aumentará en una cuantía que
vendrá exactamente determinada por el aumento del gasto público
multiplicado por el multiplicador de la inversión; dado que en la trampa de la
liquidez la demanda especulativa de dinero es infinita, la política fiscal
expansiva podrá financiarse a partir de esos saldos ociosos, sin reducir en
absoluto la inversión privada. De hecho, el Gobierno incluso podría
plantearse financiar sus emisiones de deuda pública mediante la impresión de
billetes, ya que la nueva oferta monetaria sería reabsorbida por la infinita
demanda especulativa, de modo que ni siquiera se generaría inflación.
En el Gráfico 6 podemos observar la representación gráfica de estos dos
casos extremos: mientras que la política fiscal expansiva incrementa de
manera muy sustancial la renta agregada (de Ye1 a Ye2) sin aumentar el tipo
de interés (ie1 = ie2) en la zona de trampa de la liquidez, no es capaz de
incrementa la renta agregada (Ye3 = Ye4) pese a incrementar el tipo de interés
(de ie3 a ie4) en el rango clásico.
GRÁFICO 6
CASOS EXTREMOS DE POLÍTICA FISCAL EXPANSIVA
2. Política monetaria expansiva
La política monetaria expansiva consiste en incrementar la oferta monetaria.
Su efecto es el de desplazar la curva LM hacia la derecha, lo que significa
que aumentará la renta agregada y reducirá el tipo de interés: y es que, si la
demanda especulativa no se expande, la nueva oferta monetaria irá a parar al
mercado de bonos, reduciendo el tipo de interés e incrementando la inversión
privada.
Su repercusión será tanto mayor cuanto más inelástica sea la demanda
especulativa de dinero con respecto al tipo de interés (es decir, que pequeños
aumentos en la cantidad de dinero den lugar a caídas muy pronunciadas del
tipo de interés para lograr que la demanda especulativa termine reabsorbiendo
el exceso de fondos) y cuanto más elástica sea la inversión agregada ante
variaciones del tipo de interés (es decir, que pequeñas reducciones del tipo de
interés den lugar a incrementos muy importantes de la inversión agregada)
(Gráfico 7).
Habrá dos casos en los que, sin embargo, la política monetaria expansiva
no servirá de nada. Uno es cuando la economía se halle en una situación de
trampa de la liquidez (pues la mayor oferta monetaria será absorbida por la
demanda especulativa, esto es, el tipo de interés no podrá caer para estimular
la inversión privada); la otra, cuando la inelasticidad de la inversión agregada
ante cambios en el tipo de interés sea absoluta (lo que implicará que la IS es
vertical).
Como podemos ver en el Gráfico 8, a la IS1 en nada le afecta que la
política monetaria expansiva desplace la LM1 a LM2 por encontrarse en la
zona de la «trampa de la liquidez»: el tipo de interés y la renta son las mismas
antes y después (Ye1, ie1). En cambio, a la IS2, caracterizada por la total
inelasticidad de la inversión agregada ante los tipos de interés, la política
monetaria expansiva sí la afecta a la hora de reducir los tipos de interés (de
ie2 a ie3), pero como la inversión agregada no responde ante menores tipos, la
renta agregada permanece en el mismo sitio (Ye2 = Ye3).
GRÁFICO 7
EFECTOS DE LA POLÍTICA MONETARIA EXPANSIVA
GRÁFICO 8
CASOS EXTREMOS DE POLÍTICA MONETARIA EXPANSIVA