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rastrearse la presencia de elementos que tienen tras de sí una larga historia. Estos
han sido redefinidos en contacto con otras culturas y con nuevas experiencias, pero
es posible identificar su continuidad histórica. En la condición de las poblaciones
originarias las continuidades pesaron decisivamente.
Ellas constituyen el meollo de lo que Stanley y Bárbara Stein (1991) han denominado
"la herencia colonial de América Latina". El tributo indígena colonial abolido por San
Martín el 27 de agosto de 1821, fue restaurado en agosto de 1826, con el nombre de
contribución personal. Hacia finales de la década de 1820, su peso equivalía
aproximadamente a la octava parte del presupuesto nacional, pero para la primera
mitad de la década de 1840, representaba la tercera parte. Si hasta 1839 lo pagaban
los indios y las castas -es decir los integrantes de los grupos no indios-, en 1840 los
blancos y los mestizos fueron eximidos de esta obligación. La contribución personal
permaneció vigente hasta 1854.
La última continuidad, por cierto, no la menos importante, fue la del papel central de
la iglesia en la República, con su gran poder sobre las almas. Pero la base de su
poder material no era solo su ascendiente espiritual. En el Perú ella tenía ingentes
propiedades inmuebles, fruto de donaciones (los bienes de manos muertas), diezmos,
censos y capellanías, que constituían en esencia impuestos forzados sobre la
producción agropecuaria, que se mantuvieron vigentes hasta mediados del siglo
XIX.
Estos vendieron caro este reconocimiento. En la segunda mitad del siglo era ya usual
que las autoridades indígenas tuvieran, como parte de sus funciones, la obligación de
ir a laborar por turnos como sirvientes (pongos, semaneros), a las casas de las
autoridades políticas (prefectos, subprefectos, gobernadores) y eclesiásticas.
Asimismo, devinieron en simples auxiliares gratuitos del Estado, ubicados en el
último peldaño de la estructura del poder. Varios subprefectos recomendaron al
poder central "legalizar" la institución de los alcaldes-vara, pues estos cumplían una
importante función como auxiliares gratuitos de la policía: mientras el Estado central
no tuviera fuerzas suficientes para instalar puestos de gendarmería en el interior
podía y debía contar con tan valiosos (y gratuitos) auxiliares (Manrique 1987).
Los problemas que se plantearon desde el inicio a la joven nación no eran solo de las
diferencias económicas abismales entre los habitantes del territorio peruano.
Tampoco se limitaban a las diferencias étnicas existentes entre sociedades que eran
percibidas distintas por su cultura, religión, idiomas, costumbres, etc., si este fuera el
problema hubiera sido posible construir un Estado multinacional, como los que
abundan en el mundo, Europa incluida. Esta alternativa estuvo excluida desde los
inicios por el racismo colonial que justificaba la dominación de la nueva élite
republicana.
De allí que hablar de proyecto nacional durante el siglo XIX fuera sinónimo de
colonización, y esta, de inmigración blanca. De allí también que surgiera esa
ideología que consideraba al Perú un "país vacío", que era necesario poblar
promoviendo la inmigración, ideología que subsistió durante el siglo XX en relación
con la Amazonía. La inmigración blanca era imprescindible para asegurar la
superación de las taras raciales de la población no blanca, pero además debería
cumplir la función de asegurar la hegemonía de la fracción europea de la población
sobre el país.