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UNIVERSIDAD PÚBLICA DE EL ALTO

CARRERA DE SOCIOLOGÍA
Universitario: NEIL HUANCA MAMANI Docente: Lic. FELIPE SANTOS QUISPE
Asignatura: PROBLEMÁTICA RURAL BOLIVIANA Paralelo: “B” – Noche 4to. AÑO

Tarea Nº 2

Reseña crítica: VIOLENCIAS ENCUBIERTAS EN BOLIVIA COLONIZADORES Y


COLONIZADOS

De: Silvia Rivera Cusicanqui

Según Silvia Rivera Cusicanqui habla del tema de las identidades culturales en nuestro país
Bolivia para ello toca la complejidad por la multiculturalidad proveniente del pasado pre-
hispánico, colonial y del mestizaje. Para una mejor descripción nos habla de horizontes o ciclos
históricos que interactúan en la superficie del tiempo presente y son: El ciclo colonial, el ciclo
liberal, y el ciclo populista, tanto las transformaciones coloniales, como las que emanaron de las
reformas liberales y populistas, significaron sucesivas invasiones y agresiones contra las reformas
de organización social, territorial, económica y cultural de los ayllus y pueblos nativos del área
andina como de las llanuras orientales. Pero sin embargo, la población indígena de lo que hoy es
Bolivia no se comportó como una masa inerte y pasiva; a partir de la llegada de los españoles a su
territorio siempre resistió de las más diversas formas, para evitar tanto la consolidación del orden
colonial, como las sucesivas fases reformistas que introdujeron renovados mecanismos de
opresión y despojo material y cultural.

En esta dialéctica de oposición entre invasores e invadidos, se sitúa uno de los principales
mecanismos de formación y transformación de las identidades en un país como el nuestro. Como
se verá más adelante, las identidades étnicas plurales que cobijó el Estado multiétnico del
Tawantinsuyu, fueron sometidas a un tenaz proceso de homogeneización que creó nuevas
identidades: indio, o incluso aymara y qhichwa son identidades que podríamos llamar coloniales.
La identidad aymara, tal como se la conoce actualmente, comenzó a constituirse sólo hacia fines
del siglo XVIII.

Los colonizadores con la invasión y el saqueo de templos, la “muerte de los dioses” y la brutal
agresión a todos los aspectos de la sociedad indígena, no solo implicaron solamente la destrucción
de una estructura simbólica y un ordenamiento ético-político. Junto con los nuevos dioses llegaron
plagas y enfermedades antes desconocidas por la gente de los Andes. Éstas, junto con las guerras
civiles entre conquistadores y las masacres contra la población civil, dan cuenta de la catástrofe
demográfica que asoló a la población conquistada. Aun así se fue perfeccionando las bases
económicas y políticas de la sociedad colonial con la homogenización del tributo en dinero, la
reglamentación de la mit´a y la catequización coactiva. Pero todo esto no ocurrió de la nada pues
fue necesario derrotar a dos movimientos de resistencia entre los años 1530 y 1570 el Takiy
unquy de Wamanqa y el Estado Inka rebelde de Willkapampa en las proximidades del Cusco. La
primera rechazó a la cristianización y la segunda intenta derrotar y expulsar definitivamente a los
españoles. La derrota de ambos movimientos consolida la escisión entre indios y españoles, que
será uno de los rasgos constitutivos de la situación colonial.
A partir del siglo XVII, la escisión entre el mundo indígena y el mundo español hallará también
expresión en el plano jurídico, mediante la emisión de un conjunto de normas “protectoras” para
los nativos, que en 1680 se convertirán en un corpus de derecho general. Esta legislación
consideraba al mundo colonial como dividido en dos entidades separadas: la República de
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Españoles y la República de Indios y la normativa para ambas poblaciones era necesaria para
evitar el total exterminio de la fuerza de trabajo indígena y para poner límite a los intereses
privados de los colonizadores. Pero desde el punto de vista de los indios, la idea de “dos
repúblicas” que se reconocen mutuamente, aunque permanezcan segregadas espacial y
políticamente, llegó a plasmar la compleja visión de su propio territorio, no como un espacio inerte
donde se traza la línea de un mapa, sino como jurisdicción, o ámbito de ejercicio del propio
gobierno.

En efecto, si la derrota material no podía ser revertida, al menos tenía que reconocerse a los
vencidos el derecho a conservar lo que quedaba de sus territorios, a gobernarse por sus propias
autoridades étnicas (los mallkus, kuraqas o “caciques de sangre”) y a acogerse al fuero especial
de la legislación indiana, como súbditos directos del rey de España. Estos derechos pasaron a
formar parte de la memoria colectiva aymara, como si en el siglo XVI se hubiera llegado a una
suerte de tregua pactada entre colonizadores y colonizados.
A cambio de ello, los indios habrían accedido a cumplir con las prestaciones rotativas de fuerza de
trabajo (mit’a), el pago de tributos (tasa), e incluso habrían incorporado en su panteón a los dioses
extranjeros. Este esfuerzo de enmascaramiento y clandestinidad cultural daría lugar a complejos
mecanismos de articulación de ingredientes europeos en la identidad andina.

A mediados de 1780 se inician las acciones de un modo aparentemente espontáneo en Macha


(provincia Chayanta) donde los indígenas logran la libertad de su cacique Tomás Katari, quien se
había enfrentado, junto a sus hermanos Nicolás y Dámaso contra el corregidor y un cacique
mestizo usurpador del cacicazgo.
Entre noviembre del mismo año y abril de 1781, José Gabriel Tupaq Amaru encabeza una de los
más sólidos y coherentes focos rebeldes en Tunqasuka. Entretanto, Julián Apasa Tupaq Katari,
indio forastero de Sullkawi (Sikasika), se levanta a principios de 1781 y mantiene un sitio de seis
meses -entre marzo y octubre- sobre la ciudad de La Paz, en el cual perece la cuarta parte de su
población.

Posterior a esto aparece la idea de “dos repúblicas”, como mecanismo normativo de la


convivencia entre colonizados y colonizadores, estuvo también presente en la rebelión.
Obviamente, los españoles y criollos, tanto como la mayoría de mestizos y cholos, habían
desarrollado demasiados espacios de arbitrariedad y explotación coactiva, como para tolerar la
propuesta de este nuevo pacto social. Para el común de indios, la experiencia vivida en el diario
contacto con los mecanismos de arbitrariedad y explotación coactiva probablemente significó que
descartaran muy rápido la viabilidad de la segunda opción. Los forasteros, mit’ayos, arrieros,
yanakuna, trabajadores de obrajes y mujeres indígenas que formaron el grueso de los
combatientes llanos, percibían con más rigor el antagonismo radical entre las normas de
convivencia formales, y las realidades del mundo colonial. Puesto que no fue posible la
restauración del mundo, lo que ocurrió fue, en cambio, la repetición o reactualización del hecho
colonial. Esto también implica un legado, que las repúblicas andinas tendrán que cargar hasta el
presente.

El código metafórico de la violencia tendrá también significados que transmitir a los rebeldes indios
de ayer y de hoy. La forma escogida para la muerte de los principales cabecillas de la rebelión fue,
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bien el descuartizamiento, o la decapitación e incineración, que será reemplazado por modos más
ilustrados de colonizar almas, como la escuela, el cuartel, etc. Todos estos puntos se cumplirán
escrupulosamente en los territorios de la rebelión, en manos ya no de extranjeros, sino de
“nacionales” criollos y mestizos que tomarán las riendas de las nuevas repúblicas a partir de 1810-
1825. De esta manera las sociedades formalmente independientes y liberales establecidas en los
Andes, nacerán marcadas por el legado conflictivo de su historia, que ratificaba la escisión
irreconciliable de dos mundos, pero sin los mecanismos normativos del pacto colonial a lo largo de
la historia republicana, las reformas emprendidas por la casta dominante serán también actos
preventivos, orientados tan sólo a calmar la furia de los dominados.

En 1974, habían pasado casi dos siglos de la rebelión de los Amaru Katari, y más de dos décadas
de una reforma agraria ampliamente redistributiva, con la cual el Movimiento Nacionalista
Revolucionario (MNR) decía haber superado el “problema del indio” otorgándole la propiedad
individual de sus tierras y reconociendo su condición de ciudadano. En enero de ese año, en el
contexto de una de las tantas dictaduras que asolaron la historia republicana de Bolivia, los
campesinos qhichwas de la región de Tolata y Epizana fueron brutalmente masacrados por el
ejército. Paradójicamente, los campesinos masacrados habitaban un antiguo espacio multiétnico,
donde desde hacía siglos el mercado, la propiedad privada y la mezcla cultural habían conformado
una identidad mestiza y ciudadana, que convirtió al campesinado cochabambino en el eje de la
organización sindical impulsada desde el Estado por la revolución nacional de 1952. Los pueblos
andinos habían sido condenados mediante la introducción de la escuela, el voto universal, la
parcelación de la tierra, la desestructuración de las comunidades y la degradante imposición del
llamado Pacto Militar Campesino.

En ese entonces los kataristas-indianistas alcanzaron mayor impacto político nacional fue con el
sindicato: en un congreso realizado a principios de 1978, se refunda la oficialista Confederación
Nacional de Trabajadores Campesinos, a cuya sigla se añade el nombre de Túpac Katari (CNTCB-
TK). En 1979, la corriente katarista se articula con otras organizaciones campesinas de inspiración
marxista, fundiéndose en un solo organismo, denominado Confederación Sindical Única de
Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB), que se afilia a la Central Obrera Boliviana. Es así
que los kataristas postularán la identidad aymara o india como el eje articulador de sus
reivindicaciones y visiones de la sociedad.

Entre las décadas de 1910-1930, la castellanización y la escuela fueron convertidas en demandas


del propio movimiento aymara-qhichwa, como medios para acceder a la ciudadanía y a los
derechos que las leyes republicanas reconocían en el papel, pero que las prácticas del Estado y la
sociedad oligárquica negaban cotidianamente. Es así que en el plano ideológico, la presencia india
se ha ampliado a través de múltiples espacios institucionales. En el plano religioso y cultural, la
crisis de los paradigmas etno y antropocéntricos del “progreso” y el “desarrollo” ha abierto espacio
para una multifacética labor de recuperación y recreación indígena de un futuro posible en el que
se re armonizarían las relaciones hombre-mujer y sociedad-naturaleza. En el plano organizativo
está también en curso la reestructuración y fortalecimiento de los sistemas de autoridad étnica
aymara y qhichwa. Finalmente, en el plano político, los aymaras y los indígenas de hoy continúan
buscando respuestas a los multiseculares desafíos de la realidad colonial.
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Hoy como ayer, los desafíos planteados por las luchas anticoloniales del movimiento indígena
continúan estructurados en torno a la demanda de una radical transformación de las normas de
convivencia que organizan nuestra sociedad.

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