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clásicas, no está de más empezar con una encantadora comedia japonesa que viene
totalmente al pelo. En Buenos días (1959), una joya absoluta de Yasujirō Ozu, los
protagonistas son dos niños que se pasan media película jugando a tirarse pedos y
la otra media haciendo voto de silencio en señal de protesta ante sus padres. El
motivo: estos se niegan a comprarles una tele, temerosos de que la «caja tonta»
termine por atontarlos del todo. Los chavales son inflexibles, se toman su misión
muy en serio (son japoneses) y al final ganan porque por el camino revelan a sus
progenitores la hipocresía y la dudosa utilidad de los ancestrales códigos sociales
del decoro y la buena educación que pretenden inculcar a sus hijos. Y es que
tirarse pedos y pensar no son actividades incompatibles, por lo visto.
Hay ejemplos suficientes para hablar de pandemia. Vayan dos: en una universidad
americana los estudiantes pidieron eliminar El gran Gatsby de su programa académico
arguyendo que los episodios más violentos de la novela podían evocar traumas en los
alumnos que hubieran sufrido agresiones físicas en el pasado; varias obras maestras
literarias la siguieron con parecidas justificaciones. Otra universidad confundió
el honor de acoger en su aula magna un debate electoral entre Hillary Clinton y
Donald Trump con la necesidad de alertar por medio de carteles a los alumnos más
sensibles de que podrían sentirse heridos al escuchar frases ofensivas y
malsonantes por parte del candidato republicano. En casa tampoco nos faltan
ejemplos: ya habrá oído hablar de esos partidos de fútbol infantiles en los que no
se cuentan los goles, no vaya a ser que los niños descubran que a veces se pierde
en la vida.
Dice Haidt: «Antes que proteger a los estudiantes de palabras e ideas que
inevitablemente encontrarán en el futuro, los centros educativos deberían
equiparlos de lo necesario para prosperar en un mundo lleno de palabras e ideas que
no podrán controlar. Una de las grandes enseñanzas del budismo, el estoicismo, el
hinduismo y otras tradiciones es que la felicidad no se alcanza amoldando el mundo
a tus deseos, sino controlando esos deseos, así como tus pautas mentales». Le
parecerá una tontería, pero al leer esto yo, que tengo mis cosas, me acordé
inmediatamente del bueno de Bill Murray en Atrapado en el tiempo (1993), un tipo
que solo halla la felicidad cuando comprende que Punxsutawney (y el tozudo
calendario) no van a rendirse jamás a su cinismo y su misantropía, sino todo lo
contrario.
Como el asunto es serio y hay que revertir la cosa cuanto antes, y como no soy
psicólogo juvenil pero sí he echado un rato en ver alguna que otra película, se me
ha ocurrido que una buena manera de entretenernos por aquí sería recomendar para la
franja de edad de la adolescencia varios filmes que expliquen algunas
consideraciones de mucha importancia sobre la crudeza del mundo, las decepciones
inevitables, la moral, la ciudadanía o el placer de una conversación civilizada. La
mayoría son anteriores al año 2000, y por tanto «antiguos» según el desopilante
criterio definitorio actual. Pero, como dijo Martin Scorsese hace unas semanas en
Oviedo haciendo suya una frase de Peter Bogdanovich, «las películas antiguas son
una cosa que no existe. Lo que hay son películas que no has visto». Allá vamos:
Como la juventud se nutre de la creación de modelos, nada mejor que empezar con
películas protagonizadas por chavales lúcidos y perspicaces. Es más: chavales que
hallan la propia inteligencia sin apoyo paterno, o a pesar de la ausencia o la
torpeza, cuando no la desidia, de sus mayores. El patrón es, claro, el Antoine
Doinel de Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, 1959) pero también el Mason
de Boyhood (Richard Linklater, 2014) o esa niña de creatividad inagotable en la
superación de miedos y problemas que brilla en El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki,
2001). Qué verde era mi valle (John Ford, 1941) contiene un delicioso episodio
autobiográfico en el que Ford recuerda cómo de niño estuvo meses postrado en una
cama por la enfermedad con la mejor terapia a tiro de brazo: una estantería llena
de libros que despertaron su pasión por la literatura universal. Academia Rushmore
(Wes Anderson, 1998) presenta una variable interesante: se puede ser rarito y,
siendo perfectamente consciente de ello, lucir sin miedo la propia inteligencia e
individualidad, compartirlas con los demás y pelear por el propio lugar en el
mundo.
Lección dos. Muy elemental, pero así estamos: la vida es una serie de dificultades,
un recorrido lleno de trabas. Lo anómalo es el camino de baldosas amarillas. Los
problemas (que llegan invariablemente) son más o menos serios. A veces son muy
graves. Pero tampoco estamos aquí para deprimir al personal, así que escojamos
películas cuyo protagonista, ardiente, apasionado y vital, decide renacer ante la
adversidad. Porque tirar de ganas de vivir también es posible, y no tan anómalo.
Tres ejemplos: el final de Días del cielo (Terrence Malick, 1978), el de Tiempos
modernos (Charlie Chaplin, 1936) y el canon, que es esa cosa prodigiosa a cargo de
Giulietta Masina en la última escena de Las noches de Cabiria (Federico Fellini,
1957). Sonreír ante la calamidad no es pretender estúpidamente que la desgracia y
el miedo no volverán a asomar la patita, sino saber que no queda otra que subirse a
ellos y cabalgarlos, y de paso aprender algo sobre la marcha. Que la experiencia
del miedo es un camino exprés hacia la sabiduría personal es una cosa muy bien
explicada en la peripecia de la protagonista de Cléo de 5 a 7 (Agnès Varda, 1962).
Aunque también hay lecciones más prosaicas: si te queman el coche, si tu mejor
amigo muere de un infarto, si te engañan, te estafan, te amenazan de muerte; si se
mean en la alfombra de tu salón, vaya, recuerda: «el Nota aguanta» (El gran
Lebowski, Joel & Ethan Coen, 1998).
Llega ahora el vistazo necesario a los verdaderos horrores del mundo. La siguiente
fase son películas protagonizadas por niños a los que la vida reserva su primera
experiencia con el mal, que es algo mucho peor que una frase polémica o un tuit
ofensivo. El modelo aquí es La noche del cazador (Charles Laughton, 1955) y otras
películas de niños acechados por la vileza, la miseria o la guerra. Véase Ladrón de
bicicletas (Vittorio de Sica, 1948) o su prima hermana, La tumba de las luciérnagas
(Isao Takahata, 1988). Dice Michael Haneke que nunca hay nada malo en mostrar la
verdad sobre los aspectos más sórdidos de la existencia, y aquí no vamos a
recomendar ningún Haneke porque tampoco hay que forzar, pero sí Cuenta conmigo (Rob
Reiner, 1986) una película sobre el viaje iniciático de un grupo de chavales
decididos a mirar de cara el rostro de la muerte. Con estos mimbres se allana el
camino para ver un día futuro cosas necesarias como la reciente El hijo de Saúl
(László Nemes, 2015) o, cómo no, para cumplir andando el tiempo con el deber cívico
del hombre adulto europeo, que es, claro, ver Shoah (Claude Lanzmann, 1985).
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La tumba de las luciérnagas. Imagen: Shinchosha Company, Studio Ghibli
Vivimos una era de juicios morales apresurados. Ya habrá visto el Twitter, con su
ceremonial perpetuo de etiquetado precoz del adversario dialéctico en las peores
categorías humanas. ¿Alguna vez su hijo/sobrino le ha preguntado a los diez minutos
de una película quién es el bueno y quién es el malo? Los niños necesitan estos
juicios morales bipolares para orientarse. El problema a día de hoy es que miles de
jóvenes en edad de votar siguen viendo solo esas dos clases de personas. A estos
conviene recomendarles Nader y Simin: una separación (Asghar Farhadi, 2011). En
esta película entretenidísima hay un momento esencial en el que todos sus
personajes defienden con vehemencia intereses que van en abierta oposición a los de
todos los demás. Y sin embargo resulta que ninguno de esos intereses carece de
justificación moral. He ahí una foto fija perfecta del complejo equilibrio que
exige la democracia, un sistema que, como todas las cosas excelsas y sublimes,
demanda todo nuestro esfuerzo de contención, resignación y empatía. Porque fuera de
ella uno puede recrearse en lo bien que lucen su razón y su dialéctica, pero tendrá
frío. Mucho. La lección se completará andando los años, bien entrada la veintena,
con dos películas sobre el sutil, profundo y enriquecedor arte de la buena
conversación. En la era del «zasca», dos artefactos alienígenas: Mi cena con André
(Louis Malle, 1981) y Mi noche con Maud (Éric Rohmer, 1969).
En fin, la ciudadanía
Otra lección elemental, pero así estamos: no hay nada más irresponsable que
instigar el odio fraternal. Porque cuando este se desborda resulta tan difícil
encauzar la convivencia como volver a meter la pasta de dientes en el tubo. De
odios latentes que despiertan en el momento más inesperado habla muy bien en clave
nacional La caza (Carlos Saura, 1966). Si su mensaje se comprende, iremos bien.
Porque a la infancia le sucede la adolescencia, pero a esta, en el mejor de los
casos, no le sigue la madurez, cosa de mérito apenas biológico, sino algo mucho más
admirable: la ciudadanía ejercida con responsabilidad. Por eso podemos cerrar esta
modesta propuesta de formación en valores presentando algunos modelos de excelencia
cívica. Proponemos dos: por un lado, el director de periódico Dutton Peabody, que
herido, magullado y tirado por los suelos dice en la célebre película de John Ford:
«¡Ah, hola Rance! Le he explicado a Liberty Valance algunas consideraciones sobre
la libertad de prensa». Por otro lado, ese manual viviente del hombre recto e
íntegro que es Toshiro Mifune en Barbarroja (Akira Kurosawa, 1965), el Atticus
Finch japonés, un tipo dotado del raro don de saber siempre lo que se espera de él.
Y hacerlo.
Los jóvenes siempre son más listos de lo que creemos, decíamos al principio. A lo
mejor todas estas películas les aburren o les traen al pairo, y bien está. Basta
que sepan hallar las suyas. El único requisito es que las que encuentren les
despierten algo parecido al célebre elogio de Dante a Virgilio: