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El sentido del canon

Nacido en el ámbito religioso y transformado por el humanismo en una noción laica, el canon ha
dominado las discusiones culturales y literarias durante siglos. Pero no es seguro que vaya a
seguir haciéndolo.

para Jordi Llovet

A pesar del hostigamiento que ha sufrido a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y de su actual
estado de desguace, al menos en su dimensión pública, parece indudable que la idea de canon ha vertebrado
desde sus orígenes el desarrollo de la literatura occidental y que, de hecho, el propio concepto está asociado de
un modo elocuente y exclusivo a los fundamentos de lo que, en un sentido lato, se entiende por cultura europea.
No deja de ser curioso que la palabra kanón signi que en griego a la vez modelo y frontera, como si, de algún
modo, esa doble acepción representara, por un lado, la di cultad de de nir –y por tanto consensuar–
satisfactoriamente su sentido, y por otro, la función de defensa que el curso de su evolución parece sugerir e
incluso demandar.

La problemática relevancia del canon se pone sobre todo de mani esto cuando uno trata de
adentrarse en su historia y se encuentra con que el intento de dilucidar su causa es casi tan difícil
como el de remontar críticamente el cauce de Occidente. Al mismo tiempo, las notorias
contradicciones y perplejidades que arroja la bibliografía son un síntoma de que el asunto no es
solo complejo sino también proteico, cuya interpretación está, las más de las veces, sujeta a los
límites de la especialización del crítico o el erudito que lo aborda. Para lo que aquí nos trae, no
pretendo en absoluto trazar una historia del canon, sino tan solo ensayar algunas ideas que
puedan servir para entender el punto en el que estamos, aunque solo sea a n de recordar que la
literatura, a despecho de las múltiples operaciones para desplazarla, sigue siendo el mejor
instrumento para interrogar al mundo.

Cuando hablamos de canon literario nos referimos a una idea laica que tuvo sus orígenes en una
necesidad religiosa, puesto que el modelo primordial es, inevitablemente, la Biblia, la selección
de textos sagrados que la cultura judeocristiana ordenó para gobernar espiritualmente a su
comunidad. Dejando de lado ahora las diferencias textuales para cada confesión, según sea judía,
católica o protestante, lo que sobre todo nos interesa observar es que la sinopsis bíblica contiene
ya muchos de los elementos que luego el canon literario, durante su proceso de secularización,
pedirá para sí. El reconocimiento de una autoridad, por ejemplo, en su caso ligada a lo divino,
que segrega unos textos y los privilegia sobre otros que inexorablemente condena como
“apócrifos” es desde luego esencial para entender la mecánica de nuestro canon, lo mismo que
esa vocación de servir a una sociedad que comparte un credo y que se une y se legisla mediante la
lectura, la memorización, el canto y la exégesis de unas obras sagradas; y por tanto intocables e
insustituibles.

La trascendencia de la Biblia como modelo canónico –como canon de cánones, de hecho– se hace
todavía más evidente cuando se tiene en cuenta su expansión gracias a otro procedimiento que,
ya en plena modernidad, será decisivo para la construcción del ejemplo literario. La traducción
griega del Antiguo Testamento, conocida como Septuaginta, como luego las versiones latinas,
sobre todo la Vulgata de San Jerónimo, no solo sirvieron para ensanchar los límites de una fe,
sino también de una visión del mundo, de una forma de pensamiento ligada al Libro. Tal vez
incluso en la helenización de la tradición hebrea podamos ver otro de los momentos
constituyentes de la era del canon, puesto que, de alguna manera, al volcar a la lengua de
Homero la palabra del Dios judío se formalizó la alianza entre dos aspectos fundacionales: una
idea de autoridad y lo que podríamos llamar el horror vacui de los griegos, que son los
responsables, por así decirlo, de que en Occidente tengamos la necesidad de llenar, clasi car y
listar, una obsesión, esta última, que tantas veces se aprecia, y no por casualidad, en los poemas
homéricos. Por la misma razón, podemos ver en la Poética de Aristóteles un primer ejemplo de
crítica canónica.

El mayor reto, a la hora de aproximarse a esta cuestión, estriba en determinar, o al menos intuir o
entrever, el momento en que el canon religioso se transforma –y por qué procedimientos– en una
noción laica, aunque quizá el tránsito no se haya consumado nunca del todo o solo lo ha hecho
conservando cierta aura religiosa, pues parece innegable que la Biblia ha seguido siendo, al
menos hasta la primera mitad del siglo XX, una obra inaugural del canon literario, con la que la
mayoría de los grandes autores, desde Dante y Shakespeare hasta Emily Brontë, Joyce o Mann, se
han enfrentado y cuyo aliento han perpetuado. En este sentido, es interesante comprobar hasta
qué punto el grueso de la tradición literaria de Occidente se ha articulado en torno a la Biblia,
aceptando así las fronteras textuales impuestas por su autoridad. Tanto los llamados libros
intertestamentarios como los evangelios apócrifos han ejercido muy poca in uencia, por no decir
ninguna.

Tengo para mí –y sé que es mucho decir– que la laicización del canon, o por lo menos la
gestación de su metamorfosis literaria, empezó con el humanismo y su decidido programa de
reeducar al mundo según el modelo de los grandes autores de la Antigüedad, de Roma sobre
todo, en menor medida de Grecia. La batalla de Petrarca, Valla, Poliziano o Erasmo por liberar a
Roma de la escolástica, restaurar el latín de Cicerón y trazar el plano de una ciudad ideal puso en
circulación, a lo ancho de Europa, la idea de certamen literario, lo que suponía librar un combate
con la tradición, que de pronto se iluminaba, adquiría profundidad y resucitaba a sus grandes
prosistas y poetas, insertados ahora, gracias a la lología, en una parpadeante constelación de
voces. La civilización fue un día cuestión de sintaxis y una serie de obras, ajenas a la órbita de la
Biblia, se postularon como primer elenco literario.

Una de las consecuencias más trascendentales de la labor de los humanistas, ampli cada por la
invención y generalización de la imprenta, fue el estudio histórico y crítico de la Biblia, iniciado
por Erasmo con su nueva versión del Nuevo Testamento. La aplicación del método humanista a
las sagradas escrituras desencadenó una fuerte controversia teológica y hermenéutica que
desembocaría en la Ilustración, cuando se consuma esa emancipación del principio de autoridad.
Ya sabemos que la desvia- ción de la ortodoxia católica, por parte de Erasmo, acompañó la
eclosión del protestantismo y las primeras traducciones de la Biblia, sobre todo la alemana de
Lutero y la inglesa de William Tyndale.

Sospecho que el sistema de lo que llamamos canon literario empezó a formarse entonces, a lo
largo del XVI, con los ecos aún vibrantes del humanismo, el trauma de la Reforma y la fundación
de las literaturas modernas, gracias, en buena medida, a esas controvertidas traducciones de la
Biblia, que no solo crearon un modelo de lengua sino que secularizaron la palabra divina,
expulsada del recinto cifrado para ir a confundirse con el habla demótica. Shakespeare, por
ejemplo, es el resultado de esa operación. En España, en cambio, esa función fertilizadora, como
apuntó Unamuno, la cumple a solas Cervantes. Y en Italia ya la había logrado Dante, en cuya
Divina Comedia no solo se inventa el italiano como estilización del parlar materno sino que se
propone un primer y estricto canon poético, con Virgilio como principio organizador.

En Montaigne, por la parte francesa, se puede ver al primer autor amateur, librado de las
servidumbres de la disciplina humanista, que construye una genuina lectura sobre la tradición
clásica, entendida ya como un cuerpo vivo por el que circula una nueva conciencia. Es muy
probable, además, que sus ensayos ejercieran un in ujo muy concreto en la obra de Shakespeare,
que debió de leerlos en la traducción de su amigo John Florio. Y es ahí donde empezamos a ver el
movimiento silencioso del canon laico, al oír un eco de la “Apología de Ramon Sibiuda” en
determinado monólogo de Hamlet o El rey Lear, mezclado con una distorsión de una cita de la
Biblia de Ginebra o de un verso de Séneca, Ovidio o Lucrecio. O imaginando a Shakespeare
discutiendo con John Fletcher la adaptación teatral de un episodio del Quijote.

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Todo este juego de tensiones e in uencias, que esceni can una nueva manera de conversar el
mundo, se volverá consciente de sí mismo a lo largo de XVII y, ya de un modo más sistemático, en
el XVIII y el XIX. Decía antes que el cometido de estas páginas no es, ni de lejos, proponer una
historia del canon, sino solo una meditación sobre el mismo, pero es inevitable, aun a riesgo de
tropezarse, intentar localizar los orígenes de algunas cuestiones que luego serán determinantes
para la re exión. Y a mi entender se puede seguir un hilo que va del humanismo a la empresa de
la Ilustración y que llega hasta la crisis del Romanticismo con el cual se va tejiendo el mapa
canónico que termina por enmarcarse en el siglo XX.

La acepción civil del canon como simple lista de libros de lectura obligatoria probablemente se
acuña durante el tiempo de las luces, con su decidida voluntad de convertir a la sociedad en un
perpetuo alumnado que necesita ser instruido. En el curso de ese proceso, además, como
observó Kant en “¿Qué es la Ilustración?”, se produjo una emancipación de la tutela que el
hombre se había impuesto a sí mismo, una liberación que trajo consigo la crítica de toda
autoridad y toda tradición, ya fuera política, religiosa o intelectual y que afectó a la monarquía, al
papado y también a los textos bíblicos y literarios. A partir de ahí, podríamos decir que la
modernidad funda su dialéctica en una constante impugnación de la autoridad. Lo que ocurre es
que, a su vez, ese destronamiento, que alcanza su momento dramático durante la Revolución
francesa, cuando el poder eclesiástico es sustituido por el intelectual, despierta un ansia por
conquistar la autoridad vacante, por ocupar el vacío que ha dejado la antigua hegemonía de lo
sagrado, pero ya con estrategias y procedimientos que son por naturaleza vulnerables.

A lo largo del XVIII se instituye la idea de autor, a un paso del genio romántico, que va unida a la
de crítico. Un poeta como Samuel Johnson, por ejemplo, se dedica también a levantar la primera
gran lectura de su propia tradición. En primer lugar, se encargó de editar y comentar toda la obra
de Shakespeare, corrigiendo la edición de Pope y dejando al bardo listo para su ingreso en el
Romanticismo. Y por otro, en sus Vidas de los poetas, se anticipó a la función de la crítica, tal y
como se entendió sobre todo en el siglo XX, al enjuiciar, en ocasiones de un modo muy severo, el
canon poético comercial propuesto por los libreros, antecesores de lo que hoy entendemos por
editores.

Ese proceso de subjetivización que se venía observando desde el XVI se ahondará y se


complicará, como todo lo demás, durante el Romanticismo, con la de nitiva quiebra de
con anza entre la mente del hombre y la naturaleza. Y en ese tránsito a la desacralización del
mundo aparece una categoría que de pronto lo invade todo y en boca de cualquiera: lo Sublime.
El tratado de Longino se había recuperado ya en el XVI, aunque no fue hasta el XVIII cuando se
consumó su expansión –al menos, si no siempre de la obra, de la categoría–, gracias sobre todo a
los trabajos de Addison, Burke y Kant. Hechas todas las salvedades, hay en De lo sublime claros
precedentes de esa voluntad crítica que organiza el canon laico, con sus agudas observaciones e
inteligentes citas de Homero, con la apuesta por la inmortalidad literaria, el elogio del buen
criterio y la concepción agonística de la literatura. Y, por encima de todo, con esa de nición de lo
sublime como algo que nos acerca a la grandeza divina, pero que ya no lo es. Con motivaciones
distintas, Burke dice que lo sublime es el “asombro sin peligro”, opuesto a lo sagrado que sería,
justamente, el “asombro con peligro”.

Los románticos lo interiorizaron todo e hicieron de la práctica literaria un ejercicio teórico al


tiempo que emergían las grandes literaturas nacionales, con sus autores egregios, como Goethe
en Alemania, que concentra en su sola persona, hasta un extremo casi cómico, todas las
aspiraciones del canon. Wordsworth y Coleridge, por su parte, se ven obligados a defender
críticamente sus Lyrical Ballads. Los escritores ya están compitiendo conscientemente con la
tradición, tratando de recuperar el centro perdido, de imponer su concepción de la literatura, de
desbancar a la generación anterior, de recuperar a un autor del pasado que no había sido leído
como ellos creían que debía hacerse, inventando, en de nitiva, a sus precursores y per lando a
sus sucesores. Shakespeare deja de ser dramaturgo para convertirse en poeta, autor de célebres
monólogos dramáticos. Los personajes de Cervantes abandonan España y se exilian a Inglaterra
para, a través de Fielding y Sterne, crear la novela moderna, que al cabo de un siglo alcanzará la
cúspide de la jerarquía literaria, en detrimento del teatro y la poesía.

Aún hay, en el XIX, un fenómeno importante para la con guración del canon –para la soldadura
de su círculo– y es la adaptación de la Grecia clásica al idealismo alemán, gracias, principalmente,
al trabajo de Winckelmann, consolidado luego por la reforma educativa de Von Humboldt y que
Henry Fuseli llevará a Inglaterra. La invención de esa Grecia nórdica y pagana modula la estética
de Alemania e Inglaterra, a diferencia de lo que ocurre en los países católicos, refugiados en un
latinismo cristiano, hasta el punto de que es tan imprescindible para un poeta como Hölderlin
cuanto para la generación nisecular representada por Walter Pater y Oscar Wilde. Por último,
en el XIX se con rma el alcance del Romanticismo a través de su expansión americana,
mayormente a través de la obra de Emerson y Walt Whitman, aunque también de novelistas
como Herman Melville, autores que van a tutelar el desarrollo de la literatura estadounidense a
lo largo del siguiente siglo.

Considerado a la luz de la cuestión, el siglo XX, que sigue siendo nuestro siglo, pues nada
sabemos todavía del siglo XXI en tanto que entidad literaria, se revela, en contra de lo que a
primera vista puede parecer, como el siglo canónico por excelencia. Hay en su primera mitad,
pongamos desde 1914 hasta 1955, un grupo de escritores, clasi cados dentro de lo que
comúnmente se entiende por vanguardia, que se enfrentan al canon con la ambición de
someterlo, de abarcarlo y modi carlo, con una intensidad, una conciencia del peso del pasado y
una longitud de onda que quizá nunca hasta entonces se había conocido. Es el caso, obviamente,
de Joyce, que en el Ulises no solo entierra la historia del realismo decimonónico, sino que resume
la evolución de la prosa inglesa y de paso traduce la Comedia de Dante a la vez que dialoga
tensamente con Shakespeare, en especial con el espectro de Hamlet. Y Eliot, con una
desmesurada y fértil arrogancia, removió la tradición poética europea con La tierra baldía y El
bosque sagrado, su correlato ensayístico, donde se formula la idea de la tradición como un
organismo vivo en el que el autor se inserta para integrar a su generación en sus propios huesos y
con la certeza de que toda la literatura europea, desde sus inicios, posee una existencia y un
orden simultáneos. Podríamos hablar también de Virginia Woolf, de Hermann Broch, de Ezra
Pound, de Thomas Mann, autores todos ellos que en su obra, además de indagar en el espíritu de
su tiempo, proyectan, en forma de guerra sin cuartel, una conclusión del canon, una propuesta de
nal cíclico del que siguen dimanando las preguntas que nos hacemos al respecto.

El siglo XX es el siglo de la memoria amenazada, que libera un momentáneo y ondulante


resplandor antes de apagarse. Asomarse a esos escritores supone ver los tiempos del canon, la
formación de su nebulosa, que arrasa campos, ilumina cañadas, enciende mares y parece dirigirse
a una necesaria extinción. Se dirá que la impresión está demasiado condicionada por nuestro
conocimiento de la historia, de lo que viene a continuación, y algo de ello puede que haya, pero
creo que la evolución de la literatura, su aligeramiento de supervivencia tras la Segunda Guerra
Mundial, con rma las sospechas. Si retomamos la historia del principio de autoridad consagrado
en el canon, con sus comienzos bíblicos y su lenta transformación laica, desde la seguridad
humanística hasta la insurgencia ilustrada, con la detonación de esa ansiedad que de ne el
funcionamiento de un canon que ya no puede ser cerrado ni infranqueable, sino abierto al
certamen para ocupar su centro, quizá podamos concluir que esa aspiración a la hegemonía
quedó pulverizada con el Holocausto y todo lo que ello supuso. Decía Hannah Arendt en una
entrevista a principios de los sesenta que “nunca debimos dejar que eso ocurriera”. Y hay en esa
primera persona del plural una asunción, no solo de responsabilidad, sino de trágica
irreversibilidad, en el seno de la conciencia de Occidente, que de ningún modo pudo ser ajena a
la cuestión canónica. Los campos de exterminio no solo dejaron ein Grab in den Wolken, como
escribió Celan, es decir, una tumba en las nubes, sino que afectaron a la imaginación europea, a
su vieja elevación a la sublimidad, de un modo tan virulento que la condenaron a transitar por los
márgenes distrayendo su vergüenza y disfrazando su culpabilidad con entretenimiento y
desmemoria.

El siglo XX fue el del traspaso de poderes entre la poesía y la novela, que, también tras la guerra,
empezó a ser objeto de estudio serio por parte de la crítica, un cambio de actitud que quizá
pueda detectarse, al menos en lo que a la literatura anglosajona se re ere, en el interés que a la
tradición novelística empezó a dedicarle F. R. Leavis, discípulo de Eliot, en su ensayo The Great
Tradition, donde buscaba una genealogía, en la obra de George Eliot, Henry James y Joseph
Conrad, para la novela contemporánea, tras muchos años de atención al fenómeno poético. Tras
el desplazamiento del teatro, que había sido uno de los principales géneros de representación y
experimentación en Europa, no solo en Grecia y Roma, sino en toda Europa a partir del XVI y
con intensidad decreciente hasta el XIX, llegó la hora de la poesía, que, por una parte, delegó
algunas de sus responsabilidades –su ambición de abarcar la totalidad del mundo y no solo una
parcela emocional– en la novela y, por otra, se encerró en una cripta como acto de defensa ante
la desatención de la sociedad, la pérdida de espacio público y la vulgarización del lenguaje. Por
supuesto, no se trató de un proceso rápido, sino solo de una gradual adaptación en la que, por
cierto, todavía estamos.

Es entonces cuando la sensibilidad occidental, en cuestiones canónicas, empieza a bifurcarse en


dos caminos. En uno de ellos avanzaron aquellos escritores impulsados por la onda expansiva de
la explosión. Todavía en 1942, Erich Auerbach, durante su exilio en Estambul, pudo escribir de
memoria, para entendernos, su Mímesis, en puridad una re exión sobre el canon occidental en la
que ya se lee cierta desesperación, un sentimiento de clausura y despedida que tiñe la obra, sin
embargo, de una rara alegría. También en plena guerra, Cyril Connolly había escrito La tumba
inquieta, una celebración elegíaca de la alta literatura en la que ya se da una imagen del canon
como de un templo que empieza a desmoronarse. En una fecha tan tardía como 1944, T. S. Eliot
pronunció en Londres la conferencia “¿Qué es un clásico?” para a rmar, con una ingenuidad que
no puede ser sino una enorme ironía, que el origen canónico había que encontrarlo en Virgilio,
dentro de una Europa unida por el cristianismo en cuyo centro estaba, por supuesto, Dante.
Stefan Zweig se había suicidado en Brasil en 1942 tras evocar en El mundo de ayer la Europa que
había sido arrasada con las dos guerras. No hace tanto, Borges vivía aún de esa memoria agónica,
de hecho su obra es una de las últimas manifestaciones de ese estado, hasta el punto de que la
mera enumeración se convierte en el sistema de su poética. Ya no queda, parece decirnos, más
remedio que repetir, que recordar fragmentos, volver a la lista una y otra vez. Se trata, en n, de
un camino largo que llega hasta nuestros días, cuando se pueden ver escritores como peregrinos
que van a buscar piedras de las ruinas para decorar sus pequeños pisos.

El segundo camino es el del olvido, el de la pretendida inocencia que de algún modo rede ne la
literatura a partir de cierto momento, como si no pudiera con su pasado. Aquí los escritores, en
especial los novelistas, deciden de pronto hacer tabula rasa, concentrarse en un tiempo asequible
y reivindicar el placer de contar historias. Es lo que ocurrió, por ejemplo, en España durante los
años ochenta, cuando, tras el túnel del franquismo, se estableció un consenso cultural en el que
la esta, la dimensión lúdica de la literatura, pasó a ser el único cometido. Los modelos, en el
mejor de los casos, empezaron a ser autores como Truman Capote, Hemingway y Stevenson, que
despertó, por cierto, una veneración que todavía dura y que en algún momento habría que
revisar. En el siglo XIX solo parecía existir Dickens. Henry James era bueno en sus nouvelles, pero
insoportable en sus últimas novelas. Toda la vanguardia se despachó con el cargo de ser aburrida
y pretenciosa. De Joyce se llegó a decir incluso –fue Javier Marías– que eran mejores los cuentos
de Dublineses que el Ulises. El teatro, como la poesía, nunca había existido. Poco a poco, muchos
escritores, incluso los mejores, empezaron a reducir su campo de trabajo, limitaron el alcance de
su visión a la novela y al ámbito decimonónico como costa más lejana, asumieron la cultura pop
como sustitutiva de la aristocrática y empezaron a considerarse miembros de una
posmodernidad su cientemente confusa como para que nadie rechistase. De alguna manera,
puede decirse que se liberaron del canon para gozar de una ansiada libertad que, por otra parte,
redundó en una mirada cada vez más pobre y servil del mundo.

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Por detrás de todo esto, el siglo XX incubó al mismo tiempo un fenomenal cuerpo teórico que
sustituyó al canon como ámbito de discusión. Las consabidas corrientes estructuralistas,
marxistas, deconstructivistas, psicoanalíticas, semióticas o feministas que inundaron la
universidad parecieron llenar el vacío de lo canónico y desembocaron en los llamados estudios
culturales, que han acabado por adueñarse del espacio académico, sobre todo en Estados Unidos
e Inglaterra, con las inevitables consecuencias en el resto de Occidente. Esos estudios son, a mi
juicio, una reacción a esa vergüenza que embargó a la conciencia europea tras la Segunda Guerra
Mundial y que trató de suplir el hueco de la autoridad y la excelencia con valores extraestéticos
como la raza, el sexo o la identidad, que es una cándida manera de decir “yo no he sido”. Esta
escuela se apresuró además a hacer una lectura del canon como un lugar de privilegio creado
mediante decisiones políticas y una estrategia de marginación social que había impedido hacerse
oír a los más desfavorecidos. El mecanismo, sin embargo, no deja de ser perverso, pues condena
a los marginados a seguir intelectualmente supeditados a ese orden del mundo, exento incluso
del grado de complejidad necesario para entender esas exclusiones. La literatura, según esa
teoría, es una solución y no un problema, que es lo que el canon nos enseña si uno se atreve a
pensarlo y no solo a aceptarlo. Por muchos esfuerzos que se hagan al respecto, no se puede, de
ninguna manera, deducir una determinada política en el juego de tensiones e in uencias que han
permitido ingresar en él a autores tan diversos como Cervantes, Milton, Emily Dickinson,
Tolstói, Kafka, Céline, Celan o V. S. Naipaul. La literatura, entendida desde una perspectiva
canónica, tanto en Sófocles como en Philip Roth, es un instrumento que destruye las
comodidades, que no puede aceptar, ni siquiera cuando se lo propone, ningún límite ideológico,
sino que sale a explorar la condición humana con todas las consecuencias. La universalidad de
Dante no estriba en su sumisión a la teología católica sino en su capacidad de examinar al
hombre. T. S. Eliot, en los Cuatro cuartetos, nos cuenta lo bien que le ha sentado convertirse al
anglicanismo y ser súbdito británico, pero lo que alienta en el poema es mucho más expansivo:
habla de la textura del tiempo, de la guerra, de la imposibilidad del amor y, en última instancia,
de una espiritualidad ecuménica. Por otra parte, como se ha dicho ya hasta el hartazgo, las
humanidades no garantizan moralmente nada, las humanidades, como dice George Steiner, no
humanizan, pero tienen un cometido mucho más importante: recordar qué es lo humano, aunque
muchas veces sea difícil de soportar.

Ya en los años ochenta, a esta corriente dominante de los estudios culturales se le opuso otra que
ha sido tachada, a veces de un modo muy super cial, de conservadora y reaccionaria. Creo
recordar que uno de sus principales adalides –o por lo menos el más popular en la época– fue el
profesor Allan Bloom, autor de un ensayo titulado The Closing of the American Mind, que en 1987
se convirtió en un inesperado best seller y donde denunciaba la degradación de los estudios
universitarios, sobre todo debido al abandono de los grandes libros del pensamiento occidental.
Bloom, a quien años más tarde Saul Bellow convertiría en el personaje de Ravelstein,
aprovechaba para aventurar una crítica de la sociedad surgida tras la Segunda Guerra Mundial, de
lo que él veía como una banalización de los gustos musicales, literarios y artísticos, incluso de las
costumbres sexuales y amorosas, y que amenazaba la soberanía intelectual del hombre. Aunque
el libro se enquistó entonces en uno de los extremos de la discusión, creo que sigue siendo
importante a la hora de tratar de comprender qué ha ocurrido con la educación europea.

Como es bien sabido, uno de los últimos gestos críticos a favor del canon que se dieron en el
siglo XX fue el libro de otro Bloom, Harold esta vez, titulado inequívocamente El canon occidental,
que tuvo una gran repercusión tanto en Estados Unidos como en Europa cuando se publicó en
1994. Bloom que, según me cuentan, está considerado en las universidades norteamericanas un
dinosaurio a quien nadie hace caso, representa, de alguna manera, el colofón a ese trayecto de la
memoria que apuntábamos más arriba. El libro, por supuesto, fue acusado en varios frentes de
reaccionario y elitista. También se le reprochó, por parte de los clasicistas, no haber comentado
las obras más relevantes de la literatura grecolatina, que se limitó a enumerar dentro de una
“edad teocrática”, en una lista nal que, a mi entender, bien se podría haber ahorrado, pues
desgraciadamente fue lo único que muchos leyeron y porque terminó distorsionado el sentido y
la hondura del ensayo.

Tanto la obra como la lectura que generó son los mejores ejemplos para entender lo que ha
ocurrido con la idea del canon. Bloom decidió ofrecer, en el crepúsculo de su carrera como
profesor y crítico, una meditación sobre lo que para él constituía el corpus literario esencial de la
modernidad, cuyo sustrato es, de acuerdo con la organización bloomiana, tanto la literatura
grecolatina como la tradición bíblica, que comparten la sujeción a lo divino. Al situar a
Shakespeare en el centro –no en el principio– del canon, Bloom sugiere que en ese momento se
produjo una fractura decisiva en la conciencia humana. La prohibición, en la Inglaterra isabelina,
de representar motivos bíblicos en escena, para asegurar socialmente la ruptura con Roma,
propició el surgimiento de un teatro plenamente emancipado de la imaginería cristiana que
desplazó –a diferencia de lo que ocurrió, por ejemplo, en España– la atención trágica de la gura
de Cristo al hombre común y que Shakespeare supo aprovechar para indagar sin ataduras en la
tormenta humana. Hay que tener en cuenta, además, que Bloom es, como suele admitir sin
embozo, un crítico romántico y que su perspectiva ha condicionado fuertemente sus
conclusiones. Quiero decir con ello que lo relevante de su ejemplo no radica tanto en su personal
lista de obras, en sus inclusiones o exclusiones, cuanto en la demostración de que el canon es un
lugar insustituible para la existencia de la literatura, pues le sirve de atmósfera, siempre y cuando
se asuma como un territorio crítico, con vida, sacudido por lo que el propio Bloom ha llamado la
angustia de las in uencias y no como una idea preconcebida y amable, decorativa en el peor de
los casos. Ahí Bloom coincide plenamente con Eliot, contra cuyas ideas estéticas se rebeló al
principio de su carrera. Y como escribió Bloom, ahora Allan de nuevo, en cuanto la tradición se
reconoce como tal es que está muerta.

Uno de los principales problemas a los que el canon, desde el advenimiento de la modernidad
hasta nuestros días, ha tenido que integrar casi como una contradicción con su propia existencia
es que lo que llamamos gran literatura se resiste a cualquier intento de de nición, pues solo se
reconoce cuando acontece. Pero, claro, ¿cuáles son los mecanismos que permiten ese
reconocimiento, esa anagnórisis, eso que los ingleses llaman the shock of recognition? No lo
sabemos. ¿Y solo unos pocos están dotados para participar de ese conocimiento? Las
explicaciones que se han intentado dar, como la de “capital cultural” de John Guillory, que sigue
a Pierre Bourdieu, son altamente insatisfactorias. Es verdad que la escuela ha moldeado un gusto
a través de las generaciones, una forma de acceso a la literatura que, en buena medida, ha dictado
los patrones con lo que han sido juzgadas y sancionadas muchas obras de la tradición literaria,
pero no es menos cierto que muchas veces, durante los años de formación, uno ha podido
descubrir que el canon, entendido según la dinámica generativa que le exigen Eliot o Harold
Bloom, viaja mucho más deprisa que los planes educativos, a menudo desautorizados por aquel.
Mi generación, por ejemplo, nacida con la democracia, se educó de acuerdo a un consenso en
torno a la novelística española del siglo XX, por no decir más, de cuya caducidad no nos dimos
cuenta hasta empezar los estudios superiores; y no precisamente gracias a ellos. El ejemplo de la
narrativa de posguerra, además de La colmena de Cela, era Tiempo de silencio de Luis Martín-
Santos, una novela que ha envejecido muy mal, frente a otro autor, Juan Benet, del que nadie nos
había hablado y que sigue teniendo una posteridad difícil, en gran parte por culpa del mito de su
arrolladora personalidad, que parece haber impermeabilizado su proyecto narrativo a la exégesis
original, más allá del solipsismo hispanista. Descubrir a Benet, mucho más que a Martín-Santos o
a Eduardo Mendoza, otra de las prescripciones en cou, nos puso en contacto con una lectura de
muy largo alcance, que elevaba una enmienda a la práctica totalidad de la narrativa española y
que incluía una interpretación muy osada y estimulante del Quijote, mientras al paso nos abría las
ventanas a otros paisajes, formados por autores como George Eliot, Conrad o Henry James, pero
también Marlowe, Tito Livio o Amiano Marcelino. Estábamos, de golpe, en la arena canónica.

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El caso de Benet ilustra hasta qué punto el canon puede seguir vivo en la imaginación de un
escritor, a despecho del país en el que viva, de lo que haya ocurrido en su siglo y del
atolondramiento de la academia o de la crítica. Pero también pone de mani esto una de las
disfunciones sociales con las que nos tenemos que enfrentar cada vez con más frecuencia y que
tiene que ver con la ausencia de reconocimiento. Y con eso volvemos a la pregunta que antes nos
hacíamos. ¿En qué consiste eso?

No hay duda de que la crisis canónica, por llamarla de algún modo, aunque suene
insoportablemente eclesiástico (pero de eso se trata, ahora que lo pienso, de comunidad), tiene
que ver también con las de ciencias de la sociedad en la que se articula y a la que supuestamente
debe servir. En este sentido, es indisociable del precario estado de las humanidades, relegadas
tanto en la educación secundaria como en la superior, cada vez más orientadas a instruir a los
estudiantes en función de las demandas del mercado. Por otra parte, la escuela y la universidad
son un re ejo de una crisis social donde la negación de cualquier atisbo de autoridad crítica ha
terminado por desdibujar el panorama literario hasta extremos preocupantes. En los
suplementos literarios uno no encuentra más que publicidad, una prolongación del mensaje
lanzado por los editores que, con esa destitución aparentemente rentable de la crítica incómoda,
ven amenazada su capacidad de dar amparo y cuidar la obra de autores que no se pliegan al gusto
fácil de la moda y que necesitan tiempo. El de Ignacio Echevarría es el caso más cercano que
tenemos de alguien que intenta construir una lectura severa de la narrativa contemporánea y es
expulsado por unos resortes de defensa contra el criterio que la propia maquinaria en la que se
inserta pone en marcha. El resultado de todo ello es que la deserción de la crítica, su destierro,
permite la canonización (otra vez suena a hisopo, pero ya sabemos de dónde viene todo esto) de
escritores cada vez peores que acaban por alterar la escala de juicio, acostumbrando incluso a los
sufridos reseñistas a niveles de exigencia cada vez menores, a miradas cada vez más predecibles y
sumisas. Esa es la razón por la que autores tan mediocres como Arturo Pérez-Reverte, Carlos
Ruiz Zafón o Almudena Grandes, por poner unos pocos ejemplos de todos conocidos, estén a un
paso –si es que no lo están ya– de ser estudiados en la escuela y de ahí a un canon paralelo, que
ya no será decidido por la crítica sino tan solo por un jurado compuesto por libreros, jefes de
marketing, publicistas y decoradores de escaparates.

Y es que el problema de la ausencia de reconocimiento del estamento crítico afecta


inmediatamente al funcionamiento de la literatura y por tanto a la calidad cívica de una sociedad.
La autoridad con la que ha sabido investirse Harold Bloom no solo le ha servido para meditar
sobre el canon, sobre la literatura del pasado, sino en especial –y quizá sea al n lo más
importante de su legado– para dialogar con los mejores poetas de su generación, como John
Ashbery, A. R. Ammons o James Merrill, a los que ha incardinado en la escuela de Wallace
Stevens, protegiéndolos así de la inanidad circundante o de la mera inexistencia. Aquí, en
cambio, cada vez cuesta más apreciar la diferencia entre un excelente poeta como Jaime Gil de
Biedma, que también se sumergió en el canon con la intención de modi carlo, y un presunto
seguidor suyo como Luis García Montero.

La respuesta a todo eso es complicada y suele ir por derroteros equivocados, normalmente


inspirados por una especie de nostalgia ilustrada. Para hacernos cargo de esta situación, no
podemos obviar nuestra herencia y hacer la vista gorda ante lo que ya Adorno y Horkheimer,
justo después de la Segunda Guerra Mundial, llamaron el fracaso del totalitarismo ilustrado, no
tanto para liquidar el pensamiento de la Ilustración cuanto para recordar que la primera
obligación del mismo era pensar su propia regresión y prolongar así sus esperanzas.

La solución al problema, pues, no puede ser la restitución de un edénico statu quo que, por otra
parte, nadie asegura que sea adecuado para nuestro tiempo. Hace poco, un centenar largo de
hispanistas de todo el mundo se ha reunido en la universidad de La Rioja para confeccionar un
canon que indique, según declararon los organizadores, qué libros de la tradición occidental
deben conservarse en papel antes de que todos estén disponibles en la red. La lista que de
momento ha trascendido es, como mínimo, embarazosa. Además de la Biblia, la Odisea y la
Eneida, están Los milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, las Rimas de Bécquer o el
Romancero gitano de Lorca. Aparte de ejempli car la típica miopía hispanista, esta selección
destaca por ser apenas más útil que regalarle a un chico un gramófono para que aprenda música
clásica. No es que uno tenga nada en contra de esos autores (bueno, sobre Bécquer sí habría algo
que decir), ocurre tan solo que tras esa enumeración no hay nada, no hay ninguna idea, ningún
planteamiento que no se dé por sabido, ninguna respuesta a lo que ha ocurrido, ninguna razón
nueva para adentrarse en el canon.

Naipaul ha dicho que hoy en día el mundo es más grande y que los escritores ya no pueden seguir
viéndolo como si estuviéramos en el siglo XIX, que una de sus principales responsabilidades
estriba en arriesgar una nueva mirada que altere la percepción de ese mundo. Su experiencia
además desmonta todos los presupuestos de los estudios culturales y nos hace tomar conciencia
de la vitalidad que aún puede tener la tradición europea, cuya pervivencia, en muchos aspectos,
ha sido posible gracias a su periferia, como sugiere también el caso de J. M. Coetzee o de cierta
corriente de la narrativa norteamericana, como la que representan Saul Bellow o Philip Roth, que
no solo han sabido aguantarle la mirada al poder sino que han demostrado que la literatura sigue
siendo, a despecho de los cantos de cisne, una herramienta insustituible para interpelarnos y
explorar la condición humana.

Los límites de Occidente ya no son los que fueron y ello no se debe tan solo a las consecuencias
de la Segunda Guerra Mundial. Muchas de las certezas en las que nos educaron, como que Grecia
surge de la nada para fundar Europa, ya han caducado. Los ecos del Gilgamesh en la Odisea,
reconocidos desde hace mucho, nos hablan de un pasado más complejo, más hondo y en
perpetua ebullición que debemos escuchar, de una fuga de la secuencia de nuestros ancestros
que convierte nuestro origen en una cueva todavía inexplorada. El lamento por la exclusión de
los estudios clásicos en la escuela o en la universidad no puede limitarse a echar de menos la
letanía de las declinaciones, sino que debería ser motivo para denunciar algo mucho más terrible
y que supone hurtarles a las futuras generaciones el acceso a otras formas de pensamiento, al
estremecedor diálogo con los muertos, algo que no siempre hemos sabido enseñar.

La elegía por el canon tampoco puede estancarse en un debate estéril acerca de las excelencias
del papel frente a la barbarie digital. Todos sabemos demasiado bien que la imprenta ha sido y
sigue siendo un maravilloso invento que ha difundido desde la literatura más sublime a la más
atroz, exactamente igual que puede ocurrir con las nuevas formas de trasmisión. Otra cosa es la
calidad de lectura y escritura que las nuevas tecnologías puedan generar, la simpli cación de la
inteligencia y del discurso que se intuye y que con tanta vehemencia ha denunciado Jaron Lanier,
uno de los padres de la realidad virtual, en You Are Not a Gadget, un pan eto fundamental para
entender qué hay detrás de todo el tinglado. La proliferación de las redes sociales parece
preconizar una inversión del criterio por la base cuyas consecuencias son aún impredecibles,
pero que en cualquier caso no ha sugerido todavía ningún método convincente que pueda
sustituir a la crítica osada e independiente, a la libertad y soledad del juicio que las voces del
canon nos exigen.

Los ejemplos de Bellow o Roth que traíamos antes, pero también los de Roberto Bolaño o Javier
Pastor en el ámbito hispánico, o los de Ted Hughes o Geo rey Hill en poesía, por citar solo a
unos pocos, demuestran que la literatura de vocación canónica sigue siendo posible y que sabe
resistirse a todas las operaciones de emasculación. Siempre que la educación (y ha ocurrido ya
muchas veces a lo largo de la Historia) se resiente o se manipula, esa literatura es la depositaria
del sentido crítico. Hace falta, eso sí, que mantengamos con vida su reconocimiento, porque es
algo que sigue afectando a nuestra moral. Y esa es una tarea que incumbe a toda la sociedad, o al
menos a una parte sensible de la misma, a los propios escritores, para empezar, pero también a
los periodistas, a los editores, a los críticos y a los lectores. Es ahí, únicamente, donde vibra aún
el sentido último del canon. ~

Andreu Jaume

(Palma de Mallorca, 1977) es editor-at-large de Random House Mondadori.

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