Está en la página 1de 6

CANON LITERARIO

https://borradopedia.com/index.php/Canon_literario_(concepto)
Canon, del gr. κάνεον, barra recta, es el criterio o la regla de elección para un campo cualquiera de
conocimiento o de acción. El canon literario se entiende tradicionalmente como las listas de autores y obras
literarias consideradas con altos valores estéticos, con autoridad y representativas de algún tipo de literatura.
Estas listas se encuentran en antologías, programas académicos de estudio o listas institucionales de
recomendaciones y están hechas por académicos, críticos, escritores y editores, diferentes agentes del campo
intelectual literario. La construcción del canon se basa en un entendimiento colectivo de lo que se debe
preservar en la literatura, por lo tanto, comprende un campo limitado de lo que se estudia críticamente.
Existe un debate alrededor del concepto de canon, sostenido entre la crítica esencialista y la crítica
contextualista. Los críticos esencialistas proclaman y defienden el “valor literario”, “esencial” o ”intrínseco”
de las obras; consideran que el canon es una lista casi cerrada de textos y autores representativos que han
alcanzado un valor universal. La crítica esencialista considera que la literatura tiene valores estéticos
internos, esenciales e inmanentes constituidos principalmente por recursos lingüísticos, formales o retóricos.

Por su parte, la crítica contextualista apela a los factores extraliterarios (contextuales) que intervienen en la


valoración y la consagración de las obras. Esta crítica apunta, en primer lugar, a que el canon establece qué
se debe leer y qué no; señala que la construcción de los cánones literarios está a cargo de ciertos agentes e
instituciones de poder cultural, como las universidades o las casas editoriales, que en ella permean juicios
ideológicos. El canon se vuelve, así, un instrumento de exclusión que refleja las exclusiones sociales del
mundo extraliterario; las normas sobre el gusto que impone el canon son, también, una herramienta de
mantenimiento del poder en manos de minorías conservadoras. Esta crítica considera que “lo literario”  y la
valoración de las obras que los integran son construcciones que depende del contexto: los sujetos, el lugar y
momento histórico, en el que un texto es leído.

Antigüedad
En la Grecia antigua la palabra kanōn aparece en los primeros libros sobre “cómo hacer…” las más variadas
actividades prácticas, desde construir un templo hasta búsquedas contemplativas morales y filosóficas.
Policleto y Epicuro escribieron tratados (perdidos) que eran manuales a los que llamaron Canon.
El Canon de Policleto estableció los nuevos estándares de la representación del cuerpo humano. Surgió
también la transición de la noción de canon de una medida práctica a algo parecido a una Idea platónica.[6]

Los cánones sagrados


Un uso contemporáneo de la frase “El Canon” comúnmente se refiere a una serie de textos sagrados que un
grupo religioso particular acepta permanentemente como el registro de las verdades reveladas por Dios.
Alrededor del 90 d.C., el Concilio de Jamnia decidió que una serie de libros heterogéneos, conocidos
como La Ley, Los profetas y Los escritos constituyeran la lista cerrada  de los libros sagrados, que de ahí en
adelante serían aceptados por el pueblo judío. Hacia el 400 d.C. Anfiloquio de Iconio fijó el catálogo
del Antiguo y Nuevo Testamentos. Más allá de las indagaciones filológicas, las controversias teológicas y la
curiosidad paleográfica, el judaísmo y el catolicismo encuentran su inspiración y su regulación en los textos
sagrados, comúnmente llamados “El Canon”.

Romanticismo
La acepción moderna de lo que hoy se considera “literatura”, es decir, de lo que entra en el canon literario, se
puso en marcha en el Romanticismo. Surgió entonces la filosofía estética que agrupó una serie de objetos y
manifestaciones humanas bajo el concepto de arte, este concepto agrupaba a las obras suponiendo que la
característica que las diferenciaba del resto de los objetos era la belleza.

Formalismo
La crítica literaria formalista estudiaba la estructura del texto mismo. Con una fuerte influencia de los
estudios lingüísticos, los formalistas subordinaron a la forma el contenido; por lo tanto, para el formalismo el
valor literario se encontraba en la forma. El análisis se abocó a los ‘recursos’ de la construcción del texto
literario: los sonidos, las imágenes, el ritmo, la sintaxis, el metro, la rima y las técnicas narrativas, todos los
elementos o 'funciones' que producían en la obra literaria su efecto enajenante. Los formalistas sostenían que
la capacidad enajenante de la literatura hacía del lenguaje algo extraño, y este extrañamiento obligaba al
lector a mirar al mundo con ojos diferentes; en esta experiencia, el lector era capaz, a la vez, de entender el
lenguaje de una manera más completa.
Estos juicios sobre el valor estético en la forma literaria y su efecto en el lector permearían la idea
esencialista de canon y su defensa.

Harold Bloom y el canon occidental


Harold Bloom, crítico literario estadounidense, ha defendido los valores estéticos inmanentes a las obras. En
su libro El canon occidental. La escuela y los libros de todas las épocas Bloom busca desentrañar el valor
estético y sublime intrínseco en veintiséis obras “representativas de las naciones occidentales”. Bloom toma
una postura abiertamente enfrentada a lo que él mismo bautizó como Escuela del Resentimiento, compuesta
por los estudios culturales, el nuevo historicismo y la crítica literaria feminista. Harold Bloom considera que
la originalidad es el elemento que convierte a un autor y a sus obras en canónicos. A Bloom le parece que la
Escuela del Resentimiento ha buscado reducir la estética a la ideología o a la metafísica. No obstante, para
Bloom la experiencia empírica de lectura es una experiencia de placer solitaria que hace del lector un
individuo más sabio y maduro [SIC]

Pierre Bourdieu
Pierre Bourdieu, estudió los fenómenos culturales desde sus dimensiones sociales. Estudió el campo
intelectual como un ente específico que funciona por valores estéticos y económicos. Para Bourdieu las
“obras consagradas”, integrantes del canon artístico,  están constituidas dentro de una serie de reglas
operantes en los procesos de transmisión difusión y legitimación operantes dentro del campo intelectual.
El campo intelectual es un sistema social autónomo o que pretende la autonomía. Las relaciones de los
componentes que integran el campo intelectual (las obras, los autores, los críticos, los editores,
los académicos y los lectores) interactúan hacia el interior y el exterior del campo.  Las valoraciones que se
dan a la obra al exterior del campo literario, dependen la las valoraciones que se hagan al interior, en la
competencia por la legitimidad cultural. 
...........

Nacido en el ámbito religioso y transformado por el humanismo en una noción laica, el canon ha
dominado las discusiones culturales y literarias durante siglos. Pero no es seguro que vaya a seguir
haciéndolo. Andreu Jaume - 09 agosto 2013

 https://www.letraslibres.com/mexico-espana/el-sentido-del-canon

A pesar del hostigamiento que ha sufrido a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y de su actual estado de
desguace, al menos en su dimensión pública, parece indudable que la idea de canon ha vertebrado desde sus
orígenes el desarrollo de la literatura occidental y que, de hecho, el propio concepto está asociado de un
modo elocuente y exclusivo a los fundamentos de lo que, en un sentido lato, se entiende por cultura europea.
No deja de ser curioso que la palabra kanón signifique en griego a la vez modelo y frontera, como si, de
algún modo, esa doble acepción representara, por un lado, la dificultad de definir –y por tanto consensuar–
satisfactoriamente su sentido, y por otro, la función de defensa que el curso de su evolución parece sugerir e
incluso demandar.

Cuando hablamos de canon literario nos referimos a una idea laica que tuvo sus orígenes en una necesidad
religiosa, puesto que el modelo primordial es, inevitablemente, la Biblia, la selección de textos sagrados que
la cultura judeocristiana ordenó para gobernar espiritualmente a su comunidad. El reconocimiento de una
autoridad, por ejemplo, en su caso ligada a lo divino, que segrega unos textos y los privilegia sobre otros que
inexorablemente condena como “apócrifos” es desde luego esencial para entender la mecánica de nuestro
canon, lo mismo que esa vocación de servir a una sociedad que comparte un credo y que se une y se legisla
mediante la lectura, la memorización, el canto y la exégesis de unas obras sagradas; y por tanto intocables e
insustituibles. Podemos ver en la Poética de Aristóteles un primer ejemplo de crítica canónica.
Tengo para mí –y sé que es mucho decir– que la laicización del canon, o por lo menos la gestación de su
metamorfosis literaria, empezó con el humanismo y su decidido programa de reeducar al mundo según el
modelo de los grandes autores de la Antigüedad, de Roma sobre todo, en menor medida de Grecia. La
civilización fue un día cuestión de sintaxis y una serie de obras, ajenas a la órbita de la Biblia, se postularon
como primer elenco literario.

En Montaigne, por la parte francesa, se puede ver al primer autor amateur, librado de las servidumbres de la
disciplina humanista, que construye una genuina lectura sobre la tradición clásica, entendida ya como un
cuerpo vivo por el que circula una nueva conciencia. Es muy probable, además, que sus ensayos ejercieran
un influjo muy concreto en la obra de Shakespeare, que debió de leerlos en la traducción de su amigo John
Florio. Y es ahí donde empezamos a ver el movimiento silencioso del canon laico, al oír un eco de la
“Apología de Ramon Sibiuda” en determinado monólogo de Hamlet o El rey Lear, mezclado con una
distorsión de una cita de la Biblia de Ginebra o de un verso de Séneca, Ovidio o Lucrecio. O imaginando a
Shakespeare discutiendo con John Fletcher la adaptación teatral de un episodio del Quijote.

Todo este juego de tensiones e influencias, que escenifican una nueva manera de conversar el mundo, se
volverá consciente de sí mismo a lo largo de XVII y, ya de un modo más sistemático, en el XVIII y el XIX.

La acepción civil del canon como simple lista de libros de lectura obligatoria probablemente se acuña
durante el tiempo de las luces, con su decidida voluntad de convertir a la sociedad en un perpetuo alumnado
que necesita ser instruido. En el curso de ese proceso, además, como observó Kant en “¿Qué es la
Ilustración?”, se produjo una emancipación de la tutela que el hombre se había impuesto a sí mismo, una
liberación que trajo consigo la crítica de toda autoridad y toda tradición, ya fuera política, religiosa o
intelectual y que afectó a la monarquía, al papado y también a los textos bíblicos y literarios. A partir de ahí,
podríamos decir que la modernidad funda su dialéctica en una constante impugnación de la autoridad. Lo que
ocurre es que, a su vez, ese destronamiento, que alcanza su momento dramático durante la Revolución
francesa, cuando el poder eclesiástico es sustituido por el intelectual, despierta un ansia por conquistar la
autoridad vacante, por ocupar el vacío que ha dejado la antigua hegemonía de lo sagrado, pero ya con
estrategias y procedimientos que son por naturaleza vulnerables.

Ese proceso de subjetivización que se venía observando desde el XVI se ahondará y se complicará, como
todo lo demás, durante el Romanticismo, con la definitiva quiebra de confianza entre la mente del hombre y
la naturaleza. Y en ese tránsito a la desacralización del mundo aparece una categoría que de pronto lo invade
todo y en boca de cualquiera: lo Sublime. El tratado de Longino se había recuperado ya en el XVI, aunque
no fue hasta el XVIII cuando se consumó su expansión –al menos, si no siempre de la obra, de la categoría–,
gracias sobre todo a los trabajos de Addison, Burke y Kant. Hechas todas las salvedades, hay en De lo
sublime claros precedentes de esa voluntad crítica que organiza el canon laico, con sus agudas observaciones
e inteligentes citas de Homero, con la apuesta por la inmortalidad literaria, el elogio del buen criterio y la
concepción agonística de la literatura. Y, por encima de todo, con esa definición de lo sublime como algo
que nos acerca a la grandeza divina, pero que ya no lo es. Con motivaciones distintas, Burke dice que lo
sublime es el “asombro sin peligro”, opuesto a lo sagrado que sería, justamente, el “asombro con peligro”.

Los románticos lo interiorizaron todo e hicieron de la práctica literaria un ejercicio teórico al tiempo que
emergían las grandes literaturas nacionales, con sus autores egregios, como Goethe en Alemania, que
concentra en su sola persona, hasta un extremo casi cómico, todas las aspiraciones del canon. Wordsworth y
Coleridge, por su parte, se ven obligados a defender críticamente sus Lyrical Ballads. Los escritores ya están
compitiendo conscientemente con la tradición, tratando de recuperar el centro perdido, de imponer su
concepción de la literatura, de desbancar a la generación anterior, de recuperar a un autor del pasado que no
había sido leído como ellos creían que debía hacerse, inventando, en definitiva, a sus precursores y
perfilando a sus sucesores. Shakespeare deja de ser dramaturgo para convertirse en poeta, autor de célebres
monólogos dramáticos. Los personajes de Cervantes abandonan España y se exilian a Inglaterra para, a
través de Fielding y Sterne, crear la novela moderna, que al cabo de un siglo alcanzará la cúspide de la
jerarquía literaria, en detrimento del teatro y la poesía.

Considerado a la luz de la cuestión, el siglo XX, como el siglo canónico por excelencia. Hay en su primera
mitad, pongamos desde 1914 hasta 1955, un grupo de escritores, clasificados dentro de lo que comúnmente
se entiende por vanguardia, que se enfrentan al canon con la ambición de someterlo, de abarcarlo y
modificarlo, con una intensidad, una conciencia del peso del pasado y una longitud de onda que quizá nunca
hasta entonces se había conocido. Es el caso, obviamente, de Joyce, que en el Ulises no solo entierra la
historia del realismo decimonónico, sino que resume la evolución de la prosa inglesa y de paso traduce
la Comedia de Dante a la vez que dialoga tensamente con Shakespeare, en especial con el espectro
de Hamlet. Y Eliot, con una desmesurada y fértil arrogancia, removió la tradición poética europea con La
tierra baldía y El bosque sagrado, su correlato ensayístico, donde se formula la idea de la tradición como un
organismo vivo en el que el autor se inserta para integrar a su generación en sus propios huesos y con la
certeza de que toda la literatura europea, desde sus inicios, posee una existencia y un orden simultáneos.
Podríamos hablar también de Virginia Woolf, de Hermann Broch, de Ezra Pound, de Thomas Mann, autores
todos ellos que en su obra, además de indagar en el espíritu de su tiempo, proyectan, en forma de guerra sin
cuartel, una conclusión del canon, una propuesta de final cíclico del que siguen dimanando las preguntas que
nos hacemos al respecto.

El siglo XX es el siglo de la memoria amenazada, que libera un momentáneo y ondulante resplandor antes de
apagarse. Podamos concluir que esa aspiración a la hegemonía quedó pulverizada con el Holocausto y todo
lo que ello supuso. Decía Hannah Arendt en una entrevista a principios de los sesenta que “nunca debimos
dejar que eso ocurriera”. Y hay en esa primera persona del plural una asunción, no solo de responsabilidad,
sino de trágica irreversibilidad, en el seno de la conciencia de Occidente, que de ningún modo pudo ser ajena
a la cuestión canónica. Los campos de exterminio no solo dejaron ein Grab in den Wolken, como escribió
Celan, es decir, una tumba en las nubes, sino que afectaron a la imaginación europea, a su vieja elevación a
la sublimidad, de un modo tan virulento que la condenaron a transitar por los márgenes distrayendo su
vergüenza y disfrazando su culpabilidad con entretenimiento y desmemoria.

El siglo XX fue el del traspaso de poderes entre la poesía y la novela, que, también tras la guerra, empezó a
ser objeto de estudio serio por parte de la crítica. Tras el desplazamiento del teatro, que había sido uno de los
principales géneros de representación y experimentación en Europa, no solo en Grecia y Roma, sino en toda
Europa a partir del XVI y con intensidad decreciente hasta el XIX, llegó la hora de la poesía, que, por una
parte, delegó algunas de sus responsabilidades –su ambición de abarcar la totalidad del mundo y no solo una
parcela emocional– en la novela y, por otra, se encerró en una cripta como acto de defensa ante la
desatención de la sociedad, la pérdida de espacio público y la vulgarización del lenguaje. Por supuesto, no se
trató de un proceso rápido, sino solo de una gradual adaptación en la que, por cierto, todavía estamos.

Es entonces cuando la sensibilidad occidental, en cuestiones canónicas, empieza a bifurcarse en dos caminos.
En uno de ellos avanzaron aquellos escritores impulsados por la onda expansiva de la explosión. Todavía en
1942, Erich Auerbach, durante su exilio en Estambul, pudo escribir de memoria, para entendernos,
su Mímesis, en puridad una reflexión sobre el canon occidental en la que ya se lee cierta desesperación, un
sentimiento de clausura y despedida que tiñe la obra, sin embargo, de una rara alegría. También en plena
guerra, Cyril Connolly había escrito La tumba inquieta, una celebración elegíaca de la alta literatura en la
que ya se da una imagen del canon como de un templo que empieza a desmoronarse. En una fecha tan tardía
como 1944, T. S. Eliot pronunció en Londres la conferencia “¿Qué es un clásico?” para afirmar, con una
ingenuidad que no puede ser sino una enorme ironía, que el origen canónico había que encontrarlo en
Virgilio, dentro de una Europa unida por el cristianismo en cuyo centro estaba, por supuesto, Dante. Stefan
Zweig se había suicidado en Brasil en 1942 tras evocar en El mundo de ayer la Europa que había sido
arrasada con las dos guerras. No hace tanto, Borges vivía aún de esa memoria agónica, de hecho su obra es
una de las últimas manifestaciones de ese estado, hasta el punto de que la mera enumeración se convierte en
el sistema de su poética. Ya no queda, parece decirnos, más remedio que repetir, que recordar fragmentos,
volver a la lista una y otra vez. Se trata, en fin, de un camino largo que llega hasta nuestros días, cuando se
pueden ver escritores como peregrinos que van a buscar piedras de las ruinas para decorar sus pequeños
pisos.

El segundo camino es el del olvido, el de la pretendida inocencia que de algún modo redefine la literatura a
partir de cierto momento, como si no pudiera con su pasado. Aquí los escritores, en especial los novelistas,
deciden de pronto hacer tabula rasa, concentrarse en un tiempo asequible y reivindicar el placer de contar
historias. Es lo que ocurrió, por ejemplo, en España durante los años ochenta, cuando, tras el túnel del
franquismo, se estableció un consenso cultural en el que la fiesta, la dimensión lúdica de la literatura, pasó a
ser el único cometido. Los modelos, en el mejor de los casos, empezaron a ser autores como Truman Capote,
Hemingway y Stevenson, que despertó, por cierto, una veneración que todavía dura y que en algún momento
habría que revisar. En el siglo XIX solo parecía existir Dickens. Henry James era bueno en sus nouvelles,
pero insoportable en sus últimas novelas. Toda la vanguardia se despachó con el cargo de ser aburrida y
pretenciosa. De Joyce se llegó a decir incluso –fue Javier Marías– que eran mejores los cuentos
de Dublineses que el Ulises. El teatro, como la poesía, nunca había existido. Poco a poco, muchos escritores,
incluso los mejores, empezaron a reducir su campo de trabajo, limitaron el alcance de su visión a la novela y
al ámbito decimonónico como costa más lejana, asumieron la cultura pop como sustitutiva de la aristocrática
y empezaron a considerarse miembros de una posmodernidad suficientemente confusa como para que nadie
rechistase. De alguna manera, puede decirse que se liberaron del canon para gozar de una ansiada libertad
que, por otra parte, redundó en una mirada cada vez más pobre y servil del mundo.

Por detrás de todo esto, el siglo XX incubó al mismo tiempo un fenomenal cuerpo teórico que sustituyó al
canon como ámbito de discusión. Las consabidas corrientes estructuralistas, marxistas, deconstructivistas,
psicoanalíticas, semióticas o feministas que inundaron la universidad parecieron llenar el vacío de lo
canónico y desembocaron en los llamados estudios culturales, que han acabado por adueñarse del espacio
académico, sobre todo en Estados Unidos e Inglaterra, con las inevitables consecuencias en el resto de
Occidente. Esos estudios son, a mi juicio, una reacción a esa vergüenza que embargó a la conciencia europea
tras la Segunda Guerra Mundial y que trató de suplir el hueco de la autoridad y la excelencia con valores
extraestéticos como la raza, el sexo o la identidad, que es una cándida manera de decir “yo no he sido”. Esta
escuela se apresuró además a hacer una lectura del canon como un lugar de privilegio creado mediante
decisiones políticas y una estrategia de marginación social que había impedido hacerse oír a los más
desfavorecidos. El mecanismo, sin embargo, no deja de ser perverso, pues condena a los marginados a seguir
intelectualmente supeditados a ese orden del mundo, exento incluso del grado de complejidad necesario para
entender esas exclusiones. La literatura, según esa teoría, es una solución y no un problema, que es lo que el
canon nos enseña si uno se atreve a pensarlo y no solo a aceptarlo. Por muchos esfuerzos que se hagan al
respecto, no se puede, de ninguna manera, deducir una determinada política en el juego de tensiones e
influencias que han permitido ingresar en él a autores tan diversos como Cervantes, Milton, Emily
Dickinson, Tolstói, Kafka, Céline, Celan o V. S. Naipaul. La literatura, entendida desde una perspectiva
canónica, tanto en Sófocles como en Philip Roth, es un instrumento que destruye las comodidades, que no
puede aceptar, ni siquiera cuando se lo propone, ningún límite ideológico, sino que sale a explorar la
condición humana con todas las consecuencias. La universalidad de Dante no estriba en su sumisión a la
teología católica sino en su capacidad de examinar al hombre. T. S. Eliot, en los Cuatro cuartetos, nos cuenta
lo bien que le ha sentado convertirse al anglicanismo y ser súbdito británico, pero lo que alienta en el poema
es mucho más expansivo: habla de la textura del tiempo, de la guerra, de la imposibilidad del amor y, en
última instancia, de una espiritualidad ecuménica. Por otra parte, como se ha dicho ya hasta el hartazgo, las
humanidades no garantizan moralmente nada, las humanidades, como dice George Steiner, no humanizan,
pero tienen un cometido mucho más importante: recordar qué es lo humano, aunque muchas veces sea difícil
de soportar.

Ya en los años ochenta, a esta corriente dominante de los estudios culturales se le opuso otra que ha sido
tachada, a veces de un modo muy superficial, de conservadora y reaccionaria. Como es bien sabido, uno de
los últimos gestos críticos a favor del canon que se dieron en el siglo XX fue el libro de otro Bloom, Harold
esta vez, titulado inequívocamente El canon occidental, que tuvo una gran repercusión tanto en Estados
Unidos como en Europa cuando se publicó en 1994. Bloom que, según me cuentan, está considerado en las
universidades norteamericanas un dinosaurio a quien nadie hace caso, representa, de alguna manera, el
colofón a ese trayecto de la memoria que apuntábamos más arriba. El libro, por supuesto, fue acusado en
varios frentes de reaccionario y elitista.

Tanto la obra como la lectura que generó son los mejores ejemplos para entender lo que ha ocurrido con la
idea del canon. Bloom decidió ofrecer, en el crepúsculo de su carrera como profesor y crítico, una
meditación sobre lo que para él constituía el corpus literario esencial de la modernidad, cuyo sustrato es, de
acuerdo con la organización bloomiana, tanto la literatura grecolatina como la tradición bíblica, que
comparten la sujeción a lo divino. Al situar a Shakespeare en el centro –no en el principio– del canon, Bloom
sugiere que en ese momento se produjo una fractura decisiva en la conciencia humana. La prohibición, en la
Inglaterra isabelina, de representar motivos bíblicos en escena, para asegurar socialmente la ruptura con
Roma, propició el surgimiento de un teatro plenamente emancipado de la imaginería cristiana que desplazó –
a diferencia de lo que ocurrió, por ejemplo, en España– la atención trágica de la figura de Cristo al hombre
común y que Shakespeare supo aprovechar para indagar sin ataduras en la tormenta humana. Hay que tener
en cuenta, además, que Bloom es, como suele admitir sin embozo, un crítico romántico y que su perspectiva
ha condicionado fuertemente sus conclusiones. Quiero decir con ello que lo relevante de su ejemplo no
radica tanto en su personal lista de obras, en sus inclusiones o exclusiones, cuanto en la demostración de que
el canon es un lugar insustituible para la existencia de la literatura, pues le sirve de atmósfera, siempre y
cuando se asuma como un territorio crítico, con vida, sacudido por lo que el propio Bloom ha llamado la
angustia de las influencias y no como una idea preconcebida y amable, decorativa en el peor de los casos.
Ahí Bloom coincide plenamente con Eliot, contra cuyas ideas estéticas se rebeló al principio de su carrera. Y
como escribió Bloom, ahora Allan de nuevo, en cuanto la tradición se reconoce como tal es que está muerta.

Uno de los principales problemas a los que el canon, desde el advenimiento de la modernidad hasta nuestros
días, ha tenido que integrar casi como una contradicción con su propia existencia es que lo que llamamos
gran literatura se resiste a cualquier intento de definición, pues solo se reconoce cuando acontece. Pero,
claro, ¿cuáles son los mecanismos que permiten ese reconocimiento, esa anagnórisis, eso que los ingleses
llaman the shock of recognition? No lo sabemos. ¿Y solo unos pocos están dotados para participar de ese
conocimiento? Las explicaciones que se han intentado dar, como la de “capital cultural” de John Guillory,
que sigue a Pierre Bourdieu, son altamente insatisfactorias. Es verdad que la escuela ha moldeado un gusto a
través de las generaciones, una forma de acceso a la literatura que, en buena medida, ha dictado los patrones
con lo que han sido juzgadas y sancionadas muchas obras de la tradición literaria, pero no es menos cierto
que muchas veces, durante los años de formación, uno ha podido descubrir que el canon, viaja mucho más
deprisa que los planes educativos. Descubrir a Benet, nos puso en contacto con una lectura de muy largo
alcance, que elevaba una enmienda a la práctica totalidad de la narrativa española y que incluía una
interpretación muy osada y estimulante del Quijote, mientras al paso nos abría las ventanas a otros paisajes,
formados por autores como George Eliot, Conrad o Henry James, pero también Marlowe, Tito Livio o
Amiano Marcelino. Estábamos, de golpe, en la arena canónica.

El de Ignacio Echevarría es el caso más cercano que tenemos de alguien que intenta construir una lectura
severa de la narrativa contemporánea y es expulsado por unos resortes de defensa contra el criterio que la
propia maquinaria en la que se inserta pone en marcha. El resultado de todo ello es que la deserción de la
crítica, su destierro, permite la canonización de escritores cada vez peores que acaban por alterar la escala de
juicio, acostumbrando incluso a los sufridos reseñistas a niveles de exigencia cada vez menores, a miradas
cada vez más predecibles y sumisas. Esa es la razón por la que autores tan mediocres como Arturo Pérez-
Reverte, Carlos Ruiz Zafón o Almudena Grandes, por poner unos pocos ejemplos de todos conocidos, estén
a un paso –si es que no lo están ya– de ser estudiados en la escuela y de ahí a un canon paralelo, que ya no
será decidido por la crítica sino tan solo por un jurado compuesto por libreros, jefes de marketing, publicistas
y decoradores de escaparates.

Y es que el problema de la ausencia de reconocimiento del estamento crítico afecta inmediatamente al


funcionamiento de la literatura y por tanto a la calidad cívica de una sociedad. La autoridad con la que ha
sabido investirse Harold Bloom no solo le ha servido para meditar sobre el canon, sobre la literatura del
pasado, sino en especial –y quizá sea al fin lo más importante de su legado– para dialogar con los mejores
poetas de su generación, como John Ashbery, A. R. Ammons o James Merrill, a los que ha incardinado en la
escuela de Wallace Stevens, protegiéndolos así de la inanidad circundante o de la mera inexistencia

Los límites de Occidente ya no son los que fueron y ello no se debe tan solo a las consecuencias de la
Segunda Guerra Mundial. Muchas de las certezas en las que nos educaron, como que Grecia surge de la nada
para fundar Europa, ya han caducado. Los ecos del Gilgamesh en la Odisea, reconocidos desde hace mucho,
nos hablan de un pasado más complejo, más hondo y en perpetua ebullición que debemos escuchar, de una
fuga de la secuencia de nuestros ancestros que convierte nuestro origen en una cueva todavía inexplorada. El
lamento por la exclusión de los estudios clásicos en la escuela o en la universidad no puede limitarse a echar
de menos la letanía de las declinaciones, sino que debería ser motivo para denunciar algo mucho más terrible
y que supone hurtarles a las futuras generaciones el acceso a otras formas de pensamiento, al estremecedor
diálogo con los muertos, algo que no siempre hemos sabido enseñar.

También podría gustarte