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Cristóbal Kay
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana
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Cristóbal Kay
Introducción
2. Lo que se necesita para América Latina es un análisis del tipo del de Barrington Moore, que
estudia de manera comparada los orígenes sociales de la dictadura y la democracia y el papel
que desempeñaron los terratenientes, los campesinos y la violencia en la construcción de la
América Latina moderna. Lamentablemente, el opus magnum de Moore ha tenido una in-
fluencia limitada y pocos seguidores en América Latina (cf. Baud).
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colectivas y estatales del sector reformado. Los terratenientes, como los otros
productores rurales, también tuvieron que enfrentar los aires competitivos de la
nueva política neoliberal, que condujo a muchos de ellos a la bancarrota y a la emer-
gencia de una nueva clase de empresarios agrícolas, capaces de explotar los nuevos
mercados de exportación, transformar radicalmente su patrón productivo y ser
innovativos.
En Chile, la contrarreforma también otorgó tierra a campesinos parceleros
cumpliendo así una antigua aspiración campesina. Sin embargo, estos parceleros
son una minoría del campesinado y, posteriormente, muchos de ellos vendieron su
parcela por no poder cumplir con los pagos o por alguna otra razón. Se estima que
alrededor de la mitad de los parceleros vendieron sus tierras hacia finales de los años
70 y durante los 80 y, por lo tanto, solo un cuarto de los anteriores beneficiarios de
la reforma agraria han podido transformarse en campesinos propietarios. No
obstante, el proceso de parcelización fue un factor significativo para estabilizar el
campo. Con la reforma agraria y la contrarreforma emergió una nueva estructura
agraria en Chile. El latifundio ha sido o bien expropiado o transformado en una finca
capitalista moderna, y hoy comprende menos de la mitad de la tierra que poseyó en
el pasado, mientras que se ha duplicado el área en manos de los campesinos
propietarios.
Los conflictos por la tierra y la violencia en general han disminuido desde la
transición a la democracia en 1990. Es altamente improbable que movilizaciones
como las que tuvieron lugar durante el periodo de reforma agraria puedan volver
a verse alguna vez. No obstante, en los últimos años, indios mapuches han invadido
algunas granjas reclamando derechos de propiedad o algún otro derecho ancestral
y demandando que el gobierno expropie estas fincas en su beneficio. En los últimos
años, grupos indígenas han protestado también contra la intrusión de grandes
plantaciones forestales en sus áreas debido a sus consecuencias ambientales nega-
tivas y porque se ha tornado más difícil acceder a sus tierras. Ellos también se quejan
de la construcción de una enorme represa en la región del Alto Bío-Bío, que está
desplazando a indios pehuenches de sus tierras. Este asunto aún no ha sido resuelto.
Pero, por cierto, estas movilizaciones de grupos indígenas han sido, en gran parte,
pacíficas y ha habido muy pocos o ningún enfrentamiento violento.
Aunque las políticas neoliberales iniciadas por el gobierno militar, y apenas
modificadas por el posterior gobierno democrático, han conducido a un nuevo
proceso de concentración de la tierra, especialmente en el sector forestal, el sistema
agrario es hoy menos desigual y más variado y competitivo que el del periodo
anterior a la reforma agraria.
abordar las causas subyacentes de la violencia rural en Perú. Sin embargo, la de-
sastrosa violencia desatada por SL fue un precio demasiado alto en cuanto a pérdida
de vidas, destrucción de villas, comunidades y recursos, y provocó el desplazamiento
masivo de los habitantes rurales a los centros urbanos.
Ascenso y caída de Sendero Luminoso. En el caso peruano, la reforma agraria de los años
70 inconscientemente abonó el terreno para una intensificación de la violencia, pro-
bablemente, la mayor violencia que Perú experimentara desde el periodo colonial.
Durante los años 60, el lema del movimiento revolucionario en la mayor parte de
América Latina fue “tierra o muerte”. En Perú, miles de campesinos y trabajadores
rurales se unieron a organizaciones que, presionando al Estado, lograron la expro-
piación de cientos de miles de hectáreas. Si bien unos pocos cientos de personas
murieron como consecuencia de enfrentamientos en el campo durante los años 60
y 70, esto es mucho menos que las más de 20.000 que murieron como consecuencia
de la violencia política durante los años 80 (cf. Degregori 1992, p. 413). Asimismo,
se estima que a comienzos de los años 90 más de 200.000 personas habían sido
desplazadas por la guerra desatada por SL (cf. ibíd., p. 419).
Por supuesto, no puede culparse solamente a la reforma agraria de esta
violencia, ya que otros factores también contribuyeron a ella, tales como el arraigado
racismo de Perú y la marginalización de la población indígena. Estos profundos
resentimientos y frustraciones, particularmente de los comuneros que habían sido
descampesinados y desindianizados, lo que SL fue capaz de movilizar en las
primeras etapas de su trayectoria violenta desde los años 80 hasta mediados de los
90 (cf. Favre). Este movimiento les ofreció una nueva identidad y misión a los hijos
e hijas de los comuneros que, gracias a las varias reformas del gobierno de Velasco,
habían sido capaces de mejorar su educación y, en algunos casos, de ganar acceso
a universidades provinciales, pero que luego no habían podido obtener un trabajo
adecuado y se vieron, entonces, frustrados en su movilidad social ascendente. Estos
jóvenes constituyeron un terreno fértil de reclutamiento para SL, que los usó para
acceder a y obtener apoyo de las comunidades indígenas.
No obstante, estoy convencido de que, sin ese defecto fatal en el diseño e im-
plementación de la reforma agraria, SL nunca habría sido capaz de convertirse en
la fuerza mortífera que llegó a ser. Esto se corrobora con el hecho, observado por mu-
chos investigadores, de que, en aquellas áreas donde la reforma agraria redistribuyó
la tierra a las comunidades campesinas, ya sea durante el proceso inicial de ex-
propiación o, más frecuentemente, después de que los comuneros invadieran las
granjas colectivas o estatales, SL no fue capaz de hacer mayores incursiones. Los
investigadores han observado también que las comunidades y granjas del sector
reformado que estaban bien organizadas y/o tenían vínculos cercanos con partidos
políticos de base urbana, en mayor medida con la izquierda civil (no rebelde),
pudieron resistir mejor las incursiones (cf. Degregori 1992).
Aunque la reforma agraria en Perú tuvo una gran responsabilidad por la
violencia que siguió, creo que fue un momento decisivo en la historia del país y un
paso fundamental, aunque muy insuficiente, para comenzar a resolver la cuestión
72 Cristóbal Kay
A pesar de que tanto al gobierno de Colombia como al de Estados Unidos les resul-
ta conveniente atribuirlo principalmente al tráfico de drogas, es cada vez más evi-
dente que mucho de esto está, de hecho, motivado políticamente; que, aunque al-
gunos asesinatos son obviamente el resultado de actividades guerrilleras, son mu-
cho más una consecuencia del terrorismo de Estado, perpetrado por el ejército o
por las fuerzas paramilitares contra quienes ellos sancionan (Ross, pp. 28 y 30).
A lo largo del siglo XX las luchas campesinas por la tierra y las respuestas terrate-
nientes, en tanto manifestaciones de luchas de clases en el campo, se han visto
desdibujadas no solo por la variedad de las estructuras agrarias regionales, sino
también por su permanente inserción en conflictos políticos de otra índole, cuyas
divisiones atraviesan las líneas de clase. Tal vez ha sido ésta la característica más
importante de la historia rural colombiana (p. 247).
de campesinos sin tierra. Distintos tipos de campesinos toman parte en estas ocu-
paciones, principalmente, semiproletarios o proletarios rurales tales como jornaleros
y arrendatarios.
Su accionar es directo e incluye el bloqueo de carreteras y sentadas en las
oficinas locales del Instituto Estatal de Reforma Agraria (Incra). Desde el comienzo
de sus acciones a mediados de los años 80 hasta 1994, los campesinos sin tierra
presionaron al Gobierno y lograron la concesión de tierra para más de 150.000
familias (cf. Veltmeyer et al., pp. 181 y 192). Asimismo, durante su primer gobierno,
desde 1994 a 1998, el presidente Fernando Henrique Cardoso instaló 285.000
familias de campesinos sin tierra en terrenos expropiados y se propuso como obje-
tivo otorgar títulos formales a más de 400.000 familias que han estado ocupando
tierra abandonada por sus anteriores propietarios antes de que finalice su segunda
presidencia en 2003 (cf. The Economist 352/8128 1999, p. 60). En esta lucha por la
tierra ha habido muchas víctimas debido a que los fazendeiros (terratenientes) y sus
pistoleros han actuado con impunidad. Muchos manifestantes también murieron o
resultaron heridos en los enfrentamientos con la policía militarizada. De acuerdo
con las estimaciones de la Iglesia católica, desde 1985 han ocurrido casi 1.000
asesinatos relacionados con la tierra (Padgett, p. 32).
Las acciones del MST ilustran cómo las viejas luchas de clase, aunque con algu-
nos rasgos nuevos, han reemergido en el mundo contemporáneo. Exceptuando a la
Argentina, Brasil era el único país en América Latina que hacia los años 90 no había
emprendido aún una reforma agraria significativa. Esta demora puede explicarse,
por un lado, por el poder político de los propietarios, que fueron capaces de blo-
quear los intentos previos de reforma agraria y, por otro, por la decisión del Estado
de abrir la región del Amazonas a la colonización, lo cual alivió un poco la presión
por la tierra que ejercían las masas empobrecidas de campesinos sin tierra. Esta
colonización de la frontera proveyó una “válvula de seguridad” temporaria que
alivió las tensiones sociales en el campo porque abrió posibilidades de movilidad y
mejoramiento para algunos trabajadores rurales.
Sin embargo, la misma colonización fue un proceso violento. Mucha de la
violencia en la región fronteriza se debió a acciones de terratenientes y otros
capitalistas que reclamaban como propia la tierra colonizada por los campesinos
pioneros (el posseiro) y, a menudo, los expulsaron por la fuerza, especialmente
después que habían desbrozado la tierra. La falta de una infraestructura institucio-
nal en esta región fronteriza también implicó que la violencia era utilizada frecuen-
temente en la resolución de los conflictos en reemplazo de los mecanismos legales
y administrativos del Estado. La violencia fue usada también como un medio de
control social y, en particular, para dominar la mano de obra. Por lo tanto, mientras
que la colonización disminuyó el potencial de conflictos en la región de origen de
los migrantes, también causó nuevos conflictos y violencia en la región fronteriza.
En breve, la violencia generalizada en el Brasil rural es una expresión de la lucha
de los campesinos pobres por la tierra y la supervivencia. Así, la reforma agraria es
todavía una cuestión central en Brasil y, por cierto, crucial tanto para abordar la
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violencia rural como para reducir las enormes desigualdades del campo y permitir
la supervivencia del campesinado.
3. Sin lugar a dudas, el importante movimiento de Chiapas tiene una multiplicidad de causas.
Su trascendencia para la historia de México no puede ser determinada aún adecuadamente,
porque se trata de un movimiento en evolución y porque sus ramificaciones superan la
cuestión de la tierra.
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana 79
Central, por medio de los cuales Nicaragua, Guatemala y El Salvador están inten-
tando encontrar una solución a la guerra civil que los estaba destrozando.
De acuerdo con algunas estimaciones, 300.000 personas murieron en Guatema-
la, El Salvador y Nicaragua durante estos conflictos, y dos millones fueron despla-
zadas, siendo forzadas a emigrar o a huir a partes más seguras del país. (La
población total de estos países en 1980 era de 14.200.000.) La mayoría de estos actos
violentos fueron cometidos por las fuerzas del Gobierno y, en una proporción mu-
cho menor, por fuerzas paralimitares o brigadas de la muerte y grupos guerrilleros
(cf. Pearce 1998, pp. 590-591). En 1986, el presidente de Costa Rica Oscar Arias tomó
la iniciativa de buscar una solución política para terminar la guerra civil en estos
países. Sus esfuerzos fueron premiados con el acuerdo de Esquipulas II de 1987, que
fue firmado por varias naciones y que preparó el terreno para el final de las guerras
civiles. Sin embargo, los acuerdos de paz no fueron firmados hasta 1990 en Nica-
ragua, 1992 en El Salvador y 1996 en Guatemala (cf. ibíd, p. 588) y, aunque la guerra
civil ha cesado en estos países, la violencia continúa.
Nicaragua. En Nicaragua, la tierra estaba altamente concentrada y el dictador
Somoza era el mayor terrateniente del país. La revolución sandinista que derrocó a
Somoza en 1979 implementó una reforma agraria radical, expropiando casi la mitad
de la tierra agrícola y beneficiando a más de un tercio del campesinado. Las propie-
dades expropiadas fueron organizadas en forma de granjas estatales, en algunos
casos como cooperativas de producción, mientras que solo una pequeña proporción
de la tierra expropiada fue distribuida directamente a los beneficiarios en concepto
de granjas privadas familiares.
Las fuerzas sociales opuestas a la revolución comenzaron a organizar una
oposición armada al Gobierno, la cual recibió sustancial apoyo del gobierno
norteamericano durante la administración Reagan como parte de la Guerra Fría
contra cualquier movimiento socialista, real o imaginario. Los grupos con-
trarrevolucionarios (llamados “los contras”) explotaron la insatisfacción de muchos
campesinos con la política agraria sandinista y el carácter colectivista del sector
reformado.
Las presiones campesinas para que el gobierno sandinista adoptara una refor-
ma agraria menos centrada en el Estado fueron exitosas. Después de 1984, algunas
empresas reformadas fueron directamente transferidas a beneficiarios campesinos
en forma de cooperativas o de propiedad individual. Este cambio de política fue
provocado también por el deseo de reducir la influencia de “los contras” entre el
campesinado y de estimular la producción de alimentos (cf. Utting). Como conse-
cuencia de este cambio, el total de tierra expropiada redistribuida a beneficiarios
campesinos en forma de propiedad individual se triplicó, pasando de 8% en 1981-
1984 a 24% en 1985-1988 (cf. Enríquez, pp. 91-92). Los campesinos beneficiarios tam-
bién ganaron un acceso más favorable a insumos escasos, modificándose así el
tratamiento ventajoso que se había dado previamente a las granjas estatales. Sin
embargo, la guerra civil y el deterioro económico del país colocaron a los campesinos
frente a una situación todavía difícil.
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana 81
creen que solo con la violencia pueden lograr que los gobiernos respondan a sus
demandas.
Guatemala. Como en los otros países estudiados en este capítulo, mucha de la violencia
de Guatemala tiene sus orígenes en conflictos por la tierra. Estos conflictos no solo
tienen una dimensión de clase sino, lo que es quizás aún más importante, una
dimensión étnica. La sociedad rural está particularmente dividida entre los blancos o
ladinos y los indígenas. La mayoría de los ladinos son mestizos hispanohablantes y
adoptan la vestimenta occidental y un estilo de vida urbano. Los indígenas hablan
alguna de las muchas lenguas indígenas del país, son la mayoría de la población en
las áreas rurales y, en gran medida, usan sus propios vestidos tradicionales, espe-
cialmente las mujeres. Hay, por supuesto, diferencias dentro de cada categoría. Los
ladinos comprenden terratenientes, comerciantes, prestamistas de dinero, empleados
públicos y otros, y ocupan los niveles superiores de la sociedad rural, que son
dominados por los hacendados o terratenientes. Por su parte, los indígenas son el
grupo subalterno que está compuesto por una gran variedad de grupos étnicos, que
tienen su propio lenguaje y autoridad, entre los cuales predomina la población maya.
Por lo tanto, las relaciones de clase tienen una clara dimensión étnica.
Al comienzo de los años 50, un campesinado frustrado recurrió cada vez más a la
violencia para reclamar una reforma agraria. Una de las medidas principales tomadas
por el gobierno de Arbenz en 1952 fue la implementación de una reforma agraria, con
la expectativa de que ésta aumentaría la justicia social y reduciría la violencia. De este
modo, muchas plantaciones que eran propiedad norteamericana (principalmente
propiedad de la Compañía Unida de la Fruta) fueron expropiadas, como también
muchas haciendas que pertenecían a la oligarquía ladina. Ambas partes conspiraron
conjuntamente para derrocar al gobierno de Arbenz. Lo lograron en 1954 y la CIA
estuvo profundamente implicada en su derrocamiento. En los 18 meses de su ad-
ministración, Arbenz distribuyó tierra a unas 200.000 familias campesinas (cf. Brockett
1988). Después de su derrocamiento, tuvo lugar una violenta contrarreforma agraria,
a través de la cual mucha de la tierra expropiada fue retornada a los terratenientes. Más
de 200 campesinos fueron asesinados en las primeras semanas después de la caída de
Arbenz.
Esta contrarrevolución preparó el camino para una espiral de violencia. Agravó
el problema de la tierra, fue un factor importante en la renovación de la violencia y
resultó en una guerra civil que duraría 36 años. En los años 60, varios grupos
guerrilleros emergieron con el despertar de la revolución cubana y el Gobierno
comenzó una guerra contra los insurgentes. Solo entre 1978 y 1985, “medio millón
de personas de un total de población nacional de ocho millones se convirtieron en
refugiados internos, 150.000 escaparon a México como refugiados políticos y eco-
nómicos, y 200.000 se fueron hacia otros países como EEUU” (Warren, p. 25). La
violencia política también orientó los flujos de migración interna porque la gente
buscó escapar de las áreas de alta violencia a zonas más seguras (cf. Morrison/May).
Asimismo, “se estima que quizás unos 200.000 civiles, especialmente indígenas del
altiplano, fueron asesinados o ‘desaparecidos’ durante los 36 años de guerra civil
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que terminaron con la firma de los históricos acuerdos de paz de diciembre de 1996”
(The Economist, 16/10/1999, p. 67).
Para las guerrillas, ésta fue una guerra de liberación contra la explotación de los
campesinos por los terratenientes y la elite exportadora así como contra un Estado
opresivo. Para el Gobierno y los militares en cambio fue una guerra contra la sub-
versión comunista y la amenaza interna. Para los militares, el terror de la guerrilla
tenía que ser enfrentado con contraterror. Esta guerra civil adquirió tonos genoci-
das porque los gobiernos practicaron una campaña contrainsurgente de tierra
arrasada en el altiplano indígena contra el movimiento guerrillero Unidad Re-
volucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) y sus simpatizantes (cf. Jonas, p. 6).
Los militares veían a la población maya como los principales partidarios de la
guerrilla y, en consecuencia, el campesinado indígena se transformó en víctima de
la violencia militar indiscriminada. Mientras en Guatemala la estrategia con-
trainsurgente ha sido genocida, en Perú fue autoritaria. El aspecto genocida se debe,
en parte, al racismo que en Guatemala era más acentuado que en Perú. Además, en
Guatemala, la forma de dominación estatal es en gran medida oligárquica mientras
que en Perú la revolución de Velasco Alvarado acabó en 1968 con los regímenes de
ese tipo.
Luego de la firma de los acuerdos de paz del 29 de diciembre de 1996 entre el
Gobierno y la URNG se estableció un periodo de cuatro años para su implementa-
ción. Aunque se ha completado la desmovilización de las fuerzas de la URNG, la
reducción de la plantilla de tropas y el desmantelamiento de los grupos paramilitares
ha sido realizada solo parcialmente. A pesar de los acuerdos de paz, la vida del
ciudadano común es escasamente pacífica:
Por lo tanto, Guatemala tiene todavía un largo camino por recorrer para lograr
un grado razonable de democracia, equidad y paz, aunque, indudablemente, los
Acuerdos de Paz han sido un importante punto de inflexión.
El Salvador. Las extremas desigualdades rurales y las condiciones de explotación en
El Salvador rural condujeron a un levantamiento campesino en 1932 que fue
brutalmente sofocado por las FFAA y los terratenientes. De acuerdo con algunas
estimaciones, fueron asesinadas entre 30.000 y 40.000 personas (aunque otras
fuentes sostienen que fueron 20.000) de una población de solo un millón en aquella
época. No es de extrañar que esta masacre sea recordada como “La Matanza”. Los
indígenas fueron, en particular, el blanco de esta carnicería (cf. Pearce 1986). La
masacre aseguró la continuación de la dominación de la oligarquía terrateniente por
muchas décadas. Fue solo a fines de los años 70, cuando el campesinado y los
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trabajadores rurales asalariados sintieron que su sustento estaba cada vez más
amenazado, que los conflictos escalaron nuevamente y amenazaron con sumergir
al país en una guerra civil.
Diferentes investigaciones han demostrado que existe una relación significati-
va entre los patrones de uso y de tenencia de la tierra y el desarrollo de los conflictos
sociopolíticos (cf. Brockett 1994, p. 187). Por lo tanto, en 1980 se decretó una reforma
agraria, la cual chocó contra la poderosa oposición de los terratenientes, quienes
impidieron su implementación efectiva y desataron un periodo de guerra civil que
duró hasta 1992 (cf. Paige; Selingson). Las expectativas del Gobierno de que la
reforma tendería las bases para la paz y la estabilidad social duraderas se vieron
frustradas cuando la oligarquía terrateniente fue capaz de movilizar contra ella a sus
aliados en las FFAA y las fuerzas de seguridad.
No obstante, la reforma agraria de 1980 en El Salvador consiguió distribuir
entre un quinto y un cuarto de la tierra a un quinto de los trabajadores rurales, sin
embargo, fracasó en ofrecer una solución a la gran masa de campesinos sin tierra,
ya que, en gran medida, benefició solamente a los pequeños arrendatarios de las
haciendas y a algunos de sus trabajadores. Se organizaron cooperativas de producción
en la mayoría de las granjas expropiadas, aunque alrededor de un quinto de esa
tierra se cultivaba individualmente. Solo una pequeña proporción de las granjas
expropiadas fue subdividida y distribuida de manera individual a los beneficiarios
en forma de granjas campesinas familiares privadas.
Los 12 años de guerra civil se llevaron, por lo menos, entre 200.000 y 300.000
vidas (cf. Booth/Walker, p. 156), una abrumadora mayoría de las cuales fueron
víctimas de las FFAA y las brigadas de la muerte, quienes también fueron responsables
del asesinato del arzobispo Romero. El número de muertes equivalió a alrededor de
1,5% de la población y la guerra desplazó a otro 30% de sus hogares (Brockett 1994,
p. 175). Con la firma del acuerdo de paz del 16 de enero de 1992, la guerra civil
terminó formalmente, las guerrillas fueron invitadas al proceso de paz y se
convirtieron en un partido político. Este proceso de institucionalización fue visto
como una manera de reducir los conflictos o, al menos, de encontrar los mecanismos
pacíficos de resolverlos y, así, de reducir la violencia. Sin embargo, la violencia
esporádica continúa en El Salvador y proviene, en parte considerable, de la policía
y los paramilitares.
La reforma agraria de 1980 permanece inconclusa porque la segunda fase nunca
fue implementada. Existe, asimismo, la posibilidad de que algunos beneficiarios
pierdan su tierra porque no pueden afrontar el pago de la deuda que emergió de la
reforma agraria (cf. Kowalchuk). La alta densidad demográfica del país y el desem-
pleo rural, la escasez de tierra, el cultivo intensivo, que tiene consecuencias ecológicas
negativas, dificultan el hallazgo de una solución a la demanda de tierra que plantean
los pobres rurales. Además, la expansión de las agroexportaciones está provocando
desplazamientos campesinos, conflictos y violencia. Sin pasar por alto las dificultades,
apoyo la conclusión de Pearce de que “solo una reforma agraria llevada a cabo como
parte de un proceso amplio de transformación social radical pueda preparar posi-
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Conclusiones
reforma agraria masiva, pero, sobre todo, la transición al socialismo prometida por
Allende (aunque solo fuese la “vía chilena”), fue uno de los elementos claves en el
golpe de Estado militar y la violencia contrarrevolucionaria subsiguiente. Sin
embargo, una proporción significativa de la tierra expropiada fue transferida en
carácter de granjas familiares individuales a algunos de los beneficiarios de la re-
forma agraria. Luego de la transición a la democracia en 1990, fueron pocos los
conflictos violentos que aparecieron, lo cual fue en parte consecuencia de la se-
veridad de la represión inicial del gobierno autoritario pero también se debió al
proceso de parcelación, que logró satisfacer algunas de las demandas campesinas,
aunque solo de una minoría. En El Salvador, la reforma agraria condujo a 12 años
de guerra civil entre 1980 y 1992 y permitió a los terratenientes bloquear las fases
subsiguientes de la reforma de 1980.
La relevancia de la cuestión de la tierra también se ha manifestado en los
Acuerdos de Paz de América Central, en los cuales la distribución de la tierra fue un
ingrediente significativo para obtener la desmovilización de las facciones en guerra
y para lograr un cierto grado de estabilidad política. Es importante observar que los
dos países que tuvieron relativamente poca violencia rural en este siglo, Argentina
y Costa Rica, tienen una estructura agraria más igualitaria y un sector agrícola de
clase media más grande que el de otros países latinoamericanos.
La implementación de las reformas agrarias en la mayoría de los países latino-
americanos no cumplió la expectativa general de incorporación política y control
del campesinado y, por consiguiente, de reducción de la violencia. Sin embargo, voy
a comenzar refiriéndome a un caso excepcional. México es quizás el mejor ejemplo
en América Latina de una reforma agraria que cumplió en gran medida su promesa
política. Por más de siete décadas, la reforma agraria y la habilidad simultánea del
Estado para incorporar, cooptar y reprimir al campesinado, aseguraron el gobierno
de un partido y una relativa estabilidad política. Esto se quebró solo en 1990 con la
rebelión neozapatista de Chiapas, pero, como hemos analizado antes, esta región
había sido el punto más débil de la reforma agraria mexicana.
Varias son las razones que explican el fracaso de la incorporación campesina.
Por ejemplo, en Perú, la exclusión de muchas comunidades campesinas indígenas
del proceso de distribución de la tierra condujo a nuevos conflictos y violencia. Este
defecto en la reforma agraria peruana fue despiadadamente explotado por Sendero
Luminoso y abrió uno de los capítulos más violentos de la historia peruana. En
Nicaragua, a pesar de la popularidad inicial de la revolución y la reforma agraria
amplia, su carácter estatista alienó a muchos campesinos y limitó el número de
beneficiarios. Sin embargo, mucha de la violencia rural se debió a la guerra empren-
dida por los contras, que fue apoyada generosamente por el gobierno norteamericano
pero que también reclutó exitosamente a muchos campesinos alienados.
El caso colombiano presenta una situación más complicada para el análisis.
Apoya, hasta cierto punto, las proposiciones presentadas en este capítulo, ya que
también en este caso sucesivos gobiernos trataron de apaciguar las áreas que ex-
perimentaban los conflictos más intensos por la tierra con reformas agrarias
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana 87
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