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Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana 63

Nueva Sociedad
Separatas

Cristóbal Kay
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana

Artículo aparecido en

Klaus Bodemer / Sabine Kurtenbach / Klaus Meschkat (edito-


res): Violencia y regulación de conflictos en América Latina. Nueva
Sociedad, Caracas, 2001, pp. 65-89.
64 Cristóbal Kay
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana
Conflicto y violencia en la sociedad rural 65
latinoamericana

Cristóbal Kay

La violencia revolucionaria puede contribuir


tanto como la reforma pacífica al establecimiento
de una sociedad relativamente libre y,
por cierto, en Inglaterra, fue el preludio de una
transformación más pacífica
Moore, p. 20

Introducción

Durante las últimas décadas, la violencia ha escalado a niveles extraordinarios


en América Latina, siendo éstas las décadas más violentas del siglo XX y, quizás, de
todo el periodo poscolonial1. Por ejemplo, se estima que, como consecuencia de la
violencia, unas 150.000 personas murieron en Guatemala (1968-1996), más de 75.000
en El Salvador (1979-1995), 44.000 en Colombia (1963-1998) y 30.000 en Nicaragua
(1982-1998) y Perú (1981-1995) (cf. Allen, p. 5). Asimismo, millones de personas han
sido desplazadas forzosamente por la violencia. La mayor parte de esta violencia no
ha tenido un carácter emancipador. Por el contrario, su propósito ha sido impedir
la adquisición de poder por grupos subalternos y reforzar el de los grupos dominantes,
especialmente en aquellas circunstancias en que éste estaba siendo desafiado desde
abajo. En qué medida esta violencia opresiva ha impedido la democratización de la
sociedad no puede saberse porque se trata de procesos aún en evolución. Lo que sí
puede afirmarse con alguna certeza, sin embargo, es que quienes están en el poder
están aprovechándose de los grupos subordinados que buscan ganar derechos
humanos y democráticos básicos, incluso el derecho a una vida decente. De este
modo, la violencia en América Latina, en el último cuarto del siglo XX, ha estado
marcada por su carácter opresivo en oposición a la violencia liberalizadora de la que
habla Barrington Moore en la cita del comienzo.
Una alta proporción de las víctimas, y especialmente de la población desplaza-
da, proviene de áreas rurales, por lo tanto, resulta importante analizar la sociedad

1. Los cientistas sociales latinoamericanos comenzaron demasiado tarde a investigar el


problema de la violencia, especialmente de la violencia rural, en sus países. Por ejemplo,
Degregori (1992) observó la escasez de investigaciones sobre violencia rural en Perú y criticó
en particular a los investigadores peruanos por no haberse ocupado antes de este fenómeno.
A su vez, Starn (1991) reprocha a los antropólogos norteamericanos por “perderse la revolu-
ción” de Sendero Luminoso en Perú. Sin embargo, en los años recientes, analistas de América
Latina y otras partes han comenzado a reparar este déficit de investigación. Es gracias a su
trabajo que hoy puedo escribir este ensayo.
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rural a fin de comprender los orígenes sociales de la violencia en América Latina y,


en especial, para saber si se puede encontrar una solución a este problema. Por
cierto, en esta era de globalización es imposible ignorar las relaciones múltiples y
cercanas que existen entre lo rural y lo urbano y, al mismo tiempo, las interrelaciones
del país con el resto del mundo. Aunque este ensayo se centra en lo rural, esto no
significa que estas otras dimensiones no tengan conexión con la violencia. En par-
ticular, este ensayo explora en qué medida existe una relación entre sistema agrario
y violencia rural en América Latina. Aunque hay indudablemente una serie de
intermediaciones entre la estructura de tenencia de la tierra, los terratenientes, los
campesinos, los conflictos y la violencia, este capítulo propone que existe una rela-
ción significativa entre ellos. Estas conexiones son examinadas desde una perspectiva
histórica que privilegia los procesos globales de transformación. Factores tales como
el régimen político, el mercado, la tecnología, el tipo de cultivo (p. ej., la coca) y las
acciones del Estado tienen también una relevancia significativa para el tipo de
conflictos y de violencia en el campo. No obstante, el grado de influencia de estos
factores varía considerablemente de acuerdo con las características de la estructura
agraria y las relaciones sociales existentes. En particular, se examina aquí el impacto
de las reformas agrarias sobre la violencia rural, considerando los casos de Chile,
Perú, Colombia, Brasil, México y algunos países de América Central.
Sostengo aquí que la violencia rural latinoamericana está en gran medida en-
raizada en un sistema agrario desigual y excluyente. Por ello, superar la violencia
rural estructural supone transformar radicalmente el sistema agrario de modo de
lograr una mayor equidad y participación democrática. A fin de examinar la validez
de esta proposición, me propongo abordar las siguientes preguntas: ¿en qué medida
ha disminuido la violencia rural en aquellos países que han implementado progra-
mas de reforma agraria?, la violencia rural ¿ha continuado o se ha incrementado en
aquellos países que no han emprendido una reforma agraria significativa? Soy
consciente de que la violencia rural tiene múltiples causas y muchas facetas, pero
creo que los conflictos rurales y la violencia no pueden ser resueltos radicalmente
sin procurar resolver el problema de la tierra2. No es casualidad que los procesos
recientes de pacificación en países como Nicaragua, El Salvador y Guatemala hayan
recurrido a la distribución de tierra para resolver las confrontaciones armadas y los
intensos conflictos sociales en esos países.
La violencia rural ha sido endémica y persistente a lo largo de la historia de
América Latina. La conquista y colonización de la región por los países ibéricos ha
sido probablemente el episodio más dramático y violento de su historia. El sistema
agrario que emergió de la colonización ibérica ha sido una fuente importante de

2. Lo que se necesita para América Latina es un análisis del tipo del de Barrington Moore, que
estudia de manera comparada los orígenes sociales de la dictadura y la democracia y el papel
que desempeñaron los terratenientes, los campesinos y la violencia en la construcción de la
América Latina moderna. Lamentablemente, el opus magnum de Moore ha tenido una in-
fluencia limitada y pocos seguidores en América Latina (cf. Baud).
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conflicto y violencia en el campo. Durante las conquistas española y portuguesa, las


grandes propiedades se establecieron por la fuerza y la violencia, las comunidades
campesinas perdieron sus tierras y muchas quedaron sujetas a relaciones serviles.
Este sistema estuvo dominado por terratenientes que poseían extensas propiedades
(latifundios, haciendas, estancias o plantaciones), en las cuales se establecieron
diversas relaciones de arrendamiento y trabajo opresivas y explotadoras. Bajo tales
condiciones, los campesinos tenían motivos suficientes de queja. Una relación agra-
ria tan desigual constituye un terreno fértil para la violencia porque ella solamente
pudo ser mantenida e impuesta a una población conquistada y colonizada a través
de medios violentos. Sin embargo, en ocasiones, también quienes luchaban por su
emancipación se opusieron a ella con medios violentos.

La lucha por la tierra y la violencia

Es un hecho conocido que la revolución cubana de 1959 provocó una importan-


te redefinición de la política norteamericana hacia América Latina. Los decisores
norteamericanos y la elite latinoamericana temían que el ejemplo cubano estimulara
otros movimientos guerrilleros y levantamientos campesinos a lo largo de América
Latina. Como en Cuba, éstos podían llegar a derrocar a la clase dominante y a
diseminar regímenes socialistas a través del hemisferio. Al comienzo de la década
de 1960, el gobierno de Kennedy tomó la iniciativa de lanzar la Alianza para el
Progreso cuyo objetivo fue la modernización de la región mediante reformas que
permitieran evitar posibles revoluciones socialistas. Un importante aspecto de esta
empresa fue estimular a los gobiernos latinoamericanos a emprender programas de
reforma agraria. Para este propósito, el gobierno norteamericano estuvo dispuesto
a proveer una sustanciosa asistencia técnica y financiera. Por cierto, muchos gobier-
nos latinoamericanos diseñaron programas de reforma agraria, ya sea influidos por
la Alianza para el Progreso o por otros factores internos más apremiantes. Pero,
¿lograron las reformas agrarias reducir los conflictos y la violencia de manera signi-
ficativa produciendo la incorporación social y política del campesinado? o, por el
contrario, ¿las reformas agrarias abrieron una caja de Pandora y condujeron a mayor
inestabilidad y violencia política y social? Estas preguntas serán discutidas a lo largo
de esta contribución, examinando las experiencias de Chile, Perú, Colombia, Brasil
y América Central. Se hará también una breve referencia a México. Estos países son
apropiados para un análisis comparativo.

La reforma agraria y la contrarreforma violenta en Chile

El caso chileno es un buen ejemplo de implementación de una reforma agraria


relativamente no violenta a pesar de su carácter radical. También es un caso claro
de una contrarreforma agraria impuesta por un Estado autoritario por medio de la
violencia estatal con algunas acciones esporádicas de venganza por parte de los
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mismos terratenientes, a menudo con el apoyo de la policía. Muchos líderes cam-


pesinos fueron asesinados y, en muchos casos, sus cuerpos nunca fueron encontrados,
por lo que se convirtieron en parte de los miles de desaparecidos de la dictadura
militar que gobernó Chile entre 1973 y 1989. Asimismo, miles de activistas campesinos
y partidarios del gobierno de Allende que se habían visto beneficiados por la
reforma agraria fueron expulsados por la fuerza del sector reformado y tuvieron
que valerse por sí mismos para obtener su sustento.
En Chile, durante el periodo de reforma agraria comprendido entre 1964 y 1973
se registraron unas pocas víctimas mortales, probablemente no más de una docena
de muertes violentas. Este hecho es notable si se considera que alrededor de la mitad
de la tierra agrícola fue expropiada a los terratenientes y granjeros capitalistas, y que
muchos campesinos actuaron directamente en el intento exitoso de acelerar el
proceso de expropiación involucrándose personalmente en la toma generalizada de
granjas que escaló de 13 en 1965 a 1.278 en 1971 (cf. Kay 1992, p. 140).
Sin embargo, luego del golpe militar que derrocó al gobierno socialista del
presidente Allende, el número de víctimas en el campo llegó a miles. Activistas cam-
pesinos, líderes sindicales, beneficiarios de la reforma agraria e indígenas fueron las
principales víctimas de la represión desatada por el Estado autoritario. La tortura,
la detención sin juicio, las desapariciones, el encarcelamiento por razones políticas
y el terror generalizado se transformaron en la norma. Fue una guerra de clases en
la cual la represión tuvo el propósito claro de destruir el movimiento campesino
como parte del objetivo más amplio del gobierno militar de aplastar cualquier
posibilidad de resurgimiento de un movimiento revolucionario que se atreviera a
desafiar el poder de la burguesía y el sistema capitalista en Chile. Si bien en algunos
casos, los terratenientes tomaron parte activamente, junto con los militares y la
fuerza policial, en la persecución de los líderes campesinos (especialmente de
aquellos que habían participado en la toma de sus propiedades), esto sucedió
especialmente en la fase inicial de la represión. En general, la violencia estuvo con-
trolada desde arriba por el Estado, las Fuerzas Armadas y, en particular, la policía
secreta, que actuó bajo el comando directo del presidente, el general Pinochet, quien
también era el jefe del ejército.
El movimiento campesino fue desarticulado por el Estado y los sindicatos
campesinos, antes muy influyentes y cuyos miembros comprendían hacia finales
del gobierno de Allende más de los dos tercios de todos los trabajadores agrícolas,
que se convirtieron en una sombra de su propio pasado. Sin embargo, la clase pro-
pietaria fue también forzada a aceptar algunos cambios ya que, a menudo, se le
retornó solo parte de sus propiedades mientras que el resto se vendió a beneficiarios
campesinos o a otros grupos. Alrededor de un tercio de la tierra expropiada fue de-
vuelta por el gobierno militar a sus propietarios anteriores, menos de la mitad fue
distribuida entre algunos de los beneficiarios de la reforma agraria y el resto fue ven-
dido a capitalistas por licitación. Al conocerse la nueva distribución se supo que casi
la mitad de los anteriores beneficiarios de la reforma agraria no recibiría ninguna
parcela. Las nuevas fincas resultaron de la privatización y subdivisión de las granjas
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colectivas y estatales del sector reformado. Los terratenientes, como los otros
productores rurales, también tuvieron que enfrentar los aires competitivos de la
nueva política neoliberal, que condujo a muchos de ellos a la bancarrota y a la emer-
gencia de una nueva clase de empresarios agrícolas, capaces de explotar los nuevos
mercados de exportación, transformar radicalmente su patrón productivo y ser
innovativos.
En Chile, la contrarreforma también otorgó tierra a campesinos parceleros
cumpliendo así una antigua aspiración campesina. Sin embargo, estos parceleros
son una minoría del campesinado y, posteriormente, muchos de ellos vendieron su
parcela por no poder cumplir con los pagos o por alguna otra razón. Se estima que
alrededor de la mitad de los parceleros vendieron sus tierras hacia finales de los años
70 y durante los 80 y, por lo tanto, solo un cuarto de los anteriores beneficiarios de
la reforma agraria han podido transformarse en campesinos propietarios. No
obstante, el proceso de parcelización fue un factor significativo para estabilizar el
campo. Con la reforma agraria y la contrarreforma emergió una nueva estructura
agraria en Chile. El latifundio ha sido o bien expropiado o transformado en una finca
capitalista moderna, y hoy comprende menos de la mitad de la tierra que poseyó en
el pasado, mientras que se ha duplicado el área en manos de los campesinos
propietarios.
Los conflictos por la tierra y la violencia en general han disminuido desde la
transición a la democracia en 1990. Es altamente improbable que movilizaciones
como las que tuvieron lugar durante el periodo de reforma agraria puedan volver
a verse alguna vez. No obstante, en los últimos años, indios mapuches han invadido
algunas granjas reclamando derechos de propiedad o algún otro derecho ancestral
y demandando que el gobierno expropie estas fincas en su beneficio. En los últimos
años, grupos indígenas han protestado también contra la intrusión de grandes
plantaciones forestales en sus áreas debido a sus consecuencias ambientales nega-
tivas y porque se ha tornado más difícil acceder a sus tierras. Ellos también se quejan
de la construcción de una enorme represa en la región del Alto Bío-Bío, que está
desplazando a indios pehuenches de sus tierras. Este asunto aún no ha sido resuelto.
Pero, por cierto, estas movilizaciones de grupos indígenas han sido, en gran parte,
pacíficas y ha habido muy pocos o ningún enfrentamiento violento.
Aunque las políticas neoliberales iniciadas por el gobierno militar, y apenas
modificadas por el posterior gobierno democrático, han conducido a un nuevo
proceso de concentración de la tierra, especialmente en el sector forestal, el sistema
agrario es hoy menos desigual y más variado y competitivo que el del periodo
anterior a la reforma agraria.

La violencia en Perú antes y después de Sendero Luminoso

Los conflictos rurales y las demandas campesinas de reforma agraria se in-


tensificaron en Perú a comienzos de los años 60. Tras la revolución cubana, los
movimientos guerrilleros también hicieron su aparición en Perú. Uno de los mo-
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vimientos campesinos más importantes de aquel momento estuvo conducido por el


líder trostkista Hugo Blanco, quien actuó principalmente en el valle de La Convención.
Bajo su hábil liderazgo, los arrendatarios se rehusaron a pagar las rentas a los
terratenientes y reclamaron la expropiación de sus propiedades. Sin embargo, este
levantamiento se calmó unos pocos años después, cuando el gobierno de Belaúnde
accedió a las demandas expropiando muchas de las propiedades y redistribuyendo
la tierra, en calidad de propiedad privada, entre los antiguos arrendatarios. La
reforma agraria del presidente Belaúnde emprendida en 1964 estuvo claramente
diseñada con propósitos políticos y confinada exclusivamente a las áreas donde los
conflictos rurales eran más intensos. Mediante la distribución de la tierra a los
campesinos insurrectos, el Gobierno aspiraba a comprar la paz social y a tener las
manos libres para reprimir la incipiente lucha guerrillera. Tuvo éxito en ambas
cosas.
En cambio, la reforma agraria radical y generalizada del general Velasco
Alvarado que sucedió a la reforma de Belaúnde, tuvo un periodo inicial relativa-
mente calmo, pero luego condujo a una mayor violencia debido a que muchos
campesinos se opusieron a la dirección que tomó la reforma agraria. Hubo resisten-
cia contra el carácter estatista y colectivista de la reforma pero, sobre todo, hubo
oposición por parte de las comunidades indígenas campesinas, quienes protestaron
contra su parcial, si no total, exclusión del proceso de distribución de la tierra. Los
campesinos de estas comunidades comenzaron a invadir las nuevas granjas estata-
les o colectivas demandando que la tierra les fuera transferida en todo o en parte. Los
enfrentamientos violentos que siguieron provocaron algunas muertes. Esta insatis-
facción de los miembros de las comunidades campesinas (comuneros) es lo que
Sendero Luminoso explotaría despiadada y violentamente.
Perú es un ejemplo claro de una política de reforma agraria que, si bien resolvió
algunos problemas, también abrió el camino a nuevos reclamos y conflictos en el
campo y condujo a la emergencia del movimiento guerrillero Sendero Luminoso (SL).
Al destruir las relaciones de tipo feudal y el poder político y social de los terratenientes
(gamonalismo), la reforma agraria dejó un vacío de poder que el Estado y/o las or-
ganizaciones campesinas fueron incapaces de llenar. El carácter colectivista de la
reforma agraria no fue el adecuado para la mayor parte del país porque ignoró la
importancia que tenían las empresas campesinas al interior de la hacienda (arrenda-
tarios y aparceros), y no abordó adecuadamente el problema de las empresas cam-
pesinas en su exterior, esto es, la escasez de tierra y los reclamos históricos de las
comunidades campesinas. Esto condujo a una gran desilusión con la reforma agraria,
que junto con el vacío de poder, ofreció la oportunidad para la emergencia de SL. Fue
solo cuando los campesinos de comunidades indígenas se sublevaron, invadiendo las
tierras que pertenecían al sector reformado, que el Gobierno comenzó a transferir
algunas de esas tierras a las comunidades. Sin embargo, esta medida llegó demasiado
tarde para evitar el surgimiento del movimiento guerrillero.
A pesar de todas las imperfecciones y defectos de la reforma agraria, algunos
de los cuales podrían haber sido evitados, fue un paso necesario y crucial para
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abordar las causas subyacentes de la violencia rural en Perú. Sin embargo, la de-
sastrosa violencia desatada por SL fue un precio demasiado alto en cuanto a pérdida
de vidas, destrucción de villas, comunidades y recursos, y provocó el desplazamiento
masivo de los habitantes rurales a los centros urbanos.
Ascenso y caída de Sendero Luminoso. En el caso peruano, la reforma agraria de los años
70 inconscientemente abonó el terreno para una intensificación de la violencia, pro-
bablemente, la mayor violencia que Perú experimentara desde el periodo colonial.
Durante los años 60, el lema del movimiento revolucionario en la mayor parte de
América Latina fue “tierra o muerte”. En Perú, miles de campesinos y trabajadores
rurales se unieron a organizaciones que, presionando al Estado, lograron la expro-
piación de cientos de miles de hectáreas. Si bien unos pocos cientos de personas
murieron como consecuencia de enfrentamientos en el campo durante los años 60
y 70, esto es mucho menos que las más de 20.000 que murieron como consecuencia
de la violencia política durante los años 80 (cf. Degregori 1992, p. 413). Asimismo,
se estima que a comienzos de los años 90 más de 200.000 personas habían sido
desplazadas por la guerra desatada por SL (cf. ibíd., p. 419).
Por supuesto, no puede culparse solamente a la reforma agraria de esta
violencia, ya que otros factores también contribuyeron a ella, tales como el arraigado
racismo de Perú y la marginalización de la población indígena. Estos profundos
resentimientos y frustraciones, particularmente de los comuneros que habían sido
descampesinados y desindianizados, lo que SL fue capaz de movilizar en las
primeras etapas de su trayectoria violenta desde los años 80 hasta mediados de los
90 (cf. Favre). Este movimiento les ofreció una nueva identidad y misión a los hijos
e hijas de los comuneros que, gracias a las varias reformas del gobierno de Velasco,
habían sido capaces de mejorar su educación y, en algunos casos, de ganar acceso
a universidades provinciales, pero que luego no habían podido obtener un trabajo
adecuado y se vieron, entonces, frustrados en su movilidad social ascendente. Estos
jóvenes constituyeron un terreno fértil de reclutamiento para SL, que los usó para
acceder a y obtener apoyo de las comunidades indígenas.
No obstante, estoy convencido de que, sin ese defecto fatal en el diseño e im-
plementación de la reforma agraria, SL nunca habría sido capaz de convertirse en
la fuerza mortífera que llegó a ser. Esto se corrobora con el hecho, observado por mu-
chos investigadores, de que, en aquellas áreas donde la reforma agraria redistribuyó
la tierra a las comunidades campesinas, ya sea durante el proceso inicial de ex-
propiación o, más frecuentemente, después de que los comuneros invadieran las
granjas colectivas o estatales, SL no fue capaz de hacer mayores incursiones. Los
investigadores han observado también que las comunidades y granjas del sector
reformado que estaban bien organizadas y/o tenían vínculos cercanos con partidos
políticos de base urbana, en mayor medida con la izquierda civil (no rebelde),
pudieron resistir mejor las incursiones (cf. Degregori 1992).
Aunque la reforma agraria en Perú tuvo una gran responsabilidad por la
violencia que siguió, creo que fue un momento decisivo en la historia del país y un
paso fundamental, aunque muy insuficiente, para comenzar a resolver la cuestión
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agraria e indígena que se originó con la conquista española y fue adquiriendo


nuevas dimensiones a lo largo de los siglos. La reforma agraria fue una precondición
crítica para esta tarea histórica. Sin embargo, SL no habría sido capaz de alcanzar tal
prominencia y de arruinar tantas vidas si la reforma agraria de Velasco no hubiera
sido tan terriblemente defectuosa. En lugar de incorporar solo marginalmente a las
comunidades campesinas en el proceso de redistribución de la tierra, éstas tendrían
que haber estado en el centro de la reforma agraria desde el comienzo.
Recapitulando, entonces, hay un número de razones por las cuales SL tuvo ini-
cialmente éxito en ganar control sobre grandes áreas del Perú rural. Primero, la
cuestión no resuelta de la tierra de las comunidades campesinas. Segundo, la
pobreza y la discriminación permanentes de los grupos indígenas. Tercero, el vacío
político y social originado por la destrucción del orden oligárquico y la debilidad de
las instituciones políticas y sociales, en pocas palabras, una sociedad civil débil.
Cuarto, la gran disponibilidad de un nuevo tipo de cuadros jóvenes, compuestos en
gran medida por estudiantes, muchos de los cuales eran hijos e hijas de campesinos
indígenas, pero también del tipo más tradicional, como los maestros locales. Quinto,
la gran capacidad ideológica y organizacional inicial de los líderes de SL. Sexto, la
acción inapropiada emprendida por el Estado para combatir al grupo guerrillero,
que agravó aún más la situación. Por ejemplo, la desastrosa respuesta militar que
usó medidas antiterroristas violentas que incluyeron violaciones masivas a los
derechos humanos. Entre 1988 y 1991 Perú tuvo las cifras más altas de desaparecidos
en el mundo (cf. Starn 1996, p. 244).
Los campesinos quedaron frecuentemente atrapados en el fuego cruzado de la
batalla entre SL y la violencia estatal de las Fuerzas Armadas y la policía. Algunos
comuneros y comunidades apoyaron en un comienzo a SL, el cual recogía sus moti-
vos de queja y les prometía un futuro mejor. Sin embargo, una vez que las FFAA y
la policía abandonaron sus brutales acciones antiterroristas y comenzaron a
cambiar su actitud hacia los campesinos –viéndolos como posibles reclutas en la
lucha contra SL en vez de como terroristas– la situación se revirtió en favor del
Estado. En efecto, entre 1983 y 1984, el número de víctimas civiles provocadas por
los militares declinó en más de dos tercios (cf. ibíd.). Cuando el equilibrio de fuerzas
comenzó a cambiar a favor del Estado y los campesinos senderistas comenzaron a
sufrir más pérdidas, muchos partidarios activos y pasivos de SL transfirieron su
lealtad a aquél o se convirtieron en neutrales.
Si bien el gobierno de Fujimori reclamó para sí el crédito de haber derrotado a
SL, especialmente después de capturar y encarcelar a su líder en 1994, un análisis
menos partidario da cuenta de una serie de factores que contribuyeron a la de-
clinación y eventual derrota de este grupo. Aunque éste todavía se muestra activo
en algunas regiones, sobre todo en el valle de Huallaga en el área productora de coca,
solo es capaz de lanzar acciones menores y esporádicas que ya no amenazan la es-
tabilidad del país.
Varios factores contribuyeron a la derrota de SL. Primero, la creciente desilusión
y alienación de mucha gente ante el dogmatismo, la rigidez y el uso de la violencia
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por SL. Su rigidez ideológica lo condujo a cometer errores y a no aprender de ellos,


ya sea por incapacidad o por falta de interés. Esto le hizo perder apoyo entre las
comunidades campesinas. El grupo cerró mercados rurales, desplazó frecuentemen-
te por medios violentos a los líderes tradicionales de las comunidades campesinas
e impuso en su lugar a sus propios cuadros jóvenes, usó una extrema violencia en
nombre de la “justicia”, y lo hizo de una manera indiscriminada empleando, de este
modo, las mismas tácticas terroristas que los militares habían usado inicialmente y
que habían provocado tantas víctimas inocentes (cf. ibíd., p. 243).
Segundo, Abimael Guzmán, conocido entre sus partidarios como el “Presiden-
te Gonzalo” no es Túpac Amaru, Emiliano Zapata, Pancho Villa, “Che” Guevara o
Fidel Castro. Ciertamente, le falta el encanto carismático y populista de todos ellos.
Aunque inicialmente la agrupación que él creó fue capaz de reclutar a un nuevo
grupo intelectual de origen indígena que estaba frustrado, desindianizado y
marginalizado y cuya movilidad social había sido bloqueada, su autoritarismo,
dogmatismo y acciones brutales terminaron pavimentando el camino hacia su
captura por las fuerzas de seguridad y hacia la destrucción de su organización.
Tercero, la incapacidad de SL de proteger a sus comunidades simpatizantes
contra el método antiterrorista adoptado por la policía y los militares. Debido a ello,
muchas comunidades dejaron de estar dispuestas a arriesgar sus vidas por los
miembros de una organización que había prometido mucho pero que era incapaz
de defenderlos de los abusos de derechos humanos perpretados por las fuerzas
estatales “de la ley y el orden”.
Cuarto, la existencia o formación, y desarrollo de las rondas campesinas en
muchas de las comunidades del altiplano. Las “rondas” eran una especie de comités
vigilantes organizados por los mismos miembros de las comunidades. Ya existían
en el norte de Perú antes de la emergencia de SL y habían sido formadas para
prevenir el robo de ganado (cf. Gitlitz/Rojas). Cuando el Gobierno se dio cuenta de
que no podía derrotar al grupo por sus propios medios, estimuló la formación de
organizaciones similares a las rondas originales, que fueron llamadas Comités de
Autodefensa Civil (CDC), en todas las tierras centrales y del sur del altiplano. Las
rondas fueron un factor clave en la derrota de SL, hecho que solo ha sido tardíamente
reconocido por muchos observadores. Degregori y Starn estuvieron entre los pri-
meros cientistas sociales que subrayaron este punto (cf. Degregori 1999; Starn 1991).
“La gran paradoja de las rondas es que, si bien originadas por la violencia, sem-
braron las bases de la paz” (Pérez, p. 474), aunque ellas también se involucraron a
veces en el uso de métodos violentos.
Finalmente, el cambio de estrategia por parte del Gobierno y los militares frente
a las rondas. En lugar de verlas como potenciales organizaciones terroristas simpa-
tizantes con SL, comenzaron a darse cuenta de que eran genuinas asociaciones de
base que intentaban defender a sus miembros y compensar las deficiencias del
Estado y su incapacidad de protegerlos de los robos y delitos, administrar justicia
como ellos la veían y proveer servicios esenciales. A partir del cambio de actitud del
Gobierno hacia las rondas, los militares comenzaron a establecer vínculos con ellas
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y a proveerles armas (aunque en números reducidos y del tipo más simple). En


algunas áreas se desarrolló una alianza entre militares y rondas o, más bien, entre
militares y CDC que, sin embargo, luego de la caída de SL fue interrumpida, en casi
todos los casos, por las comunidades de la región (cf. Starn 1996, pp. 244-245).
En síntesis, de acuerdo con Degregori y Starn, los actores principales de la
derrota de SL, fueron las comunidades campesinas que habían sido sus principales
víctimas e, inicialmente, de las fuerzas de seguridad. Este argumento contradice la
pretensión del gobierno peruano de acreditar la derrota de SL exclusivamente a las
FFAA, la policía y los servicios de inteligencia.

La violencia permanente en Colombia

Colombia evoca en la mente de muchos la imagen de una violencia perpetua.


Es visto como el país latinoamericano donde la violencia ha sido más extendida y
persistente. En efecto, los colombianos se refieren a uno de sus periodos históricos,
los años 50 y 60, como la etapa de La Violencia. No podían prever, aunque algunos
probablemente lo temían, que los años 80 y 90 terminarían siendo una era aún más
violenta. Los múltiples aspectos de la violencia en Colombia y sus características
cambiantes a lo largo de la historia del país, la hacen difícil de analizar y
comprender. La violencia en Colombia es una red compleja de actos violentos
interactuantes, multifacéticos y en evolución. Sus causas y manifestaciones son
múltiples. Por lo tanto, no es sorprendente encontrar que las interpretaciones
acerca de la violencia en Colombia tienden a diferir más marcadamente que
aquellas sobre otros países de América Latina. Sin embargo, muchos autores
coinciden en que la cuestión de la tierra es un factor central para explicar la historia
violenta del país.
Meertens ofrece una periodización interesante de la violencia en Colombia. El
primer periodo se caracteriza por la irrupción de la violencia durante los años 30 (cf.
Meertens). Durante estos años, el país presencia un crecimiento de organizaciones
y acciones campesinas, particularmente en las ricas áreas de cultivo del café. A
través de sus organizaciones, los campesinos reclamaban la abolición de los servi-
cios de trabajo, de tipo feudal, opresivos y explotadores, que los arrendatarios
tenían que prestar a los terratenientes, quienes eran propietarios de grandes ex-
tensiones de tierra. También hacían campaña por el derecho a cultivar café en sus
parcelas y a adquirir derechos de propiedad. El Gobierno, en sus intentos por
aplacar los conflictos entre campesinos y terratenientes, que estaban a menudo
acompañados de violencia, promulgó la Ley de Tierras en 1936, la cual procuró
modernizar las propiedades tradicionales, proveer títulos de propiedad a los
pequeños poseedores que aún no habían legalizado la ocupación de su porción de
tierra (a menudo de tierra que pertenecía al Estado) y que la habían cultivado por
muchos años, y redistribuir tierra a los arrendatarios expropiando aquellas propie-
dades que eran consideradas ineficientes porque mucha tierra era dejada sin
cultivar. Sin embargo, esta legislación fracasó porque los terratenientes expulsaron
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a sus arrendatarios, a menudo por medios violentos, y porque el Gobierno no tuvo


la resolución necesaria para enfrentarse a los terratenientes.
El segundo periodo ha sido llamado La Violencia y se extendió desde finales de
los años 40 hasta los años 60, durante los cuales hubo una dramática escalada de
homicidios que afectaron particularmente al campo. Entre 1946 y 1966 el número de
muertes superó las 200.000, es decir, se dio muerte a 1,56% del total de la población
mayor de 15 años. A comienzos de los años 60, Colombia todavía tenía la tasa de
violencia más alta del mundo (cf. Oquist, pp. 9-10). El Gobierno, dominado por el
Partido Conservador, desató una ola de represión contra el movimiento campesino
porque temía su fuerza creciente. Como consecuencia de este terror, algunas orga-
nizaciones campesinas se transformaron en un movimiento guerrillero cuyo enemigo
no era tanto la clase terrateniente como el gobierno conservador. Sin embargo, el
movimiento fue cooptado por el Partido Liberal, el principal partido de oposición
al Gobierno, lo cual condujo, a su vez, al Partido Conservador a organizar sus pro-
pias bandas armadas. El conflicto se transformó en una lucha entre los dos partidos
políticos por el control del Gobierno y del país. Por lo tanto, La Violencia fue una
competencia política entre elites a través de medios violentos, a menudo en el
ámbito regional. Las demandas campesinas fueron dejadas de lado y el bandidaje
se hizo común. Este bandidaje político era parte de una tradición de estrategia
individual característica de los pequeños y medianos granjeros del café. El movi-
miento campesino fue, entonces, fracturado y desarticulado, disolviéndose así en
un faccionalismo en el que los campesinos apoyaban a los grupos armados conser-
vadores o liberales.
El tercer periodo, en los años 70, fue menos violento. El sistema agrario se
complejizó con el desarrollo de un “capitalismo desde arriba” debido a que algunos
terratenientes modernizaron sus propiedades. Esto fue complementado con un “ca-
pitalismo desde abajo”, es decir, con la emergencia de una nueva clase de granjeros
capitalistas (principalmente, antiguos arrendatarios que pudieron comprar la tierra
que habían estado cultivando y que, más tarde, lograron acumular aún más tierra).
Hacia finales de este periodo, la principal organización nacional de campesinos
declinó (cf. Zamosc), dejando un vacío político que fue ocupado por las guerrillas y,
de manera creciente, también por otros grupos armados, como aquellos ligados a los
traficantes de droga, los paramilitares y las milicias de autodefensa.
En el cuarto periodo, en los años 80 y 90, la violencia dominó nuevamente la
escena política. Los grupos de la guerrilla revolucionaria extendieron y consolida-
ron su alcance geográfico e influencia política. Los traficantes de droga también
entraron en escena y ampliaron su alcance, particularmente, en las áreas de coloni-
zación. Tanto terratenientes como campesinos se involucraron en el cultivo de coca,
situación que amortigua el conflicto de clase porque ambos encuentran en el Estado
a un enemigo común cuando éste intenta erradicar este cultivo y luchar contra los
traficantes de droga.
El conflicto ha cobrado 35.000 vidas en la década pasada (cf. The Economist 353/
8143 1999, p. 68):
76 Cristóbal Kay

A pesar de que tanto al gobierno de Colombia como al de Estados Unidos les resul-
ta conveniente atribuirlo principalmente al tráfico de drogas, es cada vez más evi-
dente que mucho de esto está, de hecho, motivado políticamente; que, aunque al-
gunos asesinatos son obviamente el resultado de actividades guerrilleras, son mu-
cho más una consecuencia del terrorismo de Estado, perpetrado por el ejército o
por las fuerzas paramilitares contra quienes ellos sancionan (Ross, pp. 28 y 30).

Se estima que 42% de la mejor tierra de Colombia pertenece a la mafia de la


droga, la cual –junto con las brigadas paramilitares– ha arrojado a unos 800.000
campesinos fuera de sus villas y pequeñas granjas durante la década pasada (cf.
Carrigan, p. 7). Por lo tanto, en mayor o menor medida, la población rural sufre al
estar en las manos de los cuatro principales actores políticos de este conflicto: el
Estado, los paramilitares, las guerrillas y la mafia de la droga.
Es notable que una de las demandas principales de los guerrilleros rebeldes es
la reforma agraria que, sumada a acciones contra la pobreza, el desarme de los
grupos paramilitares, el respeto por los derechos humanos y el cambio democrático,
es lo que garantizaría que si dejaran las armas, podrían comprometerse con una
política pacífica.
En breve, según Meertens:

A lo largo del siglo XX las luchas campesinas por la tierra y las respuestas terrate-
nientes, en tanto manifestaciones de luchas de clases en el campo, se han visto
desdibujadas no solo por la variedad de las estructuras agrarias regionales, sino
también por su permanente inserción en conflictos políticos de otra índole, cuyas
divisiones atraviesan las líneas de clase. Tal vez ha sido ésta la característica más
importante de la historia rural colombiana (p. 247).

Esta afirmación es particularmente válida si recordamos que la mafia de la


droga ha penetrado el sistema político colombiano hasta su nivel más alto y, por lo
tanto, se ha convertido en un actor central en los conflictos políticos del país a los que
Meertens se refiere.

El movimiento de los campesinos sin tierra en Brasil

En Brasil, el principal protagonista del campo durante la última década ha sido


el Movimiento de Trabajadores Rurales Sin Tierra (Movimento dos Trabalhadores
Rurais Sem Terra, MST) que tiene unos 500.000 adherentes y es el mayor movimiento
campesino de Sudamérica. Este movimiento ha liderado más de 1.000 invasiones de
tierra reclamando la expropiación de la tierra ocupada. El MST es un movimiento
combativo y bien organizado cuya estrategia es ocupar ilegalmente la tierra no
cultivada que es propiedad de terratenientes. Estas acciones no resultan sorpren-
dentes si se considera que el desequilibrio de la distribución de la tierra es
particularmente agudo en Brasil, donde solo 4% de los propietarios de granjas con-
trola 79% de la tierra arable del país. Además, se estima que Brasil tiene 2,5 millones
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana 77

de campesinos sin tierra. Distintos tipos de campesinos toman parte en estas ocu-
paciones, principalmente, semiproletarios o proletarios rurales tales como jornaleros
y arrendatarios.
Su accionar es directo e incluye el bloqueo de carreteras y sentadas en las
oficinas locales del Instituto Estatal de Reforma Agraria (Incra). Desde el comienzo
de sus acciones a mediados de los años 80 hasta 1994, los campesinos sin tierra
presionaron al Gobierno y lograron la concesión de tierra para más de 150.000
familias (cf. Veltmeyer et al., pp. 181 y 192). Asimismo, durante su primer gobierno,
desde 1994 a 1998, el presidente Fernando Henrique Cardoso instaló 285.000
familias de campesinos sin tierra en terrenos expropiados y se propuso como obje-
tivo otorgar títulos formales a más de 400.000 familias que han estado ocupando
tierra abandonada por sus anteriores propietarios antes de que finalice su segunda
presidencia en 2003 (cf. The Economist 352/8128 1999, p. 60). En esta lucha por la
tierra ha habido muchas víctimas debido a que los fazendeiros (terratenientes) y sus
pistoleros han actuado con impunidad. Muchos manifestantes también murieron o
resultaron heridos en los enfrentamientos con la policía militarizada. De acuerdo
con las estimaciones de la Iglesia católica, desde 1985 han ocurrido casi 1.000
asesinatos relacionados con la tierra (Padgett, p. 32).
Las acciones del MST ilustran cómo las viejas luchas de clase, aunque con algu-
nos rasgos nuevos, han reemergido en el mundo contemporáneo. Exceptuando a la
Argentina, Brasil era el único país en América Latina que hacia los años 90 no había
emprendido aún una reforma agraria significativa. Esta demora puede explicarse,
por un lado, por el poder político de los propietarios, que fueron capaces de blo-
quear los intentos previos de reforma agraria y, por otro, por la decisión del Estado
de abrir la región del Amazonas a la colonización, lo cual alivió un poco la presión
por la tierra que ejercían las masas empobrecidas de campesinos sin tierra. Esta
colonización de la frontera proveyó una “válvula de seguridad” temporaria que
alivió las tensiones sociales en el campo porque abrió posibilidades de movilidad y
mejoramiento para algunos trabajadores rurales.
Sin embargo, la misma colonización fue un proceso violento. Mucha de la
violencia en la región fronteriza se debió a acciones de terratenientes y otros
capitalistas que reclamaban como propia la tierra colonizada por los campesinos
pioneros (el posseiro) y, a menudo, los expulsaron por la fuerza, especialmente
después que habían desbrozado la tierra. La falta de una infraestructura institucio-
nal en esta región fronteriza también implicó que la violencia era utilizada frecuen-
temente en la resolución de los conflictos en reemplazo de los mecanismos legales
y administrativos del Estado. La violencia fue usada también como un medio de
control social y, en particular, para dominar la mano de obra. Por lo tanto, mientras
que la colonización disminuyó el potencial de conflictos en la región de origen de
los migrantes, también causó nuevos conflictos y violencia en la región fronteriza.
En breve, la violencia generalizada en el Brasil rural es una expresión de la lucha
de los campesinos pobres por la tierra y la supervivencia. Así, la reforma agraria es
todavía una cuestión central en Brasil y, por cierto, crucial tanto para abordar la
78 Cristóbal Kay

violencia rural como para reducir las enormes desigualdades del campo y permitir
la supervivencia del campesinado.

La rebelión de Chiapas en México

A primera vista, la rebelión campesina de Chiapas conducida por el Ejército


Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) que irrumpió en la escena política el 1º de
enero de 1994, no parece sostener mi proposición de que el conflicto rural y la
violencia tienen más probabilidades de ocurrir en un sistema agrario altamente
desigualitario y exclusionista. Después de todo, México tuvo la primera y más
significativa revolución agraria y campesina de la América Latina poscolonial.
Como consecuencia de ello tuvo lugar en México la más antigua y una de las más
generalizadas reformas agrarias que fueron implementadas en la región. Por cierto,
desde la revolución, el país ha gozado de una relativa estabilidad política y, aunque
la violencia estuvo siempre presente, lo hizo a niveles más bajos que en muchos otros
países latinoamericanos. Sin embargo, con la modernización de la agricultura y los
grandes proyectos de irrigación en las provincias del norte del país, aparecieron
nuevas desigualdades porque la política del Gobierno favoreció claramente a las
empresas capitalistas y esto condujo a la aparición de formas modernas de lati-
fundismo. El sector de la reforma agraria del ejido recibió, comparativamente, poco
apoyo oficial, apenas lo suficiente como para que el partido gobernante (PRI) pudie-
ra mantener su control sobre el campo a través de una red de clientelismo y represión
esporádica. Los ejidos tuvieron que enfrentar cada vez más problemas para cumplir
su papel de proveedores de alimentos baratos para el mercado interno, y la política
del Gobierno no los estimuló a orientar su patrón de producción hacia el más lu-
crativo mercado de exportación.
Sin embargo, una reflexión más profunda permite interpretar la rebelión de
Chiapas como una evidencia adicional que apoya la proposición presentada aquí3.
Chiapas es la región más meridional y más indígena de México, en el límite con
Guatemala, donde la reforma agraria tuvo el menor impacto y los terratenientes
permanecieron como la fuerza dominante. La rebelión de Chiapas no es solamente
una lucha por la tierra, sino también por un proceso de desarrollo y una democracia
incluyentes. Como explica Burbach:

… no es una revuelta de indígenas que se concentran en el único objetivo de recu-


perar sus tierras y expulsar a los ricos que los explotaron. Tampoco es, como lo
demostraron los dos mil indígenas que se levantaron en armas el 1º de enero, un
movimiento ‘focal’ en el que unos pocos guerrilleros empujan al resto de la pobla-

3. Sin lugar a dudas, el importante movimiento de Chiapas tiene una multiplicidad de causas.
Su trascendencia para la historia de México no puede ser determinada aún adecuadamente,
porque se trata de un movimiento en evolución y porque sus ramificaciones superan la
cuestión de la tierra.
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana 79

ción a apoyarlos. Y … no es una lucha del tipo Sendero Luminoso en la cual un


ejército indio o campesino intenta destruir a todos los que se interponen en su ca-
mino para tomar el control absoluto del Estado. … Lo que distingue al EZLN de sus
predecesores es que no se inclina a tomar el poder en la Ciudad de México, ni tam-
poco clama por un estado socialista. Su objetivo es impulsar un amplio movimien-
to de la sociedad civil en Chiapas y el resto de México que transforme al país de
abajo hacia arriba (p. 113).

Por lo tanto, la de Chiapas es una rebelión contra el neoliberalismo y la


globalización, contra el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan)
firmado por México con EEUU y Canadá y, especialmente, contra la enmienda al
artículo 27 de la Constitución mexicana, uno de los principales logros del movimiento
agrario de 1910-1917, lo cual le puso punto final a la reforma agraria. La negativa a
una nueva distribución de tierra y la amenaza a la subsistencia campesina
representada por la importación de alimentos baratos de EEUU y Canadá a raíz del
Tlcan son algunas de las razones principales de esta rebelión (cf. Harvey). El cultivo
campesino de maíz y cereal ha sido puesto en peligro por las políticas neoliberales
del Gobierno, a partir de las cuales el Estado ha retirado subsidios, créditos, asis-
tencia técnica y otros servicios al sector campesino (cf. Barros Nock). El maíz es un
cultivo importante no solo para la supervivencia económica del campesinado sino
también por su significado cultural y simbólico.
La rebelión de Chiapas es atizada por el impacto exclusionista que la moderni-
zación agrícola de México tuvo sobre el campesinado y por el temor de que la inte-
gración de México en el TLCAN termine marginalizándolo aún más. Los granjeros
campesinos de México no pueden competir con las grandes explotaciones meca-
nizadas de maíz y cereal de América del Norte, a menos que medidas especiales de
protección y desarrollo sean adoptadas a su favor.
En realidad, la rebelión de Chiapas ha venido a simbolizar la nueva índole de
los movimientos sociales campesinos de América Latina, los cuales van a la
vanguardia de la lucha contra el neoliberalismo (cf. Veltmeyer et al., cap. 10). El
campesinado está contraatacando y sería un error grave descalificar estos nuevos
movimientos campesinos e indígenas como el último jadeo de rebelión (cf. Petras
1998). Si estos movimientos van a conducir al resurgimiento de la izquierda, como
pretende Petras (cf. Petras 1997), todavía no se sabe, pero indudablemente están
dando forma a nuevas identidades étnicas y de clase, mediante las cuales los
protagonistas buscan afirmar su propia historia y su capacidad de hacer historia.

Guerra y paz en América Central

En esta sección trataré de señalar brevemente algunas de las relaciones entre la


tierra, los conflictos y la violencia en estos países. La cuestión de la tierra no solo fue
un factor importante en la historia de la violencia de América Central (o de la relativa
falta de violencia en Costa Rica debido a su mucho más igualitaria distribución de
la tierra), sino que también jugó un papel central en los acuerdos de paz de América
80 Cristóbal Kay

Central, por medio de los cuales Nicaragua, Guatemala y El Salvador están inten-
tando encontrar una solución a la guerra civil que los estaba destrozando.
De acuerdo con algunas estimaciones, 300.000 personas murieron en Guatema-
la, El Salvador y Nicaragua durante estos conflictos, y dos millones fueron despla-
zadas, siendo forzadas a emigrar o a huir a partes más seguras del país. (La
población total de estos países en 1980 era de 14.200.000.) La mayoría de estos actos
violentos fueron cometidos por las fuerzas del Gobierno y, en una proporción mu-
cho menor, por fuerzas paralimitares o brigadas de la muerte y grupos guerrilleros
(cf. Pearce 1998, pp. 590-591). En 1986, el presidente de Costa Rica Oscar Arias tomó
la iniciativa de buscar una solución política para terminar la guerra civil en estos
países. Sus esfuerzos fueron premiados con el acuerdo de Esquipulas II de 1987, que
fue firmado por varias naciones y que preparó el terreno para el final de las guerras
civiles. Sin embargo, los acuerdos de paz no fueron firmados hasta 1990 en Nica-
ragua, 1992 en El Salvador y 1996 en Guatemala (cf. ibíd, p. 588) y, aunque la guerra
civil ha cesado en estos países, la violencia continúa.
Nicaragua. En Nicaragua, la tierra estaba altamente concentrada y el dictador
Somoza era el mayor terrateniente del país. La revolución sandinista que derrocó a
Somoza en 1979 implementó una reforma agraria radical, expropiando casi la mitad
de la tierra agrícola y beneficiando a más de un tercio del campesinado. Las propie-
dades expropiadas fueron organizadas en forma de granjas estatales, en algunos
casos como cooperativas de producción, mientras que solo una pequeña proporción
de la tierra expropiada fue distribuida directamente a los beneficiarios en concepto
de granjas privadas familiares.
Las fuerzas sociales opuestas a la revolución comenzaron a organizar una
oposición armada al Gobierno, la cual recibió sustancial apoyo del gobierno
norteamericano durante la administración Reagan como parte de la Guerra Fría
contra cualquier movimiento socialista, real o imaginario. Los grupos con-
trarrevolucionarios (llamados “los contras”) explotaron la insatisfacción de muchos
campesinos con la política agraria sandinista y el carácter colectivista del sector
reformado.
Las presiones campesinas para que el gobierno sandinista adoptara una refor-
ma agraria menos centrada en el Estado fueron exitosas. Después de 1984, algunas
empresas reformadas fueron directamente transferidas a beneficiarios campesinos
en forma de cooperativas o de propiedad individual. Este cambio de política fue
provocado también por el deseo de reducir la influencia de “los contras” entre el
campesinado y de estimular la producción de alimentos (cf. Utting). Como conse-
cuencia de este cambio, el total de tierra expropiada redistribuida a beneficiarios
campesinos en forma de propiedad individual se triplicó, pasando de 8% en 1981-
1984 a 24% en 1985-1988 (cf. Enríquez, pp. 91-92). Los campesinos beneficiarios tam-
bién ganaron un acceso más favorable a insumos escasos, modificándose así el
tratamiento ventajoso que se había dado previamente a las granjas estatales. Sin
embargo, la guerra civil y el deterioro económico del país colocaron a los campesinos
frente a una situación todavía difícil.
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana 81

A pesar del cambio de política, los sandinistas no lograron ganar el apoyo de la


mayoría del campesinado, según quedara demostrado en la elección de 1990, cuyos
resultados indicaron que solo 36,3% del voto rural nacional fue favorable al FSLN,
el partido de Gobierno, en comparación con 44,2% del voto urbano (Horton, p. 261).
Es muy probable que el FSLN hubiera logrado un mejor resultado electoral si
hubiese distribuido más derechos de propiedad individual a beneficiarios campe-
sinos desde el comienzo de la reforma agraria, lo cual hubiera frenado el apoyo
campesino a los “contras”. Como escribe Horton: “La gran mayoría de los coman-
dantes y combatientes contras eran campesinos del interior montañoso de Nicara-
gua … Es posible estimar que 30.000 nicaragüenses lucharon, en algún punto, junto
a las fuerzas antigubernamentales, haciendo de los contras una de las más grandes
movilizaciones armadas de campesinos en la historia contemporánea de América
Latina” (p. xii).
La guerra civil de Nicaragua en los años 80 tuvo costos humanos y económicos
devastadores: “De una población de aproximadamente tres millones y medio de
habitantes, 30.865 nicaragüenses fueron asesinados durante la guerra. Más de
350.000 nicaragüenses, principalmente de áreas rurales, fueron desplazados por la
guerra” (Horton, p. xi). Esto empujó al gobierno sandinista a firmar los acuerdos de
paz impulsados por el presidente de Costa Rica Oscar Arias junto con otros países
centroamericanos. Los acuerdos pidieron el fin de la ayuda externa a los “contras”
a cambio de elecciones democráticas en Nicaragua. Esto condujo, primero, a un cese
temporario del fuego y, luego de la derrota del FSLN en las elecciones de 1990, a un
cese permanente del fuego y a la desmovilización de los “contras”.
La victoria de Violeta Chamorro en las elecciones de 1990 llevó al nuevo
gobierno a reformar la política agraria. La redistribución de tierra en favor de
ambas partes intervinientes en la guerra civil fue vista como un elemento clave de
pacificación. Aunque la guerra civil terminó, esta contrarreforma parcial también
abrió nuevos conflictos y violencia que emergieron de la situación caótica en el
campo, caracterizada por múltiples exigencias: los terratenientes reclamaban la
tierra expropiada, los beneficiarios deseaban subdividir las granjas estatales y
colectivas y ganar títulos de propiedad privada así como también evitar que los
terratenientes y los “contras” adquirieran tierras del sector reformado, los “contras”
reclamaban una parcela de tierra a cambio de abandonar las armas, y los sin tierra,
que no habían sido beneficiados por la reforma agraria sandinista, también re-
clamaban tierra. Por lo tanto, no resulta sorprendente que una violencia esporádica
irrumpiera en el campo, especialmente si se considera que “hacia 1995, 47% del
total de la tierra cultivable de la nación no tenía título legal y que propietarios
anteriores habían presentado 7.185 demandas reclamando … 25% del área
cultivable” (Horton, p. 279). La paradoja es que, mientras los “contras”
contribuyeron a la victoria de las fuerzas antisandinistas, algunos de ellos volvieron
a las armas nuevamente para luchar por un pedazo de tierra cuando el gobierno
de Chamorro no respondió a sus demandas o actuó demasiado lentamente. Estos
“ex-contras” que de nuevo tomaron las armas son llamados los “recontras”. Ellos
82 Cristóbal Kay

creen que solo con la violencia pueden lograr que los gobiernos respondan a sus
demandas.
Guatemala. Como en los otros países estudiados en este capítulo, mucha de la violencia
de Guatemala tiene sus orígenes en conflictos por la tierra. Estos conflictos no solo
tienen una dimensión de clase sino, lo que es quizás aún más importante, una
dimensión étnica. La sociedad rural está particularmente dividida entre los blancos o
ladinos y los indígenas. La mayoría de los ladinos son mestizos hispanohablantes y
adoptan la vestimenta occidental y un estilo de vida urbano. Los indígenas hablan
alguna de las muchas lenguas indígenas del país, son la mayoría de la población en
las áreas rurales y, en gran medida, usan sus propios vestidos tradicionales, espe-
cialmente las mujeres. Hay, por supuesto, diferencias dentro de cada categoría. Los
ladinos comprenden terratenientes, comerciantes, prestamistas de dinero, empleados
públicos y otros, y ocupan los niveles superiores de la sociedad rural, que son
dominados por los hacendados o terratenientes. Por su parte, los indígenas son el
grupo subalterno que está compuesto por una gran variedad de grupos étnicos, que
tienen su propio lenguaje y autoridad, entre los cuales predomina la población maya.
Por lo tanto, las relaciones de clase tienen una clara dimensión étnica.
Al comienzo de los años 50, un campesinado frustrado recurrió cada vez más a la
violencia para reclamar una reforma agraria. Una de las medidas principales tomadas
por el gobierno de Arbenz en 1952 fue la implementación de una reforma agraria, con
la expectativa de que ésta aumentaría la justicia social y reduciría la violencia. De este
modo, muchas plantaciones que eran propiedad norteamericana (principalmente
propiedad de la Compañía Unida de la Fruta) fueron expropiadas, como también
muchas haciendas que pertenecían a la oligarquía ladina. Ambas partes conspiraron
conjuntamente para derrocar al gobierno de Arbenz. Lo lograron en 1954 y la CIA
estuvo profundamente implicada en su derrocamiento. En los 18 meses de su ad-
ministración, Arbenz distribuyó tierra a unas 200.000 familias campesinas (cf. Brockett
1988). Después de su derrocamiento, tuvo lugar una violenta contrarreforma agraria,
a través de la cual mucha de la tierra expropiada fue retornada a los terratenientes. Más
de 200 campesinos fueron asesinados en las primeras semanas después de la caída de
Arbenz.
Esta contrarrevolución preparó el camino para una espiral de violencia. Agravó
el problema de la tierra, fue un factor importante en la renovación de la violencia y
resultó en una guerra civil que duraría 36 años. En los años 60, varios grupos
guerrilleros emergieron con el despertar de la revolución cubana y el Gobierno
comenzó una guerra contra los insurgentes. Solo entre 1978 y 1985, “medio millón
de personas de un total de población nacional de ocho millones se convirtieron en
refugiados internos, 150.000 escaparon a México como refugiados políticos y eco-
nómicos, y 200.000 se fueron hacia otros países como EEUU” (Warren, p. 25). La
violencia política también orientó los flujos de migración interna porque la gente
buscó escapar de las áreas de alta violencia a zonas más seguras (cf. Morrison/May).
Asimismo, “se estima que quizás unos 200.000 civiles, especialmente indígenas del
altiplano, fueron asesinados o ‘desaparecidos’ durante los 36 años de guerra civil
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana 83

que terminaron con la firma de los históricos acuerdos de paz de diciembre de 1996”
(The Economist, 16/10/1999, p. 67).
Para las guerrillas, ésta fue una guerra de liberación contra la explotación de los
campesinos por los terratenientes y la elite exportadora así como contra un Estado
opresivo. Para el Gobierno y los militares en cambio fue una guerra contra la sub-
versión comunista y la amenaza interna. Para los militares, el terror de la guerrilla
tenía que ser enfrentado con contraterror. Esta guerra civil adquirió tonos genoci-
das porque los gobiernos practicaron una campaña contrainsurgente de tierra
arrasada en el altiplano indígena contra el movimiento guerrillero Unidad Re-
volucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) y sus simpatizantes (cf. Jonas, p. 6).
Los militares veían a la población maya como los principales partidarios de la
guerrilla y, en consecuencia, el campesinado indígena se transformó en víctima de
la violencia militar indiscriminada. Mientras en Guatemala la estrategia con-
trainsurgente ha sido genocida, en Perú fue autoritaria. El aspecto genocida se debe,
en parte, al racismo que en Guatemala era más acentuado que en Perú. Además, en
Guatemala, la forma de dominación estatal es en gran medida oligárquica mientras
que en Perú la revolución de Velasco Alvarado acabó en 1968 con los regímenes de
ese tipo.
Luego de la firma de los acuerdos de paz del 29 de diciembre de 1996 entre el
Gobierno y la URNG se estableció un periodo de cuatro años para su implementa-
ción. Aunque se ha completado la desmovilización de las fuerzas de la URNG, la
reducción de la plantilla de tropas y el desmantelamiento de los grupos paramilitares
ha sido realizada solo parcialmente. A pesar de los acuerdos de paz, la vida del
ciudadano común es escasamente pacífica:

Existe una espiral ascendente de violencia, debido principalmente a la criminali-


dad y a la delincuencia común, pero también a la “limpieza social” de los escuadro-
nes de la muerte y a la matanza de presuntos delincuentes. Al mismo tiempo,
anteriores miembros del ejército y de las fuerzas de seguridad dirigen o participan
en el crimen organizado o en ejecuciones extrajudiciales. La impunidad que disfru-
taban en el pasado continúa existiendo (Molina, p. 4).

Por lo tanto, Guatemala tiene todavía un largo camino por recorrer para lograr
un grado razonable de democracia, equidad y paz, aunque, indudablemente, los
Acuerdos de Paz han sido un importante punto de inflexión.
El Salvador. Las extremas desigualdades rurales y las condiciones de explotación en
El Salvador rural condujeron a un levantamiento campesino en 1932 que fue
brutalmente sofocado por las FFAA y los terratenientes. De acuerdo con algunas
estimaciones, fueron asesinadas entre 30.000 y 40.000 personas (aunque otras
fuentes sostienen que fueron 20.000) de una población de solo un millón en aquella
época. No es de extrañar que esta masacre sea recordada como “La Matanza”. Los
indígenas fueron, en particular, el blanco de esta carnicería (cf. Pearce 1986). La
masacre aseguró la continuación de la dominación de la oligarquía terrateniente por
muchas décadas. Fue solo a fines de los años 70, cuando el campesinado y los
84 Cristóbal Kay

trabajadores rurales asalariados sintieron que su sustento estaba cada vez más
amenazado, que los conflictos escalaron nuevamente y amenazaron con sumergir
al país en una guerra civil.
Diferentes investigaciones han demostrado que existe una relación significati-
va entre los patrones de uso y de tenencia de la tierra y el desarrollo de los conflictos
sociopolíticos (cf. Brockett 1994, p. 187). Por lo tanto, en 1980 se decretó una reforma
agraria, la cual chocó contra la poderosa oposición de los terratenientes, quienes
impidieron su implementación efectiva y desataron un periodo de guerra civil que
duró hasta 1992 (cf. Paige; Selingson). Las expectativas del Gobierno de que la
reforma tendería las bases para la paz y la estabilidad social duraderas se vieron
frustradas cuando la oligarquía terrateniente fue capaz de movilizar contra ella a sus
aliados en las FFAA y las fuerzas de seguridad.
No obstante, la reforma agraria de 1980 en El Salvador consiguió distribuir
entre un quinto y un cuarto de la tierra a un quinto de los trabajadores rurales, sin
embargo, fracasó en ofrecer una solución a la gran masa de campesinos sin tierra,
ya que, en gran medida, benefició solamente a los pequeños arrendatarios de las
haciendas y a algunos de sus trabajadores. Se organizaron cooperativas de producción
en la mayoría de las granjas expropiadas, aunque alrededor de un quinto de esa
tierra se cultivaba individualmente. Solo una pequeña proporción de las granjas
expropiadas fue subdividida y distribuida de manera individual a los beneficiarios
en forma de granjas campesinas familiares privadas.
Los 12 años de guerra civil se llevaron, por lo menos, entre 200.000 y 300.000
vidas (cf. Booth/Walker, p. 156), una abrumadora mayoría de las cuales fueron
víctimas de las FFAA y las brigadas de la muerte, quienes también fueron responsables
del asesinato del arzobispo Romero. El número de muertes equivalió a alrededor de
1,5% de la población y la guerra desplazó a otro 30% de sus hogares (Brockett 1994,
p. 175). Con la firma del acuerdo de paz del 16 de enero de 1992, la guerra civil
terminó formalmente, las guerrillas fueron invitadas al proceso de paz y se
convirtieron en un partido político. Este proceso de institucionalización fue visto
como una manera de reducir los conflictos o, al menos, de encontrar los mecanismos
pacíficos de resolverlos y, así, de reducir la violencia. Sin embargo, la violencia
esporádica continúa en El Salvador y proviene, en parte considerable, de la policía
y los paramilitares.
La reforma agraria de 1980 permanece inconclusa porque la segunda fase nunca
fue implementada. Existe, asimismo, la posibilidad de que algunos beneficiarios
pierdan su tierra porque no pueden afrontar el pago de la deuda que emergió de la
reforma agraria (cf. Kowalchuk). La alta densidad demográfica del país y el desem-
pleo rural, la escasez de tierra, el cultivo intensivo, que tiene consecuencias ecológicas
negativas, dificultan el hallazgo de una solución a la demanda de tierra que plantean
los pobres rurales. Además, la expansión de las agroexportaciones está provocando
desplazamientos campesinos, conflictos y violencia. Sin pasar por alto las dificultades,
apoyo la conclusión de Pearce de que “solo una reforma agraria llevada a cabo como
parte de un proceso amplio de transformación social radical pueda preparar posi-
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana 85

blemente el terreno para una paz y desarrollo duraderos en El Salvador” (1986, p.


303).

Conclusiones

He argumentado en este capítulo que el sistema agrario altamente desigual, las


relaciones sociales de explotación asociadas con él y los procesos de modernización
excluyentes son factores importantes, en algunos casos aun los más prominentes,
para explicar los conflictos y la violencia en la América Latina rural. El análisis
también ha revelado que existen otros factores significativos que influyen en el
carácter y la evolución de los conflictos y la violencia en el campo.
Este análisis comparado, aunque limitado, de varios países latinoamericanos
ha mostrado que no hay una respuesta única y simple con respecto a las causas de
la violencia rural, su persistencia o reemergencia. Si bien pueden encontrarse
algunas semejanzas, también hay variaciones que emergen de las peculiaridades
estructurales de cada país y de las diferentes acciones de los terratenientes, los
campesinos, el Estado y otros actores importantes.
La revolución cubana de 1959 abrió la puerta a las reformas agrarias. Los go-
biernos se dieron cuenta de que sin ellas tendrían que enfrentarse a la perspectiva
de rebeliones campesinas generales y posibles revoluciones socialistas en sus
propios países. A pesar de que la reforma agraria no siempre resultó ser la panacea
esperada, la cuestión de la tierra ha sido central en muchos de los conflictos y en la
violencia en el campo y, por lo tanto, debe ser abordada si los gobiernos se proponen
alcanzar algún grado de estabilidad política y social. Por ejemplo, los países que
implementaron una reforma agraria muy limitada experimentaron luego una
frustración y una movilización campesina mayores, como en los casos de Colombia,
El Salvador, Guatemala y Brasil. El ejemplo más claro es el de Brasil con la emer-
gencia del MST y las demandas de tierra del campesinado pobre, a las cuales los
terratenientes y el Estado han respondido con violencia.
En los otros países, la falta de una reforma agraria condujo a la aparición de
movimientos guerrilleros que fueron capaces de movilizar a los campesinos pobres
y desilusionados, lo cual ha provocado acciones contrainsurgentes por parte del
Estado contra la amenaza subversiva real o imaginaria, con el apoyo del gobierno
norteamericano durante el periodo de la Guerra Fría. Estas acciones contrainsurgentes
han sido responsables de la mayoría de las muertes violentas y los desplazamientos
masivos de la población rural, adquiriendo incluso rasgos genocidas en Guatemala.
Por su parte, los países que implementaron reformas agrarias radicales, o
amenazaron con hacerlo, como en el caso de El Salvador, provocaron la cólera de los
terratenientes u otros grupos afectados. En Guatemala, esto condujo al derroca-
miento del gobierno de Arbenz en 1954 y a una violenta contrarreforma mediante
la cual gran parte de la tierra expropiada fue devuelta a los propietarios anteriores.
Como se mencionó más arriba, esto agravó y pospuso el problema por una o dos
décadas en Guatemala y condujo, posteriormente, a más violencia. En Chile, la
86 Cristóbal Kay

reforma agraria masiva, pero, sobre todo, la transición al socialismo prometida por
Allende (aunque solo fuese la “vía chilena”), fue uno de los elementos claves en el
golpe de Estado militar y la violencia contrarrevolucionaria subsiguiente. Sin
embargo, una proporción significativa de la tierra expropiada fue transferida en
carácter de granjas familiares individuales a algunos de los beneficiarios de la re-
forma agraria. Luego de la transición a la democracia en 1990, fueron pocos los
conflictos violentos que aparecieron, lo cual fue en parte consecuencia de la se-
veridad de la represión inicial del gobierno autoritario pero también se debió al
proceso de parcelación, que logró satisfacer algunas de las demandas campesinas,
aunque solo de una minoría. En El Salvador, la reforma agraria condujo a 12 años
de guerra civil entre 1980 y 1992 y permitió a los terratenientes bloquear las fases
subsiguientes de la reforma de 1980.
La relevancia de la cuestión de la tierra también se ha manifestado en los
Acuerdos de Paz de América Central, en los cuales la distribución de la tierra fue un
ingrediente significativo para obtener la desmovilización de las facciones en guerra
y para lograr un cierto grado de estabilidad política. Es importante observar que los
dos países que tuvieron relativamente poca violencia rural en este siglo, Argentina
y Costa Rica, tienen una estructura agraria más igualitaria y un sector agrícola de
clase media más grande que el de otros países latinoamericanos.
La implementación de las reformas agrarias en la mayoría de los países latino-
americanos no cumplió la expectativa general de incorporación política y control
del campesinado y, por consiguiente, de reducción de la violencia. Sin embargo, voy
a comenzar refiriéndome a un caso excepcional. México es quizás el mejor ejemplo
en América Latina de una reforma agraria que cumplió en gran medida su promesa
política. Por más de siete décadas, la reforma agraria y la habilidad simultánea del
Estado para incorporar, cooptar y reprimir al campesinado, aseguraron el gobierno
de un partido y una relativa estabilidad política. Esto se quebró solo en 1990 con la
rebelión neozapatista de Chiapas, pero, como hemos analizado antes, esta región
había sido el punto más débil de la reforma agraria mexicana.
Varias son las razones que explican el fracaso de la incorporación campesina.
Por ejemplo, en Perú, la exclusión de muchas comunidades campesinas indígenas
del proceso de distribución de la tierra condujo a nuevos conflictos y violencia. Este
defecto en la reforma agraria peruana fue despiadadamente explotado por Sendero
Luminoso y abrió uno de los capítulos más violentos de la historia peruana. En
Nicaragua, a pesar de la popularidad inicial de la revolución y la reforma agraria
amplia, su carácter estatista alienó a muchos campesinos y limitó el número de
beneficiarios. Sin embargo, mucha de la violencia rural se debió a la guerra empren-
dida por los contras, que fue apoyada generosamente por el gobierno norteamericano
pero que también reclutó exitosamente a muchos campesinos alienados.
El caso colombiano presenta una situación más complicada para el análisis.
Apoya, hasta cierto punto, las proposiciones presentadas en este capítulo, ya que
también en este caso sucesivos gobiernos trataron de apaciguar las áreas que ex-
perimentaban los conflictos más intensos por la tierra con reformas agrarias
Conflicto y violencia en la sociedad rural latinoamericana 87

menores o localizadas. No obstante, la peculiaridad del caso colombiano reside en


la habilidad de los terratenientes, pertenecientes a diferentes facciones políticas de
la clase dominante, para movilizar a sus respectivos electorados campesinos a
través de una variedad de relaciones patrón-cliente. Por eso, durante el periodo de
La Violencia, la violencia rural adquirió características de tipo feudal, lo cual
impidió la unidad del movimiento campesino. A pesar de que en las dos décadas
pasadas los conflictos rurales han adquirido más claramente un carácter de clase con
la emergencia de poderosos movimientos guerrilleros, esto a su vez ha sido
distorsionado por la influencia generalizada de la mafia de la droga en casi todos los
aspectos de la vida colombiana.
El pasaje de un proceso de desarrollo centrado en el Estado y orientado al
mercado interno a un modelo neoliberal de mercado y orientado a la exportación ha
debilitado el poder de las organizaciones campesinas tradicionales a raíz de la caída
drástica del empleo rural permanente y del rápido crecimiento de formas de empleo
fortuitas y temporarias. Los mercados de trabajo se han tornado más flexibles y
dispersos, lo cual dificulta el desarrollo de organizaciones y redes solidarias entre
los trabajadores rurales. No obstante, han emergido nuevos movimientos campesi-
nos e indígenas, como el MST en Brasil y el EZLN en México. Esto implica que
políticamente será cada vez más difícil continuar imponiendo el modelo neoliberal
sobre el campesinado sin reparar en las consecuencias. Es posible que los conflictos
rurales se vuelvan más violentos que en el pasado porque las capacidades de
mediación e incorporación del Estado se han debilitado como también su habilidad
(y voluntad) de ocuparse de los efectos negativos del patrón actual de moderniza-
ción rural, que es desigual y excluyente. Si este nuevo movimiento campesino e
indígena será o no capaz de asegurar que las fuerzas del mercado sean sujetadas en
un proceso de desarrollo participativo, inclusivo e igualitario es todavía una
pregunta abierta (cf. Kay 1999).
Para concluir: me he esforzado en mostrar que un primer paso importante en
el tratamiento de la violencia rural supone resolver la cuestión de la tierra de modo
que los campesinos pobres puedan ganar acceso a suficiente tierra y recursos
económicos que les aseguren un estándar de vida aceptable y participación en la
sociedad. Asimismo, las estrategias de desarrollo y los procesos de modernización
tienen que volverse inclusivos, lo cual es difícil de lograr en el contexto actual de
globalización que tiende a excluir a los pobres del campo. También se requieren
cambios políticos en la forma de abordar los conflictos y la violencia, lo que a su vez
requiere una mayor democratización en los sistemas sociales y políticos latinoame-
ricanos. En mi opinión, a través de un análisis es posible mejorar nuestra compren-
sión de la violencia rural en América Latina. Queda a los lectores juzgar en qué
medida el limitado análisis comparado efectuado aquí ha arrojado alguna luz sobre
esta importante cuestión.
88 Cristóbal Kay

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