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UNA – DAAV.

FUNDAMENTOS TEÓRICOS DE LA PRODUCCIÓN ARTÍSTICA


CÁTEDRA. Taccetta-D’Iorio. 1C. 2022.
Equipo docente. Martín Ara, Magdalena Demarco, Gabriel D’Iorio, Natalia Taccetta

APUNTES DE CLASE – UNIDAD 2

Estos apuntes trazan un recorrido posible por algunos temas y cuestiones de la Unidad 2.
Planteamos en este breve recorrido las líneas principales de los cuatro textos principales de la Unidad
a partir de preguntas que resultan centrales para nuestro recorrido: la pregunta por la reproducción
técnica, la pregunta por la esencia de la técnica y la pregunta por el estatuto de la mercancía y el
espectáculo.

Obra de arte y reproducción técnica

Desde una perspectiva marxista pero heterodoxa como la que Benjamin profesaba desde fines de los
años veinte, podría decirse que el objetivo general del ensayo La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica es pensar políticamente el uso de las técnicas artísticas, preguntarse por las
condiciones de producción de las obras y, de modo más específico, explorar quiénes tienen los
medios de producción para producirlas. Ya en el “Prólogo” del ensayo aparece cierta vocación por
reescribir la historia del arte a partir de las transformaciones de las condiciones de producción y,
además, habida cuenta de que el fascismo estaba en pleno auge en el momento de su redacción,
introducir en el vocabulario del arte conceptos que fueran inapropiables por el fascismo. Así lo
expresa Benjamin con toda claridad:

Los conceptos que seguidamente introducimos por vez primera en la teoría del arte se
distinguen de los usuales en que resultan por completo inútiles para los fines del
fascismo. Por el contrario, son utilizables para la formación de existencias revolucionarias
en la política artística. (Benjamin, 18).

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El autor tematiza la compleja relación entre arte y política en la época de la técnica, es decir, en
aquella que hace de la reproductibilidad no algo novedoso en sí mismo, sino la disposición que,
aunque parece caracterizar a la obra desde siempre, se ha vuelto técnica. En Walter Benjamin y la
destrucción, Federico Galende lo expresa del siguiente modo: “La sed de la obra –si las obras tuvieran
sed– habría consistido desde siempre en una disposición de la fábula tediosa de la unidad,
disposición que habría esperado, para cumplirse, el advenir de una época que transforma
radicalmente el modo público de concebir el arte”. (Galende, 137).

En la época de la reproductibilidad técnica, las obras logran liberarse del lugar de originalidad y
unidad al que las arrojaban el mito, el servicio religioso y el ritual. Rompiendo con esa sacralización,
se introducen en el reino profano de la serie, la copia y la reproducción. En este sentido, la fotografía y
el cine destruyen la idea de unidad o pureza que había caracterizado al arte –que a partir de
Benjamin llamaremos “aurático”– restituyendo un vínculo con los objetos de la vida cotidiana e
inaugurando otro nuevo: con el tiempo del cine y su “dinamita de décimas de segundo”, con un
espacio radicalmente transformado por la irrupción del lente de la cámara.

En el ensayo benjaminiano, aparecen una serie de temas fundamentales para la poética y la estética
del siglo XX: el problema de la técnica, el de la relación entre arte y reproductibilidad, la progresiva
atrofia del carácter aurático de las obras y la interrupción de una manera de consumir las obras de
arte, la primacía del valor de exhibición sobre el valor cultual. Para pensar los fundamentos de la
producción artística, nos detendremos brevemente en tres puntos que consideramos
verdaderamente programáticos.

El aura y su decadencia: de lo irrepetible a lo masivo

Benjamin parte de la constatación de que la obra de arte ha sido siempre reproducible y comienza el
ensayo con una genealogía que va del grabado y la xilografía hasta llegar a la fotografía y el cine en su
argumento central. La novedad que producen estas artes es la reproductibilidad técnica. Con la
noción de “aura” Benjamin logra distinguir a las obras cuya autenticidad se vincula con el “aquí y
ahora”, de aquellas otras que se independizan de dichas condiciones: aquellas cuyos dispositivos

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producción están ya vinculados con las posibilidades que ofrece la reproductibilidad técnica. En
unas, el hic et nunc queda fuera de la reproducción técnica y alude a la existencia única y singular; las
otras, se independizan del original que proveía la reproducción manual. Su “aquí y ahora” se
desvaloriza, pero a la vez, se gana en proyección, exhibición y masividad:

El aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad… El ámbito entero


de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad técnica –y desde luego que no solo a
la técnica. Cara a la reproducción manual, que normalmente es catalogada como
falsificación, lo auténtico conserva su autoridad plena, mientras que no ocurre lo mismo
de cara a la reproducción técnica. La razón es doble. En primer lugar, la reproducción
técnica se acredita como más independiente que la manual respecto del original…
Además, puede poner la copia del original en situaciones inasequibles para este. Sobre
todo posibilita salir al encuentro de su destinatario, ya sea en forma de fotografía o en la
de disco gramófono. (Benjamin, 21-22)

Si en las artes previas a la reproductibilidad técnica, el aura quedaba ligado a lo que puede ser
transmitido como tradición, en las artes post-auráticas la obra queda desligada de ella y arrojada a la
historia viva, pues “al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una
presencia irrepetible” (Benjamin, 1987: 22). Y esta presencia masiva en lugar de la presencia
irrepetible genera no sólo transformaciones en la percepción sensorial del ser humano: también en la
vida social, comunitaria. De ahí que no pueda desligarse la decadencia del aura por obra de la
reproducción técnica de lo que Benjamin denomina la “conmoción de la tradición” y la puesta en
entredicho del valor de lo transmitido.

En este sentido, el cine es a los ojos de Benjamin el “agente más poderoso” de esta transformación y
resulta tener una importancia social todavía no del todo imaginable en sus aspectos positivos. Dicho
de otro modo, es claro que Benjamin está detectando lo que el cine tiene de “destructivo, catártico”
(1987: 23), pero necesita precisar los sentidos “progresivos” de la “liquidación del valor de la
tradición en la herencia cultural” (1987: 23) que propone el cine. Es decir, indicar cuáles eran

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entonces las potencialidades del cine, dada su capacidad para desligar a las obras del peso de lo
tradicional y a la vez arrojarlas a una nueva temporalidad histórica, y junto a ella, política.

Fundamento ritual o praxis política

Si, como mencionamos, el carácter único e irrepetible de las obras quedaba imbricado con la
tradición, podría decirse que el tipo de relación de expectación que se establecía con ellas estaba
ligado al culto y a la situación ritual. Esto llevó a Benjamin a pensar el fundamento de las artes
auráticas vinculado a la esfera teológica, religiosa, pre-moderna:

La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblaje en el contexto de la


tradición. Esa tradición es desde luego algo muy vivo, algo extraordinariamente
cambiante. Una estatua antigua de Venus, por ejemplo, estaba en un contexto
tradicional entre los griegos, que hacían de ella objeto de culto, y en otro entre los
clérigos medievales que la miraban como un ídolo maléfico. Pero a unos y a otros se les
enfrentaba de igual modo su unicidad o dicho con otro término: su aura. La índole
original del ensamblaje de la obra de arte en el contexto de la tradición encontró su
expresión en el culto. […] Es de decisiva importancia que el modo aurático de existencia
de la obra de arte jamás se desligue de la función ritual. Con otras palabras: el valor
único de la auténtica obra artística se funda en el ritual en el que tuvo su primer y
original valor útil. (Benjamin, 26-27)

En contraposición, la reproductibilidad técnica parece rescatar a la obra de este tipo de relación y, al


liberarla del ritual, la desplaza a otro ámbito: el de la praxis política. Esto es, el fundamento de las
obras de arte pasa a jugarse en una nueva esfera, la política:

La reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística de su existencia parasitaria en


un ritual. La obra de arte reproducida se convierte, en medida siempre creciente, en
reproducción de una obra artística dispuesta para ser reproducida. De la placa
fotográfica, por ejemplo, son posibles muchas copias; preguntarse por la copia auténtica
no tendría sentido alguno. Pero en el mismo instante en que la norma de la autenticidad

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fracasa en la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su
fundamentación en un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber
en la política. (Benjamin, 27-28)

La reproductibilidad técnica desligó al arte de su fundamento ritual o cultual y con él desaparece


también cierta idea de separación (religiosa), pues las condiciones de reproductibilidad (y de
producción) forman parte esencial de su materialidad.

Estetización de la política o politización del arte

Entre 1935 y 1936, ascenso del nacionalsocialismo y exilio mediante, Benjamin y su amigo Bertolt
Brecht se encontraban circunstancialmente en Dinamarca y desde allí lanzan la consigna de oponer
la “politización del arte” a la “estetización de la política”, entendiendo esta como la parálisis de toda
capacidad reflexiva. El párrafo final de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica nos
da un indicio preciso del antagonismo irreductible que guía lúcidamente su escritura:

Fiat ars, pereat mundus”, dice el fascismo, y espera de la guerra, tal y como lo confiesa
Marinetti, la satisfacción artística de la percepción sensorial modificada por la técnica.
Resulta patente que esto es la realización acabada del “art pour l’art”. La humanidad,
que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha
convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalineación ha alcanzado un grado
que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este
es el esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta con
la politización del arte. (Benjamin, 57)

Abordar la relación entre arte, técnica y política en Benjamin implica atender a esta exigencia de una
“politización del arte”. Algunas notas del Libro de los pasajes, proyecto iniciado en 1927 e
interrumpido con la muerte de Benjamin, y el escrito sobre el surrealismo de 1929, hacen pensar
que la arenga apuntaba a despertar de la captura producida por el onírico mundo capitalista. La
noción de “inervación corporal colectiva” –que aparece en algunas de las versiones del ensayo sobre

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la obra de arte– y la fascinación de Benjamin por el poder mesiánico de la destrucción permiten
imaginar las claves del objetivo planteado para el arte.

En este texto sobre la reproductibilidad técnica, Benjamin afirma que el fascismo no les da a las
masas proletarizadas sus derechos, “sino la oportunidad de expresarse” o, tal vez sea mejor decir, de
sentirse expresadas mediante el medium del Duce o Führer (“que ni por asomo hagan valer sus
derechos”, dice). Es por eso que el resultado del fascismo consiste en la introducción de la estética en
la vida política a partir de la posibilidad que el avance tecnológico representó en la masiva
escenificación del espectáculo de la política, en torno a la proyección de una autoimagen fuerte a
través de un líder, por medio de los nuevos y poderosos medios de comunicación. Esto permitió
ritualizar los conflictos ideológicos y darles estatus de mitos heroicos que devinieron objetos de
culto y veneración. Esta operación se completa con la constitución de un pasado glorioso a ser
recuperado. En este sentido, el fascismo aspiró a que la guerra suministrara compenetración afectiva
y gratificación artística, haciendo posible la transformación de la política por la tecnología (y su
percepción por parte del pueblo). Para corroborar esto no hace falta más que leer el fragmento del
manifiesto futurista de Marinetti citado por Benjamin o ver los primeros minutos de El triunfo de
la voluntad (Triumph des Willens, Leni Riefenstahl-1935), documental sobre el primer congreso
del partido nacional-socialista en 1934 en la ciudad de Núremberg. Este filme comienza con un
relato que hace depender la preeminencia del líder de la antigüedad imperial germana y la voluntad
de los dioses. Uno de los tramos más impactantes del texto futurista se puede leer también en el
epílogo de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica:

Desde hace veintisiete años nos estamos alzando los futuristas en contra de que se
considere a la guerra antiestética… Por ello mismo afirmamos: la guerra es bella. […]
¡Poetas y artistas futuristas… acordaos de estos principios fundamentales de una estética
de la guerra para que iluminen vuestro combate por una nueva poesía, por unas artes
plásticas nuevas! (cit. Benjamin, 1987:56)

Benjamin logró vislumbrar una constelación para identificar la época y la encontró en la relación
entre arte y política o, más bien, entre estética y violencia. La forma más acabada de este vínculo,

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entonces, se dio en el marco del fascismo que se convirtió en referencia para la percepción en un
contexto que debía lidiar con la tecnologización y la fascinación por la guerra. Delante de sus ojos,
Benjamin tiene la posibilidad de plantear una teoría del arte desauratizado, a fin de pensar los modos
en que este arte es inherentemente político y el signo de su politización puede ser constructivo o
destructivo alternativamente. Benjamin insiste en la pérdida del aura, pues, en ese contexto, implica
ir en contra también de la “auratización” del Führer y las masas hipnotizadas, atravesadas por los
mensajes radiofónicos fascistas, las actualidades filmadas y el culto al líder.

Según Galende, la estetización de la vida política no es un invento del fascismo, sino que es un
aprovechamiento por parte de éste de una posibilidad que se inicia con la autonomización de la
estética en el siglo XVIII. Esto implica tener presente que, después de la consolidación de la estética,
la experiencia estética se ha visto progresivamente arrojada a una devaluación permanente. Lo que
hace el fascismo es gestionar esta devaluación junto con la degradación de los sentidos corporales del
hombre. En los lugares donde la estetización de la vida política está configurada en un programa de
reificación fascista, la politización del arte implica una destrucción del programa esteticista mediante
la instauración de una “matriz de legibilidad operada por una relación sensorial directa con la obra
en tanto que ‘ruina’ o ‘mortificación’” (Galende, 2009: 142).

Lo que Benjamin parece exigir al arte es, precisamente, la destrucción de la alienación, de la


expectación extrañada y alejada de todo compromiso con la imagen. Pide, asimismo, la restauración
de una fuerza corporal que permita que la humanidad pueda autopreservarse. En este sentido, si lo
que hace la estetización es retrotraer la vida a una existencia biológica desagenciada, la politización
del arte propugna por la interrupción de esa lógica y la articulación de la vida a través de un arte
politizado, consciente de su capacidad de instaurar la discontinuidad y la suspensión de la lógica de
la dominación.

Una política poética

Más allá de lo complejo que ha sido para los especialistas descubrir qué había detrás de la arenga
benjaminiana a favor de la politización de las obras, es posible decir al menos que se vincula con la

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interrupción de una manera esteticista de percibir las obras para construir una mirada poética y un
espectador de carácter revolucionario. Esto implica que las obras y las imágenes –del mismo modo
que los conceptos– asuman una forma que sea inapropiable por parte del fascismo. Estas premisas
benjaminianas no inauguran una discusión que sea importante sólo al arte en tanto disciplina, sino
que es “una discusión que importa en términos de una configuración de la vida y de una probable
puesta de la estética al servicio de la neutralización de lo que se halla más vivo en esta vida” (Galende,
2009: 139). Se trata de concebir obras que propongan una lectura problemática de la historia, en las
que no sea posible subsumir el contenido a la forma y la forma a territorios conocidos, atravesados
por una linealidad hegemónica. Por este motivo, Benjamin alienta una destrucción de la estética
tradicional, pues ve en ella la plasmación de un programa de formalización de la vida al servicio de la
estetización de la política. El arte para Benjamin no tiene a la política como posibilidad, sino que
está imbricado y fundamentado necesariamente con ella.

Por lo que la función del arte debía supeditarse a convertirse en instrumento de lucha contra el
fascismo y en paralelo al avance de los movimientos de masas modernos. De modo que: atrofia del
aura, reproductibilidad técnica, masificación y restauración aurática a través de la estetización de la
vida política constituyen para Benjamin las coordenadas de la modernidad destructora a la que hay
que oponer una lógica comunista y salvadora. El arte, precisamente, puede ser el vehículo de esta
estrategia de politización. Obras de arte que reflexionen sobre su medio y se vuelvan políticamente
responsables de su misión en la reconfiguración de la historia.

Es preciso, entonces, recordar el diagnóstico benjaminiano sobre la modernidad como mundo


onírico, fetichizador de la mercancía, productor de fantasmagorías productoras de identificaciones
peligrosas. Hacia el final del ensayo sobre el surrealismo: Surrealismo, la última instantánea de la
inteligencia europea, de 1929, Benjamin recurre a un concepto que podría canalizar alguna salida
para el estado de ensoñación capitalista. Se trata de la “inervación colectiva” que posibilita el
encuentro del cuerpo y la imagen. Es en esta interpenetración donde Benjamin encuentra que hay
una tensión revolucionaria posible, que se puede pensar como el encuentro onírico con la acción
política y la posibilidad de pensar la revolución como descarga de un deseo atrapado en las mallas del
sueño. Se trata, en definitiva, de pasar de la contemplación a la praxis. Esto implicaba una serie de

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“pasos previos”, como el de desmontar la mitificación de la sociedad moderna, una superación por
medio de una “política poética” que ponga fin a lo lógica del capitalismo y al esteticismo fascista.

II. La pregunta por la técnica

El filósofo alemán Martín Heidegger (1889-1976) se propone responder a esta pregunta en una
conferencia dictada en 1953, en la cual encontramos un largo y rico argumento respecto de la
esencia y origen de la técnica. La primera afirmación de este filósofo es que la esencia de la técnica no
es algo técnico y requiere de un tipo de indagación filosófica que sin desconocer los usos habituales
del término, puede comprender aquello que esos usos no terminan de decirnos de la técnica.
Considerar a la técnica simplemente como algo neutral nos deja ciegos ante su esencia. Como punto
de partida, dice Heidegger, podemos tomar dos definiciones “correctas” de la técnica: 1. la técnica es
un medio para un fin; 2. la técnica es un hacer del hombre. La técnica es instumentum, la técnica es
un producto humano. Esta concepción instrumental y antropológica es correcta en lo referido a lo
que está delante de nosotros, a lo que nos concierne. Pero lo correcto no es necesariamente lo
verdadero. Una descripción adecuada del funcionamiento de las cosas no nos dice lo que las cosas
son. No se nos muestra aún en qué consiste la esencia de la técnica.

¿Cómo llegar entonces a la esencia de la técnica? Primer giro en el argumento heideggeriano. Si lo


instrumental es un medio para un fin, y es aquello por medio de lo cual algo es hecho, es lo que tiene
por consecuencia un “efecto”, y lo que tiene por consecuencia un efecto lo llamamos “causa”, es
preciso indagar en el concepto de causa para comprender la relación entre medio y fin, porque la
causa no es sólo lo que actúa como medio para un fin sino también como fin con arreglo al cual las
cosas se hacen. En efecto, desde Aristóteles contamos con una doctrina de las cuatro causas: causa
material (de qué está hecho un objeto o evento: materia, hyle), causa formal (cuál es su forma o
figura, eidos), causa final (para qué se hizo: utilidad, telos) y causa eficiente (quién lo hizo: artista,
artesano). Sea una copa de plata (ej. que propone Heidegger), un templo o una pintura, en todo lo
producido están en juego las cuatro causas. Pero “causa” quiere decir además, según el análisis
etimológico que hace el filósofo alemán, “lo que es responsable de algo”. De ahí que las cuatro causas

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sean co-responsables, o se co-pertenezcan: se trata de cuatro modos de traer algo a la presencia, de
dar lugar, de advenir. Pero todo advenir es un cierto pro-ducir. Poiesis quiere decir aquí: dar lugar,
hacer que algo vaya de lo no presente a la presencia. Producir no es sólo un hecho humano, es
también un hecho natural. La naturaleza y el arte producen, traen a la presencia algo ausente: el
producir acontece cuando lo velado es develado. Desocultar quiere decir en griego, aletheia, verdad.
“Preguntando por la técnica, dice Heidegger, llegamos a la verdad, al desocultar”. En el desocultarse,
se funda todo producir y este reúne los cuatro modos de dar lugar (las cuatro causas). Y a su ámbito
pertenecen el fin, el medio y todo lo instrumental. La técnica no es entonces un simple medio: es un
modo de desocultar la verdad de lo que es. La techné es un hacer del hombre y, a la vez, un modo de
saber, una episteme. Es en este sentido que todo lo relativo a la técnica y la producción implican una
forma de apertura, de desocultamiento.

En este punto de la argumentación, cuando parecía haber resuelto el enigma de la técnica,


Heidegger incorpora el problema de la técnica moderna, lo cual supone un segundo giro en la
argumentación, porque la moderna tecnociencia es muy distinta a la antigua. ¿Qué clase de
desocultar es el que aparece en la técnica moderna? Es un desocultar que no despliega en el ámbito
del producir sino del pro-vocar que pone a la naturaleza en la exigencia de liberar energías para ser
explotadas y acumuladas, transformadas, distribuidas: la tierra entera se desoculta como región a ser
explotada de modo constante. Heidegger recuerda cuán distinto resulta el campo desde el punto de
vista del campesino que cuida y labra la tierra (su hacer no provoca, su hacer cuida el ciclo de las
noches y los días) de aquel que lo piensa como industria de la alimentación, para la cual los tiempos
se organizan en función de un producto final: la extracción a gran escala de mercancías para vender
en el mercado interno o exportar.

Otro tanto puede decirse del ejemplo que propone Heidegger respecto del río Rhin: dos ríos, dos
miradas, dos perspectivas. La de Hölderlin, en el cual la elegía es celebración de la vida, muy
diferente al Rhin pensado desde la central hidroeléctrica, el río pensado desde la central no es más
que proveedor de presión hidráulica, el río está construido en la central de energía, desde la esencia
de la central (Heidegger. La esencia de la técnica. Pág. 124). Ahora bien, ¿quién realiza este “poner
provocante”, en el sentido de lo establecido y constante? El hombre, que concibe, forma, impulsa y

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establece. Pero, advierte Heidegger, el hombre no puede disponer de lo real que se muestra y a la vez
se retrae ante nosotros. El develamiento y la técnica no son simples hechos humanos. Lo dispuesto
en cuanto tal lleva en sí una ambigüedad radical que alcanza a la esencia de la técnica.

¿Qué es lo dispuesto? He aquí el tercer giro o desvío del argumento. Lo dis-puesto (das Ge-stell)
desoculta lo real como constante y pone al hombre a desocultarlo como constante. El hombre, así
provocado, está él mismo en el ámbito de lo dispuesto. Estamos ya dispuestos en el camino, dice
Heidegger. Poner en el camino quiere decir: destinar. Pero este destino del hombre no es la fatalidad
de una coacción sino el ámbito de una libertad de oír, de desocultar. Libertad es en este sentido
iluminación, desocultamiento de un camino, comprensión de un destino. ¿Qué tenemos que
comprender aquí? No sólo que estamos destinados a la técnica, también es preciso comprender el
misterio de su esencia, lo cual supone interpelar la esencia misma del hombre como ser calculante,
dominador, propietario de sí y de los demás.

Es preciso un desocultar más originario aún, un desocultar que salve: “donde hay peligro, crece
también lo salvador”, dice Hölderlin. Salvar es reconducir algo a su esencia, dice Heidegger. De ahí
que lo salvador también resida en la esencia de la técnica. La esencia de la técnica revela toda su
ambigüedad en el desocultamiento: es lo dispuesto provocante, la violencia constante del establecer
que pone todo en peligro, y, a la vez, es lo dispuesto que acontece como apertura de la cual surge
también lo salvador. El peligro nos pone en relación con el fundamento, lo salvador en dirección a la
esencia de la verdad. Y la esencia de la verdad de lo que somos remite al cuidado.

La pregunta por la técnica es entonces la pregunta por una singular constelación en la que acontece
la esencia de la verdad de lo que somos, la inquietante pregunta según la cual tenemos un destino, es
decir, una libertad a la que estamos destinados. La esencia del hombre como cuidador, su
pertenencia íntima a la esfera del cuidado y no sólo a la explotación y la destrucción, es aquello que
se desoculta en el camino de la preguntar por la técnica. Pero además, y en tanto desocultar se dice
de muchas maneras, también las artes en general y las bellas artes revelan el brillo de la verdad en
todo producir como desocultamiento. “Poéticamente el hombre habita sobre esta tierra”, dice el ya

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citado Hölderlin. La pregunta por la esencia de la técnica nos lleva finalmente a la pregunta por la
esencia del arte. ¿Es el arte entonces aquello que esencialmente salva?

III. La pregunta por la imagen y el espectáculo

En 1967, Guy Debord (1931-1994) publicó La sociedad del espectáculo, un libro-manifiesto


fundamental que concentraba algunas influencias del Letrismo, pero especialmente de lo que fue el
Situacionismo. El letrismo, fundado en 1946 por Gabriel Pomerand (1925-1972) e Isidore Isou
(1925-2007), utiliza la letra como “sonido” y posteriormente como “imagen”. La poesía se vuelve
musical y la escritura se convierte en pintura. Los letristas extienden estos cambios de relaciones al
cine, la cultura y la sociedad. En 1952, el movimiento se divide en cuanto a su objetivo: vivir del arte
o el arte de vivir. Jean-Louis Brau, Guy Debord y Gil Wolman fundan la Internacional Letrista para
la “superación del arte”.

La Intencional Situacionista fue una revista de 12 números cuyo objetivo era, entre otros, pensar la
denominada superación del arte. Combinaba diversos actores intelectuales de fines de los años 1950
(el Movimiento por una Bauhaus imaginista, el Comité psicogeográfico de Londres, la
Internacional Letrista con Isadore Isou a la cabeza, y búsquedas experimentales de Constant,
Pinot-Gallizio, Jorn). La dimensión crítico-teórica de la revista se concentró alrededor de Debord,
quien, recuperando preceptos de algunas vanguardias históricas y evidenciando un giro político y
marxista, pretendía terminar con la distinción entre la vida real (como lugar de tedio) y la vida
imaginada (como espacio del sentido verdadero) en una relectura del marxismo clásico. Asimismo,
Debord encarnaba la desilusión intelectual frente a las revoluciones proletarias apagadas hacia fines
de la década del cincuenta.

La sociedad del espectáculo proponía un diagnóstico sobre la nueva etapa del capitalismo,
precisamente, su fase espectacular. La discusión ya no giraba en torno al modo de producción
solamente, sino al modo en que el espectáculo capitalista había capturado todos los aspectos de la
vida. Dice Debord: “Toda la vida de las sociedades en las cuales reinan las condiciones modernas de

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producción se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era
directamente vivido se ha desviado en una representación” (2002: 13). El espectáculo implica que
las imágenes y las representaciones capturan todo lo vital y mediatizan las relaciones sociales en su
conjunto. De ahí que sostenga que “el espectáculo en general, como inversión concreta de la vida, es
el momento autónomo de lo no-viviente” (2002: 13).

Debord repiensa la noción de “alienación” que aparece tempranamente en la producción intelectual


de Karl Marx. En el primer manifiesto de los póstumos “Manuscritos de 1844” -escritos cuando
Marx era un joven de 26 años- aparece desglosada la noción de alienación -para el terreno de la
producción de mercancías- que resulta fundamental en el planteo debordiano. El espectáculo, en
efecto, queda definido como un tipo de alienación que ya no solo se puede pensar en el contexto de
la producción capitalista ligada a la imagen tradicional que aparece, por ejemplo, en Tiempos
modernos de Charles Chaplin (1936), sino que exige ser explorada en la expansión del fordismo en
Francia, donde el dispositivo central de alienación es ahora la imagen. Así, el espectáculo propone
imágenes de falsa reconciliación con el medio y, pensando en la noción también marxiana de
“fetichismo”, Debord propone que las relaciones sociales mediatizadas por estas aparentes
reconciliaciones logran obturar la lucha de clases. De ahí la idea de pasividad frente al espectáculo
que propone el texto debordiano: convencido de que un ciudadano que se comporta como un
espectador pasivo frente al espectáculo es el paso necesario para la explosión absoluta de la lógica
espectacular, la imagen se vuelve un dispositivo para el triunfo de la dominación, lejos de representar
un mecanismo de emancipación.

La pregunta que se abre es cómo distinguir las imágenes del espectáculo de aquellas que pretenden
desvelar caminos emancipatorios. Dicho en otros términos, ¿qué pasa con el arte? Para responder a
esta pregunta es interesante revisar el tipo de trabajo que produce, por ejemplo, el cine letrista con el
cincelado de imágenes y el montaje discrepante. También el cine producido al interior del
Situacionismo, que pretendía producir imágenes que contuvieran en su interior su propia crítica.

En su producción cinematográfica, Debord convierte en imagen su llamada al détournement o


tergiversación -es decir, el hecho de tomar objetos creados por el capitalismo y distorsionar su

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significado para producir un efecto crítico-, estrategia que aplicó a distintos ámbitos de la cultura y
el arte. Crea imágenes que podrían ser denominadas “anti-cinematográficas” –es decir, despojadas
de las formas convencionales de ver, consumir y producir cine- en la medida en que el fluir
cinematográfico está atravesado por la lógica del azar y la deriva. Con estas estrategias, los filmes
debordianos -como la adaptación de La sociedad del espectáculo de 1973- plasman las imágenes
mediatizadas de la sociedad del espectáculo y cambian su signo a través del montaje y los estratos
significantes que surgen a partir de él, así como de la utilización de carteles, la descontextualización y
la explotación de estrategias narrativas no convencionales.

A partir de la superposición de mecanismos cinematográficos -contrapuntos de imagen y sonido,


superposiciones, saturaciones, utilización expresiva de los cuadros en blanco y negro, entre otros
múltiples recursos- y utilizando todas las “transversales posibles: históricas, biográficas, estéticas,
teóricas” emergen constelaciones de sentido que se sustraen a la lógica del espectáculo, en tanto
modo de producción social cuya razón de ser es la mercancía y su carácter fetichista, motivo por el
cual Debord veía urgente una integración explícita y práctica del arte y la política.

Las ideas que Debord aplicó al cine se vinculaban con el impulso autodestructivo del arte
conducido por dadaístas y surrealistas y continuado por letristas y situacionistas. Marie Guy-Claude
describe lo que denomina “la aventura situacionista” del siguiente modo: “la necesaria crítica de
toda forma de arte y su rebasamiento (todos sus films contendrían una evocación a menudo
nostálgica del cine al mismo tiempo que un rechazo violento de este polvo de imágenes)” (2009: 29).
Se trata de un proyecto de creación consciente de situaciones que involucran un entramado de
influencias aunado en la renuncia al cine-espectáculo, la transformación a través del
montaje-détournement y la integración en situaciones cinematográficas que, entre otras cosas,
pretendían propiciar la constitución de un público que se dejara afectar por las imágenes y
abandonara su posición pasiva.

Desdeñando el “cine político” en su forma más convencional, Debord quiere separarse de su


generación y apelar a la masa de consumidores con el objetivo de subvertir la comodidad del
mercado. Los films debordianos configuran un espectador que debe ir más allá de los “valores”

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cinematográficos para activar su propio pensamiento. Como ejemplo de lo relativo que podía ser
para Debord el hecho de que sus películas tuvieran méritos artísticos, se puede señalar uno de los
carteles que aparecen a los pocos minutos del comienzo de La sociedad del espectáculo (1973):
“Todavía se podría reconocer algún valor cinematográfico a esta película si este ritmo se mantuviese:
y no se mantendrá”. Este gesto de provocación es de alguna manera el fundamento básico a partir
del cual se diseña un montaje guiado por la interrupción y la inversión deliberada del sentido.

El recurso retórico fundamental de la filmografía debordiana no es ni la sinécdoque ni la


metonimia, ni siquiera la ironía, o no solamente ellas; es más bien el détournement de todas esas
figuras textuales, el desvío y la tergiversación de toda operación poética. No se trata solamente de la
construcción de contrapuntos a través del montaje discordante de imagen y sonido, sino de lograr
que las imágenes expresen deliberadamente lo contrario de aquello para lo que fueron concebidas, es
decir, que se vacíen del sentido asignado por la sociedad espectacular y escapen a su destino natural,
esto es, el de devenir mercancías.

En 1988, Debord escribió unos Comentarios sobre la sociedad del espectáculo en los que revisaba
algunas de sus posiciones y dos años después, en 1990, el filósofo italiano Giorgio Agamben escribe
un breve ensayo, “Glosas marginales a los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo”, en los que
confirma la lucidez de Debord para trazar diagnósticos tanto en los años sesenta como veinte años
después. En efecto, Agamben confirma las sospechas de Debord en relación con las miserias de la
sociedad espectacular y el “devenir imagen del Capital” como última metamorfosis de la mercancía,
pesadilla de la que ya el Situacionismo había intentado despertar.

Entre otras cuestiones, Agamben vuelve sobre una distinción debordiana entre el espectáculo
concentrado del “Este” y el espectáculo difuso de las democracias occidentales para corroborar que,
entre la figura del líder y la renuncia al equilibrio de los poderes, emerge lo que Debord llamaba el
espectáculo integrado. Este caracterizaría la contemporaneidad y, para explicar su forma extrema,
Agamben recurre a un episodio que llamará simplemente “Timișoara”. En efecto, el acontecimiento
alrededor de la revolución de Timișoara desvela para Agamben el nuevo curso de la política mundial
y el rol de los medios de comunicación. El episodio tiene lugar el 16 de diciembre de 1989 alrededor

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del fin de la dictadura del rumano Nicolae Ceaușescu, quien había instalado un Estado policial
sobre el culto a la personalidad a contracorriente de la política transicional de Mijaíl Gorbachov.

En el contexto de un proceso revolucionario que comienza por la acción estatal contra el pastor
crítico László Tőkés, la televisión rumana falsifica un genocidio para justificar la salida del dictador
comunista y legitimar el nuevo gobierno, volviendo verdad y falsedad indiscernibles y haciendo que
el espectáculo legitime el espectáculo mismo: “Timișoara es, en este sentido, el Auschwitz de la edad
del espectáculo, y así como se ha dicho que después de Auschwitz era imposible escribir y pensar
como antes, puede decirse que después de Timișoara ya no será posible mirar de la misma forma una
pantalla de televisión” (Agamben, 2002: 60). A partir de aquí y valiéndose de otras notas, Agamben
tematiza la alienación que recoge de Debord a partir de la idea de expropiación del lenguaje que
implican el capitalismo y su imagen espectacular. Esta expropiación sobrevuela la racionalidad en la
que vivimos y encierra una violencia destructiva cuyas consecuencias aún están por verse.

Nuevas preguntas, nueva apertura

Cada uno de los textos de esta unidad lleva en sí un pequeño programa respecto de la producción, la
verdad y el arte. Pero también hay en ellos, latente, un problema: el problema de la emancipación. La
Unidad 3 está dedicada a pensar este problema a partir de una cuestión que parece subordinada pero
entendemos que lejos está de serlo, nos referimos a la cuestión del pueblo: ¿qué es un pueblo?, ¿cómo
se lo representa?, ¿cómo se filma a los pueblos?, ¿cómo se les dedica un poema?

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Bibliografía

Agamben, Giorgio (2005), El hombre sin contenido, Barcelona: Áltera.


Agamben, Giorgio (2002), “Glosas marginales a los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo” en
Medios sin fin, Valencia: Pre-Textos.
Benjamin, Walter (1987), “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” en Discursos
interrumpidos I. Madrid, Taurus.
Benjamin, Walter (1999a), “El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea” en
Iluminaciones I, Madrid, Taurus.
Debord, Guy (2002), La sociedad del espectáculo, Valencia: Pre-Textos.
Galende, Federico (2009), Walter Benjamin y la destrucción, Santiago de Chile, Metales pesados.
Guy-Claude, Marie (2009), Guy Debord: de son cinéma en son art et en son temps, París: Librairie
Philosophique J. VRIN.
Heidegger, M., “La pregunta por la técnica” en Filosofía, ciencia y técnica, Santiago, Ed.
Universitaria, 1997.

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Excursus. La pregunta por el hacer del artista y el lugar de la obra de arte

Sobre El hombre sin contenido, primer libro de Giorgio Agamben, publicado en 1970, ya hemos
hecho algunas alusiones en el Apunte de la Unidad I. Antes de abordar el argumento central de los
capítulos 8 (“Poiesis y praxis”) y 9 (“La estructura original de la obra de arte”), recordemos que el
planteo general de la obra implica rastrear las modificaciones históricas que atravesaron algunos
conceptos estéticos fundamentales e indagar sobre la importancia y la función del arte en la
reapropiación de la historia por parte del “hombre”. Para ello, Agamben hace hincapié en las
implicancias ontológicas y epistemológicas que conlleva pensar la subjetividad en el arte y los
problemas y consecuencias que ha traído la teorización estética a lo largo de la modernidad. Desde
los primeros capítulos –ya aludidos en la primera unidad-, Agamben advierte que reflexionar sobre
la destrucción de la estética implica complejos cuestionamientos sobre ética y política –sobre los que
versará gran parte de su obra posterior-, pues la pregunta por el arte conlleva ocuparse de la vida
humana y sus posibilidades. Se esfuerza por desactivar la estética como el discurso que, en la
modernidad, ha escindido el arte y la vida, y propone que al arte le toca asumir la imposibilidad de
restaurar esa identidad originaria. El vínculo entre arte e historia que Agamben pone en el centro de
su planteo restablece el nexo originario entre estética y política, que, en el pensamiento occidental,
queda imaginariamente representado por la exclusión platónica de los poetas de la polis. Así, sitúa al
hombre que se hace cargo de su “hacer” histórico en el centro de la escena y piensa al arte como la
dimensión en la que esa consciencia histórica puede surgir. En este sentido, pensar para el arte la
función de restitución del vínculo con la historia, implica que la estética da cuenta, más que de
cualquier otra esfera, de la vida misma del hombre.

A pesar de que Agamben es consciente de que la obra de arte ya no es la medida esencial a través de
la cual el hombre se mide con el mundo, trata de pensar precisamente esta relación. Es por eso que

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remite a El origen de la obra de arte (1936) de Martin Heidegger, donde el arte es y funda la historia.
Podría decirse, el origen de la obra de arte es el origen de la experiencia, el origen de las formas
culturales y las actividades (como la historia). La impronta heideggeriana de Agamben en este libro
se pone de manifiesto en otro aspecto fundamental, pues, una vez asumida la separación de los
puntos de vista del artista y el espectador, Agamben aborda la premisa de Heidegger según la cual el
hombre posee una condición poiética, es decir, que la techne es el centro de su consideración
histórico/destinal del ser. Se trata de una condición en crisis en el siglo XX y que Agamben
interpreta como una crisis del hacer humano en general. Puede hablarse de una crisis de la poiesis, en
tanto poder de producir, en tanto capacidad de traer a la presencia, de hacer pasar del no-ser al ser, a
fin de poner en evidencia un progresivo desplazamiento de toda actividad productiva hacia la esfera
de la praxis.

¿Qué significa, entonces, que el hombre tiene una condición poiética, pro-ductiva? Tal como lo
encuentra en El banquete de Platón, Agamben asegura que la idea de poiesis se vincula con toda
causa que haga pasar del no-ser al ser. En este sentido amplio, todo arte es poiético, en tanto
producción que tiene la presencia como resultado y es poiesis la actividad de quien fabrica un objeto
y hace pasar de la ocultación al ser, a la iluminación. Para los griegos, esta entrada en la presencia se
daba a partir de la técnica, la techne (τεχνη), esto es, por ejemplo, la actividad del artesano que da
forma a un jarrón, o el artista que hace una estatua o escribe un poema. Si en la obra la poiesis se
realiza, “¿cuál es el carácter de la obra en el que se concreta la actividad pro-ductiva del hombre?” se
pregunta Agamben (2005: 105).

El autor italiano asume que el hombre se caracteriza por su condición poiética, es decir, pro-ductiva,
que, en nuestro tiempo, se considera como práctica. Así, se podría afirmar que todo el hacer
humano es práctica, ya sea el del artesano, el artista, el obrero o el hombre político. En todos los
casos, se trata del ejercicio de la voluntad productora del hombre en busca de un fin específico y
concreto. Considerando así la condición productiva del hombre, el habitar en el mundo parece ser
una condición práctica.

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Para desentrañar qué hay por detrás de esta condición productiva del hombre, Agamben recurre a la
distinción griega entre poiesis (poiein, pro-ducir, en el sentido de llevar al ser), vinculada a la
experiencia de la pro-ducción hacia la presencia, y praxis (prattein, hacer, en el sentido de realizar),
relacionada a la idea de una voluntad que se expresa en la acción. La poiesis tiene un carácter esencial
que no está en su aspecto de proceso práctico, voluntario, sino en su forma de la verdad, entendida,
como explica Agamben, como des-velamiento, como α-ληθεια. Es la proximidad con la verdad el
motivo por el cual Aristóteles tendía a asignarle a la poiesis un lugar más esencial que a la praxis (más
vinculada a la condición animal del hombre).

En este esquema de praxis/poiesis, los griegos eran incapaces de conceptualizar el trabajo como
actividad fundamental porque el trabajo corporal estaba reservado a los esclavos. Trabajar implicaba
someterse a la necesidad por la que hombre y animal quedan homologados. Los griegos,
precisamente, comprendían que el trabajo estaba ligado al proceso biológico de la vida. Agamben ve
que esta división del hacer se ha olvidado sistemáticamente desde la Antigua Roma con la
introducción del agere para traducir poiesis, en tanto actuar de un operari, por lo que queda oculto
el sentido fundamental de “estar en la presencia”. La poiesis de los griegos era una forma del agere
para los latinos, esto es, un poner-en-obra de un operari. En la modernidad, la confluencia de poiesis
y praxis se consuma definitivamente volviendo difusa la distinción, y el hacer del hombre es visto
como actividad de una voluntad productora de un efecto real, que expresa, al mismo tiempo, la
voluntad en tanto relación con la libertad y la creatividad. Es entonces cuando la experiencia de la
poiesis, la pro-ducción hacia la presencia, cede su sitio a la consideración del cómo. En relación con la
obra de arte, esto significa que el acento se desplaza de la esencia de la obra –el pasaje del no-ser al
ser- a la apertura de un espacio de la verdad (como aletheia) haciendo posible un mundo para el
habitar del hombre y el artista.

Más tarde, será la idea de “trabajo” la que se consuma como actividad eminentemente humana o,
para expresarlo en términos de Marx, como evidencia de la humanidad del hombre. La tradición
que incluye a John Locke, Adam Smith y Karl Marx, entre otros nombres, hace del trabajo el rango
de valor central en la escala de las actividades del hombre. El hacer del hombre, en efecto, se
interpreta como práctica, como actividad productora concreta, como producción de vida material

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que determina el lugar del hombre para asegurar su dominio en el mundo. Se produce la ascensión
del trabajo desde el lugar más bajo al más alto y queda velada (definitivamente) la esfera de la poiesis.
Esto es consecuencia “del hecho de que el proceso sin fin que el trabajo ponía en marcha era, entre
las actividades del hombre, la más directamente vinculada al ciclo biológico del organismo”
(Agamben, 2005: 116). Así, ya quedan anunciadas intuiciones del pensamiento político posterior
de Agamben, al conceptualizar la atadura al ciclo biológico a la que el hombre se ha visto compelido
por el pensamiento occidental. No obstante, queda dispuesto también el camino para configurar al
pensamiento como la dimensión en la que la libertad del hombre se vuelve posible. En este camino,
el arte cumple una función central, pues también se ve arrastrado por el velamiento de sus
posibilidades y se lo condujo a una metafísica de la voluntad.

Como decíamos, en el campo de la estética, el hacer del hombre, la pro-ducción artística, se vio
determinada por el “ofuscamiento de la distinción entre poiesis y praxis”, de modo que el arte se
interpretó como una forma de la práctica y la práctica como expresión de una voluntad. Agamben
recuerda algunos ejemplos: Novalis con su definición de la poesía como “uso voluntario, activo y
productivo de nuestros órganos” (2005: 116); Nietzsche –en relación con la identificación de arte y
voluntad de poder-; Artaud –en la idea de liberación teatral como voluntad-; y los situacionistas –en
relación con la superación del arte como realización de la práctica de las instancias creativas que se
expresan en el arte de manera alienada. Parece evidente que la estética occidental se vio atravesada
por una metafísica de la voluntad en tanto vida como energía o impulso creador. Así llega a cierta
concepción del arte, pues, en efecto, parece ser expresión de la voluntad creadora del artista. Sin
embargo, tal como explica Agamben, los griegos pretendían que la distinción entre poiesis y praxis
subrayara que la poiesis no se vinculaba esencialmente con la voluntad –pues el arte no es en modo
alguno necesario-, sino que su esencia reside en la producción de la verdad y en la apertura al mundo
de la acción del hombre.

A la luz de estas consideraciones, Agamben analiza la relación que el pensamiento occidental


estableció entre poiesis y praxis y el consecuente pasaje de la obra de arte de una esfera a la otra. Para
determinar su evolución, analiza cuatro núcleos centrales tal como se ve a continuación:

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En primer lugar, se refiere a la mentada noción de poiesis –con la que los griegos caracterizaban a la
techne- como la producción en general, en relación con la de technites, reservada para el artesano y el
artista. Poiesis conlleva el hecho de ser una forma de la verdad, una aletheia (α-ληϑεια), un
desocultamiento. La techne, por su parte, alude a un hacer aparecer en el sentido de una gnosis
(γνωσις), un saber. Por esto es que poiesis o pro-ducción –o techne­- y praxis, práctica, no son
coincidentes. De acuerdo a la clasificación de las “disposiciones” que hace Aristóteles en la Ética
nicomaquea, Agamben concluye que la producción tiene su fin (telos) y su límite fuera de sí, pues “a
cualquier arte le concierne el dar origen” y tanto fin como límite no se identifican con el acto mismo
de producir. Es así que los griegos consideraban la producción y la obra de arte de manera opuesta al
modo en que la estética acostumbra a pensarlas, pues la poiesis no es un fin en sí mismo ni lleva a sí a
la presencia, sino que es algo distinto del principio que la ha producido. Por eso es que la entrada del
arte en la dimensión estética sólo es posible cuando el arte mismo ya no está en la esfera de la
producción, sino en la esfera de la práctica.
En relación con la esencia de la praxis, Agamben realiza un rastreo etimológico que lo conduce a la
conexión entre un ir a través y un límite, que logra vincular, además, con experiencia que contiene
las ideas de ir a través de la acción y en la acción, dado que empeiría (εμπειρια) tiene la misma raíz
que praxis (πραξις). La experiencia, entonces, parece “similar” al arte, pero es, podría decirse,
intelecto práctico, capacidad de determinar un curso de acción, del cual sólo el hombre es capaz y al
que arriba en función de sus acciones pasadas. Agamben vincula experiencia y práctica con el
mismo proceso, cuyo principio es lo que Aristóteles tematiza en Acerca del alma, es decir, la idea de
que el hombre determina el movimiento por la praxis. El principio motor de la práctica es, de este
modo, el deseo y el pensamiento práctico, pues el intelecto no mueve sin deseo, por lo que el
principio determinante de la práctica y el intelecto práctico es la voluntad -incluyendo al apetito, el
deseo, la volición.

En segundo lugar, el análisis agambeniano propone que la esencia del agere se interpreta como
voluntad y representación. Agamben recupera planteos de Leibniz, Kant y Fichte en relación con la
Razón como Libertad y ésta como Voluntad. Pero, centrándose en la distinción leibniziana entre
appetitus y perceptio, recorre algunas ideas de los poetas románticos de Jena hasta recalar en la idea
del hombre como redentor y mesías de la naturaleza de Novalis, que le hace pensar en una

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interpretación de la ciencia, el arte y toda actividad del hombre como “formación” (Bildung) de la
naturaleza.

En tercer lugar, Agamben trata de ver cómo se construye en el pensamiento occidental la idea de
que “el hombre produce de manera universal”. Para ello, recurre a consideraciones de Marx, quien
considera el ser del hombre como producción, en tanto praxis, esto es, actividad sensible. En el
hombre –a diferencia de los animales-, la actividad es un medio para la existencia que se produce de
forma universal. Así es que la práctica constituye al hombre en su ser verdadero, esto es, hace de él
un Gattungswesen, un ser capaz de género. Y es justamente por ello que el hombre tiene a su vida
como objeto, con lo que se convierte en un productor de vida. El círculo hermenéutico que
Agamben encuentra en la disquisiciones de Marx –especialmente en los denominados Manuscritos
de 1844-, lo llevan a afirmar que “la producción, su actividad vital consciente, constituye al hombre
como ser capaz de un género, pero, por otra parte, es sólo su capacidad de tener un género la que
hace del hombre un productor” (Agamben, 2005: 129) y que, precisamente, en esta recíproca
pertenencia de praxis y vida genérica hay un gesto por el cual, en cada individuo y en cada acto, el
hombre se funda como ser humano y se mantiene unido a los otros.

En cuarto lugar, Agamben encuentra en el pensamiento de Nietzsche las claves para analizar las
consideraciones sobre el arte como la tarea más alta y la verdadera actividad metafísica del hombre:
la idea estética del arte como opus de un operari, esto es, como el “principio creativo-formal” (2005:
138). Desde El nacimiento de la tragedia (1871), el arte es identificado con la tarea más alta, pero es
especialmente a partir del aforismo 370 de La gaya ciencia (1882) que Agamben percibe que
Nietzsche ve al arte en su carácter de destrucción del mundo de la verdad heredada de la que hay que
sospechar. El arte se presenta como devenir universal y no como actividad del artista ni sensibilidad
del espectador.

Este recorrido de los griegos hasta casi el siglo XX le permite a Agamben concluir que la crisis de la
poiesis va en paralelo al modo en que el “trabajo” pasa de ser considerado una actividad referida a las
necesidades de la vida biológica –en contraposición a la poiesis que aparece vinculada a la actividad
que acerca al hombre a la libertad- a un proceso de convergencia entre poiesis y praxis por el cual el

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hacer humano en su totalidad se considera una actividad que tiende a la producción de un efecto
real. El trabajo pasa a ser la expresión de la condición más inherentemente humana en consonancia
con el arte, que pasa de ser expresión de la voluntad creadora a esencia de lo humano y devenir
universal. En este sentido, parece necesario abandonar el horizonte de esta metafísica de la voluntad
–que incluye a la estética- y atacar el fundamento, es decir, la homologación de poiesis y praxis que
implica suponer que el arte es expresión de una voluntad. El horizonte agambeniano se inclina por
un retorno al arte como producción de verdad y constitución del mundo para la acción humana,
como fundamento de la existencia del hombre. Si la poiesis funda el espacio para el mundo del
hombre, la obra de arte es una forma donde se pone en juego el existir humano en sí, y el arte como
poiesis le permite al hombre su “estar” en la historia.

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