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Un día en el centro comercial

Se acerca el fin de semana y con ello el Día del Padre. Les saluda Fernanda: tengo doce
años, vivo con mi mamá, José y mis hermanas y voy a contarles un día especial de
nuestras vidas.

Todo sucedió así. Estábamos en la habitación con Manuela y Adrianita, prestas a


acostarnos. Comentábamos sobre nuestros padres y les dije que, al estar empezando el
frío en Lima, quisiera comprar unas medias de lana para mi papá –él es friolento y
además como también es medio calvito tampoco le vendría mal una gorra poderosa para
que duerma–. Mis hermanas rieron imaginándose a mi papá, como si fuera Papa Noel,
vestido de pijama con gorra y medias de lana. En medio de ese bullicio, ingresó mamá y
nos preguntó: «¿qué tal mis chicas? ¿Qué están confabulando esta vez?». «Estamos
pensando en los papis», le contestamos. «Ah, me parece muy buena idea. Ya me dirán
cómo sorprenderemos a vuestro padre y, por supuesto, a Javier también. Les sugiero que
el centro comercial es un buen lugar para encontrar cosas bonitas». Llegó el sábado y
desde temprano nos duchamos y vestimos. Tomamos nuestro desayuno y cuando ya
estábamos por salir con mamá al centro comercial, José salió de su habitación y, con su
vozarrón, preguntó: «¿a dónde van?». «¿A dónde vamos...?» Las cuatro lo miramos y no
supimos qué decir. Entonces dirigiéndome a José exclamé: «creo que la Barbería te está
reclamando. ¿Qué tal si te acompañamos al Centro Comercial, tú vas a la peluquería y
nosotras damos unos paseítos por allí?». Adriana, la más pequeña, haciéndonos unos
guiñitos, nos dijo: «¡fantástico! Además podemos comer un pollo a la brasa con sus
papitas fritas». Y mamá añadió: «sí, con una rica súper porción de ensalada», a lo que
expresamos al unísono, «¡nooooooo, eso nooooo!»

En camino al centro comercial, la ruta estaba muy congestionada, la vía expresa estaba
casi paralizada. A unos metros vimos a un grupo de niños que vendían caramelos y
chocolates, y a otros que limpiaban las lunas de los autos. Les pregunté a mis padres
porqué ellos estaban en la pista, más aun exponiéndose al acercarse a los carros en
movimiento, pues podían atropellarlos y hacerles daño.
En esos instantes escuchamos unos gritos. Un señor iracundo le dijo a uno de ellos:
«oye chico, ¿qué te pasa? No pongas tu trapo sucio en mi carro». Mi mami muy molesta
me respondió: «esto ocurre porque los padres de estos niños no son responsables y los
hacen trabajar. Ellos deberían estar estudiando y, en un sábado como hoy, descansando y
recreándose como ustedes. Pero es todo lo contrario: si miran por detrás del árbol hay
unos adultos, los están vigilando para ver cuánto ganan. No sé si serán sus padres pero,
sean o no, los están explotando. Algunos de los chicos seguramente incluso han huido de
sus casas por maltrato o abandono y estos adultos se aprovechan de ellos. En esas
circunstancias, además son maltratados por alguna gente. Como ven nada puede
justificar ofender a un niño, y menos si está desprotegido en la calle». Mi mamá nos
contó que deberíamos saber que los derechos de los niños, niñas y adolescentes deben
ser respetados en todo el mundo, que los países de todos los continentes acordaron en el
año 1989 el Convenio sobre los Derechos del Niño y que cada país se obligó a adecuar
sus leyes a sus principios. Hay muchas instituciones públicas y privadas que se encargan
de la promoción de los derechos de los niños y, sin embargo, aún muchos niños y niñas
como los que vimos están desatendidos. Por ello nos corresponde a todos esforzarnos
para defender sus derechos, en nuestros hogares y familias, con nuestros vecinos, en la
escuela y donde nos encontremos», concluyó mamá. En ese preciso instante, José
intervino y nos dijo, «por eso, chicas, debemos tener la confianza de comunicarnos si
alguien nos maltrata o vemos que a algún compañerito o compañerita lo molestan».
«Papi,» intervino Manuela, «en mi colegio hay unos chicos del salón que molestan a
Luis, mi amigo desde la inicial. Empezaron diciéndole gordo y tonto. Lo he visto llorar
en el patio. Está solo y los otros chicos no quieren juntarse con él, tienen miedo que
también se burlen de ellos, porque ahora no solo lo ven y lo insultan, sino que en el
grupo de WhatsApp del salón envían memes horribles. Dicen muchas cosas feas de
Lucho». José nos dijo a todas: «eso es maltrato psicológico, le llaman bullying. No
debemos permitirlo, hay que informar a la profesora, a la psicóloga y a la directora de la
escuela. Yo hablaré con sus padres para apoyarlos. Es un tema que debe preocuparnos a
todos y en el que debemos participar, porque no sólo debe recibir ayuda tu amigo, que es
la víctima de los maltratos, sino también los otros niños, los agresores, pues deben estar
aquejados de otros problemas, y muy posiblemente sean víctimas en sus familias u otros
grupos. Cierto es que tenemos que acabar con la indiferencia en estos casos».
De repente, Adrianita nos avisó del cruce al centro comercial. Estacionamos el auto y al
bajar acordamos con José dejarlo en la peluquería. Mientras nosotras iríamos a hacer
unas compritas y luego nos encontraríamos, a la una de la tarde para ser exactos, en la
pollería del segundo piso. Mi mamá, las chicas y yo dimos las vueltitas necesarias y
encontramos una linda casaca deportiva rojiblanca con un Perú grandazo en la espalda
para José. Apenas la vi les dije a mis hermanas «¡vas a ver que la tendrá puesta todos los
días de los partidos del Mundial. ¡Le va a encantar!». A la hora acordada, nos
encontramos en la puerta de la pollería y, al ingresar, nos percatamos de una niña que
salía muy triste del local. Le preguntamos qué le pasaba, que porqué lloraba, a lo que
nos respondió que solo estaba mirando los postres y que la señorita del mostrador le
gritó, le dijo cosas muy feas y la botó porque ella no podía estar allí, que «no era una
niña decente». Yo no la entendí, pero debía ser algo muy feo porque lo dijo gritando.
Debía ser un insulto. Miré a mis padres y les pregunté si podíamos tener una invitada
especial para el almuerzo. Todos nos miramos y nos pareció una excelente idea, así que
ingresamos juntos a la pollería. Encontramos una mesa amplia y le pedimos al mozo dos
riquísimos pollitos a la brasa con abundantes papitas, la ensalada de mamá y, por
supuesto, el correspondiente ajicito. José, acto seguido, identificó a la persona que había
maltratado a la niña y fue a conversar con ella. Lo cierto es que la señora se acercó a la
mesa y le dijo a Míriam, nuestra pequeña invitada, que lo sentía y que se había
equivocado. Ella la miró con unos ojos inmensos: no podía creerlo. Cuando se retiró la
empleada del local, José nos explicó que cuando nos equivocamos debemos
disculparnos, y que hay que saber perdonar. Míriam se rio de la cara de la señora,
porque parecía que se estaba atorando cuando le hablaba, a lo que mamá comentó «¡es
que a los adultos nos cuesta más reconocer nuestros errores!». Pasamos una linda tarde,
comimos riquísimo y jugamos, porque en el segundo piso de la pollería habían algunos
juegos, como laberintos, en los que subíamos y bajábamos. Cuando nos dimos cuenta
habían pasado más de dos horas y vimos en la puerta del local a una señora que estaba
parada como si esperara a alguien, Míriam la vio y dijo: «¡es mi mamá!». Entonces
bajamos y mis padres conversaron con ella. Estaba preocupada porque no salía su hija
de la pollería, pero tenía mucho miedo de entrar. Mi mamá le contó cómo nos
conocimos y le preguntó por Míriam. La señora había sido abandonada por el papá de su
hija, quien venía de vez en cuando y les amenazaba con pegarles sino le daban el poco
dinero que tenían. Mi mamá le dio su número telefónico y le dijo que le iba contactar
con un amigo que trabajaba en el Colegio de Abogados, que era especialista en Derecho
de Familia, para que la orientara a fin de que un juez dispusiera medidas de protección a
favor de ellas. No me di cuenta y ya la tarde se había evaporado. Me sentía contenta por
haber estado con mi familia y haber compartido con una niña que aprendí a respetar y
apreciar. La observaba y me preguntaba cómo era posible que siendo menor que yo
tuviera ya tantas responsabilidades y penas sobre sus espaldas. No obstante, era una niña
muy alegre y tenía una sonrisa tan grande que llenaba su cara. Me dijo que quería ser
mujer policía para defender a su mamá y a otras niñas como ella. «¡Seguro que lo va a
lograr!», pensé. Al mismo tiempo como pasaba la tarde me empecé a alegrar y apenar: a
las 7 de la noche debía encontrarme en el cuarto piso del Centro Comercial con mi papá.
Íbamos a ir al cine a ver Infinity War. Él es fanático del hombre araña y yo de Thor, así
que era la película perfecta. Luego del cine iríamos ambos a ver a mi abuelita y a mi tía
Nelly, y ya mañana volveríamos a encontrarnos para pasar el Día del Padre juntos. Me
despedí de mi mamá y mis hermanas y a José lo abracé fuerte y le dije: «me da pena no
estar con ustedes hoy, pero quiero que sepas que te quiero mucho». José me respondió:
«¡te vamos a extrañar, pero estamos contentos porque tú también vas a estar contenta
con tu papá. ¡Ya sabes que te esperamos para cenar juntos y seguir celebrando!». Me
despedí dándoles un besito a todos. Me fui hacia las escaleras eléctricas, subí dos pisos y
cuando al final de la escalera vi a mi gordito calvito con los brazos abiertos
esperándome, lo abracé y pensé: «qué lindo va a ser estar juntos». Llevaba mis
calcetines y gorra de regalo, pero además tenía un regalito sorpresa que sabía que a mi
papá le iba a encantar. Le había preparado una tarjeta especial, muy para él, futbolero,
llena de balones blanquinegros, un Arriba Perú con letras rojas y un Feliz Día Papá de
muchos colores; y adentro le pegue un corazón enorme, muy enorme, en el que le
escribí ¡Papi te quiero muchísimo! En fin, ¡que fue un gran día en el centro comercial!

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