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SOCIEDAD

CUANDO LA MEDIOCRIDAD ES EL
TRIUNFO
Una nueva pandemia parece haber llegado hasta nosotros: la implacable ola de lo mediocre.

AGO
06 2021

Artículo
Esther Peñas

Convierta esa sonrisa encantadora en una mueca; guárdese sus ideas brillantes, ya no
interesan; no trate de ser gracioso ni destape su carisma, carecen de público alguno; su
talento, su virtuosismo, su destreza para cualquier disciplina no puntúan, ni asombran, ni
fascinan: es la sombra de la mediocridad. Bienvenido al imperio de los mediocres. No se
trata de otra distopía más, sino de una hipótesis que viene de antiguo, y que formuló como
tal en la década de los sesenta el pedagogo canadiense Laurence J. Peter: «con el tiempo,
todo puesto acaba siendo desempeñado por alguien incompetente para sus
obligaciones». Esto se explica porque al ascender a un trabajador eficiente se le concede
unos cometidos para los que no está preparado. Se conoce como el «principio de Peter».

¿Quién no ha tenido alguna vez la sospecha de que los mediocres gobiernan el mundo?
Trump, Bolsonaro, Kim Jong-un, Berlusconi… Hace un par de años, otro canadiense, el
filósofo Alain Deneault, volvió a analizar el asunto en el ensayo Mediocracia: cuando los
mediocres toman el poder. La conclusión, terrorífica: según el momento, cada cual acata
las normas imperantes, sin cuestionarlas, con el único propósito de mantener su posición,
o bien las sortea de manera taimada sin que trascienda que no es capaz de respetarlas. Solo
estas dos actitudes se enfilan hacia la esfera de poder. Nada más lejos que aquel camino del
exceso que conducía, según William Blake, al palacio de la sabiduría.

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Ya no importa «la relevancia espiritual de las propuestas»

Para Deneault no hay ámbito libre de mediocridad: académico, político, jurídico,


económico, mediático o cultural. Cualquiera de ellos tiene a un mediocre por auriga. Al
igual que aquello propuesto por Platón del gobierno de los mejores, la aristocracia, pero al
revés. En lo público, como en lo privado. Para el canadiense, lo que procede y triunfa en
estos tiempos son los argumentos que confirmen las teorías ya existentes, y evitar críticas
o plantear soluciones arriesgadas, mucho menos originales. Porque ya no importa «la
relevancia espiritual de las propuestas». Tampoco en lo económico, al fin y al cabo,
recuerda el autor que el dinero nos pervierte, y «concentra la actividad de la mente en un
medio que le hace perder toda conciencia sensorial de la diversidad del mundo».

Ni siquiera lo cultural escapa de la epidemia mediocre. ¿Cuántas veces hemos escuchado o


pronunciado la frase «es más de lo mismo»? Deneault recoge la reflexión de Herbert
Marcuse a propósito de la perversión de un sistema en el que patrón y obrero
disfrutan con los mismos contenidos. Algo falla. No tanto que se diluyan o eliminen las
clases sociales como que ambos legitiman los principios que sustentan el sistema.

Se trata de no destacar si queremos llegar a ser alguien. Con mucha retranca, el escritor
Somerset Maugham decía que «solo una persona mediocre está siempre en su mejor
momento». No actúa y, por tanto, no se equivoca. No contradice y, por tanto, no se
enfrenta a nada ni a nadie. No enjuicia y, por tanto, obedece.

En 1961, Kurt Vonnegut, autor norteamericano de ciencia ficción, firmó el relato Harrison
Bergeron, un texto distópico y satírico que comienza diciendo: «En el año 2081, todos los
hombres eran al fin iguales. No solo iguales ante Dios y ante la ley, sino iguales en todos los
sentidos. Nadie era más listo que ningún otro; nadie era más hermoso que ningún otro;
nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las
enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la
Directora General de Impedidos de los Estados Unidos». Para evitar que ningún ciudadano
destacase, las autoridades ejercían la violencia sobre ellos. «George, como su inteligencia
estaba por encima de lo normal, llevaba en la oreja un pequeño impedimento mental
radiotelefónico, y no podía sacárselo nunca, de acuerdo con la ley. El receptor sintonizaba
la onda de un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente,
enviaba algún ruido agudo para que las gentes como George no aprovechasen injustamente
su propia inteligencia a expensas de los otros».

Todo parece indicar que si la voz de Dios sonara de nuevo, poderosa, atronadora, recia
como aquella vez en que creó el mundo, acaso hoy dijera, resignado: «Mediocres del
mundo, ¡yo os absuelvo!».

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