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Un tema incómodo
En los últimos 10 años se ha pasado de silencio más absoluto respecto al
suicidio al “todo vale”. Los medios deben reflexionar sobre el papel que
pueden jugar en su prevención
RAQUEL MARÍN

CECÍLIA BORRÀS
25 ABR 2023 - 22:00 COT

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El suicidio es un tema incómodo socialmente. Pronunciar esa palabra


interrumpe el diálogo, se producen silencios incómodos y se suele cambiar de
tema si surge en una conversación.

Por muchos avances de los que hemos sido testigos en los últimos años,
debemos reconocer que no hemos avanzado lo suficiente en abordar el
problema más grave de salud actual y el más complejo.

No hemos hallado todavía una respuesta al porqué una persona puede mostrar
una agresividad tan extrema hacia sí misma.

Pero tal vez tengamos alguna certeza, como mencionaba la doctora Carmen
Tejedor, pionera de prevención del suicidio en nuestro país: “Nadie que esté
bien con la vida se plantea el suicidio”. La persona que muere por suicidio sufre
un dolor emocional insoportable. “Nunca he visto libertad en el suicidio, solo
dolor y sufrimiento”, dice Tejedor.

La afirmación de que vivimos en un Estado del bienestar, podría ser


cuestionada con la tozudez de los fríos datos del Instituto Nacional de
Estadística: más de 4.000 personas al año mueren por suicidio en España (datos
de 2022), lo que supone 11 personas cada día. Cifras que, como un mantra, se
repiten en los medios de comunicación y redes sociales que, a modo de
invocación, piden dar pasos firmes para afrontar la gravedad del problema.
Quizás se olvide que detrás de las 11 personas de hoy y de las 11 muertas ayer…,
había personas que tenían una vida que podía haber cambiado y tras ellas
familias destrozadas. Familias que vivirán fatalmente marcadas por el recuerdo
de su trágico final. Hablamos de la primera causa de muerte no natural en
España desde hace 15 años y ahora también la primera causa de muerte en
nuestros jóvenes.

Se me hace difícil entender cómo este ranking doloroso no incomoda a aquellas


personas que tienen la capacidad y responsabilidad de tomar decisiones para la
prevención del suicidio en nuestro país.

Posiblemente, se deba a esa visión deformada de “voluntariedad” y libertad del


acto, a la que se suma la falta de información y formación a todos los niveles
sociales.

Sobre el suicidio y la persona que se suicida seguimos, además, anclados


mentalmente en el siglo XIX, considerándola una muerte proscrita, marginal,
marcada por el doble estigma de aquel que atenta contra el don divino de la
vida y que, también, todo el que se suicida padece una enfermedad mental.

Un posicionamiento retrógrado que no hace más que estigmatizar el


sufrimiento emocional y, a la persona que lo sufre, sea cual sea su causa.

El reto está en lograr el cambio de las creencias y desterrar los mitos sobre el
suicidio y la persona que se suicida. Porque tras ellos nos escudamos
facilitándonos “explicaciones” simplistas que impiden e inhiben cualquier
predisposición para la prevención y salvar vidas.

Estos mitos sirven como base a supuestas personas expertas y, por tanto, con
derecho a opinar sobre el suicidio de alguien a quien no conocieron y que
valorarán su valentía y la supuesta libertad del acto de darse muerte a uno
mismo.

Para la mayoría de las personas que hemos vivido una muerte por suicidio, estas
opiniones no hacen más que incrementar nuestra incomprensión y aumentar
nuestra soledad y dolor. Un dolor que quiebra el alma.
En nuestro supuesto Estado del bienestar, no deja de ser paradójico la dificultad
empática hacia las emociones de dolor del otro, que se interpretan como una
cuestión de actitud: “ánimo no hay para tanto”, “no valoras lo que tienes”, “tienes
que animarte”...

Cuando se le recrimina a alguien que sufre que no se esfuerza en salir adelante,


la persona queda invisibilizada, nos reafirma en una posición de supuesta
superioridad y debilita aún más a quien nos pide ayuda. Querer no es siempre
poder.

Como se temía, la pandemia y las consecuencias del confinamiento han hecho


de acelerador en el malestar emocional de los más jóvenes. Un malestar que se
estaba larvando en los últimos años, junto con el auge del acceso a internet y de
las redes sociales. Según el informe europeo de EuroKids de 2018 (anterior a la
pandemia) que presenta datos de casi 3.000 menores de edades entre 11 y 17
años; se observó un incremento de nueve puntos porcentuales en el uso de
internet para consultar páginas web de métodos suicidas, y un incremento de 10
puntos porcentuales para contenido de autolesiones. Aquellos menores de 11
años en 2018 hoy estarían en el rango de edad entre los 15-16 años.

Es innegable que los cambios tecnológicos han comportado cambios sociales, y


también de como nuestro yo se relaciona con el mundo. Un artículo publicado
por Benedict Cavey en The New York Times en junio de 2018 alertaba de que
entre los jóvenes el suicidio era cada vez una opción más aceptable. A este punto
de inflexión contribuía un frágil sistema de salud mental y la desesperanza ante
la falta de vínculos escondida detrás de sonrientes fotos en las redes sociales.

El suicidio es el resultado de un fracaso social y de un menosprecio histórico a


los recursos de bienestar emocional que ofrecemos desde instituciones y
entidades, fomentando la salud mental desde hace años.

Pese al incontestable drama del suicidio en nuestro país, solo hay tímidos pasos
de las administraciones para abordar su prevención, hasta la fecha acciones de
ir parcheando aquello que emerge y con muy poca estrategia global compartida
en el territorio. No sería admisible escudarse en una prevención basada en la
elaboración de protocolos que quedan escritos sin formación, sin recursos y sin
indicadores de su factibilidad, funcionalidad y actualización en sus objetivos en
contextos muy cambiantes.

Vivir una muerte por suicidio es una devastación para todo el entorno familiar y
social. Una terrible experiencia inesperada, traumática y trágica, que es vivida
con relación a los condicionantes sociales, culturales y religiosos, como
reconoce la propia Organización Mundial de la Salud (OMS).

Este es el camino que hacemos los que hemos vivido un suicidio, la propia
sociedad nos cuestionará como familia, como cuidadores, y se creerá en el
derecho de arrebatarnos, con un relato populista y oportunista, su historia,
nuestra historia con nuestros hijos, hijas, hermanos, hermanas, madres, padres…
muertos por suicidio.

Ante tanto dolor e incomprensión, de nada sirve reconocer que los protocolos
fallan. Puede fallar un electrocardiograma y morir un paciente, puede fallar los
frenos de algún vehículo y provocar un accidente, puede fallar un mecanismo
eléctrico y causar un accidente laboral fatal… lo que no puede fallar nunca es
socorrer el dolor de una persona vulnerable y expuesta a factores de riesgo, de
sobra conocidos.

En un ejercicio de responsabilidad, los medios de comunicación deben


reflexionar en su papel fundamental para contribuir en la prevención del
suicidio, como insta la OMS. Un papel reconocido en sus guías y las diferentes
adaptaciones para nuestro entorno mediático. Parece que muy pocos las han
consultado.

Hoy todos tenemos la gran coartada: la libertad de expresión, y entonces, ¿para


qué preguntarnos por el precio o las consecuencias de lo que decimos?

Hemos pasado en los últimos 10 años del silencio más absoluto al “todo vale” y
esto no es lo acordado.

Debemos asumir un reto vital e innegable como sociedad.


Somos capaces de explorar nuevos planetas y buscar nuevos mundos, pero
antes deberíamos ser capaces de abordar la tarea humilde y generosa de
cambiar nuestra actitud ante el dolor emocional de otra persona. Este es el viaje
que debemos iniciar para la prevención del suicidio.

Cecília Borràs Murcia, superviviente, es presidenta de Después del Suicidio Asociación de Supervivientes
(DSAS).

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JOSÉ LUIS SASTRE

Salud emocional
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