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La ceguera voluntaria

Por Rubén Chababo

Vi Zona de interés de Jonathan Glazer el mismo día en que los


portales de noticias reproducían la imagen de la matanza de un
centenar de civiles palestinos que esperaban haciendo fila su ración
alimentaria en medio de la hambruna. La imagen es borrosa, las
personas son manchas en medio de una superficie gris en la
pantalla. Lo que ocurre, la sangre, los gritos, la desesperación,
debemos imaginarlo, pero sabemos que así ocurrió, por la
información que viene añadida al video, por lo que confirman las
organizaciones humanitarias más serias.
Zona de interés es una película que narra, en algo más de una hora
y media de duración, la vida ordinaria de una familia alemana, no
otra que la del comandante Rudolf Hoss, quien tiene su residencia a
escasos metros del campo de concentración de Auschwitz, lugar
donde diariamente eran asesinadas miles de personas. La película,
sin mostrar una mínima escena de exterminio, exhibe, de qué modo
es posible, si así se lo desea, vivir al lado de una fábrica de muerte
sin que eso altere un ápice el transcurrir de la vida cotidiana. No
cabe duda, se puede, y es posible vivir al lado del infierno, oler a
carne humana recién cremada y al mismo tiempo sentarse a
degustar un té aromático.
La matanza de los cien palestinos en eso que hasta ayer fue Gaza,
ocurre a pocos quilómetros de distancia del lugar donde viven
muchos de mis seres queridos, desde el living de cuyas casas es
posible escuchar el estruendo de los bombardeos que se descargan
sin descanso y como represalia, desde aquél fatídico 7 de octubre
cuando Hamas cometió una masacre imposible de justificar ni dejar
de condenar sobre 1200 ciudadanos israelíes. Las casas de muchos
de mis seres queridos que viven en la tierra que habitaron mis
ancestros también están situadas, en muchos casos, cerca de los
lugares donde desde hace décadas se viola sistemáticamente el
derecho a una vida digna bajo el signo de una brutal ocupación y un
vergonzoso apartheid. Mis amigos también, no todos, pero muchos
de ellos, no han interrumpido a lo largo de los años su ceremonia
del té o de beber un trago de buen vino sentados en sus terrazas,
negándose a reconocer el infinito dolor al que son condenadas
miles de personas que habitan a tan solo metros de sus residencias.
Zona de interés no habla del pasado, no habla de la guerra, o al
menos no es ese el único objetivo de esa propuesta
cinematográfica. En realidad Zona de interés posee una poderosa
fuerza interpelativa al invitar al espectador a que se pregunte por
aquello que elije no ver en tiempo presente, por su ceguera
voluntaria, lo llamaría mi colega en el exilio Armando Chaguaceda,
cuando intenta responder a la pregunta de cómo es posible que un
inmenso espectro de la izquierda siga reivindicando la Revolución
cubana cuando la isla que la cobija es desde hace años un paisaje
en ruinas dominado por una elite de cínicos burócratas que dispone
de un aparato represivo que aplasta con eficacia criminal el asomo
de la más mínima disidencia ideológica.
Esta ceguera voluntaria, el hacer como que nada ocurre a pesar de
la evidencia, fue plasmada con eficacia artística en “Nosotros no
sabíamos” una obra de León Ferrari que, a través de recortes de
titulares de diferentes periódicos mostró, a través de inmensos
collages, que una vez terminada nuestra dictadura fue
absolutamente falso decir que nada se sabía de la violencia criminal
desplegada por el Estado sobre la sociedad civil argentina, porque
en verdad los diarios de circulación masiva daban cuenta, en sus
páginas centrales, de la diaria “aparición” de cadáveres
diseminados a la vera de rutas y ríos, en esquinas, descampados y
terrenos baldíos, esto a lo largo y ancho de la amplia geografía
nacional.
Hace pocas semanas atrás un video se hizo viral, uno en el que
Nayib Bukele le explica a la prensa extranjera, con claridad, buenos
modos y educadas maneras, las razones del encarcelamiento de
miles de ciudadanos acusados de mareros. No es el video lo
sorprendente, su argumentación cargada de falacias, sino el modo
en que rápidamente circuló esa declaración al ser renviada por
miles de usuarios que saludaban con un guiño al pie del mensaje o
con expresiones de aliento, el éxito salvadoreño en el combate a la
criminalidad organizada. Puedo arriesgar a decir que ninguno de
esos usuarios de las redes que se encargó de difundir ese discurso
pensó en hacer un click en su computadora para profundizar
siquiera un instante en las devastadoras consecuencias que tiene
para cualquier idea de dignidad humana la aplicación de esas
políticas securitarias, tampoco para enterarse de que miles de esos
prisioneros fueron encarcelados, en ese higiénico y monstruoso
campo de concentración, sin prueba alguna de haber cometido
delito.
No saber, no querer saber, no solo es una forma del conformismo o
de la comodidad sino un modo de justificar la inacción ante lo
injusto. No otra cosa, diría Karl Jaspers, que un modo de suspender
el juicio, y por ende, la responsabilidad moral frente a la evidencia
del crimen que ocurre en la sociedad que uno habita. No veo, no
escucho, sé lo que ocurre, me dijeron, prefiero no enterarme, es un
tema complejo, por lo tanto, nada sucede. Esa es la lógica que
domina el razonamiento.
Zygmunt Bauman, que observó con agudeza la sociedad
contemporánea, acuñó en sus ensayos un concepto fundamental, el
de adiaforización, que en pocas palabras es lo más parecido a un
entumecimiento moral. Consiste en poner en práctica la
indiferencia o asumir un juicio de neutralidad frente a la
manifestación del mal. Bajo el signo de la adiaforización las
personas resignan parte de su sensibilidad negándose a aplicar la
perspectiva ética a otras personas. El mal, el dolor, ocurren, sí, pero
les son indiferentes, eligen no verlos, ergo, no hay mandato moral
alguno que los obligue a hacer nada para condenarlos. O también,
podríamos agregar nosotros, el marco ideológico en el que creen y
en el que fueron formados, - el Partido, su Iglesia, su tradición-, los
ampara de no prestarle atención a esas víctimas, de no ser
empático con ellas. No son los nuestros los que están cayendo, no
pertenecen a “nuestra tribu”. O como mejor lo expresó George
Orwell “la empatía es como un grifo que puede abrirse o cerrarse
de acuerdo con la conveniencia política”.
La adiaforización no es patrimonio de la derecha ni de la izquierda.
En los años ‘50 del siglo pasado, mucho antes de que el concepto
fuera acuñado, Albert Camus denunció en las páginas de El hombre
rebelde la máquina de aniquilar organizada por el totalitarismo
soviético bajo el procedimiento de enviar a millones de personas al
Gulag. Fue Jean Paul Sartre junto a destacados integrantes de la
intelectualidad francesa, escritores y pensadores adscriptos a las
“ideas del bien”, quienes cayeron con virulencia sobre el autor de El
extranjero justificándose en una sentencia que, en definitiva, no es
más que una de las formas que asume la complicidad con el mal
cuando ante una denuncia de ese tipo se responde: “no es
momento de hablar de estas cosas, porque de ese modo le damos
letra al enemigo”. Miserias de la historia, miseria de los
intelectuales. Mientras ellos seguían celebrando sus tertulias en las
soleadas terrazas de París, la Siberia se deglutía la vida de millones
de inocentes.
Vale la pena ver en estos días Zona de interés, insisto, no por lo que
revela del pasado, sino por lo que ilumina de manera inquietante
acerca de nuestro alucinado presente, por su fuerza interpelativa,
por su carácter corrosivo al exhibir la comodidad en la que elegimos
tantas veces vivir, y también porque en definitiva nos invita a pensar
acerca de nuestra semejanza, no con las víctimas de la indiferencia
y el mal, - eso sería una forma de consuelo banal- sino con los
perpetradores.
Mientras se escriben estas líneas, las bombas siguen cayendo sobre
Gaza aumentando de manera escandalosa la cifra de muertos y
heridos, miles de cubanos siguen pidiendo el fin de la dictadura sin
ser escuchados y otros miles de salvadoreños esperan la hora de su
muerte como una alternativa prodigiosa a una vida pulverizada por
un poder de características mesiánicas y totalitarias. Y mientras
tanto hay miles que optan por seguir tomando el té, como si nada
ocurriera, aunque sepan qué ocurre. Igual que lo hacen muchos de
mis seres queridos allá en la tierra de mis ancestros, desde muchos
años antes de que ocurriera la gran matanza del 7 de octubre
pasado, acaso igual que muchos de nosotros, para qué negarlo, que
tantas veces optamos por mirar hacia otro lado cuando al amanecer
de cualquier día, luego de haber dormido en nuestras camas
mullidas, vemos salir del container depositado frente a la puerta de
nuestras casas a un hombre andrajoso que lleva en sus manos un
pan untado en excrementos, y nos mira, como perdido en su
ausencia, y no sabemos nosotros qué hacer, y bajamos los ojos, y
queremos olvidar lo que vimos, por la infinita incomodidad que nos
provoca esa mirada, por no querer saber cuánto, mucho o poco de
la demolición de esa vida, es también, por qué no, responsabilidad
nuestra.

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