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Imaginemos la siguiente escena. Frente a nosotros una calle. Las lluvias de los días
anteriores la han convertido casi en un lago, con sus márgenes llenas de barro. El olor
es nauseabundo, los vecinos arrojan su basura y los restos de animales muertos
sobresalen del agua como islas.
¿Dónde estamos? Ni más ni menos que a pocas cuadras de la Plaza de Mayo, en algún
momento del siglo XVIII.
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Trabajos de adoquinado. La mayoría de los de granito de la ciudad provienen de las canteras de
Martín García y Tandil. Museo de la Ciudad
Al caminar hoy por Buenos Aires cuesta creer que alguna vez fue así. En los últimos 200
años, el progreso urbanístico fue enorme, y la cantidad de cambios que atravesaron las
calles porteñas dan cuenta de ese proceso. Ya no queda ni una sola de tierra en toda la
ciudad.
La crónica de este progreso nace en 1783 con un nombre: Juan José de Vértiz y Salcedo.
Primero como gobernador de Buenos Aires, y luego como virrey: fue uno de los
gobernantes más progresistas. Cuando ocupó su cargo ordenó de inmediato las
primeras obras de nivelación y empedrado. Fue en la actual calle Bolívar, entre Alsina e
Yrigoyen, donde se colocaron los primeros adoquines de la ciudad.
Aunque estas obras implicaron un gran avance no dejaban de ser primitivas. Solo se
cubrió la calle con piedras irregulares sobre una capa de arena, lo que resultaba muy
vulnerable a las lluvias.
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A la salida del subte Catedral, se conserva una pequeña porción del empedrado original de la
calle Florida.Lic. Bruno Ivan Correia
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En la calle Florida, que durante el siglo XVIII se llamó Del Empedrado, se ha dejado,
como recuerdo, un pequeño parche de este antiguo afirmado.
Aunque esta configuración era buena para las calles normales, en las arterias en las que
había alto tráfico se utilizaron las llamadas “trotadoras”. Eran grandes lajas de granito
que formaban un camino para que pudieran circular los carros sin sufrir traqueteos y
vibraciones.
Las trotadoras eran bloques de granito de 50 cm de ancho que sirvieron para que las carretas
pudieran transitar por sobre las calles empedradas sin tanto traqueteo.Museo de la Ciudad y
Biblioteca FADU
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Hoy en día las trotadoras ya no existen. Sin embargo, por su tamaño, que llegaba a ser
de 50 centímetros de ancho, pudieron ser recicladas y muchas terminaron convertidas
en los cordones graníticos tan típicos de nuestra ciudad. A pesar de todas sus
desventajas este tipo de empedrados siguió en uso, en algunas zonas, casi hasta
mediados del siglo XX.
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No fue sino hasta 1893 que se dio el paso fundamental: se abandonaron los cimientos de
arena y fueron reemplazados por cemento Portland.
Con esto se lograron frenar las filtraciones al subsuelo que aflojaban los adoquines. Era
lo que se necesitaba para lograr calles más firmes y duraderas.
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El antiguo edificio del Congreso de la Nación (frente a la Plaza de Mayo, Balcare e Yrigoyen).
En la primera imagen, circa 1870, con empedrado irregular. En la segunda, circa 1880, el
adoquinado ya es regular. Colección Witcomb. Archivo General de la Nación
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Pero no todo fue perfecto. Como siempre, la solución de un problema suele acarrear
otros nuevos. Al ser más firme el adoquinado, las ruedas de los carruajes producían
mucho más ruido; y al ser más duraderos, las piedras se pulían con el constante paso de
los carros, y se volvían resbalosos. Cuesta creerlo, pero el debate acerca de
la contaminación sonora y el peligro que implicaban los patinazos para peatones y
caballos, ocupó varias páginas de los diarios de la época.
La solución en madera
Por eso, los ingenieros de Buenos Aires seguían experimentando. Existía otro material,
que a pesar de haber sido muy utilizado, no ha dejado huellas en Buenos Aires: la
madera.
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Buenos Aires le donó adoquines de algarrobo argentino a Roma. 1916. Caras y Caretas.
Biblioteca Nacional de España
Este material tenía múltiples ventajas. Por un lado era mucho más silencioso. No era
mucho más resbaloso que la piedra y un testigo afirmaba que una vez que los caballos se
acostumbraban a la nueva superficie “casi me atrevería a decir que saben patinar”. Y la
última, y mayor ventaja, era que por ser producido en el país su costo era
extremadamente bajo.
Para la década de 1940, según el Catastro Municipal, convivían en la ciudad todos los
tipos de afirmados: los primitivos, de piedra de Tandil o Martín García, de algarrobo y
de asfalto.
Aunque esos asfaltados tempranos no fueron muy bien recibidos y duraron poco, una
segunda prueba, a finales del siglo XIX, dio resultados excelentes. Carlos M. Morales,
Jefe de la oficina de Obras Públicas en 1898, describió al asfalto como “el que más se
aproxima a la perfección”.
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¿Por qué no se lo adoptó masivamente entonces? Por una cuestión de costos. El
algarrobo, más económico, siguió siendo la mejor opción por varios años más. Así el
asfalto fue reservado solo para las avenidas más importantes, como las Diagonales
Norte y Sur (asfaltadas desde su apertura en la década de 1910) y la Avenida de Mayo.
Con esa tendencia ya impuesta, en los últimos 70 años el proceso de avance hacia el
asfalto fue lento, pero inexorable. La madera fue siendo reemplazada por adoquines
graníticos y estos por pavimento. El desarrollo de las industrias petroquímicas abarató
los costos de este último, que se vio alentado y favorecido por el crecimiento del parque
automotor. Todavía algunas calles porteñas adoquinadas nos traen el traqueteo de una
ciudad que andaba a otro ritmo, más lento. Hay quienes las transitan con nostalgia,
otros con incomodidad. Huellas de una historia que se escribió vertiginosamente, y que,
como Buenos Aires, no se detiene.
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