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1.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 no fue universal

La Declaración de los Derechos del Hombre, por la Asamblea general de las Naciones
Unidas, el 10 de noviembre de 1948, se ha convertido en una norma universal de referencia
jurídica y ética. Incluso, para los Estados que creen necesario reajustar alguno de sus
artículos, por ejemplo, los que firmaron la Convención Europea para la Salvaguarda de los
Derechos del Hombre.

Y llamamos salvaguarda a lo que era, a su vez, un reajuste de las fórmulas de la Declaración


de los derechos humanos orientada a encajarlos con las normas vigentes en cada Estado.
Así, en su artículo cuarto, la Convención precisa que «no se considerará trabajo forzado
obligado al trabajo requerido normalmente a una persona sometida a prisión, o a todo
servicio de carácter militar». Pero, sobre todo, los derechos humanos declarados en 1948
se consideraron como una suerte de norma ética que jugó y sigue jugando un papel
definitivo en las sociedades occidentales (Europa y América principalmente), similar al que
jugaban los diez mandamientos en las sociedades medievales acogidas a ciertas religiones
del libro.

Suele considerarse como precursora de la declaración de 1948 la declaración de los


derechos del hombre y del ciudadano por la Asamblea francesa revolucionaria de 1789.
Ambas declaraciones fueron formuladas con una voluntad de aconfesionalidad, es decir,
como declaraciones «laicas», al margen de cualquier confesión católica, protestante,
musulmana, budista. Otra cosa es que, de hecho, la declaración de 1789 tuviera una fuerte
influencia cristiana cuanto a sus contenidos, y precisamente por ello suscitó la inmediata
condena del papa Pío VI, que la consideró subversiva. Pero más que por sus contenidos
normativos, por su pretensión de fundar su fuerza de obligar no tanto en Dios, hablando a
través de la Iglesia, cuanto en el hombre, hablando a través de la Asamblea. O, dicho
coloquialmente, las críticas del papa Pío VI se hacían antes por «motivos de fuero» que por
«motivos de huevo». El papa asumía la jurisdicción de la humanidad, como
representante urbi et orbi de Dios, mientras que la Asamblea francesa carecía de
jurisdicción fuera de su territorio, para hacer una declaración universal.

En cualquier caso sabemos también que la Declaración de la Asamblea general de las


Naciones Unidas de 1948, pese a sus pretensiones de universalidad, no fue firmada en un
principio, ni por la Unión Soviética y los «países satélites», ni por China, ni por la India, ni
por los países musulmanes. Más aún, la declaración de 1948 fue de hecho impugnada (si
bien discretamente, sin hacer explícita su impugnación, incluso como si esta impugnación
se mantuviese de acuerdo con la ONU) por la Declaración Universal de los Derechos de los
Pueblos (firmada en Argel el 4 de julio de 1976).
La diferencia más profunda entre estas dos declaraciones (1948, 1976) era acaso la
siguiente: mientras que la declaración de 1948 (como la declaración de 1789), desde una
perspectiva más ética que política, tomaba como sujeto principal de los derechos
declarados al hombre individual (Marx, en su crítica a la declaración de 1789, venía a decir
que los derechos del hombre proclamados por la Asamblea francesa eran, en realidad, los
derechos del «hombre burgués»), la declaración de los Derechos de los Pueblos, concebida
desde una perspectiva más política que ética, tomaba, como sujeto principal de tales
derechos a un sujeto colectivo social o político, «los pueblos» (artículo 8: «Todo pueblo
tiene unos derechos exclusivos sobre sus riquezas y recursos naturales. Tiene derecho a
recuperarlos si le han sido arrebatados...»; un artículo que, por lo demás, tampoco
encajaba bien con los principios más radicales del comunismo libertario universal,
anarquista, que hablaban de la comunidad de los bienes de la Tierra, «la Tierra es de
todos», una vez borradas, tras la extinción del Estado, las fronteras de los pueblos recluidos
o aprisionados en su recinto).

2. Sobre la fuerza de obligar de la Declaración Universal de los Derechos Humanos

Pero aún dejando de lado, al menos de momento, esta cuestión que parece «enturbiar» de
algún modo la «claridad deslumbradora» de la declaración de 1948, lo cierto es que esta
declaración suscita «cuestiones internas» que en vano trataremos de disimular, quitándoles
importancia. En realidad, supondremos, que la «claridad deslumbradora» de la declaración
de 1948 procede, más que de la evidencia axiomática de unos principios especulativos, de
una evidencia práctica concomitante, a saber, de la evidencia de que la adhesión
incondicional a sus principios permitiría establecer una línea práctica de frontera entre
el nosotros (referido a quienes perciben los principios como axiomáticos) y el vosotros (o
el ellos, referido a quienes perciben al menos puntos oscuros o confusos en la declaración).
En efecto, el nosotros que se define por su adhesión incondicional a la declaración de los
derechos humanos viene a ser una legitimación ética indiscutible «en el círculo del
nosotros», frente a aquellos que perciben sombras oscuras y confusas, y requieren
«matizar», o incluso no admitir la declaración, desde el círculo de los «ellos», de los
anarquistas o comunistas libertarios hasta los islamistas que predican la yihad a través de la
autoinmolación.

Estas evidencias prácticas impuestas por la necesidad perentoria de disponer de criterios


para decidir si, por ejemplo, el aborto es un derecho humano que ha de ser respetado,
dentro de límites establecidos, o bien si es una conculcación frontal a tales derechos
humanos; y lo mismo se diga de los llamados derechos de autodeterminación, o del
derecho al matrimonio homosexual. Ante estas cuestiones la declaración de derechos
humanos ofrece unos criterios de decisión que serán borrosos fuera del círculo del
nosotros, pero indiscutibles, por razones prácticas, dentro de este círculo.
Sin embargo, es evidente que también desde el nosotros permanecen sin cerrar multitud
de cuestiones muy importantes. Tanto cuestiones que tienen que ver con el material
constituido por las normas positivas, como cuestiones que tienen que ver con la forma
universal de tales contenidos materiales.

Entre las cuestiones que llamamos materiales habría que plantear la cuestión de si la
Declaración de 1948 agota todo el repertorio cerrado de normas o si admite otras nuevas.
Se admite ordinariamente que los treinta artículos de la declaración de 1948 pueden ser
agrupados en dos «generaciones» o bloques genéricos de derechos humanos: el bloque o
género que comprende los artículos 1 al 14 incluido, bloque que suele ser interpretado
desde los «derechos humanos de primera generación», constitutivos de la herencia liberal e
iusnaturalista (burguesa, según otros), y el bloque o género de derechos de segunda
generación, de carácter más «social» (que incluye los artículos 15 al 30), interpretados
como una recapitulación de las reivindicaciones alcanzadas durante el siglo XIX.

Pero, ¿acaso no habría que agregar nuevos contenidos? El «derecho humano» de recibir el
anuncio por un sirviente de que un visitante desea entrar en mi despacho, ¿es un derecho
burgués (un derecho de primera generación)? Tal derecho, formulado por Rômer,
presupone que quien lo reivindica tiene despacho y sirvientes: ¿no podrá considerarse
como un derecho de tercera generación? ¿Podría considerarse como un derecho humano
de primera, segunda, tercera o cuarta generación, el supuesto derecho de la mujer a la
propiedad de su propio cuerpo, y, por tanto, el derecho a decidir sobre el aborto? Pero,
¿cómo puede hablarse de un derecho de propiedad al propio cuerpo si la propiedad se
entiende como una relación dada entre un sujeto humano y los bienes extrasomáticos de
su mundo entorno? ¿Y qué estabilidad podría asignárseles a estos derechos de «cuarta
generación»? El llamado «derecho humano a un puesto de trabajo», ¿puede subsistir en
épocas de infraproducción en las que no existen ofertas de puestos de trabajo?

Entre las cuestiones que llamamos formales subrayamos sobre todo la cuestión de la
fundamentación. ¿Cuál es el fundamento de los derechos humanos? ¿Es un fundamento
racional o es un fundamento de fe? Maritain, que había intervenido en los debates de la
Asamblea general de 1948 afirmó: «Estamos todos de acuerdo con la declaración de los
derechos humanos con tal que no se nos pregunte por sus fundamentos.»

Pero la cuestión de los fundamentos es insoslayable, pues envuelve el análisis de los


procedimientos que se siguen para establecer la enumeración de estos derechos y la
conexión entre los derechos y su fuerza de obligar.

¿Tienen todos los derechos humanos el mismo rango? O bien, ¿la fuerza de obligar procede
del acuerdo de la Asamblea de 1948 y de las consecuencias lógicas que pueden deducirse
de tal acuerdo?
No faltan quienes han puesto en duda que la fuerza de obligar de la Declaración no tiene
carácter jurídico, puesto que (siguiendo la opinión de Kelsen) sólo las normas propuestas
por un Estado pueden considerarse como normas jurídicas; pero la Asamblea general de la
ONU no es un Estado ni lo fue, y la declaración ni siquiera se expuso como un tratado entre
Estados, que pudiera incorporarse al derecho internacional, sino como una Resolución.
Solamente cuando esta resolución sea recibida por un Estado alcanzará el rango de norma
con fuerza de obligar; en cuyo caso la fuerza le vendría a los derechos humanos de cada
Estado, y no de la Asamblea general que publicó su resolución.

3. El componente metafísico de la fundamentación iusnaturalista

En suma: el fundamento de los derechos humanos, y, sobre todo, de su fuerza de obligar,


¿es interna o inmanente al orden jurídico o es externa a él, si, por ejemplo, se pretende
poner fundamento en la Biblia, en la Sharia o el Talmud?

Los iusnaturalistas intentaron encontrar fundamentos internos a la «naturaleza humana».


Pero estos fundamentos iusnaturalistas, ¿tienen por sí mismos fuerza de obligar? La
solución más expeditiva consistió en acogerse a los argumentos democráticos: un derecho
humano adquiere fuerza de obligar cuando tenga el respaldo mayoritario de un parlamento
democrático, o de una confederación de parlamentos. Pero esta solución es externa, como
hemos dicho, porque justificar un derecho positivo por el 53% de votos, sigue siendo un
fundamento contingente. Y si se quiere considerar como interno, habría que reconocer que
lo es sólo indirectamente, a través de la mayoría democrática que es siempre externa a la
argumentación (y que únicamente en la hipótesis de que los votantes hayan votado
ateniéndose a fundamentos objetivos, la mayoría de los votos sería un indicio indirecto de
que el fundamento existe). En cualquier caso, la fuerza de obligar no resulta de su
fundamento, sino de la votación mayoritaria.

Quien pretende salvar la disyuntiva entre fundamentos internos y externos suele recurrir a
la idea de la autofundamentación. Norberto Bobbio: «...consideramos el problema del
fundamento como inexistente, si no como ya resuelto por la Asamblea del 10 de diciembre
de 1948.» Pero esto es tanto como apelar a un criterio externo, y además contingente. Es
decir, la autofundamentación equivale a un decisionismo (en el sentido de C. Schmidt),
vinculado a un voluntarismo arbitrario. No cabe hablar tanto de fundamentos
iusnaturalistas cuanto de fundamentos voluntaristas. Y entonces, el fundamento de la
norma habrá que ponerlo en su propia fuerza de obligar, derivada de la autoridad que
proclama dicha norma.

4. Dificultades del proyecto de «autofundamentación»

A propósito de la autofundamentación de los derechos humanos también es importante la


cuestión siguiente: los derechos humanos contenidos en la declaración de 1948, ¿son
derechos constitutivos (constitutivos por la propia norma que los enumera) o son sólo
manifestativos de derechos previamente establecidos? Por ejemplo, el habeas corpus, ¿no
es simplemente un derecho manifestativo de un derecho preexistente, promulgado por
Carlos II de Inglaterra? Los derechos autofundamentados, ¿no habría que identificarlos con
los derechos constitutivos?

En cualquier caso, la distinción entre derechos constitutivos y derechos manifestativos es


cualquier cosa menos clara y distinta. Si tenemos en cuenta que muchas veces una norma
puede ser interpretada como norma preceptiva, o bien como norma descriptiva, cabe
concluir que la norma prescriptiva es constitutiva mientras que la norma descriptiva es sólo
manifestativa. Así, el artículo primero de la declaración de 1948 (que enuncia la
proposición: «todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos»),
interpretando su texto como norma descriptiva o manifestativa, nos llevaría a tachar la
proposición como errónea, puesto que, en cualquier caso, y teniendo en cuenta la
vaguedad de los términos «libres» e «iguales», podemos asegurar que los hombres no
nacen ni libres ni iguales. Pero si interpretamos el presente de la proposición «nacen» en
sentido constitutivo, el artículo 1 quiere decir algo así como: «A partir de la promulgación
de esta declaración a todos los hijos de los hombres que nazcan se les reconocerá como
libres e iguales en virtud de esta misma norma.» Es decir, estaríamos ante una norma
constitutiva en la que hacemos abstracción de la cuestión de sus fundamentos, salvo que se
suponga que se trata de una norma autofundamentada. Pero la autofundamentación es
sólo el nombre de una ficción voluntarista cuyo contenido normativo podrá ser sustituido
por una norma de contenido distinto.

5. La idea de hombre se opone a otras ideas dadas, de las que seleccionamos cinco

Sin embargo, la razón principal de la imposibilidad de una «autofundamentación» de los


derechos humanos –una razón que alcanza al mismo proyecto que orientó la Declaración
de los Derechos Humanos– habría que ponerla en la indefinición del mismo «sujeto
gramatical» de tales derechos humanos, es decir, en la definición del «Hombre» o de la
«Humanidad», en función de la cual pretendemos definir los derechos humanos.

El proyecto de unos derechos humanos fundamentales pidió siempre el principio que


determina y delimita la realidad práctica de los seres humanos. La consecuencia más
evidente de esta petición de principio es bien clara: la capacidad de ocultación (que los
derechos humanos tienen) de las diferencias entre los sujetos que se consideran humanos
por el hecho de reconocérselos.

Entre los sujetos que aunque puedan ser considerados incluidos en el Género Homo
sapiens L., según criterios determinados, sin embargo no por ello esa su «condición
humana» (y pido perdón por utilizar esta expresión tan confusa y tramposa) tiene por qué
ser pertinente para reconocerlos también como sujetos de derechos humanos. Uno de los
criterios de humanidad es sin duda el criterio genético: «Es hombre el hijo de hombres.»
Pero este criterio genético no es operativo, ni en perspectiva filogenética (desde la cual no
cabría confundir a nuestros antepasados con los australopitecos, o según otros, ni siquiera
con los neandertales, &c.) ni en perspectiva ontogenética (¿es sujeto de los derechos
humanos un feto humano descerebrado?). O bien: aunque según el criterio genético un
asesino pueda ser considerado como humano, porque sus padres y familiares son hombres,
y el análisis genético de su ADN lo confirma, ¿es pertinente tomar este criterio como razón
suficiente para considerarlo sujeto de los derechos humanos? La apelación a los derechos
humanos más bien sirve, en ocasiones, para ocultar su responsabilidad jurídica que para
descubrirla. ¿Acaso el asesino etarra mataba a hombres, o solo a españoles?

El sujeto de los derechos humanos no está definido positivamente, sino sólo


negativamente, frente a otras ideas corrientes, y por ello el proyecto mismo de los
derechos humanos es siempre reivindicativo.

No puede olvidarse que el sujeto de los derechos humanos, el hombre, fue definido
siempre con intención reivindicativa, ante otras ideas que parecían reabsorberlo, limitando
su «libertad». Las más importantes de estas ideas han sido las cinco siguientes (muchas
veces involucradas las unas con las otras):

(1)_La idea de Dios. Los derechos del hombre aparecen muchas veces como una
reivindicación del hombre frente a un Dios omnipotente y omnisciente, sobre todo cuando
ese Dios teológico se manifiesta a través de alguna religión positiva universal. (Nos
referimos al argumento: «Si Dios omnipotente existiera yo no podría resistirlo; luego Dios
no existe.»)

(2) La idea de los espíritus angélicos (ángeles, extraterrestres, Entendimiento agente


universal de Averroes). La dignidad del hombre proclamada por los humanistas del
Renacimiento ha sido vista en ocasiones como una reivindicación de los cristianos frente a
los musulmanes.

(3) La idea de los animales irracionales. La dignidad del hombre equivale ahora a la
capacidad de dominación del hombre sobre los demás seres vivientes (esta reivindicación
se extiende también en nuestros días a los que antes se llamaban «contemporáneos
primitivos» y hoy suelen denominarse, en muchos Estados, como «indígenas»).

(4) La idea de esclavitud. Hombre se opone ahora a los esclavos humanos, despojados de
todos sus derechos.
(5) La idea de ciudadano. Los derechos del hombre reivindican ahora la perspectiva
individual, frente al concepto de súbdito, implicado de un modo u otro en la idea de
ciudadano.

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