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Hay siempre efectos negativos de la transferencia, cuando se trata del amor y del
goce, cuando se trata de “abrir la puerta del inconsciente transferencial”, como lo
expresó Domenico Cosenza en la intervención que abrió el Congreso. Abrir la puerta
del inconsciente transferencial es una operación paradójica que supone un punto de
imposibilidad lógica, un real. El amor de transferencia, y su efecto de sujeto supuesto
saber, es la clave de apertura del inconsciente, pero es también, como Freud había
señalado tempranamente, su obstáculo, el cierre que opera en la vertiente del goce.
Se trata de una paradoja inherente a su espacio, a la topología del inconsciente que
Lacan había descrito en su texto de los años sesenta, Posición del
inconsciente, cuando evoca la apertura del “sésamo del inconsciente” transferencial:
“… Las cosas son menos fáciles, porque es una entrada a la que nunca se llega sino
en el momento en que están cerrando (ese lugar no será nunca turístico), y porque el
único medio para que se entreabra es llamar desde el interior”.1
Vemos entonces la paradoja que es también la de la transferencia, entre amor y goce:
se trata de abrir la puerta del inconsciente llamando desde el interior. ¿Cómo hacer?
Si podemos llamar desde el interior es porque de un cierto modo estamos ya dentro y
hemos podido abrir esta puerta. En efecto, hay que abrir la puerta del sujeto supuesto
saber y del amor de transferencia desde el interior, un interior que es sin embargo
exterior, “éxtimo”, como decimos retomando el neologismo lacaniano.
La verdadera clave del sujeto supuesto saber, la clave del amor de transferencia, es
esta extimidad del goce, de la pulsión en su recorrido alrededor del objeto que está
condensado en el fantasma del sujeto. Entonces, la puerta que hay que abrir es la del
sujeto supuesto saber, pero la llave es el objeto a, condensador de goce, llave que hay
que maniobrar siempre en la transferencia. El analista lacaniano es justamente aquél
que no se identifica a la puerta del sujeto supuesto saber, pero que sabe accionar la
llave del objeto a desde el interior, sirviéndose del amor de transferencia, del sujeto
supuesto saber. Del amor de transferencia, podemos decir, hay que pasar, para
servirse de él.
Hemos escuchado un excelente testimonio sobre la función de este objeto en la
intervención de Felici Cimatti, filósofo invitado a participar en este congreso, cuando
nos habló de su propia experiencia de análisis. En su caso, se trataba de algunos
pequeños panecillos de la panadería que se encontraba justo al lado de la puerta del
consultorio de su analista, los pequeños pasteles que él se prohibía comer los días
que iba a su sesión de análisis… hasta la salida de su última sesión. He aquí un objeto
muy particular, un objeto que había quedado “fuera”, pero que estaba en el “interior”
más íntimo del espacio de la transferencia, atravesando toda la experiencia analítica
como el hilo conductor de un goce prohibido. Lo más interesante fue descubrir la otra
cara de este objeto, el reverso del objeto prohibido, un objeto precioso que era un libro
robado, tomado del Otro por el sujeto, un libro que también esperaba ser leído como
corresponde durante todos esos años: ¡los Escritos de Jacques Lacan! Así, el objeto
oral de un goce prohibido se transformó al final del análisis en una refinada y sutil
degustación del texto de Lacan, letra de una transferencia retransferida siempre al
saber de la causa analítica. Pero fue necesario todo un trabajo del sujeto en las
diferentes transiciones y transformaciones, en las conjunciones y disyunciones entre el
objeto de goce y el objeto de amor a través del saber inconsciente.
El resto y la letra
Entre amor y goce hay una disyunción estructural, una discontinuidad de la que dan
cuenta las derivas y los síntomas de los impasses de la vida amorosa. Gozar de lo que
se ama, amar lo que se goza –es la disyunción varias veces indicada por Lacan
cuando evoca el Eclesiastés, disyunción que Freud había también observado en la
degradación de la vida amorosa–.
La transferencia analítica, como motor pero también como obstáculo de su
experiencia, es la tentativa de hacer un link, de hacer un lazo entre estos dos
territorios de la vida pulsional del sujeto. La transferencia es un “falso lazo”, según la
primera expresión de Freud, que hace existir al Otro del amor a través de la suposición
de un saber. El amor es siempre una suposición de saber. Cuando dejamos de amar
al otro dejamos de suponerle un saber sobre el ser, y es el odio el que puede advenir
como rechazo del ser del otro, de su modo de gozar ante todo. De hecho es un error,
porque el odio, como lo indica Lacan, se dirige ciertas veces al ser del sujeto, a su
objeto a, de una manera más verdadera que el amor. En la vertiente de la reciprocidad
del amor –el amor, sí, siempre recíproco–, la transferencia como desplazamiento,
gracias a las leyes del significante, muestra de inmediato sus impasses.
Cabe introducir aquí otra dimensión del amor, indicada por Lacan especialmente a
partir de su seminario Aún. No es más la dimensión significante del amor en su
registro simbólico, sino la del amor ligado a la letra y a lo real. Una carta de amor es,
en efecto, “La única cosa más o menos seria que puede hacerse”.2 No se trata
solamente de la carta como misiva, como mensaje dirigido al otro del amor, sino de la
carta como objeto de goce, como objeto a.
Conocemos la importancia que da Lacan a esta dimensión de la carta tomada como
objeto, y no en su sólo valor significante, en las célebres cartas de amor de André
Gide dirigidas a su prima Madeleine, una mujer que terminó por quemarlas. Lacan dio
a estas cartas todo su valor de objeto, de objeto fetiche a la ocasión. Podemos
encontrar también el caso opuesto, la mujer que conserva las cartas de amor a través
de los años como un objeto precioso, como el verdadero agalma de un lejano amor. El
papel de las cartas queda a menudo como un pergamino amarillento y arruinado,
envejecido por el paso del tiempo, pero lo importante aquí es su función de objeto
agalmático, más allá de su valor significante. Añadamos el caso de esta mujer que
conservaba siempre una copia de sus propias cartas de amor dirigidas a su pareja,
mostrando al mismo tiempo que el verdadero destinatario de la carta de amor es, a fin
de cuentas, el sujeto mismo, en la medida en que se hace Otro para él mismo. Solo el
artificio de la carta puede hacer posible esta operación fundamental.
Las cartas de amor pueden entonces devenir así un objeto de la pulsión, cuando
muestran esta función de resto, de desecho de la operación significante. A letter, a
litter, la cita de Joyce tan apreciada por Lacan nos muestra esta vertiente de la letra
como desecho, y también como ravinement –término que aparece en la pluma de
Lacan en su texto Lituraterra–, como la erosión del significante que cae como la lluvia
para devenir escritura en lo real.
En esta vertiente, la letra será el nudo privilegiado que Lacan localizará en las
disyunciones y las conjunciones entre el amor y el goce, el puente mayor en la
discontinuidad del litoral entre los dos, en la discontinuidad entre el cuerpo y el
lenguaje, entre la pulsión y el Otro que no existe del lado de la pulsión. La carta
deviene la escritura misma del síntoma en el cuerpo del sujeto, así como lo han
demostrado los testimonios que hemos oído de los AE (los Analistas de la Escuela) en
este Congreso.
Lo que hemos retenido de estos testimonios es el lazo entre esta instancia de la letra y
la dimensión de un resto, el resto obtenido al final del análisis, a la vez resto
sintomático y resto transferencial.
Anna Aromí nos habló de estos “restos producidos en el análisis”, restos que son el
resultado de una operación simbólica sobre lo real, como el resto de la operación
matemática de la división. En su texto, es en el resto que hay síntoma, porque no hay
proporción entre los sexos. Es un resto que aparece sin-sentido, un pedazo de real
designado aquí como “un pedazo de pierna”, “un ser sin forma” producto de la
elaboración de un sueño sobre la pierna que falta, la pierna que faltará siempre por el
hecho de la castración, de “la hecatombe del falo” que ha hecho cojear al sujeto
durante años en su vida en sus relaciones con el Otro. Al final del análisis, por haber
precisamente circunscrito este resto, encontró la función de “la escritura como una
manera de transitar el litoral de lo real”.
Maria Laura Tkach nos ha hecho sentir la dimensión de ese resto en el corazón mismo
de la lengua, como un resto de la voz imperativa del Otro que, al final del análisis,
“devino casi nada”, un casi nada que permanece como un “murmullo silencioso
interior” en su propia lengua y en la lengua extranjera. Ese resto es también el
producto de un “encuentro azaroso, contingente” que le posibilitó salir de la repetición
de su síntoma en el amor y en la transferencia, un resto que cesa de escribirse al final
para mostrar el valor de goce de aquello que designamos con Lacan lalangue, una
lengua que en su caso puede connotarse con el verso de Hölderlin:
Un signo somos, sin sentido.
Libres de dolor estamos y casi hemos perdido
nuestra lengua en un país extranjero.
Por su lado, Marie Hélène Blancard también testimonió de “lo que permanece como
fijación del goce” al final del análisis, en este objeto que ella llama “el cuerpo
alarmado”, el cuerpo que hace señal de alarma a la exigencia de satisfacción de la
pulsión, como lo expresa la bella fórmula de Lacan: “Las pulsiones son el eco en el
cuerpo del hecho de que hay un decir”.3 En su caso, fue atravesado por un “real literal
que hace corte con el Otro del sentido”. Y eso en tres letras, O-M-O, con todas las
resonancias de las que nos habló: el nombre del detergente –que lava más blanco que
el blanco, y que evoca el apellido del sujeto–, hasta hacer una escritura lógica de su
fantasma. Así, logró precipitar “el acto en una invención literal”, de una “letra que es
pura contingencia e invención de saber”.
Por último, Santiago Castellanos comenzó introduciéndonos en la lógica de la
transferencia que “opera reduciendo aquello que se dice hasta encontrar los restos de
goce y los significantes sin sentido”. También testimonió que en el fin de análisis “hay
siempre un resto”, un resto que se encarnó en su caso en la tumba vacía que le había
reservado en vida su tía, no sin cierta ironía. Es también el vacío que él quería
completar en el Otro, de una letra, de un trazo imposible de encontrar en internet –esa
figura contemporánea del Otro del saber absoluto– cuando intentaba escribir en
Google el trazo que aparecía luego de las cuatro letras de su sueño: CPUT–.
Imposible de escribir este guión en Google, quedaba siempre un vacío que hacía eco
con este imposible. Un resto imposible de reciclar, resto que será también el “toque de
locura” que operó para él en la posición del analista. Y es justamente en su práctica
como analista, más allá de su primera vocación de médico, que situó “un resto que
necesita siempre un control”.
Son cuatro versiones del sinthome al final del análisis, cada una incomparable a la
otra, pero cada una marcada de un resto y de una instancia de la letra que, como bien
lo recuerda Marie-Hélène Blancard, “pone fin al análisis infinito como vaciamiento del
goce del síntoma” y como “letra de un nuevo amor”.
En la transferencia del goce al amor encontramos, entonces, la letra
del sinthome inscrita en el cuerpo del sujeto, como el lazo más real con el objeto
imposible de decir. En esta vertiente, la transferencia, lejos de reducirse a cero –como
quería pensarlo una cierta tradición posfreudiana–, se reduce a lo más singular de
su sinthome. De hecho, no hay liquidación de la transferencia, lo que hay es su
solidificación en la letra sinthome.
En la Escuela de orientación lacaniana, a cada uno su sinthome, como articulación
elaborada en el pase entre los restos sintomáticos y los restos transferenciales –
término que Freud emplea en su texto Análisis terminable e interminable–. Mientras
más creemos liquidar la transferencia en su imposible reducción a cero, más vuelve
ella con sus efectos negativos, efectos que por otro lado están siempre presentes en la
historia del psicoanálisis, en su imposible comunidad de amor.
Hacia Río 2016