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“Malaquías 2,1-9.

Ensayo de una lectura contextual en el marco de la crisis argentina del 2001”


Lic. Claudia Mendoza

Resumen:
En el contexto de una de las crisis más duras que nos tocó vivir en la Argentina a fines del 2001 y
comienzos de 2002, reflejada elocuentemente en la aparición masiva de los así llamados “cartoneros”,
íconos alarmantes del nuevo rostro de la miseria, queremos preguntar al profeta Malaquías porqué a él,
también en un contexto de crisis y de miseria, parece más preocupado por diezmos, normas de pureza
ritual, fidelidad matrimonial o celebraciones litúrgicas que la denuncia y el combate de las causas y los
responsables de la miseria y la marginalidad.

Sintesis de la ponencia
El libro de Malaquías es una obra fuertemente interpelante. Con su estructura “dialógica” y
provocadora y su estilo llano y directo, no teme llamar a las cosas por su nombre. Con su mirada
incisiva sabe desenmascarar comportamientos aparentemente inocentes pero que, en el fondo, esconden
una profunda irreligiosidad y un descuido culpable de Dios y su voluntad. Y, en cuanto tales, conducen
inexorablemente a un deterioro de la relación con el Dios vivo. Probablemente Malaquías estaba
increpando a un pueblo que también, como el argentino por entonces, estaba sufriendo hambre y
miseria, atropello de su dignidad y vejaciones, desesperanza y angustia (si es que se puede ubicar la
obra, como estimo, en la Jerusalén empobrecida, víctima del imperialismo económico persa y sus
colaboradores vernáculos, de algunos años antes de la actividad de Nehemías).

Pero pronto el lector de Malaquías puede constatar, tal vez con sorpresa, que, en lugar de denunciar el
perverso sistema que hunde en la miseria a buena parte de la nación, el profeta parece enfocar la mirada
en otras realidades, aparentemente menos urgentes y dramáticas, hasta, si se quiere, insignificantes y
triviales, frente al drama del hambre, la miseria y la marginación.

En la unidad más extensa de la obra, increpa duramente a los sacerdotes (2,1-9) acusándolos de
deshonrar a Dios y de despreciar su mesa ¡por no controlar la calidad de las ofrendas! (1,6-14). Al
desdeñar negligentemente su deber de enseñar las exigencias de la Torá (cf. 2,6-8) arrastran al pueblo a
menospreciar el altar del Señor (cf. 1,14; 2,8) y a tener en nada la fidelidad a la Alianza expresada en
las uniones matrimoniales ¡porque se casan con extranjeras! (2,10-16). Y, ante el desánimo de un
pueblo que observa tanta maldad impune y se pregunta: “¿Dónde está el Dios del juicio?” (2,17) el
profeta promete en un cuadro escatológico espectacular la irrupción del Dios de la justicia en el Templo
(3,1-2) pero en primer lugar ¡para purificar a los hijos de Leví (3,3) y sea así grata la oblación de Judá y
Jerusalén! (3,1-4). No escuchamos sino en el final de esta perícopa la reprobación –y detrás de los
hechiceros, adúlteros y perjuros– de los que oprimen a los más débiles (3,5). Acusa luego al pueblo de
defraudar a Dios, haciéndoles responsables de la escasez, ¡por no pagar los diezmos! (3,6-12).
Cuando los malvados atropellan y pisan a los más débiles impunemente (cf. 3,5), cuando parece que
Dios ya no ama a los justos (cf. 1,2; 3,13-15), no interviene en favor de ellos (cf. 3,15), cuando la
angustia y la desesperanza aplastan hasta a los temerosos de Dios (cf. 3,14), cuando no se ve ya qué
diferencia puede haber entre ser justo o ser malvado (cf. 3,18) porque no se ve a Dios hacer justicia (cf.
2,17) parece hasta cínico pensar en diezmos, ofrendas (1,6-2,9; 3,6-12) o fidelidad matrimonial (2,10-
16) como los signos distintivos del pueblo de Dios. ¿Cómo reclamar diezmos y ofrendas puras a los
cartoneros de mi ciudad? ¿Cómo llamar traidores abominables a los pobres que revuelven la basura por
no vivir en fidelidad matrimonial? (cf. 2,10-16) ¿Cómo llamar malditos a los jóvenes que se forman
para el sacerdocio, cuando no le enseñan las normas de pureza a la gente que se muere de hambre? (cf.
2,1-9). Y ¿Cómo encontrar los signos del amor eficaz de Dios en la destrucción del vecino? (1,2-5)
¿Cómo llenar de esperanza a un pueblo doliente que ansía justicia prometiéndoles en nombre de Dios
que algún día ¡sus ofrendas serán legítimas y gratas! (cf. 3,2-4)?

Malaquías parece querer llevarnos incisivamente a un discurso de este tipo, interpelándonos,


provocándonos, incomodándonos. Y la tentación es cerrar el libro y acusar a su autor de ritualismo
vacío, de ser un conservador retrógrado, de estar más interesado en llenar las arcas del Templo que el
estómago de la gente.

Pero, si intentamos escucharlo con apertura de corazón, parece querer urgirnos a afinar la mirada,
proponiendo una dirección de lectura de la esencia misma del pueblo de Dios, que nos puede parecer
desubicada y ligera en un contexto como éste, pero que, a los ojos del profeta, revela implacablemente
la calidad de nuestra fe. Nos invita a revisar en primer lugar la solidaridad o la caridad con el hermano
que sufre o nuestro compromiso con la acción política liberadora, sino ¡a centrar la mirada en nuestra
manera de honrar –o de deshonrar– a Dios en la celebración! ¡y en la fidelidad a nuestros compromisos
de Alianza! ¿No se dan cuenta de cuáles son verdaderamente las actitudes que se esconden tras las
prácticas de culto? ¿No han pensado qué significa un culto celebrado “no-importa-cómo”? ¿Qué le
estamos diciendo como pueblo de Dios acerca de Dios al mundo que está mirando cuando “lo
honramos” de cualquier modo? ¿Acaso con nuestros actos proclamamos al mundo que adoramos al
gran rey y Señor (cf. 1,14b)?

Malaquías nos llama a preguntarnos qué clase de señorío y paternidad tiene el Señor en nuestras vidas,
cómo nos acercamos a él, cómo nos ponemos en su presencia. Porque de él viene la dignidad. En él
está la Justicia. Él es la fuente de toda bendición. Porque, para el pueblo de Dios, el principio de su
identidad está en su relación con Dios. Si falla o se pervierte esta relación, queda amenazada su
existencia como pueblo, su sentido y su razón de ser. Desde ahí, en referencia al Padre y Señor, hay
que redescubrir permanentemente la propia misión. De cara a Él hay que escrutar la tarea de cada día.
Para Malaquías, la calidad de nuestra fidelidad se manifiesta en el culto, esto es, en nuestra forma de
reconocerlo –o no– como Padre y Señor, en nuestra forma de servirlo, en nuestra manera de celebrar la
dicha de vivir en su presencia. No en la exterioridad de puntillosos ritos sino en la expresión plena y
comunitaria de una vida centrada en Dios. Para velar por ello estaban los levitas. Hoy también
necesitamos “levitas” que velen por la Honra de Dios y se ocupen con ciencia y a conciencia de cuidar
el convite que tan gran Anfitrión ofrece a sus distinguidos invitados. Invitados que pasaron el día
revolviendo la basura pero ahora deben ponerse el vestido de fiesta, el que tienen por su condición de
hijos, para entrar al banquete y celebrar. Necesitamos “levitas” que cuiden la fiesta, también en medio
de la miseria y la marginalidad. Aunque parezca que haya cosas más importantes y urgentes que
ocuparse de la mesa de Dios. Porque allí es donde cada persona, cada cartonero, recupera la honra y la
dignidad. Porque es allí donde, después de buscar todo el día, encuentra la “mejor parte”, la que nunca
nadie le podrá quitar (Lucas 10,39)

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