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Introducción 

Miqueas, contemporáneo con el profeta Isaías y campesino oriundo de Moreset


(probablemente Moreset Gat, pueblo de Judea, situado como a 35 km al sureste de Jerusalén),
ejerció su actividad profética entre los años 727 y 701 a.C. Dominaba en esos años el poderoso
imperio asirio, un pueblo sanguinario que aplastó el reino de Samaria en el año 722 a.C., y
convirtió al reino de Judá en un reino subsidiario o dependiente. El ambiente campesino de
Moreset Gat, probablemente, puso a Miqueas en contacto de primera mano con la
problemática de los pequeños agricultores, principales víctimas de los grandes latifundistas o
terratenientes.  Miqueas, cuyo nombre en el idioma hebreo significa ¿quién como Dios?, alzó
públicamente su voz denunciando las injusticias y la voracidad de los poderosos, la
complicidad de los jueces, los profetas vendidos al poder, la práctica rapaz de los sacerdotes, la
avaricia de los comerciantes y la religión

Hipócrita que disfraza las injusticias con falsas acciones piadosas. Denunció públicamente la
brecha cada vez mayor que se abría entre los ricos y los pobres.  El profeta Miqueas en su
mensaje afirmó que la justicia social era la cara pública del verdadero culto al Dios de Israel.
Denunció, sin edulcorar su mensaje, a los políticos y a los religiosos hipócritas que oprimían y
explotaban a los pobres de la tierra. Desnudó públicamente a los profetas asalariados que
subastaban su mensaje, a los comerciantes que falseaban la balanza y jugaban con el precio de
los productos, y la corrupción en el sistema de administración de justicia.  Puede afirmarse
entonces que Miqueas es un profeta contemporáneo, cuyo mensaje parece una radiografía
actual de nuestros países: la corrupción en todos los niveles, la opresión y explotación de los
pobres, la quiebra del sistema de administración de justicia, y la complicidad de los religiosos

con actos de corrupción y con políticas nada favorables para el pueblo de a pie, son también
males sociales presentes en nuestro contexto histórico.  Miqueas 6.1–16 resume
magistralmente el mensaje central que impulsó a este profeta a confrontar públicamente a los
poderosos de su tiempo, desnudando las prácticas de injusticia que impunemente cometían
príncipes, religiosos, operadores de las justicia y comerciantes, en la cotidianidad de la vida.
Miqueas fue claro, directo y contundente en su denuncia. Jamás subastó o negoció su mensaje
para obtener ganancia económica, nunca acomodó sus palabras para congraciarse con quienes
estaban en el poder, y en ningún momento se aquietó o amansó para salvaguardar su
integridad física.

Controversia entre Dios y el pueblo escogido  Miqueas 6 comienza con una controversia entre
Dios y el pueblo de Israel. Dios acusa a Israel, pueblo escogido para ser luz a las naciones (Is.
42.6; 49.6), de no cumplir con su parte del pacto, de no responder adecuadamente a las
acciones de salvación que él había realizado en favor de ellos, y pone como testigo de su justo
reclamo a la creación:  Oíd ahora lo que dice Jehová: Levántate, contiende contra los montes, y
oigan los collados su voz. Oíd montes y fuertes cimientos de la tierra, el pleito de Jehová;
porque Jehová tiene pleito con su pueblo, y altercará con Israel (Mi 6.1–2).  Dios acusa a Israel
de ser un pueblo desagradecido, infiel, desobediente e injusto. Israel fácilmente se había
olvidado de su historia y de la bondad y de la justicia de Dios en esa historia. Israel estaba en
falta, era un pueblo
desmemoriado, sin conciencia histórica. Esto explica por qué Dios pregunta y reclama: “Pueblo
mío, ¿qué te hecho, o en qué te he molestado? Responde contra mí” (Mi 6.3). Israel había
olvidado al Dios del Éxodo, al Dios que liberó a un pueblo de esclavos, al Dios que actuó
admirablemente en la historia y que lo condujo por el desierto hasta la tierra que les había
prometido. Israel no tenía memoria del Dios liberador (Mi 6.4–5).  El pueblo de Israel tenía que
recordar, entonces, cuál era la razón de su presencia en la historia, cuál era su destino como
pueblo de Dios y cuál era su misión en el mundo. Dicho de otra manera, tenía que recordar su
propia historia y cómo Dios había liberado a un pueblo de esclavos para hacer de ese pueblo
un modelo de amor, compasión y justicia. Precisamente, en el transcurso de la controversia
con el pueblo de Israel, Dios refrescó la memoria de este pueblo rebelde, desmemoriado y
desobediente,

recordándoles que él los hizo “subir de la tierra de Egipto” y que los redimió (liberó) de
“servidumbre” (Mi 6.4). Y les recordó también como les había protegido del mal y les había
guiado para que conozcan “las justicias de Jehová” (Mi 6.5).  A la luz de esta controversia entre
Dios e Israel, también nosotros tendríamos que preguntarnos: si Dios tiene memoria y no
olvida sus acciones de liberación en favor nuestro, ¿no deberíamos nosotros, antes de ser
amnésicos o desmemoriados, tener memoria histórica y nunca olvidar o ningunear sus
acciones de justicia, fidelidad y misericordia? Un balance de nuestra historia personal y
colectiva, con toda seguridad, arrojaría que estamos en deuda con Dios. Estamos en deuda,
porque su amor y justicia, su fidelidad y liberación, siempre han sido constantes. En cambio
nuestro amor y justicia, así como nuestra fidelidad y obediencia a Dios, han tenido altibajos y,
en ocasiones,

probablemente hicimos concesiones a la mentira instalada en la sociedad circundante como


arma religiosa, política o político-religiosa.  Corresponde entonces dejar a un lado todo intento
de construir una historia que justifique nuestras malas acciones y la impunidad con la que a
menudo actuamos. Una historia acomodada a nuestros intereses, una historia que legitime los
actos de corrupción e injusticia que moldea nuestra presencia en los círculos de poder religioso
y político. Tener memoria de las acciones de salvación del Dios de la vida, exige recordar que
todo le pertenece a él, que él es justo y ama la justicia, y que no encubre a los injustos. Exige
recordar, además, que es debido a su bondad y misericordia que nosotros y nuestra familia,
nuestro pueblo, nuestra tierra, disfruta de los bienes de la creación.

El culto verdadero  En Miqueas 6.1–16, Dios mismo hace un escrutinio, un balance, un examen,
una evaluación de la dimensión religiosa en la vida del pueblo de Israel. Encuentra que existe
un déficit enorme en la ética y en la justicia cotidiana de este pueblo llamado a ser luz de las
naciones. La vida religiosa de Israel es una hipocresía disfrazada de piedad, una mentira
adornada con solemnidad, una falsedad que encubre pecados personales y sociales. Al balance
divino, el pueblo responde con preguntas acerca de cuál ritual sería el más adecuado para
mostrar arrepentimiento:  ¿Con qué me presentaré ante Jehová y adoraré al Dios altísimo?
¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de
millares de carneros, o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el
fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? (Mi

6.6–7).  Pero las mismas respuestas rituales que propone el pueblo reflejan su condición: son
prácticas religiosas externas para agradar a los ojos, encubrir las faltas, deslumbrar al
auditorio. Como denuncia públicamente Miqueas, son prácticas religiosas desligadas de una
vida justa, de una obediencia cotidiana a los mandamientos de Dios, de una santidad
desvinculada de la justicia social y del amor al prójimo indefenso.  Estas prácticas religiosas
hipócritas ocultan o encubren prácticas de injusticia que Dios conoce y que desnuda
públicamente con estas palabras:  ¿Hay aún en casa del impío, tesoros de impiedad, y medida
escasa que es detestable? ¿Daré por inocente al que tiene balanza falsa y bolsa de pesas
engañosas? Sus ricos se colmaron de rapiña, y sus moradores hablaron mentira, y su lengua es
engañosa en su boca (Mi 6.10–12).

Riquezas mal habidas, fraude y engaño en las transacciones comerciales, robo descarado a los
pobres, mentira institucionalizada, son entre otros, los males sociales que se denuncian
públicamente y de los que Dios tiene conocimiento. La sanción divina, para esta religión que
hace del abuso, de la rapiña y de la injusticia, prácticas cotidianas legitimadas por religiosos
sometidos al poder político y económico, será ejemplar. Dios no es partidario de la impunidad: 
Comerás, y no te saciarás, y tu abatimiento estará en medio de ti; recogerás, mas no salvarás, y
lo que salvares, lo entregaré yo a la espada. Sembrarás, mas no segarás; pisarás aceitunas, mas
no te ungirás con el aceite; y mosto, mas no beberás el vino (Mi 6.14–15).  El culto verdadero
que Dios espera y exige, con un corazón limpio y con las manos limpias, está enlazado con la
justicia social. La santidad de corazón y la limpieza de las manos no tienen que disociarse de la
santidad en los tribunales de justicia, de la santidad en las transacciones comerciales, de la
santidad en las relaciones con el prójimo y de la santidad en el ejercicio del poder político y
religioso. Así lo subraya Miqueas 6.8, un pasaje que resume magistralmente el mensaje de
justicia social que proclamaron los profetas y que es un sumario de la misión encomendada al
pueblo de Dios. Comienza con estas palabras: “Oh hombre, él te ha declarado lo que es
bueno…”. Dios espera de todos nosotros que la justicia no se separe de la cotidianidad de la
vida, particularmente, de las relaciones con el prójimo que está en desventaja o en situación
de indefensión.

Justicia, misericordia y obediencia  Miqueas 6.8 comienza precisando lo que Dios quiere o
espera del pueblo consagrado a su servicio y, por eso mismo, al servicio del prójimo: “Oh
hombre, él te ha declarado lo que es bueno…”. ¿Qué es lo bueno que Dios ha encomendado
practicar en todas las relaciones humanas cotidianas? Miqueas responde a esta pregunta
afirmando que Dios pide solamente “hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu
Dios”. Dios espera entonces la práctica de la justicia, de la misericordia y una obediencia plena
a sus mandamientos.  La primera exigencia, “…hacer justicia…”, está orientada a la comunidad
humana, particularmente, a las obligaciones sociales. Esta exigencia, la práctica de la justicia,
implica una prohibición de la opresión, la explotación, el soborno, el perjurio y el despojo de
las pertenencias del prójimo indefenso. Apunta a revertir las prácticas que Miqueas denuncia
públicamente y que eran cometidas por los príncipes, los religiosos, los profetas, los jueces, los
grandes latifundistas y los comerciantes:  …Oíd ahora, príncipes de Jacob y jefes de la casa de
Israel: ¿No concierne a vosotros saber lo que es justo? Vosotros que aborrecéis lo bueno y
amáis lo malo, que les quitáis su piel y su carne de sobre sus huesos; que coméis asimismo la
carne de mi pueblo, y les desolláis su piel de sobre ellos, y les quebrantáis los huesos y les
rompéis como para el caldero y como carnes en olla […]. Así ha dicho Jehová acerca de los
profetas que hacen errar a mi pueblo, y claman: Paz, cuando tienen algo que comer, y al que
no les da de comer, proclaman guerra contra él […]. Oíd ahora esto, jefes de la casa de Jacob, y
capitanes de la casa de Israel, que abomináis el juicio, y pervertís todo el derecho; que edificáis
a Sion con sangre, y a Jerusalén con injusticia. Sus jefes juzgan por cohecho, y sus sacerdotes
enseñan por precio, y sus profetas adivinan por dinero; y se apoyan en Jehová, diciendo: ¿No
está Jehová entre nosotros? No vendrá mal sobre nosotros (Mi 3.1–3, 5, 9–11).  Estas prácticas
de injusticia institucionalizada, comprometían directamente a la clase dirigente que, según la
denuncia de Miqueas, era abusiva, prepotente e injusta. Una clase dirigente que aplastaba al
pueblo de a pie y despreciaba la justicia y el derecho. Fue en esa realidad de miseria ética y de
insensibilidad social que Miqueas expresó públicamente que el verdadero culto a Dios no
estaba separado de la práctica de la justicia. Para Miqueas el culto verdadero se relacionaba
con la justicia cotidiana y no tanto con los sacrificios y holocaustos que encubrían una realidad
de injusticia y de hipocresía institucionalizada.  La segunda exigencia, “…amar misericordia…”,
está orientada a las relaciones con el prójimo indefenso y desvalido. Apunta a la sensibilidad
social, es decir, a la capacidad de indignarse antes las situaciones de injusticia y de actuar para
introducir un estilo de vida completamente distinto al que impera en la sociedad circundante.
Amar misericordia implica, por ejemplo, no quedarse callados ni permanecer impasibles
cuando quienes están en la cima del poder político y religioso actúan impunemente
atropellando a los pobres y a los indefensos, tal como lo hizo Miqueas en su tiempo:  ¡Ay de los
que en sus camas piensan iniquidad y maquinan el mal, y cuando llega la mañana lo ejecutan,
porque tienen en sus manos el poder! Codician las heredades, y las roban; y casas, y las toman;
oprimen al hombre y a su casa, al hombre y a su heredad (Mi 2.1–2).  Amar misericordia es
entonces más que acciones de bondad y de generosidad para socorrer al prójimo caído,
atropellado y violentado. Exige denunciar las estructuras de injusticia y actuar para que la
justicia prevalezca en lugar de la impunidad con la que a menudo actúan los que tienen en sus
manos el poder. Esto demanda conocer la realidad histórica y desnudar públicamente las
prácticas de injusticia conocidas o encubiertas:  Faltó el misericordioso de la tierra, y ninguno
hay recto entre los hombres; todos acechan por sangre; cada cual arma red a su hermano.
Para completar la maldad con sus manos, el príncipe demanda, y el juez juzga por recompensa;
y el grande habla el antojo de su alma, y lo confirman. El mejor de ellos es como el espino; el
más recto, como zarzal… (Mi 7.2–4).  De acuerdo al análisis teológico-político de Miqueas, todo
estaba podrido, todo estaba corroído por el abuso de poder, la impunidad, y la insensibilidad
con la que actuaban las autoridades políticas y los encargados de administrar justicia. Había un
déficit enorme de misericordia y rectitud (o justicia). La realidad que Miqueas describe y
denuncia se parece mucho a la realidad social, política, judicial y religiosa de América Latina.
También en nuestros países faltan personas misericordiosas, rectas y honorables. La política, la
religión y la justicia están infectadas por la corrupción, la impunidad y la mentira.  La tercera
exigencia, “…humillarte ante tu Dios”, tiene dos connotaciones. En primer lugar, es un llamado
al arrepentimiento y al perdón, una nueva conversión; es decir, renunciar de manera radical a
las malas prácticas y enmendar completamente la conducta personal y colectiva. En segundo
lugar, humillarse ante Dios, implica obediencia o santidad personal y colectiva. Dicho de otro
modo, limpieza de corazón, limpieza de mente y limpieza de manos. Humillarse ante Dios
demanda entonces cuidar nuestra vida, nuestras relaciones, nuestra familia, nuestra conducta
en la sociedad.  ¡Cuídate!, diría Miqueas, porque las malas prácticas, la vida que deshonra el
nombre de Dios, están incluso al interior de tu propia familia, en las relaciones de amistad y en
los círculos de poder. La advertencia es clara:  No creáis en amigo, ni confiéis en príncipe; de la
que duerme a tu lado cuídate, no abras tu boca. Porque el hijo deshonra al padre, la hija se
levanta contra la madre, la nuera contra la suegra, y los enemigos del hombre son los de su
casa (Mi 7.5–6).  Y, por supuesto, cuando las personas se acostumbran a una religión que lo
permite todo y lo pervierte todo (Mi 5.12–14), difícilmente cambiarán de forma de vida,
porque han construido un dios que lo justifica todo y tiene voceros (sacerdotes y profetas) que
validan sus malas prácticas afirmando que tienen la aprobación divina. Estos religiosos, como
precisa Miqueas en su denuncia, actúan por cuenta propia para sacar ventaja material de su
oficio: “…sus sacerdotes enseñan por precio y sus profetas adivinan por dinero; y se apoyan en
Jehová, diciendo: ¿No está Jehová con nosotros? No vendrá mal sobre vosotros” (Mi 3.11). 
Hacer justicia, amar misericordia y humillarse ante Dios, además de sintetizar la esencia del
verdadero culto a Dios, es también un excelente sumario de la misión cristiana en cualquier
realidad histórica. Es una agenda de misión que vincula el culto con el testimonio personal y
público, la obediencia a Dios con la acción ciudadana responsable, la religión con el espacio
público y la santidad personal con la santidad social. Es un llamado a no separar la fe en Dios
de la ciudadanía plena, la participación en una iglesia de las responsabilidades ciudadanas, la
justicia personal de la justicia social, el servicio social de la acción social y política. Miqueas en
este pasaje clave nos recuerda que los creyentes son también ciudadanos porque la práctica
de la justicia, el compromiso con la misericordia y la obediencia a Dios no se reducen a la
dimensión religiosa de la vida, sino que tienen que ver con toda la vida.

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