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La Adoración Eucarística

Explicación de la Adoración Eucarística. Carta del Cardenal Norberto


Rivera

Por: Carta del Cardenal Norberto Rivera | Fuente: Catholic.net

Yendo ellos de camino, entró en un pueblo;


y una mujer, llamada Marta, lo recibió en su
casa. Tenía ella una hermana llamada
María, que, sentada a los pies del Señor,
escuchaba su Palabra, mientras Marta
estaba atareada en muchos quehaceres.
Acercándose dijo: “Señor, ¿no te importa
que mi hermana me deje sola en el trabajo?
Dile que me ayude”. Le respondió el Señor:
“Marta, Marta, te preocupas y te agitas por
muchas cosas; y hay necesidad de pocas,
o mejor, de una sola. María ha elegido la
parte buena, que no le será quitada”.
(Lucas 10, 38-42).

Al hablar de la adoración eucarística, se podría utilizar aquella frase del evangelio de


San Juan: “El Maestro está ahí y te llama” (Juan 11, 28). Es algo que le dice Marta a
María en un momento muy difícil para ellas pues acababan de perder a su hermano
Lázaro. Enmedio de ese dolor, las dos ven en Jesús al único consuelo, y Marta,
después de hablar con Jesús, hacer un acto de fe (Cf Juan 11, 27) y salir reconfortada,
quiere que su hermana comparta la alegría y la paz que le ha dejado su conversación
con el Maestro. Nosotros podemos decir lo mismo: “El Maestro está en la Eucaristía y
desde ahí nos llama”. Jesucristo está realmente presente en la Eucaristía como
alimento y apoyo en nuestro peregrinar hacia el Padre. Él es también nuestro único
consuelo en muchos momentos de nuestra vida y también nos pide un acto de fe para
reconocerlo en el pan que se expone a nuestra vista. Si con sinceridad lo buscamos a
Él por encima de todo, podemos decir que también hemos elegido la mejor parte, que
nunca nos será quitada.

La Adoración Eucarística se considera unida siempre a la Santa Misa, como


prolongación de ella, y constituye una de las formas de culto más importantes de la
vida de la Iglesia; incluso hay congregaciones religiosas que se dedican
exclusivamente a la adoración eucarística perpetua, mujeres que consagran toda su
vida a orar ante Jesús Sacramentado. Desde el inicio de la historia de la Iglesia, había
una conciencia clara de la presencia de Cristo en las especies eucarísticas, pero fue
desde el siglo XI cuando comenzó la adoración eucarística tal y como la vivimos hoy
en nuestras comunidades. En 1264, Urbano IV, con la bula Transiturus, extendió a
todo el mundo la fiesta del “Corpus Christi”. En 1279, en Colonia, Alemania, se celebró
la primera procesión eucarística. Los primeros datos que tenemos de la exposición de
la Eucaris-tía en un ostensorio aparecen en el relato de la vida de santa Dorotea
(1394), pero parece que ya para entonces era una costumbre bastante extendida en la
Iglesia. A finales del siglo XVII, la devoción al Sagrado Corazón, promovida por San
Juan Eudes (1680) y Santa Margarita María Alacoque (1690), desarrolló mucho el
culto a la Eucaristía con la comunión de los nueve primeros meses precedida de la
“Hora santa”, que consistía en una hora de adoración ante Jesucristo Eucaristía. Santa
Margarita María Alacoque escuchó aquella frase del Corazón de Jesús: “Al menos tú,
ámame”, que es un llamado a no dejar solo a Jesucristo, presente en la Sagrada
Hostia y a corresponder a su amor con nuestra vida cotidiana.

Si Cristo está realmente presente en la Iglesia de modo permanente en las Sagradas


Especies, es deber de los cristianos rendirle un culto de adoración y agrade-cerle el
inmenso beneficio de su don (Cf Concilio de Trento, Dz 878 y 888). Por eso, la Iglesia,
en su disciplina, establece que la Eucaristía se custodie en el lugar más noble del
templo, en aquel que atraiga más rápidamente la atención de los que entran en la
iglesia, y en el más cómodo para la veneración y el culto eucarístico porque se debe
hacer todo lo posible para facilitar a los fieles la devoción y las visitas al Santísi-mo
Sacramento (Cf Pio XII a los congresistas de Asís, 22-IX-1956). “El sagrario en el que
se reserva la Santísima Eucaristía ha de estar colocado en una parte de la iglesia u
oratorio verdaderamente noble, destacada, convenientemente adornada y apropiada
para la oración” (Código de Derecho Canónico 938).

La Eucaristía debe ser el punto de referencia de la mente y el corazón de todos los


cristianos, el lugar de encuentro con Cristo y con los demás hermanos, la fuente de la
caridad y el fundamento de la unidad de la Iglesia.

El sacramento más augusto, en el que se contiene, se ofrece y se recibe al mismo


Cristo Nuestro Señor, es la santísima Eucaristía, por la que la Iglesia vive y crece
continuamente. El Sacrificio Eucarístico, memorial de la muerte y resurrección del
Señor, en el cual se perpetúa a lo largo de los siglos el Sacrificio de la cruz, es el
culmen y la fuente de todo el culto y de toda la vida cristiana, por el que se significa y
realiza la unidad del pueblo de Dios y se lleva a término la edificación del cuerpo de
Cristo. Así, pues, los demás sacramentos y todas las obras eclesiásticas de
apostolado se unen estrechamente a la santísima Eucaristía y a ella se ordenan.
Tributen los fieles la máxima veneración a la santísima Eucaristía, tomando parte
activa en la celebración del Sacrificio augustísimo, recibiendo este sacramento
frecuentemente y con mucha devoción, y dándole culto con suma adoración; los
pastores de almas, al exponer la doctrina sobre este sacramento, inculquen
diligentemente a los fieles esta obligación. (Código de Derecho Canónico de 1983, 897
y 898).

La adoración eucarística es un momento de intimidad, de confianza, de amistad con


Jesucristo, el Redentor, el Amigo, el Hermano, el Compañero en nuestro peregri-nar
hacia la vida eterna. En estos ratos de oración ante Jesucristo presente en las
Sagradas Especies, es necesario actuar interiormente la fe en la presencia real de
Cristo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, la esperanza, la caridad, darse
cuenta de que su presencia ahí, en el pan, es un gesto de amor personal a cada
hombre, a ti. El Maestro está presente y te llama. Es el instante oportuno para renovar
los propósitos de santidad y de respuesta generosa al amor de Dios. La adoración a
Cristo es también acompañarlo con sentimientos de reparación por los propios
pecados y por los de todos los hombres y hacer nuestros los sentimientos más
profundos de Jesús.

Ir al Sagrario, asistir a la adoración eucarística solemne o visitar los “monumentos”


durante la Semana Santa, es ir a dialogar cordialmente con Cristo, desde lo más
profundo del corazón. Es hacer un acto de presencia ante el Redentor, poner en sus
manos los esfuerzos y la voluntad de corresponder a su gracia para buscar la santi-
dad. Es aprender las lecciones que nos da Jesucristo desde el Sacramento de la
Eucaristía, su humildad, su generosidad en la entrega. De esos contactos con Jesu-
cristo en la Eucaristía deben brotar la gratitud, el aliento en la lucha de cada día (Cf
Job 7, 1), la confianza y la alegría de estar con Él, el deseo de imitarlo en la acepta-
ción de la voluntad del Padre y en su entrega a la salvación de los demás. Por ello,
este tipo de visitas no pueden convertirse en un acto rutinario, frío y desprovisto de
sentido, que ni siquiera toque la periferia de nuestras vidas.

La adoración eucarística puede ser también solemne, cuando se expone la Sagrada


Hostia en el ostensorio. Este acto de culto se puede hacer en cualquier templo en el
que se conserve la Eucaristía. Lo hace el diácono o el sacerdote que toman la
Sagrada Forma del Sagrario y la colocan en un ostensorio desde el cual puedan verla
los fieles. Se presenta a la adoración de los presentes durante un tiempo considerable
en el que se puede tener un rato de oración en silencio o una lectura bíblica con
explicación, cantos eucarísticos u oraciones por diversas necesidades. Al final, el
obispo, el sacerdote o el diácono imparten la bendición con el Santísimo Sacramento;
sin embargo, no está permitida la exposición que se hace sólo para dar la bendición
eucarística.

En los grupos de nuestra arquidiócesis, donde se hace adoración eucarística


frecuente, busquen convertir esos encuentros en un momento de oración por toda la
Iglesia. Hagan una fervorosa oración de súplica al Padre, Dios Omnipotente, unidos a
Jesucristo, por la Iglesia, por el Papa, por los Obispos y los sacerdotes, por las
vocaciones sacerdotales, por la salvación de los hombres y por todos los hermanos
que sufren persecución, encarcelamiento, pobreza, enfermedades, penas morales.
Arranquen con su oración la misericordia de Dios Omnipotente. Mediten el Evangelio
ante el Santísimo Sacramento, expresen en sus oraciones públicas los sentimientos
de fe en Jesucristo, Hijo de Dios vivo y Salvador de los hombres (Cf Juan 3, 17);
de esperanza en Él pidiéndole su ayuda de Amigo fiel y Dios Todopoderoso, que todo
lo alcanza; y de amor a Jesucristo por ser quien es y por los dones que nos ha
entrega-do: la creación, la redención, la vocación al amor. Fomenten mucho estos
grupos de adoración que son siempre una abundante fuente de crecimiento espiritual y
de frutos para la Iglesia.

Si nuestras obligaciones nos impiden asistir al Sagrario y encontrarnos con Jesucristo


en la Eucaristía, podemos mantener la unión con Él a través de las “comuniones
espirituales”. Las comuniones espirituales son momentos de unión con Cristo presente
en el Sagrario hechas en cualquier circunstancia y siempre con el deseo de recibirlo
sacramentalmente. Son actos de amor sencillos que ayudan a dar a cada instante del
día un sentido sobrenatural y a vivir las cosas más cotidianas muy unido al amor de
Dios.
La Iglesia vive de la Eucaristía, vive de la plenitud de este Sacramento, cuyo
maravilloso contenido y significado han encontrado a menudo su expresión en el
Magisterio de la Iglesia, desde los tiempos más remotos hasta nuestros días. Sin
embargo, podemos decir con certeza que esta enseñanza -sostenida por la agudeza
de los teólogos, por los hombres de fe profunda y de oración por los ascetas y
místicos, en toda su fidelidad al misterio eucarístico queda casi sobre el umbral,
siendo incapaz de alcanzar y de traducir en palabras lo que es la Eucaristía en toda su
plenitud, lo que expresa y lo que en ella se realiza. En efecto, ella es el Sacramento
inefable. El empeño esencial y, sobre todo, la gracia visible y fuente de la fuerza
sobrenatural de la Iglesia como Pueblo de Dios, es el perseverar y el avanzar
constantemente en la vida y en la piedad eucarísticas, y desarrollarse espiritualmente
en el clima de la Eucaristía. (Juan Pablo II, Redemptor Hominis 20).

Especialmente para los sacerdotes, la adoración eucarística debe ser algo muy
presente en su vida de todos los días, el centro de su jornada. Desde el seminario, los
futuros sacerdotes deben hacerse hombres de la Eucaristía.

Esto explica la importancia esencial de la Eucaristía para la vida y el ministerio


sacerdotal y, por tanto, para la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio.
Con gran sencillez y buscando la máxima concreción, deseo repetir que “será
conveniente que los seminaristas participen cada día en la celebración eucarística, de
modo que, a continuación, asuman como regla de su vida sacerdotal esta celebración
diaria. Además, han de ser educados a considerar la celebración eucarística como el
momento esencial de su jornada, y han de acostumbrarse a participar en ella
activamente, sin contentarse nunca con una asisten-cia sólo rutinaria. En fin, los
candidatos al sacerdocio se formarán en las íntimas disposiciones que la Eucaristía
promueve: la gratuidad por los beneficios recibidos de Dios, pues Eucaristía significa
acción de gracias; la actitud oblativa, que los impulsa a unir su propia ofrenda personal
a la ofrenda eucarística de Cristo; la caridad, alimentada por un sacramento que es
signo de unidad y de participación; el deseo de contemplación y adoración ante Cristo
realmente presente bajo las especies eucarísticas” (Juan Pablo II, Ángelus 1 de julio
de 1990) (Exhortación apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis 48).

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