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(tiempo de lectura: diez minutos)


Traducido del artículo original en inglés.

Contra la escolarización
por John Taylor Gatto

Cómo la educación pública discapacita a nuestros hijos, y por qué

John Taylor Gatto fue nombrado “profesor del año” de la ciudad de Nueva York en 1989, 1990 y 1991, y
“mejor profesor del estado” de Nueva York en 1991, año en el que se retiró de la enseñanza. Autor de
Historia secreta del sistema educativo y otros libros que critican con severidad la naturaleza real de la
escolarización forzada masiva. Su página web es JohnTaylorGatto.com. (en inglés) y en Twitter:
@realJohnGatto

I.
Enseñé durante treinta años en algunas de las peores escuelas de Manhattan, y también
en algunas de las mejores, y durante ese tiempo me convertí en un experto en
aburrimiento.

El aburrimiento estaba por todas partes en mi mundo, y si le preguntabas a los


estudiantes —como yo hacía a menudo— «¿por qué se sienten tan aburridos?», siempre
daban las mismas respuestas: decían que el trabajo era estúpido, que no tenía ningún
sentido, que ya lo habían estudiado antes.

Decían que querían estar haciendo algo real, no estar sólo sentados en clase. Decían que
los maestros no parecían saber mucho acerca de las materias, y claramente no estaban
interesados en aprender más. Y los estudiantes estaban en lo cierto: sus profesores
estaban tan aburridos como ellos.

El aburrimiento es el estado común de los profesores de colegio, y cualquiera que haya


pasado un tiempo en una sala de profesores puede dar fe de la baja energía, las quejas
constantes, el desánimo que se ven allí.

Cuando se les pregunta por qué ellos están aburridos, los profesores tienden a culpar a
los estudiantes, como es de esperar. ¿Quién no se aburriría enseñando a estudiantes
groseros y que se interesan sólo en las calificaciones? Y a veces ni siquiera en eso.

Por supuesto, los maestros son ellos mismos productos del propio programa de
escolarización obligatoria de doce años, que tanto aburre a sus estudiantes; y en cuanto
personal de la institución, están inmersos en estructuras aún más rígidas que las
impuestas a los estudiantes. ¿Quién, entonces, tiene la culpa?

Todos. Mi abuelo me lo enseñó.

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Una tarde, cuando tenía siete años me le quejé que estaba aburrido, y él me golpeó con
fuerza en la cabeza. Me dijo que no debía volver a utilizar ese término en su presencia;
que si estaba aburrido era mi culpa y de nadie más. La obligación de divertirme e
instruirme a mí mismo era del todo mía, y las personas que no lo supieran eran
personas infantiles, que debían evitarse si es posible. Ciertamente no eran de fiar.

Ese episodio me curó de aburrimiento para siempre, y en ocasiones pude transmitir


esta lección a algún estudiante notable. En general, sin embargo, me parecía inútil
desafiar la noción oficial de que el aburrimiento y la inmadurez eran el estado natural
de las cosas en el aula. A menudo tuve que desafiar la costumbre, e incluso la ley, para
ayudar a los niños a salir de esta trampa.

El imperio contraatacó, por supuesto; los adultos inmaduros frecuentemente


confunden oposición con deslealtad.

Una vez regresé de un permiso médico, y descubrí que toda evidencia de que se me
hubiera sido concedido el permiso había sido deliberadamente destruida. Había
perdido mi trabajo por “abandonarlo”, ¡y ya no poseía ni siquiera una licencia de
enseñanza!

Después de nueve meses de tormentoso esfuerzo, logré recuperar la licencia, pues una
secretaria de la escuela declaró haber sido testigo del complot. Mientras tanto, mi
familia sufrió más de lo que quiero recordar.

Para cuando finalmente me jubilé en 1991, tenía más que suficientes razones para ver a
nuestros colegios —con su confinamiento forzado de estudiantes y profesores a largo
plazo, en edificios que parecen bloques de celdas— como fábricas virtuales de
inmadurez.

Mas honestamente no entiendo por qué tiene que ser de esa manera. Mi propia
experiencia me había revelado lo que seguramente muchos otros maestros también
notan (y que sin embargo deben guardarse para sí por temor a represalias) : si quisiéramos, fácil y
económicamente podríamos deshacernos de las viejas estructuras estúpidas, y ayudar a
que los adolescentes reciban educación en vez de limitarse a recibir escolarización.

Podríamos fomentar las mejores cualidades de la juventud —curiosidad, aventura,


simplemente siendo más flexibles en
resiliencia; la capacidad de sorprendentes intuiciones—
cuanto a tiempo, textos y pruebas; presentando a los jóvenes a adultos verdaderamente
competentes, y dando a cada estudiante la autonomía que se necesita para correr
riesgos de vez en cuando.

Pero no hacemos eso. Y cuanto más me preguntaba por qué, e insistía en enfocar el
“problema” de la escolarización como lo haría un ingeniero, más me alejaba de la
cuestión central: ¿qué tal si no hay un “problema” con nuestros colegios? ¿Qué tal si
son como son —gastando tantos recursos mientras ignoran el sentido común y la larga
experiencia en cómo los jóvenes aprenden cosas— no porque están haciendo algo mal,
sino porque están haciendo bien lo que se supone que hagan? ¿Es posible que George
W. Bush accidentalmente haya dicho la verdad, cuando dijo que no dejaría que “ningún
niño se quede atrás”? [1] ¿Podría ser que nuestros colegios están diseñados para
asegurarse de que ningún joven realmente madure?

II.

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¿Necesitamos realmente escuelas? No me refiero a la educación, sólo a la


escolarización forzada: seis clases al día, cinco días a la semana, nueve meses al año,
durante doce años. ¿Es esta rutina mortal realmente necesaria? Y si es así, ¿para qué?

No traten de justificarla mencionando a la lectura, escritura y aritmética como su razón


de ser, porque dos millones de felices homeschoolers [2] sin duda han refutado esa
justificación banal.

E incluso si no fuera así, un número considerable de famosos estadounidenses jamás


pasó por esa exprimidora de doce años que nuestros jóvenes actualmente atraviesan, y
les fue bien. ¿George Washington, Benjamin Franklin, Thomas Jefferson, Abraham
Lincoln? Alguien les enseñó, sin duda, pero no fueron productos de un sistema escolar,
y ninguno de ellos se “graduó” de un colegio.

A lo largo de la mayor parte de la historia de América, por lo general los niños no iban al
colegio; sin embargo esos no-escolarizados llegaron a ser almirantes, como Farragut;
inventores, como Edison; capitanes de la industria, como Carnegie y Rockefeller;
escritores, como Melville y Twain y Conrad; e incluso eruditos, como Margaret Mead.

De hecho, hasta hace poco quienes llegaban a la edad de trece años ya no eran
considerados niños en absoluto. Ariel Durant, quien co-escribió una enorme y muy
buena historia del mundo en varios volúmenes con su marido, Will, estaba felizmente
casada a los quince años, y ¿quién razonablemente podría afirmar que Ariel Durant era
una persona sin educación? Sin escolarización, tal vez, pero no sin educación.

En este país se nos ha enseñado en los colegios a concebir el “éxito” como sinónimo, o
al menos dependiente de la “escolarización”; pero históricamente eso no es verdad, ya
sea en un sentido intelectual o financiero. Y muchas personas en todo el mundo hoy en
día hallan maneras de educarse a sí mismos sin recurrir a un sistema de escuelas
secundarias obligatorias, que demasiado a menudo parecen cárceles.

¿Por qué, entonces, los estadounidenses identifican educación con un sistema de


escolarización forzada, y sólo con ese sistema? ¿Cuál es exactamente el propósito de
nuestros colegios públicos?

La escolarización de masas de carácter obligatorio empezó a calar en los Estados Unidos


entre 1905 y 1915, a pesar de que fue concebida mucho antes e impulsada durante la
mayor parte del siglo XIX. La razón dada para este enorme trastorno de la vida familiar y
las tradiciones culturales fue, en términos generales, triple:

1) Hacer gente buena.


2) Hacer buenos ciudadanos.
3) Hacer que cada persona sea lo mejor que puede ser.

Estos objetivos se siguen citando regularmente hoy en día, y la mayoría de nosotros los
aceptamos de una forma u otra como una definición decente de los objetivos de la
educación pública, no importa cuánto fracasen los colegios en alcanzarlos. Pero
estamos totalmente equivocados.

Hay en los libros numerosas y sorprendentemente consistentes declaraciones del


verdadero propósito de la enseñanza obligatoria. Tenemos, por ejemplo, al gran H. L.
Mencken, que escribió en The American Mercury en abril de 1924 que el objetivo de la
educación pública obligatoria no es…

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…llenar a los jóvenes con conocimiento y despertar su inteligencia (…) Nada


más lejos de la verdad. El objetivo (…) es simplemente reducir a tantas
personas como sea posible al mismo nivel de mediocridad, un nivel seguro
para las élites; el objetivo es criar y formar una ciudadanía estandarizada;
sofocar la disidencia y la originalidad. Ése es su objetivo en los Estados Unidos
(…) y ése es su objetivo en cualquier otro sitio.

Debido a la reputación de satírico de Mencken, podríamos sentirnos tentados a


descartar este pasaje como exagerado sarcasmo. Su artículo sin embargo continúa
rastreando el modelo de nuestro sistema educativo hasta el hoy desaparecido (aunque
nunca ha de ser olvidado por su nefasto legado) estado militar de Prusia.

Y aunque sin duda Mencken era consciente de la ironía de que hacía poco habíamos
estado en guerra con Alemania —heredero del pensamiento y cultura prusianas—, él
estaba hablando totalmente en serio: nuestro sistema educativo es realmente
prusiano en su origen, y eso es motivo real de preocupación.

El extraño origen prusiano de nuestras escuelas aparece una y otra vez en la literatura,
una vez que sabes buscarlo. William James hizo alusión a ello muchas veces en el
cambio de siglo. Orestes Brownson —héroe del libro de Christopher Lasch de 1991, El verdadero y
único cielo— denunciaba públicamente la prusianización de las escuelas
estadounidenses allá en la década de 1840. El “Séptimo Informe Anual” de Horace
Mann a la Junta de Educación del estado de Massachusetts en 1843 es esencialmente
una alabanza a la tierra de Federico el Grande y un llamado a que su escolarización sea
implantada aquí.

No ha de extrañar que la cultura de Prusia haya tenido gran influencia en Estados


Unidos, dada nuestra asociación temprana con ese estado utópico. Un prusiano sirvió
como ayudante de Washington durante la Guerra de la Independencia, y tantas
personas de habla alemana se habían asentado aquí para 1795 que el Congreso
consideró publicar una edición en alemán de las leyes federales.

Pero lo chocante es que hayamos adoptado tan afanosamente uno de los peores
aspectos de la cultura de Prusia: un sistema educativo deliberadamente diseñado para:
producir inteligencias mediocres; paralizar la vida interior; negarle a los estudiantes
habilidades de liderazgo apreciables, y garantizar a las élites ciudadanos dóciles e
incompletos… Todo con el fin de volver a la población “manejable”.

III.
Fue gracias a James Bryant Conant —presidente de la Universidad de Harvard durante veinte
años, especialista en gas venenoso durante la Primera Guerra Mundial, ejecutivo del proyecto de la
bomba atómica de la Segunda Guerra Mundial, alto comisionado de la zona americana en Alemania
después de la Segunda Guerra Mundial, y verdaderamente una de las figuras más influyentes de la siglo
XX— que me enteré por primera vez de los efectos reales de la enseñanza escolarizada.

Sin Conant, probablemente no tendríamos el mismo estilo e importancia de las pruebas


estandarizadas que hoy “disfrutamos”, ni hubiéramos sido “bendecidos” con colegios
secundarios gigantescos que embodegan de dos mil a cuatro mil estudiantes a la vez,
como el famoso colegio Columbine de Littleton, Colorado. [3]

Poco después de retirarme de la enseñanza, leí el ensayo de 1959 de Conant: The Child

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the Parent and the State (“El niño, el padre y el Estado”) y me intrigó verlo mencionar de
pasada que las escuelas modernas a las que asistimos fueron el resultado de una
“revolución” diseñada entre 1905 y 1930.

¿Una revolución? Conant se niega a explicarse, pero dirige a los curiosos al libro de 1918
de Alexander Inglis, Principios de la educación secundaria, en el cual «uno veía esta
revolución a través de los ojos de un revolucionario».

Inglis, cuyo nombre lleva una cátedra de educación en Harvard, deja perfectamente
claro que la enseñanza obligatoria en este continente estaba destinada a ser lo mismo
que había sido para Prusia en la década de 1820: una infiltración en el creciente
movimiento democrático que amenazaba con dar los campesinos y los proletarios más
fuerza. La escolarización “moderna”, industrializada y obligatoria debía poner un alto a
la creciente unidad de estas clases bajas, y dividirlas.

Separando a los estudiantes por temas, edades, por clasificaciones en constantes


exámenes; y con muchos otros medios más sutiles, sería poco probable que la masa
ignorante de la humanidad, separada desde la infancia, volviese a reintegrarse en una
unidad peligrosa.

Inglis divide el propósito —el propósito real— de la escolarización moderna en seis


funciones básicas, cualquiera de las cuales es suficiente para espantar a aquellos lo
suficientemente cándidos para creerse los tres objetivos tradicionales enumerados
anteriormente (“hacer gente buena, hacer buenos ciudadanos, hacer que cada persona sea lo mejor
que puede ser”):

1) La función “ajustativa” o de adaptación. Las escuelas deben establecer hábitos fijos


de reacción a la autoridad (obediencia automática). Esto, por supuesto, descarta por
completo desarrollar juicio crítico. También descarta que se enseñe material útil o
interesante, porque no se puede evaluar la obediencia inmediata a menos que se
obligue a los niños a aprender y hacer cosas tontas y aburridas.

2) La función de integración. Podría llamarse “la función de la conformidad”, porque


su intención es hacer que los niños sean tan parecidos como sea posible. Las personas
que se amoldan son predecibles, y esto es de gran utilidad para quienes deseen
aprovechar y manipular una gran fuerza de trabajo.

3) La función de diagnóstico y direccionamiento. La escuela ha de determinar la


función social adecuada de cada estudiante, y encaminarlos hacia ella. Esto se hace
registrando evidencia matemática y anecdótica en registros acumulativos. En “su
expediente permanente”. Sí, usted tiene uno.

4) La función de diferenciación. Una vez que su rol social ha sido “diagnosticado”, los
estudiantes deben ser separados según esos roles y capacitados sólo en lo que requiere
dicho rol, y nada más. Y luego hablan de «hacer que cada persona sea lo mejor que
puede ser»…

5) La función selectiva. Esto no se refiere en absoluto a las decisiones personales, sino


a la teoría de la selección natural de Darwin aplicada a lo que él llamaba “las razas
favorecidas”. En resumen, la idea es facilitar la evolución tratando conscientemente de
mejorar la raza. Las escuelas han de identificar y marcar a los no aptos con suficiente
claridad —con malas calificaciones, cursos remediales, suspensos y otros castigos— de
tal manera que sus compañeros los vean como inferiores y rehúsen reproducirse con

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ellos. Eso es lo que todas esas pequeñas humillaciones desde primer grado en adelante
estaban destinadas a hacer: mandar la suciedad por el desagüe.

6) La función propedéutica. El sistema social que suponen estas normas requiere un


grupo de élite a cargo. A tal efecto, a una pequeña fracción de estudiantes
discretamente se les enseñará cómo manejar este proyecto continuo; cómo supervisar
y controlar una población deliberadamente atontada e inerme, con el fin de que el
gobierno no sea desafiado ni a las empresas les falte mano de obra obediente.

Ése es, por desgracia, el verdadero propósito de la educación pública obligatoria. No


crea el lector que Inglis era sólo un loco aislado en su visión demasiado cínica de las
instituciones educativas, pues no era el único en defender estas ideas.

El propio Conant, a partir de las ideas de Horace Mann y otros, proponía


incesantemente un sistema escolar estadounidense diseñado con esas ideas. Hombres
como George Peabody —que financió la causa de la escolarización obligatoria en todo el
Sur— sin duda entendieron que el sistema prusiano era útil para crear no sólo un
electorado inofensivo y una mano de obra servil, sino también una manada de
consumidores inconscientes.

Con el tiempo, un gran número de titanes industriales llegó a reconocer los enormes
beneficios de criar y cuidar así un “rebaño” a través de la educación pública, entre ellos
Andrew Carnegie y John D. Rockefeller.

IV
Ahi está. Ya lo sabes. No necesitamos una concepción marxista de una gran “guerra de
clases” para ver que si una élite se propone “gestionar” o “administrar” a las masas, le
conviene embrutecer a los individuos, desmoralizarlos, dividirlos unos a otros, y
descartarlos si no se amoldan.

La “lucha de clases” podría enmarcar una propuesta tal por parte de las élites; como
cuando Woodrow Wilson, entonces presidente de la Universidad de Princeton y futuro
presidente de EE.UU., dijo lo siguiente a la Asociación de Profesores de Nueva York en
1909:

Queremos que una clase de personas tengan una educación liberal, y


queremos que otra clase de personas, una clase mucho más grande, por
necesidad, en todas las sociedades, renuncie a los privilegios de una
educación liberal y se adapten a realizar difíciles tareas manuales específicas.

Pero los motivos detrás de las desagradables decisiones políticas —deliberadamente hundir
a la inmensa mayoría de la juventud— que provocan estos resultados en la educación, no
tienen que estar basados en la lucha de clases, no. Pueden provenir exclusivamente del
miedo, o de la creencia hoy tan popular de que la “eficiencia” es la virtud suprema; más
que el amor, la libertad, la risa, o la esperanza.

Por encima de todo, pueden derivarse de la simple ambición de controlar a los demás.
Después de todo, había grandes fortunas por amasar en una economía basada en la
producción en masa y organizada para favorecer a las grandes corporaciones en lugar
de la pequeña empresa o la granja familiar.

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Mas la producción en masa requiere el consumo de masas, y a principios del siglo XX la


mayoría de los estadounidenses consideraba tan antinatural como poco prudente
comprar cosas que en realidad no necesitaban.

¡La escolarización obligatoria fue un regalo del cielo en ese aspecto! Los colegios no
tuvieron necesidad de enseñar directamente a los estudiantes a consumir sin freno,
porque hicieron algo aún mejor: enseñaron a los estudiantes a no pensar en absoluto,
sino obedecer. Y los dejó presas de otro gran invento de la era moderna: el marketing.

Ahora, no es necesario haber estudiado márketing para saber que hay dos grupos de
personas a los que siempre se puede convencer de consumir más de lo que necesitan:
los adictos y los niños. Los colegios han hecho un buen trabajo convirtiendo a nuestros
hijos en adictos-a-la-autoridad, pero han hecho un trabajo espectacular convirtiendo a
nuestros hijos en… niños.

Una vez más, esto no es casual. Los teóricos desde Platón a Rousseau hasta nuestro Dr.
Inglis sabían que si los niños eran enclaustrados con otros niños, despojados de
responsabilidad e independencia, animados a desarrollar sólo emociones trivializantes
como la codicia, la envidia, los celos y el miedo, crecerían, pero nunca realmente
madurarían.

En la edición de 1934 de su otrora conocido libro, La educación pública en los Estados


Unidos, Ellwood P. Cubberley detallaba y alababa cómo la estrategia de extender la
escolarización obligatoria, había extendido la infancia de dos a seis años; y eso que la
escolarización obligatoria era en ese momento algo todavía bastante nuevo.

Este mismo Cubberley —quien fuera decano de la Facultad de Educación de Stanford, editor de
libros de texto en Houghton Mifflin, y amigo y corresponsal de Conant en Harvard— había escrito lo
siguiente en la edición de 1922 de su libro Administración de Colegios Públicos:

Nuestros colegios son (…) fábricas en las que a la materia prima (los niños) ha
de dársele forma (…) y es el negocio de los colegios fabricar alumnos de
acuerdo con las especificaciones establecidas».

Especificaciones establecidas por las élites, por supuesto.

Viendo nuestra sociedad actual, es perfectamente obvio cuáles eran esas


especificaciones. ¡La madurez ha sido expulsada de casi todos los aspectos de nuestras
vidas! Las leyes de divorcio fáciles han eliminado la necesidad de trabajar en las
relaciones; el crédito fácil ha eliminado la necesidad de ahorrar y ser austero; el
entretenimiento fácil ha eliminado la necesidad de aprender a entretenerse uno
mismo; las respuestas fáciles y los eslóganes han eliminado la necesidad de pensar y
hacerse preguntas difíciles.

Nos hemos convertido en una nación de niños, alegremente dispuestos a creer las
mentiras de los políticos y los elogios de la publicidad, de una manera que ofendería a
verdaderos adultos. Compramos televisores, y luego compramos las cosas que vemos
en la televisión. Compramos computadoras, y luego compramos las cosas que vemos en
la computadora. Compramos zapatos deportivos de $150 independientemente de si los
necesitamos o no, y cuando se destruyen demasiado pronto compramos otro par.
Compramos enormes 4x4 y nos creemos la mentira de que son más seguros, incluso
luego de volcarnos.

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Y ni nos inmutamos cuando Ari Fleischer, antiguo portavoz de Bush, nos dice que
debemos «tener cuidado con lo que dicen», incluso si recordamos que en algún
momento nos enseñaron en la escuela que Estados Unidos es la tierra de la libertad.
Simplemente nos la creímos. Nuestra escolarización, según lo previsto, se ha asegurado
de ello.

V
Ahora las buenas noticias. Una vez que entiendes la lógica subyacente a la escuela
moderna, sus trucos y trampas son bastante fáciles de evitar.

Los colegios entrenan a los estudiantes a ser empleados y consumidores; enséñale a tus
hijos a ser líderes y aventureros. Las escuelas entrenan a los niños a obedecer
instantáneamente; enséñale a tus hijos a pensar crítica e independientemente. Los
niños bien escolarizados toleran mal el aburrimiento; ayúdale a los tuyos a desarrollar
una vida interior tan rica de tal manera que nunca se aburran.

Úrgelos a enfrentarse al material “serio”, el “material adulto”, en historia, literatura,


filosofía, música, arte, economía, teología…, cosas todas que los maestros de colegio se
esfuerzan en evitar. Desafía a tus hijos con mucho tiempo a solas, para que puedan
aprender a disfrutar de su propia compañía, para que lleven a cabo diálogos internos.
Las personas “bien escolarizadas” han sido acostumbradas a temer estar solas, y buscan
compañía constante a través de la televisión, la computadora, el teléfono celular,
amistades superficiales rápidamente adquiridas y rápidamente abandonadas. Tus hijos
deben tener una vida más significativa, ¡y claro que pueden!

En primer lugar, sin embargo, hay que admitir lo que realmente son nuestros colegios:
laboratorios de experimentación en las mentes jóvenes; centros de entrenamiento por
repetición de los hábitos y actitudes que gobiernos e industrias exigen. La educación
obligatoria beneficia a los niños sólo incidentalmente; su propósito real es convertirlos
en siervos.

No dejes que a tus hijos “les alarguen” su infancia, ni siquiera por un día. Si David
Farragut pudo tomar el mando de un buque de guerra británico capturado siendo
preadolescente; si Thomas Edison pudo publicar un periódico a la edad de doce años; si
Ben Franklin pudo convertirse en aprendiz de impresor a la misma edad (sometiéndose
a continuación a un curso de estudio que agobiaría a un universitario actual), no hay
manera de saber de qué son capaces tus hijos.

Después de una larga vida, y de treinta años en las trincheras de secundarias públicas,
he llegado a la conclusión de que “la genialidad” es algo muy abundante. Suprimimos
nuestro genio sólo porque todavía no hemos descubierto la manera de “administrar y
gobernar” una población de hombres y mujeres educados y libres. La solución, creo, es
simple y gloriosa: que se gobiernen a sí mismos.

Publicado originalmente en la edición de septiembre de 2003 de Harper’s Magazine.

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