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Título original: The children's machine.

Rethinking school in the age of the


computer
Publicado en inglés por Basic Books, a division of Harper Collins Publishers, Inc.

Traducción de Sergio Balari

Cubierta de Víctor Viano I>

1a edición, 1995

1993 by Seymour Paper


de todas las ediciones en castellano,
Ediciones Paidós Ibérica, S.A.,
Mariano Cubi, 92 - 08021 Barcelona
y Editorial Paidós, SAICF,
Defensa, 599 - Buenos Aires

ISBN: 84-493-0145-9
Depósito legal: B-17.508/1995

Impreso en Gráfiques 92, S. A.,


Torrassa, 108 - Sant Adriáde Besós (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain


SEYMOUR PAPERT

LA MÁQUINA
DE LOS NIÑOS

Replantearse la educación
en la era de los ordenadores

Ediciones Paidós
-
Barcelona Buenos Aires -
Sumario

Prólogo
Agradecimientos
1. Anhelantes e instructores
2. Un pensamiento propio
3. La escuela: cambio y resistencia al cambio
4. Profesores
5. Una palabra para aprender
6. Una antología de historias de aprendizaje
7. Instruccionismo frente a construccionismo
8. Los computacionales
9. Cibernética
10. ¿Qué hacer?
. .
Bibliografía
Indice
Prólogo

A menudo se dice que nos estamos adentrando en la era de la


información. Este período que se avecina también podría deno-
minarse la era del aprendizaje: la enorme cantidad de cosas que
se aprenden en este mundo es ya mucho mayor que en el pasado.
N o hace mucho tiempo, y aún es así en muchas partes del mun-
do, los jóvenes aprendían las destrezas que iban a necesitar en su
trabajo para el resto de sus vidas. Ahora, en los países industriali-
zados, la mayoría de la gente está empleada en oficios que no exis-
tían cuando nacieron. La aptitud más importante para determinar
qué camino va a seguir una persona en su vida ha pasado a ser ya
la de aprender nuevas destrezas, aprehender nuevos conceptos, en-
juiciar nuevas situaciones, hacer frente a lo inesperado. Y esto será
cada vez más cierto en el futuro: la capacidad de competir es la
capacidad de aprender.
Lo que vale para los individuos es incluso más válido para las
naciones. El poder competitivo de una nación en el mundo mo-
derno es directamente proporcional a su capacidad para aprender,
a la combinación de esa capacidad en los individuos y en las insti-
tuciones de la sociedad.
Sin embargo, la capacidad para aprender de los individuos y de
las instituciones no siempre es la misma. Por ejemplo, las condi-
ciones en la Unión Soviética fueron el germen para una genera-
ción de individuos con un alto grado de adaptabilidad necesario
para sobrevivir bajo la represión arbitraria del régimen comunista.
Por otro lado, en cambio, el desmoronamiento de las institucio-
nes soviéticas reveló una inflexibilidad burocrática de extraordina-
rias proporciones. Las instituciones de la sociedad no fueron capa-
ces de «aprender»a adaptarse a las condiciones del cambio; incluso
fueron incapaces de percibir el agravamiento de la crisis hasta que
ésta adquirió proporciones fatales.
El del Japón es un caso notable en el mundo contemporáneo
de nación que ha construido su éxito sobre la capacidad para apren-
der de la sociedad -la capacidad y la voluntad de las instituciones
y de los individuos por aprender-. Los norteamericanos a menu-
do se quejan de que el Japón se ha aprovechado de los descubri-
mientos técnicos llevados a cabo en los Estados Unidos. Esta queja
ilustra mi argumento perfectamente, aunque de manera opuesta a
las intenciones de los que se quejan, que han sido incapaces de apren-
der que la esencia del éxito japonés reside precisamente en esa ap-
titud que también fue la causa del éxito de Estados Unidos en el
pasado: la voluntad de aprender. Los que se quejan harían bien en
recuperar esa capacidad para aprender de los japoneses, una apti-
tud cuyo máximo exponente en el mundo hasta hace algún tiem-
po fueron los Estados Unidos.
La velocidad del cambio en el lugar de trabajo no es el único
factor que incide en la creciente importancia de la capacidad de
aprender. El que nuestras acciones ten an consecuencias a escala
global hace aún más urgente la necesi ad de comprender lo que
estamos haciendo. La destrucción de las capas superiores de la at-
mósfera, la crisis del SIDA, la explosión demográfica, la descom-
posición social en las ciudades y pueblos de América y Rusia, la
difícil situación en el continente africano y, en general, todo lo que
ocupa los titulares de los periódicos son problemas mucho más
acuciantes; son ejemplos de algo mucho peor que se nos puede ve-
nir encima si los seres humanos no cobramos el suficiente ánimo
para aprender, como no lo habíamos hecho hasta ahora, nuevas
maneras de pensar.
La nota optimistade este libro procede del reconocimiento de
la posible acción combinada de dos grandes tendencias actuales.
La primera de estas tendencias es la tecnológica; la misma revolu-
ción tecnológica responsable de esa imperiosa necesidad de un apren-
dizaje mejor también nos ofrece los medios para actuar de forma
efectiva. Las tecnologías de la información, de la televisión a los
ordenadores y cualquier combinación de las mismas, nos abren un
amplio abanico de oportunidades para tomar medidas en la mejo-
ra de la calidad del entorno de aprendizaje, palabras con las que
quiero designar al conjunto de condiciones que contribuyen a que el
aprendizaje vaya tomando forma en el trabajo, en la escuela y en
el juego.
La otra tendencia es epistemológica, una revolución en la filo-
sofía del conocimiento. La principal tesis de este libro es que la
mayor contribución de las nuevas tecnologías a la mejora del apren-
dizaje se centra en la creación de medios personalizados capaces
de dar cabida a una amplia gama de estilos intelectuales. Las muje-
res y los miembros de minorías culturales son los que más clara-
mente han denunciado la imposición de una única y uniforme ma-
nera de aprender. La mayoría apenas si han empezado a utilizar
los nuevos medios de comunicación para expresarse y hacer oír su
voz. Pero son los niños los que más visiblemente han puesto de
manifiesto el poderoso efecto de unos medios adecuados a sus pre-
ferencias intelectuales; son ellos quienes pueden beneficiarse más,
pero también son ellos quienes tienen más que ofrecer.
En todo el mundo los niños han iniciado un largo y apasiona-
do romance con los ordenadores. Con los ordenadores llevan a cabo
todo tipo de actividades, aunque la mayor parte del tiempo la de-
dican a jugar, lo que ha tenido como consecuencia que palabras
como Nintendo hayan empezado a formar parte del vocabulario
doméstico. Utilizan los ordenadores para escribir, dibujar, comu-
nicarse, para obtener información. Algunos los utilizan para am-
pliar su círculo de relaciones, mientras otros los utilizan para ais-
larse. En muchos casos su entusiasmo es tan grande que trae la
palabra adicción a las mentes de sus preocupados padres.
Este romance es más que un simple deseo de hacer cosas con
los ordenadores. Introduce también un elemento de posesividad
y, aún más importante, de afirmación de la identidad intelectual.
Muchos niños ven el ordenador como «suyo»-como algo que les
pertenece, de su generación-. Muchos se han dado cuenta de que
se sienten más a gusto con las máquinas de lo que se sienten sus
padres o sus profesores. Aprenden a utilizarlas con más facilidad
y con mayor naturalidad. De momento, algunos de nosotros, vie-
jos carrozas, quizá hayamos alcanzado ese conocimiento especial
que se necesita para ser un maestro de los ordenadores, pero los
niños saben que es sólo cuestión de tiempo antes de que ellos he-
reden las máquinas. Son la generación de los ordenadores.
¿Qué hay debajo de este romance? ¿Hacia dónde se dirige?
¿Pueden las viejas generaciones canalizarlo hacia formas cons-
tructivas o destructivas? ¿O su evolución ya se nos ha escapado de
las manos?
Este libro centra su atención en un aspecto de estas preguntas:
¿cómo afecta al aprendizaje la relación entre niños y ordenadores?
Llegar a comprender esta relación será crucial para nuestra capaci-
dad de configurar el futuro.
Agradecimientos

Durante la redacción de este libro mantuve numerosas y prove-


chosas conversaciones con Mitchel Resnick, Brian Silverman y Ca-
rol Sperry; sólo unas cuantas con Alan Kay y Sherry Turkle; dos
con Paulo Freire; y ninguna con Jean Piaget. Sin embargo, todas
estas personas estuvieron siempre conmigo, como pequeñas voces
interiores en un diálogo virtual. Sus ideas, concepciones y senti-
mientos forman el armazón sobre el que he construido este libro.
Su estilo, que es más el de una colección de ejercicios gimnásti-
cos para la imaginación que el de un tratado escolar, no se presta
a atribuir ideas particulares a fuentes específicas. Está lleno de alu-
siones. Por tanto, he tenido que echar mano de expresiones gene-
rales, aunque no por ello menos sentidas, de agradecimiento inte-
lectual hacia grupos de personas. De todos ellos, el más importante
es el de mis alumnos, viejos y nuevos, así como el de la comuni-
dad creada en torno al Logo tanto en casa como en el extranjero.
Utilizo anécdotas recogidas en las aulas de la misma manera
que los escritores bíblicos utilizaban parábolas: los cuentos expre-
san mejor las ideas que cualquier argumentación abstracta, pero
la veracidad de los episodios narrados tiene una importancia rela-
tiva. Todos los incidentes que refiero en este libro se produjeron
como aquí se describe, con la excepción de que en unas ocasiones me
he permitido la libertad de fantasear sobre lo que podría estar ocu-
rriendo en la mente de los participantes y, en otras, he agrupado
a varios individuos en un solo personaje complejo. Espero que los
que se reconozcan a sí mismos parcialmente representados compren-
derán el espíritu siempre respetuoso que subyace en mi exposición.
Este libro y todo mi trabajo se han beneficiado enormemente
de la oportunidad que se me ha brindado de trabajar en el Labora-
torio de Medios de Comunicación del MIT, cuya creación a cargo
de Nicholas Negroponte constituye una experiencia original y sig-
nificativa de lo que puede ser fomentar una disciplina incipiente
inventando las relaciones entre el mundo académico y el de la in-
dustria que le permitirá desarrollarse. La política del laboratorio
me ha permitido trabajar con una serie de firmas comerciales-en
particular, Lego, Apple, IBM, Nintendo y Logo Computer Sys-
tems- sin que nunca sintiera presiones que pudieran comprometer
mi integridad intelectual. Este libro, y mi pensamiento en general,
deben mucho más que sólo apoyo financiero a esta colaboración:
en el mundo moderno es preciso pensar en el cambio educativo
como algo que incumbe a todos los sectores de la sociedad. Tam-
bién debo algo más que apoyo financiero a la National Science
Foundation, en gran medida porque Andrew Molnar ha luchado
valientemente durante los buenos y malos años por mantener una
chispa de confianza en el fuego que comenzaba a arder.
Sería muy difícil recoger en unas pocas palabras la contribución
a este libro de mi editora, Susan Rabiner. Si en el texto final permane-
cen algunos errores, se debe fundamentalmente a que burlé su vigi-
lancia para introducir, a sus espaldas, algunos cambios de última hora.
Como excepcional escritora que es, mi esposa, Suzanne Massie,
siempre supo cuándo yo iba por el buen camino y cuándo no.
Como excelente editora, competente y profesional, pasó muchas
horas cortando y pegando páginas que, a mí, se me antojaban como
irrecuperables, hasta que yo veía surgir una forma, como una es-
cultura de un sillar de piedra. Mostró una extraordinaria inventi-
va, paciencia y abnegación a fin de ofrecerme las mejores condi-
ciones posibles de trabajo. Su presencia en todos los aspectos de
la vida -intelectual, espiritual y emocional- que van más allá
de lo profesional y práctico queda tan lejos de las palabras que debo
permanecer en silencio.
Anhelantes e instructores

Imaginemos un grupo de viajeros del tiempo provenientes del


pasado; entre ellos hay un grupo de cirujanos y un grupo de maes-
tros de escuela, todos ellos ansiosos por conocer cuánto ha cam-
biado su profesión al cabo de cien o más años. Imaginemos el des-
concierto de los cirujanos al encontrarse en el quirófano de un
hospital moderno. Si bien serían capaces de reconocer que se esta-
ba llevando a cabo una operación, e incluso podrían adivinar cuál
era el órgano enfermo, en la mayoría de los casos no serían capaces
de hacerse una idea de cuál era el objetivo del cirujano ni de la
función de los extraños instrumentos que éste y su equipo estaban
utilizando. Los rituales de la asepsia y la anestesia, los agudos soni-
dos de los aparatos electrónicos y las brillantes luces, tan familia-
res para los espectadores habituales de televisión, les resultarían to-
talmente extraños.
Los maestros del pasado, por el contrario, reaccionarían de ma-
nera muy distinta a la clase de una escuela primaria moderna. Po-
siblemente se sentirían confundidos por la presencia de algunos
objetos; quizá percibirían cambios en la aplicación de ciertas téc-
nicas-y seguramente no habría acuerdo entre ellos sobre si el cam-
bio ha sido para bien o para mal-, pero es seguro que todos com-
prenderían perfectamente la finalidad de cuanto se estaba llevando
a cabo y serían perfectamente capaces de encargarse de la clase. Uti-
lizo esta parábola a modo de medida, tosca pero eficaz, de la des-
proporción que existe en las diferentes facetas del cambio históri-
co. En el umbral del asombroso crecimiento de la ciencia y la
tecnología de nuestro pasado más reciente, algunas áreas de la acti-
vidad humana han sufrido un megacambio. Las telecomunicacio-
nes, el ocio y el transporte, así como la medicina, se hallan entre
estas áreas; la escuela permanece como notable excepción. Tam-
poco podemos decir que no se haya producido ningún cambio en
cómo se educa a los estudiantes, pues es evidente que lo ha habido.
Sin embargo, la parábola me brinda la oportunidad de hacer hin-
capié sobre algo que todos sabemos acerca de nuestro sistema edu-
cativo: sí, ha cambiado, pero no hasta tal punto que su naturaleza
se haya visto sustancialmente alterada. La parábola nos plantea la
siguiente pregunta: ¿por qué, en un período durante el cual hemos
vivido la revolución de muchas áreas de nuestra actividad, no he-
mos presenciado un cambio comparable en la manera en que ayu-
damos a nuestros niños a aprender?
He lanzado al aire esta pregunta en numerosas situaciones, des-
de conversaciones casuales a seminarios más formales, y ante todo
tipo de audiencias, desde niños que sólo llevaban algunos años en
contacto con la escuela hasta profesionales de la educación con toda
una vida de dedicación a la misma. Aunque las respuestas recibi-
das han sido tan variadas como lo podrían ser las respuestas al test
de manchas de tinta de Rorschach, su distribución dista mucho de
ser uniforme a lo largo de todo el espectro de posibilidades; la ma-
yoría se sitúa a un lado u otro de una gran línea divisoria.
Los que se hallan a un lado de esta línea, a los cuales llamaré
Instructores, se sienten desconcertados por mi pregunta, sorpren-
didos porque les parece que estoy defendiendo la necesidad de un
megacambio. Reconocen que la escuela tiene problemas (¡y, quién
no los tiene hoy en día!) y se sienten muy preocupados por resol-
verlos. Pero, (un megacambio? ¿Qué puede querer decir eso?
Muchos se indignan. Para ellos, hablar de megacambio es como
tocar la lira mientras toda Roma está ardiendo. Hoy en día, la
educación se enfrenta a problemas inmediatos y urgentes. Háble-
nos de cómo podemos utilizar los ordenadores para resolver al-
gunos de estos problemas prácticos e inmediatos que tenemos, me
dicen.
En el lado opuesto de la línea están los anhelantes, quienes res-
ponden citando obstáculos para el cambio en la educación tales
como los costes, la política, el inmenso poder que tienen los inte-
reses personales de los burócratas de la educación o la falta de in-
vestigaciones científicas sobre nuevas formas de aprendizaje. Estas
personas no dicen « no puedo imaginarme qué es lo que usted pre-
tende», porque ellos también han sentido el deseo de algo diferente.
Individualmente muchos anhelantes -desde padres a profeso-
res y administradores- hallan maneras de sortear la escuela, en par-
ticular cuando sienten que los problemas de la escuela afectan di-
rectamente a sus ambiciones puestas en los hijos. Algunos padres
dejan a sus hijos en casa: en los Estados Unidos hay varios cientos
de miles de profesores particulares. Otros se afanan por buscar es-
cuelas alternativas e incluso aúnan sus esfuerzos para crear escue-
las capaces de ofrecer dichas alternativas.
Un grupo importante de anhelantes opera como una especie
de quinta columna dentro de la misma escuela: un buen núme-
ro de profesores se las arregla para crear, dentro de los límites de
sus clases, oasis de aprendizaje completamente reñidos con la filo-
sofía educativa a la que se adhieren sus administradores; en algu-
nos distritos escolares, quizá aquellos en los que los anhelantes se
han introducido en la administración, se ha concedido un espacio
a los anhelantes, permitiendo el establecimiento de programas al-
ternativos en la escuela y dando entrada a metodologías y progra-
mas docentes que se desvían de lo establecido por las normas edu-
cativas locales.
Sin embargo, a pesar de estas múltiples manifestaciones de de-
seo de algo diferente, el poder educativo, incluida la mayor parte
de su comunidad investigadora, permanece en gran medida ligado
a una filosofía educativa propia de finales del siglo diecinueve y
principios del veinte; hasta ahora ninguno de los que desafían es-
tas sacrosantas tradiciones ha sido capaz de minar la rigidez con
que este poder controla la manera en que se enseña a los niños.
Nuestros maestrosdel pasado, que nada vieron en el aula mo-
derna que fueran incapaces de reconocer, se habrían llevado una
sorpresa mayúscula de haber acompañado a sus casas a algunos de
sus alumnos. Allí habrían visto que, con un afán y un entusiasmo
que la escuela pocas veces es capaz de generar, muchos de esos es-
tudiantes ponen gran interés en aprender las reglas y las estrategias
de algo que, a primera vista, parece exigir un esfuerzo mucho ma-
yor que los deberes. Los estudiantes llamarían videojuego a esta
nueva materia y definirían su actividad como jugar.
Aunque en un principio sería la tecnología lo que llamaría la
atención de nuestros visitantes, con el tiempo, y dada su condi-
ción de profesores, se sentirían profundamente impresionados por
el enorme esfuerzo intelectual que esta actividad representaba para
los niños y por la cantidad de cosas que éstos estaban aprendien-
do. El más abierto y honesto de nuestros maestros viajeros en el
tiempo no tendría más remedio que reconocer que nunca antes
había visto a nadie aprender tanto en un espacio tan reducido y
en tan poco tiempo.
La escuela insistirá en hacer que los padres -que realmente no
saben cómo interpretar el romance que mantienen sus hijos con
los videojuegos- crean que a los niños les encantan y que odian los
deberes, porque los primeros son fáciles y los segundos difíciles.
En realidad, lo que suele ser cierto es lo contrario. Cualquier adul-
to que piense que estos juegos son fáciles debería sentarse e intentar
dominar con maestría uno de ellos. La mayoría son muy difíciles
y requieren el dominio de información y técnicas muy complejas,
donde a menudo el control de la información implica un mayor
rado de dificultad y lleva mucho más tiempo que el dominio de
las técnicas.
Si este argumento no convence a los padres de que los juegos
son al o serio, estoy seguro de que el segundo argumento que pre-
sentareg sí les convencen: los videojuegos son juguetes, juguetes elec-
trónicos, sin duda, pero juguetes al fin y al cabo, y a los niños les
gustan más los juguetes que los deberes. Por definición, el juego
es un entretenimiento, los deberes no. Hay una cosa, sin embargo,
que no perciben los padres: que los videojuegos, al ser el primer
ejemplo de tecnología informática aplicada a la fabricación de ju-
guetes, han sido también la vía principal de entrada de los niños
en el mundo de los ordenadores. Estos juguetes obligan a los ni-
ños a evaluar ideas a fin de trabajar con un sistema de reglas y es-
tructuras preestablecidas de una manera que muy pocos juguetes
lo hacen y, de este modo, han mostrado su capacidad para enseñar
a los estudiantes, de un modo que los adultos deberían envidiar,
cuáles son las posibilidades y las desventajas de un sistema totai-
mente nuevo.
Los videojuegos enseñan a los niños lo que los ordenadores em-
piezan a enseñar a los adultos: que algunas formas de aprendizaje
son rápidas, muy atractivas y provechosas. El hecho de que éstas
supongan una cierta inversión de tiempo y exijan la puesta en prác-
tica de nuevas maneras de pensar no es más que un pequeño obs-
táculo (quizá incluso una ventaja) que se salvará en el futuro. N o
debe sorprendernos que, por el contrario, a muchos jóvenes la es-
cuela les parezca lenta, aburrida y realmente anticuada.
La introducción de los ordenadores no es el primer reto con
el que se han enfrentado los valores educativos. Por ejemplo, John
Dewey inició su campaña en favor de un estilo de aprendizaje más
activo y autónomo en las escuelas hace cien años, y desde enton-
ces numerosos reformadores más o menos radicales han luchado
por cambiar la escuela. Por aquel entonces, Dewey acometió su
formidable tarea armado con poco más que unas fuertes convic-
ciones filosóficas sobre el desarrollo de los niños, ya que en aque-
llos tiempos no existía un movimiento social tan fuerte que recla-
mara un cambio en las escuelas. Sin duda, en tiempos de Dewey
no había un sentimiento de insatisfacción para con la escuela tan
fuerte como el actual, que en ocasiones parece dispuesto a aceptar
el desmantelamiento del sistema público de educación antes que
seguir soportando el actual estado de cosas. Dewey sigue siendo
un héroe para quienes defienden una concepción moderna del niño
como persona con derecho a una autonomía intelectual, y para
los cuales es evidente que tratar a un niño con respeto y aliento
en lugar de amenazarlo con el rechazo y el castigo es la mejor ma-
nera de conseguir que éste se adapte a cualquier sistema educativo.
N o obstante, y pese a que la influencia de Dewey ha sido decisiva
en la erradicación de los más crueles impedimentos para un desa-
rrollo saludable del niño, ésta ha quedado, por otro lado, al mar-
gen de una cuestión que merece una seria reflexión: al intentar en-
señar a los niños lo que los adultos quieren que aprendan, ¿utiliza
la escuela los métodos a los que naturalmente acuden los humanos
cuando aprenden en situaciones no relacionadas con la escuela?
El fracaso de los reformadores del pasado en su lucha por una
mejora del aprendizaje ha permitido a los que ejercen el poder edu-
cativo esgrimir el argumento de que cualquier propuesta que pue-
da surgir en el futuro tampoco será capaz de introducir cambios
radicales. Muchos creen que el mejor argumento en contra de un
megacambio es que si éste se ha considerado necesario desde hace
tanto tiempo, ¿por qué nunca han arraigado los intentos anterio-
res de llevarlo a cabo? Es posible, sin embargo, que el poder se lle-
ve una gran sorpresa. Este libro ha nacido y se ha desarrollado en
la creencia de que ese sólido sentimiento de insatisfacción en el
seno de la sociedad está imposibilitando en gran medida la recons-
trucción de la educación, tal como hoy la conocemos, con sólo
poner algunos remiendos aquí y allá. De todos estos sentimientos
de insatisfacción, el de los niños no es el menos importante. Es
posible que en el pasado a los niños no les gustara la escuela, pero
se les convencía de que ésta era el pasaporte para el éxito en la vida.
Actualmente, en la medida en que éstos rechazan la escuela como
algo alejado de la vida contemporánea, esta insatisfacción convier-
te a los niños en agentes creadores de una presión en favor del cam-
bio. Como cualquier otra estructura social, la escuela debe ser acep -
tada por los individuos que participan de ella, y está destinada a
sucumbir a partir del momento en que ya no se pueda convencer
a los niños de que le concedan un cierto grado de legitimidad.
Con un poder de persuación mucho mayor que la filosofía de
un pensador tan radical como Dewey, el ordenador, en cualquiera
de sus muchas manifestaciones, ofrece a los anhelantes nuevas opor-
tunidades para elaborar alternativas reales. La única pregunta que
queda por responder es si tales alternativas serán creadas democrá-
ticamente. ¿Será la educación pública quien abra el camino o, como
en la mayoría de los casos, el cambio favorecerá primero a los ni-
ños de clases más acomodadas y luego, lentamente y con mucho
esfuerzo, alcanzará al resto de nuestros hijos?¿Seguirá la escuela
imponiendo a todo el mundo una sola manera de alcanzar el saber
o, por el contrario , se adaptará a un pluralismo epistemológico?
Dado que mi compromiso es democrático, gran parte de este libro
se dedicará a examinar ejemplos de lo que los anhelantes han he-
cho en las pocas oportunidades de que han gozado para promo-
cionar el cambio en las escuelas primarias públicas. La mayoría
de los ejemplos que utilizo se sitúan en la modesta escala que nos
proporciona la realidad de hoy; se ofrecen no como imágenes del
futuro, sino más bien como una indicación del rico potencial de
lo que este futuro puede contener. La siguiente historia, en parte
real y en parte fantasía, me permitirá mostrar adónde quiero lle-
gar con este libro.
La parte real se centra en un encuentro que tuve con una niña
de cuatro años. Jennifer se enteró de que yo había crecido en Áfri
ca y me preguntó si sabía cómo duermen las jirafas. Quería saber
dónde ponen la cabeza cuando descansan, atienen un cuello tan
largo», me dijo. Le contesté con toda sinceridad que no lo sabía
y le pregunté qué pensaba ella. Me expuso el problema haciendo
el gesto de acomodar la cabeza sobre sus brazos cruzados: « Mipe-
rrita se acurruca y esconde la cabeza cuando duerme y yo tam-
bién lo hago, pero ¡la cabeza de las jirafas está tan lejos!». Seguí
hablando con otros niños que se nos habían unido durante la con-
versación y recogí un número notable de buenas teorías. Uno su-
girió que las jirafas duermen de pie acomo los caballos », lo cual
animó aún más la discusión, ue siempre volvía al problema de
dónde pone la cabeza el anima?. A nadie se le ocurrio que la cabe-
za pudiera permanecer en alto. Alguien dijo que puede apoyarla
sobre el suelo si se tumba sobre un costado. Jennifer, que ahora
sostenía la idea de que duermen de pie, mostró una gran satisfac-
ción cuando halló una explicación: «La jirafa busca un árbol con
una rama para el cuello*. Le pregunté qué pasaría si no hubiera
árboles; me miró con desdén y me explicó que claro que hay ár-
boles, las jirafas se comen las hojas altas de los árboles, por: eso
tienen un cuello tan largo.
En esta conversación vemos las dos caras de la vida intelectual
de los niños de esta edad: la coexistencia de una notable capacidad
para elaborar explicaciones con el desamparo de una casi total de-
pendencia de los adultos que les proporcionen la información ne-
cesaria para contrastar sus teorías o para devolverles el contacto
con la realidad. Jennifer se halla en un estado de transición; los
niños más pequeños siguen aún absortos por el mundo más próxi-
mo a ellos y, más adelante, a menos que su espíritu explorador se
haya extinguido, como ocurre con demasiada frecuencia, serán ca-
paces de explorar un mundo que va más allá de los sentidos.
De vuelta a casa aquella tarde, todavía estimulado por mi char-
la con los niños, me enfrasqué en el estudio de la vida de las jirafas
con una intensidad y, quizá, una inmediatez propias de la relación
de Jennifer con su perrita. Es verdad que no tengo una jirafa por
mascota.. pero sí poseo una buena biblioteca de libros aue. en bue-
na parte, pronto Se vieron esparcidos por mi estudio a medida que
avanzaba, con pequeñas desviaciones del asunto principal, en mi
búsqueda de información sobre los hábitos que muestran las jira-
fas para dormir. Fui capaz de explorar este mundo porque los li-
bros me proporcionaron la inmediatez necesaria.
Hasta hace poco, habría sido bastante tonto preguntarse por
qué esta inmediatez no es accesible para Jennifer. Los niños de su
edad no saben leer y, si saben, no son capaces de realizar una bús-
queda como la que yo llevé a cabo. Sin embargo, esta respuesta ya
no es tan convincente, pues hoy no existe ningún obstáculo técni-
co que nos impida construir una máquina -llamémosla Máquina
del Saber- capaz de poner en manos de Jennifer el poder de saber
lo que otros saben. Han pasado veinte años desde que mi colega
en el MIT Nicholas Negroponte construyó una máquina que per-
mitía la exploración indirecta, mediante un ordenador, de la pe-
queña ciudad de Aspen en Colorado. Ejemplos parecidos, aunque
algo más primitivos,van apareciendo poco a poco en el mercado
con nombres tales como «vídeo interactivo» o libro electrónico,
«libro-e» o «CDI» o, en versiones algo más elaboradas, «realidad
virtual».
Lo que distingue a todas estas tentativas de una verdadera má-
quina del saber ya no es la ausencia de una tecnología adecuada
de almacenaje y acceso de la información, sino la magnitud del
esfuerzo necesario para recoger todo ese conocimiento. Sin embargo,
las buenas perspectivas que tendría en el mercado una máquina
del saber hacen que su aparición en el futuro sea inevitable.
Un sistema como éste permitiría a una Jennifer del futuro ex-
plorar un mundo mucho más rico que el que mis libros impresos
me ofrecían. Utilizando el habla, el tacto o gestos, podría dirigir
la máquina hacia las materias de su interés, moviéndose rápidamente
por un espacio de conocimientos mucho más amplio que el con-
tenido de cualquier enciclopedia impresa. Tanto si está interesada
por las jirafas, las panteras o las moscas, como si verlas co-
mer, dormir, caminar, correr, saltar, luchar, dar a luz o copular,
será capaz de manejarse con los sonidos e imágenes que a ella le
parezcan relevantes para comprender lo que quiere comprender.
Pese a que mi argumentación no depende de ello, esta posibilidad
podrá algún día verse ampliada con la introducción de experien-
cias como el olor, el tacto y quizá también la sensación cinética
de estar con los animales.
La máquina del saber no es más que una pequeña muestra de
cómo los nuevos medios modificarán las relaciones de los niños
con el conocimiento. Aun así, la más superficial de las considera-
ciones sobre esta cuestión exige que se haga una concesión elemental
pero importante: para los niños que crezcan con la oportunidad
de explorar las junglas, las ciudades, los océanos, los viejos mitos
y el espacio exterior, será mucho más difícil -más aún que para
los aficionados a los videojuegos- permanecer sentados en un aula,
atendiendo a algo parecido a lo que hoy son para nosotros los con-
tenidos escolares.
Una consideración menos superficial nos lleva a preguntarnos
lo siguiente: ¿De qué manera va a afectar la introducción de la má-
quina del saber a la primacía que le otorgamos a la lectura y la
escritura, o dicho de otra manera, a la fluidez con que los niños
hacen uso del lenguaje alfabético?
En la bibliografía sobre pedagogía siempre se ha observado una
notable tendencia a considerar la lectura como la vía principal de
acceso al conocimiento. Se dice que alguien que no sabe leer está
condenado a la ignorancia o, cuanto menos, a la dependencia de
esa reducida cantidad de información que puede transmitirse
oralmente.
Así pues, contemplamos el desarrollo educativo de los niños
como algo totalmente dependiente de un adecuado aprendizaje de
la lectura. La perspectiva de una máquina del saber, por el contra-
rio, sugiere que esta idea no es necesariamente cierta, lo cual po-
dría empezar a verse dentro de unos diez o veinte años. Con ello
no quiero decir que lleguemos a abandonar el lenguaje escrito; sim-
plemente estoy sugiriendo que es preciso pensar muy detenidamente
sobre la posición que éste ocupa, como requisito imprescindible
para que los estudiantes adquieran conocimientos útiles o, en todo
caso, sobre su estatus como primera herramienta a la que éstos tie-
nen acceso en el momento de iniciar sus estudios.
Tengo convicciones aún más firmes sobre otra cuestión plan-
teada por la máquina del saber y la primacía de la lectura en nues-
tra cultura en tanto que vía esencial hacia el conocimiento. Aprender
a leer y a escribir es parte importante de lo que le está ocurriendo
a Jennifer como estudiante de primero, pero no se halla necesaria-
mente en el centro de lo que se le está transmitiendo sobre el qué
y el cómo del aprendizaje. La transición de Jennifer es, de hecho,
episrémica; aunque no de un modo consciente, está pasando de la
preponderancia de un modo dominante de conocer a la preponde-
rancia de otro modo de conocer.
Cuando era un bebé, adquirió conocimientos por exploración.
Era ella quien se ocupaba de su propio aprendizaje. Aunque sus
padres interpusieran conocimientos en su camino, era ella quien
escogía qué iba a investigar, determinando por sí misma sobre qué
iba a pensar y cómo iba a hacerlo. Todo ello no significa que los
adultos intentaran, en mayor o menor grado, controlarla a ella y
a su aprendizaje. Sin embargo, está demostrado que los niños aún
no escolarizados almacenan en su memoria los conocimientos que
les proporcionan los adultos de manera muy distinta a como apren-
den a hacerlo más adelante, una vez han empezado a ir al colegio;
los metabolizan y asimilan junto con las demás experiencias di-
rectas que reciben del mundo.
Cuando Jennifer me preguntó sobre la jirafa, se hallaba en un
estadio en el cual surgen más preguntas de las que se pueden res-
ponder por la mera exploración directa del mundo más próximo.
Su actitud fue la que se le había enseñado a adoptar en estas cir-
cunstancias: pregunta a un adulto comprensivo que recompensará
con elogios tu curiosidad. Aunque la tendencia hacia este modo
de aprender -atendiendo a lo que se les dice, aceptando la autori-
dad- tiene sus raíces en la propia curiosidad de los estudiantes,
se verá reforzada en la escuela, en el curso de la experiencia edu-
cativa de la mayoría de los niños. El desarrollo final de Jennifer
dependerá de una serie de factores sociales, psicológicos y coyun-
turales; está claro, sin embargo, que está entrando en un perío-
do de transición que tendrá un profundo y, quizá, brutal y pe-
ligroso impacto sobre su desarrollo intelectual. En la jerga propia
de la escuela es habitual utilizar la palabra alfabetismo para refe-
rirse a la capacidad de leer y escribir. Sin embargo, los pensado-
res que intentan hacer análisis más profundos de lo que signi-
fica educar han escrito duras críticas en contra de la idea de que
el analfabetismo puede remediarse simplemente enseñando a los
niños la mecánica de decodificar signos sobre un papel en blanco;
hay que tener en cuenta muchos otros factores. Paulo Freire nos
exhorta a no separar nunca el «leer palabras» de «leer el mundo».
Ser una persona alfabetizada significa ser una persona capaz de
pensar de manera distinta, significa ver el mundo de otra manera, if
lo que nos hace pensar que hay muchos tipos diferentes de alfa-
betismo.
En este sentido, la elección de un nombre para este proceso está
íntimamente relacionada con la filosofía del conocimiento. Algu-
nos autores han propuesto recientemente sustituir alfabetismo por
el término maneras de conocer, algo con lo que en principio estoy
de acuerdo, pero echo de menos un término que me permita dis-
tinguir entre el sentido literal de alfabetismo y los muchos otros
sentidos, más complejos, que esta idea conlleva.
En mi desesperación, me he permitido la libertad de acuñar las
voces letradura y letrado para referirme a esa capacidad especial de
leer palabras construidas con letras del alfabeto? Fuera de este sen-
tido tan restringido quedan las oportunidades, ofrecidas en gran
parte por los nuevos medios simbolizados en la máquina del sa-
ber, que permitirán altos grados de alfabetización en los estudian-
tes independientemente de los progresos que hagan hacia la le-
tradura.
La necesidad de estas maniobras lingüísticas refleja el carácter
radical de la revolución en los medios que han originado los orde-
nadores. Sin temor a caer en la simplificación, podemos decir que
hasta el momento ha habido dos medios para la transmisión de
información e ideas y una sola gran transición histórica.
El habla ha sido durante la mayor parte de la historia humana
el único medio de transmisión de lo que se había aprendido con
anterioridad. Pinturas, señales de humo y gestos fueron comple-
mentos importantes del habla, aunque nunca amenazaron el mo-
nopolio del habla como elemento determinante de la información
que iban a compartir los miembros de una sociedad, transmitida
de grupo a grupo e, incluso, de generación en generación. La escri-
tura ha sido la desviación más significativa de esta tradición oral,
y poco importa si el auge de la escritura se remonta a los jeroglífi-
cos egipcios o a Gutemberg.
Directores de cine, pintores y todos los que utilízan los nuevos
medios en evolución pueden sentirse ofendidos por mi decisión
de considerar a los medios informatizados como el próximo avan-
ce significativo. Pienso que la historia de Jennifer expresa mucho
mejor que cualquier argumentación un importante aspecto de lo
que hace a los nuevos medios cualitativamente distintos; al ofre-
cernos una alternativa a la posición de vulnerabilidad en que se
encuentran los niños, pone de relieve que alfabetización y letradu-
ra son casi sinónimos. Los niños son vulnerables porque no tienen
acceso a una inmediatez más amplia para explorar y tienen muy

*Los términos acuñados en inglés por el autor son, respectivamente, «letteracy» y «letterate».
Pese a que respetamos el texto original al mantener la voz 'acuñar', los terminos 'letradura' y
'letrado' son voces castellanas arcaicas cuyo significado es aproximadamente el pretendido
por el autor. [N. del T.]
pocas fuentes a las cuales acudir con sus preguntas; y son doble-
mente vulnerables porque esta situación consolida el mal tradicio-
nal de la escuela de imponer la letradura, con toda la rigidez que
ello comporta.
Al ser una tecnología tan reciente, no debe sorprendernos que
no hayamos desarrollado un lenguaje universalmente aceptado para
hablar sobre ella. Lo cual no significa, sin embargo, que no deba-
mos ser conscientes de la revolución que se está produciendo, ni
que debamos hacer todo lo posible para guiar su desarrollo, pues,
en lo tocante a la reforma de la educación elemental, el movimien-
to desde la letradura a la adquisición de conocimientos basada en
los medios de comunicación puede ser más importante todavía que
el movimiento de una cultura preletrada a una cultura letrada.
Es importante recordar que la revolución de la letradura (es de-
cir, la introducción de la escritura y la imprenta) jamás afectó di-
rectamente al modo en que los niños de uno, cuatro e incluso seis
años exploraban el mundo y aprendían sobre él. Es evidente que
las cuestiones principales sobre el futuro de la alfabetización y la
letradura van más allá de los objetivos de este libro; lo esencial aquí
es que la máquina del saber ofrece a los niños una transición de
la educación preescolar a la verdadera alfabetización que es más
personal, más cooperativa, más gradual y mucho menos precaria
que la abrupta transición a que sometemos a los niños cuando pa-
san del aprendizaje a través de la experiencia directa a la utiliza-
ción de la palabra impresa como fuente de información importante.
¿Cómo es posible entonces que haya quien no sea capaz, como
hacen los instructores, de tomarse en serio algo que puede tener
tan importantes repercusiones sobre el proceso educativo? ¿Sim
ple testarudez? ¿Un terco rechazo a abandonar las viejas maneras?
Tales factores siempre aparecen en cualquier situación de desafío
a procedimientos avalados por una larga tradición. El caso de la
educación adolece de un mal adicional: la mayoría de los instruc-
tores honestos se mantienen anclados en la idea de que la escolari-
zación es la única manera de hacer las cosas porque nunca han vis-
to ni imaginado alternativas convincentes para impartir cierto tipo
de conocimientos.
Incluso el más tenaz de los instructores convendrá en que parte
del aprendizaje fundamental se lleva a cabo con éxito en condicio-
nes muy diferentes de las que proporciona la escuela: los bebés
aprenden a hablar sin que se les impartan lecciones o se les haga
seguir un programa docente determinado; la gente desarrolla des-
trezas dedicándose a sus aficiones sin acudir a la ayuda de un pro-
fesor; la conducta social se aprende de manera muy distinta a la
de una clase en una aula. Un instructor estaría de acuerdo con que
una máauina del saber podría hacer más amplio el campo de apren-
dizaje y añadir, por ejemplo,las lejanas jirafasa la lista de animales
.
con los aue estamos más familiarizados., pero seguiríapreocupado
por el hecho de que, con la excepción de personas particularmente
te dotadas, nadie haya sido capaz de aprender geometría o álgebra
de otra manera que no sea a través de programas educativos bien
establecidos y puestos en práctica durante un cierto tiempo.
Estos escépticos no tienen ningún problema en imaginar, por
ejemplo, a un profesor ayudando a una clase a «descubrir por sí
misma» una fórmula matemática a través de «preguntas socráticas».
Sin embargo, no ven que haya una diferencia significativa entre esto
y una buena explicación de la fórmula. Yo no puedo más que estar
de acuerdo con ellos. Aunque siempre he deseado la aparición de
maneras de aprender en que los niños actuaran más como creado-
res que como consumidores de conocimientos, los métodos que
se han propuesto siempre me han parecido sólo ligeramente mejo-
res, cuando lo eran realmente, que los viejos métodos.
El punto de inflexión llegó para mí a principios de los años se-
senta, cuando los ordenadores alteraron los fundamentos de mi pro-
pio trabajo. Lo que más me impresionó fue que ciertos problemas
que eran abstractos y difíciles de comprender se hicieron concre-
tos y transparentes, y ciertos proyectos que me habían parecido in-
teresantes pero demasiado complejos a nivel de ejecución se hicie-
ron manejables. Al mismo tiempo, pude examinar por vez primera
la emoción y el poder de absorción que mantienen a las personas
sentadas ante su ordenador trabajando toda la noche. Me di cuen-
ta de que los niños podrían disfrutar de las mismas ventajas, un
pensamiento que cambió mi vida.
Así fue como me fijé el objetivo de luchar para crear un entor-
no en el cual todos los niños -cualquiera que fuese su cultura, gé-
nero y personalidad- pudieran aprender álgebra y geometría, or-
tografía e historia de una manera más parecida al aprendizaje
informal del niño no escolarizado o del niño excepcional que al
proceso educativo que se sigue en las escuelas. Expresado en tér-
minos del instructor escéptico, mi principal preocupación radica-
ba en saber si dos niños excepcionales» aprenden de modo dife-
rente porque son excepcionales o si, como yo sospechaba, son
excepcionales porque las circunstancias les han permitido apren-
der de manera diferente.
Puedo escuchar las voces de muchos instructores diciéndose a
sí mismos mientras leen estas líneas: «Sí, sí, ya hemos oído esto
antes. Es la vieja historia de la educación progresista. Ya se ha in-
tentado antes y nunca ha funcionado. Usted mismo ha ridiculiza-
do el método del descubrimiento para aprender álgebra,,.
Existe un aire de familia (y aceptaré otorgarle la calificación de
progresista) entre la visión del aprendizaje que estoy presentando
aquí y ciertos principios filosóficos que han aparecido expresados
de diversas formas en innovaciones con nombres tales como edu-
cación progresista, abierta, centrada en los niños, constructivista o
radical. Sin duda alguna comparto con este movimiento las críti-
cas a la escuela por asignar al niño el papel de receptor pasivo de
conocimientos. Paulo Freire ha expresado esta crítica de forma muy
impresionista, al comparar la escuela con un banco donde se de-
posita información en la mente del niño como se deposita dinero
en una cuenta de ahorro. Otros autores expresan el mismo pensa-
miento acusando a la escuela de tratar la mente del niño como una
«vasija que hay que llenar»o como el receptor al otro extremo de
una línea de transmisión.
Un aspecto del que discrepo con la educación progresista se hace
evidente tan pronto como pasamos de criticar la escuela a inventar
nuevos métodos. En mi opinión, casi todos los experimentos diri-
gidos a poner en práctica la educación progresista han sido decep-
cionantes, simplemente porque nunca han ido todo lo lejos que
había que ir, haciendo del estudiante el sujeto del proceso en vez
del objeto. En algunos casos esto fue así porque los experimenta-
dores eran demasiado tímidos; los experimentos fracasaron, del mis-
mo modo que habrían fracasado las pruebas de un tratamiento mé-
dico en el que los médicos encargados tuvieran miedo de suministrar
los medicamentos en las dosis efectivas.
En la mayoría de los casos, sin embargo, hay razones más pro-
fundas que la mera timidez. Dentro de la educación progresista
los primeros diseñadores de experimentos carecían de las herramien-
tas que les habrían permitido crear nuevos métodos de manera fia-
ble y sistemática. Con medios muy limitados a su disposición, se
vieron forzados a confiar demasiado en el talento individual de
ciertos profesores o en la correspondencia con un contexto social
específico. Como consecuencia, todo el éxito que hubieran podi-
do tener, rara vez podía generalizarse.
Otra parábolame permitirá recalcar este punto y ayudará a acla-
rar dónde percibo mi principal contribución a este viejo debate.
Mis hipotéticos instructores decían que la educación progresista
se puso en práctica y no funcionó. Convengo en que no ha fun-
cionado muy bien, pero de un modo parecido a como Leonardo
da Vinci fracasó en su intento de inventar un avión. Construir un
avión en los tiempos de Leonardo requería algo más que una ma-
nipulación creativa de todo cuanto se sabía sobre aeronáutica por
aquel entonces. Su fracaso en el intento de construir un avión que
funcionara no desmintió sus ideas sobre la viabilidad de las má-
quinas voladoras.
El avión de Leonardo tuvo que esperar ulteriores desarrollos,
que sólo podían producirse después de enormes cambios en la ma-
nera en que la sociedad maneja sus recursos. Los hermanos Wright
tuvieron éxito allí donde Leonardo sólo podía soñar, porque ya
había una infraestructura tecnológica capaz de proporcionar ma-
teriales, herramientas, motores y carburantes, al tiempo que una
cultura científica (cuyo desarrollo había sido paralelo al de la in-
fraestructura) aportaba ideas inspiradas en las propiedades particu-
lares de estos nuevos recursos.
Los innovadores de la educación, incluso en el pasado más re-
ciente, se hallaban en una situación parecida a la de Leonardo. Po-
dían y, de hecho, llegaron a formular ideas audaces: por ejemplo,
la idea de John Dewey de que los niños aprenderían mejor si el
aprendizaje realmente formase arte de la experiencia de la vida;
o la idea de Freire de que apren erían mejor si fueran responsables
de su propio proceso de aprendizaje; o la de Jean Piaget de que
la inteligencia surge de un proceso evolutivo en el que toda una
serie de factores necesita un tiempo para hallar su equilibrio; o la
de Lev Vygotsky, para el cual la conversación juega un papel fun-
damental en el aprendizaje. Estas ideas siempre han resultado atrac-
tivas para los anhelantes, ya que destilan una actitud respetuosa para
con los niños y la filosofía social democrática.
Desgraciadamente, en la práctica nunca volarán. Cuando los edu-
cadores intentaron construir una escuela basada en estos principios
generales, fue como si Leonardo hubiera intentado constmir un
avión con un tronco de roble tirado por una mula. La mayoría
de los que intentaron seguir a estos grandes pensadores de la edu-
cación se vieron obligados a hacer tantas concesiones que la inten-
ción original se perdió. Por ejemplo, el «método del descubrimien-
ton podría ser un paso hacia el sueño de Dewey, pero es un paso
minúsculo, insuficiente para establecer la diferencia, ilustrada por
esa visión de niños libres aprendiendo a través de la experiencia
de la vida. Es una hipocresía pedir a los niños que se ocupen de
su propio aprendizaje y, al mismo tiempo, ordenarles que «descu-
brann algo que puede ser totalmente inútil para comprender lo que
les interesa o por lo que sienten curiosidad.
En tanto que modo de acceso al tipo de conocimiento que Jen-
nifer estaba buscando, la máquina seguirá siendo una metáfora su-
gerente durante un tiempo, ya que la cantidad de conocimiento
factual necesario para hacerla funcionar es enorme. Existen, sin
embargo, otras áreas del conocimiento en las que la transición epis-
témica es todavía más fuerte para muchos niños y en las que una
máquina que contribuiría a suavizar esta transición está mucho
más cerca. Este área son las matemáticas.
Si parece que la idea de una transición de formas orales a for-
mas letradas de conocer no es aplicable al campo de las matemáti-
cas, se debe en gran parte al hecho de que nuestra cultura tiende
a reservar el término matemáticas para ese tipo letrado de matemá-
tica que se enseña en la escuela junto, quizás, a la mínima base in-
tuitiva relacionada con él. Sin embargo, al reducir la base de cono-
cimientos que deberían servir como fundamento de las matemáticas
formales, le hemos cerrado el paso a un mejor aprendizaje. Cual-
quier niño, antes de la escolarización, acumula su propio conoci-
miento matemático sobre cantidades, espacios, la fiabilidad de ciertos
procesos de razonamiento, conocimientos en suma, que serán úti-
les más adelante en la clase de matemáticas. Jean Piaget se ha ocu-
pado de documentar la enorme cantidad de matemática «oral que
todo niño construye y retiene*
El principal problema para la enseñanza de las matemáticas se
centra en hallar maneras de provechar la amplia experiencia del
niño en matemática oral. Los ordenadores pueden hacerlo.
El uso más importante que hasta el momento se ha hecho de

* El lector interesado puede acudir a las siguientes traducciones castellanas de las obras de Paget:
Génesis del número en el niño (en colaboración con A.Szeminska), Guadalupe, Buenos Aires,1968;
La enseñanza de las matemáticas, Aguilar, Madrid, 1963; El desarrollo de las cantidades en el niño
(en colaboración con B. Inhelder), Nova Terra, Barcelona, 1971 [N. del T.]
los ordenadores para cambiar la estructura epistemológica del apren-
dizaje de los niños ha sido la construcción de micromundos en
los que los niños llevan a cabo actividades matemáticas, porque el
mundo en el que se les hace entrar requiere el desarrollo de deter-
minadas capacidades matemáticas. Al mismo tiempo, existe una
coincidencia formal entre estos mundos y el estilo oral del apren-
dizaje de los niños. El hecho de dar a los niños la oportunidad
de aprender y utilizar las matemáticas sin el recurso a un modo
formal de conocer facilita, en lugar de inhibir, el acceso futuro a
modos más formales, igual que la máquina del saber, en lugar de
impedir el acceso a la lectura, estimularía a los niños a leer.
Al decir esto, debo hacer hincapié en las diferencias existentes
entre las distintas tendencias en el uso de métodos concretos o cons-
tructivistas para la enseñanza de las matemáticas. La finalidad de
la máquina del saber quedaría totalmente desvirtuada si ésta se con-
cibiera como un mecanismo para enseñar a leer a los niños. Del
mismo modo, el objeto de desarrollar maneras no formales de co-
nocer en matemáticas se vería afectado si éstas fueran concebidas
como un marco para aprender los métodos formales o como un
cebo para conducir a los niños hacia la enseñanza formalizada. De-
ben ser valoradas por sí mismas y ser realmente útiles para el estu-
diante en sí mismas y por sí mismas. En los capítulos siguientes
veremos muchos más ejemplos de esta distinción.
Aquí quisiera ilustrar este punto con el diseño original que apa-
rece en la página siguiente, realizado (con unos colores magníficos
que, desgraciadamente, no podemos reproducir) por unos niños
de los primeros cursos de enseñanza media en una escuela de Nueva
York como parte de un estudio de los tejidos africanos. La geome-
tría no está ahí para aprenderla; está ahí para usarla. Sólo haré una
excepción: uno puede llegar a apasionarse hasta tal punto por la
geometría y su aprendizaje que su uso puede pasar a un segundo
plano.
Estas observaciones sobre la geometría formal y otros tipos de
geometría pueden resultar ofensivas para muchos anhelantes, así
como para la mayoría de los instructores, ya que parece que estoy
defendiendo que se satisfaga a ciertos niños con algún tipo de geo-
metría útil en vez de darles «lo bueno», lo que se puede interpre-
tar como si tuviera un trasfondo de elitismo. Lo que quiero decir,
y lo desarrollaré más ampliamente en el capítulo 9, es que hay mu-
cho espacio para reconsiderar qué conocimientos y qué maneras
FIGURA 1. Diseño de un tejido africano.
FIGUR A 2. Este dibujo también ha sido realizado por niños que utilizaban el lenguaje
Logo para programar los ordenadores en el aula.

de conocer deben ocupar un lugar privilegiado. Está claro que la


escuela no se ha ganado el derecho a decidir por nosotros. Los an-
helantes que buscan nuevas maneras de enseñar lo que la escuela
ha decidido que todo el mundo debe saber todavía no han ace ta
do plenamente la idea del megacambio. Espero que, después de eer-
este libro, hayan empezado a cuestionar no solo cómo se enseña
en la escuela, sino también qué se enseña.
Un ejemplo más claro de contenidos radicalmente distintos lo
tenemos en un proyecto en el que los niños inventan y construyen
criaturas artificiales, utilizando una versión de Lego mejorada para
poder incluir pequeños ordenadores capaces de captar información
a través de unos sensores y controlar así un pequeño motor. El
ordenador puede programarse en Logo para hacer que estas criatu-
ras se muevan de manera «intencionada». Por ejemplo, un niño de
ocho años construyó un modelo de «gata» con su «gatito». Am-
bos se movían errantes hasta que una luz en la cabeza del gatito
empezaba a parpadear; ante esta señal la gata empezaba a moverse
hacia el gatito. Otros niños construyeron serpientes y monstruos;
un equipo construyó un modelo de casa «inteligente. que se lim-
piaba sola.
La idea de programar este tipo de conductas puede parecer difí-
cil. Sin embargo, las últimas versiones de Logo (como, por ejem-
plo, Microworlds Logo) lo hacen tan fácil que la construcción tec-
nológica y los principios científicos que subyacen en ella se
convierten en medios tan naturales para la expresión de la fantasía
como el dibujo o el habla. Así, una de las fronteras que divide la
epistemología escolar se difumina: en la escuela tradicionalmente
las clases de arte o de escritura tenían espacio para la fantasía, pero
la ciencia trata con hechos; no es de extrañar que los niños la en-
cuentren fría. Una segunda frontera se difumina con la unión de
tecnología y biología. Construir animales artificiales no sustituye
al estudio de los animales reales, pero facilita la comprensión de
ciertas características que éstos poseen como, por ejemplo, el prin-
cipio de «retroalimentación», que permite a la gata de Lego en-
contrar a su gatito. Este caso es equiparable a cómo el principio
de sustentación subyace en el vuelo de los pájaros o los aviones,
aunque la repercusión social de ambos casos es muy diferente. Mien-
tras no tiene mucha importancia si la gente comprende o no la
sustentación, la retroalimentación es un concepto clave en todos
los sistemas. La incapacidad de pensar en el medio ambiente, en
la economía o en la propia familia como si fueran sistemas es algo
que tiene una importancia cabal.
El concepto de retroalimentación ilustra cuán artificial es el con-
finar la ciencia al tipo de conocimiento favorecido por la letradu-
ra. El gato de Lego nunca «sabe» con exactitud dónde se halla la
luz; todo lo que «sabe»,es si está más o menos a la izquierda o a
la derecha. El programa hace que el gato gire un poco en la direc-
ción apropiada y avance para volver a repetir el ciclo; girar uno
o diez grados cada vez funcionaría igual de bien. Así pues, lo que
el gato «sabe»está mucho más de acuerdo con el tipo de conoci-
miento cualitativo propio de un niño no letrado que con algo cuan-
titativo y más preciso. El que termine por encontrar el camino ha-
cia su exacto destino es una garantía para todo pensador cualitativo
y, muy especialmente, para los niños, ya que les permite aproxi-
marse a la ciencia a través de un campo en el que el pensamiento
científico está mucho más próximo a su propia manera de pensar.
La idea de que el conocimiento parcial y cualitativo puede ser
conocimiento válido es aplicable también a la discusión de si cons-
truir un modelo en Lego es relevante para el estudio científico de
la biología. Si rechazamos todo conocimiento inexacto, es lógico
que creamos que el único medio de que dispone un modelo para
explicar la naturaleza es simulándola con precisión. El modelo del
gato representa un tipo diferente de simulación, una «simulación
blanda»que proporciona una comprensión cualitativa de un siste-
ma complejo a través de un sistema simple con el que comparte
algún principio.
Los proyectos de gráficos por ordenador y de criaturas artifi-
ciales son una pequeña muestra de las direcciones en que puede
moverse la escuela en su camino hacia el megacambio. El resto de
este libro se estructura sobre tres aspectos relacionados con la po-
sibilidad de que la escuela realmente se mueva en esa dirección.
El primero y más práctico de los tres es una mirada hacia lo que
está ocurriendo en las escuelas. En el capítulo 3 me detengo en
la respuesta que la escuela, como institución, ha dado a estos indi-
cios de cambio que he anticipado aquí. El capítulo 4 trata de los
profesores y el 10 trata de las estrategias para el cambio. El segun-
do aspecto tiene que ver con la intención de desarrollar una mejor
percepción de la evolución de la tecnología y de las ideas y facto-
res culturales que han aparecido con ella. Esta cuestión se halla im-
plícita en todo el libro, pero se trata explícitamente y con detalle
en los capítulos 8 y 9. El tercer y último aspecto es el más contro-
vertido: creo que, si queremos tener nuevas formas de aprendizaje,
también necesitamos teorías muy distintas sobre el aprendizaje. Las
teorías desarrolladas en el seno de la psicología de la educación,
y dentro de la psicología académica en general, encajan con un tipo
concreto de aprendizaje, el de la escuela. Mientras esta manera de
entender el aprendizaje siga predominando, será muy difícil dar
un paso que nos separe del diseño tradicional de escuela.
En el próximo capítulo hago un primer esbozo de hacia dónde
podemos dirigir nuestra mirada para encontrar nuevas maneras de
pensar. En pocas palabras, la dirección es hacia nosotros mismos.
En el capítulo 5 propongo dar nombre a una nueva teoría del apren-
dizaje ue demostrará que la experiencia humana nos proporcio-
na una ase de conocimientos sobre el aprendizaje mucho mayor
que la que han acumulado todos esos académicos de bata blanca
en sus laboratorios.
Un pensamiento propio

Apenas guardo recuerdo alguno de un curso de psicología al


que asistí durante la carrera, aparte de una homilía sobre la objeti-
vidad que recibí el primer día de clase. Se nos advirtió por el he-
cho de que, seguramente, muchos de nosotros nos habíamos ma-
triculado animados por la concepción equivocada de que el curso
nos permitiría explorar determinados aspectos de la psicología de
nuestras propias vidas. Se aconsejó a los que habían acudido por
ese motivo que reconsideraran su decisión de seguir adelante. El
punto de partida para el estudio científico de la psicología era, se
nos dijo, la capacidad de distanciarse del objeto de estudio. Debe-
ríamos trabajar duro para aprender a mantener las intuiciones so-
bre nuestras propias experiencias al margen de nuestro pensamiento
sobre los aspectos psicológicos que estábamos estudiando.
N o cabe duda de que, en cualquier disciplina, es necesario es-
forzarse para mantener una distancia del objeto de estudio. Sin em-
bargo, una de las carencias más sigificativas en el estudio de la
educación se debe precisamente al fenómeno contrario: hay dema-
siado distanciamiento.
Los anhelantes han protestado incansablemente por la manera
en que los contenidos escolares distancian el conocimiento del es-
tudiante en tanto que individuo. Además, la búsqueda de una ciencia
de la educación ha generado maneras de pensar sobre la enseñanza
que excluyen al maestro como persona, y maneras de pensar sobre
la ciencia de la educación que excluyen al investigador como per-
sona. Mi primera acción de protesta es, pues, la de basar mi propio
trabajo sobre la innovación educativa en mi experiencia personal.
Muy pronto empecé a sentir la necesidad de criticar la escuela
y anhelar algo diferente. Ya en la escuela elemental, percibí con
bastante claridad que lo mejor de mi trabajo intelectual se llevaba
a cabo fuera del aula. Sólo dos profesores que me encantaban, y
un grupo de amigos que me acompañaban en aquellas actividades
que para mí tenían más valor, consiguieron mitigar mi resentimiento
hacia la escuela. La más importante de estas actividades fue la edi-
ción de un periódico, producido con una versión de los años treinta
de lo que hoy llamamos sistema de autoedición. Mi impresora era
un bloque de gelatina casera al cual se podía transferir la tinta des-
de una hoja de papel satinado y, de ahí, a hojas de papel absorben-
te. Ese periódico fue muy importante para mí por muchos moti-
vos. Sobre todo, porque me permitió desarrollar un sentimiento
de identidad. Los adultos siempre se preguntaban los unos a los
otros «¿y tú a qué te dedicas?» y yo podía pensar en lo que yo «ha-
cía, como algo más personal y característico que « ir a la escuela».
Además, el periódico estaba relacionado con diversas áreas del
desarrollo intelectual y social que supondrían una influencia im-
portante en mis años de instituto y más adelante. Me fui creando
una personalidad y desarrollé una cierta habilidad como químico.
Mi sistema de impresión se basó inicialmente en un artículo de
la Children's Encyclopedia (Enciclopedia de los niños)de Arthur Mee,
pero evolucionó con el tiempo y después de muchos experimen-
tos. Me inicié como escritor y tuve que cargar con responsabilida-
des financieras y directivas, que no por ser de poca envergadura
dejaban de ser reales. Finalmente, y quizá lo más importante por
el impacto que causó posteriormente en mi vida, el periódico me
condujo paulatinamente por el camino del activismo político en
la cargada atmósfera del Johanesburgo de aquellos tiempos, ciudad
en la que viví desde los siete años hasta casi los veinticinco.
Los hechos particulares de mi historia son únicos para mí como
individuo; los principios generales que ésta ilustra no lo son. Gra-
cias a la lectura de biografías y tras consultar con las amistades,
me he convencido de que todo estudiante que triunfa halla el modo
de desarrollar un sentimiento de identidad intelectual a lo largo
de sus primeros años. Un ejemplo fascinante es el de Jean Piaget.
El caso tiene un punto de ironia, ya que este hombre, a menudo
citado como la autoridad sobre lo que los niños deben o no deben
hacer mientras no han alcanzado el estadio apropiado en su desa-
rrollo, publicó su primer artículo científico a la edad de once años.
?Qué conclusiones debemos sacar de este hecho? Los devotos de
Piaget suelen interpretarlo como un temprano signo de su genio.
De hecho, el artículo, que informa del avistamiento de una rara
especie de pájaro en las montañas suizas, no contiene ningún pa-
trón lógico que resulte sorprendente en cualquier niño de once años.
Me inclino a pensar que la publicación del artículo es más una causa
que una consecuencia de las excepcionales cualidades intelectuales
de Piaget, aunque no cabe duda de que (en lo que él hubiera deno-
minado un sentido dialéctico), es ambas cosas a la vez.
El artículo de Piaget no se produjo como consecuencia de al-
guna cualidad de su mente. El mismo lo explica como un simple
acto deliberado. Quería que se le permitiera utilizar la biblioteca
del instituto de su ciudad, y escribió y publicó el artículo a fin
de que el bibliotecario le tomara en serio y le concediera el permi-
so para hacerlo. Lo que me parece más impresionante de esta his-
toria no es tanto que un niño de once años escribiese un artículo
sobre un pájaro, como que este mismo niño se tomara a sí mismo
lo bastante en serio como para concebir y llevar a cabo esa estrate-
gia para tratar con el bibliotecario. En ella veo al joven Jean prepa-
rándose para ser Piaget. Su práctica consistió en ocuparse de su pro-
pio desarrollo, algo que es necesario no sólo para los que aspiran
a convertirse en mentes influyentes, sino también para todos los
ciudadanos de una sociedad en la que los individuos deben definir
y redefinir su papel a lo largo de toda una vida.
En claro contraste con la imagen del Piaget niño construyendo
al Piaget adulto, la escuela posee una tendencia inherente a infan-
tilizar a los niños, poniéndoles en la situación de hacer lo que se
les dice, de realizar las tareas planeadas por otra persona, que, ade-
más, carecen de valor intrínseco; las tareas escolares se llevan a cabo
porque el que ha diseñado los contenidos decidió que su realiza-
ción formará al individuo de la manera deseable. Encuentro todo
esto ofensivo, en parte porque recuerdo cuánto me resistí siendo
niño a verme en este tipo de situaciones, pero principalmente por-
que estoy convencido de que el mejor aprendizaje se produce cuan-
do el que aprende es el responsable, como hizo el joven Piaget.
Ésa es la razón por la cual me mantengo alerta en busca de inicia-
tivas capaces de facilitar que el fin de la escuela como lugar de apren-
dizaje coexista con una cultura de la responsabilidad personal.
Todo esto no debe confundirse con esa idea tan en boga de que
lo que los niños aprenden tiene que hacerse « relevante » -así, maes-
tro, no te limites a hacerles sumar números, haz como si estuvie-
ras comprando en el supermercado-. A los niños no se les puede
embaucar tan fácilmente. Si se percatan de que se les está haciendo
jugar a un juego tonto, nunca se animarán a tomarse en serio a
sí mismos. Un poco mejor me parece lo que vi en la Lamplighter
School de Dallas, donde los estudiantes de cuarto tenían una res-
ponsabilidad real llevando por sí mismos un negocio de venta de
huevos. Compraban el pienso, limpiaban los gallineros, recogían
y vendían los huevos y, al final del año, se quedaban con los bene-
ficios, si los había. Si había pérdidas, debían explicar el porqué du-
rante la clase siguiente. Pero incluso así, queda muy poco espacio
para la toma real de iniciativas y el sentimiento de estar haciendo
algo importante es mínimo.
Este segundo aspecto se ve mucho mejor en el proyecto «Kid-
net», en el que colaboraban la National Geographic Society y Ro-
bert Tinker, responsable de haber desarrollado algunas de las apli-
caciones más interesantes para el aprendizaje de las ciencias con
ordenadores. En el proyecto intervienen estudiantes de enseñanza
media para recopilar datos sobre la lluvia ácida. Cada escuela en-
vía sus datos a través de una red electrónica a un ordenador central
que los recoge y los vuelve a enviar a cada centro, donde son anali-
zados y discutidos en el contexto global del problema. El proyecto
apunta hacia la imagen de millones de niños en todo el mundo
ocupados en un trabajo que constituye una contribución real al
estudio científico de un problema acuciante en nuestra sociedad.
En principio, un millón de niños podría recoger más datos que
cualquier equipo de científicos profesionales económicamente ren-
table y socialmente posible.
Esto es infinitamente meior .
, aue el ritual escolar de rellenar fi-
chas y realizar experimentos de demostración, aunque sea sólo por-
aue los estudiantes se sienten involucrados en una actividad signi-
ficativa e importante para la sociedad, por la que sienten verdadero
interés. Sin embargo, lo que más me gusta de todo es esa oportuni-
dad que ofrece a los estudiantes de romper con el marco que los
envuelve para dedicarse a actividades más autónomas. Una mane-
ra típica en que los estudiantes llevan a cabo esta ruptura es la de
aplicar la experiencia adquirida con el proyecto en organizar cam-
pañas locales en favor de la defensa del medio ambiente. Otro ejem-
plo que me agrada especialmente es el de un estudiante que elabo-
ró un plan para ahorrar trabajo a los niños automatizando el proceso
de recolección de datos. Así, explicó, podremos dedicar más tiem-
po al trabajo por el medio ambiente, que es más importante. Este
estudiante no pudo finalmente llevar a cabo su plan con los me-
dios de que disponía en la escuela, pero estuvo cerca. Dentro de
pocos años, este ti o de proyectos utilizarán un hardware y un soft-
ware lo bastante flexibles como para que el plan de nuestro estu-
diante pueda ser implementado en toda su extenxión.
Un ejemplo diferente en el que los ordenadores conceden a los
niños la oportunidad de desarrollar el sentimiento de que están
haciendo un trabajo serio lo encontramos en dos chicos de quinto
grado, cada uno con intereses distintos, uno en las ciencias y el otro
en la danza y la música. Estos dos chicos trabajaron juntos para
crear una «coreografía en pantalla» programando un ordenador que
situaron al fondo del aula. Lo que hicieron puede no ser relevante,
pero, en cualquier caso, tenía una gran significación para ambos
y así lo comprendió su profesor, que les animó a utilizar horas de
clase para su proyecto. Contemplándolos, inmediatamente me vino
a la cabeza el periódico en el que trabajé cuando era niño. Adiviné
que estaban empezando a desarrollarse como individuos intelec-
tualmente independientes y, cualquiera que los viera convendría
en que estaban aprendiendo lo que para su edad es una cantidad
poco común de matemáticas y de programación.
Lo dicho hasta ahora, que mezcla episodios de aprendizaje de
mi vida y de la de Piaget con episodios de aprendizaje de otros
niños en escuelas de hoy en día, representa una alternativa a la me-
todología favorecida por la escuela «científica», que constituye la
línea de pensamiento dominante en nuestros días. Los investiga-
dores, siguiendo el supuesto método científico de utilizar experi-
mentos controlados, solemnemente exponen a los niños a algún
tipo de «tratamiento» y, luego, buscan resultados mensurables. Con
ello no hacen sino contradecir la concepción más natural del
desarrollo de los seres humanos. Para mí es obvio que el periódico
jugó un papel fundamental en mi desarrollo intelectual, pero es-
toy seguro de que no habría sido capaz de detectarlo ningún exa-
men que comparara mi «actuación. al día siguiente de haber em-
pezado y tres meses más tarde. Los efectos más significativos sólo
se hicieron sentir mucho más tarde, en un período que, con toda
seguridad, debe medirse en años. Además, un experimento que pu-
siera a un centenar de niños en «la experiencia de editar un perió-
dico».aun en el caso de que durara varios años, seguiría sin poder
detectar algo como lo que a mí me ocurrió. El grado de compro-
miso era demasiado personal como para esperar que se produjese
colectivamente; me enamoré de la labor periodística (como me ena-
moré de las matemáticas y de otras áreas del conocimiento) por
motivos que son tan personales y, en cierto modo, tan difíciles de
expresar como los que determinan cualquier otro tipo de enamo-
ramiento.
El método de experimentación controlada, por el cual se eva-
lúa una idea después de ponerla en práctica, manteniendo fijas to-
das las demás variables y observando los resultados, puede ser el
modo adecuado de evaluar los efectos de un cambio pequeño. Sin
embargo, nada puede decirnos acerca de las ideas que podrían pro-
ducir cambios muy profundos. Uno no puede simplemente po-
ner en práctica sus ideas y ver si éstas dan lugar a cambios radica-
les: un sistema que haya sufrido un megacambio llegará a ser lo
que es sólo a través de una lenta evolución orgánica, así como en
armonía con la evolución social. Sus efectos se harán notar más
por la comprensión intuitiva de los que de él participan que por
el resultado de experimentos y mediciones.
El recurso fundamental para que este proceso se ponga en mar-
cha es precisamente aquello que niegan la psicología objetivista y
las disciplinas aspirantes a ser ciencias de la educación. Cada uno
de nosotros posee un cúmulo de conocimientos intuitivos, empá-
ticos y basados en el sentido común sobre el aprendizaje. Este tipo
de conocimiento entra en juego cuando reconocemos algo bueno
en alguna experiencia de aprendizaje sin conocer el resultado de
la misma. A mi modo de ver es obvio que cualquier buen profesor
utiliza este tipo de conocimiento en sus decisiones cotidianas so-
bre los estudiantes, aún más si cabe que los resultados de los exá-
menes o cualquier otra medida objetiva. Quizá uno de los princi-
pales problemas en la investigación sobre cuestiones educativas sea
hallar cómo movilizar y reforzar este conocimiento.
Un primer paso hacia lo segundo es ya el mero hecho de reco-
nocer su existencia. La negacion del conocimiento personal e in-
tuitivo ha tenido como consecuencia una profunda escisión en las
distintas concepciones de la educación. Esta escisión recuerda la
teoría según la cual cada uno de nosotros tiene en-realidad dos cere-
bros que piensan de maneras fundamentalmente distintas. Por analo
gía podríamos decir que, llegado el momento de pensar en el apren-
dizaje, casi todos poseemos un lado del cerebro para la escuela, que
piensa que ésta es la única manera natural de aprender, mientras
que el otro lado, más personal, sabe perfectamente que no es así.
Otra estrategia para reforzar ese lado más personal, y liberarlo
así del yugo escolar, sería desarrollar una metodología para refle-
xionar sobre situaciones en las que el aprendizaje se llevaa cabo
con éxito, especialmente en el caso de nuestras propias experien-
cias positivas. Un par de analogías con sendos episodios de la his-
toria de la aviación -un caso claro de megacambio- me permiti-
r á naclarar este punto.
Los que soñaron con construir máquinas voladoras siempre ob-
servaron los pájaros con el mismo espíritu con que yo quiero ob-
servar los casos de aprendizaje que han tenido éxito. Sin embargo,
no fue suficiente con limitarse a mirar y copiar. Muchos se equi-
vocaron al pensar que la esencia del vuelo de un pájaro estaba en
el batir de las alas. Incluso el gran Leonardo llegó a imaginar el
ornitóptero, una máquina que se asemejaba mucho a un pájaro y
que funcionaría batiendo unas alas parecidas a las de un pájaro.
Pero no era ése el modo de construir una máquina voladora. El
secreto, sin embargo, seguía estando en la observación del vuelo
de los pájaros. En mi analogía juega un papel importante John Wil-
kins, un obispo del siglo diecisiete, científico y fundador de la Ro-
yal Society. N o cabe duda de que Wilkins no fue el primero en
observar que los pájaros podían volar sin batir sus alas, pero fue
uno de los primeros en concederle importancia a lo que hasta en-
tonces no era más que una observación banal. Y estaba en lo cier-
to. La simplicidad de una gaviota planeando sin un movimiento
visible de su cuerpo se convirtió en el modelo que finalmente lle-
vó a la formulación del principio de sustentación, el concepto que
subyace en toda explicación del vuelo natural y en la construcción
de ingenios voladores. Debemos aprender a observar el aprendiza-
je que se produce con éxito a través del prisma de tales ideas.
El segundo episodio ocurrió como consecuencia indirecta del
primero. El año 1903 -año en el que el primer vuelo con motor
tuvo éxito- marca un punto de inflexión en la historia del trans-
porte. Sin embargo, no puede decirse que el éxito del avión cons-
truido por Wilbur y Orville Wright fuera tan rotundo, pues la du-
ración del mejor de los vuelos que realizó aquel día fue de cincuenta
y nueve segundos. Como alternativa real al coche de caballos era
ridículo. Sin embargo, mentes imaginativas supieron ver en ello
el nacimiento de una nueva industria que nos llevaría al jumbo jet
y a la lanzadora espacial. Cualquier reflexión sobre el futuro de
la educación requiere el mismo ejercicio de imaginación. Ese en-
foque predominante del «si no lo veo no lo creo», adoptado en
el momento de calibrar la efectividad de los ordenadores en el apren-
dizaje y basado en los logros alcanzados en las aulas de hoy, no
hace sino confirmar que el mañana siempre será prisionero del ayer.
La verdad es que, además, esa situación es para el sistema educati-
vo todavía peor de lo que sería juzgar la efectividad de los aviones
por un vuelo de cincuenta y nueve segundos. Se parece más a aco-
plar un motor a reacción a un carro para ver si ayuda a los caba-
llos. Lo más probable es que los caballos se asustasen y que las vi-
braciones hicieran trizas el carro, lo que sería «una prueba
fehaciente* de que la tecnología de los motores a reacción es nega-
tiva para el progreso de los sistemas de transporte.
Tengo en mis archivos una buena colección de trabajos cientí-
ficos en los que se detallan experimentos que intentan medir «el
efecto de los ordenadores en el aprendizaje». Es como medir la ca-
pacidad de vuelo de la máquina de los Wright a fin de determinar
« el efecto del vuelo sobre el transporte». La trascendencia del inge-
nio volador sólo pudo ser apreciada tras un duro e imaginativo
trabajo en aras de una mejor comprensión de aquellos principios
que, como el de «sustentación», eran la base del diseño. Con el pro-
pósito de hallar los principios correspondientes en el campo del
aprendizaje debemos observarnos a nosotros mismos tanto como
a los ordenadores: principios como «asumir», «identidad intelec-
tual» «enamorarse» (en el sentido con que lo he utilizado al ha-
blar mi periódico) han llegado a tener un lugar en mi pensa-
miento como consecuencia directa de esa observación de mí mismo
cuando sentía que estaba volando intelectualmente. En los episo-
dios que relato en lo que queda de capítulo se destacan algunos
principios más.
A medida que iba creciendo aprender se convirtió en un pasa-
tiempo para mí. Es cieno que cualquier afición implica un apren-
dizaje, pero la mayoría de las personas está más interesada en lo
que aprende que en cómo lo aprende. De hecho, la mayoría aprende
sin pensar en el aprendizaje. Por lo que a mí respecta, a menudo
me voy al extremo opuesto. He aprendido a hacer juegos de ma-
nos, a pilotar un avion y a cocinar, no sólo porque me apetecía
saber hacer todas estas cosas, sino también porque quería saber
cómo sería aprenderlas. Aunque, a la postre, he llegado a apreciar
todas estas aficiones en sí mismas, parte de mi afición por ellas se
centra también en la observación de mi aprendizaje y en elaborar
teorías sobre cómo lo hago. Un buen ejemplo de este proceso es
cómo aprendí a hacer croissants.
Cuando finalmente conseguí hacer bien los croissants después
de muchos, muchos fracasos, me permití unos momentos de eufo-
ria, pero enseguida empecé a preocuparme por lo que había pasa-
do. Un día era incapaz de hacerlo y al día siguiente ya sabía. ¿Qué
había cambiado? Para reconstruir el momento de transición, in-
tenté reproducir ese estado de nincapacidadn en el que me encon-
traba el día anterior. En un primer momento me fijé en factores
externos tales como las proporciones de los ingredientes, el tiem-
po que la masa debía reposar para que leudara, así como la tempe-
ratura de la masa, la superficie de trabajo y el horno. Sin embargo,
parecía que la variación de estos factores no era la explicación de
la irregularidad de mis resultados anteriores.
Cuando finalmente reviví el momento clave, había aprendido
algo más que a hacer croissants. La diferencia entre el antes y el
después residía en el grado de humedad y blandura de la mante-
quilla, que se percibía al estrujar la masa pastelera y al utilizar mi
pesado rodillo de cocina. Al principio, intentar capturar delibera-
damente este sentimiento era como la princesa y el guisante del
cuento. Lo intenté muchas veces. Sólo cuando ya había decidido
que ya tenía bastante y que lo dejaba por aquel día, se produjo el
descubrimiento. Sobre la tabla de cocina quedaba un paquetito de
mantequilla envuelto en masa. Sin saber qué hacer con él, jugue-
teé con el rodillo y lo aplané, relajado, sin querer hacer nada en
concreto y, de repente, percibí una consistencia distinta de la masa.
Después de percibirla, supe «por mis dedos» cómo se hacía un crois-
sant y, ahora, cuando lo vuelvo a intentar después de un intervalo
de unos cuantos años, sólo tras la primera tentativa recupero aque-
llahabilidad perdida, de modo que si tuviera que pasar un examen
siempre me suspenderían, porque necesito estropear el primer trozo
de masa hasta volver a cogerle el tranquillo al segundo intento.
Cuando refiero estas experiencias ante una audiencia de educa-
dores siempre espero que alguien se moleste por mi historia de los
croissants y me diga: «¿Qué tiene esto que ver con la gramática,
las matemáticas o la correspondencia comercial?Es natural que en
la cocina uno deba aprender a percibir la relación entre el cuerpo
y la materia, pero las matemáticas no tienen nada que ver con la
relación entre el cuerpo y los números». Me gusta esta reacción
porque descubre algo oculto en la cultura y me permite afrontarlo.
Hace algunos años, mi réplica hubiera sido: «Usted piensa que
la matemática nada tiene que ver con el cuerpo, porque no es un
matemático; si lo fuera, usted sabría que las matemáticas están lle-
nas de instintos y de todo tipo de sensaciones cinéticas». Hoy di-
ría precisamente lo contrario: «Es muy posible que el motivo por
el cual usted no es un matemático sea que usted piensa que las ma-
temáticas no tienen nada que ver con el cuerpo; ha mantenido su
cuerpo al margen de ellas porque se supone que son abstractas o,
quizá, porque su profesor le riñó por contar con los dedos cuando
sumaban. Esta idea no es sólo metafísica. Me he inspirado en ella
para utilizar los ordenadores como medio capaz de permitir a los
niños que devuelvan sus cuerpos a las matemáticas.
Mi ejemplo favorito es un invento llamado «la tortuga». La mejor
manera de imaginárselo es como un instrumento de dibujo cuyo
funcionamiento es muy simple, como queda claro con el siguien-
te ejemplo. Imaginemos que nos hallamos ante la pantalla de un
ordenador, en la que aparece una pequeha tortuga que se mueve
cuando tecleamos comandos en un lenguaje denominado «el ha-
bla de las tortugas»; la tortuga va trazando una Iínea a medida que
se desplaza. El comando «Forward 50». hace que la tortuga se mue-
va en línea recta una cierta distancia. «Forward 100» la hará mo-
verse en la misma dirección, pero el doble de distancia. Enseguida
vemos que los números representan la distancia que la tortuga debe
recorrer; podemos pensar en ellos como si fueran los pasos de la
tortuga. Si queremos hacer que cambie de dirección, le damos el
comando «Right 90»..Así, permanece en el mismo sitio pero gira
sobre sí misma, encarándose hacia el este si antes miraba hacia el
norte. Con estos mínimos conocimientos nos será muy fácil hacer
que la tortuga dibuje un cuadrado. Si esto nos parece fácil, pode-
mos pensar en cómo dibujar un círculo y, si sigue siendo demasia-
do fácil, lo podemos intentar con una espiral. En algún momento
llegaremos al nivel suficiente de dificultad para el que me permito
dar este pequeño consejo: pongámonos en el lugar de la tortuga.
Imaginémonos a nosotros mismos en movimiento trazando un cua-
drado o un círculo o una espiral o cualquier otra figura. Puede que
se nos resistan por un instante, porque estamos tensos y poniendo
mucho empeño, como me pasaba a mí con los croissants. Pero tan
pronto como nos relajemos, descubriremos que nuestro cuerpo es
una fuente de conocimientos matemáticos mucho más rica que cual-
quier libro de texto.
Aprender a hablar francés ha sido una de mis más instructivas
experiencias de aprendizaje. Aunque éste no es un caso de apren-
dizaje sin ningún fin concreto -me trasladé a París para comple-
tar mis estudios de doctorado en matemáticas-, mi objetivo pro-
fesional está salpicado de pequeños experimentos de aprendizaje.
Por ejemplo, tuve la oportunidad de entablar relación con un niño
de ocho años, que estuvo encantado de ser mi «profesor». Era lo
bastante joven como para estar «estudiando francés» al mismo tiem-
po que yo. El era un hablante nativo, pero estaba aprendiendo or-
tografía y gramática en la escuela e iba adquiriendo nuevo vocabu-
lario con bastante rapidez. Así, pude dedicarme a comparar la
velocidad y la regularidad de mis progresos con los suyos, lo que
me llevó a constatar el siguiente hecho curioso: cualquiera que fuese
la medición efectuada, yo estaba aprendiendo más rápido. Podría-
mos atribuir esta discrepancia entre mis observaciones y la común
torpeza lingüística de los adultos a algún tipo de «don de lenguas».
Me resisto a ello. Prefiero explicar esta discrepancia por el hecho
de que yo estaba aprendiendo francés en gran medida igual que
un niño, pero también podía aprovecharme de ciertas ideas más
sofisticadas que ningún niño conocería. Por un lado, estaba abier-
to a someterme alegremente a situaciones de inmersión; por el otro,
podía echar mano ocasionalmente de la lingüística formal. En al-
gún lugar entre estos dos polos se halla la explicación de que mi
aprendizaje del francés pareciera verse favorecido por la experimen-
tación (o el juego) no sólo con el francés, sino con la propia activi-
dad de aprender. El estudio de nuestros propios procesos de apren-
dizaje -como también queda demostrado por el episodio de los
croissants-puede ser un excelente método para mejorarlos. En cual-
quier caso, mirando hacia atrás, identifico en el reconocimiento
de las ventajas de combinar maneras adultas e infantiles de apren-
der la semilla de muchas de mis ideas actuales.
Aunque mis estudios de matemáticas en París me llevaron a la
obtención del título de doctor, el descubrimiento parisino que tuvo
un mayor impacto en mi vida fue Jean Piaget, que por aquel en-
tonces se hallaba impartiendo un curso en la Sorbona. Llegué a
conocerle y acepté la invitación de trabajar en su centro de Gine-
bra, lugar en el que pasé los siguientes cuatro años y fui acrecen-
tando mi interés por el pensamiento de los niños. Sin embargo,
si alguna de las ideas principales de este libro llegó entonces a cru-
zar por mi mente, sólo fue en forma de una gran nebulosa. En
particular, no establecí ninguna relación entre mi propio aprendi-
zaje y los procesos del desarrollo intelectual de los niños sobre los
que trabajábamos en el centro de Piaget. El motivo por el cual esto
fue así es significativo: todos teníamos una actitud demasiado seria
y formal acerca del pensamiento de los niños. N o es que no pensá-
ramos en el juego; no en vano fue Piaget quien acuñó la tan citada
frase de que el juego es el trabajo de los niños. Pero a nadie se le
ocurrió jamás en aquel entorno contemplar el otro lado de este
expresivo aforismo: la idea de que el trabajo (al menos el trabajo
intelectual serio) sea el juego de los adultos. Pensábamos en los ni-
ños como si se tratara de «pequeños científicos», pero nunca dedi-
camos lo suficiente a pensar en la idea complementaria de consi-
derar a los científicos como «niños grandes».
Después de los cuatro años pasados en Ginebra, accedí a una
cátedra de matemáticas en el MIT. Había numerosos factores que
hacían este cambio muy atractivo. Se me ofrecía la posibilidad de
trabajar con ordenadores y de colaborar con Marvin Minsky y Wa-
rren McCulloch, además de disfrutar de la alegría que ya había
percibido en mis breves visitas anteriores. Una vez me hube insta-
lado, todo ello se me presentó a la vez en largas sesiones nocturnas
alrededor de un ordenador PDP-1 que Minsky acababa de recibir.
Era puro juego. Fuimos descubriendo qué se podía hacer con un
ordenador y cualquier cosa con un poco de interés merecía la pena.
Nadie sabía lo suficiente como para decidir que unas cosas eran
más serias que otras. Eramos como niños descubriendo el mundo.
Fue entonces cuando pensé en los niños y los ordenadores. Yo
estaba jugando como un niño y experimentando una explosión
volcánica de creatividad. ¿Por qué no podía un ordenador propor-
cionarle a un niño el mismo tipo de experiencia? ¿Por qué un niño
no podía jugar como yo? ¿Qué debería hacerse para que esto fuese
posible?
Estas preguntas despertaron en mí la idea, inspirada en el per-
sonaje de Robin Hood, de robar tecnología a los señores de los
laboratorios para dársela a los niños del mundo. El primer paso
para llevarla a cabo fue el reconocimiento de que una de las princi-
pales fuentes de poder de los tecnólogos era el halo de esotérico
misterio que envolvía la programación de un ordenador. La situa-
ción es parecida a la manera en que los sacerdotes de otros tiempos
mantenían su poder monopolizando el conocimiento de la escri-
tura y de la lectura, así como lo que era considerado como un co-
nocimiento aún más importante: las lenguas que el pueblo no po-
día comprender. Así pues, vi la necesidad de «vulgarizar» los
lenguajes de programación, de hacerlos accesibles a la gente nor-
mal, y, especialmente, a los niños.
Esta ha resultado ser una tarea larga y difícil. Los lenguajes de
programación, igual que las lenguas naturales, no pueden «crearse»;
deben evolucionar. Lo que pudo hacerse es un primer esbozo de
un lenguaje de este tipo, al que llamamos Logo y que serviría como
punto de partida para un proceso de evolución que todavía continúa.
Para ser más preciso, en este libro he desarrollado mis ideas a
partir de la historia de mis propios inventos. N o puedo ocultar
el hecho de que amo y valoro mucho algunos de ellos. Incluso creo
que algunos pueden tener futuro. Tengo que repetir, sin embar-
go, que mi propósito aquí no es el de explicarle al lector cómo ha-
cer bien las cosas, sino el de provocar y alimentar la imaginación.
En este libro los inventos de mi vida real sirven al mismo objetivo
que los ejemplos imaginarios de viajeros en el tiempo e hipotéti-
cos ingenieros del siglo pasado. Están aquí para despertar nuevas
ideas, para preparar nuestras mentes para otros inventos, aún más
apasionantes, que todavía están por venir. N o puede decirse, pues,
que mi objetivo sea el de señalar este o aquel invento como la so-
lución al problema de la educación; al contrario, cada ejemplo pre-
tende actuar como un indicador del amplio abanico de nuevas opor-
tunidades dentro de la investigación en el campo de la educación.
Mi propósito en relación a los instructores -y todo el que piense
que cualquier forma de aprendizaje es la manera correcta y natu-
ral de aprender- es el de despertar su imaginación para que inven-
ten alternativas. Piaget dijo que comprender es inventar. El pensa-
ba en los niños, pero el principio es aplicable a todos nosotros.
La escuela: cambio y resistencia
al cambio

El primer paso hacia la creación de imágenes de un megacam-


bio educativo lo di en Mindstorms: Children, Combuter and Po-
werfulIdeas (Tormentas mentales:niños, ordenadores y grandes ideas),
escrito a finales de los años setenta. cuando los ordenadores perso-
nales eran todavía una novedad. IBM aún no se había introducido
en este terreno ni tampoco lo habían hecho los japoneses. El pri-
mer ordenador Apple era la joya de los más entusiastas aficiona-
dos a los ordenadores.
Al mencionar a los niños y olvidar la escuela, el subtítulo del
libro pone al descubierto una laguna en mi experiencia y mis co-
nocimientos. La relación de los niños con los ordenadores ya ha-
bía empezado. Los primeros y primitivos videojuegos habían apa-
recido, y era posible organizar experimentos en los que máquinas
enormes y muy caras simulaban los todavía inexistentes ordena-
dores personales. El hecho de que detrás del terminal utilizado para
el experimento hubiera una máquina de un millón de dólares, no
alteraba ni un ápice el interés que manifestaban por las posibilida-
des que los ordenadores les ofrecían. Sin embargo, no pudo llevar-
se a cabo una experiencia similar sobre lo que las escuelas podrían
hacer en un mundo en el que los ordenadores fuesen objetos coti-
dianos. Su reacción estaba tan profundamente condicionada por
consideraciones de precio y tamaño que ninguna «simulación» pudo
proporcionar una idea de cómo distribuirían su presupuesto ni hasta
qué punto aceptarían cambios reales en su organización. No debe
sorprendernos, pues, que mi discusión sobre el problema de la es-
cuela careciera del tono que da la experiencia, no así al plantear
el papel de los ordenadores como intermediario entre los niños
y las ideas. Y no fui el único que participó en este fracaso; de he-
cho, persiste una estrechez de miras que deforma todo debate pú-
blico sobre la relación entre la tecnología y la escuela. Mi propósi-
to en este capítulo es desarrollar una visión más amplia.
Mindstorms fue escrito en un momento importante para el de-
sarrollo de la informática educativa. En aquel momento apenas ha-
bía un puñado de aulas en las que pudiera haber ocurrido algo pa-
recido a las situaciones que referí en el anterior capítulo; en realidad,
las únicas actividades en este terreno de que tengo conocimiento
son dos proyectos de investigación: el mío y otro relacionado con
él, diseñado por Alan Kay, uno de los principales inspiradores de
la idea de que el ordenador podría convertirse en un instrumento
válido para todo el mundo. Dos años después de la publicación del
libro había cientos de aulas preparadas para abordar la experien-
cia, y dos años más tarde ya eran decenas de miles. Este auge de
la cultura del ordenador en las escuelas distaba mucho aún de ser
un megacambio, pero había alcanzado unas proporciones que lo
hacían incomparablemente más fructífero que los pe ueños expe-
rimentos llevados a cabo en la década anterior. En iez años las
escuelas estadounidenses habían adquirido tres millones de orde-
nadores; decenas de miles de profesores se matricularon en cursi-
llos para aprender a utilizarlos; los nuevos gigantes industriales en-
traron en el mercado educativo; veinte mil productos con la etiqueta
«software educativo» fueron puestos a la venta.
Estos espectaculares acontecimientos no escaparon a la atención
de los medios de comunicación. Dejando a un lado las cifras, la
sola idea de un niño utilizando un ordenador confería a la gente
el sentimiento de que algo nuevo, emocionante y un poco inquie-
tante estaba ocurriendo. Añádase a ello la calidad fotogénica de unos
niños con los ojos aún más brillantes a causa de la pantalla del or-
denador, y es comprensible que los ordenadores en las escuelas pro-
dujeran, durante un tiempo, más páginas en la prensa escrita que
palabras en una discusión sensata sobre cuál era el significado de
todo lo que estaba ocurriendo. ¿Pero, qué significaba todo aque-
llo? ¿Qué preguntas juiciosas nos llevarían a comprender lo que
estaba ocurriendo y hacia dónde nos estaba llevando? U n titular
del Wall Street Journal refleja las dudas de personas sensatas intere-
sadas en las ganancias:* LAS ESCUELAS COMPRAN MUCHOS ORDENA-
DORES, proclamaba el titular, PERO LOS BENEFICIOS E N LAS AULAS SON
POCOS. Este tono escéptico es comprensible. Hablar de crisis en
las escuelas estaba de moda. Incluso en la atmósfera tan poco críti-
ca del Washington de Reagan, el informe «A Nation at Risk» («Una
nación en peligro») lo había proclamado con gran dramatismo. No
es sorprendente que se hicieran algunas preguntas: ¿Dónde están
todos esos ordenadores de los que hemos oído hablar tanto? ¿Qué
están haciendo? Lejos de suponer un avance, parecían incapaces de
atajar el deterioro.
Ante las dudas planteadas por el Journal se me ocurren dos ré-
plicas; una relativamente superficial y la otra más seria. La prime-
ra tiene que ver con el uso de la palabra muchos para denotar el
número de ordenadores en las escuelas que, por aquel entonces,
estaba entre uno y dos millones. ¿Es esto mucho? Sí, si uno piensa
en un montón de ordenadores apilados en un trastero. No, si uno
divide el número de ordenadores por el número de estudiantes.
Sé lo que significa que la vida intelectual de uno se vea alterada,
y más de una vez, a causa de los ordenadores. Además de profun-
dos cambios intelectuales, mis hábitos al escribir han cambiado por-
que mi ordenador está conmigo allí donde yo esté, en un avión,
en un coche, en el jardín o en el lavabo; y mi manera de comuni-
carme también ha cambiado como consecuencia de que muchos
de mis colegas y amigos tengan acceso a un sistema de correo elec-
trónico. Hace un par de días conseguí aclarar mis ideas sobre la
reforma económica en Rusia al programar una simulación de
la competitividad económica. Todo esto es posible porque tengo
un ordenador, de hecho, más de uno, a mi alcance la mayor parte
del tiempo.

* Aquí el autor hace un juego de palabras intraducible entre headline «titular de un


periódico» y bottom line, término coloquial utilizado para designar la última línea de
un balance económico, donde se perciben las pérdidas o las ganancias. [N. del T.]
Seguramente, el punto de inflexión que hace significativo el uso
del ordenador se halla por debajo del que mi caso representa, pero
tampoco hay duda de que está muy por encima del que las escue-
las proporcionan a sus alumnos. U n millón de ordenadores divi-
dido entre cincuenta millones de estudiantes nos da un cincuenta-
vo de ordenador para cada alumno. Dudo mucho que la cincuentava
parte de una máquina me hubiese proporcionado las ventajas sig-
nificativas que he obtenido de los ordenadores. La arimética más
simple, que no se ve alterada en principio por el mero hecho de
que algunas escuelas dispusieran de tres o cuatro veces más orde-
nadores que la media, nos proporciona una explicación tan obvia
al problema del Journal que uno se pregunta si los periodistas que
escribieron el artículo estaban realmente pensando en lo que escri-
bían. Me pregunto si se habrían sorprendido ante la observación
de que, en un país cuyas escuelas sólo disponen de un lápiz para
cada cincuenta estudiantes, la escritura no ayuda al aprendizaje.
Parece que el argumento de que es difícil que una pequeña can-
tidad de ordenadores pueda producir un gran cambio contradice
algunos de los episodios mencionados anteriormente, en los que
los niños disfrutaban de dos ordenadores en toda una clase. No
cabe duda de que, con o sin ordenadores, un acontecimiento aisla-
do puede en ocasiones precipitar un desarrollo intelectual impor-
tante. Pero, normalmente, el cambio necesita de una experiencia
con los ordenadores más larga y más social de lo que es posible
obtener con dos máquinas en un rincón del aula. En el capítulo
6 conoceremos a Debbie, que tuvo una experiencia reveladora so-
bre el significado de las matemáticas, si bien hay que señalar que
su escuela disponía de más de cien ordenadores. Por otro lado, este
tipo de cambios presenta a menudo dos caras bien distintas, como
en el caso de Raymond, cuya experiencia con los ordenadores le
hizo sentir por primera vez que estaba aprendiendo algo y, ade-
más, divirtiéndose. Este estudiante. clasificado como «incapaz de
aprender»,produjo un trabajo de tal calidad que sorprendió a sus
padres y profesores, e incluso se sorprendió a sí mismo. Sin em-
bargo, este contacto con algo mejor agravó considerablemente su
disgusto por las maneras tradicionales de la vida en el aula, hasta
tal punto que al final rechazó la escuela con más energía que antes
de su experiencia con el ordenador.
Otro motivo por el cual la efectividad de los ordenadores ha
sido escasa tiene que ver con problemas más profundos que las me-
ras cifras. A principios de los años ochenta había pocos microor-
denadores en las escuelas, pero de estos pocos casi todos estaban
en las aulas de maestros visionarios, la mayoría de los cuales los
empleaban con un espíritu «progresista»,sin someterse a esas prác-
ticas escolares de contenidos balcanizados y aprendizaje memorís-
tico y despersonalizado. Poco después, sin embargo, este cuadro
cambió radicalmente. La iniciativa y el poder en el terreno de los
ordenadores empezó a pasar de los profesores a las administracio-
nes escolares -con frecuencia a nivel municipal, pero también a
nivel estatal-. Al principio, cuando todavía había pocos ordena-
dores en las escuelas, a la administración le parecía bien que estu-
vieran en las aulas de los profesores que demostraban mayor entu-
siasmo; estos profesores eran generalmente los que con más pasión
veían en el ordenador un instrumento del cambio. Pero, a medida
que su número fue creciendo y los ordenadores se convirtieron en
algo así como un símbolo de estatus, la administración intervino.
Desde el punto de vista de un administrador era más logico reunir
todos los ordenadores en un aula -el mal llamado «laboratorio
de informática»-bajo el control de un profesor especializado. Así,
todos los niños podían ir a clase de ordenadores una vez por sema-
na. Dentro de esta lógica inexorable el siguiente paso fue introdu-
cir los ordenadores como nueva materia de los contenidos. De este
modo, poco a poco, los rasgos más subversivos del ordenador fue-
ron desvaneciéndose: en lugar de atajar y desafiar así la misma idea
de fronteras entre materias, el ordenador se convertía en una nueva
materia; en lugar de incidir en una exploración más animosa de
la vida por parte de los estudiantes y no en unos contenidos desper-
sonalizados, el ordenador se convertía en un refuerzo de las viejas
maneras de la escuela. Lo que había empezado siendo un instrumen-
to subversivo para el cambio, había quedado neutralizado por el sis-
tema, que lo ha convertido en un instrumento de su consolidación.
Este análisis contradice totalmente las respuestas que más co-
múnmente dan los investigadores cuando se les pregunta sobre la
poca mella que han hecho los ordenadores en los problemas de
la escuela. Su respuesta suele ser que «las escuelas no saben utilizar
los ordenadores» y proponen como remedio que se siga investi-
gando sobre nuevos métodos para utilizarlos, que se desarrolle nuevo
software, especialmente software que sea fácil de usar, y que se es-
tablezcan más canales de distribución de información sobre los or-
denadores. Están totalmente equivocados. Está claro que la inves-
tigación aumentará la variedad de usos de los ordenadores así como
su efectividad, pero no es eso lo que hará cambiar la naturaleza
del uso que se hace de ellos en la escuela. El paso de ser un instru-
mento radical y subversivo en el aula a ser un instrumento romo
y conservador en el laboratorio de informática no se debe ni a la
falta de conocimientos ni a la falta de software. Yo tiendo a expli-
carlo por la inteligencia innata de la escuela, que actuó como un
organismo vivo, defendiéndose de un cuerpo extraño. Puso en mar-
cha su sistema inmunológico con el fin de digerir y asimilar al in-
truso. Los profesores progresistas sabían muy bien cómo utilizar
los ordenadores para sus fines como instrumentos del cambio; la
escuela sabía muy bien cómo cortar de raíz esta subversión. Nadie
en esta historia actuó con desconocimiento de los ordenadores, aun-
que muchos pueden haber pecado de inocentes al no comprender
el teatro social que estaban representando.
Esta visión del desarrollo de los ordenadores en las escuelas apun-
ta hacia un enfoque muy diferente del propugnado por el Wall Street
Journal acerca de las conclusiones que pueden extraerse de la expe-
riencia. Debemos dejar de preguntarnos si ha sido o no un éxito
y empezar a analizar qué ha ocurrido además de lo obvio, es decir,
qué podemos aprender de esta experiencia que nos permita dise-
ñar futuras estrategias. La «lección» más importante que aprendí
representa un cambio notable respecto de los puntos de vista que
presentaba en Mindstorms y respecto de lo que todavía es costum-
bre en el terreno de la informática educativa.
Este cambio es análogo a la aparición de la pedagogía basada
en la epistemología genética, que evita moldear la mente como si
fuese un objeto pasivo e intenta colaborar con los patrones de de-
sarrollo del estudiante. Si el estudiante no progresa como sería de
esperar, el maestro que sigue esta metodología intenta compren-
der lo que ha ocurrido en lugar de limitarse a suspenderle. Mirar
bajo la superficie de las cosas a menudo nos permite ver coheren-
cia interna en algo que aparentemente está mal, podemos detectar
obstáculos mentales que dificultan el progreso y también elemen-
tos dinámicos que pueden ser movilizados para potenciarlo. Las
ideas de Mindstorms sobre los niños estaban inspiradas casi por com-
pleto en esta visión, pero no puedo más que sonrojarme al ver cómo
mis ideas sobre la escuela contravenían los principios básicos de
la misma. Caractericé como «equivocado» la mayor parte de lo que
hace la escuela y prediqué sobre lo que era «correcto». Tal manera
de proceder no es efectiva para tratar con los niños y tampoco lo
será para guiar las innovaciones educativas. La escuela no llegará
a utilizar los ordenadores «correctamente» sólo porque los investi-
gadores le digan cómo debe hacerlo. Llegará a utilizarlos bien (si
es que eso ocurre algún día) como parte integral de un proceso de
desarrollo coherente. Igual que los maestros inspirados por la epis-
temología genética, los investigadores pueden mejorar su contri-
bución si interpretan el cambio en la escuela como un proceso de
desarrollo, lo cual puede conseguirse aplicando las ideas que fue-
ron útiles para comprender el cambio en los niños.
Piaget contribuyó notablemente a la comprensión de los niños
gracias a una idea que, como muchas de las grandes ideas, parece
casi de Perogrullo una vez la hemos entendido. Toda operación men-
tal, dijo, tiene dos facetas, que denominó asimilación (cambiar nues-
tra representación del mundo para que ésta encaje en nuestra ma-
nera de pensar) y acomodación (adaptar nuestra manera de pensar
a una representación del mundo).* Inicialmente la conducta de la
escuela frente a los ordenadores fue de asimilación, lo cual es bas-
tante natural. La escuela no se permitió cambiar ante la influencia
del nuevo artefacto; miraba el ordenador a través de la lente men-
tal de sus propias maneras de pensar y hacer. Es característico de
todo sistema conservador el recurrir a la acomodación una vez que
se han agotado todas las oportunidades para la asimilación. En el
ínterin se producen interesantes episodios dentro del proceso de
desarrollo a medida que el sistema se afana por bloquear cualquier
incipiente actitud de acomodación.
El acrónimo EAO (Enseñanza Asistida por Ordenador) se uti-
liza en pedagogía para referirse a la asimilación completa de la tec-
nología informática. EAO denota generalmente la programación
de un ordenador para administrar los mismos ejercicios que tradi-
cionalmente el profesor presenta a través de la pizarra, un libro
de texto o una ficha de trabajo. Esto dista tanto de ser un desafío
para las visiones tradicionales de la escuela que sus detractores
suelen preguntarse si realmente justifica el coste que los ordena-
dores suponen. Los más escépticos describen el ordenador como

* El lector interesado hallará más información sobre estos conceptos en el artículo


de Piaget «El papel de la noción de equilibrio en la explicación psicológica», capítulo
4 de su trabajo Seis estudios de psicología Barcelona, Ariel, 1967 y Barcelona, Planeta
Agostini, 1993. [N.delT.]
una «flash card de mil dólares»* y lo que hace como «entrenar y
matar».
Sus defensores replican señalando las ventajas que supone con-
seguir que un ordenador le pregunte al estudiante, por ejemplo,
cuál es el 35 por ciento de 2dólares. Las ventajas que se citan con
más frecuencia son: la corrección inmediata (se aprende más de
los errores cuando la corrección es inmediata y va acompañada de
una explicación); la enseñanza individualizada (las preguntas pue-
den adecuarse al nivel de competencia del alumno); y, finalmente,
la neutralidad (el ordenador no posee ni provoca sentimientos ses-
gados con respecto a la raza, el género o la condición del alumno).
Algunos análisis estadísticos han demostrado que la introducción
de la EAO ha originado una ligera subida de las calificaciones, es-
pecialmente en los casos en que éstas solían ser más bajas. Todo
esto se consigue, sin embargo, sin cuestionar la estructura o los ob-
jetivos educativos de la escuela tradicional.
El primer e incipiente signo de acomodación se produjo, como
parece ser la norma general, a raíz de un caso de asimilación. Un
elevado número de profesores progresistas fue capaz de asimilar el
ordenador a sus ideas sobre la enseñanza (y sobre cómo salvar
el obstáculo de la escuela tradicional), lo cual dio lugar al nacimiento
de lo que llamaré movimiento para una Tecnología Educativa Pro-
gresista (o TEP).
La EAO es bastante más antigua que la TEP -de hecho, se re-
monta casi a la idea misma de ordenador-. Ya existía cuando tomé
contacto por primera vez con el mundo de la informática y ya po-
seía el monopolio de cómo se debe pensar sobre los ordenadores
en la educación. Las primeras ideas formuladas de acuerdo con lo
que más adelante sería la TEP surgieron muy lentamente a raíz
del desarrollo del lenguaje Logo y la tortuga, que mencionamos
en el capítulo anterior. A principios de los años setenta, esta co-
rriente de pensamiento se unió a otra cuyo principal exponente
era Alan Kay, informático y músico de personalidad inspiradora,
que fue, creo, el primero en utilizar el término ordenador perso-
nal. Con el fin de la década esas ideas ya habían hecho alguna me-

* El término flash card designa en la jerga pedagógica anglosajona unos tarjetones


con palabras, dibujos o números que el profesor presenta a los alumnos durante un bre-
ve espacio de tiempo a fin de obtener una respuesta rápida en ejercicios de lectura, voca-
bulario o aritmética. [N. del T.]
lla en la mente de los maestros progresistas que habían seguido con
mayor pasión el desarrollo de los primeros microordenadores.
En 1980 se produjeron tres episodios que terminaron por con-
vencer a esos profesores de que los ordenadores podían utilizarse
con el espíritu de la educación progresista: Mindstorms exponía es-
tas ideas de forma accesible, los ordenadores personales menos ca-
ros alcanzaron un nivel que les permitía trabajar con una versión
utilizable del lenguaje Logo y el mercado empezó a ofrecer pro-
gramas en Logo. El resultado fue un movimiento popular que ge-
neró varios miles de programas diseñados en las aulas con el espí-
ritu de la TEP. La naturaleza de este movimiento y la crudeza del
conflicto que lo enfrentaba con la filosofía de la escuela no pue-
den expresarse con fórmulas abstractas. Para entenderlo mejor será
conveniente recurrir a algunas anécdotas.
Todavía hoy cuando cierro los ojos veo un aula de quinto gra-
do de una escuela pública de la ciudad de Nueva York en 1981.
Era como si dos mundos coexistieran en la misma habitación: por
un lado, la maestra, Thelma, daba su «clase» en la pizarra; por el
otro, un grupo de estudiantes trabajaba con dos ordenadores. El
grupo de los ordenadores se encontró con un problema y envió
a alguien a «preguntarle al profesor». Thelma respondió: «Quizá
Bill pueda ayudaros»-y continuó su clase sin perder el ritmo, sin
inmutarse por el hecho de que Bill acababa de unirse al grupo de
estudiantes que ni siquiera se molestaba en fingir que la escuchaba.
Algo más que la mera diferencia entre un ordenador y una pi-
zarra separaba el fondo y la parte delantera del aula. La disparidad
se hacía realmente palpable en la relación que los alumnos mante-
nían con lo que estaban haciendo. En la parte delantera del aula
seguían la agenda de otra persona; en el fondo seguían la suya pro-
pia. De todos ellos a quienes mejor recuerdo es a Brian y a Henry.
Al entrar en la habitación me atrajeron, como a cualquier otro
visitante, los espectaculares efectos visuales que en la pantalla de
un ordenador producían los programas realizados por los dos es-
tudiantes. Esas formas de colores, que seguían complejas trayecto-
rias entrelazadas, evidenciaban un especial talento coreográfico, un
sentido del ritmo y del teatro. Tuve que acercarme más a la panta-
lla para constatar el grado de sofisticación matemática que era ne-
cesario para controlar la geometría y la dinámica de esas formas
en movimiento. Aquellos chicos participaban en un ejercicio ma-
temático radicalmente distinto al de calcular el 35 por ciento de
2 dólares. Su actividad incorporaba este tipo de cálculos (además
de áreas más sofisticadas del pensamiento matemático), pero no
como un conjunto de ejercicios; los cálculos surgieron en el curso
de un proyecto mayor y conmás motivación personal. He escogido
el problema del porcentaje como ejemplo para ilustrar la EAO,
precisamente porque es uno de los muchos y diferentes tipos de pro-
blemas de cálculo que Brian y Henry tuvieron que resolver; por
ejemplo, ¿a qué velocidad deben moverse dos objetos para llegar
al mismo punto al mismo tiempo si uno sigue una trayectoria cuya
longitud es el 35 por ciento de la longitud de la otra?
Este problema es más difícil que cualquier otro de los que se
suelen hacer en la escuela, ya que la presencia de formas geométri-
cas lo hace más complejo y porque los chicos tuvieron que espabi-
larse para resolverlo: preguntando al profesor o un compañero, con-
sultando un libro, trabajando por analogía con otras situaciones,
intentando inventar algún nuevo método, tanteando. Parece que
los niños nunca cuentan para nada: lo que convierte en repugnan-
tes las matemáticas para los Brians y aburridas para los Henrys no
es que sean «difíciles», sino que son un ritual carente de sentido
dictado por la programación de unos contenidos que les dicen:
«Hoy, como es el decimoquinto lunes de vuestro quinto año de
escuela, tenéis que hacer esta suma, independientemente de quié-
nes sois y de qué queréis hacer realmente; haced lo que se os dice
y de la manera en que se os ha dicho». El hecho no es que su pro-
fesora estuviera dispuesta a dejarles hacer lo que ellos quisieran,
siguiendo las propuestas de algunos defensores de la «escuela libre».
Nada más lejos. Su nivel de exigencia era muy alto y reclamaba
aplicación y disciplina. Sin embargo, cuando Brian y Henry qui-
sieron hacer algo más profundo e instructivo, aunque de un nivel
superior a los contenidos del quinto grado, su instinto de profeso-
ra le aconsejó animarlos a seguir adelante.

La relación entre estos dos chicos nos dice mucho de la escuela


como entorno intelectual. A pesar de que habían sido compañe-
ros de clase durante cuatro años, los dos muchachos apenas se ha-
bían hablado hasta que los ordenadores les unieron. Ya habían de-
sarrollado unos intereses propios bastante sólidos y, aunque la
escuela les había puesto juntos, les proporcionó muy pocas opor-
tunidades para que estos intereses cristalizaran en una buena rela-
ción. Así derrocha la escuela sus mejores recursos: el intercambio
entre los alumnos más interesantes intelectualmente.
Henry siempre había sido un genio de las matemáticas y la cien-
cia ficción despertaba sus fantasías; a Brian siempre le habían gus-
tado la música y la danza. Mirándole, uno comprendía que el mun-
do de las sensaciones y del cuerpo eran muy importantes para él.
Henry era un poco patoso, se podría decir que estaba alejado de
su propio cuerpo. No se preocupaba mucho por la ropa ni por
los colores. Sin embargo, aunque esto le apartaba de un área signi-
ficativa de la experiencia, nunca lo había percibido como una defi-
ciencia hasta la llegada de los ordenadores-en cualquier caso, nunca
como una deficiencia relevante para su trabajo en la escuela-. Pa-
recía que las ciencias y las matemáticas, las materias que más le
gustaban y en las que más destacaba, no tenían relación alguna con
el disfrute de los sentidos ni con la actividad física. No cabe duda,
además, de que esta visión contribuía a su gusto por estas activida-
des, tanto como a la indiferencia que Brian sentía por ellas.
Así, cuando su profesora trajo los ordenadores al aula, ambos
estudiantes reaccionaron de manera muy distinta. Henry supo en
seguida que aquello era lo suyo; seguro que iba a ser el mejor «en
ordenadores». La reacción de Brian fue una mezcla de leve curiosi-
dad con una punzada de recelo.
Henry comprendió que la mejor manera de sacarle todo el par-
tido al ordenador pasaba por trabajar con la persona menos idó-
nea de la clase, Brian el bailarín. Brian descubrió por primera vez
que las matemáticas podían ser un medio apasionante de expre-
sión personal y la base de una interesante amistad.
A fin de seguir adelante con nuestra historia, tenemos que mi-
rar un poco hacia atrás y ver cómo llegaron los ordenadores al aula.
Thelma asistió a una escuela de verano patrocinada por la Natio-
nal Science Foundation sobre el uso de los ordenadores en la es-
cuela. Se matriculó sin tener demasiada idea de lo que iba a hacer
allí, lo hizo además con cierta agitación, ya que nunca había pen-
sado en sí misma como «una persona tecnológica». Pero los orde-
nadores estaban en boca de todo el mundo. Tenía amigos que ha-
blaban de la revolución informática, de cómo los ordenadores
permitían a cualquier ciudadano acceder a información que antes
monopolizaban las grandes compañías y los organismos guberna-
mentales. Había leído que estas máquinas traerían nuevos méto-
dos para la enseñanza. Pero, sobre todo, comprendió que a los ni-
ños les encantaban, así que el mismo espíritu que la había animado
a llevar hamsters, plantas, pósters y todo aquello que ella misma
denominaba «trastos» a clase, despertó su interés cuando oyó ha-
blar del curso de verano.
El primer contacto de Thelma con la programación consistió
en utilizar el Logo para dibujar composiciones lineales en la pan-
talla. Se sorprendió de ser capaz de hacer que el ordenador dibuja-
ra lo que ella quería; incluso dibujar algo tan simple como un cua-
drado le producía una sensación de placer, pues estaba empezando
a «hacer suya» una tecnología que era el símbolo de modernidad
y de poder. Después de algunos días, su capacidad para producir
composiciones más elaboradas y para dar movimiento a los obje-
tos que dibujaba evocaba el arte por ordenador y los efectos espe-
ciales de películas como La guerra de las galaxias.
Al acercar esta técnica de programación a su clase, Thelma ins-
piró la colaboración entre Brian y Henry. En su clase crear anima-
ción en la pantalla se convirtió en la opción más común entre los
alumnos que eran libres de hacer lo que quisieran con los orde-
nadores.
Algunos niños crearon animaciones realistas para contar un
cuento. No debe sorprendernos que Henry estuviera entre los que
prefirieron configuraciones más estilizadas cuyo interés visual re-
sidía más en la complejidad de sus formas y en sus pautas de movi-
miento que en su contenido narrativo. Henry comprendió con gran
rapidez la parte técnica de la programación. Supo cómo crear figu-
ras en la pantalla y ponerlas en movimiento mucho antes que cual-
quiera de sus compañeros. Tuvo la suficiente imaginación visual
para experimentar efectos a los que puso nombres que evocaban
perfectamente su naturaleza: «Fuegos artificiales», «La guerra de
las galaxias», o «El Big Bang». Su talento para las matemáticas le
fue muy útil para dominar con facilidad las técnicas para progra-
mar un objeto en la pantalla y que éste empezara a moverse de
forma casi imperceptible acelerando gradualmente. El aspecto más
creativo surgió en lo que un matemático llamaría «generalización
de una idea» cuando descubrió que podía utilizar las mismas téc-
nicas para elevar el tono de un sonido desde un gruñido grave a
un agudo grito que acababa por desaparecer por el umbral del ultra-
sonido. Desde el punto de vista de la escuela estaba haciendo un
trabajo excelente, pero faltaba algo.
Henry se sentía complacido por la sagacidad matemática que
escondían sus composiciones, pero estaba un tanto decepcionado
por el efecto final. Su problema no era sólo que sus compañeros
expresaran más «oohs» y «aahs» cuando mostraban su trabajo. No-
taba que a sus creaciones les faltaba algo, aunque él ni siquiera sa-
bía qué; ciertas cualidades que otro estudiante llamó «gracia»y «pa-
sión» Quizá
. por primera vez en su vida sintió en sus propias carnes
la punzada de una limitación intelectual. Su mente estaba a punto
para la ruptura.
La idea se le ocurrió cuando vio a Brian bailando en un pasillo
de la escuela. Al reconocer en los movimientos de Brian precisa-
mente lo que faltaba a sus figuras en la pantalla, Henry tuvo en
seguida la inspiración de trabajar con Brian y producir la mejor
coreografía en pantalla del mundo. Así se inició una larga relación
de trabajo. Juntos, ambos chicos crearon algo que ninguno de los
dos podría haber hecho por sí solo y al hacerlo aprendieron más
matemáticas de lo que un examen puede medir.
Llegaron a dominar una gran cantidad de matemáticas técni-
cas. Mover esos objetos en la pantalla requería una descripción de
los movimientos en un lenguaje matemático que estaba muy por
encima de los anteriores conocimientos de Henry. Representaron
la velocidad del objeto como una variable y establecieron una se-
rie de fórmulas para modificarla. Aprendieron a pensar en las di-
recciones como ángulos medidos en grados. Comprendieron la idea
de hacer geometría por medio de coordenadas de una manera mu-
cho más parecida al vívido descubrimiento personal que llevó a
René Descartes a desarrollarla por primera vez que a la rígida pre-
sentación de los manuales de matemáticas. Pero estos conocimien-
tos son sólo una pequeña parte de todo lo que aprendieron.
Además de desarrollar ciertas destrezas matemáticas, llegaron
a experimentar las matemáticas de manera muy distinta. Se con-
virtieron en algo que podía ser utilizado con algún propósito; las
percibieron como una fuente de energía muy importante en el de-
sarrollo de sus proyectos personales. No estoy seguro de que los
que nunca han experimentado las matemáticas de esta manera sean
capaces de apreciar lo embriagador e intenso de una experiencia
así. Algo parecido podría ser la experiencia de aprender a esquiar.
Al principio se enseña una serie de movimientos bastante difíci-
les: desplazar el peso, doblar las rodillas, etc. Uno obedece esas ór-
denes pero no deja de sentir que está jugando torpemente a ser
otra persona. Hasta que se produce la experiencia de la conversión
y uno empieza a volar pista abajo. Las rodillas se flexionan y se
extienden, el peso se desplaza, sin que uno tenga que «hacerlo»
realmente; todo se produce automáticamente como parte insepa-
rable de un movimiento fluido y alegre.
No cabe duda de que para Brian, y quizá también para Henry,
su colaboración posee muchos elementos de este tipo de conver-
sión. Las matemáticas empezaron a parecerse más a volar pista abajo
que a doblar las rodillas y desplazar el peso siguiendo las órdenes
de un instructor. Lo que no debe confundirse con que las mate-
máticas se hicieran más fáciles, sino todo lo contrario; al igual que
en la experiencia del esquí, vivieron la frustración y la lucha sin
tregua que supone el dominio de nuevas técnicas y el afrontar nue-
vos desafíos. Todo se hacía cada vez más difícil a medida que sur-
gían nuevos problemas, pero cuando uno está profundamente in-
volucrado en lo que hace, no es precisamente «facilidad» lo que
busca. Si así fuera, los esquiadores se pasarían la vida bajando por
las pistas más fáciles; pero lo que la mayoría de ellos hace, espe-
cialmente los más jóvenes, es tratar de superarse buscando terre-
nos más interesantes.
La analogía con el esquí saca a relucir el lado experimental de
la experiencia de aprendizaje de las matemáticas de Brian y Henry,
que va más allá del mero hecho de adquirir unos conocimientos
técnicos. Tal analogía también nos sugiere algunas de las maneras
en que su aprendizaje fue más allá de las matemáticas, incluso en
el sentido más amplio del término matemáticas. El uso de la pala-
bra fluido en relación al esquí refleja una relación con aquellas ac-
tividades en las que la palabra suele aplicarse con más frecuencia
como, por ejemplo, el lenguaje o la música. Quisiera generalizar
este término a otras actividades y sugerir que Henry y Brian, de
modo bastante distinto, aprendieron a ser fluidos con las matemá-
ticas. También aprendieron a sentir esa fluidez. Quiero, pues, su-
gerir que .la fluidez es un área de la competencia importante y poco
.

reconocida.
Brian aportó a la colaboración una determinada clase de flui-
dez. Su fluidez con la danza, la expresión corporal, fue lo que lla-
mó la atención de Henry y lo que supuso la base de la colabora-
ción misma. Pero, en el caso de Brian, había algo más relativo a
la fluidez o a la falta de ella que la pura competencia en danza.
Brian poseía una gran fluidez al hablar; podía contar un cuento
y dejar absorta a su audiencia. Su habla tenía precisamente esas cua-
lidades de «gracia» y «pasión» que la programación de Henry no
tenía. Ocurrió, sin embargo, algo sorprendente cuando cogió un
lápiz para escribir. Todas esas cualidades se desvanecieron; sobre
el papel no había más que una retahíla de frases inexpresivas. Este
contraste entre un habla fluida y una falta de destreza al escribir
es muy común y una de las principales causas de analfabetismo:
los que por su facilidad de palabra saben lo que es utilizar el len-
guaje con fluidez sienten un profundo rechazo por su torpeza cuan-
do tienen que escribir y a menudo se niegan a hacerlo.
Para personas como Brian la oportunidad de producir anima-
ciones supone una manera de ampliar el dominio de su fluidez a
áreas que comparten características esenciales con el habla, esto es,
la expresión corporal y el lenguaje escrito. Puede ser difícil conse-
guir una buena composición en la pantalla, pero una vez se ha lo-
grado, uno puede moverse con ella; puede sentirse su pasión de
manera muy directa y física. Además, el programa es un texto que
está ahí para ser analizado y corregido. En este sentido, es como
escribir; es escribir.
Esta es una de las formas en que el ordenador rompe las barre-
ras que tradicionalmente has separado lo preletrado de lo letrado,
lo concreto de lo abstracto, lo corpóreo de lo incorpóreo. Al abar-
car muchos aspectos, el ordenador elimina un obstáculo que ha
impedido a mucha gente cruzar la barrera de la concreta y corpó-
rea oralidad de la niñez para alcanzar tipos de competencia que
en el pasado sólo eran accesibles en forma abstracta, alfabética e
incorpórea. Esto es aplicable sobre todo en el caso de Brian. Los
problemas más claros para Henry con este paso son los inversos:
él ha pasado con facilidad al otro lado, pero ha ido demasiado le-
jos y no puede volver fácilmente.
Nuestra cultura sobrevalora lo abstracto, lo cual no nos permi-
te apreciar con nitidez hasta qué punto puede Henry haberse be-
neficiado de su contacto con la coreografía de los movimientos.
Adquirir el sentimiento de crear gracia y pasión le podría haber
sido útil para redactar un informe científico, escribir un cuento
o, simplemente, contar un chiste. Con tiempo, podría incluso haber
influido en sus movimientos corporales. Podría haber cambiado su
vida social. Más concretamente y lo que es más importante, podría
haberle predispuesto a una mayor variedad de modos de conocer.
Ambos muchachos supieron lo que significa comunicarse a tra-
vés de una barrera cultural. Vivieron la experiencia de colaborar
en un proyecto complejo durante muchas semanas y, por supues-
to -aunque esto es quizá lo menos importante- aprendieron a
programar un ordenador.
La historia de Brian y Henry no pretende sugerir que todo es-
tudiante que se encuentre con el Logo va a tener la misma expe-
riencia. Muchos otros factores, además del «Logo», intervinieron
en lo que ocurrió. Podríamos resumirlos diciendo que la profesora
consiguió crear una cultura del ordenador productiva y de apoyo
a los estudiantes en su clase. Aun así, las condiciones distaban mu-
cho de ser las ideales.
Muchos niños tendrán experiencias menos ricas, aunque es raro
que nunca se obtenga ningún beneficio. La historia tampoco pre-
tende ser estadísticamente representativa de un caso típico, sino más
bien conceptualmente representativa de un modo de aprender que
es muy distinto de lo que suele ofrecer la escuela. La siguiente his-
toria es también un buen ejemplo de la «respuesta inmunológica»
de la escuela.

Richard tuvo una intensa experiencia con el Logo durante su


cuarto y quinto año en la Hennigan Elementary School de Bos-
ton. En el marco del proyecto experimental Headlight, había uti-
lizado el Logo casi a diario con un espíritu parecido al de Brian
y Henry y había adquirido una destreza considerable tanto en los
aspectos técnicos de la programación en Logo como en sus usos
como medio para otro tipo de tareas. Unos meses después de que
Richard hubo terminado sus estudios en Hennigan, recibió, en su
nueva escuela, la visita de algunos miembros del grupo de investi-
gación que había trabajado con él y que estaban interesados en sus
progresos. Los investigadores sabían que en la nueva escuela de Ri-
chard el acceso a los ordenadores era más limitado que en Henni-
gan, pero también sabían que la mayor parte del tiempo de orde-
nador se dedicaba al Logo y estaban deseosos de ver lo que estaba
haciendo Richard con sus conocimientos de Logo. Para su sorpre-
sa, se les informó de que a Richard no se le permitía utilizarlo.
«¡Pero, si a usted le gusta el Logo!», le dijeron a la profesora. «Sí,
claro que me gusta», contestó ella «y mis estudiantes pasan mucho
tiempo con él. Pero Richard ya sabe Logo. Así que lo he puesto
a aprender otra cosa».
Esta historia recoge perfectamente las principales diferencias en-
tre el aprendizaje en la escuela y otros tipos de aprendizaje. En
la vida generalmente el conocimiento se adquiere para ser utiliza-
do. ero el aprendizaje en la escuela con frecuencia encaja muy
bien en la metáfora de Freire: se trata el conocimiento como si fuera
dinero, para guardarlo en un banco para el futuro. Algo de ello
había en la manera de pensar de la nueva profesora de Richard.
El Logo es algo que se aprende, no se utiliza; los estudiantes lo apren-
den para conocerlo; cuando lo saben, lo guardan en sus bancos de
memoria (que, además, no conceden intereses) y pasan al siguiente
tema. En el caso de la informática es habitual la defensa de este
enfoque de banquero con el argumento de que les será muy útil
cuando crezcan y busquen trabajos en los que pidan conocimien-
tos de informática. N o hay nada más ridículo. Si «conocimientos
de informática» debe interpretarse en el sentido más restringido de
conocimientos técnicos sobre ordenadores, no hay nada que los
niños puedan aprender ahora que merezca la pena guardar en el
banco: cuando hayan crecido, las destrezas informáticas que se les
puedan exigir en el trabajo habrán pasado a ser algo completamente
distinto. Pero lo más ridículo de este argumento es que la idea mis-
ma de los conocimientos informáticos guardados para el día de ma-
ñana socava la única «destreza informática» importante: la capaci-
dad y el hábito de utilizar el ordenador para hacer cualquier cosa
que uno quiera hacer. Y esto es precisamente lo que se perdió al
trasladar los ordenadores al laboratorio de informática.
Otro modo en que los ordenadores pueden integrarse o aislar-
se del proceso de aprendizaje no está tan relacionado con el orde-
nador en tanto que instrumento como con la computación en tanto
que conjunto de ideas. Este asunto se percibe claramente cuando
comparamos lo que se ha denominado «culturización informáti-
ca» con el sentido de la palabra culturización utilizado para referir-
se a una persona culta. La culturización informática se ha defini-
do, especialmente en el contexto escolar, como un mínimo
conocimiento práctico sobre ordenadores. A alguien que tuviera
un nivel de conocimientos tan bajo en lectura, escritura y literatu-
ra nunca se le llamaría culto; este mismo criterio debería llevarnos
a considerar un inculto de la informática a alguien con un nivel
equivalente de conocimientos sobre los ordenadores. Además, la
diferencia no es solamente una cuestión de grado, sino también
de tipos de conocimientos. Cuando decimos que «X es una perso-
na muy culta» no queremos decir que X es una persona muy há-
bil descifrando fonemas. Como mínimo queremos decir que X sabe
algo de literatura, pero además de eso, queremos decir que X tiene
una manera de comprender el mundo que se deriva de un cierto
conocimiento de la cultura literaria. De la misma manera, el tér-
mino cultura informática debería denotar tipos de conocimiento
relacionados con la cultura informática.
Un ejemplo ilustrativo de lo que acabamos de comentar es la
unidad de enseñanza diseñada por la profesora Joanne Ronkin en
la escuela Hennigan, que combina el estudio de la estructura de
las flores con el estudio de la estructura de los programas de orde-
nador. Ambas cosas están relacionadas de una manera muy sim-
ple. El estudiante tiene que desarrollar un programa de ordenador
que dibuje una flor; el estilo de programación estructurada favore-
ce la división del programa en «subprocedimientos» para cada par-
te de la flor. El estudiante se enfrenta entonces a la elección de ha-
cerlo de una manera que se corresponda con la estructura de la
flor o no. En mi propio estilo de programación suelo ser bastante
poco estructurado, a menos que exista una buena razón para ello:
por ejemplo, procuraría ser bastante estructurado en un programa
para dibujar flores, porque percibo que el «diseño» de la flor enca-
ja en los preceptos de estructuración. De hecho, pienso que la ra-
zón de ser de ambas estructuras es casi la misma. El principal ar-
gumento en favor de programas modulares es que su depuración
es más sencilla y me parece que la afirmación de que la estructura
modular de los sistemas biológicos facilita la «depuración» en el
curso de la evolución es una idea razonable. Este no es más que
un ejemplo, aunque sustancioso, de cómo la visión del mundo a
través de conceptos computacionales permite comprender mejor
otros fenómenos familiares que no tienen una relación tan directa
con los ordenadores.
La crítica al laboratorio de informática, debida a que éste neu-
traliza los efectos del ordenador, no debe interpretarse como un
rechazo a la posibilidad de que se puedan llevar a cabo experien-
cias maravillosas en un aula de ordenadores -siempre y cuando
se permita que ese aula sea el punto de encuentro de todas las ideas
que antes se mantenían separadas.
En un instituto de Missouri, un grupo nada convencional de
profesores se puso de acuerdo para llevar a cabo un proyecto edu-
cativo conjunto: fueron el profesor de física, el de gimnasia y el
de talleres. Su intención era organizar un taller de robótica para
los estudiantes, un tema que, por su variedad de aspectos, suscita-
ba el interés de cada uno de los profesores. Al profesor de física
le interesaban los aspectos teóricos, al de gimnasia todo lo relacio-
nado con los movimientos del cuerpo y al profesor de talleres le
interesaba lo relacionado con la construcción de máquinas.
La importancia del proyecto iba más allá de lo que podía apren-
derse en un taller de robótica. El mero hecho de que estos tres pro-
fesores estuvieran haciendo algo juntos era significativo para los es-
tudiantes, ya que llevaba el mensaje de que, dicho de manera bastante
cruda, «los de ciencias» y «los deportistas» tienen mucho más en
común de lo que ellos mismos piensan.
El proyecto de robótica es un buen ejemplo de lo que llamo
efectos secundarios o sistémicos de la presencia del ordenador. La
escuela no se gastó miles de dólares en ordenadores con la inten-
ción específica de que los estudiantes tuvieran la experiencia de pre-
senciar una alianza espontánea entre tres profesores de tres depar-
tamentos tan distintos. Los ordenadores suelen comprarse con
objetivos educativos específicos y sus efectos primarios se miden
en función del grado de cumplimiento de dichos objetivos. Sin em-
bargo, en una medida que varía de escuela a escuela, la presencia
del ordenador puede llegar a jugar un papel menos específico, pero
potencialmente más importante: al introducirse en la cultura esco-
lar, puede infiltrarse en el aprendizaje de unas formas que sus pro-
motores nunca habrían imaginado.
Otro ejemplo en el que el laboratorio de informática puede pro-
ducir resultados mucho mejores de lo que la administración había
previsto es el de los tejidos africanos que vimos en el capítulo 1.
El profesor, Orlando Mihich, es uno de los muchos que he cono-
cido que ha dedicado parte de su tiempo a organizar sesiones en
el laboratorio de informática fuera del horario escolar, permitien-
do así trabajar a algunos estudiantes con libertad suficiente para
vivir una experiencia de aprendizaje genuina. Los mejores ejem-
plos de proyecto de aprendizaje basado en el ordenador provienen
de la iniciativa individual de profesores creativos que se han nega-
do a limitarse al papel de «profesor de informática».

A pesar de tan numerosos ejemplos de excelente trabajo, el ais-


lamiento del ordenador debe seguir siendo interpretado como una
especie de respuesta inmunológica de la escuela hacia un cuerpo
extraño; al margen de si los participantes eran conscientes o no de
que esto era lo que estaban haciendo, está claro que la lógica del
proceso consistía en devolver al intruso al camino de las maneras
de hacer de la escuela. El ordenador en el aula atentaba contra la
tradicional división de los conocimientos por materias; por eso se
convirtió en una materia más. Atentaba contra la idea de un pro-
grama escolar; por eso pasó a convertirse en una parte más del
programa. Es evidente, sin embargo, que este mecanismo no afecta
solamente a los ordenadores. En su momento, la escuela ha nor-
malizado otras influencias subversivas. Por ejemplo, Piaget fue uno
de los teóricos que defendió el aprendizaje sin programa; la escue-
la emprendió inmediatamente el proyecto de desarrollar un pro-
grama piagetiano.
Al reconocer estas reacciones inmunológicas no podemos más
que buscar respuestas a la pregunta de por qué no hay megacam-
bio, identificando todos aquellos mecanismos que defienden la es-
cuela del megacambio. En cuanto logremos localizar esos meca-
nismos, podremos empezar a pensar en la escuela de manera que
nos permita fomentar el cambio con más efectividad. Así, la his-
toria de Brian y Henry nos permite percibir una vez más esa ten-
sión existente entre la actitud del maestro y las actitudes de la es-
cuela en el momento de tratar con el ordenador. Profundizar en
esta tensión es uno de los principales objetivos de este libro. ¿Cuá-
les son las actitudes de la escuela? ¿Cuáles son las actitudes del
profesor?
Quiero volver a la comparación que establecí entre la educa-
ción y aquellas áreas que, como la medicina, sí han sufrido un me-
gacambio. Una posible respuesta a la pregunta de por qué no ha
habido megacambio en la educación es sostener que la misma idea
de megacambio no es apropiada para la educación: existe una dife-
rencia fundamental entre la escuela y otras áreas como la cirugía,
que han sufrido un megacambio. La cirugía, de acuerdo con este
argumento, puede sufrir un megacambio inducido por los avances
tecnológicos porque es una actividad esencialmente técnica. N o obs-
tante, aprender es una actividad natural como, por ejemplo, co-
mer o conversar. Se han producido cambios en los hábitos alimen-
tarios, pero no megacambios. Unos viajeros en el tiempo que
vinieran del pasado sin duda reconocerían sin problemas qué esta-
mos comiendo hoy, aunque no consiguiesen identificar todos los
ingredientes. El acto de comer es esencialmente el mismo. inde-
pendientemente de si la comida se cocina en un horno microon-
das, al calor del fuego, o se consume cruda. Si hay alguna megadi-
ferencia en el acto de comer, ésta radica en el aspecto social de esta
actividad y no en su dimensión técnica.
Podría estar de acuerdo en que aprender es un acto natural si
hablamos del tipo de aprendizaje en la relación sana entre una ma-
dre y su bebé o entre dos personas que se conocen. Pero la escola-
rización no es un acto natural. Todo lo contrario: la institución
escolar, con sus guiones establecidos para cada día, sus contenidos
fijos, sus exámenes estandarizados y demás parafernalia, tiende cons-
tantemente a reducir el aprendizaje a una serie de actividades téc-
nicas y el papel del profesor al de un técnico. Es evidente que nun-
ca lo consigue por completo, ya que los profesores se resisten a
asumir ese papel de técnicos e introducen relaciones humanas cáli-
das y naturales en sus aulas. Sin embargo, lo importante para po-
der pensar en las posibilidades de un megacambio es que la situa-
ción coloca al profesor en un estado de tensión entre dos polos:
la escuela intenta convertirlo en un técnico; en la mayoría de los
casos la voluntad de ser uno mismo hace que éste se resista, aun-
que casi siempre el profesor ya ha interiorizado el concepto esco-
lar de la enseñanza. Así pues, cada profesor se halla en algún pun-
to de la línea que une al técnico con lo que yo me atrevería a llamar
el verdadero profesor.
El punto principal del cambio en la educación es precisamente
esa tensión entre tecnificar y no tecnificar y el profesor ocupa aquí
la posición del fulcro.
Nunca desde la invención de la imprenta ha habido tantas po-
sibilidades de potenciar el aprendizaje tecnificado. Pero también
tenemos la otra cara de la moneda: paradójicamente, esa misma tec-
nología posee la capacidad de destecnificar el aprendizaje. Si eso
llegara a producirse me atrevería a calificarlo como un cambio más
importante aún que la hipotética aparición de un ordenador en
la mesa de cada estudiante con la intención de que éste asimile los
mismos contenidos de siempre. De todos modos, no tiene ningún
objeto especular sobre qué cambio es más importante. Lo necesa-
rio es reconocer que el aspecto importante del futuro de la educa-
ción radica en si la tecnología potenciará o bien obstaculizará la
tecnificación de lo que se ha convertido en el modelo teórico y,
en gran medida, la realidad de la escuela. Mi argumento paradóji-
co consiste en afirmar que la tecnología sí puede potenciar un me-
gacambio en la educación tan importante como el que se ha pro-
ducido en la medicina, pero sólo lo hará a través de un proceso
contrario al que ha comportado el cambio en la medicina moder-
na. La medicina ha cambiado al hacerse cada vez más técnica; en
educación el cambio vendrá por la utilización de medios técnicos
capaces de eliminar la naturaleza técnica del aprendizaje escolar.
Profesores

Hubo un tiempo en que creía, como muchos otros, que los pro-
fesores serían el principal obstáculo para la transformación de la
escuela* Esta creencia simplificadora, cuya insistente presencia es
en realidad un obstáculo mucho mayor para el cambio educativo
que la propia naturaleza conservadora de algunos profesores, se re-
monta a factores culturales muy arraigados. En mi caso recuerdo
la impresión que me causó, durante mis años de instituto, el de-
moledor aforismo de George Bernard Shaw: «El que puede, pue-
de; el que no puede, enseña». Alguien que «no pueda» no es un
buen candidato para adoptar una postura constructiva en la mate-
rialización de un cambio.
Estas actitudes negativas en contra de los profesores, propias
de nuestra cultura, se han visto alimentadas por experiencias per-
sonales. Yo era un niño rebelde y veía a los maestros como mis
principales enemigos. Con el tiempo estos sentimientos se vieron

* Las ideas desarrolladas en este capítulo nacieron a partir de mis conversaciones con
Carol Sperry.
acompañados por un posicionamiento teórico que tenía como con-
secuencia ilógica la estigmatización de los profesores al identificarlos
con los papeles que la escuela les asignaba. No me gustaban los
métodos coactivos de la escuela y eran los profesores quienes apli-
caban esa coacción. No aprobaba la evaluación por medio de no-
tas y eran los profesores quienes las ponían. No obstante, no me
faltaban argumentos en mi experiencia pasada para mostrar más
simpatía hacia los profesores.
Como la mayoría de las personas con malos recuerdos de la es-
cuela, me quedan muy agradables impresiones de algunos maes-
tros. Por ejemplo, la huella de Mr. Wallis permanece indeleble.
«Daisy» (que era el apodo que le pusimos, aunque nunca se lo diji-
mos en la cara) me daba oficialmente clase de latín y de griego,
pero me ayudó a comprender mejor a Lewis Carroll que a Cice-
rón o a Herodoto. También me enseñó el undécimo mandamien-
to: «Inventarás tres teorías cada día antes del desayuno y las dese-
charás antes de la cena». Me encantaba y aún hoy veo cuánto le
debo por algunos aspectos de esa actitud epistemológica un tanto
alegre que conforma mi actual pensamiento. Sin embargo, por aquel
entonces y hasta hace muy poco, consideraba que Daisy era una
excepción, lo que dejaba mis prejuicios hacia los profesores tan in-
tactos como el racismo de los que dicen: «¿Racista yo? ¿Por qué?
Si algunos de mis mejores amigos son...». El efecto final no inci-
día, pues, en mejorar mi opinión sobre los profesores, sino que me
hacía pensar: «Daisy no es un profesor, es un tipo maravilloso».
Tuve que escribir Mindstorms y desarrollar el Logo para descubrir
cuántos otros profesores son unas personas maravillosas; es la es-
cuela la que los disfraza de algo que no son.
El Logo dio a muchos miles de maestros la primera oportuni-
dad de experimentar modos de utilizar el ordenador que han enri-
quecido su estilo personal de enseñanza. No les fue fácil. Se sintie-
ron frustrados por las precarias condiciones: a menudo tuvieron
que trabajar con muy pocos ordenadores, que casi siempre te-
nían que compartir entre varias clases; las oportunidades de desa-
rrollar su propia cultura informática eran limitadas; y a menudo
la reacción inmunológica de la escuela les arrebató el poco éxito
que habían alcanzado. Incluso el Logo que se utilizaba por aquel
entonces me resulta tristemente primitivo cuando miro hacia atrás
después de una década de evolución de este lenguaje. Sus versiones
más recientes son más fáciles de usar, más intuitivas y flexibles. Sin
embargo, aunque sólo una minoría de esos maestros, pioneros en
el uso del Logo, consiguió utilizarlo para construir un entorno sa-
tisfactorio en el aula, lo que ellos intentaron llevar a cabo es una
rica fuente de indicios para comprender la fuerza del cambio la-
tente en su profesión. Mi pensamiento cambió radicalmente. Nor-
malmente se piensa en los libros como vehículos a través de los
cuales los lectores llegan a comprender cómo piensan sus autores.
En mi caso, Mindstorms tuvo también el efecto inverso. o
No escribí el libro pensando en los profesores; imaginé que,
como máximo, algún pequeño grupo de vanguardia lo leería. Así
que cuando las estimaciones sobre lectores dentro del colectivo de
profesores alcanzó los seis dígitos, me sentí satisfecho, pero algo
desconcertado. ¿Qué les podía haber gustado de mi libro? Me re-
sultaba preocupante que hubiera algo en mi propio trabajo que yo
no comprendía.
Afortunadamente, el libro también me ayudó a hallar respues-
tas a las preguntas que planteaba. Fue un pasaporte al mundo de
los profesores. Recibí cientos de cartas de profesores contándome
sus anhelos y sus esperanzas, sus planes y su resentimiento. Me vi
inundado de invitaciones para participar en conferencias, semina-
rios, para visitar escuelas y colaborar en proyectos. Todo lo cual
me ofreció una oportunidad única de comprender qué querían ex-
presar los profesores en sus experimentos con ordenadores. A me-
dida que avanzaba, mi costumbre de equiparar «profesor» a «es-
cuela»fue dando paso a la percepción de una relación mucho más
compleja. El cambio trajo consigo un sentimiento de liberación
y de que el equilibrio de fuerzas era mucho más favorable al cam-
bio de lo que yo había supuesto; trajo, también, el desafío de llegar
a comprender la interacción entre las distintas corrientes dentro
del mundo de los profesores: los que lo favorecían y los que se re-
sistían a él. Hallar maneras de apoyar estas corrientes constituía
una de las más importantes contribuciones que uno puede hacer
para promocionar el cambio educativo.
Como base para comprender estas corrientes quisiera conside-
rar una historia contada por Fred Hechinger, periodista especiali-
zado en temas educativos, en una columna del New York Times
injustamente ignorada. No puedo imaginar a ningún profesor que
no reconozca en ella el destello de su propia experiencia personal.
El director de una escuela de Nueva York entró en un aula para
escuchar una lección de química. Era brillante. El director quedó
cautivado. Al final de la sesión se acercó al profesor para felicitarle
por su excelente clase y le pidió ver el guión que utilizaba.El pro-
fesor le contestó que se sabía tan bien lo que tenía que explicar
y le gustaba tanto que no necesitaba ningún guión. El director no
tenía nada que objetar a la clase que había presenciado, pero no es-
tuvo muy de acuerdo con los métodos del profesor, que al día si-
guiente encontró una carta de aviso en su buzón.
Hay varias lecturas para este patético episodio de un sistema que
desbarata sus propios objetivos en un intento de hacerlos cumplir.
Podemos tomárnoslo como una referencia satírica a un pequeño
altercado entre un director sobrado de celo y un trabajador ino-
cente, el primero con un comportamiento ridículamente cerril ante
una pequeña transgresión de la letra de las reglas y el segundo in-
capaz de comprender la importancia de las apariencias, que se po-
drían haber salvado escribiendo un guión de muestra. De acuerdo
con esta lectura, la relación de esta historia con el mundo escolar
es meramente incidental; es comparable con cualquier otro episo-
dio burocrático en cualquier otro terreno de la vida.
En una segunda lectura, no obstante, la historia pone el dedo
en la llaga de la realidad escolar. Reproduce las tensiones entre la
idea de una escuela cálida para criar a los niños y la idea de una
escuela fría como una máquina pensada para llevar a cabo unos
procedimientos establecidos de antemano. Evoca expectativas de
una enseñanza que nos haga amar el conocimiento y frustraciones
por tener que memorizar listas de hechos que, nos gusten o no,
algún experto ha decidido que deben ser conocidos.
La elección entre una u otra lectura de la historia de Hechinger
plantea la principal pregunta sobre la educación: ¿es el problema
de la escuela algo superficial que puede resolverse con una do-
sis de buena voluntad y sentido común o, por el contrario, es algo
más profundo que afecta a los cimientos mismos sobre los que se
asienta el sistema? ¿Es la enfermedad de la escuela un pequeño res-
friado o un cáncer?
El significado de ambas visiones se hace patente al comparar
la historia de Hechinger con el principal episodio referido en el
capítulo anterior. La escuela ha desarrollado un sistema jerárquico
de control que impone unos límites muy estrechos para la capaci-
dad de maniobra de los participantes-tanto administradores como
profesores-, lo que les impide tomar una mayor iniciativa perso-
nal. Ninguno acepta por completo esos límites. La historia de He-
chinger nos muestra una pequeña escaramuza dentro de esa per-
manente lucha por el poder en que los participantes están midien-
do constantemente sus fuerzas sin llegar nunca a desafiar al siste-
ma. La semilla de ese desafío estaba presente en la decisión de
permitir que Brian y Henry dedicaran tiempo a su coreografía por
ordenador. El profesor de química podría, si hubiese querido, ha-
ber escrito unos apuntes de muestra, como hacen muchos de sus
compañeros. Thelma no tenía esta opción. No podía haber apun-
tes de clase, por la simple razón de que no había «clase».
Así pues, la decisión de cómo utilizar los ordenadores colocó
a la profesora en una posición enfrentada con el sistema de con-
trol de la escuela: al decidir que no iba a controlar a sus alumnos,
privó a la escuela de la manera tradicional de ejercer el control so-
bre ella. El problema ha dejado de centrarse en cómo se distribuye
el poder dentro de la jerarquía educativa para fijarse en si el siste-
ma jerárquico es el más apropiado para la educación. Existen acti-
vidades en las que la organización jerárquica es obligatoria y el ejér-
cito es el ejemplo más claro. En el otro extremo tenemos actividades
para las que cualquier persona sensata juzgaría absurda una orga-
nización jerárquica; por ejemplo, la pintura o la poesía. En otras
áreas hay un cierto margen de elección entre la jerarquía y su opues-
to -que, siguiendo a Warren McCulloch, denominaré heterarquía-,
lo que sugiere un sistema en el que cada uno de los componentes
gobierna a todos los demás por igual. ¿Qué lugar debería ocupar
la organización escolar en este abanico que va desde la milicia a
la poesía?
Si lo planteamos como un «problema de gestión», existe el pe-
ligro de que la escuela lo aborde (y muchas así lo hacen) apelando
a expertos en la gestión de organizaciones de todo tipo. Sin em-
bargo, la inyección de un nuevo plan de gestión en una escuela que
no ha cambiado es equiparable a inyectar ordenadores o nuevos
contenidos dejando todo lo demás como estaba. El cuerpo extra-
ño será expulsado. La organización jerárquica de la escuela está ín-
timamente ligada a su propia visión de la educación y, en particu-
lar, a su compromiso con una manera jerarquizada de entender el
conocimiento. El lugar que se le concede a la organización de la
escuela en la escala de jerarquía-heterarquía depende del lugar en
que se sitúe el conocimiento en la escala de jerarquía-heterarquía
de las epistemologías.
Una exposición caricaturizada de la teoría jerárquica del cono-
cimiento podría ser como sigue: el conocimiento se compone de
una serie de átomos llamados hechos, conceptos y destrezas. U n
buen ciudadano necesita unos 40,000 átomos. Los niños pueden
adquirir 20 átomos por día. U n pequeño cálculo nos permite de-
mostrar que 180 días durante un período de 12 años serán sufi-
cientes para acumular 43,200 átomos en sus cabezas; sin embargo,
esa operación debe estar perfectamente organizada, ya que si bien
una pequeña pérdida de tiempo no sería dañina, la reducción de
un 10 por ciento de ese tiempo supondría la imposibilidad de al-
canzar el objetivo. Se deduce, por tanto, que los técnicos encarga-
dos de ello (que, en adelante, denominaremos profesores) deben
seguir un plan muy detallado (que, en adelante, denominaremos
contenidos) y coordinado para los 12 años. En consecuencia, es
imprescindible que los profesores pongan por escrito la cantidad
de átomos diarios que han introducido en los bancos de memo-
ria de los estudiantes. El problema del control de calidad queda
resuelto gracias al descubrimiento de que existen relaciones jerár-
quicas entre los átomos: los hechos pertenecen a la categoría de
los conceptos, los conceptos pueden clasificarse en materias y las
materias pueden dividirse en cursos. Asimismo, es posible estable-
cer una jerarquía de personas que se corresponda con la jerarquía
de conocimientos. La supervisión de los profesores es responsabi-
lidad de los coordinadores de contenidos y los jefes de departamento
que, a su vez, quedan bajo la responsabilidad de los directores, cuya
supervisión corre a cargo de los superintendentes.
Podríamos establecer una analogía entre esta teoría y la cons-
trucción de una catedral gótica con 40,000 sillares. Está claro que,
para llevar a cabo esta tarea, se precisa una buena organización.
Uno no puede dejar a los trabajadores a su libre albedrío y que
coloquen los sillares allí donde mejor les parezca. La educación de
un niño sería, de acuerdo con esta analogía, un proceso parecido.
Todo el mundo tiene que seguir un plan.
Es evidente que nadie subscribiría esta teoría de forma literal.
No obstante, creo sinceramente que capta a la perfección la esen-
cia de esas teorías, tan respetables desde el punto de vista académi-
co, de las cuales la organización jerárquica de la escuela deriva su
legitimidad. Si el modelo de la catedral gótica para el aprendizaje
fuera correcto, Thelma iba entonces derecha hacia el desastre al per-
mitir que sus alumnos decidieran, por así decirlo, dónde poner los
ladrillos; y las autoridades de su escuela se habrían comportado
de manera extremadamente negligente al permitirle hacer eso. Sin
embargo, no se estaba comportando de forma descuidada, perezo-
sa o irresponsable. Así pues, los profesores que otorgan tanta auto-
nomía a sus estudiantes no hacen más que proclamar su creencia
en una teoría del conocimiento radicalmente distinta, una teoría
que comporta un esfuerzo mucho mayor tanto por su parte como
por la de sus estudiantes.
Mi uso del término «teoría del conocimiento» en vez de «me-
todología de la enseñanza» es deliberado. Los educadores progre-
sistas no se ven a sí mismos ofreciendo un método alternativo para
transmitir la misma lista de conocimientos; valoran un tipo dis-
tinto de conocimientos.
Por ejemplo, eventualmente utilizo un ascensor que funciona
con un código de seguridad. Hay que teclear un número de cuatro
dígitos para que se ponga en marcha. Ya que el código cambia con
frecuencia y yo uso el ascensor pocas veces, sólo recuerdo el nue-
vo código de forma muy vaga. «Hay un 17 y un 34», me digo, «quizá
sea un 1734 o un 3417 o a lo mejor los números son 71 y 43».
Lo intento unas cuantas veces y el ascensor se mueve. Eso está muy
bien. Funciona. En la escuela, sin embargo, no superaría el exa-
men de ascensores. Este es un ejemplo trivial de un importante
fenómeno que llamo conocimiento en uso. Cuando el conocimien-
to se reparte en pequeñas dosis, uno no puede hacer otra cosa que
memorizarlo en la clase y reproducirlo por escrito en el examen.
Cuando se introduce en su contexto de uso, uno puede jugar con
él y corregir pequeños errores, como cambiar el orden de los dígi-
tos del código del ascensor.
N o quiero con ello sugerir que el conocimiento en uso sea la
esencia de la epistemología progresista, ni siquiera que el profesor
progresista esté dispuesto a aceptar este principio. Lo utilizo aquí
como signo de un «tipo diferente de conocimiento». Lo que creen
los profesores que rechazan la filosofía de la educación de la escue-
la es muy variado. De hecho, lo que debería hacerse es animar a
cada profesor a ir tan lejos como le sea posible en el desarrollo de
un estilo personal de enseñanza. Parece que una metáfora menos
específica que utilicé en Mindstorms, sin embargo, identifica con
bastante fidelidad un elemento común que nos proporciona un mar-
co en el que circunscribir las aspiraciones y los problemas de los
profesores progresistas. La metáfora se basa en una observación re-
lacionada con la idea de que los niños muestran diferentes «aptitu-
cimiento podría ser como sigue: el conocimiento se compone de
una serie de átomos llamados hechos, conceptos y destrezas. U n
buen ciudadano necesita unos 40,000 átomos. Los niños pueden
adquirir 20 átomos por día. U n pequeño cálculo nos permite de-
mostrar que 180 días durante un período de 12 años serán sufi-
cientes para acumular 43,200 átomos en sus cabezas; sin embargo,
esa operación debe estar perfectamente organizada, ya que si bien
una pequeña pérdida de tiempo no sería dañina, la reducción de
un 10 por ciento de ese tiempo supondría la imposibilidad de al-
canzar el objetivo. Se deduce, por tanto, que los técnicos encarga-
dos de ello (que, en adelante, denominaremos profesores) deben
seguir un plan muy detallado (que, en adelante, denominaremos
contenidos) y coordinado para los 12 años. En consecuencia, es
imprescindible que los profesores pongan por escrito la cantidad
de átomos diarios que han introducido en los bancos de memo-
ria de los estudiantes. El problema del control de calidad queda
resuelto gracias al descubrimiento de que existen relaciones jerár-
quicas entre los átomos: los hechos pertenecen a la categoría de
los conceptos, los conceptos pueden clasificarse en materias y las
materias pueden dividirse en cursos. Asimismo, es posible estable-
cer una jerarquía de personas que se corresponda con la jerarquía
de conocimientos. La supervisión de los profesores es responsabi-
lidad de los coordinadores de contenidos y los jefes de departamento
que, a su vez, quedan bajo la responsabilidad de los directores, cuya
supervisión corre a cargo de los superintendentes.
Podríamos establecer una analogía entre esta teoría y la cons-
trucción de una catedral gótica con 40,000 sillares. Está claro que,
para llevar a cabo esta tarea, se precisa una buena organización.
Uno no puede dejar a los trabajadores a su libre albedrío y que
coloquen los sillares allí donde mejor les parezca. La educación de
un niño sería, de acuerdo con esta analogía, un proceso parecido.
Todo el mundo tiene que seguir un plan.
Es evidente que nadie subscribiría esta teoría de forma literal.
No obstante, creo sinceramente que capta a la perfección la esen-
cia de esas teorías, tan respetables desde el punto de vista académi-
co, de las cuales la organización jerárquica de la escuela deriva su
legitimidad. Si el modelo de la catedral gótica para el aprendizaje
fuera correcto, Thelma iba entonces derecha hacia el desastre al per-
mitir que sus alumnos decidieran, por así decirlo, dónde poner los
ladrillos; y las autoridades de su escuela se habrían comportado
tica de la enseñanza es la que ya he mencionado. El aprendizaje
de una materia muerta presupone el acto de desmenuzar el cono-
cimiento en pedazos que se pueden enseñar, lo que nos lleva direc-
tamente a la parafernalia típica de contenidos, jerarquía y control.
Por el contrario, Brian y Henry tuvieron la posibilidad de estruc-
turar sus conocimientos por sí mismos, con la ayuda ocasional de
terceros. El aprendizaje en uso libera a los estudiantes y les permi-
te aprender de manera personalizada, lo que a su vez libera a los
profesores y les permite ofrecer a los estudiantes algo más perso-
nal y provechoso para ambos. Este panorama no está, sin embar-
go, exento de problemas y algunos profesores lo ven más como
una amenaza que como una liberación.
La sensación gratificante de Thelma al percibir que había he-
cho algo creativo (y subversivo, aunque no intencionadamente) con
el desarrollo de su plan de informática, trajo consigo riesgos tanto
psicológicos como burocráticos. La definición de roles que hace
la escuela reprime al profesor, pero también ofrece protección, como
puede comprobarse en la siguiente historia cuyos rasgos principa-
les he extraído de testimonios de los que han seguido los mismos
pasos que Thelma.
Lo que sigue es la reconstrucción de lo que me contó Joe, un
profesor de quinto grado:
Desde el momento en que llegaron los ordenadores tuve miedo de que
mis estudiantes llegaran a saber más programación de la que yo nunca
sabré. Claro que, al principio, yo jugaba con ventaja. Acababa de asistir
a una escuela de verano sobre el Logo y mis alumnos todavía estaban em-
pezando. Pero durante el curso fueron progresando. Podían dedicarle más
tiempo que yo. La verdad es que el primer año no fue suficiente para
que me igualaran en conocimientos, pero yo sabía que cada año que pasa-
ra ellos sabrían más y más gracias a la experiencia acumulada en los años
precedentes. Además, los niños sintonizan mejor con los ordenadores que
los adultos.
La primera vez que me encontré con que los estudiantes tenían pro-
blemas que yo no podía comprender luché por evitar encararme con el
hecho de que ya no podía mantener mi posición del que sabe más que
ellos. Tenía miedo de que, al reconocerlo, mi autoridad como profesor
se viese socavada. Pero la situación empeoraba. Finalmente no pude más
y tuve que reconocer que no comprendía el problema: «Id y hablad con
vuestros compañeros de clase que quizá podrán ayudaros», les dije. Así
lo hicieron y ocurrió que, juntos, los niños fueron capaces de hallar una
solución. Lo sorprendente es que aquello que yo tanto temía resultó ser
una liberación. N o tenía miedo a ponerme en evidencia. Ya lo había he-
cho. N o tenía que seguir fingiendo. Lo bueno del caso es que me di cuen-
ta de que mi engaño iba más allá de la informática. Sentí que ya no podía
fingir que lo sabía todo sobre las demás materias. ¡Qué descanso! La rela-
ción con los alumnos y conmigo mismo ha cambiado. Mi clase se ha con-
vertido en una comunidad en la que todos colaboramos para aprender
juntos.

Una breve reflexión sobre este episodio demuestra que no exis-


te una respuesta simple para algunas preguntas cuantitativas que
algunos lectores plantearían, por triviales que éstas puedan pare-
cer: ¿Cuántos profesores encajan en ese perfil tan optimista que
nos proporciona Thelma? ¿Hasta dónde serían capaces de llevar
sus ideas? ¿Qué grado de esfuerzo y sacrificio estarían dispuestos
a hacer? Mi descripción de Thelma le otorga el aire de una entre-
gada idealista. La mayoría comparten con Joe los miedos y las du-
das de aquellos profesores que se vieron abocados a experimentar
con los ordenadores como instrumentos de cambio. Joe se embar-
có en el experimento con entusiasmo. N o supo calibrar de ante-
mano los problemas con que se podía encontrar y, cuando llega-
ron, dudó. En este caso las cosas fueron bien, pero muchos otros
en su lugar no continuaron adelante. A muchos se les retiraron
los ordenadores para instalarlos en laboratorios de informática. Al-
gunos siguieron a las máquinas, abandonando el aula para conver-
tirse en profesores de informática. Muchos sintieron el desengaño
de la tan cacareada revolución informática, a medida que el uso
de los ordenadores caía en la rutina. Es demasiado difícil determi-
nar cómo continuaron algunos y cómo abandonaron otros, lo cual,
por otro lado, carece de interés, ya que, como demuestra el caso
de Joe, cada situación individual depende de un frágil equilibrio
que puede inclinar la balanza hacia un lado o el otro. Lo que sin
duda carece de valor para los interesados en el cambio es restarle
importancia a los factores adversos: sólo comprendiéndolos pode-
mos aspirar a diseñar una buena estrategia para el futuro. Por el
mismo motivo suponen una base muy endeble sobre la que asen-
tar las críticas de aquéllos que aún mantienen que los ordenadores
no tienen un lugar en el futuro de la educación.
A pesar de sus dudas Joe fue más lejos que muchas de las otras
personas que he mencionado hasta ahora. El profesor de química
en el relato de Hechinger trató de expresar el entusiasmo imelec-
tual que sentía por sus clases; Thelma intentó crear un ambiente
propicio para que los estudiantes desarrollaran sus propios entu-
siasmos; Joe dio un paso más hacia adelante al formular explícita-
mente la idea (que muchos guardan en silencio) de unirse a la ale-
gría de aprender al mismo tiempo que sus estudiantes. Esta
progresión tiene una explicación psicológica. El querer aprender
es uno de los principales deseos humanos y estar con niños que
aprenden mientras a uno se le priva de hacerlo es como estar a
régimen y observar a los comensales de un buen restaurante. ¿Por
qué los profesores no lo hacen?
Hay muchos aspectos de la escuela que impiden a los profeso-
res llegar a convertirse a su vez en estudiantes de su clase. Algo
tan simple como el horario suele ser una de las cosas que los pro-
fesores progresistas apuntan cuando se les pregunta sobre ello. Di-
cen que no hay suficiente tiempo, simplemente. Creo que el caso
de Joe es una buena muestra de la falacia que esconde esta explica-
ción. Está claro que Joe no habría tenido bastante tiempo si hu-
biese querido seguir haciendo lo mismo y ocuparse además de su
propio aprendizaje. Sin embargo, tuvo el valor de poner en prácti-
ca un plan que tenía muchas más posibilidades de funcionar: alte-
ró la vida de su clase de tal modo que sus estudiantes podían reci-
bir pero también podían dar, y en su proceso de aprendizaje no
competía con los alumnos sino que contribuía al proceso que ellos
seguían. Para hacerlo tuvo que admitir algo muy difícil de afron-
tar: la mayor parte del trabajo que les mandaba a sus estudiantes
era demasiado aburrido como para sentirse tentado a unirse a ellos.
El ordenador cambió la situación, porque es un objeto sobre el
que resulta interesante aprender y porque introduce nuevas dimen-
siones de interés en otras áreas del trabajo.
Lo que yo le vi hacer a Joe en su clase' incluía muchos más as-
pectos del aprendizaje que los relacionados con la programación
y que habían sido el objeto principal de sus miedos. Algunos de
sus estudiantes hacían trabajos como el de Brian y Henry, pero
la mayoría participaba en proyectos muy distintos, en los que las
matemáticas formaban parte de materias que, como la historia y
las ciencias. están más orientadas hacia los hechos. Una caracterís-
tica de este tipo de proyectos es lo que tuve la oportunidad de ob-
servar en el trabajo de una profesora de cuarto .y quinto en la es-
*

cuela Henniean de Boston.


Antes de que los ordenadores entraran en su vida, Joanne había
desarrollado un proyecto como parte de su trabajo en clase de bio-
logía humana. El tema de estudio era el esqueleto y su manera de
tratarlo era pedirles a sus estudiantes que escogieran un hueso y
escribieran un informe. Cuando llegaron los ordenadores se limi-
tó a hacer lo mismo que antes, aunque, dado que los estudiantes
ya sabían bastante Logo, éstos redactaban su informe en la pantalla
en lugar de hacerlo con lápiz y papel. En cierto sentido nada va-
rió, con la excepción del cambio de medios de trabajo. Pero el cam-
bio tuvo sus consecuencias. Una de ellas está relacionada con los
miedos expresados por Joe. El ordenador es un instrumento abier-
to, que incita a algunos estudiantes, como mínimo, a llevar sus co-
nocimientos hasta el punto de mejorar el proyecto a través de una
variedad ilimitada de «efectos».Así, aprender más acerca de las téc-
nicas informáticas se convierte en parte del proyecto, cosa que nunca
ocurre cuando se trabaja con lápiz y papel. Podría parecer que esa
actividad distrae a los estudiantes del «objetivo principal,, que, en
este caso, era aprender biología, pero no es así. El pensar sobre la
representación en pantalla tuvo el efecto de producir un interés
por el esqueleto humano que no se había dado en los días en que
n o había ordenadores. El esqueleto de la figura, fruto de la colabo-
ración de cuatro estudiantes, pone de relieve algunos de los aspec-
tos que son propios de lo que ocurre en estos casos.
En primer lugar, los estudiantes cambiaron el objetivo de la ta-
rea de representar un solo hueso por el de representar el esqueleto
entero, lo cual fue posible gracias a que el ordenador les ofrecía
unas mejores condiciones de trabajo: las distintas partes realizadas
por cada uno de los colaboradores podían juntarse con gran facili-
dad. Además, cada uno de los módulos podía reutilizarse y era po-
sible hacer cambios sin necesidad de recurrir al confuso proceso
de borrar o al tedio de volver a empezar. En segundo lugar,las
mismas condiciones de trabaio sirvieron a un doble p r o p ó s i t loo
cual puede percibirse fácilmente en el dibujo: el dibujo se realizó
con una cierta preocupación estética, además de la natural preocu-
pación por la precisión científica. Todo lo cual plantea un serio
reto sobre la naturaleza del conocimiento y las maneras de enjui-
ciarlo. Diría que es una responsabilidad epistemológica de los pro-
fesores el mantener una charla con estos estudiantes (cosa que tuve
el privilegio de llevar a cabo) sobre qué sacrificios tuvo que hacer
cada uno de ellos en atención a los demás.
El caso de la ciencia y la estética es sólo uno de los muchos
que impone un tipo diferente de exigencias para un profesor en
FIGUR 3. AEste dibujo fue realizado con un programa Logo Writer escrito por cuatro
estudiantes de cuarto.

una clase de ciencia -aunque también le ofrece un abanico más


amplio de oportunidades-. Independientemente de si se percibe
como una exigencia o una oportunidad, es evidente que el caso
requiere unos conocimientos y una sofisticación para los que no
hay lugar en el marco de las tradicionales escuelas pedagógicas.
¿Dónde pueden encontrar ayuda los profesores para formarse en
esta dirección? ¿Qué tipo de formación les puede ser de alguna
ayuda?
Para definir el problema, que quizá sea el más importante con
el que se encuentra la adopción de los ordenadores en la educa-
ción, puede ser útil considerar algunos de los obstáculos que en-
cuentran los profesores en su búsqueda de soluciones. El peor es
el que simplemente impide que se produzca alguna situación inte-
resante. Los diseñadores del esqueleto tenían acceso a los ordena-
dores durante una hora diaria y su profesora les dio libertad para
aprovechar ese tiempo como ellos quisieran. Así pues, los estudiantes
y la profesora pudieron involucrarse en el proyecto lo suficiente
como para que pasaran cosas interesantes y para poder tratarlas de
forma interesante.
Sin embargo, hay muy pocas posibilidades de que esto ocurra
-aunque no deja de ser un tributo a la impresionante capacidad
de adaptación de alumnos y profesores el que, a veces, ocurra-
cuando los estudiantes pasan cuarenta minutos semanales en el la-
boratorio de informática y aprenden a utilizar un procesador de
texto o una base de datos, se les explica cómo es por dentro un
ordenador, e incluso «hacen un poco de Logo». U n segundo obs-
táculo es el concepto mismo de adiestramiento de profesores. Aun-
que el nombre no sea lo más importante del concepto, es curio-
so que el término «adiestramiento de profesores» esté a menudo
en boca de personas que se horrorizarían ante la idea de que se
adiestra a los profesores para «adiestrar»a los niños. El término me
hace pensar en adiestrar a un niño a ir al baño para no ensuciarse,
en adiestramiento básico, en adiestrar a un tigre. Ya sé que la pala-
bra adiestramiento se suele usar para referirse a tipos respetables
de aprendizaje. Por ejemplo, en el segundo capítulo mencioné mi
adiestramiento como matemático. Pero iustificar así «adiestramiento
de profesores» se me antoja -a mí y a muchos profesores que co-
nozco- como ,iustificar ciertos usos del p r o n o m b réle con el me-
texto de que también incluye a las mujeres. Desde un punto de
vista gramatical ambos usos son «correctos», pero en ambos casos
el problema es más de ideología que de sintaxis. ¿Por qué esta asi-
metría? ¿Por qué hablamos de los profesores y de los niños de ma-
neras tan diferentes? La respuesta nos hace volver al tema del que
veníamos tratando: la escuela, institucionalmente hablando, no per-
cibe el papel del profesor como algo creativo, sino como el de un
técnico que lleva a cabo una tarea técnica, para lo cual la palabra
adiestramiento es perfectamente apropiada?
Se acepte o no este análisis, es difícil no reconocer su valor en

" En este párrafo hacemos un uso poco común (y a veces poco intuitivo) de la voz
«adiestrar» y sus derivados a fin de verter con la máxima fidelidad el problema termino-
lógico del inglés que el autor discute. En esta lengua, la palabra «training»posee el senti-
do que aquí le hemos atribuido a «adiestrar».Así, el inglés usa «train»allí donde el caste-
llano usaría «formar»(formación de profesores, formación como matemático), pero
también donde se usaría «adiestrar»o «entrenar»(adiestrar un tigre). El problema lin-
güístico que se plantea en este párrafo no se da, pues, en castellano, ya que se puede utili-
zar la palabra «formación» tanto para referirse a profesores como a niños (véase «forma-
ción de formadores»). [N. del T.]
relación con el tipo de preparación que la escuela considera como
la más apropiada para los profesores de informática. En muchos
sistemas educativos lo que se les ofrece a los profesores que van
a usar ordenadores merece realmente el nombre de adiestramien-
to, ya que éste consiste en unas cuantas sesiones de dos horas, erró-
neamente denominadas «talleres»o «seminarios», cuyo objetivo es
reforzar destrezas de tipo técnico. A fin de enfatizar esas limita-
ciones será interesante considerar algunos ejemplos de casos en los
que se ha proporcionado a los profesores mejores condiciones para
aprender y perfeccionarse.
Hace unos ocho años tuve la oportunidad de dirigir una escue-
la de verano sobre Logo para un pequeño grupo de profesores. Yo
estaba un poco nervioso porque sospechaba que una de las partici-
pantes no estaba ahí por un especial interés para aprender Logo,
sino porque había recibido órdenes de su director para poner en
práctica, en un momento en que esto era excepcional, un proyecto
de informática educativa en su escuela. Sabía que el resentimiento
contenido de uno de los participantes por haberse perdido las va-
caciones de verano podía afectar al funcionamiento del grupo, in-
cluso si los demás habían venido por su propia voluntad.
En estos casos mi método de trabajo consiste en proponer al
grupo desarrollar un proyecto lo bastante abierto como para que
se dé cabida a numerosos enfoques y lo suficientemente restrictivo
como para permitir la comparación. Mi propuesta para este taller
fue que cada uno escribiera un programa que representara algún
aspecto de la noción «pueblo». La programación de un ordenador
para que dibuje un pueblo en la pantalla es un buen tema para que
los principiantes practiquen técnicas de programación. Se puede
empezar escribiendo un procedimiento para dibujar una vivienda;
cuando el procedimiento, una vez depurado, funciona bien, entonces
puede utilizarse como subrutina de un programa mayor que dibu-
je un grupo de viviendas iguales; una vez se tiene el programa bá-
sico, se puede empezar a incluir más variedad con toda suerte de
adornos y detalles como animación, texto e hipertexto. Desde el
punto de vista pedagógico tiene la ventaja de que los estudiantes
pueden detenerse en distintos puntos, comparar su destreza técni-
ca y gustos personales y siempre tienen un trabajo acabado que
pueden mostrar.
A medida que pasaban los días, mis temores parecían infunda-
dos. Todo el mundo estaba absorto en sus actividades y me sentía
particularmente aliviado por el hecho de que el miembro del gru-
po que tanto me preocupaba apenas podía controlar su entusias-
mo. Durante los períodos de debate comentaba con fervor cual-
quier idea que se le ocurría para utilizar lo que estaba aprendiendo;
incluso cuando trabajaba con su ordenador, profería de vez en cuan-
do exclamaciones de que no veía el momento de volver a su clase
con sus nuevos conocimientos. «¡A mis niños les encantará!». De
acuerdo con cualquier criterio de evaluación el taller estaba fun-
cionando muy bien. Mi objetivo educativo consistía en que mis
estudiantes (los profesores) aprendieran Logo y fundamentos de pro-
gramación y la clase hacía rápidos progresos en esta dirección, ade-
más de demostrar mucho entusiasmo.
A pesar de ello tenía la sensación de que algo iba mal. N o pude
identificarlo hasta que se produjo un pequeño incidente durante
una sesión. Aparentemente una de las participantes tenía la misma
sensación que yo, pero fue más rápida en identificar el problema.
Perdió la paciencia ante tantas expresiones de entusiasmo y, entre
dientes, dijo: «¡Olvídate de los [exabrupto] niños!» La reacción de
los demás fue inmediata: algunos, impresionados, protestaron ante
esa reacción; uno de ellos, sin embargo, inmediatamente mostró
su acuerdo. En un principio no pude ocultar mi desconcierto, pero
en seguida me di cuenta de que el estallido tenía mucho que ver
con lo que me preocupaba. El elemento discordante que no había
podido identificar consistía en el hecho de que los participantes
en el curso pensaban en ellos mismos como profesores en período
de adiestramiento ero no como estudiantes. La conciencia de ser
profesores les impedia entregarse por completo a la experiencia de
aprendizaje, sentir que lo que estaban haciendo era intelectualmente
gratificante y divertido en sí mismo y apreciar lo que podía apor-
tarles como invididuos. El principal obstáculo con que se encuen-
tran los profesores para aprender es su propia inhibición frente al
aprendizaje.
Después del incidente experimenté un sentimiento de libera-
ción comparable al de Joe. Conseguí desembarazarme de aquel te-
mor porque algo iba mal y de aquella necesidad de hallar mi pro-
pia seguridad en las continuas expresiones de placer de los
profesores. La libertad me permitió fijarme más en lo que cada in-
dividuo estaba haciendo en su trabajo de programación y muy pron-
to observé un notable cambio en su estilo. Algunos diseñaban las
casas utilizando formas geométricas básicas, siguiendo un ejemplo
que yo había utilizado en Mindstorms: una «casa» puede hacerse
colocando un triángulo sobre un cuadrado. Parecía que una de mis
alumnas no estaba muy contenta con esta solución. Quizá porque
le recordaba demasiado la matemática escolar o simplemente por
su inclinación por formas menos definidas. Sea cual sea el motivo, su
malestar la llevó a utilizar la idea de un compañero que había in-
tentado sin éxito diseñar un patrón geométrico bien definido para
representar un jardín con flores. Aparecía como una línea ondula-
da que quizá se parecía a un jardín, pero era ideal para representar
el humo que salía de la chimenea de una casa. Al poco tiempo to-
das las casas tenían sus chimeneas humeantes.
Una cosa trajo consigo otra. El diseño para el humo podía adap-
tarse fácilmente para dibujar nubes y, con un poco más de trabajo,
para dibujar árboles y otros objetos menos lineales que las casas.
A veces un pequeño gesto del profesor puede desencadenar un gran
progreso en la clase. Uno de esos gestos que tuvo su importancia
en nuestro taller fue ponerle nombre al estilo de programación que
acababa de surgir. Lo llamé «programación humeante,) frente al otro
estilo, que denominé «programación afilad*.
El efecto inmediato fue que el inventor del humo se sintió mu-
cho más animado. En un primer momento fue una relación entre
profesor (yo mismo) y estudiante. Poco a poco, se fue convirtien-
do en algo más colectivo. Ponerle nombre a los estilos de progra-
mación se convirtió en un hábito que infundía un cierto orgullo
a los estudiantes; los estilos se convirtieron en motivo de deba-
te y en objeto de posesión. Surgió un nuevo vocabulario para
hablar de ellos y se desarrolló todo un sistema de valores para res-
petar los estilos de los demás sin dejar de sentir orgullo por los
propios.
En resumen, se puso en marcha un proceso de lo que podría-
mos llamar la génesis de una microcultura. Hablar de estilos es una
buena base para el desarrollo de una cultura de aprendizaje: con-
tribuye a enriquecer el aprendizaje más inmediato, pero también
extiende su influencia hacia otras áreas, ya que es posible identifi-
car estilos en todo tipo de contenidos y actividades. Todo proceso
de aprendizaje gana con el debate -siempre que éste sea positivo-
y la comparación de estilos es uno de los mejores temas de conver-
sación para empezar, siempre que las diferencias queden claras y
los participantes muestren respeto por los estilos de los demás sin
dejar de defender los suyos. Sin'embargo, para que el debate sea
positivo, es preciso que éste surja de los intereses de los participan-
tes y se base en el conocimiento y la experiencia.
El caso del contraste entre los estilos de programación humeante
y afilado poseía una base sólida. N o era una mera diferencia de
estilo, aunque mi intención era la de que cualquier diferencia fue-
ra respetada; al contrario, este punto ha sido el centro de numero-
sos debates epistemológicos. El estilo afilado se aproxima a lo que
podríamos llamar maneras de pensar analíticas y generalizadoras,
las más valoradas en el seno de la epistemología tradicional y «ca-
nónica», que desde círculos feministas ha sido acusada de andro-
céntrica, desde círculos afrocentristas ha sido acusada de eurocen-
trista y, en general, desde amplios sectores de la izquierda suele
tacharse de representante del pensamiento de los colectivos domi-
nantes. En efecto, las investigaciones llevadas a cabo por la soció-
loga del MIT Sherry Turkle y por mí mismo demuestran que exis-
te una gran preferencia por el estilo de los hombres de raza blanca;
todo lo cual es suficiente para que los profesores lo consideren re-
levante. Sin embargo, hay aspectos que lo hacen aún más relevan-
te. El paso de un estilo afilado a un estilo- humeante comporta el
distanciamiento de un enfoque abstracto y formal hacia algo que
merece todos los calificativos que Piaget (tomado aquí como re-
presentante de un pensamiento psicológico más abierto) otorga al
pensamiento de los niños: concreto, figurativo, animista e incluso
egocéntrico.
La cuestión tiene mucho que ver, pues, con el interés de los
profesores por el tipo de pensamiento que se considera apropiado
para los niños, pero esta relación interactúa de forma bastante com-
pleja con el segundo criterio que mencionábamos sobre un debate
positivo en el aprendizaje: la necesidad de conocimientos y expe-
riencia. Los profesores deben recibir más y mejor «adiestramien-
to» a fin de desarrollar la capacidad de beneficiarse de la presencia
de los ordenadores y trasladar esos beneficios a los estudiantes.
Puede ser instructivo analizar cómo un pequeño estado cen-
troamericano ha sido capaz de tratar este problema de un modo
que debería avergonzar a la mayoría de los sistemas escolares en
Norteamérica. En mi opinión se debe fundamentalmente a que
ese país se veía a sí mismo como «país en vías de desarrollo», lo
que le supuso una ventaja en comparación con aquellos países que
se consideran «desarrollados»-y que, presumiblemente, ya no ne-
cesitan ir más adelante-. Una de las moralejas de la historia es que
seguramente nos iría mucho mejor si todos nos consideráramos
a nosotros mismos «en vías de desarrollo».
En 1986 Oscar Arias se presentó a las elecciones presidenciales
en Costa Rica. La misma mentalidad que le permitió ganar esas
elecciones, lanzar el proceso de paz en Centroamérica y ganar el
premio Nobel, se reflejó también en su promesa electoral de to-
mar medidas en la dirección de que los niños costarricenses empe-
zaran a pensar en sí mismos como habitantes de un mundo mo-
derno, y no como marginados tercermundistas de mirada ansiosa.
Una de esas medidas consistía en proporcionar ordenadores a to-
das las escuelas primarias del país. Más adelante tendré la oportu-
nidad de señalar algunos de los aspectos de lo que resultó ser un
proyecto ejemplar. De momento, quiero fijarme en cómo el pro-
yecto hizo mucho más que «adiestran>profesores.
Para bien o para mal se tomó la decisión de convocar un con-
curso en el que empresas privadas presentaban un plan, no sólo
de suministro y mantenimiento de ordenadores, sino también de-
terminando el contenido educativo, la preparación de los profeso-
res y el proceso de evaluación que se debería seguir. Era una opera-
ción comercial importante, por lo que no es de extrañar que catorce
empresas presentaran sus propuestas. IBM me nombró consejero
y aceptó mi propuesta de hacer un gran hincapié en la prepara-
ción previa de los profesores, así como en el seguimiento posterior
durante el desarrollo del proyecto. Esto puede no tener demasiado
sentido en el proceso de adecuación presupuestaria propio de un
concurso como éste, pero a la cabeza del departamento de educación
para América Latina de IBM estaba una mujer inteligente, enérgica
y muy poco amiga de la burocracia. Alejandrina Fernández conven-
ció a sus superiores en la corporación de que IBM podía permitirse
algunas pérdidas en el primer año del proyecto. Finalmente, resul-
tó que precisamente esa especial atención al papel de los profesores
hizo que se consiguiera el contrato y fue la base de un modelo que
se ha aplicado con éxito en otros países latinoamericanos.
El gobierno de Costa Rica creó una fundación para supervisar
el proyecto, en un acto poco común de un gobierno con talento
para proteger al proyecto de la burocracia. En la fundación se pres-
tó especial atención al papel de los profesores. U n grupo defendía
que debería facilitarse el trabajo de los profesores todo lo posible.
La mayoría de los profesores en las zonas rurales carecía de expe-
riencia con la tecnología y nunca había sido formada en el uso de
la técnica. Estos profesores, se argumentó, quedarían excluidos para
cualquier uso de los ordenadores que exigiese un cierto grado de
destreza técnica. Este grupo defendía, por tanto, que se utilizase
software de EAO, de modo que si hubiesen conseguido el contra-
to, se habrían diri ido a una compañía que ofreciese un sistema
(«a prueba de pro esores») en el que se enciende el ordenador y
el profesor no tiene ni aue introducir un disco. todo funciona auto-
máticamente controlado por el sistema. El otro grupo argumenta-
ba en favor de ponérselo difícil a los profesores, aunque no lo ex-
presaron exactamente con estas palabras. Finalmente. Costa Rica.
bajo la supervisión de Clotilda Fonseca, ha organizado un progra-
ma ejemplar en el que cientos de profesores, la mayoría sin cono-
cimientos técnicos previos, aprendieron a programar en Logo y vie-
ron nacer un nuevo sentimiento de confianza en sí mismos y en
su país al dominar algo que veían como estimulante, moderno, di-
fícil y «fuera del alcance de personas como ellos». Aquí es notable
el contraste con la postura adoptada por las escuelas estadounide-
nes de que el Logo es «bueno para la educación,, pero «demasiado
difícil para los profesores».
El debate se cerró con la puesta en práctica de un experimento
en el que un grupo de profesores participó en un curso intensivo
de Logo durante tres semanas. Aunque no existe una forma objeti-
va de medir estas cosas, pienso que quedó claro a todos los obser-
vadores que durante esas semanas se aprendieron muchas cosas; y
creo que también quedó claro que eso ocurrió porque los profeso-
res participantes percibieron que el curso era algo más que un reci-
claje para adquirir unas nuevas destrezas técnicas. Se fijaron el pro-
pósito de apropiarse de esa novedad; un propósito profesional que
iba en contra de la visión de la enseñanza como una profesión de-
gradada; y un propósito patriótico en contra de la visión de su país
como subdesarrollado. Para muchas de las participantes fue tam-
bién un proceso de afirmación como mujeres: un elevado porcen-
taje de profesores en la escuela primaria son mujeres y los organi-
zadores del proyecto tuvieron el buen sentido de tener en cuenta
este factor durante el proceso de selección.
El proyecto de Costa Rica nos mostró de una manera muy cla-
ra al ordenador desempeñando un papel en la formación de un
sentimiento de identidad entre los profesores, lo que nos devuelve
al problema de !a concepción negativa de los mismos. En una con-
versación con Oscar Arias, que me pidió mi opinión sobre cuáles
eran para mí los aspectos más interesantes del proyecto, hice hinca-
pié en todo lo que he estado diciendo sobre los profesores. Su ros-
tro reflejó la gran alegría que le produjo escuchar cuánto entusias-
mo habían puesto los profesores en el proyecto. Me explicó que,
anteriormente, sus ideas sobre los profesores tenían más que ver
con reivindicaciones de más dinero y menos horas de trabajo y
me confesó su alegría porque el proyecto también había servido
para educarle a él. Abandoné el palacio presidencial sintiéndome
orgulloso por haber formado parte de un proyecto que dio a los
profesores la oportunidad de mostrarse tal como son y de conver-
tirse en algo más.
Además de la ya mencionada oportunidad de desarrollar un sen-
timiento de identidad, el Programa de Informática Educativa po-
see otros rasgos que favorecen el desarrollo de los profesores. Uno
de estos rasgos es el compromiso entre el laboratorio de informáti-
ca (algo inevitable, dadas las restricciones financieras) y el ordena-
dor en la clase. Los estudiantes se desplazan para utilizar los orde-
nadores, pero lo hacen con su profesor. Además, el profesor aprende
con ellos, ya que en el laboratorio hay también un profesor de in-
formática que ha tenido la oportunidad de formarse (hasta un punto
poco común incluso en los países más «desarrollados») no sólo
como técnico sino como intérprete de una cultura del aprendizaje.
Una versión ligeramente distinta de este compromiso viene ejem-
plificada por lo que ha sido uno de los objetivos del modelo favo-
recido por el grupo de investigación en el MIT del que soy miem-
bro, primero en la Lamplighter School de Dallas y después en el
proyecto Headlight en la Hennigan School de Bostori. El modelo,
que exigía unos recursos superiores a los que Costa Rica pudo per-
mitirse -aunque, proporcionalmente, mucho menores, dada la ri-
queza de ambos Estados-, incorporaba originalmente tres princi-
pios esenciales. Primero, el número de ordenadores sería suficiente
como para que cada clase pudiera dedicarles como mínimo un rato
cada día con su profesor, a fin de que cada estudiante tuviera acce-
so a un ordenador. Segundo, aunque ocasionalmente se haría uso
de software especializado, el uso principal de los ordenadores se
haría sobre el supuesto de que todos, estudiantes y profesores, sa-
brían programar en Logo. Tercero, todos los profesores deberían
tener no sólo los conocimientos suficientes, sino también la sufi-
ciente libertad de elegir el uso que harían de los ordenadores a fin
de poder expresar sus propios estilos de trabajo. Más tarde se aña-
dió un cuarto principio cuando la Gardner Academy, una escuela
primaria del centro de la ciudad de San José con un alumnado prin-
cipalmente de origen latino, desarrolló su propia versión de los tres
principios con el nombre de proyecto Mindstorm. El cuarto prin-
cipio afirma las ventajas de un desarrollo explícito dentro de la es-
cuela de una cultura y una filosofía de la educación propias. El
nombre del proyecto indicaba la intención de adoptar mis ideas;
sus divergencias respecto a lo que yo había propuesto determinan,
en mi opinión, parte de su éxito. En educación, el principal signo
de éxito no es tener imitadores, sino inspirar a otros para que lle-
ven a cabo empresas diferentes.
El proyecto fue puesto en práctica por el Technology Center
de Silicon Valley, lo que permitió al proyecto evolucionar sin in-
terferencia~,cuando la escuela y el director fueron seleccionados.
La directora era Carol Sperry, que se había aproximado a la infor-
mática después de muchos años como profesora. Creo que su ex-
periencia fue fundamental para animar a los profesores a crear su
propia cultura en la escuela y a percibirla como suya propia. Carol
Sperry no era alguien que procediera de la universidad o de la bu-
rocracia escolar para explicar a los profesores qué hay que hacer
con los ordenadores. Puesto que ella era también una profesora,
no se creía en la obligación de tener que responder ante nadie fue-
ra de la escuela, ni sintió ningún complejo al pedirles a los profe-
sores que la ayudaran a «introducirse en la disquetera junto con
el disco del Logo». Todos se sintieron implicados en el proyecto
y eso creó una cultura de los profesores poco usual, lo que, a su
vez, otorgó a los profesores la confianza intelectual necesaria para
alimentar una cultura propia entre los estudiantes. U n ejemplo será
muy útil para ilustrar este punto.
Cuando comenté el caso de Brian y Henry mencioné a un es-
tudiante que habló de ponerle más «gracia» a sus gráficos por or-
denador. Ese estudiante, que pertenecía al proyecto Mindstorm,
explicó que quería hacerse mayor para juntar las matemáticas y
el arte. Lo raro no es que el estudiante dijera lo que dijo sino que
sus profesores aceptaran esta manera de pensar en las matemáti-
cas. Lo que se le suele pedir al profesor es otra cosa: en tanto en
cuanto existan unos contenidos definidos el profesor no tiene por
qué preguntarse qué es y qué no es matemática. Sin embargo, aquí
el profesor aceptó lo que podría clasificarse como un problema fi-
losófico y aceptó participar en un debate con los estudiantes y con
FIGURA 4. ¿Es esto matemáticas?

otros colegas sobre si estas actividades -que a la vista resultaban


muy distintas de cualquier cosa que pudiese recibir el nombre de
matemáticas en los contenidos tradicionales, como muestra la fi-
gura 4-, eran realmente matemáticas.
En este capítulo he expresado mi pensamiento en términos de
conceptos: he presentado un concepto de escuela, un concepto
de profesor, un concepto de burócrata y un concepto de lucha. Con-
cluiré, pues, en un tono un poco más pragmático con unas obser-
vaciones sobre estrategias para el cambio.
¿Qué puede hacerse para movilizar esa potencial fuerza para el
cambio, inherente a la posición de los profesores? Antes, sin em-
bargo, debo hacer algunas salvedades. El conflicto que he descrito
es una idealización. A fin de presentar las ideas, nos hemos acerca-
do demasiado a una imagen de ángeles piadosos enzarzados en una
guerra santa con malvados demonios. Los profesores de verdad man-
tienen posiciones menos claras. Todo el que ha crecido en nuestra
sociedad ha interiorizado algo, por poco que sea, de las maneras
de hacer de la escuela, y los profesores no son una excepción. Por
otro lado, la mayoría de los administradores fueron profesores y
aún conservan algunos de sus anhelos. La historia de Hechinger
no es la historia de un director malvado; es una historia sobre el
papel de los directores: el cargo, no las personas. Carol Sperry ha
escrito sobre las <<contradicciones» que muestran algunos profeso-
res que se consideran trabajadores militantes en favor del cambio.
Desde una postura feminista, ve en las mujeres a los agentes del
cambio en la educación; pero esas mismas mujeres han interiori-
zado el modelo de las mujeres como seres no agresivos que acep-
tan la autoridad, y más aún cuando son profesoras. El resultado
es que cuando tratan de poner en práctica el cambio a menudo
deshacen con su mano izquierda lo que han tejido con la derecha,
contradiciendo su propia visión de las cosas con el uso de expre-
siones como: «Sólo soy una profesora, pero...» .
En resumen, nos hallamos ante una situación de desarrollo en
desequilibrio. El problema de la sociedad reside en poder dar a los
profesores el mismo apoyo plural que los mejores profesores dan
a sus estudiantes. Hay momentos en que las personas necesitan apo-
yo para moverse desde el lugar en que se encuentran. N o se les
puede halagar ni dar órdenes a distancia. Al escribir he ofrecido
la imagen de un ideal; pero incluso la adopción de ese ideal carece
por completo de sentido si no somos capaces de ver cuál es el pró-
ximo paso. Desde el punto de vista práctico la conclusión es que
el cambio no podrá ser, si no es plural.
El principal problema práctico es determinar cómo podrán tra-
bajar por el cambio los profesores que desean hacerlo. El cambio
no puede ser general y uniforme -cualquier intento de hacerlo
así reduciría el paso del cambio a su mínimo común denomina-
dor-. La sociedad no puede permitirse el frenar a sus mejores pro-
fesores simplemente porque algunos, o incluso la mayoría, no quie-
ren seguir adelante.
¿Qué puede hacerse para movilizar esa potencial fuerza para el
cambio. inherente a la posición de los profesores?Antes. sin em-
bargo, debo hacer algunas salvedades. El conflicto que he' descrito
es una idealización. A fin de presentar las ideas, nos hemos acerca-
do demasiado a una imagen de ángeles piadosos enzarzados en una
guerra santa con malvados demonios. Los profesores de verdad man-
tienenposiciones menos claras. Todo el que ha crecido en nuestra
sociedad ha interiorizado algo, por poco que sea, de las maneras
de hacer de la escuela, y los profesores no son una excepción. Por
otro lado, la mayoría de los administradores fueron profesores y
aún conservan algunos de sus anhelos. La historia de Hechinger
no es la historia de un director malvado; es una historia sobre el
papel de los directores: el cargo, no las personas. CarolSperry ha
escrito sobre las «contradicciones»que muestran algunos profeso-
res que se consideran trabajadores militantes en favor del cambio.
Desde una postura feminista, ve en las mujeres a los agentes del
cambio en la educación; pero esas mismas mujeres han interiori-
zado el modelo de las mujeres como seres no agresivos que acep-
tan la autoridad, y más aún cuando son profesoras. El resultado
es que cuando tratan de poner en práctica el cambio a menudo
deshacen con su mano izquierda lo que han tejido con la derecha,
contradiciendo su propia visión de las cosas con el uso de expre-
siones como: «Sólo soy una profesora, pero...».
En resumen, nos hallamos ante una situación de desarrollo en
desequilibrio. El problema de la sociedad reside en poder dar a los
profesores el mismo apoyo plural que los mejores profesores dan
a sus estudiantes. Hay momentos en que las personas necesitan apo-
yo para moverse desde el lugar en que se encuentran. No se les
puede halagar ni dar órdenes a distancia. Al escribir he ofrecido
la imagen de un ideal; pero incluso la adopción de ese ideal carece
por completo de sentido si no somos capaces de ver cuál es el pró-
ximo paso. Desde el punto de vista práctico la conclusión es que
el cambio no podrá ser, si no es plural.
El principal problema práctico es determinar cómo podrán tra-
bajar por el cambio los profesores que desean hacerlo. El cambio
no puede ser general y uniforme -cualquier intento de hacerlo
así reduciría el paso del cambio a su mínimo común denomina-
dor-. La sociedad no puede permitirse el frenar a sus mejores pro-
fesores simplemente porque algunos, o incluso la mayoría, no quie-
ren seguir adelante.
Una palabra para aprender

¿Por qué no existe en inglés una palabra para el arte de apren-


der? El diccionario Webster define pedagogía como el arte de ense-
ñar. Falta una palabra equivalente para el aprendizaje. En las es-
cuelas normales los cursos sobre el arte de enseñar suelen
denominarse «métodos».Todo el mundo comprende que los mé-
todos importantes en educación son los de enseñanza; estos cursos
proporcionan los conocimientos que se suponen necesarios para
que una persona llegue a ser un buen maestro. Pero, ¿qué ocurre
con los métodos de aprendizaje? ¿Qué cursos se ofrecen para los
que quieren ser buenos estudiantes? Este mismo desequilibrio lo
hallamos en las palabras que se utilizan para designar las teorías
que subyacen en ambas artes. «Teoría de la didáctica» y «diseño
didáctico» son algunos de los términos que designan un área aca-
démica del estudio y la investigación en el arte de enseñar. N o exis-
ten términos parecidos para las áreas académicas dentro del arte
de aprender. Es comprensible: nunca se ha sentido la necesidad de
acuñar tales términos, ya que hay muy pocas cosas a las que se po-
drían aplicar. La pedagogía, el arte de enseñar, con todos los tér-
minos utilizados para designarla, ha sido adoptada por el mundo
académico como una disciplina importante y respetable. El arte
de aprender es un huérfano académico.
No debemos llevarnos a engaño por el hecho de que las biblio-
tecas de los departamentos de psicología a menudo posean una sec-
ción dedicada a «teoría del aprendizaje». Los libros más antiguos
aparecidos bajo este encabezamiento suelen tratar sobre lo que se
suele caricaturizar con la imagen de un científico con bata blanca
contemplando una rata corriendo por un laberinto; los títulos más
modernos suelen basar sus teorías más en el comportamiento de
los programas de ordenador que en el de los animales. N o quiero
con ello desprestigiar este tipo de libros -no en vano yo he sido
coautor de uno de ellos y me siento orgulloso-, sino simplemen-
te señalar que no son libros sobre el arte de aprender. Por ejem-
plo, no dan consejos a la rata (ni al ordenador) sobre cómo apren-
der, aunque tienen mucho que decirle al psicólogo sobre cómo
entrenar a la rata. A veces se toman como punto de partida para
la formación de los niños, pero yo nunca he sido capaz de encon-
trar en sus páginas un sólo consejo útil sobre cómo perfeccionar
mi propio aprendizaje.
Este tratamiento desigual que el lenguaje da al arte de aprender
y al arte de enseñar es perceptible tanto en la gramática como en
el léxico. Por ejemplo, analicemos la oración «el profesor enseña
al alumno». El profesor es el sujeto agente de la oración; el alumno
el complemento paciente. El profesor realiza una acción que recae
sobre el alumno. Esta estructura gramatical, al representar la ense-
ñanza como un proceso activo, conlleva la huella de la ideología
jerárquica de la escuela. Es el profesor el que controla y, por tanto,
el que necesita tener ciertas capacidades; el alumno sólo tiene que
obedecer instrucciones. Esta asimetría está tan profundamente en-
raizada que incluso los defensores de la educación «activa» o «cons-
tructivista» tienen problemas para escapar de ella. Hay muchos li-
bros y cursos que tratan sobre el arte de la enseñanza constructivista
y que se ocupan del arte de establecér situaciones en las que el es-
tudiante pueda «construir conocimientos»; sin embargo, no conozco
ningún libro que trate sobre algo que considero mucho más difí-
cil como el arte de construir realmente esos conocimientos. To-
da la bibliografía práctica dentro de la cultura constructivista está
casi tan orientada hacia el profesor como la de la cultura instruc-
cionista.
U n primer paso que podría contribuir a poner remedio a esas
deficiencias sería el de ponerle nombre a esta disciplina a fin de
que podamos hablar de ella. Además, es una cuestión de respeto:
cualquier cultura que demuestra un mínimo respeto por el arte de
aprender debería tener un nombre para ella. En Mindstorms pro-
puse una palabra que no tuvo mucha aceptación, pero ya que hoy
parece haber una mejor predisposición cultural para aceptarla, voy
a volver a intentarlo -siempre teniendo en cuenta que mi objeti-
vo principal no es tanto defender una palabra en particular como
el hecho de que haya una- Si nuestra cultura está madura para
esta palabra, muchas otras personas se animarán a proponer estas
posibilidades (quizá utilizándolas discretamente) y puede que al-
gún día alguna encuentre un lugar en nuestro léxico. Linneo, el
padre de la terminología botánica, decidió llamar a una conoci-
da flor blanca Bellis perennis, pero el habla común sigue llamán-
dola margarita, ignorando el nombre latino e igorando al botá-
nico que insiste en que la margarita es una «inflrescencia» y no
una flor. Una persona puede proponer, «la cultura» o «la lengua»
disponen.
En cualquier caso, a fin de ilustrar este vacio en la lengua y mi
propuesta para llenarlo, considérese la siguiente oración: cuando
aprendí francés, adquirí conocimientos ____ sobre la lengua, co-
nocimientos_____sobre la gente, y conocimientos _____sobre el
aprendizaje. Las palabras linguísticos y culturales podrían ocupar,
respectivamente, los dos primeros espacios en blanco sin proble-
mas; pero el lector tendrá dificultades para encontrar un adjetivo
que pueda aparecer en el tercer espacio en blanco. Mi candidato
es matético, con lo que además aprovecho para reparar un hurto
semántico perpetrado por mis antepasados profesionales, que ro-
baron la palabra matemáticas de una familia de palabras griegas cuyo
significado pertenece al campo semántico de aprender. Mathematikos
significa «con disposición para el aprendizaje», mathema era «una
lección», y manthanein era el verbo «aprender». Los matemáticos
estaban tan convencidos de que el suyo era el único aprendizaje
verdadero que hallaron plenamente justificado el apropiarse de la
palabra y lo hicieron tan bien que hoy en día siempre asociamos
la raíz mate- con esa cosa sobre números que nos enseñan en la
escuela. La única huella que queda en nuestra lengua del significa-
do original está en la palabra «polimatía», que no denota un pro-
fundo conocimiento de las matemáticas, sino una sabiduría que
abarca conocimientos diversos* Siguiendo adelante con mi pro-
puesta, utilizaré el sustantivo matética para designar el arte de apren-
der como, por ejemplo, en «La matética (con el nombre que final-
mente tenga éxito) es para los niños un área de estudio aún más
importante que las matemáticas».
Por comparación con otro préstamo del griego, también utili-
zado para designar ciertos procesos mentales, podremos ver más
claro cuál es el significado que quiero otorgar a la voz «matética»
y, quizá, hacer que nos «suene» mejor. La heurística-palabra de-
rivada de la misma raíz que «¡Eureka!», la exclamación de
Arquímedes- designa el arte del descubrimiento intelectual. En
los últimos tiempos ha ido aplicándose más específicamente al des-
cubrimiento de soluciones para problemas. Así pues, la matética
es al aprendizaje lo que la heurística es a la resolución de problemas.
Aunque el concepto de heurística es antiguo -se remonta cuanto
menos a Descartes y, ampliándolo un poco, a los griegos-, su in-
fluencia en el pensamiento pedagógico contemporáneo se debe prin-
cipalmente al matemático George Polya, generalmente conocido
por su libro How to solve it. Sus preocupaciones son paralelas a
las mías y también lamenta que la escuela conceda más importan-
cia al conocimiento sobre números y gramática que sobre apren-
dizaje, con la excepción de que allí donde yo escribo aprendizaje,
Polya escribe «principios para la resolución de problemas». Estoy
completamente de acuerdo: en la escuela, a los niños se les ense-
ñan muchas cosas sobre números y gramática, pero no se les ense-
ña a pensar. En un artículo publicado hace algunos años (1972),
en el que me hacía eco de las ideas de Polya e incluso las ampliaba,
formulé este problema como una paradoja:

Que las personas reciban instrucción en sus actividades profesionales


suele considerarse como una práctica deseable. Ahora bien, las activida-
des profesionales de los niños son aprender, pensar, jugar y cosas parecidas
y, sin embargo, no se les cuenta nada acerca de estas cosas. En su lugar, se
les cuentan muchas cosas sobre números, gramática y la Revolución Fran-
cesa; quizá con la esperanza de que, a partir de este desorden, las cosas im-

* En inglés la palabra es «polymath» (que podríamos traducir como polimata) y de-


signa a una persona sabia y erudita. El Diccionario de la Real Academia, sin embargo,
sólo incluye la voz «polimatía» como sinónimo de sabiduría o erudición. Hemos altera-
do ligeramente el texto original, evitando así tener que acuñar un término nuevo, lo cual
carecería de sentido en este contexto. [N.del T.]
portantes surjan por sí solas. A veces así ocurre. Pero ese círculo fatídico de
la alienación, el fracaso escolar y las drogas no son menos frecuentes ...Nos
queda la paradoja: ¿por qué no les enseñamos a pensar, a aprender, a jugar?

La pedagogía tradicional entiende la inteligencia como algo in-


herente a la mente humana y, por tanto, como algo que no es ne-
cesario aprender. De acuerdo con esta concepción, es lógico pen-
sar que lo que la escuela tiene que ofrecer son hechos, ideas y valores,
ya que los seres humanos (de cualquier edad) han recibido el don
de poder utilizarlos. El desafío de Polya empezaba con la simple
observación de que la capacidad de los estudiantes para resolver
problemas mejoraba cuando les proponía seguir la siguiente regla
tan simple: antes de hacer nada, pensad en otros problemas que
sean parecidos a éste. Aunque Polya se centró fundamentalmente
en las matemáticas, desarrolló toda una serie de reglas «heurísti-
cas» en esta misma línea, aplicables a todo tipo de problemas y
a algunas áreas específicas del conocimiento.
Otro ejemplo típico del tipo de reglas que propone Polya es
una adaptación del principio de «divide y vencerás». A menudo
los estudiantes no consiguen resolver un problema porque inten-
tan resolver todo el problema de una vez; muchas veces lo tendrían
mucho más fácil si vieran qué partes del problema pueden resol-
verse por separado y después juntar las soluciones parciales para
hallar la solución final. Así, los hermanos Wright desde el princi-
pio tuvieron la intención de construir un avión con motor que
fuera capaz de despegar en un campo, pero si desde el principio
hubieran intentado construir algo así, habrían sufrido el mismo
triste final que sus antecesores. Por el contrario, primero resolvie-
ron el problema de las alas, diseñando y construyendo un túnel
de viento en el que probaron las diferentes partes de las alas. Así
construyeron un planeador capaz de despegar de un carril situado
a favor del viento, cuando los vientos eran propicios. Paralelamen-
te también trabajaron en un motor. Fue así como gradualmente
fueron resolviendo los problemas.
Polya quiso incorporar a la educación un tratamiento más ex-
plícito de los principios de lo que suele denominarse «resolución
de problemas». Con el mismo espíritu yo quisiera incorporar un
tratamiento más explícito de los principios del aprendizaje. Ade-
más, el pensar sobre heurística también nos permite explicar la idea
de las matemáticas de otro modo. Intentaré poner de relieve el con-
traste existente entre heurística y matética, ofreciendo mi propia,
y no del todo ortodoxa, explicación de por qué los principios heurís-
ticos ayudan a los estudiantes.
Creo que la resolución de problemas utiliza procesos mucho
más sutiles que los recogidos por las reglas de Polya. Con ello no
quiero decir que tales reglas carezcan de valor como ayudas para
resolver problemas, pero creo que su papel más importante es me-
nos directo y mucho más simple que su significado literal. El in-
tento de aplicar reglas heurística pone a los estudiantes en la tesitu-
ra de resolver un problema detrás de otro con cierta precipitación.
Les hace pasar mucho tiempo con los problemas, mientras que mi
enfoque matético sostiene que mantener una relación relajada con
el problema facilita el llegar a conocerlo y, así, mejora la capaci-
dad para enfrentarse a otros problemas parecidos. El hecho de uti-
lizar una regla no resuelve el problema; es pensar sobre el proble-
ma que fomenta el aprendizaje. Como también lo fomenta hablar
de los problemas o contárselos a otra persona. Lo matético aquí
es el cambio de orientación de pensar si las reglas son efectivas tras
su aplicación inmediata a buscar explicaciones de cómo el uso de
esas reglas puede contribuir a largo plazo a mejorar el aprendizaje.
Exagerando un poco, diría que todo lo que sea «jugar con los pro-
blemas» potenciará las capacidades que se ocultan tras las soluciones.
Esta interpretación de por qué los métodos heurísticos funcio-
nan pone de relieve numerosas cuestiones de gran importancia ma-
tética, cada una de las cuales señala distintos modos en que la es-
cuela pone impedimentos al aprendizaje y nos ofrece algunos
consejos sobre cómo mejorar.
En primer lugar tenemos la cuestión de «tomarse tiempo», so-
bre la que incidimos anteriormente en relación a Polya, que queda
perfectamente ejemplificada en el pasaje de un libro cuyo título
más de una vez ha hecho fruncir el ceño a audiencias académicas
cuando lo he citado en público: el éxito de ventas The Road Less
Traveled («El camino menos andado»), del psiquiatra M. Scott Peck.
Leí el libro por la misma razón que me hizo entrar en contacto
con Lego y Nintendo, lo cual también hizo que muchos ceños aca-
démicamente puros y políticamente correctos se fruncieran ante
la sola idea de relacionarse con gente que gana dinero. Cualquiera
que sea capaz de captar la atención de tanta gente hacia situacio-
nes relacionadas con el aprendizaje como lo han sido Peck, Lego
o Nintendo sabe algo que les gustaría saber a los educadores que
tienen problemas para mantener la atención de treinta niños du-
rante cuarenta minutos.
Esto es lo que dice Peck sobre tomarse tiempo.

A los treinta y siete años aprendí a hacer pequeñas reparaciones. An-


tes cualquier intento de realizar trabajos de lampistería, arreglar juguetes
o montar un mueble siguiendo el jeroglífico que lo acompañaba como
hoja de instrucciones acababa siempre en fracaso y frustación. A pesar
de haber conseguido terminar mis estudios en la facultad de medicina
y sacar adelante una familia como psiquiatra y ejecutivo más o menos
afortunado me consideraba un inútil para las tareas mecánicas. Estaba to-
talmente convencido de tener alguna deficiencia genética o, a causa de
alguna maldición, de tener vedada alguna cualidad mística responsable
de la habilidad manual. Un día, al final de mi trigésimo séptimo año,
un domingo de primavera mientras daba un paseo, me encontré con un
vecino que estaba reparando una cortadora de césped. Después de salu-
darle, le dije: «Cómo le admiro, yo nunca he sido capaz de arreglar estas
cosas ni de hacer algo por el estilo». Mi vecino, sin vacilar ni un momen-
to, me espetó, «Eso es porque no le dedica tiempo suficiente». Seguí mi
paseo, algo inquieto por esa simplicidad de gurú, por lo espontáneo y
tajante de su respuesta. «¿No pensarás que tiene razón, verdad?», me dije.
Algo quedó, porque en la siguiente oportunidad que se me presentó de
arreglar algo, me acordé de tomarme mi tiempo. El freno de mano del
coche de una paciente se había bloqueado y ella sabía que había algo bajo
el tablero de instrumentos que podía desbloquearlo, pero no sabía qué.
Me agaché ante el asiento delantero del coche y me tomé mi tiempo para
sentirme más cómodo. Después, me tomé mi tiempo para considerar la
situación. Miré durante unos minutos. Al principio no vi más que un
revoltijo de cables, tubos y varillas cuya función desconocía. Poco a poco,
sin prisa, pude fijarme en lo que parecía el mecanismo del freno e identi-
ficar todas sus partes. De repente, me di cuenta de que había un pequeño
pestillo que impedía soltar el freno. Lo estudié con detenimiento y vi que
empujándolo hacia arriba con el dedo conseguía soltarlo. Así lo hice. Un
pequeño movimiento, un poco de fuerza con un dedo, y el problema
estaba resuelto. ¡Me había convertido en un maestro de la mecánica!
La verdad es que no tengo ni los conocimientos ni el tiempo como
para enfrentarme con cualquier chapuza, ya que he decidido concentrar-
me en asuntos que poco tienen que ver con las actividades manuales. Nor-
malmente tengo que acudir al mecánico más cercano. Pero ahora sé que
es una elección personal, no una maldición, un error genético o una in-
capacidad natural. Ahora sé que tanto yo como cualquier otra persona
que mantenga sus capacidades mentales puede resolver cualquier proble-
ma si está dispuesta a tomarse su tiempo.
Tómate tu tiempo es un principio obvio que pertenece tanto a
la heurística como a la matética. Sin embargo, la escuela lo viola
constantemente con su manera de repartir el tiempo: «Sacad los
libros... haced los diez problemas al final del capítulo 18 ...
RIIING... el timbre, cerrad los libros». Imaginen a un ejecutivo,
a un neurocirujano o a un científico que trabajase con estas res-
tricciones horarias.
Esta historia plantea con tanta fuerza el problema del tiempo
como el segundo de los problemas, el hablar. Peck no lo mencio-
na explícitamente, pero se adivina que la revelación sobre tomarse
su tiempo le habría llegado antes de los treinta y siete años de ha-
ber hablado más con la gente acerca de sus experiencias con las
actividades manuales. Una de las principales tesis de la matética
es que una buena discusión fomenta el aprendizaje y uno de los
principales objetivos de su investigación es el de determinar qué
tipos de discusión son mejores y qué circunstancias favorecen esas
discusiones. Sin embargo, en muchos círculos el hablar de lo que
nos pasa por la mente es un tabú tan grande como lo fue el expre-
sar fantasías sexuales en la época victoriana. Estos tabús los fomenta
la escuela, aunque no es sólo ésa la causa, lo que indica hasta qué
punto nuestra cultura es profundamente «antimatética».
U n ejemplo extremo nos servirá para ilustrar ese proceso anti-
matético que se observa en la escuela de muchas y sutiles formas,
pero no por ello menos destructivas. Es un incidente que se pro-
dujo en un «aula de repaso»,allí donde pasan parte del día los ni-
ños a los que se les ha diagnosticado alguna incapacidad para el
aprendizaje. U n alumno de tercero, Frank, era uno de ellos.
La tutora entregó a Frank una hoja de papel para hacer sus su-
mas. Yo sabía que el niño odiaba hacer sumas sobre papel, aunque
en otras condiciones se defendía bastante bien con los números.
Por ejemplo, le había visto hacer algunos cálculos bastante impre-
sionantes para saber el número y la forma de las piezas de Lego
que necesitaba para llevar a cabo una tarea que quería hacer. Para
afrontar las situaciones en que la escuela le exigía tratar con los
números aisladamente, sin aplicación alguna, había desarrollado
algunas técnicas. Una era utilizar los dedos, pero el profesor al verlo
le hizo notar que eso no se podía hacer. Sentado en el aula de re-
paso, pude observarle rabiando por no poder utilizar los dedos.
No le faltaban recursos, sin embargo. Inmediatamente le vi buscar
algo con que contar. No había nada y observé que su frustración
iba en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Podría haber utilizado mi
autoridad para hacer que la tutora le cambiara los deberes o que
le permitiera utilizar los dedos. Sin embargo, esto no era una solu-
ción, ya que al día siguiente volvería a reproducirse el problema.
¿Educar a la tutora? No era el momento ni el lugar. Finalmente
se me ocurrió algo, así que me acerqué como por casualidad al niño
y dije en voz alta «¿qué te parecen tus dientes?» Por su cara supe
al instante que él lo había captado, y por la cara de la tutora tam-
bién vi que ella no. «¡Conque incapacidad para aprender!», me dije.
El niño acabó sus sumas con una media sonrisa, encantado por
esa idea subversiva.
Hay un chiste muy viejo en el que un niño espera al final de
la clase para preguntarle al profesor: «Señor profesor, ¿qué he apren-
dido hoy?». El profesor, sorprendido, le pregunta a su vez: «¿Por
qué me preguntas eso?»,a lo que el niño responde: «Mi papá siem-
pre me lo pregunta cuando llego a casa y nunca sé qué contestarle».
¿Qué había aprendido Frank aquel día? Si se lo preguntáramos,
el tutor nos diría que había hecho diez problemas de sumas y que,
por tanto, había aprendido a sumar. ¿Qué nos diría Frank? Una
cosa está clara, no le contaría a su profesor nada sobre el nuevo
truquillo de convertir su lengua y sus dientes en un ábaco. A pesar
de su incapacidad para aprender, hacía ya algún tiempo que había
aprendido a no hablar demasiado sobre lo que realmente estaba
ocurriendo en su cabeza. Ya se había cruzado con demasiados pro-
fesores que le exigían no sólo que diera las soluciones correctas,
sino que llegara a ellas de la manera que ellos le habían inculcado.
Aprender a hacer que se figuraran que estaba haciendo las cosas
como ellos querían formaba parte de pertenecer a la cultura de la
escuela.
Puede que el de Frank sea un caso extremo, pero es cierto que
muchas personas comparten ese sentimiento de que mostrarse abier-
tamente como poseedores de una mente inferior o desordenada les
hace más vulnerables. De este miedo surge el hábito, que casi tiene
la fuerza de un tabú, de no expresar libremente nuestro pensamien-
to, especialmente cuando se trata de hablar de nuestra manera de
aprender. Si es así, mi chiste sobre Frank encaja perfectamente en
esa teoría de Freud que dice que los chistes son divertidos precisa-
mente porque no lo son, porque expresan sentimientos reprimi-
dos que no tienen nada de divertido, en este caso la intuición de
que hay algo equivocado en la manera de expresarse de la escuela
sobre el aprendizaje (y sobre todo en su manera de no expresarse).
Freud pensaba en chistes que liberan tensiones producto de una
agresividad reprimida y de vivir con tabús sexuales. Creo que en
el caso del aprendizaje se produce una situación parecida.

El tabú matético tiene muchos puntos en común con los tabús


que hasta hace muy poco existían sobre hablar de cuestiones rela-
cionadas con el sexo. En la época victoriana, e incluso cuando yo
era niño, las fantasías sexuales entraban dentro de la categoría de
los «pensamientos impuros» y, aun que era aceptable reconocer que
otras personas los tenían, una persona respetable no debía expre-
sar !os suyos en voz alta. En relación con esto, es relevante especu-
lar un poco sobre la motivación de esta resistencia a hablar. Imagi-
ne usted que vive en la época victoriana. Puede que usted tenga
la seguridad de no ser el único que tiene pensamientos impuros,
pero no sabe si es muy común ni si los demás creen que usted los
tiene. Así que lo mejor es mantener la boca cerrada.
Independientemente de que ésta sea una descripción adecuada
de los tabús sexuales en la época victoriana, estoy seguro de que
hoy en día ocurre algo parecido. Ahora pocas personas se preocu-
pan al reconocer que sus mentes están llenas de pensamientos rela-
cionados con el sexo, ;muchos incluso consideran un tabú el no ha-
blar en público de estas cosas. Los tabús contemporáneos están
relacionados con otros aspectos de nuestra mente. Para nuestros
propósitos la más importante de estas represiones es la que se de-
muestra con esa reticencia a permitir que los demás perciban el
grado de confusión que invade nuestro pensamiento. No nos gus-
ta parecer «ignorantes» o «estúpidos» o simplemente estar equivo-
cados. Todos sabemos que nuestras mentes están llenas de confu-
sión y desorden y sabemos que otros están en la misma tesitura;
pero imaginamos que hay mentes ordenadas, claras y agudas y no
vemos ningún motivo para proclamar que nosotros también so-
mos así, especialmente ante personas que, como nuestros jefes o
nuestros profesores, tienen algún poder sobre nosotros. Ocultas
voces de cautela nos advierten que hay que poner cuidado con lo
que se dice: hablar demasiado puede poner al descubierto cómo
es nuestra mente y colocarnos en una posición más vulnerable. Con
el tiempo la cautelase convierte en un hábito.
Podría parecer que la analogía con los tabús sexuales exagera
esa reticencia a hablar libremente sobre nuestro aprendizaje. Dudo
mucho que sea así. Mi lucha personal por descubrir el grado de
libertad que tengo en relación con este aspecto me ha revelado un
tabú muy fuerte. Aún hoy, pese a gozar de una seguridad intelec-
tual bastante sólida, me descubro a mí mismo intentando ocultar
la confusión que habita mi mente. N o me parece una buena ayu-
da querer dar a otras personas la impresión de que tengo una men-
te más clara de la que tengo en realidad, como creo que ocurre con
la mayoría de las personas. Sin embargo, he desarrollado -y no
puedo creer que yo sea el único- toda una serie de mecanismos
de defensa, como demostraré inmediatamente.
Exagerada o no, la idea del tabú no tiene otro propósito que
poner de relieve el hecho de que hacer hablar a la gente sobre el
aprendizaje no es sólo cuestión de disponer de un tema y un códi-
go. La falta de código es importante, pero hay también algún tipo
de resistencia activa. Así pues, para avanzar hacia el objetivo de
la matética, se necesita algo más que ayudas técnicas para el deba-
te. También es necesario desarrollar un sistema de apoyo psicológico.
El sistema más simple que se me ocurre de momento es adop-
tar la práctica de abrirse y de hablar libremente sobre nuestras ex-
periencias de aprendizaje. El resto de este capítulo relata un caso
en el que describo cómo yo mismo me recuperé de lo que podría-
mos llamar una incapacidad para aprender que me tuvo preocupa-
do mucho más tiempo que el sentimiento de ser un manazas preo-
cupó al doctor Peck.

Cuando un niño en la escuela no aprende a leer o a realizar


cálculos aritméticos a la edad apropiada, en seguida se dice que pa-
dece alguna incapacidad para aprender y se le sitúa en clases espe-
ciales. Yo aprendí a leer y a sumar a la misma edad que todo el
mundo, pero había otras áreas en las que mi aprendizaje estaba muy
por debajo del de otros niños de mi edad. Peck nos cuenta que
hasta los treinta y siete años no se dio cuenta de que, a pesar de
todo, él también podía resolver problemas mecánicos. A mí me
llevó mucho más tiempo recuperarme de una incapacidad para
aprender que me estuvo atormentando desde que tengo capacidad
para recordar: no podía recordar los nombres de las flores. Reco-
nozco que mi agnosia en este área no era completa, ya que, por
lo que recuerdo, era capaz de aplicar correctamente las palabras rosa,
tulipán y narciso a las variedades más comunes de estas plantas.
Sin embargo, no se puede decir que supiera qué era una rosa exac-
MÁQUINA

tamente. Constantemente me encontraba en situaciones embara-


zosas; cuando admiraba las rosas del jardín, resultaba que eran ca-
melias o incluso tulipanes. En cualquier caso, era incapaz de
reconocer variedades silvestres de rosa. Los nombres crisantemo,
dalia, caléndula y clavel no eran más que una bruma difusa en mi
mente. El punto hasta el que llegaba mi desconocimiento queda
perfectamente ilustrado con un incidente que se produjo durante ,

la transición hacia mi «alfabetización floral» y que paso a relatar


ahora mismo en las páginas que siguen.
U n día apareció en un espacio común del edificio donde se en-
cuentra mi despacho una maceta con una planta de flores bastante
vistosas. Por aquel entonces yo estaba empezando a fijarme en las
flores y estaba encantado por lo que a mí me parecía un especi-
men bastante exótico. Cuando intenté recordar si ya la había visto
antes, lo único que me vino a la mente fue que estaba seguro de
que no era un dondiego (una especie que acababa de «descubrir»
hacía sólo dos semanas). Como ocurre a menudo a las personas
con incapacidades para aprender, una fuerte sensación de incomo-
didad me impedía simplemente preguntar el nombre de la planta.
Por el contrario, me animaba a entablar cuantas conversaciones
podía sobre su belleza, con la esperanza de que alguien acabara por
mencionar el nombre.
Después de cuatro o cinco fracasos estaba completamente en-
frascado en el juego de descubrir el nombre sin preguntarlo. Fi-
nalmente,dejé de pensar y hallé una fórmula mejor que la conver-
sación casual. Me dirigí a una persona que parecía tener aire de
saber de flores y le dije: «¿No es esta una variedad poco común?»
y mi éxito llegó con las siguientes palabras de mi interlocutor: «La
verdad es que no sé distinguir una variedad de petunia de otras».
¡Petunias! Durante las semanas siguientes vi petunias en veinte si-
tios más como mínimo antes de perder la cuenta. N o creo que hu-
biera alguien que se dedicara a plantarlas en mi camino. En vera-
no, en Nueva Inglaterra, hay petunias por todas partes. ¿Cómo es
posible que no las hubiera visto antes? ¿Cómo es posible que tan-
tas personas a mi alrededor hubiesen siempre sabido cómo era una
petunia y que yo no lo supiera? ¿Cuál era mi problema?
Lo cierto es que no creo que «haya ningún problema», pero in-
cluso con toda la seguridad intelectual que he sido capaz de cons-
truir sobre las bases del éxito académico, todavía sigo expuesto a
tener dudas sobre mí mismo. El dolor ocasionado por mis dudas
me hace pensar en lo que deben sentir los niños que tienen más
dificultades que sus compañeros con la lectura y la aritmética. Aun-
que las consecuencias de mi incapacidad fueron mucho menos gra
ves que las suyas, lo que puede hacer que mi comparación rezume
un poco de superioridad, creo que hay suficientes elementos co-
munes que hacen válida la comparación. Después de todo, mi fra-
caso al aplicar remedios escolares apoya la idea de que hay que pen-
sar con más detenimiento sobre los enfoques estándar de abordar
la «educación especial».
En el discurso de la escuela, la idea de motivación desempeña
un papel fundamental. «Si los niños no aprenden es porque no es-
tán motivados, así que hay que motivarlos.» Como consejo es bas-
tante inútil en mi caso, puesto que yo ya estaba bastante motivado.
Con frecuencia me hacía firmes propósitos de reparar mi incapaci-
dad con las flores, lo que tenía como consecuencia unas intensísi-
mas sesiones dedicadas a aprender nombres de flores. Por tanto,
la pereza tampoco vale como explicación. Tenemos que buscar con
mucho detenimiento nociones más precisas, que sean aplicables al
análisis de estas incapacidades y que nos permitan superarlas. Por
ejemplo, en vez de utilizar un concepto unidimensional como «estar
motivado», quisiera desarrollar un concepto más rico de relación
con las áreas del conocimiento, que posee toda la complejidad y
los matices de las relaciones personales.
Me parece significativo que, a pesar de todas mis ideas un poco
raras sobre el aprendizaje, caí en los métodos escolares para apren-
der los nombres de las flores. Buscando un profesor, fui a una flo-
ristería y empecé a preguntar:¿qué flor es ésta? ¿Y ésta? ¿Y ésta?
Buscando un manual, me compré un libro a partir del cual intenté
asociar fotografías de flores con sus nombres. Incluso hice algunas
excursiones a jardines botánicos para leer los cartelitos de todas las
flores. Todo inútil. El ataque frontal a base de memorización fun-
cionó tan mal conmigo como funcionan los mismos métodos es-
colares para los niños que tienen problemas con las materias esco-
lares. Fue como aprender para un examen en el colegio. Recordé
los nombres de algunas flores durante un tiempo, pero pronto vol-
vieron a hundirse en la confusión de siempre. Al poco, el frenesí
por aprender nombres de flores pasó, y me resigne a pasar uno o
dos años más como un «ignorante» de los nombres de flores.
Un día la ruptura llegó con un hecho casual. Me hallaba en el
campo al final de la primavera con gente que hablaba de lo bien
que estaban creciendo ese año los lupinos. Al sentirme excluido
y al no querer admitir ante estas personas que no tenía ni la más
remota idea de lo que era un lupino, utilicé el mismo truco que
tan bien me había funcionado con las petunias. Dije: «¿No os pa-
rece raro el nombre de Lu Pino? Me gustaría saber cuál es su ori-
gen». (Iniciar una conversación y mantenerla viva es una buena
estratagema que con astucia utilizan muchos niños «incapacitados
para aprender».) Uno de mis acompañantes especuló inteligente-
mente sobre la etimología de la palabra. «Suena a lobo, lupus es
lobo. Pero no veo la relación.» Después de unos cuantos comenta-
rios más en diversas direcciones (que no se habrían producido si
yo no hubiera seguido echando leña al fuego de la conversación),
alguien dijo: «Se parecen a la cola de un lobo». Lo que inmediata-
mente produjo un gruñido de desacuerdo por parte de otro de mis
contertulios. Como juicio es relativo, pero en relación a lo que a
mí me importaba sólo había unas plantas a la vista que, aunque
sea remotamente, se podían parecer a la cola de un lobo. Así lle-
gué a la conclusión, correcta, de que aquellas masas llenas de co-
lor, que hasta el momento no eran para mí más que «tallos lar-
gos», eran lupinos.*
La parte de casualidad que desempeñó un papel crucial en mi
desarrollo no fue el descubrimiento de cómo se llamaban esas flo-
res; no era el relacionar una flor con su nombre. Se trataba de rela-
cionar dos áreas de conocimiento: los nombres de flores y un inte-
rés especial que tengo por la etimología. La experiencia anterior
dictaba que yo debía olvidar pronto el nombre lupino, pero esta
vez estaba tan encantado por mi destreza y tan intrigado por el
misterio etimológico que el episodio aún rondaba por mi cabeza
cuando llegué a casa y pude consultar en los libros el origen de
la palabra. Aprendí que, efectivamente, lupino proviene de la pala-
bra latina que significa «lobo»,pero no porque los tallos de la planta
asemejaran una cola de lobo, sino a causa de la creencia de que
los lupinos son malos para la tierra y «devoran» todos los elemen-
tos nutrientes. Disfruté tanto con el carácter ambiguo de la teoría
basada en el carácter lupino de la planta, a medio camino entre
la verdad y la falsedad, que continué mi investigación, lo que me

* «Lupino» es un nombre menos común para referirse a lo que en español se conoce


como «uva lupina» o «altramuz». [N. del T.]
permitió hacer un descubrimiento en la historia que aún la hizo
más interesante.
Desde siempre me han entusiasmado los aspectos paradójicos
de las palabras, de modo que mi entusiasmo aumentó cuando des-
cubrí una paradoja en la etimología de lupino. Ahora ya no se piensa
en los lupinos como devoradores de nutrientes; todo lo contrario,
el lupino, como miembro de la familia de los guisantes, captura
nitrógeno de la atmósfera, con lo que enriquece el suelo. Verlos
crecer en el suelo pobre es más causa de regocijo que de rabia. Pero
el nombre ha sobrevivido a la tradición que lo creó, y así se con-
virtió en un ejemplo más de viejas ideas que permanecen en la len-
gua y mantienen conexiones de las cuales apenas somos ya cons-
cientes. Mi relación con las flores empezó a tomar un nuevo cariz
a medida que le iba encontrando una relación con áreas que me
resultan interesantes.
El descubrimiento también tocaba otro punto que me interesa-
ba. Uno de los motivos por los cuales me gusta la etimología es
porque proporciona buenos ejemplos para una pequeña venganza
en contra de la idea de que los fenómenos mentales tienen una sola
explicación. Estos fenómenos tienen todos una definición múlti-
ple -y ésta es la esencia de cómo funciona la mente-. Así pues,
el origen de los nombres de las flores empezó a mostrarse como
un área prometedora en la que podía hallar argumentos simples
pero poderosos en favor de esta idea. En un principio la etimolo-
gía podría parecer contraria a mi preferencia por explicaciones múl-
tiples, ya que con frecuencia tiende a señalar hacia un único ori-
gen histórico para el significado de una palabra. No obstante, el
encontrar un origen no es una explicación cultural o psicológica
de cómo se utiliza la palabra. La teoría del carácter lupino puede
ser la base de una explicación de las formas populares que Linneo
utilizó cuando denominó Lupinus a este género de plantas, pero
apenas desempeña un papel en la explicación del porqué la pala-
bra ha permanecido en nuestra cultura. Explicar por qué los botá-
nicos llaman a una planta de determinada manera no es explicar
el porqué de su nombre popular -en la mayoría de los casos el
lenguaje popular hace poco caso de la botánica y desarrolla sus
propias palabras-. Decimos lila en vez de syringa y llevamos un
clavel en el ojal, no un dianthus. Es muy posible que una etimolo-
gía popular basada en el parecido con la cola de un lobo haya con-
tribuido, junto a la teoría del carácter lupino, a fijar la palabra lu-
pino en el lenguaje popular. Después de todo, si la asociación se
le ocurrió a una persona, es razonable suponer que puede habér-
sele ocurrido a otros y que permanezca en el umbral de la con-
ciencia de muchos más.
Mi teoría matética no depende de la veracidad de mi etimolo-
gía de aficionado. Lo relevante es que ésta está relacionada con áreas
de conocimiento que son interesantes para mí. La verdadera mora-
leja de esta historia es que una cualidad atractiva se propagó de las
palabras a las flores, y luego de las flores a otros dominios menta-
les. Si tuviera que resumirlo con una metáfora, diría que se trata
de que las regiones «frías» de la mente se calienten por contacto
con otras regiones más «cálidas».
U n solo contacto no fue suficiente para calentar la fría región
de los nombres de flores. Hoy, cuando escribo dos años después
del episodio de los lupinos, se ha producido un cambio radical en
mi capacidad para recordar nombres de flores. Es como si ahora
encontraran un sitio donde quedarse pegados. Todo esto no ocu-
rrió de repente, sin embargo, pero una vez se hubo producido, algo
más que mi capacidad para recordar sus nombres había cambiado
en mi relación con las plantas.
Durante más de un año apenas hubo cambio alguno, aunque
no olvidé la palabra lupino y me di cuenta de que prestaba aten-
ción a aspectos curiosos en los nombres de las flores. Por ejemplo,
me descubrí jugando con las pequeñas contradicciones que surgían
al tomar la etimología literal de algunos nombres como «lila blan-
ca» o «rosa amarilla». Lila tiene su origen en la palabra persa para
el color índigo, y las mejillas sonrosadas nunca se relacionaron con
la ictericia o la palidez. Lo mismo puede ocurrir al escuchar pala-
bras como lirio de agua o lirio blanco que, desde el punto de vista
botánico, no son lirios. A veces me impacientaba conmigo mismo
por prestar tanta atención a trivialidades como éstas, pero éstas nun-
ca dejaron de rondar por mi mente, y mirando hacia atrás me ale-
gro de que fuera así porque ello me mantuvo en el estado mental
propicio para lo que ocurrió. Una noche (leyendo, a eso de las dos
de la madrugada), me di de bruces con el hecho de que para un
botánico una margarita no es una flor.
No sé si lo que más me chocó fue el hecho en sí o el hecho
de haberlo ignorado durante tanto tiempo. ¿Que la margarita no
es una flor? ¡Venga ya! Pero si es la flor por excelencia -si me hu-
bieran pedido que dibujara una flor, lo que habría hecho se habría
parecido más a una margarita que a cualquier otra cosa-. Aunque
ahora parezca un tonto, y un ignorante, la verdad es que estaba bas-
tante molesto y, a la vez, bastante emocionado. Esa madrugada no
paré de ir de libro en libro para aprender algo más. Las noticias
no era muy alentadoras: el golpe a la nomenclatura estándar fue
extendiéndose de las margaritas a los girasoles, la rudbeckia,* los
crisantemos y las dalias. Se las degradaba hasta el nivel de «falsas
flores» o se las elevaba, con un curioso nombre, al rango de «inflo-
rescencias», pero en cualquier caso está claro que queda muy mal
llamarlas flores en determinados círculos. ¿Cómo puede ser? ¿El -
girasol no es una flor? Ni siquiera el lirio blanco, que para mi ya
había dejado de ser un lirio y ahora dejaban también de ser una flor.
El mejor momento llegó por la mañana cuando finalmente pude
localizar alguna flor verdadera. Me encontré en una situación que
se repetiría muchas más veces durante aquel año: miraba un obje-
to con la sensación de estarlo mirando por primera vez. Si compa-
ramos un ranúnculo con una margarita, empezaremos a compren-
der por qué un botánico los ve como dos cosas distintas. Para un
botánico, una flor se estructura en torno a sus órganos sexuales:
los estambres y las anteras, los pistilos, estigmas y ovarios son la
esencia de la flor. Los pétalos y los sépalos, que llaman más nues-
tra atención y la de los pájaros e insectos, no son más que caracte-
rísticas secundarias. En el ranúnculo, el tulipán y el lirio todas es-
tas partes se pueden distinguir, pero no en la margarita. De hecho,
en la margarita esas partes pueden verse repetidas muchas veces ya
que esos pétalos blancos que arrancamos de uno en uno pregun-
tándonos «me quiere... no me quiere...» no son pétalos que rodean
los órganos sexuales, sino flores completas. Si se arranca uno con
cuidado, puede percibirse que es como una petunia en miniatura,
desproporcionada y alargada. Y el centro, ese disco amarillo, es a
su vez una masa de flores aún más pequeñas. Así que, desde el punto
de vista botánico, la margarita no es una flor, sino un ramillete
muy apretado con flores de dos tipos: flores en forma de rayo en
el exterior, que rodean unas flores en forma de disco en el centro.
A eso el botánico lo llama cabeza o inflorescencia, aunque creo
y espero que los niños nunca dejarán de llamarlo flor.
* El autor se refiere a ia Rudbeckia hirta,planta originaria de América y poco cono-
cida en Europa, parecida a la margarita y cuyos pétalos amarillos se agrupan en torno
a un centro oscuro, generalmente negro; es la planta nacional del estado de Maryland.
[N. del T.]
FIGURA 5. La familia de flores que incluye a las margaritas, los ásteres, los girasoles y
las rudbeckias se denomina inflorescencias porque el botánico considera una masa de
flores diminutas a lo que nosotros normalmente llamamos flor.

Hasta aquí mi nuevo interés por las flores se limitaba a sus nom-
bres y permanecía dentro de mi pasión por la etimología. Después
del incidente con la margarita el interés pasó de las palabras a las
cosas. Empecé a observar las flores y a pensar en su estructura. El
concepto de flor estaba cambiando y en mi mente surgían nuevas
nociones: la unidad de pensamiento dejó de ser la flor y pasó a
ser la planta y, poco a poco, entidades difusas como la «familia
de las rosas» (que incluye, además de las rosas, a las cerezas, las man-
zanas y las fresas) iban haciéndose más reales. También empecé a
pensar en los botánicos: fue fácil ver que su definición de flor ex-
cluía a las margaritas; era una simple cuestión de lógica. Pero lle-
gar a apreciar los motivos por los que se adoptó esa definición fue
un proceso esencialmente diferente y mucho más complejo, más
parecido a asimilar una cultura que a comprender un concepto.
Poner nombres siguió siendo una cuestión importante dentro
del complejo sistema de relaciones en mi mente. U n ejemplo sim-
ple es el del nombre daisy (margarita). Ahora que esta humilde flor
se había convertido en el centro de interés, empecé a hurgar en
FIGURA 6. El disco O la masa central de muchas inflorescencias se compone de muchas
flores minúsculas como ésta. Lo que parecen pétalos son también flores completas por
sí solas.

los orígenes del nombre. Apenas podía creer en mi suerte: ¡daisy


es «day's eye» (ojo del día)! Vaya hallazgo, de nuevo acompañado
por la sorpresa por no saberlo y un poco de vergüenza por no ha-
berlo visto claro antes. El hallazgo tenía además su sabor, ya que
diferentes libros ofrecían distintas explicaciones. En una de ellas
se comparaba a la margarita con el Sol, que es el «ojo del día»; otra
lo asociaba a la tendencia que tienen las margaritas a abrirse du-
rante el día y cerrarse por la noche. Otra empezaba con una espe-
culación. Descubrí que a las margaritas se les atribuía propiedades
medicinales especialmente con las afecciones de los ojos. En un prin-
cipio no me pareció un dato relevante que pudiera tener nada que
ver con el nombre. Investigué un poco, sin embargo, lo que me
llevó a hacer un segundo descubrimiento: la doctrina de las signa-
turas, que sostiene que la forma de las plantas es una muestra visi-
ble de sus propiedades medicinales. La brunela, una flor silvestre,
muestra su valor para las dolencias de garganta por el hecho de
que su flor tiene una garganta, lo cual queda reflejado en su nom-
bre botánico, Prunella vulgaris, de Breune, palabra alemana que sig-
nifica «amígdala» (quinsy en inglés que, como aprendí durante mi
investigación, antiguamente también designaba la amigdalitis). Suele
decirse que la coloración de las hojas de la hepática sugiere la apa-
riencia de un hígado, lo que explica tanto su nombre, hepática -de-
rivado de la raíz latina que significa «lo relacionado con el híga-
do» - c, omo la creencia de que es buena para los males del hígado.
Pronto ciertas características de las plantas, como, por ejemplo, que
posean garganta o no, se fueron haciendo más aparentes. El interés
por los nombres me fue acercando al mundo de las flores.
Otras conexiones con los nombres y su origen me llevaron a
establecer nuevas relaciones con la naturaleza. Desde la ventana
de la habitación donde escribí la mayor parte de este libro veo un
campo en el que abundan flores silvestres de muchos colores, prin-
cipalmente amarillo y morado. Entre los amarillos veo altos y po-
blados corazoncillos, aún más altas primaveras, pequeños cincoen-
ramas y algunas varas de oro primerizas. Entre los morados veo
adelfas, salicarias y ásteres. También veo algunos interrogantes en
mi cabeza: he observado su existencia, pero todavía no sé lo que
son. Hace dos años no veía más que una hermosa muestra de flo-
res indistinguibles. Era bonito. Me gustaba. Pero no tenía nada que
ver con lo que veo ahora. Por mucho que lo intente, no puedo
volver a verlo como antes. N o puedo imaginar cómo pueden ver-
se todas esas flores amarillas como una masa de flores amarillas
sin identidad individual.
Quiero centrarme en un aspecto particular de este desarrollo
como modelo del proceso de aprendizaje. Hace dos años yo ya co-
nocía la palabra ranúnculo y la aplicaba correctamente a los ranún-
culos comunes. Soy incapaz de recordar el número de veces que
puedo haber utilizado el nombre para referirme a otras especies,
pero en cualquier caso era la única palabra que tenía para hablar
de flores amarillas pequeñas. A principios de verano descubrí otros
dos tipos de flores silvestres amarillas: los cincoenramas y los co-
razoncillo~.Sin embargo, dado el grado de mi dislexia floral, te-
nía que reidentificar las flores cada vez; como los que no pue-
den recordar una canción, yo no podía retener de un día para el
otro los rasgos que las distinguían. En cualquier caso, algo había
ocurrido: era como si hubiera clavado sendos ganchitos en mi ca-
beza para tres cosas, los ranúnculos, los cincoenramas y los cora-
zoncillos, pero todavía no sabía qué cartelito colgar de cada gan-
chito; era como si hubiera conocido a tres personas por sus nombres,
pero sin saber nada más sobre ellas. A menudo me hallo en una
situación como ésta y me sorprende ver cómo mezclo las cosas
hasta que un creciente sentido de la individualidad va ganando
terreno y me permite separarlas. El sentido de la individualidad
creció despacio y de manera desigual para los tres tipos de planta.
No pretendo llegar a saber exactamente cómo se produjo este
proceso. Sí sé, sin embargo, lo que no pasó: intenté memorizar las
características de cada grupo según venían especificadas en un li-
bro, pero eso no funcionó. Quizá si me hubiera interesado sola-
mente por esas tres flores habría sido capaz de memorizar sus pro-
piedades formales, pero cada vez que consideraba otras plantas y
volvía a las tres amarillas, volvía a hacerlo mal. Poco a poco, se
fue desarrollando algo distinto de la mera memorización de las pro-
piedades definitorias que nos dan los botánicos; empecé a elaborar
una manera más personal de establecer conexiones.
Asocio los ranúnculos con la tradición que nos habla de la bar-
billa de las personas cuando se le acerca esta flor: si el color amari-
llo se refleja en la barbilla de la persona, para los americanos es
un signo de gusto por la mantequilla, mientras que para los france-
ses, claro está, es un signo de estar enamorado. Gracias a estas his-
torias, asocio los ranúnculos con pétalos lustrosos, que es una de
las características que efectivamente distingue esta flor de las otras
dos. Otras asociaciones fueron menos directas. Una de estas flores
tiene unos estambres muy poblados, pero yo no podía recordar
cuál. De hecho es el corazoncillo, pero cuando leí que esta planta
también se conoce con el nombre de barba de Aarón (Aaron's beard
en inglés), pude asociar este nombre con los estambres poblados
porque son como una barba, pero también pude asociarla con su
otro nombre inglés, hierba de San Juan (Saint-John's wort), porque
Aarón y San Juan son personajes bíblicos. Así que el nombre bar-
ba de Aarón actuó como una cola que me permitió pegar la pro-
piedad de los estambres poblados al nombre Saint-John's-wort. Du-
rante este período de tiempo mi atención visual fue pasando de
la flor a la planta, lo que trajo consigo nuevas asociaciones. Así
fue como ocurrió.
A medida que mi «aventura» con las flores se iba convirtiendo
en algo más serio, iban apareciendo nuevas conexiones; y más co-
nexiones potenciaban mi interés por todo ello, ya que las nuevas
conexiones se reforzaban entre sí, lo que las hacía menos perece-
deras. Además, mi aprendizaje se extendía en muchas direcciones:
aprendía palabras latinas, recogía porciones del saber de la historia
de la medicina popular e iba mejorando y ampliando mis conoci-
mientos de geografía e historia. Así fue como empecé a interesar-
me por el Renacimiento, tanto en sus aspectos artísticos como cien-
tíficos, a través del papel que desempeñaban las flores en la nueva
relación con la naturaleza que emergió en aquellos tiempos.
Mi aprendizaje había alcanzado un punto crítico, en el mismo
sentido que el fenómeno de la masa crítica en una reacción nu-
clear o de la explosión demográfica cuando las condiciones favore-
cen la tasa de nacimientos y la supervivencia. La moraleja es que
el aprendizaje estalla si se mantiene una constancia; tuvo que pa-
sar un año antes de que el efecto en mi mente alcanzara el punto
crítico que da paso a un crecimiento exponencial. Otra moraleja,
más compleja, es que algunas áreas del conocimiento, como las plan-
tas, son particularmente ricas en conexiones y propensas a produ-
cir explosiones de aprendizaje.

Mi experiencia de aprendizaje con las flores empezó con un «pro-


grama», muy pequeño: aprender sus nombres. Al final la experien-
cia se amplió e hizo de mí una persona diferente en muchas di-
mensiones de la vida, muchas más de lo que es capaz de medir
cualquiera de esos exámenes conductistas típicos con los que los
conservadores quieren juzgar el aprendizaje escolar. Todo ello afectó
a mi conciencia de estar en el mundo: ahora cuando paseo por la
calle o por el campo veo más cosas que antes. El mundo es más
hermoso. Mi sentimiento de unidad con la naturaleza es mucho
más fuerte. Mi preocupación por los problemas medioambienta-
les es más profundo y más personal. Recientemente me he sorpren
dido a mí mismo disfrutando de la lectura de libros de botánica
y n o teniendo problemas para recordar lo que leo. Es como si en
este dominio hubiera vivido una transición de un estadio concre-
to a un estadio formal.
Anteriormente, en este capítulo, he mencionado una debilidad
matética en la bibliografía constructivista. La metáfora de apren-
der construyendo el propio conocimiento tiene un gran poder re-
tórico en contra de esa imagen del conocimiento transmitido a través
de una cañería del profesor al alumno. Pero no es más que una
metáfora y la reflexión sobre mi experiencia con las flores refuer-
za la idea de que otras imágenes pueden ser tan útiles como ésta
para comprender el aprendizaje, e incluso más útiles en tanto que
guías prácticas para la matética. Una de estas imágenes es la del
cultivo: el desarrollo de mi conocimiento sobre las plantas me re-
cuerda más al trabajo de un hortelano, labrando, plantando y cui-
dando su huerto, que al trabajo de un albañil levantando las pare-
des de una casa. No hay duda, además, de que mi conocimiento
se desarrollaba incluso cuando yo no prestaba particular atención.
Otra metáfora es la geográfica, con regiones de la mente y las co-
nexiones entre ellas. La verdad es que la palabra «conexionismo»
me parece más adecuada que «constructivismo».
Desde un punto de vista práctico «Busca las conexiones» es un
consejo matético sensato y en el plano teórico la metáfora nos lle-
va a toda una serie de preguntas muy interesantes sobre la conecti-
vidad del conocimiento. Sugiere incluso que la parte más consciente
del aprendizaje consiste en establecer conexiones entre entidades
mentales que ya existen; las nuevas entidades mentales aparecen
de una forma más sutil que escapa al control consciente. Sea como
fuere, la idea de la interconectividad del conocimiento sugiere una
teoría de por qué ciertos tipos de conocimiento se adquieren sin
la necesidad de una enseñanza deliberada. En el mismo sentido que
se dice que no hay dos americanos separados por más de cinco apre-
tones de manos. este conocimiento cultural está tan interconecta-
do, que el aprendizaje se extenderá libremente por todas sus regio-
nes. Todo lo cual sugiere una estrategia para facilitar el aprendizaje
que pasa por el fomento de la interconectividad en el medio de
.
aprendizaje,
.
viduos.
actuando más sobre las culturas que sobre los indi-
Una antología de historias
de aprendizaje

La palabra antología me será útil para resaltar un aspecto clave


de la matética: la riqueza de conexiones entre las cosas que sabe-
mos. En mi caso la etimología de lupino creó una nueva relación
con las flores, lo que a su vez me permitió aprender varios cientos
de nuevas palabras y «recalentó» mi conciencia de miles de viejos
amigos. Debo haber conocido la palabra antera (el saco de polen
en el estambre de una flor) y su raíz griega anthos, que significaba
flor, desde mis tiempos de estudiante. Pero la conocía de una ma-
nera «fría». Al calentarse puso en marcha otras conexiones y em-
pecé a preguntarme si antología poseía antiguamente el significa-
do de «estudio de las flores». Ello resultó ser, no obstante, una falsa
analogía con palabras como biología. De hecho el sufijo -logía tie-
ne un significado etimológico más general que el de «estudio». Su
raíz griega (e indoeuropea) significó «recolecta» antes que «estu-
dio», que puede entenderse como la recolección de conocimien-
tos. Etimológicamente, antología es una colección o un ramo de
flores. Piénsese en trilogía, que no es el estudio de la trinidad sino
una colección de tres cosas.
Este capítulo es una colección de historias de aprendizaje, cada
una precedida y seguida de las moralejas que de ella se derivan.
Las historias tratan alternativamente de niños que utilizan la tec-
nología en la escuela y de personas en el «mundo real».

En el comentario sobre mi experiencia con las plantas propuse


dos modelos de aprendizaje. Las proposiciones establecen claramen-
te un hecho bien delimitado, como «Potentilla es un género de la
familia de las rosas». La exploración establece una red bastante es-
pesa de conexiones que puede relacionar potentillas con ranúncu-
los, oenotera, etimología, coles y reyes. Quizá di la impresión de
favorecer claramente la espesa red en vez de la clara proporción.
Lo mantengo en la medida que la red puede incluir la proposi-
ción. perola proporción no debe incluir la red. Idealmente uno
debería ser capaz de partir de cualquiera de las dos para llegar fá-
cilmente a la otra. N o obstante, no puedo más que preferir un co-
nocimiento intuitivo y difuso de algo que no he sido capaz de for-
mular claramente en forma de proposición a una proposición clara
y limpia sin una intuición que la sostenga. Desgraciadamente, la
preferencia de la escuela por proposiciones listables, delimitables
y probables invierte este orden. El resultado son piezas aisladas de
«conocimiento», sin las intuiciones y las conexiones que justifica-
rían la eliminación de las comillas.

Durante tres meses Debbie y otros miembros de su clase de cuar-


to participaron durante una hora al día en un proyecto en el que
se invertían los papeles de la enseñanza asistida por ordenador, ge-
neralmente conocida como EAO. Los estudiantes tenían como ta-
rea usar el Logo para desarrollar un pequeño paquete de software
educativo para explicar algo sobre los quebrados; se convirtieron
en productores en vez de consumidores de software educativo. A
quien realmente cree en la EAO esta inversión de papeles puede
parecerle perversa: es como decir a los que quieren moverse desde
A hasta B que deben construirse un coche en vez de usarlo. En
todo caso el hecho es que la elaboración del software acabó por
favorecer el aprendizaje de los quebrados, así como el aprendizaje
de la programación en Logo y otras destrezas específicamente rela-
cionadas con el desarrollo de software. (De ello no deduzco que
la misma inversión de papeles sea aplicable a la construcción de
coches, aunque no me parece descabellado pensar que la construc-
ción de un coche puede convertir a alguien en mejor conductor.)
La paradoja de la inversión de papeles está particularmente mar-
cada en el caso de Debbie. Los estudiantes tenían la libertad de ele-
gir qué aspecto de los quebrados querían que tratara su programa.
Algunos escogieron explicar cómo se llevan a cabo las operaciones
propias de los exámenes escolares, tales como convertir dos cuar-
tos en un medio. Debbie era una de esas alumnas cuyas notas me-
joraron notablemente, aunque lo que eligió explicar era algo más
filosófico y apartado de las destrezas que luego debería demostrar
en los exámenes. Formuló su principio filosófico a través de diver-
sas máximas, tales como: «Puedes utilizar los quebrados cualquier
día de tu vida», y «Puedes aplicar los quebrados a cualquier cosa».
Lo que quería decir con estas afirmaciones queda claro a partir del
contexto en que llevó a cabo su trabajo.
En una entrevista durante la primera fase del proyecto (que fue
el núcleo de la tesis doctoral de mi colega y antes alumna Idit Ha-
rel) los niños debían responder a la siguiente pregunta: «¿Qué es
un quebrado?» Sus respuestas fueron aún más turbadoras que sus
bajísimas notas. Algunos se mostraron incapaces de dar una res-
puesta que fuera más allá del ejemplo y normalmente contestaban
«una mitad». Otros decían: «Esto todavía no lo hemos dado», refi-
riéndose no al hecho de que no hubieran «dado» quebrados en clase
-estos niños ya habían hecho muchos quebrados-, sino a que to-
davía nadie les había explicado cómo definir un quebrado. Muchos
dieron una respuesta que, en sí misma, podría considerarse como
bastante razonable para un alumno de cuarto: «Un quebrado es una
parte, es una parte de algo». Lo preocupante de esta respuesta apa-
reció en el momento en que el entrevistador les pidió que dieran
ejemplos de quebrados. Casi todos los ejemplos eran del mismo
tipo: una parte física de un objeto físico como un trozo de tarta.
Lo malo de estas respuestas se percibe mejor comparándolas con
las respuestas que los mismos niños dieron cuatro meses después.
Al cabo de su experiencia como diseñadores de software, sus ejem-
plos se hicieron enormemente variados: media hora, veinticinco
centavos, una venta a mitad de precio, el día frente a la noche. Deb-
bie remató todos estos ejemplos con su principio general, que ve-
nía a decir algo como «¿Por qué te molestas en darme tantos ejem-
plos de quebrados?... ¿Acaso no ves que cualquier cosa que se te
ocurra puede ser un ejemplo de quebrado?»
La teoría de los quebrados de Debbie, que ya es bastante nota-
ble por sí sola, es aún más sorprendente cuando la comparamos
con su actitud durante la entrevista inicial. Cuando se le pidió que
diera un ejemplo de quebrado, dibujó un círculo, lo dividió en dos,
rellenó la mitad de la derecha y dijo: «Esto es un quebrado; esto
es una mitad». Cuando el investigador le preguntó sobre la otra
mitad, dijo: «No, esto no es un quebrado; esto no es nada». Para
Debbie un «quebrado» no sólo era la parte de un objeto físico, era
la parte rellena de un círculo. Además, había que rellenar la parte
derecha. El investigador, al observar que Debbie siempre presen-
taba sus ejemplos con esta orientación, le dio la vuelta a uno de
los dibujos de manera que la parte rellena quedaba hacia arriba.
¿Era aquello un quebrado? La respuesta de Debbie demuestra que
al menos había reflexionado sobre el asunto y que no contesta-
ba al azar: «Casi», dijo, «hay que darle la vuelta»; así que le dio
la vuelta a fin de dar al dibujo la orientación preferida para que
volviera a ser un «quebrado».
El problema aquí no es que estas respuestas resumieran todos
los conocimientos de Debbie sobre quebrados. Seguro que se ha-
bría espabilado muy bien en una disputa con un compañero sobre
el reparto de unos caramelos. El problema es que el conocimiento
formal de la escuela sobre quebrados no estaba conectado con su
conocimiento cotidiano e intuitivo. Lo que había aprendido en clase
era frágil, formal y aislado de la vida cotidiana. Esos intentos de
profesores y autores de libros de texto de relacionar los quebrados
con la vida real a través de la representación de pasteles no han
hecho más que dar lugar a una nueva rigidez. La participación en
el proyecto, por otro lado, le permitió establecer conexiones más
reales. El cambio en la manera de pensar de Debbie no se reduce
al mero aprendizaje de hechos y destrezas. Su máxima «puedes apli-
carlos a cualquier cosa» demuestra un cambio epistemológico así
como una intención epistemológica. Se produjo un cambio de un
tipo de conocimiento (formal, el conocimiento de los profesores) a
otro (personal, concreto, propio). Al principio, un «quebrado» era al-
go definido que había aprendido de un profesor. Al final, «los que-
brados eran una manera de ver el mundo. «Aplicar los quebrados»
a algo significaba utilizarlos como medio para reflexionar sobre
algo, como una visión particular de aquello sobre lo que se aplican.
FIGURA 7. Debbie utiliza esta pantalla para transmitir su descubrimiento sobre los que-
brados: los quebrados están en todas partes.

El cambio se produjo como sigue. Debbie había estado inten-


tando dibujar quebrados en la pantalla del ordenador. Al princi-
pio esto era fácil: una fracción era un círculo partido en dos con
una de sus partes oscurecida, así que no tuvo más que aprender
las técnicas necesarias para crear estas figuras en la pantalla, como
se muestra en la figura 7.
El despertar de un nuevo interés la llevó a buscar más ejemplos
y, finalmente, a anunciar su descubrimiento en el cuaderno que
cada uno de los estudiantes tenía para anotar sus impresiones dia-
rias. En la figura 8 mostramos una hoja del cuaderno de Debbie,
en la que se observa con qué entusiasmo realizaba sus anotaciones
y la importancia que dio a su descubrimiento.
¿Qué produjo este cambio? ¿Qué fue lo que despertó en ella
este interés?
U n análisis detallado nos obligaría a tratar muchos aspectos de
esta compleja situación. Creo que un aspecto esencial fue el senti-
miento de «seriedad»; como en el caso de mi periódico y los artí-
culos de la época de estudiante de Piaget, o la afirmación del senti-
miento de orgullo nacional y profesional de los profesores
costarricenses, el proyecto de Debbie dejó de pertenecer a la cate-
MIS PLANES PARA HOY

FIGURA 8. Debbie anotaba cada día sus planes y sus progresos en el cuaderno. El texto
de la parte superior de la pantalla dice: Una fracción es cuando se divide algo en partes
iguales o mitades.

goría de deberes que uno tiene que quitarse de encima cuanto an-
tes. Por el contrario, se convirtió en una empresa personal y signi-
ficativa, capazde movilizar energía intelectual. En el libro de Ha-
rel, Childrens as Sofware Designers («Los niños como diseñadores
de software»), que constituye uno de los análisis más completos
sobre el uso de los ordenadores por los niños que conozco, se ana-
lizan otras interpretaciones posibles.
El proyecto de diseño de software de Debbie no tuvo siempre
estas características. En las primeras semanas le prestó atención sólo
esporádicamente, repartiendo su tiempo ante el ordenador entre
la indiferencia de ir dibujando las representaciones de los quebra-
dos en la pantalla y el entusiasmo de crear animaciones para deco-
rar unos poemas que había escrito expresando sus sentimientos.
U n día la casualidad hizo que ambas actividades se relacionaran.
Se dio cuenta de que una de las técnicas de programación que uti-
lizaba para sus motivos decorativos también podía utilizarse para
hacer más atractiva su representación de las fracciones. Una cosa
trajo consigo la otra. Uno de sus compañeros vio su pantalla y le
preguntó cómo había conseguido ese efecto. De repente esta niña
que había llevado una vida gris como miembro de la clase se vio
elevada a la categoría de «experta» que poseía un conocimiento al
que otros aspiraban. Así cambió su actitud hacia el proyecto. An-
tes procuró mantenerse tan al margen como le fue posible; ahora,
arropada por el éxito, quería dedicarse a él en todo momento. Así
que empezó a explorar, a buscar quebrados.
El proyecto de Debbie empezó a ponerla «entre quebrados» en
el mundo real, otorgándoles una realidad que hasta entonces nun-
ca habían tenido para ella. Antes los quebrados sólo existían en
el aula e incluso dentro de estos límites ya de por sí pequeños, que-
daban relegados a la pizarra del profesor y a las hojas de ejercicios
de Debbie. N o había punto de apoyo para explorarlos, para enta-
blar una relación con ellos. Cuando salía de clase los dejaba atrás.
Ni que decir tiene que no los veía más que en las tartas que se
dibujaban en clase para representarlos. Ahora Debbie la poetisa poco
a poco ha empezado a ver quebrados en todas partes. H a empeza-
do a andar un camino para establecer una relación con los quebra-
dos al introducirlos en su red de intereses, desafiando las maniqueís-
tas reglas de la escuela: la poesía es poesía y las matemáticas son
matemáticas.

U n reciente «descubrimiento» de los etnógrafos demuestra que


las mujeres encargadas de tareas domésticas saben y usan más ma-
temáticas de lo que se podría suponer a partir de un examen esco-
lar, la diferencia es que lo que saben lo saben de manera diferente
a como se enseña en la escuela. El antropólogo cognitivista Jean
Lave observó cómo las mujeres, al cocinar, adaptaban las recetas
a fin de ajustarlas a las cantidades deseadas. Desde un punto de vis-
ta escolar esto suele plantearse como un problema de quebrados
(o de «proporciones»), pero las mujeres no utilizaban los métodos
aritméticos que les habían enseñado en la escuela. Por el contra-
rio, empleaban métodos «concretos» y ad hoc, basados en la situa-
ción específica. Los resultados de estas investigaciones están de acuer-
do con mis propias experiencias (y, sin duda, también con las de
muchos lectores).

Me quedé perplejo cuando una amiga con la que estaba coci-


nando calculó dos tercios de una taza y media de harina mediante
el siguiente procedimiento: mido una taza y media sobre la tabla
de amasar, la extiendo en un círculo, divido el círculo en tres par-
tes iguales como si fuera un pastel y devuelvo uno de los pedazos
del pastel al tarro de la harina. En mi mente «veo» una taza y me-
dia como tres partes (cada una igual a un medio) con tanta clari-
dad que necesité mi tiempo para comprender el problema. Parte
de la ayuda para adoptar la perspectiva adecuada me la proporcio-
nó otra amiga que tras leer un primer borrador de este libro me
comentó que ella «ve» la identidad de las plantas, mientras que yo
debo pasar por todo un ciclo analítico de observación de la forma
de las hojas y la estructura de las flores. Sin embargo, pese a haber
leído mi explicación y haber realizado algunos comentarios inteli-
gentes, ella-no «vio» lo que yo «vi»,ya que ofreció otra solución
para el problema de la harina que, como matemático, me dejó sin
respiración a causa de lo que «vio» y de lo que no «vio». Dijo, vaci-
lando y quizá pensando a medida que hablaba, pero con una voz
segura que indicaba confianza: «Yo usaría una medida de un tercio
de taza... las hay en todas las cocinas... utilizándola dos veces obte-
nemos dos tercios de taza.. y entonces... bueno... si la usamos una
vez obtenemos dos tercios de media taza... lo que resulta en dos
tercios de una taza y dos tercios de media taza». El proceso mental
que utilizó queda reflejado en la figura 9.
En mi lenguaje de matemático reproduje el proceso como una
inferencia: dos tercios de media taza es igual a la mitad de dos ter-
cios de una taza, lo que es igual a un tercio de una taza. Pero cuan-
do le pregunté a mi amiga por qué su razonamiento funcionaba,
no supo contestarme. Esa reticencia hacia las matemáticas hereda-
Problema: obtener 2/3 de (1 y 1/2)

FIGURA 9. Representación de lo que puede haberse producido en la mente de alguien


al hacer matemáticas de cocina.

da de la escuela reapareció y empezó a hablar diciendo: «Bueno...


uno y medio... eso son cinco tercios... ¿no?» y fue reduciendo el
volumen de su voz hasta callarse. Este cambio de voz es bastante
significativo. La voz segura y su perfecta matemática de cocina in-
dicaban que se hallaba en su terreno; la voz queda y el inútil recur-
so de la matemática escolar indicaban que se hallaba en el terreno
«del otro», lo que era particularmente alienante para ella.
Hay aquí dos aspectos que nos interesan, uno epistemológico
y otro matético. Las matemáticas de cocina revelan la futilidad de
la matemática escolar desde un punto de vista que va más allá
de la crítica a los métodos de la escuela para transmitir conocimien-
tos. Lo que aquí se cuestiona son los propios conocimientos: no
sólo la escuela utiliza métodos erróneos de enseñanza, sino que
lo que enseña no es lo que la gente utiliza cuando se enfrenta con
un problema. Ninguno de vosotros, yo incluido, utiliza el método
abstracto, formal y escolar que consiste en convertir 1 1/2 en 2/3
y entonces hacer algo como:

La moraleja epistemológica principal es que todos utilizamos


formas concretas de razonamiento. La moraleja matética es que al
hacer esto demostramos que podemos aprender a hacer algo con
una orientación matemática sin que se nos enseñe e, incluso, a pe-
sar de que se nos ha enseñado a hacerlo de otra manera.
Este uso tan generalizado de métodos matemáticos que nunca
se nos han enseñado no debe sumirnos en la complacencia educa-
tiva. Sigue habiendo limitaciones en lo que la gente puede hacer.
La conclusión. que debemos extraer no es que ya que todos pue-
den hacerlo no hace falta ayudarles, sino que lo que aprendemos
de manera informal indica una forma de conocimiento y aprendi-
zaje que aparece de forma natural en la gente, pero que es contra-
ria a las maneras de la escuela. La pregunta para los educadores
es si podemos adoptarla en vez de luchar contra ella. Para hacerlo,
necesitamos saber más sobre lo que «es». ¿Qué tipo de aprendizaje
subyace en la matemática de cocina y cómo podemos fomentarlo
y ampliarlo?
¿Podemos convertir la matemática de cocina en algo que pueda
formar parte de la escuela?
Disfrazar los ejercicios escolares de ejercicios de cocina signifi-
caría no haber comprendido la esencia del asunto. Lo que hace que
las matemáticas de cocina funcionen no es que «fueran relevantes»
porque trataban «sobre harina». Funciona porque el acto matemá-
tico no es un acto separado del acto de hacer un pastel. Es una
ampliación de ese acto, en sintonía con los actos más familiares
de manipular los instrumentos y las sustancias de la cocina. Es evi-
dente que podemos convertir la matemática de cocina en parte de
la escuela, convirtiendo la escuela en parte de la cocina.
Otro método pasa por reconocer cómo Debbie estaba hacien-
do algo parecido a la matemática de cocina. El ordenador se con-
virtió en su cocina para escribir y decorar sus poemas y así pudo
llevar a cabo su trabajo sobre quebrados como una mera continua-
ción de su poesía.

MARÍA CONSTRUYE UNA CASA

La historia de Debbie y la de la harina giran en torno a la sen-


sación de conexión o desconexión que tienen las personas respec-
to a las matemáticas. En las sociedades contemporáneas se observa
otro tipo de desconexión, más nociva si cabe, que domina la rela-
ción entre las personas y la tecnología. En el capítulo sobre profe-
sores ofrecí algunos ejemplos de cómo esa relación había mejora-
do en algunos casos. La adopción del ordenador como una
ampliación de un estilo personal de enseñanza dio lugar a algo pa-
recido a la extensión continuada de la matemática de cocina. En
mi próxima historia se permite a una niña utilizar un conocido
juguete como su cocina.
«¿De verdad vamos a jugar con esto? ¿Aquí en el colegio?», ex-
clamó con júbilo un estudiante de cuarto al entrar en una habita-
ción en la que había más piezas de Lego de las que nunca había
visto juntas en su vida. La sorpresa inicial de Francisco al ver to-
das estas cosas en la escuela se vio inmediatamente superada al com-
probar que lo que ahí había era muy distinto de lo que él tenía
en su casa. Además de los típicos bloques de plástico para cons-
trucciones, había engranajes y motores, cuyo uso comprendió in-
mediatamente; también había otros objetos más misteriosos llama-
dos «sensores» y, lo que era aún más sorprendente, había una manera
de conectar los motores y los sensores a un ordenador. Se le dijo
que con los sensores podría construir modelos en Lego que tuvie-
ran la capacidad de ver y sentir. Esto último no llegó a creérselo
del todo, pero estaba seguro de que se lo iba a pasar en grande.
María:* la compañera de clase de Francisco, tuvo una reacción
algo más compleja. El placer que le producía pensar que, pasara
lo que pasara, iba a ser por lo menos algo distinto a las monótonas

* María es un personaje ficticio que reúne las características de varios estudiantes.


Estoy completamente convencido, sin embargo, de que cada uno de ellos habría actuado
y pensado tal y como lo hace aquí María.
sesiones diarias de clase se vio teñido por un poco de aprehensión.
N o cabe duda de que su sentimiento inicial de que aquello era cosa
de chicos se vio reforzado por la actitud de su profesora, la cual
tampoco se sentía muy cómoda, al mostrar un camión que habían
construido los alumnos de otra clase. El camión se ponía en mar-
cha, se paraba y corría marcha atrás con sólo teclear las órdenes
en un ordenador. La profesora habló con entusiasmo de cómo el
camión accionaba la marcha atrás por sí mismo al encontrarse con
un obstáculo. «Pronto seréis capaces de construir algo como esto
y entonces sabréis cómo funcionan muchas cosas.» María sintió
un retortijón de estómago que le era familiar. Aunque a ella le ha-
bría gustado comprender cómo funcionaban muchas cosas, no se
veía a sí misma construyendo camiones con entusiasmo. Al oír que
su clase iba a dedicarse a esto durante dos sesiones enteras dos ve-
ces por semana a lo largo de seis semanas, su inquietud se convir-
tió en pánico.
A finales de la primera semana, las Marías y los Franciscos de
la clase habían empezado a enfrentarse con lo que habían aprendi-
do a llamar el taller Lego-Logo, creando su propia versión de la
imagen de «las dos culturas» que C. P. Snow había hecho famosa*
Francisco se había apropiado de la idea del camión y estaba con-
centrando sus fuerzas en inventar un cambio de marcha que pu-
siera a su vehículo en una marcha corta cuando éste se dispusiera
a subir una cuesta. Otros siguieron una línea parecida aunque, en
vez de un camión, intentaban construir robots, «animales»fantás-
ticos y otras cosas que se movían, se agitaban, giraban y hacían
mucho ruido.
Al otro lado de la barrera cultural estaban María y tres de sus
compañeras que estaban haciendo algo completamente diferente.
Muy aliviadas al ver que no se las obligaba a construir camiones,
estaban haciendo una casa. N o estaban intentando construir una
máquina que «hiciera algo». Estaban haciendo algo que les resulta-
ba familiar y que iba a «ser bonito».

* Se refiere el autor a la visión defendida por el físico, novelista y político británico


Charles Percy Snow (Leicester, 1905-Londres, 1980) en sus obras The Two Cultures and
the Scientific Revolution (1959) y Second Look (1964), según la cual el desconocimiento
que científicos y artistas tenían de las disciplinas practicadas por unos y otros hace que
la comunicación entre ambos sea imposible. Según Snow la solución a este problema
de incomunicación pasaría por la potenciación de una tercera cultura, la de las ciencias
humanas, que actuarían como puente entre las ciencias y las artes. [N.del T.]
Con ello no hicieron más que continuar lo que ya habían he-
cho con Lego cuando jugaban en casa antes de empezar a ir al co-
legio, antes de que sus ideas fueran más allá de lo que les permitía
la cantidad limitada de materiales de que disponían. Ahora tenían
una cantidad casi ilimitada de piezas de Lego, lo que les permitió
hacer lo que tanto les había gustado, pero a una escala mayor, me-
jor y más bonito. Aparte de la enorme cantidad de materiales que
utilizaron, en ningún momento echaron mano de ninguna de las
demás ventajas que les ofrecía Lego; no utilizaron motores, ni sen-
sores, ni conexiones con ordenadores. La barrera cultural se repro-
ducía, lo cual no dejaba de ser elocuente. Tecnología frente a arte,
ciencia frente a humanidades. Los que nos dábamos cuenta de lo
que estaba ocurriendo observábamos la situación intrigados. ¿Cómo
iban a enfrentarse estos niños al problema que C. P. Snow había
calificado de insuperable? ¿Llegarían a aceptar tal separación? ¿Aca-
barían por salvarla? Mostrarían deseos por hacerlo?
Llevó su tiempo, pero finalmente María y sus amigas hallaron
la manera de cruzar la barrera cultural. El modo en que lo hicie-
ron está lleno de revelaciones sobre hasta qué punto ha enraizado
tal barrera en nuestra cultura y en nuestra escuela, sobre cuán liga-
da está a otras distinciones de estilo, género y raza y sobre cómo
puede superarse.
Durante la primera semana el grupo de María supo cómo sa-
carle partido a la barrera. Cada alumno debía aportar su parte de
piezas de Lego. Dado que el trueque con otros grupos estaba per-
mitido a fin de hacer más flexible cada proyecto, se desarrollo un
mercado en el que las piezas más buscadas eran precisamente los
motores y los sensores que el grupo de María tan poco valoraba,
mientras que las piezas de menos valor para los más agresivos mer-
caderes eran las bonitas piezas que tan útiles resultaban para cons-
truir casas. María estaba disfrutando por muchos motivos diferen-
tes. Sacar provecho del mercado a fin de obtener materiales para
construir una magnífica casa le producía un cierto placer de em-
presaria; la resolución de problemas de construcción en el campo
de la geometría y la técnica era el origen de un placer intelectual
y la forma que iba adoptando el producto del trabajo, la casa, le
producía un placer estético. Había encontrado su lugar.¿Iba a per-
manecer en él?
No. A finales de la segunda semana empezaba a haber mues-
tras de querer moverse en otras direcciones. Por la manera en que
miraban los proyectos de sus compañeros, se adivinaba en las chi-
cas un deseo de entrar en el mundo de la tecnología. Después de
la tercera semana los observadores pudieron constatar este deseo
de manera más concreta al ver que una luz parpadeaba en el rin-
cón más recóndito de la casa. Era como si las chicas hubiesen que-
rido echar mano de la tecnología, pero con mucha discreción para
vencer sus propios fantasmas. La idea de hacer algo relacionado
con la tecnología era contraria a su identidad de niñas criadas en
familias muy tradicionales. Querían aproximarse a la tecnología,
quizá siempre habían querido estar cerca de la parte tecnológica
del mundo, pero tuvieron que hacerlo a escondidas, de una mane-.
ra casi imperceptible para ellas y para los demás.
Aunque a los niños de los ruidosos camiones quizá no les pare-
cía un proyecto muy importante el tener una lucecita parpadean-
te, nuestras constructoras de casas se sentían orgullosas de su tra-
bajo que, de hecho, era mucho menos modesto de lo que parecía,
ya que les obligó a enfrentarse con el ordenador. El relato de las
escaramuzas que mantuvieron con el ordenador y de cómo salie-
ron airosas de todas ellas merece ser considerado un poco más de-
talladamente.
La historia empieza con paso fácil. Lo primero que tenían que
hacer era conectar la luz a la caja que hacía de interfaz con el orde-
nador, lo cual no era muy distinto de conectar una lámpara en casa
a una toma de luz. El siguiente paso tuvo inmediatas consecuen-
cias gratificantes: hacer que la luz se encendiera y apagara teclean-
do las palabras ON y OFF en el ordenador era bastante distinto
que accionar un interruptor. En aquel momento el entusiasmo era
notable, lo cual redundó en favor del grupo, ya que les proporcio-
nó una sensación de éxito que les permitió enfrentarse a las difi-
cultadesque encontraron más adelante.
Estas empezaron con la idea de que el encendido y el apagado
se produjeran de forma automática. El instrumento de que dispo-
nían era él lenguaje Logo, cuyos rudimentos apenas conocían por
un trabaio sobre gráficos que habían realizado semanas antes. Una
de ellas sabía lo suficiente como para escribir:
REPEAT [ON OFF]
A lo que el ordenador respondió con un «mensaje de error»,
en el que se solicitaba el número de veces que había que repetir
la acción. Las chicas modificaron la orden como sigue:
REPEAT 10 [ON OFF]

Esta vez el ordenador no se quejó; la instrucción era gramatical


en Logo, así que el ordenador la ejecutó, pero de una manera ejem-
plar, en tanto en cuanto reflejaba perfectamente el típico adagio
de que los ordenadores siempre hacen exactamente lo que se les
pide que hagan, ni más ni menos. Todo lo cual es cierto al menos
en un sentido: los ordenadores, efectivamente hacen lo que se les
pide que hagan, pero lo que se les pide no siempre es lo que uno
piensa que les ha pedido, ni lo que hacen es siempre lo que parece
que hacen.
En este caso parecía que el ordenador no había hecho lo que
se le había pedido. La luz se encendió y apagó, dejando a las ansio-
sas observadoras a la espera de un segundo parpadeo que nunca
llegó. ¿Qué estaba ocurriendo? Las chicas, sorprendidas y frusta-
das, respondieron de una manera análoga a ese hábito tan común
de chillarle a los extranjeros que no entienden cuando se les habla
en otra lengua: hicieron que su orden fuera más insistente, aumen-
tando el número de parpadeos que creían que le estaban pidiendo
al ordenador que hiciera:
REPEAT 1000 [ON OFF]

El cambio no resolvió el problema, pero tuvo un efecto que


les hizo pensar. La luz volvió a encenderse sólo una vez, pero per-
maneció encendida durante más tiempo antes de apagarse: «No com-
prende la diferencia entre muchas veces y mucho tiempo», dijo
una de las chicas. «Sí, es tonto». Se rieron, pero la alegría por su
teoría sobre la conducta del ordenador pronto se tornó en frustra-
ción; estaba muy bien echarle las culpas a la máquina y llegar a
comprender ese comportamiento tan perverso, pero la luz seguía
sin parpadear. N o obstante, la teoría llevó a algunas acciones cons-
tructivas. La primera consistió en confirmar la teoría tecleando RE-
PEAT 10000. Efectivamente, la luz permanecía encendida aún más
tiempo, unas diez veces más según sus cálculos, pero seguía llevan-
do a cabo un sólo ciclo. Realizar experimentos siempre es .bueno
para las teorías y en esta ocasión el experimento funcionó, confir-
mando, en apariencia, la teoría. Sin embargo, el objetivo de hacer
que las luces parpadearan no se había conseguido.
Es interesante que lo que las acercó a su objetivo fue una ver-
sión mejorada de la teoría, lo que aumentó su nivel de compren-
sión y trajo consigo provechosas preguntas. Una de ellas creía lo
bastante en la teoría como para preguntarse: «¿Cómo puede ser
que esto ocurra? ¿Cómo es posible confundir muchas veces con
mucho tiempo?» La estupidez de las máquinas en un primer mo-
mento divirtió a las chicas como primera respuesta, pero su atrac-
tivo como principio explicativo pronto perdió fuerza. «¡Ya lo sé!»,
dijo una de las chicas, «va tan deprisa que no podemos verlo. Los
ordenadores son muy rápidos. Lo está haciendo diez mil veces, pero
todas a la vez». ¡Al fin! La intuición demostró sus cualidades con
la diversión y la actividad que trajeron consigo la solución al pro-
blema. María dijo: «Si, va demasiado deprisa; dile que vaya más
despacio». Después de unas cuantas risas ante la idea de que diez
mil parpadeos pudieran producirse con tanta rapidez como para
ser invisibles, una preguntó: «¿Cómo?»A lo que otra replicó in-
mediatamente: «Espera un momen... ¡Claro, ya lo tengo! Me aca-
bo de acordar de que en Logo puedes decir WAIT». Así que te-
clearon:

REPEAT 10000 [ON WAIT OFF WAIT]

Estaban en el buen camino, pero al resolver un problema ha-


bían generado uno nuevo. El ordenador volvió a quejarse: del mis-
mo modo que no habían sido lo bastante precisas al decirle al or-
denador cuántas veces debía repetir la acción, ahora habían olvidado
decirle cuánto tiempo debía esperar. Ya empezaban a saber cómo
funcionaban las cosas en Logo, así que lo intentaron «dándole un
número a WAIT»:

REPEAT 10000 [ON WAIT 5 OFF WAIT 5]

Habían acertado. El número era adecuado y producía el parpa-


deo deseado, lo que les produjo una renovada y mayor sensación
de éxito. Todavía no se sentían completamente satisfechas de cómo
funcionaba su luz intermitente, pero su gozo era demasiado para
seguir pracicando aquel día.
Al día siguiente probaron diferentes combinaciones numéricas
a fin de obtener un ritmo de parpadeo más de su gusto. Finalmen-
te se quedaron con:
REPEAT 10000 [ON WAIT 4 OFF WAIT 10]

El acto de colocar una lucecita que no dejaba de parpadear en


lo más recóndito de una casa construida con Lego no era más que
un pasito hacia el mundo de la tecnología, pero había roto el hie-
lo. Una semana más tarde las chicas estaban haciendo uso de to-
dos sus encantos para recuperar uno de esos motores que habían
cambiado por piezas de Lego: ahora querían un árbol de navidad
giratorio en el cuarto de estar. La nueva tarea no era precisamente
sencilla. Montar los engranajes correctamente les trajo nuevas difi-
cultades, ahora en el terreno de la ingeniería mecánica en vez de
la programación de ordenadores, pero antes de que su experiencia
con Lego hubiera acabado, también habían cruzado esta barrera
técnica y, además de una obra de arte y tecnología, se habían cons-
truido un primer puente, frágil aún, a través de la barrera cultural.

Es una metáfora útil el pensar en María cruzando una única


barrera, aquella que la separa de todas aquellas actividades que han
sido programadas en un sentido de identidad con las etiquetas «yo
no puedo hacer esto» y «esto no es para mí». Cada vez que cruza
la línea se acerca más a percatarse de que esas etiquetas no son in-
mutables. Saber que uno puede utilizar su libertad de elegir en el
momento de dar forma a la propia identidad intelectual es uno
de los sentimientos más liberadores a los que se puede aspirar. Para
mí la historia de María se ha convertido en algo emblemático no
sólo porque nos presenta esta idea en su forma más pura. María
podría haber decidido desde el principio tragarse el sapo y cons-
truir un camión como los chicos. Es casi seguro que haciendo esto
no habría conseguido más que vivir una experiencia desagradable
que habría reforzado el sentimiento de que aquello no era para ella.
Por el contrario, siguió sus buenos instintos, se enzarzó en aque-
llas actividades que le parecían adecuadas para ella, pero sin cerrar-
se a posibles nuevas orientaciones. El problema de los educadores
radica en cómo potenciar y ampliar los aspectos positivos de esta
historia. El diseño con Lego-Logo fue un paso pequeño, pero ins-
tructivo, en el camino por hallar material que sea útil como in-
fraestructura tecnológica en situaciones de aprendizaje. Sin embargo,
el aspecto más importante del problema es el de alimentar la cul-
tura del aprendizaje apropiada.
Algunos educadores podrían pensar que el proceso se habría
desarrollado de forma más eficiente, y más cómoda, si el profesor
hubiera propuesto el proyecto de la lucecita parpadeante desde el
principio. Incluso existen investigadores que sueñan con progra-
mar ordenadores capaces de «diagnosticar», dificultades individua-
les en esas situaciones y sugerir así nuevas orientaciones de apren-
dizaje. Me temo que esta línea de pensamiento corre el riesgo de
perder de vista algunos hechos esenciales: lo que fue gratificante
para María y sus amigas no fue hacer que la luz parpadeara, sino
hallar la manera de sortear sus propios obstáculos interiorizados.
Aunque es cierto que algún profesor habría podido ofrecer algu-
nas guías en este sentido, me resulta muy difícil pensar en otra ta-
rea de enseñanza tan delicada como ésta como para confiar la toma
de decisiones a un ordenador. Como profesor considero que mi
mejor contribución sería la de revisar la historia de manera aue
pudiera consolidar la conciencia de los estudiantes sobre lo bien
que lo habían hecho.
Por ejemplo, quisiera estar seguro de que reconocieran que cons-
truir una casa fue una estrategia excelente a fin de aunar sus fuer-
zas y su confianza en sí mismas ante una situación difícil. Así, los
temas de discusión no serían el Lego, las luces y los motores, sino
los modos de enfrentarse a situaciones incómodas e intelectualmente
difíciles. Se discutiría, pues, sobre estrategias de resolución de pro-
blemas y de coordinacion de proyectos y, si me sintiera lo bastante
seguro con los estudiantes, abordaría cuestiones relacionadas con
la raza y el sexo. El grado de politización dependería también del
contexto, pero si los estudiantes tomaran la iniciativa no dudaría
en hablar de la significación política de cuanto hubieran hecho,
no sólo porque pienso que es malo ocultar las dimensiones políti-
cas, sino también porque sin ellas las chicas no llegarían a apreciar
la fuerza intelectual de su trabajo. La principal virtud del taller Lego-
Logo fue la de conceder libertad de acción para que los estudiantes
trabajaran a su manera con los materiales de que dispusieron. Uno
de los factores que hizo que esto fuera posible fue una actitud por
parte de los profesores que podríamos calificar de permisividad exi-
gente: los chicos debían trabajar duro para sacar adelante su pro-
yecto, pero se les concedió casi una total libertad en el momento
de escoger el proyecto. Si con la permisividad hubiera bastante, esta
misma actitud sería suficiente para resolver todos los problemas
educativos, pero no lo es. Otro factor importante es inherente al
material Lego-Logo y a la cultura del aprendizaje que éste presu-
pone. Muchos profesores luchan por traer a sus aulas algo pareci-
do a la actitud que acabamos de describir, pero la permisividad no
trae más que la decepción, incluso cuando las intenciones son bue-
nas, cuando el nivel de exigencia no va más allá de hacer que los
niños se dejen poner la camisa de fuerza de los viejos contenidos
de siempre, especialmente en materias como las matemáticas y las
ciencias en las que la libertad de acción para personalizar el traba-
jo suele ser muy poca.

Debbie aprende quebrados y María ingeniería. Cada historia


tiene su propio guión con su final feliz. Pero existe toda una red
de conexiones más débiles que es más importante si cabe. María
encuentra divertido que se puedan producir mil eventos en un sólo
segundo; mil puede ser un número muy grande, pero un espacio
de tiempo minúsculo. El concepto tiene importancia en sí mis-
mo, pero aún más importante es el hecho de que ella se apropió
de él gracias a un chiste que ponía en relación las matemáticas con
el humor, algo para lo que no suele haber mucho sitio en las mate-
máticas de la escuela.
La conversación de un amigo con su hijita nos demuestra cómo
esa mezcla de seriedad y humor aparece espontáneamente en cier-
tas culturas familiares. Este tipo de situaciones favorecen el desa-
rrollo matemático porque ayudan a construir una rica red de co-
nexiones.

NIÑA: Papá, ¿sabes que dos es la mitad de cuatro?


PADRE: Esto está muy bien. Sí, sí que lo sé. Y tú, ¿sabes cuál
es la mitad de seis?
NIÑA (piensa un poco): Tres.
PADRE: ¿Y cuál es la mitad de tres?
NIÑA (piensa un poco más que antes): ¿Qué mitad?
PADRE (que ahora tiene que pensar para entender a su hija): La
mitad grande.
NIÑA: Dos.
PADRE: ¿Y cuánto es la otra mitad?
NIÑA(con cara de acaso-crees-que-soy-tonta): Pues uno, claro.
Es muy difícil captar perfectamente la esencia de esta situación
sin conocer la atmósfera que se vive en esta familia, donde este tipo
de cosas se toman muy en serio pero se tratan con mucho humor.
«¿Qué mitad?» podría ser un pequeño chiste en esta cultura fami-
liar y, a través de pequeños incidentes como éste, los números se
irían introduciendo en esta cultura familiar como algo con lo que
se puede jugar, sobre lo cual se pueden hacer chistes. Lo interesan-
te aquí no es que una niña haya aprendido el importante concepto
de que los números pares tienen mitades exactas, mientras que los
números impares no; lo interesante es que una familia sea capaz
de aprovechar todas esas pequeñas situaciones para apropiarse de
las matemáticas y convertirlas en uno más de esos aspectos cálidos
y acogedores de la vida, relacionados con lo que para ellos es más
agradable.
En las clases de Logo a menudo se producen algunas de estas
situaciones humorísticas parecidas al episodio familiar que acaba-
mos de describir. Veamos un ejemplo que ampliará nuestra visión
de cómo la presencia de ordenadores programables en Logo puede
fomentar la aparición de pequeños y enriquecedores incidentes.
Dawn, una niña de preescolar, estaba jugando con un progra-
ma en Logo que permitía dibujar objetos en la pantalla y ponerlos
en movimiento. Los desplazamientos dibujaban patrones cinéticos
como los que fascinaron a Brian y a Henry (aunque mucho más
simples, claro está). La velocidad de un objeto se controlaba te-
cleando un número. Así, la niña podía ver que una velocidad de
diez era mayor que una velocidad de dos e incluso intuir que velo-
cidad dos es dos veces más rápido que velocidad uno.
Al cabo de un rato, Dawn, muy excitada, llamó al profesor y
a una amiga para enseñarles algo en la pantalla. Tecleó algo con
una mano mientras la ocultaba con la otra para que no vieran lo
que hacía. Todos miraban atentamente. Dawn dijo: «¡Mira!» No
pasaba nada. Dawn repetía: «¡Mira, mira!», pero al profesor le cos-
taba comprender lo que pasaba: ocurría que la velocidad se había
fijado a 0. Poco a poco quedó claro que cero era una velocidad,
estar parado es moverse, moverse a velocidad cero.
Interpreto lo que le ocurrió a Dawn como la repetición de un
episodio importante de la historia de las matemáticas. Recuerdo
haber escuchado cuando estaba en cuarto o en quinto que los ma-
temáticos hindús habían descubierto el cero y también recuerdo
haberme preguntado qué significaba eso. ¿Qué habían descubier-
to? ¿Qué significa utilizar un símbolo con forma de círculo? Lo
que aquellos matemáticos-y Dawn- descubrieron fue que se pue-
de tratar a cero como número. Desde entonces he visto que Dawn
no es el único niño que ha hecho este descubrimiento. Y el orde-
nador no es siempre necesario: en una pequeña encuesta entre los
participantes a un congreso de profesores se demostró que al me-
nos uno de cada diez de los que tenían hijos había observado un
momento de divertida excitación como éste: «¿Hay alguna serpiente
en la casa? Sí, hay cero serpientes»
El hecho de que tantos niños hagan descubrimientos similares
sin un ordenador no hace sino aumentar mi entusiasmo por el epi-
sodio con Dawn, pues lo que demuestra es que no nos hallamos
ante una particularidad de los ordenadores, sino ante una parte del
desarrollo del pensamiento matemático. Es probable que el orde-
nador contribuya a hacer que el descubrimiento sea más fácil e in-
cluso más rico. Dawn pudo hacer algo más que reírse del chiste y
tomarle el pelo a su profesor y a su compañera: al aceptar el cero co-
mo un número y al aceptar el reposo como movimiento a velocidad
cero aumentó su capacidad de actuación. Poco después pudo escribir
programas en los que un desplazamiento podía detenerse con la ins-
trucción SETSPEED 0. Aún más interesante, ya que el chiste puede
ampliarse. La tortuga obedece instrucciones como FORWARD-50
y se mueve cincuenta pasos hacia atrás; similarmente, la orden de
retroceder una cantidad negativa hará que la tortuga se mueva ha-
cia adelante. Así pues, los números negativos también son núme-
ros y su realidad crece a medida que se juega con la tortuga.
Al observar la fina red de conexiones en la experiencia de Ma-
ría, descubrimos otros tipos diferentes de oportunidades para el
aprendizaje accidental. La primera se refiere a la realización de ex-
perimentos. Nuestras chicas reproducen una situación que ocurre
una y otra vez en ciencia: primero están perplejas - lo cual es una
situación mucho más real de lo que suele verse en el laboratorio
de la escuela, donde se estudian problemas que no han preocupa-
do a nadie desde hace más de cien años-; discuten diversas hipó-
tesis y se deciden por la que les parece más razonable; diseñan un
experimento para evaluar su hipótesis; la hipótesis se confirma en
sus aspectos más básicos, pero requiere alguna modificación; el per-
feccionamiento de la hipótesis lleva a nuevas ideas que las chicas
desarrollan. Esto se parece mucho a «la ciencia», pero no se parece
en nada a «la ciencia de la escuela».
Mis historias sobre Debbie y María tienen un aspecto «terapéu-
tico»: sus protagonistas se presentan en el acto de mejorar una re-
lación muy pobre con una determinada área de conocimiento. No
obstante, el aspecto terapéutico no es la esencia de estas historias,
ya que podríamos interpretarlas como la demostración de cómo
puede desarrollarse una relación saludable. En cualquier caso, am-
bas muestran los primeros estadios de una relación saludable con
las matemáticas o la tecnología. La siguiente historia nos muestra
una relación un poco más desarrollada.

Ricky estaba en cuarto curso cuando vino por primera vez al


laboratorio Lego del MIT. No sé en qué se había ocupado durante
las primeras sesiones, ya que tuve conocimiento de su trabajo cuan-
do ya había empezado el proyecto de construir un robot capaz de
moverse por vibraciones.
La idea clave provenía de una observación que casi todos he-
mos hecho: cuando las máquinas vibran, tienden a moverse. Una
lavadora que se ha desequilibrado, además de hacer mucho ruido
y dar la impresión de que va a desmontarse, también se mueve a
menos que se la haya fijado al suelo. Este fenómeno, a veces cono-
cido como traveling, suele verse como una incomodidad que debe
eliminarse, sea reduciendo las vibraciones o fijando la máquina a
un punto seguro. Ricky siguió un camino distinto. Mirando una
construcción de Lego que vibraba, pensó en utilizar este principio
como medio de locomoción. Fue un claro caso de sacar partido
de una observación accidental. A menudo se hace notar que mu-
chos descubrimientos importantes empiezan con una observación
de este tipo y se atribuyen a la «suerte».Pero aun aceptando que
el éxito en ciencia y en otros ámbitos se deba en un 90 por ciento
a la suerte,ésta no sirve para nada si no va acompañada de otros
ingredientes: la curiosidad por comprender y seguir adelante, la
energía, la persistencia, el ejercicio de la inteligencia y, sobre todo,
la sensación de hallarse en un ambiente propicio. Ricky los pre-
senta todos de una manera impresionante.
Después de observar que un motor Lego se desplaza cuando
vibra, su primer problema fue el de aumentar las vibraciones.
¿Cómo se le puede hacer vibrar con más efectividad?
U n buen principio, en el que Ricky se mostró como un maes-
tro en las muchas situaciones en que tuve la oportunidad de verlo
trabajar, es el de buscar situaciones más familiares que sean repre-
sentativas de lo que buscamos. Ricky halló una de estas situacio-
nes al hacer girar con fuerza un brazo. El movimiento del brazo
hacía que su cuerpo se moviera al azar de una manera parecida.
Si todo esto se produjera a mayor velocidad, tendríamos «vibra-
ción». Así que Ricky decidió ponerle un brazo a su motor Lego.
Lo cual obligó a Ricky a plantearse el siguiente problema: ¿qué
es un brazo? El brazo humano es una cosa muy compleja. Ricky
lo simplificó. Lo relevante para sus propósitos era que el brazo gi-
rara sobre el hombro mientras el antebrazo se agitaba de manera
incontrolada, así que buscó piezas de Lego que le permitieran si-
mular estas propiedades de un brazo y funcionó. El motor Lego,
equipado con este brazo, vibraba más y se movía más.
El siguiente paso consistió en construir un vehículo capaz de
utilizar este medio de locomoción. La idea de Ricky era construir
una plataforma con patas, montar el motor sobre la plataforma,
y dejarla vibrar. Esta construcción tuvo un gran defecto: cuando
el motor se puso en marcha, la vibración era tan grande que el ar-
tilugio se desmontó, haciendo volar piezas de Lego en todas las
direcciones.
¿Qué se podía hacer? Ricky consideró las dos acciones posibles:
reducir la vibración o aumentar la resistencia de la estructura. Evi-
dentemente, la segunda opción era la más atractiva. ¿Cómo podía
llevarse a cabo?
La primera idea fue la de añadir refuerzos a fin de hacer más
sólido todo el conjunto, pero pronto vio que así la construcción
se hacía tan pesada que apenas se movía. Así llegó la siguiente idea
brillante: hacerlo más pequeño y compacto.
El motor todavía vibraba. El artilugio no salía volando. Inclu-
so se movía un poquito, pero se caía como si caminara dando tras-
piés. Parar el motor; ponerlo de pie; volver a probar; el mismo
resultado. Y ahora, ¿qué?
La solución vino de un compañero. ¡Ponle pies! ¿Por qué?
¿Cómo? La acción siguió inmediatamente al debate. Se le pusie-
ron pies utilizando ruedas de Lego como si fueran zapatos, como
se ve en la figura 10. Hubo un momento de duda sobre si se esta-
ban haciendo trampas al poner ruedas, ya que tenía que ser un ve-
hículo sin ruedas. El conflicto se resolvió pronto: las ruedas no
Figura 10. El vibrador andante.

se estaban utilizando como ruedas. Si hubieran sido cuadradas, ha-


brían cumplido su función igual de bien, lo que ocurrió fue que
no había más que ruedas redondas y eso fue lo que se utilizó. Una
vez se hubo aceptado la idea, se saboreó con gusto, y el que estas
ruedas no fueran verdaderas ruedas se convirtió en un punto im-
portante en la descripción que Ricky hacía de su propio trabajo,
cosa que estaba dispuesto a hacer cada vez que se lo pedían.
¡Funcionó! Aún mejor de lo que se podría haber esperado. La
pequeña máquina no sólo se movía enérgicamente, sino que pro-
ducía un sonido muy apropiado para una máquina.
¿Y ahora qué? Uno no puede dejar un proyecto simplemente
porque éste ha sido un éxito. Al jugar con el robot apareció un
nuevo problema y con él el principio de una solución. Con el mo-
tor en marcha el ingenio mecánico se movía bastante bien. pero
siguiendo una trayectoria aleatoria. ¿Sería posible guiarlo? De nuevo
la magia del descubrimiento se perdió con el entusiasmo. pero en
seguida todos los que estaban mirando se dieron cuenta de que cada
vez que se ponía en marcha cambiaba ligeramente de dirección.
Los físicos tienen un nombre para la causa de este pequeño salto:
la llaman conservación del momento angular. En la práctica lo que
esto significa es que cuando el motor empieza a girar en una direc-
ción, aquello a lo que el motor está conectado gira en la dirección
opuesta. Parece increíble, y espero que así sea (excepto para aque-
llos que han estudiado física o danza), ya que esa afirmación pare-
ce contraria a la mayoría de las observaciones. Pero Ricky y sus
amigos no se pararon a pensar en lo que dicen los físicos. Tenían
el principio de una idea. Quizá se podría guiar el robot parando
y poniendo en marcha el motor.
Hacer esto exigió cierta habilidad, pero era una solución. ¡Era
posible guiar la máquina!
Siguiente problema: ¿Podría guiarse a sí misma siguiendo una
trayectoria más o menos recta? Sí, y Ricky sabía muy bien cómo
hacerlo. Estoy seguro de que si entonces hubiese dispuesto de la
mejor tecnología que tenemos hoy, habría llevado a cabo su pro-
yecto de autoguiado. Como suele ocurrir, hacerlo con los medios
de que disponía era demasiado complicado y además necesitaba
demasiada ayuda, así que prefirió orientar sus intereses en otras
direcciones.

Aunque Ricky estaba trabajando a un nivel más avanzado, su


método tiene mucho en común con lo que hemos visto en las otras
historias. Como Debbie y María y como los usuarios de la mate-
mática de cocina, trabajó siguiendo sus sentimientos. No siguió
un plan predeterminado y preciso, aunque tenía un objetivo y es-
taba decidido a alcanzarlo; sin embargo, su objetivo podía evolu-
cionar a medida que trabajaba. N o construyó un robot utilizando
métodos y materiales especialmente pensados para este propósito;
utilizó lo que tenía a mano, incluso disfrutando del hecho de en-
contrar nuevas funciones para objetos originalmente pensados para
otros fines.
La manera de trabajar de Ricky, con su elemento de improvisa-
ción y de gestión del trabajo en progreso, es un claro ejemplo de
lo que Sherry Turkle y yo hemos llamado bricolage, adaptando
del francés un uso de la palabra acuñado por el antropólogo Clau-
de Lévi-Strauss, cuya traducción (no del todo adecuada) podría ser
«chapucear».
En este libro he utilizado diferentes tipos de historias a fin de
elaborar varias visiones del aprendizaje. Algunas son parábolas fan-
tásticas, otras descripciones de hechos reales, otras episodios ima-
ginarios. La siguienie historia surge de una película: una película
de ficción que, por lo que sé, no fue realizada por profesionales
o especialistas del aprendizaje. Los más academicistas, ya impacientes
ante lo heterodoxo de mi método, pueden considerar que eso es
ir demasiado lejos. ¿Cómo es posible que una película sea la fuen-
te de ideas sobre la educación?
Aquí quiero hacer algo más que justificar mi recurso a una pe-
lícula; quiero animar a todos los que estén interesados en el apren-
dizaje a fijarse en la cultura en general como fuente de ideas que
pueden merecer atención, con el mismo espíritu que quiero ani-
mar a la observación de las experiencias personales. Esta recomen-
dación surge de considerar el aprendizaje como un aspecto más
de la vida, como las relaciones personales, la espiritualidad o la sen-
sibilidad estética. En todos estos aspectos desarrollamos nuestra
sensibilidad a partir de productos de la imaginación: la novela, el
teatro, la pintura. Por un lado, podemos considerar todas estas obras
como «invenciones», pero, por otro, es obvio que transmiten ver-
dades tan profundas, y a menudo más precisas, como los experi-
mentos llevados a cabo por los científicos con el objetivo de traer
nueva luz sobre estos asuntos. Creo que podemos aprender sobre
el aprendizaje de una manera parecida, y podríamos hacerlo en ma-
yor medida si practicáramos la discusión crítica de este aspecto
del arte.
Existe otro motivo por el cual los especialistas del aprendizaje
deberían tomarse más en serio la representación que la ficción hace
del mismo, ya que, aunque ellos la miren por encima del hombro
en tanto que fuente de conocimientos, no cabe duda de que mu-
chos otros se verán influidos, quizá de manera inconsciente, por la
imagen del aprendizaje predominante en la cultura popular que ésta
ofrece. Y si éstos son estudiantes o personas como los padres que tie-
nen una influencia sobre los estudiantes, su imagen del aprendiza-
je sin duda va a influir en cómo va a producirse dicho aprendizaje.

La película Dirty Dancing es una historia de aprendizaje de la


misma manera que Romeo y Julieta es una historia de amor. En
sus primeras escenas vemos a Jennifer Grey en el papel de Baby,
una estudiante idealista cuyos andares y gestos nos vienen a decir
que, mientras sus iguales se dedicaban a desarrollar su sentido del
cuerpo y el movimiento con actividades físicas, ella se dedicaba
a tareas más sedentarias e intelectuales. Baby no es una bailarina
y sabe tan poco de danza que parece que no tiene la menor idea
de la cantidad de cosas que deberá aprender cuando se presenta
voluntaria para sustituir a una bailarina en un espectáculo de dan-
za que deberá estrenarse en una semana. De hecho un profesor crí-
tico atribuiría la misma ignorancia al autor de la historia que nos
muestra a Baby al cabo de esa semana bailando a la perfección gra-
cias al trabajo intensivo llevado a cabo con su compañero de baile
(interpretado por Patrick Swayze). Por mi parte, no sé si esto es
creíble, pero estoy seguro de que es mucho más fácil de conseguir
siguiendo un proceso de aprendizaje como el que se muestra en
la película que recurriendo al proceso propio de las prácticas es-
colares.
Sea como fuere, el conocedor del proceso de aprendizaje halla-
rá más motivos de interés en la calidad de la experiencia de Baby
que en especular sobre el tiempo necesario para conseguir el obje-
tivo: lo aue me pareció convincente de la película fue la credibili-
dad con que fija ciertos aspectos de un buen aprendizaje. El hecho
de que algunos de estos aspectos (como por ejemplo la velocidad
con que se aprende) se presenten de forma algo amplificada me
parece más una virtud (en cualquier caso no es un defecto) de la
utilización del medio artístico, del mismo modo que el gran dra-
matismo de la acción en Romeo y Julieta la hace más importante,
y no menos, para los asuntillos humanos con que nos cruzamos
en el pequeño drama de nuestras propias vidas.
La acción de la película se desarrolla en un lugar de veraneo
de las Catskill Mountains, donde hallamos dos tipos de personas,
dos maneras de bailar y dos maneras de aprender. Los estirados ri-
cachos a los que se cubre de atenciones con la esperanza de que
vuelvan al año siguiente y los trabajadores del lugar a los que se
tiraniza con la amenaza de perder su puesto. Aunque la estructura
del lugar favorece la separación de las dos clases, las barreras distan
mucho de ser absolutas, y en este caso la acción se precipita a cau-
sa precisamente de dos cruces de estas barreras. Baby, que ha acu-
dido a un lugar sin el menor interés para ella, obligada por sus pa-
dres, se pasea inquieta por el lugar hasta que da con las dependencias
del servicio. Allí se encuentra con una organización social total-
mente distinta de lo que hasta ahora había conocido en su protegi-
da existencia. Allí también se encuentra con la víctima del otro
cruce: la bailarina a la que acabará sustituyendo está embarazada
y ha sido abandonada por el padre del bebé, el sobrino del propie-
tario; la oferta de Baby permitirá que ésta abandone el lugar para
abortar.
El primer choque lo tiene Baby con el dirty dancing, el baile
sucio. En la sala de baile del hotel los huéspedes bailan tranquila-
mente con los pies. Algunos se mueven informalmente al ritmo
de la música. Otros intentan pasos más o menos fijos: «Adelante...
adelante... al lado... juntos» y «lento... lento... rápido... rápido... len-
to». En las dependencias del servicio la gente baila... sucio. Hacen
movimientos que sugieren muy explícitamente el acto sexual y se
tocan con sensualidad. Pero desde mi punto de vista la inspirada
frase dirty dancing va mucho más allá. El poder, y la sensualidad,
de esa manera de bailar radica no tanto en esa sugerente referencia
a los movimientos mecánicos del acto sexual como en un total com-
promiso del cuerpo, la energía, la pasión.
Ese sentido más profundo de lo que es limpio y lo que es sucio
queda claro si desplazamos nuestra atención de la manera de bai-
lar a la manera de aprender a bailar. Cuando el baile se define por
una fórmula se presta a una manera de enseñar que ya nos es fami-
liar y que propongo denominar «enseñanza limpia».Supongo que
todo aquel que haya seguido un curso de bailes de salón sabe a lo
que me refiero. La información que hay que transmitir es clara.
El paso para el fox-trot box es paso adelante barrido a un lado jun-
tos, paso atrás barrido a un lado juntos. ¿Lo pillas? Practica un poco
y después haremos el paso hacia adelante. Cuando hayas pillado
los dos, practicaremos los dos pasos juntos.
La relación entre profesor y alumno es «limpia» en el sentido
de que queda reducida, a riesgo de despido del profesor, al trabajo
impersonal y técnico de dominar una serie de pasos. Finalmente,
y de forma más sutil, la relación entre el alumno y lo que aprende
es como una limpia operación quirúrgica: los nuevos conocimien-
tos entran sin apenas afectar lo que ya había, y sin duda con un
impacto mínimo sobre el sentimiento de su propio yo y de la so-
ciedad del que aprende.
Cuando Baby empieza a trabajar con su instructor de baile, ve-
mos algo muy diferente. Aunque la película no nos lo dice explíci-
tamente, queda claro que será su experiencia previa con lecciones
de baile, con lecciones en general, lo que le hará suponer que el
trabajo seguirá el patrón del aprendizaje limpio. Evidentemente,
se encuentra con algo muy distinto. El aprendizaje de «pasos» es
lo menos importante, aunque también hay algo de eso. Su tutor
le dice que «escuche la música como un corazón» y utiliza la rela-
ción erótica que empieza a nacer entre ellos para trasladarla hacia
una nueva percepción del espacio y de su cuerpo. Le hace cruzar
un peligroso, alto y estrecho puente para que desarrolle su sentido
del equilibrio, de la postura y mejore su confianza. Lo que le ocu-
rre a medida que aprende a bailar no puede confinarse a un con-
junto bien delimitado de destrezas carentes de factores emociona-
les. En cualquier caso no puede ser descrito como un «programa»
en ninguno de los sentidos de la palabra. Comporta entablar una
nueva relación consigo misma. Comporta alterar su relación con
la autoridad, con su padre y con el mundo de altos vuelos en que
vive su familia.

Es razonable preguntarse si esos modelos contrastados de apren-


dizaje que he llamado «limpio» y «sucio» en relación al mundo
de la danza son aplicables a otros dominios considerados como más
abstractos e intelectuales. A modo de sondeo, exploraré hasta qué
punto es posible establecer este paralelismo con otras áreas más es-
colares, empezando por la más abstracta de todas ellas: las mate-
máticas.
Por el lado limpio el paralelismo se establece fácilmente desde
muchos puntos de vista. El aprendizaje limpio reduce la danza a
un conjunto de fórmulas que describen pasos de baile y reduce las
matemáticas a un conjunto de fórmulas que describen procedimien-
tos para manipular símbolos. La fórmula de los pasos del fox-trox
box es análoga a la fórmula de sumar quebrados o resolver ecua-
ciones. Otros componentes de la limpieza en el aprendizaje de la
danza también se aplican directamente a la matemática escolar. Las
emociones se mantienen apartadas. La relación entre profesor y
alumno se limita al intercambio de información sobre la materia
que se estudia. Evidentemente, no se le concede un papel, ni que
sea remotamente, a nada que tenga que ver con el erotismo.
Por el lado sucio el paralelismo parece menos claro. Al repre-
sentar el aprendizaje de Baby como «sucio», me referí a la recupe-
ración de una cierta corporalidad, a la superación de los miedos
y a cuestiones de diferencia de clase social. Parece que este tipo
de asuntos pueden tener mucho que ver con la danza, pero parece
que no tiene nada que ver con las matemáticas. Estoy de acuerdo,
siempre que uno acepte los modelos dominantes de la matemática
escolar. Sin embargo, por el mismo principio no parece que la danza
tenga que ver con tales cuestiones desde el punto de vista de los
modelos de enseñanza de la danza propios de los salones de baile
o de los principios para la enseñanza de bailes de salón de Arthur
Murray. Es preciso hacer un poco de desconstrucción a fin de dis-
tinguir los aspectos de las matemáticas que se han introducido en
la visión escolar de la materia de los que proclaman una visión
más amplia.
Si aceptamos que lo que Brian y Henry estaban haciendo eran
matemáticas, la distancia entre la matemática y la danza se reduce,
ya que los chicos hacían un poco de ambas a la vez. No cabe duda
de que estaban aportando más de sí mismos de lo que se espera
en una clase de matemáticas limpia. María desafió una convención
social. Debbie alteró su visión de sí misma, igual que Brian y Henry.
Lo que me parece claro es que en todas estas situaciones vemos
a niños y niñas comportarse de una manera que se aproxima al
extremo presentado por la experiencia de Baby. Si no llegan tan
lejos, no es porque las materias escolares sean intrínsecamente dis-
tintas a la danza sino porque Baby se encontraba en una posición
que le permitía vivir su relación con la danza de manerta más com-
pleta de lo que uno puede esperar en la escuela de nuestros días.
Instruccionismo frente a
construccionismo

Hasta ahora he intentado mantenerme dentro de lo que podría-


mos denominar un estilo concreto. Pero ha llegado el momento
de cambiar, aunque sea por un capítulo, a un estilo más académi-
co y abstracto a fin de facilitar la comparación y la interacción con
otros puntos de vista. Aprovecharé así para afinar y formalizar (lo
que no significa necesariamente mejorar) las ideas matéticas que
he ido introduciendo principalmente por medio de pequeñas his-
torias.
Mi preferencia por un estilo concreto no es solamente una tác-
tica literaria para decir lo que podría haber expresado a través de
un lenguaje más abstracto, pues es más bien un intento de conver-
tir el medio en mensaje. La idea central de mi mensaje es que el
principal obstáculo para el progreso en la educación es esa tenden-
cia mayoritaria a sobrevalorar el razonamiento abstracto. Una de
las muchas maneras de formular mi visión de cómo el aprendizaje
puede convertirse en algo distinto sería decir que esto ocurrirá gra-
cias a una revisión epistemológica hacia modos más concretos de
conocer: la inversión de la idea tradicional de que el progreso inte-
lectual consiste en pasar de lo concreto a lo abstracto. Además, veo
la necesidad de esta inversión no sólo en el contenido de lo que
se aprende, sino también en el discurso de los educadores. El uso
de un modo concreto de expresión me permite demostrar y decir
lo que quiero expresar con esto, y contribuye además a enriquecer
la idea de que el pensamiento concreto es algo poderoso. No debe
sorprendernos, sin embargo, que el concepto que más necesita de
una formulación abstracta sea precisamente el de «concreción».
En el discurso educativo la palabra concreto a menudo se utili-
za con su sentido más común. Cuando los profesores hablan de
utilizar materiales concretos para ayudar al aprendizaje de la idea
de número, se entiende fácilmente que comprende el recurso a mé-
todos como la utilización de bloques lógicos para formar patrones
numéricos. Sin embargo, la palabra ha adquirido otros significa-
dos más especializados, cuyo representante más notable suele aso-
ciarse a la celebrada (o, en algunos círculos, denostada) teoría de
los estadios de Jean Piaget. Desgraciadamente, ambos usos a me-
nudo se confunden: es facil caer en la trampa de leer a Piaget como
si la palabra conservara su significado ordinario, falacia que ha re-
cibido muchos apoyos por parte de tantos libros escritos con aire
paternalista a fin de «facilitar el acceso a Piaget» de los profesores.
De hecho, cuando describe el pensamiento de los niños en la es-
cuela elemental como «concreto», lo que está haciendo Piaget es
mucho más complejo e interesante. Es un término técnico, como
lo es la palabra fuerza para los físicos o la palabra depresión para
los psiquiatras; en todos estos casos se producirá un malentendido
si uno no se percata de que las palabras tienen un matiz teórico
que las aparta de sus usos coloquiales. El concepto de «inteligencia
concreta» en Piaget recibe su significado de una perspectiva teóri-
ca que tuvo una lenta evolución, no siempre consistente, a lo largo
de toda una vida de investigaciones. Deberemos liberar este impor-
tante concepto de otros más problemáticos dentro del modelo teó-
rico piagetiano, y en particular del concepto de «estadio».La opo-
sición entre filosofías educativas que constituye el título de este
capítulo nos proporciona el contexto adecuado para comprender
el significado de «inteligencia concreta» dentro del marco teórico
construido por Piaget.
El sufijo -ismo es un marcador de lo abstracto y su presencia
en el título refleja mi cambio de estilo intelectual. Con la palabra
instruccionismo se suele querer decir algo muy distinto a pedago-
gía,o el arte de enseñar. Debe leerse más en términos ideológicos
o programáticos, como expresión de la creencia de que el camino
hacia un aprendizaje mejor pasa por el perfeccionamiento de la
instrucción; si la escuela no es perfecta, pues ya sabes lo que hay
que hacer: da mejor tus clases. El construccionismo pertenece a
esa familia de filosofías educativas que niegan esta «verdad». N o
cuestiona el valor de la instrucción como tal; eso sería una tonte-
ría. Incluso la afirmación (asumida por Piaget, aunque no acuña-
da por él) de que todo acto de enseñar constituye un atentado contra
la capacidad del niño por descubrir no es un imperativo categóri-
co en contra de la enseñanza, sino una advertencia, expresada en
forma de paradoja, de que es preciso mantenerla a raya. N o pode-
mos decir que la actitud construccionista hacia la enseñanza sea
de rechazo sólo porque es minimalista; el objetivo es enseñar de
manera que se produzca el mayor aprendizaje con el mínimo
de enseñanza. Evidentemente, esto no puede conseguirse simple-
mente reduciendo la cantidad de enseñanza y dejando como esta-
ba todo lo demás. El otro cambio necesario puede expresarse per-
fectamente con el siguiente proverbio africano: si un hombre tiene
hambre, se le puede dar pescado, pero es mucho mejor darle una
caña y enseñarle a pescar el pez por sí mismo.
La educación tradicional codifica lo que se cree que los ciuda-
danos necesitan saber y se pone a alimentar los niños con este «pes-
cado». El construccionismo se basa en el supuesto de que
mejor para los niños encontrar («pescar»)por sí mismos los cono-
cimientos específicos que necesitan; la educación, sea organizada
o informal, les ayudará más si se saben respaldados moral, psicoló-
gica, material e intelectualmente en sus esfuerzos. El tipo de cono-
cimientos que más necesitan los,niños es el que les permitirá al-
canzar nuevos conocimientos. Este es el motivo por el cual es
preciso desarrollar la matética. Además de conocimientos sobre la
pesca, necesitaremos buenas cañas de pescar -por eso necesitamos
los ordenadores- y necesitamos saber qué aguas son ricas en pes-
ca -por eso debemos desarrollar una amplia gama de ricas activi-
dades matéticas o «micromundos».
A fin de comprender el problema en toda su extensión tome-
mos de nuevo las matemáticas como ejemplo. Es evidente que no-
sotros los estadounidenses (y muchos otros), como sociedad, so-
mos personas que no hemos desarrollado nuestro potencial en
matemáticas. También es evidente que la enseñanza de las mate-
máticas deja, por término medio, bastante que desear. De ahí no
se sigue, sin embargo, que la única solución sea la de mejorar la
enseñanza. Una alternativa sería la de ofrecer a los niños micro-
mundos que les resulten interesantes y en los que puedan usar las
matemáticas como hizo Brian, o pensar en ellas como Debbie o
jugar con ellas como Dawn. Si los niños realmente quieren apren-
der algo y tienen la oportunidad de aprenderlo mientras lo usan,
lo aprenden aun cuando la enseñanza es mala. Por ejemplo, mu-
chos aprenden a jugar con videojuegos muy complicados sin que
nadie les enseñe. Otros utilizan el sistema de ayuda por teléfono
de Nintendo o leen revistas en las que se discuten estrategias para
los juegos a fin de hallar el asesoramiento que recibirían de un pro-
fesor si los video juegos fuesen una materia escolar. Por otra parte,
dado que uno de los motivos por los cuales la enseñanza es mala
es que nadie quiere darle clase a niños que atienden de mala gana,
la vía construccionista haría mejor y, a la vez, menos necesaria la
enseñanza; es decir, el mejor de los mundos posibles.
El caso de Debbie es un buen ejemplo de cómo muy poca en-
señanza, pero buena, puede llevarnos muy lejos. Enseñarle a pro-
gramar un ordenador y a pensar en cómo desarrollar un proyecto
complejo fue como enseñarle a pescar. Con estos medios pudo ha-
cer sus programas y transformar así su pensamiento sobre los que-
brados. Aprendió algo muy distinto de lo que le habían enseñado.
Es preciso distinguir esto, sin embargo, de lo que se llamó aprendi-
zaje de procesos. A principios de los años sesenta, cuando el movi-
miento de la Matemática Moderna llegaba a su auge, estaba de moda
decir que era más importante enseñar «el proceso del pensamien
to científico» que cualquier conocimiento científico. La diferencia
con lo que antes describíamos es que un proceso científico separa-
do de su contenido es algo muy abstracto. Los conocimientos de
programación que Debbie aprendió eran mucho más prácticos y
concretos que los conocimientos sobre quebrados que adquirió al
utilizarlos.
El éxito de Debbie en el examen de quebrados es un ejemplo
en contra de la idea instruccionista de que la única manera de me-
jorar los conocimientos de un estudiante sobre la materia X es en-
señar X. Cualquiera que tenga dudas sobre el predominio de esta
idea hará bien en leer el libro de Ivan Illich Deschooling Society
(«Desescolarizar la sociedad»), escrito con el ánimo de presentar
una idea en su forma más extrema. Illich presenta de manera muy
elocuente su idea de que la principal lección que uno recibe en
la escuela es que uno necesita que le enseñen. La enseñanza de la
escuela crea dependencia de la escuela y una adición supersticiosa
a creer en sus métodos. Sin embargo, en tanto que la lección de
autoservicio de la escuela ha ido calando en la cultura mundial,
lo más curioso es que todos hemos ido acumulando experiencias
personales que nos hacer ir en contra de ella. Hasta cierto punto
todos sabemos que si nos involucramos en una determinada área
de conocimiento, aprendemos, con escuela o sin ella y, en todo
caso, sin necesidad de un programa, de exámenes ni de la segrega-
ción por edades que impone la escuela. También sabemos que si
no nos involucramos en ese área de conocimiento, tendremos pro-
blemas para aprender, también con escuela o sin ella. En el con-
texto de una sociedad dominada por la escuela, el principal princi-
pio matético que debemos aplicar es la incitación a la revuelta contra
ese saber popular que proviene de la idea de que uno puede apren-
der sin que se le enseñe o que puede aprender mejor cuanto me-
nos se le enseña.
La matemática de cocina apunta hacia la misma moraleja; de-
muestra que muchas personas han aprendido a hacer algo relacio-
nado con la matemática sin instrucción alguna e, incluso, a pesar
de haberla recibido. Finalmente, puede parecer que no hay tal cri-
sis de la educación, ya que las personas con voluntad encuentran
la manera de aprender lo que necesitan.
Evidentemente, una sugerencia tan autocomplaciente no pue-
de ser seria. El recurso de señalar el uso de métodos matemáticos
que la gente ha desarrollado sin que nadie les enseñara no puede
justificar la complacencia educativa: la matemática de cocina y co-
sas parecidas son excelentes demostraciones de la capacidad maté-
tica de las personas, pero son muy limitadas. La conclusión que
debemos extraer no es que la gente se las arregla por su cuenta y,
por tanto, no necesita ayuda, sino que este aprendizaje informal
es la muestra de un modo natural de aprender que es contrario a
los métodos escolares y que necesita un tipo distinto de apoyo. La
pregunta para los educadores es si podemos trabajar a favor de este
proceso natural de aprendizaje o en contra. Pero para responder
a esta pregunta necesitamos saber más sobre lo que es este proceso.
¿Qué tipo de aprendizaje subyace en la matemática de cocina y
cómo podemos promocionarlo y ampliarlo?
Estas preguntas nos llevan al segundo polo del «instruccionis-
mo frente a construccionismo». Lo poco que nos dice la matemá-
tica de cocina sobre la escuela es sólo un aspecto menor de la mis-
ma. Lo importante no es el fracaso de la escuela, sino el éxito de
personas que han sido capaces de desarrollar sus propios métodos
para resolver esos problemas; es decir, no lo que la escuela ha sido
incapaz de transmitir, sino lo que han construido por sí mismos.
Las métaforas de la transmisión y de la construcción son los
aspectos más dominantes de un movimiento educativo muy hete-
rogéneo en el que podemos situar al construccionismo, el cual des-
taca por el juego de palabras de su nombre. Para muchos educado-
res y para todos los psicólogos cognitivistas, mi palabra debe sonar
a constructivismo, cuyo uso en la doctrina educativa contemporá-
nea nos remite a la idea de Piaget de que el conocimiento no se
puede «transmitir» o «comunicar manufacturado» a otra persona.
Aun cuando parece que tiene uno éxito al transmitir una informa-
ción oralmente, si pudiera presenciar el proceso mental de su in-
terlocutor, vería que éste «reconstruye» una versión personal de
la información que uno piensa que está «comunicando». El cons-
truccionismo también comporta la connotación de «juego de cons-
trucciones», empezando por juegos en el sentido literal, como Lego,
y ampliando el concepto a los lenguajes de programación conside-
rados como «juegos» a partir de los cuales uno puede hacer pro-
gramas, a las cocinas en tanto que «juegos» con los que no se ha-
cen sólo pasteles, sino también recetas y se construyen formas de
matemáticas en uso. Uno de mis principios matéticos básicos es
que la construcción que tiene lugar «en la cabeza» a menudo se
ve potenciada si va acompañada de la construcción de algo públi-
co «en el mundo»: un castillo de arena o un pastel, una casa de
Lego o una empresa, un programa de ordenador, un poema o una
teoría del universo. En parte, lo que quiero decir con «en el mun-
do» es que es posible analizar, examinar, investigar y admirar el
objeto. Está ahí.
Así pues, el construccionismo, mi personal reconstrucción del
constructivismo, tiene como principal característica que observa
la idea de la construcción mental más de cerca que los otros -ismos
educativos. Le concede una especial importancia al papel que pue-
den desempeñar las construcciones en el mundo como apoyo de
las que se producen en la cabeza, convirtiéndose así en una doctri-
na menos mentalista. También se toma más en serio la idea de cons-
trucción mental al reconocer más de un tipo de construcción (al-
gunas tan alejadas de lo que solemos entender por construir como
cultivar un jardín), y al preguntarse sobre los métodos y los mate-
riales que se deben utilizar. ¿Cómo puede uno convertirse en un
experto en construir conocimientos? ¿Qué destrezas se requieren?
¿Son estas destrezas las mismas para tipos diferentes de conoci-
miento?
El nombre de matética concede a estas preguntas el reconoci-
miento necesario para que se las tome en serio. Para poder empe-
zar a responderlas deberemos analizar y adaptar un poco a nues-
tros propósitos las ideas de dos pensadoresJean Piaget y Claude
Lévi-Strauss, que han llegado más lejos que nadie en la identifica-
ción de grandes paquetes de conocimientos que no se adquieren
en la escuela y que no coinciden con la idea escolar de lo que es
un conocimiento apropiado. Mi propósito, al fijarme en estos dos
autores, es el de derivar un sentido técnico vara la noción de con-
creción que me permitirá afirmar que la principal destreza matéti-
ca consiste en construir conocimientos concretos. Más adelante uti-
lizaré este concepto en la formulación de qué hay de malo en la
escuela: su terco compromiso de pasar tan rápido como sea posi-
ble de lo concreto a lo abstracto tiene como consecuencia que se
dedique un tiempo mínimo a la parte donde se realiza el trabajo
más importante.
En su libro publicado en 1966 El pensamiento salvaje (cuyo tí-
tulo en francés, La pensée sauvage, debe leerse sabiendo que en esta
lengua a las flores silvestres se las denomina fleurs sauvages), Lévi-
Strauss utiliza una palabra francesa intraducible, bricolage, para de-
signar el modo en que las sociedades «primitivas» desarrollan «una
ciencia de lo concreto». Para él esta ciencia es distinta de la «cien-
cia analítica» de sus colegas de la misma manera que la matemática
de cocina se diferencia de la matemática de la escuela. Esta última.
como la ideología, aunque no necesariamente la práctica, de la cien-
cia moderna, se basa en un ideal de generalidad, ese único método
universalmente correcto que funcionará con todos los problemas
y con todas las personas. El bricolage es una metáfora sobre los
métodos del viejo chatarrero gitano, el factótum que llama a la puer-
ta ofreciéndose para hacer cualquier pequeña reparación. Ante un
trabajo, el chatarrero rebusca en su caja de herramientas para en-
contrar la más adecuada para resolver el problema y, si una herra-
mienta no sirve, simplemente busca otra, imperturbable ante esa
falta de generalidad.
Los principios básicos del bricolage como metodología para la
actividad intelectual son: utiliza lo que tienes, improvisa, apáñate-
las. Para el verdadero bricoleur, las herramientas de la caja habrán
seguido un largo proceso de selección determinado por algo más
que la práctica. Las herramientas mentales le resultarán tan cómo-
das como las físicas a nuestro chatarrero nómada; le proporciona-
rán un sentimiento de familiaridad, de estar a bien consigo mis-
mo; serán lo que Illich denomina «sociable»y yo llamé «sintónico»
en Mindstorms. Aquí utilizo el concepto de bricolage como fuente
de ideas y modelos para mejorar la capacidad de hacer -y reparar
y mejorar- construcciones mentales. Sostengo asimismo que es
posible llevar a cabo un trabajo sistemático para convertirse en un
bricoleur mejor, y lo ofrezco como un ejemplo del desarrollo de
una capacidad matética. El espíritu del verdadero bricoleur puede
verse en la ingenuidad de Ricky (y en su satisfacción) al utilizar
piezas de Lego para funciones que sus diseñadores jamás habrían
imaginado: una rueda como un zapato, un motor como un vibra-
dor. En este uso del Lego-Logo también observamos un micromun-
do que potencia las destrezas del bricolage. Y yo lo veo en mi ex-
periencia con las plantas.
La matemática de cocina es un claro ejemplo de bricolage, por
su conexión sin fisuras con una actividad externa de chatarrero,
con su caja llena de herramientas y viejos trucos. Lo contrario de
bricolage sería abandonar el «micromundo de la cocina» por un
«mundo matemático» y resolver el problema de quebrados con una
calculadora o, más probablemente, con el cálculo mental. Pero el
que practica la matemática de cocina, como buen bricoleur, no deja
de cocinar para hacer matemáticas; al contrario, la manipulación
matemática de los ingredientes es indiscernible para un observa-
dor externo de la manipulación culinaria. La matemática de coci-
na presenta, por tanto, la propiedad de la conectividad, de la con-
tinuidad, a la que me he referido anteriormente como algo útil para
el aprendizaje. Esta subordinación ilumina claramente el proble-
ma matético del instruccionismo frente al construccionismo y el
problema epistemológico de la ciencia analítica frente al bricolage.
Principios analíticos tales como multiplicar 1 1/2 por 2/3 se ense-
ñan rutinariamente mediante la instrucción directa de las mate-
máticas. Sin embargo, esa relación tan estrecha entre la matemáti-
ca de cocina y la cocina demuestra que no resultaría natural, aun
si fuera posible, «enseñar», bricolage matemático (o de cualquier otro
tipo) como materia independiente. El contexto más natural para
aprender sería aquel en que se desarrollarán otras actividades en
vez de las matemáticas.
Una comparación entre las matemáticas de cocina y las de Deb-
bie pone de relieve el papel especial que desempeña el ordenador
en todo esto. N o me cabe la menor duda de que muchas personas
ganarían en habilidad y confianza si pudieran entablar conversa-
ciones respetuosas y reflexivas sobre sus procesos de aprendizaje
en la cocina, la jardinería, el mantenimiento de la casa, los juegos
y la práctica deportiva, tanto en calidad de participantes como de
espectadores. Lo que observamos en experiencias como las de Deb-
bie, María o Brian es que el ordenador simplemente amplía, aun-
que de forma significativa, el abanico de oportunidades de partici-
par como bricoleur o bricoleuse en actividades de contenido
científico o matemático.
Las fases de la experiencia de Debbie muestran un proceso de
gradual compromiso y competencia hacia un tipo de apropiación
propio de una bricoleuse. En la primera fase la vemos comprome-
tida con una actividad familiar, que ha sufrido las mínimas altera-
ciones a fin de ser tratada con el ordenador. Escribe poemas utili-
zando el ordenador como si fuera un procesador de textos. Después
decora sus poemas del mismo modo que lo haría sobre una hoja
de papel. Sólo en el momento en que se siente cómoda haciendo
esto empieza a hacer cosas interesantes con los quebrados. Después
la vemos comprometida con actividades que tienen que ver con
los quebrados; pero, del mismo modo que la matemática de coci-
na no puede separarse del acto de cocinar, tales actividades son in-
separables de la redacción del poema. Es precisamente esta conti-
nuidad entre lo que le es familiar y lo nuevo lo que trae consigo
el progreso de relacionar los quebrados con «todo».
Esta defensa de lo concreto no debe confundirse con una estra-
tegia para utilizarlo como trampolín hacia lo abstracto. Esto no
haría más que acomodar aún más a lo abstracto en su posición de
forma última del conocer. A fin de destronar al pensamiento abs-
tracto de su posición como «lo auténtico» en el funcionamiento
de la mente, quisiera apuntar algo más controvertido y sutil. Es
el pensamiento concreto el que en la mayoría de los casos, si no
en todos, merece esa descripción, mientras que los principios abs-
tractos funcionan como herramientas al servicio de este pensamiento
concreto. Para un bricoleur hecho y derecho, los métodos formales
están a mano, no en un nivel superior. En la cocina, la multiplica-
ción de 11/2 por 2/3 es un método perfectamente aceptable, pero
no peor ni mejor que las improvisaciones con espátulas y vasos
de medida.
Con afirmaciones como ésta he conseguido granjearme el cali-
ficativo de «bateador de la lógica». Pero la cuestión radica funda-
mentalmente en hallar un equilibrio Soy matemático y como tal
conozco bien las excelencias del razonamiento abstracto. Conoz-
co su belleza y su potencial. También sé lo alienante que puede
ser utilizarlo indiscriminadamente. Nuestra cultura intelectual ha
estado hasta tal punto dominada por la identificación del bien pen-
sar con el pensamiento abstracto que para conseguir el equilibrio
es preciso estar constantemente buscando modos de reevaluar lo
concreto como un equivalente epistemológico de las medidas en
favor de las minorías. También implica estar atentos a no dejar es-
capar las formas malignas de abstracción que no son reconocidas
como tales por los que las utilizan. Por ejemplo, los estilos de pro-
gramación que con frecuencia se imponen como «la manera co-
rrecta de hacerlo» comportan un juicio de valor muy claro entre
maneras abstractas y maneras concretas de hacer las cosas.
En su libro The Second Self ('El segundo yo'), Sherry Turkle
describe los estilos de programación utilizados por niños que ha-
bían tenido la oportunidad de utilizar ordenadores y se les había
concedido la suficiente libertad como para desarrollar su propio
estilo:

Jeff es el autor de uno de los primeros programas para la lanzadera


espacial. Lo lleva a cabo de la misma manera que hace muchas otras co-
sas, trazando primero un plan. Hay un cohete, unos reactores, un viaje
al espacio, un aterrizaje. Concibe el programa de forma global; entonces
lo divide en partes más manejables. «Escribí las diferentes partes en una
cartulina grande. Tuve una visión de todo el conjunto una noche, no po-
día esperar a llegar a la escuela para ponerlo en marcha.» Los informáti-
cos reconocerían aquí una estrategia global «de arriba a abajo», de «divi-
de y vencerás», considerada como un «buen estilo de programación-. Todos
vemos en Jeff a una persona que encaja en el estereotipo del «informáti-
co» o del ingeniero, alguien que será eficiente con las máquinas, en las
ciencias, una persona organizada que aborda las cosas con confianza y
determinación, con la seguridad de que funcionarán.
Kevin es un chico muy distinto. Allí donde Jeff es preciso en sus ac-
ciones, Kevin es soñador e impresionista. Allí donde Jeff tiende a imponer
sus ideas sobre los otros chicos, la calidez de Kevin, su afabilidad e interés
por las cosas de los demás le convierten en un ser muy popular. Las reu-
niones con Kevin a menudo se veían interrumpidas porque debía acudir
a los ensayos de una obra de teatro. La obra era Cenicienta y Kevin tenía
el papel de Príncipe Azul...
Kevin también está haciendo su programa espacial. Pero su forma de
trabajar tiene poco que ver con la de Jeff, a quien le importan poco los
detalles sobre la forma de su cohete espacial; lo que cuenta es conseguir
que el complejo sistema funcione perfectamente como un todo. Pero Ke-
vin cuida mucho la estética de los gráficos. Pasa mucho tiempo trabajan-
do en la forma de su cohete. Abandona la idea original y continúa «gara-
bateando» en el cuadernillo de apuntes del programa de diseño. Trabaja
sin plan preestablecido, experimenta y desecha muchas formas en la pan-
talla. A menudo se levanta y contempla desde lejos su trabajo, desde di-
versos ángulos, y finalmente se decide por una forma roja sobre el fondo
negro de la noche; un diseño aerodinámico y futurista. Se entusiasma
y llama a dos amigos. Uno admira el rojo sobre negro; el otro dice que
la figura roja «es como de fuego». Un día, yendo a comer, Jeff pasa por
casualidad ante el ordenador de Kevin y no puede evitar mirar la panta-
lla, ya que él siempre busca nuevos trucos que añadir a su archivo de he-
rramientas de programación. Se encoje de hombros. «Eso ya se ha he-
cho.» N o hay nada nuevo, nada que sea técnicamente diferente, sólo una
mancha roja...
Pero al día siguiente Kevin tiene un cohete que escupe fuego por los
reactores. «Bueno, supongo que ahora debería hacer que se moviera... mo-
vimiento y unas alas... haré que se mueva y le pondré alas.» Las alas no
presentan muchas complicaciones, sólo algunos experimentos en el cua-
dernillo de apuntes. Pero lo del movimiento está menos claro. Kevin sabe
escribir programas, pero sus programas surgen, no tiene un particular in-
terés en imponer su voluntad sobre la máquina. Su principal objetivo es
el de crear buenos efectos visuales y se deja llevar por el efecto que éstos
tienen sobre él.

La sobrevaloración de lo abstracto impide el progreso en la edu-


cación desde dos aspectos que se refuerzan mutuamente: la teoría
y la práctica. En la práctica educativa el énfasis en el conocimiento
abstracto y formal es un impedimento directo para el aprendizaje
y, dado que algunos niños, por motivos relacionados con la perso-
nalidad, la cultura, el género y la política, se ven más perjudicados
que otros, es también una fuente de discriminación, si no de opre-
sión. Kevin tiene suerte de poder trabajar en un ambiente en el
que se le permite hacerlo a su manera. En muchas escuelas se ha-
llaría bajo la presión de hacer las cosas «bien» y, aun en el caso
de que se tolerase su manera de trabajar, siempre sería a expensas de
verse calificado de «artista», dicho con un tono que implica no ser
considerado como un estudiante académicamente serio. Por ejem-
plo, en una serie de entrevistas reseñadas en un artículo escrito con
mi colaboración, Sherry Turkle refiere el caso de una chica que
ante la presión por adaptarse al estilo «duro» de Jeff, que ella per-
cibía como totalmente opuesto a su manera de ser, decidió «con-
vertirse en otra persona» a fin de seguir adelante en un curso obli-
gatorio. Otros que estaban en una situación parecida simplemente
abandonaron.
Por otra parte, la sobrevaloración del pensamiento abstracto hace
que el debate sobre cuestiones educativas esté viciado. El motivo
es que los educadores que abogan por la imposición de los méto-
dos del pensamiento abstracto casi siempre practican aquello que
tanto pregonan -del mismo modo que yo lo hago al adoptar un
estilo concreto de escritura-, pero con efectos muy dispares.
U n pequeño ejemplo lo hallamos en la definición de los obje-
tivos de una investigación. Ante mí tengo un montón de enjun-
diosos artículos, llenos de números, tablas y fórmulas estadísticas,
con títulos como «Valoración de los efectos del ordenador sobre
la enseñanza». Sus autores se indignarían ante la mera sugerencia
de que su trabajo es «abstracto». Seguro que dirían lo contrario;
dirían que han obtenido «datos numéricos concretos» en oposición
a «un filosofar abstracto y anecdótico». Sin embargo, por muy con-
cretos que sean sus datos, cualquier razonamiento estadístico so-
bre «el efecto» del «ordenador» es inevitablemente abstracto. Esto
es así porque esos razonamientos son fruto de la aplicación de lo
que se suele llamar «método científico», es decir, el diseño de ex-
perimentos en los que se observan los efectos de un determinado
factor al mismo tiempo que se procura mantener fijas las demás
variables. Puede que este método sea muy eficaz en el momento
de probar un nuevo fármaco: cuando los investigadores intentan
comparar los distintos pacientes se toman muchas molestias en el
momento de asegurarse que todos los demás factores permanez-
can constantes. Pero nada puede ser más absurdo que un experi-
mento en el que se introducen ordenadores en un aula sin alterar
nada más. El punto clave de todos los ejemplos que he dado es
que los ordenadores son útiles cuando hacen que todo cambie.
La base del pensamiento abstracto es aislar -abstraer- un fac-
tor esencial de los detalles de una realidad concreta. En algunas
ciencias esto se ha hecho con resultados impresionantes. Por ejem-
plo, sir Isaac Newton fue capaz de comprender el movimiento de
la Tierra y la Luna alrededor del Sol representando cada uno
de estos cuerpos mediante una «abstracción» absurda, es decir, al
tratar estos cuerpos como puntos sobre los que se concentraba la
masa de cada uno de ellos, pudo Newton aplicar sus leyes del mo-
vimiento. Aunque siempre ha sido un sueño para muchos psicólo-
gos el llegar a poseer una ciencia de similares características, hasta
ahora no ha surgido nada que se le parezca. Creo que se debe al
hecho de que esa idea de «ciencia»no es aplicable en este caso, pero
aunque esté equivocado, mientras esperamos que nazca el Newton
de la educación, necesitamos maneras diferentes de comprender las
cosas. Más concretamente, a mi entender necesitamos una meto-
dología que nos permita aproximarnos a las situaciones concretas.
Hasta no hace mucho esa sugerencia habría sido considerada
como incompatible con la idea misma de método científico. Sin
embargo, en las últimas décadas los antropólogos han obrado con
más diligencia que Lévi-Strauss al estudiar la conducta de los cien-
tíficos en sus laboratorios y han aplicado con el mismo rigor los
métodos que éste utilizó para estudiar otros pueblos. Bruno La-
tour, uno de los principales exponentes de este movimiento, ha des-
cubierto que la frontera teórica entre la ciencia de lo concreto y
la ciencia analítica es mucho menos definida, y que con frecuen-
cia se cruza dando lugar a conductas que más tienen que ver con
lo que Lévi-Strauss describe como pensée sauvage que con la «cien-
cia analítica».Esa idea de que existe un método científico, formal
y riguroso, que a la mayoría de nosotros se nos ha inculcado en
la escuela, no es más que una ideología proclamada en los libros,
difundida por la escuela, defendida por los filósofos, pero virtual-
mente ignorada en la práctica real de la ciencia. Para Latour «la
'gran dicotomía' de Lévi-Strauss con su hipócrita certeza debe ser
reemplazada por muchas incertidumbres e inesperadas divisiones».
Muchos otros colectivos han realizado observaciones parecidas,
empezando por las feministas dedicadas a la ciencia que han acu-
sado a la misma de ser excesivamente androcéntrica, y Sherry Turkle
y yo mismo, que hemos observado que algunos de los mejores pro-
gramadores profesionales trabajan con un estilo más parecido al
de Kevin que al de Jeff. Los educadores tienen que tomar en serio
estos datos, ya que tienen numerosas implicaciones para toda refle-
xión acerca de la escuela.
Desde el punto de vista instruccionista, la primera observación
que podemos hacer es que es necesario ofrecer a los niños una vi-
sión más moderna de lo que es la ciencia. Evidentemente, no se
trata sólo de poner al día los contenidos de la ciencia que se expli-
ca en la escuela, cosa que, aunque sea lentamente, se va llevando
a cabo, sino que se trata de presentar a los niños una visión mejor
de la naturaleza de la actividad científica, objetivo éste que no en-
caja tan fácilmente en el marco escolar y que, por tanto, con fre-
cuencia queda desatendido. Es importante que se produzcan todos
estos cambios en la educación científica, sea por un motivo tan
elevado como el respeto por la verdad, sea por el motivo más mun-
dano de que la imagen de la ciencia que se suele presentar es rechaza-
da por aquellos niños que se sentirian mucho más atraídos por la
vida del científico si supieran cómo son las cosas en realidad y por
el pensamiento científico si supieran cuánto se parece al suyo propio.
Desde el punto de vista construccionista, hay implicaciones mu-
cho más profundas, que trataré recuperando algunas observacio-
nes que Jean Piaget y sus colegas han hecho sobre los niños. Esen-
cialmente Piaget hizo la misma observación que Lévi-Strauss, con
la excepción de que el antropólogo hablaba de la pensée sauvage
en sociedades remotas, mientras que Piaget observaba La pensée sau-
vage más cerca de casa, en los niños. Lo que ambos vieron fue una
forma de pensamiento que no se correspondía con «nuestras» nor-
mas y que, sin embargo, tenía su propia coherencia interna, lo que
les impedía rechazarla por errónea o incorrecta. Ambos conside-
raron el descubrimiento de esta inesperada manera de pensar como
algo importante; ambos le pusieron un nombre y ambos utiliza-
ron la palabra concreto: en un caso d a ciencia de lo concreto» y
en el otro «el estadio de las operaciones concretas». Ambos se dis-
pusieron a investigar el pensamiento concreto con los medios que
desde el tiempo de los griegos se habían utilizado para investigar
las leyes del pensamiento abstracto. Ambos aportaron nueva luz
sobre el funcionamientodel pensamiento no abstracto y ambos
cometieron el mismo error. No supieron ver que el pensamiento
concreto que habían descubierto no era patrimonio de lo subdesa-
rrollado: ni de las sociedades «no desarrolladas» de Levi-Strauss, ni
de los niños aún no «desarrollados»de Piaget. Los niños lo hacen,
los pobladores de las islas del Pacífico y de los poblados africanos
lo hacen y también lo hacen los más avanzados ciudadanos de Pa-
rís o Ginebra.
Además, y esto es muy importante, estos últimos no recurren
al «pensamiento concreto» sólo en sus primeros tanteos hacia la
resolución de un problema o cuando se enfrentan a situaciones en
las que no son expertos. Como señalé al mencionar los trabajos
de Latour, hallamos vestigios de lo que Lévi-Strauss y Piaget califi-
can de «concreto»en el centro mismo de importantes actividades
de gran sofisticación intelectual. Es difícil poner ejemplos sin en-
trar en pormenores acerca de un área determinada de la ciencia.
Las feministas que defienden una visión parecida a que la sobreva-
loración de lo abstracto es un rasgo eminentemente masculino sue-
len citar la biografía de la Premio Nobel de biología Barbara
McClintock, escrita por Evelyn Fox Keller. El trabajo de Keller
concede mucha importancia a un incidente que es fácil de contar
sin recurrir a un lenguaje técnico: McClintock se ha hecho tan fa-
mosa por sus descubrimientos genéricos como por afirmar que es-
tudiaba las plantas intentando conocerlas como si fueran indivi-
duos e investigaba la estructura de las células introduciéndose en
su interior. La vívida imagen de McClintock encogiéndose para
penetrar en el interior de una célula transmite la idea de un enfo-
que antiabstracto. Sin embargo, a fin de captar mejor este punto,
es mejor leer el libro de Keller o cualquier otro dentro del flore-
ciente campo de la crítica a la epistemología tradicional.*
Quizá sería más preciso describir esa falta de visión de Piaget
y Lévi-Strauss como «resistencia»,con el sentido en que Freud utiliza
este término cuando explica la reticencia a aceptar sus teorías como
una manifestación de lo que predice la teoría: la represión de una
inaceptable agresividad o contenido sexual del inconsciente. En el
caso de Piaget lo inaceptable es la posibilidad de que el bien pen-
sar no se ajuste a los patrones fijados por varias generaciones de
filósofos del conocimiento. La represión consiste en aceptar la exis-
tencia y la efectividad de este pensamiento pero relegarlo a los ni-
ños. Los lectores de Piaget que hayan lidiado con sus escritos qui-
zá se adhieran a mi conjetura de que Piaget se protege a sí mismo
* Desde principios de los años setenta el filósofo de la ciencia P. K. Feyerabend ha
venido desarrollando un análisis y una defensa del «método» científico plenamente coin-
cidente con lo que el autor aquí expone; véanse, por ejemplo, sus trabajos Contra el mé-
todo (Ariel, Barcelona, 1974) y Tratado contra el método (Tecnos, Madrid, 1986), donde
se exponen numerosos ejemplos de actitudes que, de acuerdo con los enfoques episte-
mológicos más tradicionales, merecen el calificativo de «científicamente irracionales».
[N.del T.]
del reconocimiento de que su propio pensamiento tiene más de
bricoleur que de formal y analítico de acuerdo con lo aceptado por
la epistemología dominante. Sea cual sea el motivo, el hecho es q u e
Piaget camufló su mejor descubrimiento bajo el parche de su teo-
ría de los estadios.
Sin entrar en detalles la teoría de Piaget presenta el desarrollo
intelectual dividido en tres grandes etapas, que (sea por coinciden-
cia o por otro motivo) se corresponden aproximadamente con los
principales períodos de la vida vistos desde la perspectiva de la
escuela. La primera etapa, denominada «estadio sensoriomotor»,
corresponde aproximadamente al período preescolar. Este es un
estadio prelógico en el que los niños responden a las situaciones
más inmediatas. La segunda etapa Piaget la denomina el estadio
de «las operaciones concretas» y es casi coextensiva con los años
de escuela elemental. Este es un período caracterizado por una 1ó-
gica concreta, en el que el pensamiento va más allá de las situacio-
nes inmediatas pero aún no funciona de acuerdo con las operacio-
nes de unos principios universales. Sus métodos permanecen ligados
a cada situación específica, como los de un experto en matemática
de cocina que es incapaz de superar un examen de quebrados. Fi-
nalmente entramos en el «estadio formal», que coincide con la en-
señanza media -y el resto de la vida-. Ahora el pensamiento fun-
ciona guiado, y disciplinado, por los principios de la lógica, por
deducción, por inducción, y por el principio de desarrollar teo-
rías a través del método empírico de verificación y refutación.
Esta imagen de estadios sucesivos bien definidos ha provocado
tantas reacciones positivas y negativas que los debates posteriores
no han contribuido más que a oscurecer la verdadera e importan-
te contribución de Piaget: su descripción de las diferentes maneras
de conocer es mucho más relevante que toda esa discusión bizanti-
na sobre si existe una relación cronológica bien definida entre ellas.
Particularmente importante es la descripción de la naturaleza y el
desarrollo del estadio intermedio de las operaciones concretas. A
esta tarea dedicó Piaget la mayor parte de su madurez y es el asun-
to principal de casi todos los libros, alrededor de un centenar, que
escribió sobre cómo piensan los niños y que abarcan un amplio
abanico de temas como la lógica, los números, el espacio, el tiem-
po, el movimiento, la vida, la casualidad, las máquinas, los juegos,
los sueños.
La descripción de miles de conversaciones con niños realizadas
por Piaget encajan perfectamente con la imagen del bricoleur de
Lévi-Strauss. El niño pondrá en marcha durante una situación deter-
minada una manera de pensar sobre la misma muy distinta de lo
que sería ante un problema lógicamente equivalente. Allí donde
Piaget tiene algo diferente que decir es en su atención a la evolu-
ción temporal. Por ejemplo, Piaget presenta conversaciones con ni-
ños de hasta cuatro años sobre situaciones relacionadas con los
números.
Los ejemplos mejor conocidos son los llamados experimentos
de conservación. En uno de ellos se muestra a ñiños de edades com-
prendidas entre los cuatro y los siete años una hilera de hueveras,
cada una con un huevo, y se les pregunta si hay más huevos o hue-
veras. La respuesta más corriente en todas las edades es «no» o «los
mismos». Se retiran entonces los huevos de las hueveras y se los dis-
pone en una larga fila, mientras que las hueveras se agrupan for-
mando una piña, todo a la vista de los niños. Se les hace la misma
pregunta. Este experimento se ha llevado a cabo un número sufi-
ciente de veces y bajo condiciones diferentes como para asegurar
que prácticamente todos los niños de cuatro o cinco años respon-
derán «hay más huevos». Defenderán su postura ante subsiguien-
tes preguntas, incluso si se les presiona para que cambien de opi-
nión, diciéndoles, por ejemplo, que otros niños han dicho que no
hay más huevos o pidiéndoles que cuenten los huevos y las hueve-
ras. La mayoría de los niños se resistirán a ponerse de acuerdo con
los otros hasta tal punto que uno de ellos dijo después de contar:
«Contando sale lo mismo, pero hay más huevos». La primera ob-
servación que podemos hacer es que a partir de este experimento
comprobamos que estos niños poseen una visión que es totalmen-
te contraria a algo que para un adulto es obvio, tan obvio que na-
die hasta Piaget se había dado cuenta de que los niños no compar-
ten nuestra verdad. Evidentemente, la cuestión no es que los niños
ignoran la respuesta que el adulto espera, sino que con firmeza y
consistentemente dan una respuesta diferente.
Una posible objeción que podría iluminar lo que realmente se
está aprendiendo consistiría en afirmar que lo más probable es que
los niños no han comprendido lo que se les pide y que, de hecho,
no mantienen esa opinión «no conservacionista»: piensan que se
les pregunta sobre el espacio que ocupan los objetos y no sobre
la cantidad de objetos. En cierto sentido esa objeción tiene parte
de verdad. Si los niños interpretaran la pregunta como la interpre-
tamos nosotros, entonces deberían responder lo que nosotros. Esta
objeción profundiza en el experimento de Piaget, no lo trivializa.
Puede que haya una falta de comprensión, pero no puede ser un
«mero malentendido verbal». Refleja algo mucho más profundo
sobre el mundo mental de los niños. Si pensáramos que se ha pro-
ducido un malentendido de este tipo con un adulto, le diríamos:
«No, me refiero al número y no al espacio». Sin embargo, decirle
esto a un niño de cuatro años sería inútil, ya que éste no sabe ha-
cer la distinción entre el uno y el otro. Número es lo que ves en
«Barrio Sésamo», espacio es donde te sientas. Ninguno de los dos
es relevante para la distinción entre huevos y hueveras. Este malen-
tendido es una muestra del estado de desarrollo de los conocimientos
del niño en este terreno. Lo que ocurre durante el período concre-
to es el crecimiento gradual de las entidades mentales relevantes
y el establecimiento de conexiones a fin de que tales distinciones
se hagan significativas. Cuando usted o yo vemos seis huevos, la
cantidad de seis es tan parte de lo que vemos como la blancura
o la forma de cada uno de los objetos. Como en el caso de Debbie,
para nosotros el número (como los quebrados) es algo que «super-
ponemos» a todo. Pero, para poder hacerlo, debemos «aprehenderlo»
primero, mientras que parece que para un niño en el estadio sen-
soriomotor o no está ahí o, como ocurría con los primeros que-
brados de Debbie, está demasiado rígidamente anclado para ser ma-
nipulado. Siguiendo esta línea de pensamiento, veo en los fenómenos
que Piaget adscribe al estadio de las operaciones concretas el mo-
delo de cómo el concepto de quebrado se desarrolló en Debbie
o de cómo los conceptos de «flor» y «familia»(en el sentido botá-
nico) se desarrollaron en mí. De acuerdo con esta visión, las im-
plicaciones educativas del modelo de Piaget se invierten. La mayo-
ría de sus seguidores en el campo de la educación se afanaron por
acelerar (o, en todo caso, consolidar) el paso hacia el estadio poste-
rior al de las operaciones concretas. Mi estrategia consistiría en re-
forzar y perpetuar este proceso concreto típico de los niños hasta
mi edad. En vez de hacer que los niños piensen como adultos, se-
ría conveniente recordar que aprenden mucho y muy deprisa e in-
tentar parecernos más a ellos. Aunque el pensamiento formal pue-
de llevarnos mucho más lejos que los métodos concretos, es
innegable que éstos últimos tienen su propio potencial.
Es imposible no sentirse frustrado al pensar en la naturaleza
del conocimiento concreto ante las ventajas de la epistemología tra-
dicional. Su unidad de conocimiento es una entidad claramente
definida, la proposición, y existe un lenguaje bien desarrollado y
ampliamente aceptado con el que se puede hablar sobre proposi-
ciones. Parte de las dificultades que uno encuentra en el momento
de desarrollar una epistemología alternativa se deben al tiempo:
acabamos de empezar y estamos en desventaja. Es muy probable
que muchas de estas dificultades permanezcan, ya que una episte-
mología basada en el pluralismo y en la conexión entre diferentes
dominios está condenada a ser más difusa, más compleja.
Otra dificultad, más sutil si cabe, tiene que ver con las relacio-
nes entre el conocimiento y los medios de comunicación. La epis-
temología tradicional se basa en la proposición y, por tanto, está
íntimamente ligada al lenguaje, al texto escrito, impreso. El brico
lage y el pensamiento concreto siempre han existido, pero se los
ha marginado en el contexto escolar por causa de esa posición pri-
vilegiada del texto. A medida que entremos en la era de los orde-
nadores y surjan nuevos y más dinámicos medios, todo cambiará.
Aunque resulte fútil intentar adelantarnos a los acontecimientos,
será interesante no olvidar este asunto en el momento en que pasa-
mos a analizar con más detalle algunos aspectos de la historia de
los ordenadores en relación con la epistemología y el aprendizaje.
Los computacionales

Los pioneros que construyeron los primeros ordenadores sabían


exactamente qué tipo de trabajo debían realizar las máquinas y a
qué tipo de mente debían servir. Eran los años cuarenta. El mun-
do estaba en guerra. Era preciso realizar cálculos muy complejos
bajo condiciones de premura a las que los matemáticos no estaban
acostumbrados: cálculos numéricos para el diseño y utilización de
nuevas armas; manipulaciones lógicas a fin de descifrar códigos se-
cretos cada vez más complejos antes de que fuera demasiado tarde.
Estos pioneros eran matemáticos y construyeron las nuevas má-
quinas a su imagen y semejanza. Es muy dudoso que se les ocu-
rriera construir ordenadores más fáciles de utilizar por personas
con estilos menos duros que los suyos. Las circunstancias favore-
cieron el desarrollo de una cultura informática que no dejaba espa-
cio para el pluralismo; sus normas epistemológicas estaban profun-
damente enraizadas en la más analítica de las tradiciones. Sería,
inevitablemente, la cultura de los «duros».
Las condiciones en tiempo de guerra no son el único factor que
contribuyó a conformar la cultura del ordenador en esa dirección.
El grado de avance tecnológico también facilitó este desarrollo. La
apariencia de aquellas máquinas llenaría de terror a todo corazón
medroso ante la tecnología. El primero que vi (el ordenador britá-
nico ACE, diseñado por el mismo Alan Turing) se parecía menos
a una máquina y más a la biblioteca de un robot con estanterías
electrónicas en vez de libros. Ninguna de las maneras de utilizarlo
habría resultado agradable para un profesor tecnófobo que inten-
tara mantener su primera relación con una máquina. Además de
su apariencia, las debilidades técnicas de estas máquinas forzaban
un uso extremado de las mismas. Las interfaces que hacen a los
ordenadores de hoy más fáciles de utilizar absorben gran parte de
la energía del ordenador. En aquellos días había que aprovechar
hasta el último gramo de energía a fin de que la máquina llevara
a cabo la más simple de las operaciones, lo cual a menudo com-
portaba realizar cálculos mentales previos. Recuerdo mis primeras
experiencias como programador como algo más parecido a resol-
ver problemas de teoría de los números que a esa actividad capaz
de facilitar la expresividad de personas como Debbie, Brian o los
profesores costarricenses. Con ello quiero hacer hincapié no ya en
el hecho de que aquello era una cultura matemática (que lo era),
sino en que era ese tipo de cultura matemática donde los cálculos
precisos desempeñan un papel preponderante y donde lo técnico
y lo analítico pesan más que lo intuitivo y lo experimental.
Así pues, muchos factores contribuyeron a que la primera cul-
tura informática adquiriera esa forma dura y analítica que para la
mayoría de personas aún hoy es sinónimo de la palabra ordenador.
Después de la guerra el ordenador fue saliendo poco a poco de los
santuarios de la ciencia y del ejército y empezó a moverse en el
mundo más amplio de los negocios y de la investigación universi-
taria e industrial ordinaria. Pero al hacerlo se llevó su cultura con-
sigo, de modo que la imagen popular del ordenador como «motor
de análisis lógico» creció y se hizo fuerte. Lo significativo aquí es
saber hasta qué punto los elementos originales de la cultura del
ordenador han persistido incluso cuando las nuevas tecnologías ni
los exigían ni los favorecían. Una vez puesta en marcha, una cul-
tura necesita una lógica propia. Aunque algunos de los aspectos
más extremos de los mecanismos de control de los ordenadores
se han ido suavizando con el tiempo, su duro corazón sigue sien-
do el mismo.
Cuando programé el ACE, tuve que expresar las instrucciones
como secuencias de ceros y unos codificados mediante perforacio-
nes en una targeta IBM. No recuerdo el código, pero aún existen
códigos similares para máquinas modernas; por ejemplo, la secuen-
cia 1100001011101011100000100011100 podría ser una instrucción
para que el procesador central sume dos números situados en dos
registros de memoria. Hoy en día tales códigos todavía tienen im-
portancia teórica, aunque el que escriba un programa rara vez los
utilizará como medio de expresión.
Expresar instrucciones en forma de números en base dos resul-
ta demasiado opaco y tedioso, incluso para un matemático. No pasó
mucho tiempo antes de que se desarrollaran lenguajes de progra-
mación en los que una instrucción se podía expresar de una mane-
ra más parecida a Z=X+Y, cuyo significado es que los números
situados en los registros de memoria X e Y se suman y el resultado
se almacena en el registro Z. Uno de los aspectos más interesantes
de los ordenadores es que pueden manipular sus propios progra-
mas, de modo que el ordenador puede programarse para traducir
=X+Y al número binario apropiado, con lo que sólo es necesa-
rio recurrir al código binario en el momento de escribir el progra-
ma que debe realizar la traducción.
El desarrollo de modos de expresión más transparentes y agra-
dables de utilizar no significó el fin de ese afilado estilo analítico
de pensar en la programación; sólo suavizó sus aristas más agudas.
La huella de los matemáticos seguía ahí, en la forma algebraica de
las instrucciones y permanece impresa aun más profundamente en
la cultura de la programación. Como era de esperar, fueron los ma-
temáticos con más inclinación hacia el enfoque afilado los que se
dedicaron a crear teorías sobre la estructura correcta de los progra-
mas de ordenador y los que hicieron el esfuerzo de estandari-
zar su proceso de elaboración. Esto tuvo como consecuencia que
su concepción de la programación se consolidara como la única
correcta. Surge así un nuevo factor que todavía sirve de refuerzo
para la cultura informática afilada de hoy. Los duros tienen la ven-
taja en su capacidad y su deseo de justificar teóricamente su mane-
ra de hacer las cosas. Existe además un factor de perpetuación que
se refleja en la captación de adeptos. El dominio del estilo afilado
en la cultura informática atrae a nuevos partidarios que piensan de
la misma manera y desanima a los que quisieran forzar un desarro-
llo en otras direcciones más suaves.
A medida que el ordenador fue ampliando sus ámbitos de apli-
cación fue naciendo la idea de utilizarlo en la educación. A princi-
pios de los años sesenta una serie de personajes empezaban a mo-
verse por la escena educativa. La tecnología que aportábamos (yo
era uno de esos computacionales atraídos por la idea de un cam-
bio educativo) era muy primitiva. El típico proyecto de aquella épo-
ca consistía en sentar a un niño ante un martilleante teletipo co-
nectado a un ordenador que era demasiado grande y caro para
llevárselo al niño. N o había ni gráficos, ni color, ni el movimiento
ni los sonidos de los ordenadores actuales, que tanto entusiasman
a los niños. Muy poco de lo que se hizo y aprendió en estas cir-
cunstancias es extrapolable a nuestros días. Sin embargo, en con-
traste con lo efímero de las formas tecnológicas de entonces per-
manece la flexibilidad de las orientaciones teóricas - las ideologías-
que trajimos con nosotros de la cultura informática.
De todo lo que hicimos, lo más importante y duradero fue plan-
tar la semilla de una cultura informática específica para la educa-
ción. El objetivo principal de este capítulo es el desarrollo de esta
semilla para convertirla en un árbol con muchas ramas, de las cua-
les sólo podré ocuparme de algunas. Al seleccionar las ramas que
me han parecido más importantes, me he concentrado en aquellas
en que yo me he mostrado más activo. Espero que no sea porque
sólo se ve la importancia de aquello en lo que he trabajado; prefie-
ro creer que es así porque he intentado trabajar en las áreas que
efectivamente son más importantes.

La mejor manera de relatar la historia del ordenador educativo


es adoptando un enfoque cuantitativo. En los años sesenta no éra-
mos más que un puñado de personas, la mayoría provenientes del
mundo académico, que nos habíamos desviado de nuestras áreas
de trabajo originales: por ejemplo, Patrick Suppes provenía de la
filosofia y la psicología, John Kemeny (el inventor del BASIC) de
la física y la administración universitaria, Donald Bitzer (que de-
sarrolló el sistema PLATO) de la ingeniería, y yo de las matemáti-
cas y del estudio de la inteligencia. También había algunos pequeños
empresarios que perdieron dinero en un intento prematuro de co-
mercializar el campo. A principios de los setenta ya éramos algunos
más. El gran salto se produjo con el advenimiento del microordena-
dor a mediados de la década. En los primeros años ochenta el nú-
mero de personas que dedicaban una parte importante de su tiempo
a los ordenadores y a la educación se había disparado de unos pocos
cientos a unas decenas de miles. Actualmente son ya cientos de mi-
les, la mayoría de ellos profesores, aunque muchos participan en
las ramas investigadora y comercial de la informática educativa.
Lo más difícil de explicar, pero también lo más importante, es
el aspecto subjetivo y sociológico Tiene que ver con lo que este
creciente número de personas piensa y con qué relación tiene el
desarrollo de esta cultura con otras tendencias sociales más genera-
les. Mi principal mensaje para todo aquel que quiera influir, o sim-
plemente comprender, en el desarrollo de la informática educativa
es que no se trata de lanzar un producto después de otro (parafra-
seando un dicho sobre cómo se explica la historia en la escuela).
Su esencia es el desarrollo de la cultura y sólo puede verse influido
de forma constructiva por la comprensión y el fomento de ten-
dencias dentro de esa cultura.
El primer paso significativo que se dio para llevar la compren-
sión del problema más allá del nivel cuantitativo fue el intento de
clasificar los modos de utilizar el ordenador en el terreno educati-
vo. El título de una de las primeras antologías de artículos sobre
este asunto ilustra el enfoque con una ingeniosa combinación de
palabras. El libro, compilado por Robert Taylor (profesor de la Co-
lumbia Teachers College y creador del primer programa de más-
ter en informática educativa), se tituló The Computer in the School:
Tutor, Tutee, Tool('El ordenador en la escuela: tutor, tutorado, he-
rramienta'). La intención del primero y el último de los términos
del subtítulo refleja con bastante fidelidad los modelos más popu-
lares de lo que los ordenadores pueden hacer en el terreno educati-
vo. A todo el mundo se le pueden ocurrir ejemplos de ordenado-
res utilizados como herramientas. Un procesador de textos puede
considerarse como una herramienta; también puede considerarse
de la misma manera un programa que ayuda a estudiar ecología
mediante simulaciones; y también lo pueden ser los programas que
permiten utilizar el ordenador como calculadora. El término tu-
tor se refiere al uso más común del ordenador en el campo de la
educación. El término tutorado, por otra parte, se refiere a una me-
táfora que yo mismo he utilizado muchas veces al pensar en la pro-
gramación como una manera de enseñar cosas sobre ordenadores.
Todo profesor sabe que una buena manera de aprender una mate-
ria es dando un curso sobre la misma y, medio en broma, sugerí
que un niño podría beneficiarse de este hecho «dando clase», es
decir, programando, al ordenador.
Una clasificación ligeramente distinta, que se ha utilizado tan-
to que he sido incapaz de identificar a su autor original, habla de
«aprender con el ordenador; aprender del ordenador; y aprender
sobre el ordenador».El con se corresponde claramente con la no-
ción de herramienta y el de con la de tutor. La relación entre sobre
y tutorado es menos directa, pero existe, ya que el ser capaz de pro-
gramar un ordenador es sinónimo de haber aprendido cómo fun-
ciona, mejor que de las otras dos maneras.
Sin embargo, en este capítulo, en vez de clasificar las maneras
de utilizar los ordenadores, me centraré en el desarrollo de modos de
pensar sobre sus usos. Propondré además una manera de pensar
en los sucesivos períodos de su historia definidos como «clásico»,
«romántico», «burocrático» y, finalmente, «moderno».

Mirando hacia atrás, concibo el primer período (correspondiente


más o menos con los años sesenta) en el desarrollo de la informáti-
ca educativa como «clásico»en un sentido sorprendentemente acor-
de con la definición del diccionario Webster: «Conformidad con
los tratamientos, gustos o estándares establecidos... atención por
las formas... regularidad, simplicidad, equilibrio, proporción y emo-
ción controlada (opuesto a romántico)». Había conformidad en dos
sentidos diferentes. Cada uno de nosotros accedió al campo de la
educación desde otros campos y, quizá por ello, seguimos ajustán-
donos a un conjunto de métodos, gustos y estándares críticos que
eran una mezcla de la cultura informática predominante con los
de nuestras disciplinas. Asimismo, quizá porque nos sentíamos
como invitados o emigrantes, organizábamos nuestro trabajo de
una manera que no suponía una amenaza para los supuestos bási-
cos de la escuela. Incluso yo, anhelante de viejo cuño y ya disiden-
te dentro de la nueva comunidad, elaboraba mis ideas de acuerdo
con lo que hoy me parece un patrón claramente escolar. Siguien-
do con la lista de características del diccionario Webster, no cabe
duda de que controlábamos las emociones; de hecho ni siquiera
se las reconocía como una categoría importante para reflexionar
sobre la educación. La cultura informática dominante favorecía el
centrarse en el aspecto cognitivo de la educación.
Una mirada hacia tres representantes de esa primera cultura de
la informática educativa, Suppes, Kemeny y yo mismo, será sufi-
ciente para demostrar que su «clasicismo»supera a toda idea y dis-
cusión sobre las maneras de utilizar los ordenadores en la educa-
ción. Patrick Suppes se convirtió en padre intelectual de la EAO
(Enseñanza Asistida por Ordenador), término que se ha converti-
do en sinónimo de una manera de utilizar el ordenador que yo
caractericé con una fase polémica, y un tanto exagerada, como la
utilización del ordenador para programar al estudiante. John Ke-
meny fue uno de los padres del BASIC y, por tanto, el pilar de
una visión totalmente diferente del ordenador: el estudiante pro-
grama el ordenador y así lo convierte en una herramienta que ayuda
a aprender, no en un maestro robot que ayuda en la instrucción.
Así pues, Suppes y Kemeny se sitúan en los dos extremos opuestos
de un mismo eje. Sin embargo, por lo que se refiere a otros ejes,
estaban mucho más próximos. Ambos compartían una clara pre-
ferencia por el aspecto cognitivo del aprendizaje: entendían el apren-
dizaje en términos de hechos y destrezas que deben adquirirse;
no concedían mayor importancia a los sentimientos, a la perso-
nalidad o al desarrollo del individuo en un nivel que no fuera
reducible a esos átomos de aprendizaje que hemos mencionado.
Compartían también su aceptación de la escuela. Mantuvieron
sus visiones sobre la educación separadas de sus compromisos
políticos, de género o de raza. Eran, pues, muy distintos en mu-
chos aspectos del espíritu del período «romántico»,que trajo con-
sigo un interés por cuestiones sociales candentes así como por as-
pectos más «íntimos» del ordenador. Así es, más o menos, como
era yo.
Yo era sin duda el disidente protestón del grupo. Me peleé tan-
to con la EAO como con el BASIC y desarrollé el Logo como al-
ternativa a ambos. Pero necesité cinco años para comprender las
implicaciones anticlásicas de las ideas a las que me aferraba. Mien-
tras tanto, me encontré a mí mismo actuando como una «persona
de mi tiempo» (o, quizá, como un «hombre de mi tiempo», ya que
mi trabajo ha ido rompiendo gradualmente con el androcentris-
mo, aunque alguna de mis amigas feministas negaría que un hom-
bre pueda llegar a hacerlo por completo).
El concepto de EAO, cuyo modelo fue el trabajo de Suppes,
ha sido criticado por utilizar el ordenador como un juego caro de
flash cards. Nada puede estar más lejos de las intenciones origina-
les de Suppes que esta idea de repetir maquinalmente. Su enfoque
teórico le había convencido de que una teoría correcta del apren-
dizaje permitiría al ordenador generar, de un modo que ningún
juego de flash cards podría imitar, una secuencia óptima de presen-
taciones basadas en el historial de un individuo. Asimismo, las res-
puestas de los niños serían datos significativos para el desarrollo
de la teoría. Esto era verdadera ciencia.
Desde el principio, sin embargo, diversas consideraciones me
impedían estar de acuerdo con el enfoque de Suppes.
Mi corazón me obligaba a rechazar la cosificación que sufre el
niño en todas estas teorías. Los conductistas son muy amigos de
utilizar el término «teoría del aprendizaje» para referirse a los fun-
damentos de su modelo, pero aquello de lo que están hablando
no es «aprendizaje»,entendido como aquello que hace el estudiante,
sino «instrucción», entendido como aquello que el profesor hace
con el alumno.
La mejor manera que encontré de articular mi desacuerdo fue
en términos epistemológicos, es decir, en términos de una diferen-
cia entre los tipos de conocimiento utilizados. La teoria instruc-
cionista de Suppes trataba de reducir lo que los niños necesitan
aprender en matemáticas a un conjunto de «hechos» bien defini-
dos que el programa pudiera contar y ordenar en una secuencia.
Aquí Suppes no estaba adoptando una postura original. El lógico
que había en él sostenía una visión del conocimiento como algo
compuesto por partículas discretas; el matemático estadístico fa-
vorecía una visión del conocimiento compuesto por partículas con-
tables; el neoconductista exigía que así fuera. Lo que su trabajo ex-
presaba era el ideario de un paradigma epistemológico global, que
era el dominante en amplios sectores del mundo académico esta-
dounidense (y todavía lo es en algunos sectores). Por mi parte, este
paradigma también estaba muy presente en los marcos teóricos des-
de los que yo había pasado a dedicarme a cuestiones educativas,
pero como un obstáculo que había que vencer. En psicología Pia-
get, mi mentor, se había erigido como el más consistente de los
críticos del conductismo (aunque en los Estados Unidos Noam
Chomsky empezaba a ser conocido como el más vehemente). En
inteligencia artificial (IA) mi trabajo con Marvin Minsky era una
lucha contra la «lógica»como base del razonamiento y contra toda
concepción «atomista» y «proposicional» de la representación del
conocimiento.
La cuestión se ve más clara al comparar dos maneras diferentes
de interpretar el caso de Debbie. La EAO se basa en diagnosticar
las dificultades de Debbie como una deficiencia relacionada con
determinados elementos del conocimiento sobre los quebrados e in-
tenta resolver el problema proporcionando esos elementos que fal-
tan. Yo, en cambio, percibo una deficiencia -o mejor un conjun-
to de deficiencias- de relación: existe una flaqueza debilitadora tanto
en la relación de Debbie con los quebrados como en las relaciones
entre los diferentes paquetes de conocimientos que ella posee. Como
consecuencia, Debbie es incapaz de hacer un uso efectivo de sus
conocimientos o de generar y buscar nuevos conocimientos. Con-
sidero, pues, que el objetivo intelectual n o es el proporcionarle he-
chos, sino el de animarla a establecer conexiones entre las diferen-
tes cosas que ya sabe: por ejemplo, el conocimiento intuitivo sobre
quebrados, el conocimiento sobre el «mundo real» y el conocimien-
to sobre estrategias de aprendizaje. Establecer conexiones es algo
que sólo Debbie puede hacer. Tienen que ser sus conexiones.
El defensor de la EAO podría argüir que «queda comprobado
que si estudiantes como Debbie utilizan nuestros programas, en-
tonces sacan mejores notas. Por tanto el enfoque debe ser el co-
rrecto». Es posible que las notas mejoren, lo cual no significa que
la teoría sea la correcta, porque siempre surge la pregunta: ¿hay
otra explicación igualmente verosímil? Parece que la siguiente anéc-
dota indica que sí.
Me encontraba yo observando a un niño que trabajaba con un
programa de EAO para aprender a multiplicar. Estaba ocurriendo
algo raro. Había visto al niño resolver algunas multiplicaciones con
rapidez y precisión, cuando, de repente, observé que empezaba a
cometer errores en problemas más fáciles. Tardé un rato en darme
cuenta de que el niño se estaba aburriendo y que había encontra-
do un juego de su invención que le divertía más. El juego necesitaba
un poco de reflexión. Consistía en redefinir la respuesta «correc-
ta» como aquella que generaba la máxima actividad en el ordena-
dor cuando el programa vomitaba explicaciones sobre el «error».
Estoy seguro de que este niño pasaría a engrosar las estadísticas
que demuestran los beneficios de la EAO para el aprendizaje de
las matemáticas. ¿Se deduce de esto que el programa era la mejor
manera de enseñar matemáticas?Sí y no. Sí, porque, de hecho, ayu-
daba al niño a aprender; no, porque le ayudaba por un motivo to-
talmente distinto del que el programador suponía. La cuestión aquí
es si para aprender matemáticas la actividad autodirigida es mejor
que la actividad cuidadosamente programada, y la actitud del niño
demuestra lo primero. U n vendedor de programas de EAO segu-
ramente se defendería (aunque estoy convencido de que Suppes no)
diciendo que eso no importa mientras el niño aprenda. Mi respuesta
en este caso no puede más que ser la misma que doy cuando se
trata de métodos memorísticos, con ordenador o sin él: Sí, un niño
puede convertir en un juego cualquier cosa y aprender con él, si
es eso lo que queremos, de acuerdo, pero entonces concentremos
nuestros esfuerzos en hallar contextos en los que se pueden sacar
las máximas ventajas del juego.
La anécdota ilustra la diferencia existente entre la atmósfera in-
telectual del bagaje de Suppes y la del mío. Mientras él trabajaba
en el marco tan estrechamente controlado del pensamiento lógi-
co, yo estaba trabajando con la alegre atmósfera del laboratorio de
IA del MIT. Ni que decir tiene que ninguno de los dos negaba
la importancia de ambas formas de pensamiento, el formal y el
intuitivo. Sin embargo, la concepción que tenía cada uno de la re-
lación entre ambas formas de pensamiento era la opuesta. El lógi-
co ve en la lógica la forma primordial del pensamiento e intenta
explicar lo intuitivo en estos términos. Muchos colegas míos en
el campo de la inteligencia artificial sostenían (y algunos todavía
lo sostienen) que cuando realizamos lo que caracterizamos como
pensamiento intuitivo también seguimos unas reglas lógicas y pre-
cisas (aunque no somos conscientes de ello y no son las reglas que
nosotros nos creemos que son). Por este motivo estos colegas se
entusiasman tanto ante programas de ordenador capaces de llevar
a cabo algo que se parezca al razonamiento intuitivo. El ordena-
dor siempre sigue unas reglas definidas, de modo que, sea cual sea
la tarea que realice, ésta puede ejecutarse siguiendo unas reglas. Para
mí el desafío es el opuesto. La forma básica de pensamiento es in-
tuitiva; el pensamiento lógico formal es un constructo artificial,
aunque muy útil: la lógica está a mano, no en un nivel superior.
Yo en cambio me entusiasmo cada vez que una conducta supues-
tamente formal y gobernada por reglas resulta ser algo totalmente
distinto. Por este motivo me alegró ver a aquel niño jugando con
el programa de EAO.
Así pues, Suppes y yo diferíamos notablemente en cuanto al
tipo de conocimientos que creíamos que había que potenciar en
los niños. La prueba de autenticidad en nuestro debate es que dife-
ríamos también en nuestros estilos personales, tanto por lo que
se refiere a nuestra manera de pensar como en nuestras apreciacio-
nes sobre cómo pensábamos.
En uno de mis primeros encuentros con Suppes, él formuló el
problema de los estilos cognitivos durante las conclusiones de un
debate que había tenido lugar en un congreso de filosofía de la cien-
cia. Recuerdo muy bien sus palabras, ya que para mí se convirtie-
ron en el símbolo de lo que consideraba como el principal proble-
ma de la enseñanza: «Prefiero estar claramente equivocado que
vagamente en lo cierto».
Para mí éste era un problema fundamental para la enseñanza.
Hacía ya algún tiempo que había llegado al convencimiento de que
una de las principales dificultades para materias escolares como las
matemáticas y las ciencias radicaba en el hecho de que la escuela
insiste en que el estudiante siempre esté claramente en lo cierto.
Sin embargo, esto no puede más que tener consecuencias negati-
vas para el desarrollo de esa manera de pensar tan querida por mí
y por muchas otras personas de talante creativo que conozco. No
es la manera de pensar que funciona como le gustaría al lógico:
de verdad en verdad, hasta que, a partir de todas las premisas, se
llega a una solución. El estado normal del pensamiento es el de
desviarse del rumbo constantemente, realizando correcciones en
los pasos anteriores que permiten seguir adelante más o menos en la
dirección correcta. Este tipo de pensamiento siempre está vagamente
en lo cierto y vagamente equivocado a la vez.
El dilema del profesor radica en la dificultad de saber en qué
punto del proceso se halla una persona. ¿Cómo puede un profesor
ofrecerle ayuda a un estudiante?
He dedicado mucho tiempo y esfuerzos a la búsqueda de una
teoría de cómo puede un profesor ofrecer esa ayuda. Ahora veo
que no he sido capaz de encontrar nada muy profundo por moti-
vos muy parecidos a los que bloquearon a la profesora que acudió
a mi taller de Logo: tenía una fijación con los niños de la escuela
y, por tanto, no hacía más que buscar maneras de mejorar el pro-
ceso de ayuda a los alumnos con su trabajo escolar. La ruptura que
me permitió seguir un nuevo camino, que a la postre se ha conver-
tido en sello de fábrica por mi manera de utilizar los ordenadores,
vino cuando fui capaz de «olvidarme de los... niños» yde pensar
en mí mismo.
Ocurrió durante una visita a Chipre en 1965. Todavía estaba
recuperándome del choque cultural que me había producido el tras -
lado (en 1963) desde la Universidad de Ginebra, donde no había
ordenadores, al MIT, donde de repente tuve acceso libre a las me-
jores máquinas del mundo. En aquella isla del Mediterráneo em-
pecé a echar de menos una forma de vida en la que los ordenado-
res eran una presencia constante. Lo cual me hizo ver cuánto había
aprendido desde que estaba en el MIT, cómo había utilizado el or-
denador para avanzar en un problema teórico que me había teni-
do ocupado por algún tiempo, cómo los conceptos relacionados
con los ordenadores estaban cambiando mi manera de pensar en
muchos terrenos. Y entonces vino la lucecita con «la»idea: ¡lo que
los ordenadores me habían dado también deberían dárselo a los
niños! Deberían servirles de instrumentos con los que trabajar y
con los que pensar, como medio para realizar proyectos, como fuen-
te de conceptos y nuevas ideas. La última cosa que me hacía falta
era un programa con ejercicios prácticos que me hiciera hacer una
suma o deletrear una palabra. ¿Por qué tenemos que imponer esto
a los niños? Lo que me había puesto en el camino de un nuevo
aprendizaje en el MIT tenía muy poco que ver con los programas
de EAO. Empezaba a obsesionarme por una cosa: ¿tendría el acce-
so a los ordenadores el mismo efecto en los niños que había tenido
conmigo?
En la búsqueda de ejemplos de lo que podrían hacer los niños
con los ordenadores mi mente repasaba la lista de mis actividades
y de cómo se habían beneficiado de los ordenadores al tiempo que
me preguntaba si en cada caso podría haber algo parecido que pu-
diera ser útil con los niños. La primera vez me salté el primer ele-
mento de la lista: la inteligencia artificial, que era lo que me había
llevado al MIT. «Esto no es para niños, está claro.» Después recor-
dé una conversación con Piaget que había tenido lugar unos años
atrás en la que el psicólogos suizo se puso a especular sobre las con-
secuencias que podría tener el que los niños pudieran jugar a cons-
truir mentes de juguete. Yo siempre había dicho que la esencia de
la IA es la de concretar la teoría psicológica. Así pues (ya que es
aparentemente en la concreción donde los niños progresan), quizá
una forma elemental de IA podría convertirse en un juego de cons-
trucciones para niños. Si los psicólogos pueden beneficiarse de la
construcción de modelos concretos de la mente, ¿por qué no pue-
den también beneficiarse de ello los niños, que lo necesitan aún más?
A Piaget le gustaba jugar a trasladar uno de sus aforismos favo-
ritos -«comprender es inventar» - a otros dominios. En la carga-
da atmósfera del caótico estudio de Piaget nos dejamos llevar por
la imagen de unos niños pensando mientras jugaban con los mate-
riales necesarios para inventar una máquina para pensar, una inte-
ligencia. Ninguno de los dos pensó en ello como algo posible, era
tan sólo el marco hipotético para un Gedankexperiment* filosófi-
co. Pero aquel día, en la cima de una montaña, en Chipre, la idea
pasó de ser una mera especulación filosófica a ser un proyecto real.
El paso lo di pensando en lo que hacen algunas personas que
se dedican a la IA. Seleccionan una determinada actividad mental
como jugar al ajedrez o ver un gato; entonces escriben un progra-
ma de ordenador capaz de hacer algo parecido; finalmente discu-
ten, a veces durante mucho tiempo, si el programa «realmente»hace
lo mismo que la mente humana. Yo había participado en muchos
de estos experimentos y sabía que todas estas actividades me ha-
bían estimulado en la generación de nuevas ideas sobre el pensa-
miento humano. También es cierto que muy pocas veces creía que
el programa de IA estaba realmente simulando la conducta huma-
na; pero incluso cuando las diferencias eran más que las semejan-
zas. la discusión siempre tenía como resultado fructíferas ideas sobre
cómo piensan las personas -y también sobre cómo no piensan-.
Parecía posible, pues, que si los niños llevaban a cabo trabajos ele-
mentales de IA, podría nacer un nuevo contexto para pensar sobre
el pensamiento. Ni que decir tiene que no pretendía que los niños
fueran capaces de hacer un programa para jugar al ajedrez, por ele-
mental que fuera, así que me puse a buscar un juego más simple,
centrándome en los que se juegan con cerillas. En los siguientes
párrafos describo el marco que establecí para que los niños hicie-
ran IA elemental.
Un grupo de niños estudia el juego de cerillas llamado «vein-
tiuno», en el que dos jugadores quitan, por turno, una, dos o tres
cerillas de un montón de veintiuna cerillas; el que quita la últi-
ma cerilla pierde. El primer objetivo de los niños era el mismo
que tienen los que construyen lo que hoy suele denominarse siste-
ma experto: observar cuidadosamente a alguien realizando la acti-
vidad que queremos que simule nuestro programa e intentar ha-
llar unas reglas que puedan ser traducidas a un programa para que
el ordenador las siga. Los aspectos físicos del proceso no tenían
excesiva importancia. Hoy existen medios que permiten a los ni-
ños construir un robot capaz de jugar cogiendo realmente las ceri-.
llas. De hecho, mientras escribía este capítulo, para relajarme (y
porque me gustan este tipo de cosas), construí uno utilizando la

*Experimento mental. En alemán en el original. [N. del T.]


versión ampliada de Lego, el Lego-Logo, que fue uno de los resul-
tados (veinte años después) del proyecto que estoy describiendo.
Con los medios actuales de la informática educativa, el juego se
jugaría utilizando objetos computacionales que aparecerían en la
pantalla como iconos: el ordenador jugaría trasladando el icono
hasta una papelera y su oponente humano lo haría utilizando el
ratón o el teclado. En los años sesenta utilizábamos teletipos; cuando
conseguimos que el programa funcionara, las cerillas eran X y la
máquina tenía que volver a escribir toda la línea después de cada
jugada. El jugador humano respondía tecleando un número. Lo
importante era ver cómo iban a hacer los niños el programa y si
la idea era realmente contraria al conocimiento establecido sobre
los estadios del desarrollo intelectual.
Mis colegas del departamento de psicología evolutiva se mos-
traron muy escépticos ante la posibilidad de que unos niños pu-
dieran hacer nada parecido a la programación antes de haber al-
canzado el estadio formal de desarrollo, es decir, la adolescencia.
Para mí la cuestión era mucho más sutil, porque era más conscien-
te de cuánto dependería todo del concepto que se tiene de «pro-
gramación». Era obvio que carecía de sentido intentar que niños
de tercero o de quinto empezaran de cero a escribir programas para
juegos en lenguajes de programación tales como el FORTRAN o
el LISP. (Si hubieran existido el BASIC o el PASCAL también los
incluiría en la lista.) Pero, ¿se debía esto a que estos lenguajes ha-
bían sido diseñados para adultos y presuponían, por tanto, un cierto
nivel de conocimientos matemáticos o a que es algo inherente al
concepto de programación? De hecho, ¿hay algo que pueda ser con-
siderado «el concepto de programación» o es la «programación»
algo que puede interpretarse de un modo radicalmente distinto?
Sobre el contenido de estas preguntas uno puede dar tantas vuel-
tas como quiera. La única manera de enfocar el problema es hacer
un primer intento de elaborar un lenguaje de programación con
más posibilidades que los existentes de satisfacer las necesidades y
las capacidades de los más jóvenes. Entonces, además de trabajar
en el MIT, también trabajaba media jornada como asesor de un
grupo dirigido por Wally Feuerzeig, jefe de tecnología educativa
en la empresa de investigación Bolt, Beranek and Newman, que
estaba trabajando en uno de los primeros intentos de enseñar pro-
gramación en las escuelas. El grupo no opuso mucha resistencia
en el momento de reorientar su trabajo de intentar enseñar los len-
guajes ya existentes hacia el desarrollo de uno completamente nuevo.
Organizamos un equipo y al año siguiente el primer lenguaje que
aparecería con el nombre de Logo estaba listo, aunque muy pocos
del millón aproximado de niños que hoy utilizan el moderno Logo
en sus escuelas serían capaces de reconocerlo. Decidimos que lo
más prudente era empezar a experimentar con adolescentes, man-
teniéndonos dentro de los límites de lo «formal»;la idea era ir re-
bajando la edad a medida que desarrollábamos técnicas para ense-
ñar el lenguaje e introducíamos mejoras.
Fueron necesarios dos años y mucho trabajo para llegar desde
Chipre hasta un punto en el que unos niños (de séptimo) fueron
capaces de hacer algo con nuestro juego de cerillas. N o sólo hicie-
ron esto, sino que le dieron un sesgo inesperado que convirtió la
realidad en algo mucho más interesante que la fantasía. En vez de
seguir los pasos que habría seguido un «ingeniero del conocimien-
to» al construir un sistema experto, estos estudiantes siguieron el
mismo camino que algunos picológos, quienes deliberadamente
construyen sistemas «inexpertos»que hacen que el ordenador ac-
túe como un «novato», lo que les permite seguir sus progresos al
ir aumentando su capacidad de acción.
N o es sorprendente (a posteriori) que nuestros estudiantes se in-
teresaran más por lo que ellos llamaban «programas tontos» que
por los «programas listos». Puede que sea divertido hacer un pro-
grama que juegue muy bien y que gane siempre, pero a algunos
les pareció mucho más divertido hacer uno al que fuera fácil ganar
y reírse así al ver al ordenador cometer los mismos errores que
ellos mismos cometían. La situación real que se produjo superó
con mucho mis fantasías, pues trajo consigo la posibilidad de de-
batir sobre muchas más cosas además de los ordenadores y la pro-
gramación. En una clase el uso de las palabras tonto y listo se con-
virtió en el centro de una intensa discusión que se inició cuando
el sujeto A dijo que el programa de B era tonto, a lo que B respon-
dió algo así: «No es tonto, lo he hecho así a propósito, así le puedo
añadir más reglas. Espera y verás, ¡será el más listo! Tonto sería ha-
cerlo sin que se pudiera añadir nada, sin que se pudiera mejorar».
En otra clase se buscaron argumentos en favor o en contra de apli-
car estas palabras al programa o al programador y se llegó a una
conclusión de consenso: lo tonto es utilizar palabras como tonto
y listo.
B me trajo a la memoria el comentario de Patrick Suppes sobre
estar vagamente en lo cierto y claramente equivocado, pues estaba
defendiendo la estrategia de diseñar un programa que sería sólo
vagamente correcto, pero que podía ser redirigido, en lugar de in-
tentar acertar a la primera y correr el riesgo de equivocarse por
completo. Con ello conseguía expresar el mismo pensamiento que
subyace a la máxima de Voltaire «Lo mejor es enemigo de lo bue-
no», que Herbert Simon, premio Nobel de economía y uno de
los fundadores de la IA, ha tomado como lema. Estos tres pensa-
dores, Voltaire, Simon y B nos dan una pista sobre lo que está mal
con la epistemología escolar: el poco espacio que deja para estar
vagamente en lo cierto.
Los responsables de esa obsesión que tantos trabajos escolares
tienen por los resultados correctos y exactos no son sólo el estilo
intolerante de enseñanza y de evaluación. El contenido del currí-
culum escolar y el medio del lápiz y el papel están inherentemen-
te predispuestos hacia esa epistemología del verdadero/falso, del
bien/mal. Lo que B descubrió fue que la programación predispo-
ne hacia una evaluación no en términos de «¿es correcto?» sino en
términos de «¿hasta dónde puedo llegar desde aquí?» Y en esto no
está solo: muchos virtuosos de la programación insisten en empe-
zar un trabajo haciendo un programa «rápido y sucio» que se apro-
xima a lo que buscan, y luego siguen adelante desde allí. Lo mis-
mo vale para la mayor parte (sino todos) de los trabajos creativos.
Mi interpretación de historias como la de B sería que mientras po-
dría haber hecho su descubrimiento en otros dominios (de hecho,
muchos otros lo hicieron antes de que los ordenadores entraran
en escena), la programación en el contexto adecuado ofrece unas
condiciones particularmente favorables, condiciones que mejoran
cuanto más joven es el descubridor.
El juego del veintiuno resultó lo bastante simple como para ju-
gar a él con programas escritos por niños de séptimo, cuya expe-
riencia les permitió analizar diversas estrategias de pensamiento.
Los estudiantes se sintieron atraídos por la elaboración de progra-
mas capaces de generar oraciones en un inglés simplificado y con
ello llegaron a tener una nueva percepción de la gramática. Pero
faltaba algo, de modo que la idea de que los niños se dedicaran a
la IA no acabó de despegar hasta que pudimos casarla, unos veinte
años después, con el Lego, a fin de producir un juego de construc-
ciones para construir robots programables. La diferencia entre es-
tas dos situaciones nos lleva al punto central de mi historia, de todo
el libro en realidad. Pero ahora estoy adelantando acontecimientos.
Estaba contento y frustrado a la vez. El experimento había de-
mostrado que es posible enseñar Logo a niños de séptimo y que
con él los niños son capaces de hacer muchas de las cosas que yo
esperaba ver. N o reniego de ello; fue un descubrimiento significa-
tivo. N o cabe duda además de que algunos estudiantes sufrieron
un notable empuje intelectual. Muchos que habían sido los típi-
cos estudiantes de «suficiente»se convirtieron en estudiantes de «so-
bresaliente».Me sentía reafirmado en mis ideas y empecé a soñar
con ambición en conseguir que los niños aprendieran de una for-
ma distinta. Los niños de séptimo apenas son ya unos niños, sin
embargo, y yo estaba convencido de que allí donde se iban a notar
diferencias claras por el contacto con los ordenadores era con eda-
des más bajas. N o obstante, también estaba convencido, por la ca-
lidad del trabajo, de que la posibilidad de aplicarlo con niños más
pequeños no era sólo cuestión de desarrollar técnicas de enseñan-
za. A medida que avanzaba mi comprensión sobre lo que era tra-
bajar con el lenguaje tal como estaba y sobre el tipo de proyectos
que estábamos realizando, más claro veía que mis amigos psicólo-
gos estaban en lo cierto: si esto es programar, no es para niños en
el estadio preformal. Pero yo sabía que había otra manera de enfo-
car el problema. Necesitaba una idea radicalmente diferente.
La idea tardó en llegar y yo tardé aún más en darme cuenta
de lo que era. Al principio, como suele ocurrir, estaba bloqueado
por buscar frenéticamente algo demasiado nuevo. Después uno se
da cuenta de que la solución siempre había estado ahí, pero no
podía verla porque estaba secándose los ojos y exprimiéndose el
magín oteando el horizonte. En este caso hallé la solución cuando
dejé de tomarme tan en serio y de obsesionarme por encontrar
algo nuevo. La nueva idea vino de observar de forma relajada lo
que ya estaba ahí.
Me hallaba matando el tiempo con mi ordenador, como hago
a menudo, escribiendo pequeños programas sin ninguna dificul-
tad o interés en particular. Se puede decir directamente que estaba
jugando. N o tengo ni la menor idea de lo que le hace esta activi-
dad a la mente, pero supongo que es lo mismo que pasa cuando
uno garabatea sobre un papel mientras piensa o escucha una con-
ferencia. Lo que ocurrió esta vez fue producto de pensar que escri-
bir programas a veces es como dibujar. En cierto modo, el progra-
ma Veintiuno es una representación, un dibujo podríamos decir,
de la forma de un proceso mental, igual que un dibujo sobre papel
es la representación de una forma física. La manera de trabajar del
ingeniero del conocimiento tiene mucho en común con la del re-
tratista. El artista observa cómo es una persona e intenta captar
sus rasgos utilizando lápiz y papel o pinturas y telas. El ingeniero
del conocimiento observa cómo actua una persona e intenta cap-
tar sus rasgos esenciales con medios computacionales. Estas analo-
gías dejan de funcionar en seguida, pero consiguieron alterar mi
percepción de lo que era importante en el programa Veintiuno.
Al principio habría dicho que lo importante del programa era re-
presentativo de una manera de pensar. Ahora prefiero decir que
lo importante es que representa algo que hace el programador. N o
importaba que ese algo fuera pensar; podría perfectamente haber
sido andar o dibujar o cualquier otra cosa. De hecho, puede que
caminar o dibujar sea mejor que jugar al veintiuno; a los niños
les gustan más estas actividades y saben mucho más sobre ellas.
La idea de la tortuga vino de pensar cómo demonios puede lle-
gar un niño a captar de forma computacional algo físico como an-
dar o dibujar. La respuesta fue un robot amarillo parecido a R2D2
y también montado sobre ruedas. Ahora tenemos robots más pe-
queños con ordenadores en su interior. También tenemos tortu-
gas que sólo existen en la pantalla de un ordenador. Entonces la
tortuga era un objeto grande, casi tan grande como los niños que
lo utilizaban, conectado con cables eléctricos y de teléfono con
un ordenador que estaba muy lejos y que llenaba toda una habita-
ción. Uno podía darle órdenes con instrucciones gramaticales en
Logo. En cuanto a las palabras, muy pocas iban incluidas (eran in-
natas) y uno podía comunicar en Logo al ordenador que quería
definir una palabra nueva. Lo más notable era que dándole al Logo
los nuevos comandos para controlar la tortuga, el espíritu de lo
que se podía hacer cambiaba radicalmente. Mientras el día antes
estaba preocupado por cómo podría llegar a niños más pequeños
que los de séptimo, ahora me encontraba con una «IA bebé» que
parecía accesible incluso para un párvulo.
Ya nos hemos encontrado con los comandos básicos. Teclean-
do FORWARD 50 hacemos que la tortuga recorra hacia adelante
una distancia determinada que denominaremos cincuenta pasos de
tortuga. Tecleando RIGHT 90 conseguimos lo que en el ejército
se consigue con una orden como ¡de-e-e-e-recha!La tortuga se queda
donde está y gira. Si ya se estaba moviendo cuando recibe la orden
FORWARD 150

FORWARD 100 45
FORWARD 150
FORWARD 100

LEFT 90
FORWARD 100

FIGURA 11. El camino de la tortuga muestra la función de los comandos FORWARD,


RIGHT, LEFT.

(lo cual no era posible en las versiones más primitivas de Logo,


que aceptaban sólo una instrucción a la vez), cambia de dirección
y continúa moviéndose en la nueva dirección.
Pero, ¿por qué querría un niño hacer una cosa así? ¿Y por qué
debemos alegrarnos de que la haga?
Cuando vi a los niños jugar con la tortuga, sin hablar me die-
ron una respuesta que está en consonancia con las preocupaciones
que he venido mencionando en las últimas páginas. El primer paso
en la expresión de su respuesta consistió en saltar sobre la tortuga
para montarla. Primero: les gustaba. Cuando los adultos se aparta-
ban, se turnaban en montar sobre la tortuga y teclear comandos
para que ésta se moviera. Segundo: se la apropiaron y empezaron
a utilizarla para sus propósitos. Un poco más tarde, empezaron a
ejercitar su ingenuidad tecleando comandos que pudieran produ-
cir recorridos interesantes. FORWARD 50 BACK 40 RIGHT 10
(repetido varias veces) consigue algo que le gusta mucho a algu-
nos. Tercero: facilita la inventiva. Cuarto: lleva a descubrir que co-
mandos como FORWARD y RIGHT conforman un juego uni-
versal en el sentido de que pueden combinarse para producir
infinidad de recorridos y formas.
Así, los problemas intelectuales sobre la conceptualización del
pensamiento y del papel de los ordenadores que me habían preo-
cupado empezaban a parecer tratables. Observé a un niño que in-
tentaba que la tortuga escribiera su nombre. Quería dibujar una
A, lo cual comportó la elaboración de una pequeña teoría sobre
la geometría de la A. N o está tan claro cuánto tiene que girar la
REPEAT 36
(FORWARD 90
(FORWARD 10
RIGHT 90)
RIGHT 10)

FIGURA 12. Combinación del comando REPEAT con otros comandos.

tortuga ni cuánto tiene que avanzar. Esto es geometría de verdad.


Pero muy diferente de la geometría escolar en muchos aspectos.
En primer lugar, era un problema real que se le había presentado
al chico de forma espontánea. Es cierto que esto también puede
pasar con la geometría normal, pero es mucho más normal que
ocurra en un caso como éste. En segundo lugar, uno trabaja visi-
blemente hacia un objetivo, equivocándose las más de las veces.
Sin embargo, uno ve cuándo se equivoca y puede preguntarse o
preguntarle a otros el porqué. Los movimientos de la tortuga exte-
riorizan las concepciones de uno, de modo que se puede pensar
y se puede hablar sobre ellas. También se pueden efectuar algunos
tipos de «resolución de problemas» como los que nos encontra-
mos en la vida real, como resolver otro problema en vez del que
nos ocupa o tomar prestada una solución de otro problema y adap-
tarla al nuestro.
El niño que intentaba dibujar una A hizo esto. Al principio
quiso trazar un ángulo de 45 grados en la parte superior, así que
transmitió a la tortuga las órdenes FORWARD 50 RIGHT 45 FOR-
WARD 50. El resultado le sorprendió. ¿Qué había ocurrido? Esta-
ba fijándose en el ángulo equivocado, ya que el ángulo que la tor-
tuga toma como referencia al girar es lo que en geometría se
denomina «ángulo externo». El niño no lo sabía, pero captó la idea.
Así que después de intentarlo unas cuentas veces tecleó FORWARD
50 RIGHT 135 FORWARD 50. El problema ahora era el de tra-
zar la línea cruzada. El primer paso estaba claro: BACK 20. ¿Pero
cuánto tenía la tortuga que girar y cuánto tenía que avanzar? En
ese momento se dio cuenta de que una compañera estaba mirando
un gran triángulo equilátero que acababa de hacer con la tortuga.
El «¡Eureka!» pudo verse. ¿Para qué necesita la A un ángulo de
FIGURA 13. Intento de dibujar una A de acuerdo con el modelo de dos líneas en ángulo
y una línea cruzada. Cada intento se aproxima más al objetivo.

45 grados en la parte superior? Si Mary ha podido hacer un trián-


gulo, yo también puedo (me explicó después que esto es lo que
estaba pasando). Y una vez tengo un triángulo sólo tengo que aña-
dirle unas patas y ya tengo una A. Le quedaba el problema de cons-
truir el triángulo, pero saber que Mary había hecho uno era la pis-
ta que necesitaba para descubrirlo por sí mismo. Finalmente, tenía
una A.
Tuvieron que pasar todavía ocho años antes de que la observa-
ción de diferencias de estilo cognitivo como la que había entre Jeff
y Kevin trajera la idea de que los ordenadores no sólo son útiles
para mejorar el aprendizaje en la escuela, sino que también pue-
den potenciar nuevas maneras de aprender y de pensar. Pero, a me-
dida que observaba a estos niños y empezaba a percibir los prime-
ros indicios de lo anterior, también vi que el ordenador, y la
informática educativa, empezaban a salir del período clásico, du-
rante el cual se habían limitado a reproducir y reforzar las viejas
maneras. Pronto habría muchas manifestaciones del período ro-
mántico que se avecinaba, período en el que las viejas maneras se
verían substituidas por otras nuevas.

FIGURA 14. El nuevo modelo: la A es un triángulo con dos patas. El procedimiento


para trazarla es el siguiente: dibujar una pata (fd 20), después el triángulo y después ha-
cer maniobrar a la tortuga para que dibuje la otra pata. A fin de seguir mejor cada paso,
téngase en cuenta que repeat 3 (fd 50 rt 120) hace que la tortuga vuelva al principio.
¿Por qué 120? Porque la tortuga gira 360 en tres veces.
Cibernética

Las imágenes de televisión de la guerra del Golfo brindaron a


millones de personas la más vívida visión de la tecnología ciberné-
tica: esos misiles «inteligentes» que parecían flotar en el aire antes
de precipitarse hacia la entrada de un hangar o de otro edificio.
N o deja de ser deprimente que la mejor manera de abrir una
discusión sea recurriendo a imágenes bélicas, pero no es más que
el reflejo de un hecho real de la vida que ha desempeñado un pa-
pel muy importante en las estrategias que han guiado mi trabajo.
Las personas que aplican su inteligencia al avance tecnológico no
lo hacen pensando en los niños. Con mucha frecuencia lo hacen
pensando en la guerra, guardan sus nuevos inventos en lugares se-
cretos y sólo nos los dejan ver desde muy lejos. Aun cuando no
existe ocultación deliberada, hay una tendencia hoy en día a man-
tener una cierta opacidad hacia las nuevas tecnologías. En el pasa-
do, todo el saber de una sociedad estaba al alcance de los niños,
fuera para utilizarlo directamente o para imitarlo en sus juegos.
Incluso durante mi juventud los objetos fruto de la tecnología eran
mucho más «transparentes» que ahora. Reconozco que fue impor-
tante para mi desarrollo el haber podido observar y por lo menos
creer haber comprendido el funcionamiento de camiones y coches,
y con el tiempo pasar por el rito iniciático de poner a punto un
motor e incluso «descarburarlo» y limpiarle las bujías. Estoy con-
vencido de que el hecho de que tantas personas hayan crecido en
granjas donde había viejos tractores que seguían funcionando gra-
cias al ingenio y la maña de sus dueños ha contribuido mucho a
la famosa mentalidad dinámica de los estadounidenses, y me pre-
gunto si la opacidad de las máquinas modernas no será otro peli-
gro para nuestro medio, para nuestro medio de aprendizaje.
El físico Richard Feynmann ha escrito con mucha elocuencia
sobre el papel que desempeñó en su infancia la simplicidad de las
viejas radios., v cuando Sherrv Turkle entrevistó a los informáti-
cos del MIT descubrió que Feynmann no es el único cuya mente
en desarrollo se vio notablemente influida por aquellos objetos lle-
nos de luminosas lámparas. ¿Podrá el microchip ocupar su lugar?
Pero no son sólo los objetos tecnológicos los que se han hecho
opacos. El Jardín Botánico del Bronx llevó a cabo una investiga-
ción que demostró que para muchos niños el origen de las zana-
horias está en la lata. Yo mismo he tenido la oportunidad de en-
contrarme con niños que todavía no habían relacionado el pollo
que se estaban comiendo con los pollitos de sus libros de cuentos.
A su edad, yo ya estaba acostumbrado a ver pájaros muertos y des-
plumados y reclamaba el derecho de extraerles el corazón y las mo-
llejas para mis primeras disecciones en la cocina. N o cabe duda
de que el saber culinario que he acumulado es mucho más rico
que el de estos niños, ya que en mis tiempos nada venía enlatado,
empaquetado o precocinado.
N o quiero decir que todos los niños siempre tuvieran un acce-
so total las ideas de una sociedad. Simplemente que, en tiempos
de cambio más lento, era posible mantener un equilibrio entre lo
que la sociedad necesitaba que aprendieran sus miembros y las opor-
tunidades que ofrecía (deliberadamente o no) a sus niños. Dado
que no hay motivos para suponer que esto sea así hoy en día y
puesto que, en cualquier caso, ya no es aceptable dejar a la acción
de las fuerzas sociales la asignación de un puesto en la sociedad
en función de las diferentes posibilidades de acceder al aprendiza-
je, es necesario un esfuerzo deliberado para acercar a los niños aque-
llos conocimientos que no estaban en un principio pensados para
ellos. La escuela, aun en el mejor de los casos, es demasiado indo-
lente y tímida para llevarlo a cabo. Con este espíritu el Logo ha
estado animado desde su concepción por una actitud de Robin
Hood de robarles la programación a los tecnológicamente privile-
giados (lo que en los primeros años sesenta habría denominado
el complejo militar-industrial) para dársela a los niños. El núcleo
de este capítulo es otra incursión en los tesoros ocultos de los tec-
nólogos.
Si se hubiera preguntado a las personas que vieron los misiles
por televisión por qué funcionaban tan bien, no habrían podido
dar otra explicación que «porque están programados para hacer-
lo». El botín que me propongo capturar es todo un conjunto de
ideas (y de tecnologías, de las que después podrán apropiarse los
niños) capaces de dar una respuesta mejor a esa pregunta. Claro
que los misiles están programados. Pero están programados de una
manera especial, basándose en una serie de ideas cuyo desarrollo
ha desempeñado un papel fundamental en la historia intelectual
de nuestro siglo y cuyas implicaciones pueden desempeñar un pa-
pel aún más importante en el futuro. Mi esperanza es que para todo
el que haya podido apropiarse de estas ideas, los misiles inteligen-
tes, y con ellos un amplio abanico de tecnologías y áreas de la cien-
cia, se harán más transparentes. De hecho, estas ideas tienen cone-
xiones con tantos dominios del conocimiento que las utilizaré como
base para el ejercicio de definir una nueva «materia», que concibo
como un dominio intelectual mucho más válido para los jóvenes
que las materias santificadas por la escuela.
La silueta de nuestra nueva materia se irá formando gradualmen-
te, y el problema de situarla en el contexto escolar y en contextos
de aprendizaje más amplios será más fácil de abordar cuando la
tengamos ante nuestros ojos. Daré aquí una definición preliminar
de la misma, pero tan sólo como punto de partida para el análisis,
en términos de la base de conocimientos necesaria para que un niño
invente (y, evidentemente, construya) objetos como los misiles inteli-
gentes con la cualidad de parecer seres vivos. Estos conocimientos
deben interpretarse tan sólo como la base a partir de la cual se es-
tablecerán conexiones con otros dominios intelectuales como la
biología, la psicología, la economía, la historia y la filosofía entre
otros. A fin de dar cuenta de todas estas relaciones, nuestra mate-
ria necesita un nombre genérico y poco técnico. H e adoptado la
palabra que el matemático Norbert Wiener escogió como título
de su influyente libro Cybernetics: Control and Communication in
The Animal and the Machine ('Cibernética: control y comunicación
en los seres vivos y en las máquinas'). Si bien es cierto que la pala-
bra cibernética no ha conseguido introducirse con fuerza en los
países anglosajones, ésta ha tenido mucho más éxito en otras len-
guas, de modo que le concedemos aquí una segunda oportunidad
de encontrar su sitio en la lengua inglesa, aunque ahora con una
connotación orientada hacia el aprendizaje. En cualquier caso, para
los fines de este libro será útil como nombre provisional.
El proyecto de desarrollar lo que podríamos llamar una «ciber-
nética para niños» presupone, aunque pretende ir mucho más le-
jos, mi proyecto anterior de crear un marco para que los niños ha-
gan una inteligencia artificial elemental. El nuevo proyecto comparte
con el primero la utilización de la tecnología como medio para
la representación de conductas que uno puede observar en sí mis-
mo y en los demás. Sin embargo, el modo de hacerlo es diferente
en tres aspectos básicos: la gama de conductas que pueden repre-
sentarse es mucho más amplia, la relación afectiva entre el estu-
diante y su trabajo será más íntima, la epistemología subyacente
es menos dura y más pluralista.
El caso del misil inteligente es una demostración de la amplia
gama de conductas que se pueden representar, a pesar de que éste
tenga más bien la inteligencia de una avispa y no la de un jugador
de ajedrez. El paso de la IA a la cibernética amplía nuestro centro de
atención desde prototipos con una conducta de un cariz eminen-
temente lógico (como jugar al ajedrez o al veintiuno) a prototipos
con un cariz más biológico. Los prototipos van más allá de lo hu-
mano porque incluyen animales y robots y van más allá de la
realidad porque dejan espacio para la fantasía. Incluso los experi-
mentos más limitados en la elaboración de juegos de construcción
cibernética (algunos de los cuales se han llevado a cabo en colabo-
ración con los creadores del Logo) han permitido que niños de nue-
ve, diez y once años construyeran objetos maravillosos que ellos
describían como «dragones»,«serpientes» o «robots». Así pues, lo
que estos niños han hecho pertenece más al campo de lo que re-
cientemente se ha denominado «vida artificial» que al de la inteli-
gencia artificial, pese a que muchos de los mejores proyectos reali-
zados por estos niños son biológicos sólo en el sentido de que
reproducen una función y no un ser vivo. Por ejemplo, he tenido
la oportunidad de ver muchas versiones de lo que los niños han
llamado «casas vivas». En uno de estos modelos del interior de una
casa las luces se encienden y las puertas se cierran cuando la luz
exterior pierde intensidad; en otro las ventanas se cierran y las per-
sianas bajan para conservar la energía cuando baja la temperatura;
en otro la casa posee un «mobiliario activo» como por ejemplo
una cama-despertador que, diez segundos después de haber sona-
do un zumbador con funciones de alarma, se ladea si su ocupante
todavía no se ha levantado.
La oportunidad de dejar correr la fantasía abre la puerta a un
sentimiento de intimidad con el trabajo y nos da una idea de hasta
qué punto la relación emocional de los niños con la ciencia y la
tecnología puede ser diferente de la que es propia de la escuela.
Siempre se ha alentado la fantasía en las clases de arte y para fo-
mentar la creatividad en el momento de escribir. Excluirla de las
ciencias sería un necio acto de negligencia por el que se perdería
la oportunidad de animar a los niños a establecer lazos con las cien-
cias. Tenía la sensación de que me hallaba ante algo muy promete-
dor cuando vi que los niños utilizaban la ciencia y la tecnología
para construir un dragón, su propio dragón, lo que creó un com-
promiso muy especial porque provenía de su propio imaginario.
Al estar al servicio de sus propósitos más íntimos, la ciencia y la
tecnología se hicieron más suyas. En este sentido, el proyecto de
IA era bueno para los niños que podían expresar sus fantasías me-
diante ese tipo de programa, pero era demasiado restrictivo para los
que tenían un imaginario distinto. Como la escritura, la pintura o
los medios de expresión multimedia, la cibernética como medio
creativo tiene mejores oportunidades de ser lo suficientemente abier-
ta como para ofrecer algo a todo el mundo y, si no lo es, nos ofre-
ce la oportunidad de dedicarnos más a ampliar su radio de acción.
Convertir la ciencia en «conocimiento utilizable» tiene impli-
caciones epistemológicas, porque fomenta maneras más ricas de pen-
sar en el conocimiento que una epistemología maniqueísta basada
en la autoridad. El conocimiento se valora por su utilidad, por ser
compartible con los demás y por adecuarse al estilo personal de
cada uno. En una clase tradicional sólo los alumnos más seguros
de sí mismos y los más audaces pueden protestar cuando el profe-
sor determina que una manera de pensar no es la correcta. En un
entorno aplicado siempre hay una defensa: «¡Mira, funciona!» La
cibernética como materia tiene las mismas ventajas epistemológi-
cas que todo lo que es utilizable y no sólo aprendible, pero aporta
algunas contribuciones epistemológicas propias.
Una de estas contribuciones se hace patente si observamos más
de cerca el caso del misil inteligente a través del prisma de la fra-
se de Suppes sobre estar claramente equivocado y vagamente en
lo cierto. Puede parecer paradójico que en la producción de arma-
mento hallemos un apoyo para un estilo epistemológico más ne-
gociador y contrario al típico estilo jerárquico. Después de todo,
uno siempre concibe lo militar como lo prototípicamente jerár-
quico y el armamento como lo más rudo y lo menos presto a ne-
gociar. Afortunadamente, una de las principalescaracterísticas de
las epistemologías menos rígidas es su mayor tolerancia, rasgo que
las epistemologías más rígidas suelen calificar como paradoja e in-
coherencia.
Cuando David utilizó su honda para lanzar una piedra a la ca-
beza de Goliat, se hallaba en el dominio de lo que debe ser clara-
mente correcto: el disparo habría sido inútil si su puntería no hu-
biera sido perfecta. El desarrollo de la artillería concedió valor al
hecho de equivocarse, ya que el artillero podía corregir su tiro sa-
biendo si los anteriores habían quedado cortos o ido más allá del
objetivo. El error se convirtió en una fuente de información. Sin
embargo. el artillero todavía trabajaba en el dominio de los cálcu-
los precisos. Precisamente uno de los factores que llevó al desarro-
llo de los ordenadores fue la creciente complejidad de los cálculos
que era necesario efectuar para una tarea como ésta a medida que
el alcance de la artillería aumentaba. Con un objetivo fuera del
campo de visión y un proyectil atravesando áreas con temperatu-
ras y condiciones atmosféricas diferentes, el cálculo y la informa-
ción se hacían imprescindibles, hasta el punto que las capacidades
del cerebro humano fueron superadas. Ya en el siglo diecinueve
era muy importante la preparación de tablas matemáticas que el
artillero pudiera utilizar a fin de fijar los parámetros del tiro. En
la Segunda Guerra Mundial esa necesidad se había hecho tan im-
periosa que se tuvo que movilizar a eminentes matemáticos para
que realizaran estas tareas; fue así como John von Neumann y Nor-
bert Wiener se convirtieron en pioneros de los ordenadores y del
pensamiento computacional.
El desarrollo de máquinas para calcular mejor esas tablas siguió
el patrón típico de la adopción de cualquier nueva tecnología (dis-
cernible, como ya hemos dicho, también en terrenos como el de
la educación): el primer uso al que se destina una nueva tecnología
es el de intentar hacer mejor algo que ya se hacía previamente. En
el caso que nos ocupa, al principio seguía siendo una cuestión de
«listos, apunten, ¡fuego!». Una vez que el obús estaba en el aire,
su aterrizaje dependía de dónde quisieran llevarlo las leyes de la
física y las condiciones ambientales; no había deus ex machina ca-
paz de realizar correciones. Sólo el tiempo y el desarrollo de las
ideas pueden hacer que el uso de una nueva tecnología lleve a pen-
sar en la posibilidad de hacer algo que nunca antes se había hecho.
En este caso la idea fue la de construir un arma que pudiera ser
dirigida vagamente en la dirección correcta y redirigida una vez
en el aire hacia el objetivo. Llegados a este punto (al que no se llegó
durante la Guerra Mundial), uno puede decir que la tecnología en
cuestión ya no se está utilizando para mejorar una práctica tradicio-
nal. Aunque el objetivo era el mismo, los medios para alcanzarlo
ya no eran sólo cuantitativamente distintos; eran epistemológica-
mente distintos, ya que eran fruto de un modo diferente de pensar.
La epistemología tradicional es una epistemología de la preci-
sión: se valora el conocimiento por su precisión y se rechaza por
inferior aquel conocimiento que no la tiene. La cibernética crea
una epistemología de la «vaguedad manejable» lo cual no signifi-
ca que sea menos restrictiva, todo lo contrario: se espera que el mi-
sil inteligente funcione mejor que el arma tradicional. La ciberné-
tica se basa en un serio estudio de cómo sacar el mayor provecho
de unos conocimientos limitados.
Con esta última observación tenemos un indicio bastante claro
de lo que significa el enfoque cibernético de la epistemología. Es-
tamos todavía muy lejos de aprovechar todo lo que nos puede ofre-
cer, pero lo que aquí nos interesa es la cibernética como llave para
mejorar el aprendizaje de los niños. Nos concentraremos por un
momento en algunos ejemplos de programación de la tortuga que
nos dan una idea de cómo pueden los niños emular al misil inteli-
gente y aprender mucho sobre cómo tratar con la incertidumbre.

Recordemos que la tortuga surgió con la idea de utilizar la pro-


gramación como medio para representar (o «esbozar») la propia
conducta. Los programas geométricos que vimos en el capítulo an-
terior trataban con formas de conducta que se consideraban pre-
determinadas e incapaces de enfrentarse a ningún tipo de contin-
gencia. Por ejemplo, para dibujar un triángulo, se debe avanzar 100
unidades, girar 120 grados y repetir la misma operación dos veces.
A fin de subrayar las diferencias entre este sistema de descripción
de una conducta y el modelo cibernético, no puedo más que ha-
cer referencia a una experiencia personal de aprendizaje que era
muy reciente en el momento en que se me ocurrió la idea de la
tortuga. Como alumno de un curso para pilotar aviones, aprendí
a distinguir entre dos maneras de volar del punto A al punto B.
La primera se denominaba navegación por estima: todo se traza
antes del vuelo. Se mide la distancia entre A y B y se determina
la dirección, se estudian los vientos y se hace una estimación de
cuánto pueden desviar al avión de su rumbo si no se los tiene en
cuenta. Ya en el avión, en principio no se necesita ni un mapa.
Se fija el rumbo a 100 grados y, volando durante 75 minutos a 150
nudos, se llega al punto de destino. Al segundo método se le deno-
mina pilotar. En principio no es necesario hacer cálculos en tie-
rra; en el mapa se traza una línea recta desde A hasta B y en vuelo
se utilizan los accidentes del terreno como puntos de referencia:
acabamos de sobrevolar el lago... a la izquierda dejamos el repeti-
dor de televisión...
Las tortugas, tal y como las describimos anteriormente, se pro-
gramaban de acuerdo con el principio de la navegación por esti-
ma. Para pilotar se necesita algo más: ojos para ver. Esta forma de
navegación fue posible para las tortugas cuando se les adaptaron
unos sensores a través de los cuales podían informar al ordenador
sobre los accidentes del entorno. Se han utilizado muchos tipos
de sensores: un sensor táctil informa al ordenador de que la tortu-
ga ha entrado en contacto con algo; un sensor de luz informa so-
bre la intensidad de la luz; los sensores de sonido y temperatura
funcionan de manera parecida. Así, la tortuga sigue obedeciendo
a un programa, pero la existencia de sensores permite que se esta-
blezca una relación distinta entre el programa y los movimientos
de la tortuga. El programa para una «tortuga geométrica»especifi-
ca los movimientos de la tortuga en forma de instrucciones geo-
métricas: tanto hacia adelante, tanto hacia la derecha, etc. El pro-
grama para una «tortuga cibernética» podría decir algo como «busca
una luz y muévete hacia ella». Es evidente que para «decir»esto
se necesita mucho más que un sensor; se necesitan ideas sobre cómo
utilizar los sensores para que la máquina tenga la capacidad de al-
canzar su objetivo. El programa ya no sigue un «anteproyecto»sino
que «va emergiendo». En el momento en que los niños empiezan
a utilizar este estilo de programación emergente entran en el mun-
do de la cibernética.
La novedad del mundo de la cibernética se percibe en el hecho
de que los niños muestran cierta resistencia a pasar de la progra-
mación predeterminada de la tortuga geométrica a la programa-
ción interactiva de la tortuga cibernética. Por ejemplo, considere-
mos la programación de una tortuga con sensores táctiles para que
se mueva alrededor de un caja cuadrada. Muchos principiantes ten-
derán a utilizar la navegación por estima: medir la caja, ver que
tiene una longitud de 130 unidades de tortuga e intentarlo con el
programa REPEAT 4 [FORWARD 130 RIGHT 90]. La lógica que
subyace a esta actitud está clara: se nos ha dicho que los ordenado-
res hacen exactamente aquello para lo que están programados, ni
más ni menos, de modo que un programador ingenuo le especifi-
ca que realice exactamente los movimientos necesarios para girar
alrededor de la caja.
Estudiando los defectos de esta lógica mejoraremos nuestra per-
cepción de lo que es el pensamiento cibernético. En primer lugar
vemos que éste es el típico caso donde el hecho de ser demasiado
preciso puede conducir a resultados desastrosos. El programa fun-
cionará si, y sólo si, todo funciona de acuerdo con nuestros pla-
nes. No hay margen para el error. Fallará si la tortuga gira dema-
siado pronto o demasiado hacia la derecha.
En la práctica es casi seguro que falle, porque ni siquiera los
ordenadores -y mucho menos los objetos físicos como las
tortugas- realmente hacen lo que uno espera que hagan. El error
es un rasgo universal de nuestro mundo y en este caso un pequeño
error puede ser desastroso.
Otro defecto del enfoque de la programación exacta puede ver-
se si la comparamos con el otro enfoque, más parecido a pilotar
y más en el espíritu de la cibernética. Pongámonos en el lugar de
la tortuga: nosotros no giraríamos alrededor de la caja dando un
número preciso de pasos, sino actuando como pilotos, o recurriendo
a lo que los practicantes de la cibernética llamarían retroalimenta-
ción. A medida que avanza hacia la esquina para girar, uno ajusta
su rumbo a cada paso a fin de mantenerse, por la izquierda, a una
prudente distancia de la pared de la caja. Si nos parece que estamos
demasiado cerca, giraremos un poco hacia la derecha; si, por el con-
trario, vemos que estamos demasiado lejos giraremos un poco
hacia la izquierda. Este proceso puede traducirse fácilmente a un
programa que repite una y otra vez el siguiente ciclo de instruc-
ciones:
TEST LEFT-TOUCH el sensor táctil nos informa
de que, o
IFYES [RIGHT 2] chocamos con la caja, entonces giramos
un poco, o
IFNO [LEFT 2] perdemos contacto con la caja, enton-
ces giramos hacia ella, entonces
FORWARD 2 damos un paso.

Puede que el lector se pregunte por qué hemos elegido el nú-


mero 2. Lo bueno es que el programa funeionará tanto si escoge-
mos 5, 1 ó 0,5 en vez de 2. En tanto en cuanto la tortuga gire («va-
gamente») hacia la izquierda o hacia la derecha y avance un poco,
conseguirá completar su viaje alrededor de la caja.
Una de las características más notables es su vaguedad en cuan-
to a las dimensiones y la forma de la caja. El tamaño de la caja
no se menciona en el programa, de modo que éste funcionará con
cualquier caja, independientemente de su tamaño. Tampoco se in-
dica el ángulo de giro, lo cual significa que el programa funcionará
también con objetos de diferentes formas.
Nadie que haya tenido la oportunidad de comparar ambos en-
foques (llamémosles, por ahora, enfoque geométrico y enfoque ci-
bernético) ha dudado en el momento de decidir cuál es el mejor.
El enfoque geométrico es bastante precario, dada su especializa-
ción. Aun en el caso de que funcionara con una caja cuadrada, no
lo haría con un objeto circular. El enfoque cibernético es general
y, por tanto, robusto: funciona siempre y casi con todo tipo de
objetos. Sin embargo, mi experiencia demuestra que la mayoría de
las personas que se enfrentan al problema por primera vez optan
por el enfoque geométrico.
¿Por qué? U n factor es la falta de experiencia con situaciones
cibernéticas. Sin embargo, creo que el factor más importante es
esa sobrevaloración de lo «abstracto» y lo «matemático» adquirida
de nuestra cultura y, especialmente, de nuestra escuela. Por el mis-
mo motivo el éxito del enfoque cibernético contribuye a revalori-
zar lo concreto. En este caso concreto significa ponerse en el lugar
de la tortuga e imaginarse a uno mismo moviéndose alrededor de
la caja. Hacer esto con una mentalidad abierta plantea muchas du-
das sobre el enfoque geométrico a la vez que la heurística nos lleva
a preferir el cibernético.
Este último, además de ser «vago», es universal, es decir, fun-
ciona con cualquier tipo de sensor. Pensemos, por ejemplo, en una
tortuga con un sensor de luz a cada lado. El problema es el de pro-
gramar la tortuga para que se mueva hacia una luz que se encuen-
tre dentro del alcance del sensor.
Un enfoque basado en la programación clásica apostaría por
un procedimiento equivalente al de la navegación por estima de
los aviones: divídase el problema en dos partes, en primer lugar
determínese dónde está la luz, después muévase hacia ella. Poner
esto en práctica requiere el recurso a ciertas técnicas matemáticas
que no mencionaré aquí, ya que prefiero concentrarme en la ex-
traordinaria simplicidad del método cibernético. La parte más re-
levante del programa es como sigue:

TEST LEFT-SENSOR RIGHTSENSOR ¿Esmás inten-


sa la luz de la iz-
quierda?
IFYES [LEFT 10] Gira la tortuga hacia la luz

IFNO [RIGHT 10] Lo mismo


FORWARD 5 En cualquier caso, moverse un poco
hacia adelante

De nuevo, lo interesante del programa radica en su extrema va-


guedad, en lo poco que sabe la tortuga sobre la situación exacta
de la luz. Si la luz está en algún sitio a su izquierda, la tortuga gira
hacia la izquierda; si está en algún sitio a su derecha, entonces gira
hacia la derecha. Si la luz está muy cerca del centro, entonces la
tortuga efectúa un giro al azar en cualquiera de las dos direccio-
nes. N o obstante, tales operaciones acabarán por llevar a la tortuga
a su destino, no aproximadamente, sino exactamente allí donde está
la luz.
Hay un refrán que dice que la cadena no es más fuerte que el
más débil de sus eslabones. Este dicho no expresa una verdad uni-
versal, sino que es la expresión de la ideología que defiende el pen-
samiento lineal y jerárquico. Muchos programas de ordenador, mu-
chos mecanismos y muchos razonamientos lógicos se construyen
de tal manera que sólo funcionan si cada una de sus partes es co-
rrecta. Uno de los principios básicos de la cibernética es que los
sistemas vivos no funcionan así; y, además, que esos principios que
alejan a estos sistemas de lo que parecía una verdad inexorable son
fundamentales no sólo para una mejor comprensión de la biolo-
gía, sino también para el diseño de tecnologías y para el desarrollo
de nuestras vidas como individuos y en sociedad. El gran atractivo
de la cibernética reside precisamente en esa magia por la cual los
sistemas funcionan mucho mejor que sus componentes. Claude
Shannon, el fundador de la moderna teoría de la información, ha
construido códigos muy eficientes para la corrección de errores:
aun cuando un cable ruidoso produce demasiados pitidos, un me-
canismo de decodificación en el receptor es capaz de reconstruir
el mensaje. Frank Rosenblatt ha construido una especie de orde-
nador llamado perceptrón que tiene la capacidad de seguir funcio-
nando con unas pérdidas mínimas de eficiencia a medida que se
eliminan algunos de sus componentes al azar. (No lo intenten con
su PC.) Warren McCulloch, el polímata que con Wiener debe ser
considerado como uno de los fundadores de la cibernética, ha con-
cedido mucha importancia en sus escritos al hecho de que nues-
tros cerebros sigan funcionando a pesar de las ingentes cantidades
de neuronas que mueren cada día, y al hecho de que ciertos pro-
ductos químicos como el alcohol alteren más la conducta de las
células que la de todo el sistema. Y, finalmente, si nuestra tortuga
en busca de la luz cometiera un error de vez en cuando, seguiría
un camino distinto, pero seguiría alcanzando su objetivo; de he-
cho, siempre lo alcanzará, incluso si sus decisiones sobre dónde
hay una luz más intensa son la mayoría de las veces erróneas.
La observación de que un sistema puede ser más fiable que cual-
quiera de sus partes no debe ser interpretada como una defensa de
la imprecisión. Si programáramos la tortuga de manera que con-
fundiera derecha e izquierda, ésta nunca se movería hacia la luz,
todo lo contrario, se volvería fotofóbica y huiría de ella.
Por otra parte, sin embargo, un estudiante de quinto con un
poco de experiencia cibernética sería capaz de escribir un progra-
ma un poco distinto y no mucho más complicado que fuera capaz
de prever este tipo de errores de programación. La cibernética está
plagada de principios de adaptación al medio que nunca pueden
ser predichos con exactitud o controlados por completo. Estos prin-
cipios reciben nombres como «redundancia», «pensamiento sisté-
mico», «tendencia estadística», «sistema autoorganizativo» y «re-
troalimentación». En adelante me centraré en el principio de retro-
alimentación, aunque cuanto diga es también aplicable a los de-
más principios. Este principio nos servirá para ejemplificar el tipo
de ideas que puede engendrar la cibernética y, sobre todo, para jus-
tificar la elección de la misma como área de conocimiento que me-
rece ser ofrecida a los niños.
Debemos rechazar dos respuestas radicales a la .pregunta de si
merece la pena inclinarse por este tipo de conocimientos. La res-
puesta conservadora consiste en aferrarse a los contenidos tradicio-
nales: hay muchas cosas que los niños son capaces de aprender;
los reformadores harían mucho mejor si concentraran sus esfuer-
zos en perfeccionar la enseñanza de lo que ya tenemos en vez de
dedicarse a proponer materias nuevas. Pero según mis cálculos, sólo
una millonésima parte de los conocimientos humanos tiene una
representación en los contenidos escolares y esa representación no
hace más que disminuir. Ante esto, no puedo evitar preguntarme:
¿por qué esa millonésima parte y no otra? En cualquier caso, ya
hay mucha gente ocupada en pulir esa millonésima parte (o mil
millonésima o lo que sea), así que nadie echará de menos a los po-
cos que parecemos interesados en explorar otras vías.
La respuesta por el lado más radical es que todos los conoci-
mientos deben ser accesibles, así no impondremos nuestros prejui-
cios sobre las generaciones venideras. Al discutir el caso de Jenni-
fer y de la máquina del saber, yo mismo hice una propuesta a largo
plazo muy parecida. Efectivamente, pienso que algún día los ni-
ños deberían poder tener libre acceso a conocimientos sobre Áfri-
ca y el Tibet, así como sobre América y Europa, sobre jirafas y
elefantes, así como sobre perros y gatos, sobre Shaka y Dingaan
y sus descendientes, así como sobre el Rey Jorge y sus descendientes.
Si yo pudiera construir una máquina de saber lo haría. Pero
nadie puede. La única manera de aproximarse a este objetivo es
utilizando el pensamiento sistémico. Para mí el principal proble-
ma es saber cómo podemos acelerar los procesos sociales necesa-
rios que nos llevarán al desarrollo de la máquina del saber o, me-
jor, de esa idea mucho más brillante que aparecerá por sorpresa
cuando menos nos lo esperemos. Mi respuesta consiste en seguir
mis sensores intelectuales y, a medida que avanzo, intentar articu-
lar los criterios que me han hecho escoger la cibernética como esa
mil millonésima parte del conocimiento humano, lo máximo que
un sólo ser humano puede ofrecer.
Hay un aspecto que merece nuestra atención: ¿existe alguna mil
millonésima parte que se mostrará particularmente efectiva en el
momento de abrirnos puertas hacia dominios más amplios y en
el de darnos más libertad de elegir? A fin de determinar si existe
algún concepto capaz de desempeñar este papel debemos compro-
bar si posee las propiedades de la apropiabilidad y de la generativi-
dad. El significado de ambas propiedades se irá haciendo más trans-
parente a medida que avancemos en nuestro análisis de por qué
la retroalimentación es una idea de gran poder matético, precisa-
mente por poseer ambas propiedades.
La demostración sobre la apropiabilidad del concepto radica en
que, en gran medida, esa apropiación ya se ha producido. Los li-
bros sobre flores silvestres utilizan una terminología que «huye de
la jerga especializada» y procura ser más «natural». N o es difícil
seguir los pasos a través de los cuales la palabra retroalimentación
escapó de la jerga de los ingenieros de telecomunicaciones, que la
utilizaban para describir una técnica para estabilizar un amplifica-
dor «realimentándolo» con una información de entrada que era
una fracción de la información de salida. En los años cuarenta el
concepto de retroalimentación ya había desarrollado el matiz que
nos interesa en este capítulo y que fue ganando importancia en
muchas ramas de la ingeniería y la psicología.
Esta primera forma de cibernética (que no recibiría este nom-
bre hasta 1948) causó sensación en círculos que tenían poco que
ver con la ingeniería y la fisiología. El personaje más influyente
fue el antropólogo Gregory Bateson, que vio en estas ideas un modo
de comprender la conducta humana. Las ideas de Bateson ocupa-
ron el centro del debate psicológico en los años sesenta; desde aquí,
ideas, y palabras, muy poco relacionadas con la tecnología, de he-
cho con un cariz bastante antitecnológico, pasaron de la cibernéti-
ca a la cultura popular. Esto tuvo como consecuencia una amnesia
general sobre el verdadero origen de la palabra retroalimentación,
lo cual pude comprobar realizando un pequeño sondeo entre al-
gunos conocidos.
La mayoría relacionaba la palabra con la interacción humana*
Una profesora me habló de su necesidad de «obtener una respues-
ta» de su clase. Un amigo que había vivido una experiencia de te-

* Todo cuanto se relata en este párrafo es válido sólo para el inglés. En castellano
«realimentación» o «retroalimentación» siempre han mantenido su significado tecnoló-
gico y nunca han sido aplicables a las relaciones humanas en el sentido de «obtener una
respuesta de alguien», «interactuar» o incluso «influir». [N. del T.]
rapia familiar habló de cómo una relación puede deteriorarse cuan-
do el malhumor de una persona induce a los demás a comportarse
de una manera que no hace más que aumentar su malhumor. Este
uso de la palabra se acercaba bastante a su significado técnico ori-
ginal, pero mi amigo desconocía tal relación y se sorprendió mu-
cho ante el hecho de que esa espiral de malhumor pudiera mode-
larse acercando un micrófono a un altavoz y subiendo el volumen:
un pequeño sonido susurrado junto al micrófono produce un so-
nido desde el altavoz que «realimenta» al micrófono. Como el so-
nido que. realimenta al micrófono es un poco más alto que el susu-
rro original, se genera un proceso en espiral que va en aumento
hasta que la habitación se ve invadida por un pitido insoportable.
Este fenómeno se conoce como «retroalimentación positiva». Sea
cual sea el estado del sistema, el nivel de malhumor o el nivel de
sonido producen un efecto que hace aumentar ese estado: hay re-
troalimentación positiva; y cuando esto ocurre, el malhumor o el
sonido o cualquier otra cosa crecen hasta que algo frena el proceso
o hasta que el sistema estalla.
Otro signo de la apropiabilidad del concepto es la facilidad con
que se ha incorporado a la descripción de situaciones humorísti-
cas. Uno de mis estudiantes me contó un caso real que ejemplifica
lo que acabo de decir. Una pareja, llamémosles A y B, compartían
la cama y una manta eléctrica. La manta disponía de controles se-
parados para cada usuario, de modo que cada uno podía ajustar
a su gusto la temperatura de su lado de la cama. Al menos esto
es lo que se pretendía con ello. Una vez hubo un cruce en el uso
de los mandos, de manera que A, en el lado izquierdo, accionaba
el mando que controlaba la temperatura del lado derecho y vice-
versa. A se despertó porque sentía frío y accionó los mandos para
subir la temperatura. Pero ésta subió en el lado de B que, al sentir
calor, la bajó un poco. A tenía todavía más frío que antes y volvió
a subirla. Entonces B sintió aún más calor, por lo que volvió a
reducir la temperatura. A ya estaba tiritando, así que subió la tem-
peratura al máximo, lo que no hizo más que hacer insoportable
el calor en el lado de B y que éste la redujera al mínimo. Una vez
resuelto el embrollo, y por si no lo sabían antes, A y B seguro que
ahora saben algo de la retroalimentación positiva.
La retroalimentación negativa, más útil y más fascinante, hace
todo lo contrario. El modelo más simple es el de un termostato
que controla el funcionamiento de un sistema de calefacción y aire
acondicionado. Fijemos la temperatura a 20 grados. Si la habita-
ción se calienta por encima de los 20 grados, el termostato pondrá
en marcha el aire acondicionado. La retroalimentación se llama
negativa, porque la cantidad de calor tiene el efecto de reducir el
calor, mientras que la cantidad de frío tiene el efecto de reducir
el frío. En cierto modo, ningún mecanismo puede ser más simple.
Sin embargo muchos se han visto impresionados por la semejanza
cualitativa que este sistema posee en relación con un ser vivo: ac-
túa como si tuviera un objetivo, como si estuviera decidido a man-
tener la temperatura al nivel fijado de 20 grados.
Algunas personas se han enzarzado en una interminable discu-
sión filosófica sobre si un termostato posee unas intenciones y unos
objetivos. A mí esa discusión, si se lleva a cabo con el objetivo de
alcanzar alguna verdad última, se me antoja como algo fútil y va-
cío de contenido, sin embargo, creo que hay maneras de orientarla
que pueden ser útiles para que los niños traten ciertos principios
epistemológicos y psicológicos. El descubrimiento de que ese prin-
cipio puede utilizarse para el diseño de objetos que pueden com-
portarse como si tuvieran un objetivo es básico para la tecnología
moderna. Pero el hecho de que un termostato aparente tener el
objetivo de mantener constante la temperatura de una habitación
no me resulta particularmente atractivo. Sin embargo, cuanto más
sé acerca de cómo funcionan tales objetos, más me impresiona el
ver un vehículo de Lego seguir una luz o girar hacia mí cada vez
que doy una palmada. ¿Acaso mi reacción se debe a un pequeño
residuo de metafísica en mi pensamiento? ¿Sedebe quizá a que esa
cosa está a medio camino entre lo uno y lo otro? Sé que no está
viva, pero tiene lo bastante de ser vivo como para impresionarme,
a mí y a muchos otros. Sea cual sea el motivo, estas cosas son fasci-
nantes y construirlas es una buena manera de participar de un área
importante de conocimientos.
Otro aspecto de este principio es que también es generativo:
puede utilizarse para comprender muchas situaciones, algunas de
ellas de la manera más sorprendente. También es rico en chistes
intelectuales y situaciones cómicas o paradójicas.
Ya tuvimos la oportunidad de ver una situación cómica con
la manta eléctrica. En la misma línea he aquí una pregunta con
trampa: ¿cómo se puede utilizar un pedazo de hielo para calentar
una habitación? Esta pregunta es mucho mejor que cualquier ver-
sión del muy manido problema de calcular el volumen de un gas
calentado a 20 grados. Bueno, pues ésta es la respuesta: acercas el
hielo al termostato. ¿Qué efectos tiene esto? Hace pensar al ter-
mostato que la habitación está muy fría, así que pone en marcha
la calefacción. Mientras el hielo permanezca junto al termosta-
to, la calefacción funcionará a toda potencia. La habitación se ca-
lentará tanto como el sistema de calefacción sea capaz de calentarla.
Nuestra temperatura corporal se mantiene gracias a un termos-
tato mucho más complejo que el simple aparato que regula el am-
biente de una habitación. Sin embargo, ambos han de regirse por
los mismos principios: de alguna manera el sistema ha de ser ca-
paz de saber si la temperatura exterior es menor o mayor que el
umbral fijado, es decir, unos 36 grados. Si la temperatura está por
debajo de este umbral, se pone en marcha un proceso que eleva
la temperatura, como por ejemplo temblar o constreñir los vasos
sanguíneos próximos a la piel. El movimiento de los músculos ge-
nera calor y la vasoconstricción minimiza las pérdidas de calor.
Si la temperatura está por encima del umbral, entonces el proceso
que se pone en marcha va dirigido a disminuirla; por ejemplo, en
este caso, el jadeo, la sudoración y la dilatación de los vasos sanguí-
neos superficiales.
Esto es fácil de comprender. Pero he aquí otra pregunta difícil:
cuando uno tiene fiebre tiene calor, pero también tiembla. Sin em-
bargo, el temblar es una reacción contra el frío. ¿Por qué se tiem-
bla cuando se tiene fiebre?
Esta pregunta es un buen ejemplo de una atractiva paradoja.
La respuesta pasa por el reconocimiento de que tener calor o frío
es relativo. Cuando uno tiene fiebre está más caliente comparado
con la temperatura normal, pero no con el umbral del termostato:
la fiebre hace subir la temperatura por un proceso equivalente al
de poner más alto el umbral del termostato, de modo que los me-
canismos para la regulación de la temperatura corporal siguen ac-
tuando con este nuevo umbral de temperatura.
Otro fenómeno explicable en términos de la fijación de un «ni-
vel de umbral» por parte de nuestro cuerpo para un mecanismo
de retroalimentación es el que frustra el objetivo de perder pe-
so de una persona a dieta. Parece que el cuerpo «intenta» mante-
ner un cierto nivel de peso ajustando el grado de energía que se
disipa. Si este nivel de peso no se corresponde con el deseado por
la persona, se produce un conflicto de intereses entre el objetivo
de la persona y el mecanismo de retroalimentación de su cuerpo
que controla el peso: cuando el peso desciende por debajo del um-
bral establecido por el sistema de retroalimentación, el mecanis-
mo pone en marcha toda una serie de procesos destinados a ganar
peso, o en todo caso, a minimizar las pérdidas.

Como es imposible analizarlo todo a la vez, no he tenido en


cuenta una dificultad con la que nos encontramos la primera vez
que intentamos trabajar con la tortuga de sensores táctiles. Una
serie de experimentos piloto realizados hace veinte años demostró
que estas ideas eran accesibles a los niños. Chicos de quinto po-
dían realizar trabajos que requerían el recurso a la retroalimenta-
ción, pero para la mayoría de estos chicos esos trabajos no dejaban
de ser deberes, en claro contraste con sus actividades con gráficos
que adquirían una vida propia.
Vale la pena mencionar cómo fue mi primer intento de solu-
cionar el problema, ya que, pese a que me llevó a un callejón sin
salida. es una buena muestra de la reacción instintiva que ante una
dificultad puede tener una persona preocupada por la educación.
Demuestra además cuán difícil fue para mí captar la significación
de lo que se había aprendido de la experiencia con los gráficos.
Nuestro problema se parecía mucho al que nos habíamos encon-
trado durante nuestras primeras clases de Logo. Esta observación
nos llevó a un calleión sin salida por los motivos siguientes. La pri-
mera vez resolvimos el problema creando la tortuga, así que pen-
samos en resolver el segundo creando nuevas criaturas. Esto daría
a los niños más posibilidadesde elegir y les produciría mayor en-
tusiasmo. El resultado fue que nos pusimos a construir una serie
de nuevos objetos controlados por ordenador, el más significati-
vo de los cuales fue un gusano neumático y una marioneta de ma-
dera. Algunos de los niños y nosotros nos lo pasamos bien, pero
todo esto no venía al caso.
El verdadero problema era que yo seguía pensando en térmi-
nos de cómo «conseguir que los niños hagan algo». Esta es la ma-
nera instintiva de pensar de todo educador: ¿cómo conseguiré que
a los niños les gusten las matemáticas, que escriban de maravilla,
que les guste programar, que utilicen estrategias de razonamiento
de alto nivel? Me llevó mucho tiempo llegar a comprender, inclu-
so después de llenarme la boca de decirlo, que los gráficos en Logo
tenían éxito por el poder que daban a los niños, no por los resulta-
dos que obtenían con ellos. Dibujar era algo profundamente enrai-
zado en su cultura; con el ordenador tomaban algo que ya era suyo
y lo llevaban en otras (no digamos «mejores»)direcciones. El tra-
tar con imágenes sobre una pantalla ya formaba parte de su vida
y era importante para ellos; la tortuga gráfica les ofrecía nuevas ma-
neras de relacionarse con estas imágenes. La representación de con-
ductas mediante la programación de una tortuga cibernética no tenía
ninguna base en la vida de la mayoría de estos chicos.
Sin embargo, no podía dejar de sentir que la cibernética era un
mundo que gustaría mucho a los niños y del cual podrían sacar
mucho provecho. Aunque cuando llegó la solución era conceptual-
mente muy simple, vino despacio y fueron necesarios muchos años
para llevarla a cabo. Lo que había que hacer era dejar de intentar
atraer a los niños a mi mundo cibernético de tortugas y llevar la
cibernética a su mundo. Esta idea, que empezó a tomar forma a
mediados de los años ochenta, fue lo que me llevó a iniciar mi co-
laboración con Lego. A los niños les gusta construir cosas, pues
busquemos un buen juego de construcciones y añadámosle todo
lo necesario para hacer modelos cibernéticos. Deberían poder cons-
truir una tortuga con motores y sensores y disponer de los medios
para escribir u n programa en Logo para dirigirla; pero si preferían
. construir un dragón, un camión o una cama despertador. debe-
rían poder hacerlo también. Los únicos límites deberían ponerlos
su imaginación y sus destrezas técnicas. En los primeros experi-
mentos los motores y los sensores tenían que conectarse al orde-
nador a través de una caja de interfaz. Más recientemente hemos
sido capaces de construir ordenadores lo bastante pequeños como
para incorporarlos directamente a los modelos. La diferencia es sus-
tancial; ahora la inteligencia está realmente en el modelo y no es
un ordenador exterior. Además, ahora los modelos pueden ser real-
mente autónomos. Pueden ir muy lejos sin la limitación que su-
pone el cordón umbilical. Todo parece más real.
Sin embargo, el verdadero cambio en el desarrollo del Lego-Logo
en su camino hacia hacerse «real»en las vidas de los niños vendrá
cuando la actividad se desplace de la escuela a casa. Mirando al fu-
turo, estoy seguro de que los niños crecerán construyendo mode-
los cibernéticos con la misma facilidad que hoy construyen coches,
casas o trenes. Sólo entonces el pensamiento cibernético será parte
de su cultura.
Este hecho nos permite dar una respuesta a dos preguntas que
tanto padres como profesores plantean sobre el Lego-Logo: ¿Qué
aprenderán con eso? ¿Acaso no favorecerá a los niños frente a las
niñas? Para mí las respuestas a estas preguntas son totalmente dis-
tintas de lo que tienen en mente los que las plantean. La primera
pregunta tiene que ver con qué parte de los contenidos escolares
pueden aprender, pero para mí es mucho más importante la rela-
ción de los niños con la tecnología, su propia idea del aprendizaje,
el sentir su propio ego. Por lo que al problema del género se refie-
re, mis preocupaciones se orientan más hacia la influencia que a
largo plazo pueden tener las actividades computacionales sobre el
género que la influencia que éste puede tener sobre aquéllas. Por-
que el género no es principalmente una cuestión biológica, sino
un constructo social; y los cambios que anticipo en la vida de los
niños, seguro que de un modo u otro darán lugar a un constructo
diferente. Lo que sí pienso es que es importante que las mujeres
participen en la formación de la cultura informática del futuro.
Hechas estas observaciones con el objetivo de animar a la refle-
xión, paso a centrarme en un aspecto más inmediato, con un ejem-
plo de un aprendizaje muy específico con el Lego-Logo. Tarde o
temprano los estudiantes que construyen objetos con Lego necesi-
tan cambios de marcha. Su trabajo es un buen ejemplo de activi-
dades que están a caballo entre las ciencias y las matemáticas esco-
lares y un estilo alternativo aplicado a estas materias: en vez de
un estilo formal que utiliza reglas, un estilo concreto que utiliza
objetos.
Los motores del juego de construcciones giran a mucha veloci-
dad pero con un par de torsión muy bajo. Un coche construido
con estos motores directamente conectados a las ruedas será muy
rápido, pero tendrá tan poca potencia que la más pequeña cuesta
hará que se cale. La solución al problema de los coches de Lego
es la misma que adoptaron los diseñadores de coches de verdad:
los cambios de marcha. Sin embargo, a fin de utilizarlos con efec-
tividad, los niños deben llegar a comprender algo sobre la relación
de un cambio de marchas. Esto significa enfrentarse a conceptos
como el de fuerza, par de torsión (la medida física equivalente a
la «fuerza» de giro) y ventaja mecánica.
Un aspecto importante de estos conocimientos, que se halla en
el umbral de las posibilidades de aprendizaje de un niño, es su as-
pecto racional o relativo. Si un engranaje pequeño dirije un engra-
naje grande, este último girará lentamente pero con un par de tor-
sión grande. Es el tamaño relativo de los engranajes y no el absoluto
lo que cuenta. Pero muchos niños de esta edad, especialmente los
chicos, tienden a razonar como si sólo el tamaño de uno de los en-
granajes fuera importante, como si estuvieran siguiendo unas re-
glas como «los engranajes grandes son lentos y fuertes» y «los en-
granajes pequeños son rápidos y débiles». (Véase figura 15.) Sin una
noción de tamaño relativo, estas reglas fallan. Otros niños, espe-
cialmente las chicas, dan explicaciones menos articuladas y muy
gestuales. Se agitan y se retuercen mientras intentan explicar el pro-
blema y normalmente aciertan.
Los teóricos que entienden el desarrollo intelectual como la ad-
quisición paulatina de reglas cada vez más complejas, predicen que
los niños se encontrarán con un problema si las reglas que han cons-
truido no son todavía muy buenas. La idea del pensamiento con-
creto nos permite considerar una teoría diferente. Nuestras obser-
vaciones sugieren que los niños que acertaron no poseían unas reglas
mejores, sino una tendencia a ver las cosas en términos de relacio-
nes en vez de propiedades. Tenían acceso a un estilo de razona-
miento que les permitía imaginarse a sí mismos «dentro del siste-
ma». Utilizaron la relación con los engranajes como ayuda para
resolver el problema.
Tal vez este «razonamiento desde dentro» no sea el adecuado
para cualquier problema de engranajes, pero para el problema con
que se encontraron los niños en nuestro proyecto no sólo era ade-
cuado sino mucho menos propenso a los errores producidos por
un sistema de reglas demasiado simple. El pensamiento relacional,
concreto, nos pone en una situación de ventaja: no nos encontra-
mos ante un desastre si la regla no es correcta. Todo ello parece
indicar, aunque no podemos ir más allá de la mera especulación,
que aquí puede haber paquetes de conocimientos científicos de la
física que son más accesibles a las niñas que a los niños.
Definí bricolage como una manera de organizar el trabajo que
puede describirse como negociadora más que planificada de ante-
mano, lo que Warren McCulloch llamó «heterárquico»en contra-
posición a jerárquico. El ejemplo de los niños y los cambios de
marcha nos es útil para presentar otra característica propia de mu-
chos programadores bricoleurs, que Turkle y yo denominamos «pro-
ximalidad» o cercanía al objeto. Un programador como Kevin está
más cerca de sus objetos computacionales que uno como Jeff. Al
igual que los niños que «razonaron desde dentro» con los cambios
de marcha, Kevin se sitúa psicológicamente en el mismo espacio
NÚ@S

Una marcha muy rápida y muy poco potente Una marcha rápida y poco potente

Una marcha ráplda y poco potente Una marcha muy lenta y muy potente

FIGURA 15. Representación esquemática de un tren de engranajes entre un motor y las


ruedas de un vehículo.

que las tortugas de la pantalla. Percibe su nave espacial como algo


tangible, sensible y táctil. Allí está él, con los pequeños duendes,
jugando con ellos como objetos en un collage. Kevin habla sobre
estos objetos haciendo gestos con las manos y el cuerpo que nos
lo muestran moviéndose con ellos. Hablando sobre ellos, utiliza
expresiones como «me pongo aquí».
Escogí a Kevin, un chico, como ejemplo del «razonamiento des-
de dentro» a fin de evitar darle demasiada importancia a la corre-
lación entre género y conductas que, sin embargo, son más pro-
pias de las chicas. Sobre lo que quiero hacer hincapié es que la
relación entre género, tecnología y ciencia dura adquiere nuevas
dimensiones en un contexto en el que los niños pueden trabajar
en estrecha relación con objetos físicos y computacionales. Esto
le concede a la cibernética nuevos argumentos para proclamarse
como nueva materia capaz de abrir nuevos dominios intelectuales
para los niños.
Trataré ahora unos conceptos algo más complejos dentro del
mismo terreno de la cibernética. Consideremos, en primer lugar,
un experimento llevado a cabo por mi colega Mitchell Resnick uti-
lizando una versión de Logo que él denomina Logo (Star Logo)
que, entre otras cosas, permite trabajar con muchas tortugas a la
vez. En su tesis doctoral Resnick habla de un «equipo mental cen-
tralizado» que lleva a la gente a postular un agente activo en vez
de buscar las explicaciones como producto de una serie de interac-
ciones descentralizadas.
Dos estudiantes de enseñanza media que acababan de obtener
el carnet de conducir decidieron utilizar el Logo para representar
coches viajando por una autopista. Empezaron por crear unas cuan-
tas docenas de tortugas, cada una como representación de un co-
che, y luego escribieron un programa muy simple para cada coche.
El programa consistía en dos simples reglas. Si un coche percibía
la presencia de un coche enfrente, reducía su velocidad; en caso
contrario la aumentaba. Con un programa tan simple los estudiantes
no esperaban que pasaran muchas cosas, pero cuando lo pusieron
en marcha los coches se hallaron inmersos en un atasco muy rea-
lista. Los estudiantes se sorprendieron al ver surgir un patrón tan
complejo de algo tan simple como su programa. El programa era
un clarísimo ejemplo de autoorganización: los coches se agrupa-
ban para formar un patrón sin la mediación aparente de un con-
trol central. El atasco surgió de las interacciones entre los coches,
pero los estudiantes creían que tenía que haber una «causa».
Esta misma situación se produce en todas las áreas de la ciencia.
En biología las hormigas se organizan en filas para buscar comida;
los pájaros se organizan en bandadas para sus migraciones; en escalas
mayores de tiempo los genes se organizan en nuevas criaturas. Mere-
ce la pena mencionar que los estudiantes supieron apreciar la na-
turaleza autoorganizativa del atasco de tráfico sólo porque ellos ha-
bían escrito el programa. Si hubieran utilizado una simulación ya s

programada no habrían tenido manera de apreciar la elegancia y


la simplicidad de los programas encargados de producir el atasco.
Cuando los estudiantes empezaron a observar el atasco, se en-
contraron con una nueva sorpresa: el atasco se movía hacia atrás.
Esta conducta les parecía completamente antiintuitiva. ¿Cómo po-
día ser que el atasco se moviera hacia atrás si todos los coches atra-
pados en él se movían hacia adelante? Esta conducta subrayaba una
importante idea: las estructuras emergentes a menudo se compor-
tan de manera muy distinta a como lo hacen los elementos que
las componen. Esta idea vale no sólo para los atascos de tráfico,
sino también para muchos otros fenómenos como las ondas. El
concepto de onda es conocido por las dificultades de comprensión
que presenta entre los estudiantes. El principal motivo es porque
las ondas suelen explicarse en contextos poco motivadores (como
el movimiento ondulatorio de una cuerda) o a través de un com-
plejo formalismo matemático (una ecuación diferencial). El pro-
grama en Logo del atasco de tráfico constituía una introducción
mucho más significativa para este tipo de problemas, especialmen-
te porque los chicos acababan de conseguir su carnet de conducir.
Además, las ondas habían sido generadas mediante un sistema for-
mal tan accesible como un conjunto de simples programas de or-
denador. Por otra parte, ya que habían sido los propios estudiantes
quienes habían escrito los programas, fueron capaces de manipu-
larlos a fin de estudiar muchos otros fenómenos ondulatorios.
Estos ejemplos del atasco de tráfico y de los cambios de mar-
cha demuestran cómo las ideas cibernéticas pueden relacionarse
con conceptos propios de las ciencias físicas y biológicas tanto en
niveles elementales como avanzados. Así pues '
la cibernética po-
see una combinación de apropiabilidad y riqueza de conexiones
científicas. Además de sus conexiones con la ciencia clásica, la ci-
bernética mantiene una relación muy estrecha con otra moderna
área del conocimiento normalmente conocida como «teoría de sis-
temas» que, a su vez, está íntimamente relacionada con maneras
de pensar muy importantes en economía, ecología y el estudio de
la evolución. El mismo tipo de pensamiento que llevó de la pro-
gramación a la comprensión de un atasco de tráfico puede aplicar-
se con la misma facilidad a situaciones con otros tipos de objetos,
como por ejemplo, dos especies de animales -un depredador y
su presa- y una planta que sirve de alimento a una de estas espe-
cies. Con unas cuantas horas de trabaio un estudiante de enseñan-
za media puede organizar un micromundo con poblaciones de las
tres especies de seres vivos, especificando la cantidad de comida que
cada especie animal necesita por unidad de tiempo y la frecuencia
con que se reproducen y mueren.
N o quiero acabar sin hacer algunas observaciones sobre las im-
plicaciones que este tipo de trabajo puede tener para el concepto
de programación. Es un dicho muy repetido (y atribuido a lady
Lovelace en el siglo diecinueve *) que el ordenador hace exacta-
mente lo que se le dice, ni más ni menos. Sin embargo, pronto sur-
ge una profunda ambigüedad en esta afirmación si comparamos
las dos tortugas moviéndose alrededor de la caja que nos encontra-
mos anteriormente, la tortuga geométrica y la tortuga cibernética.
¿Están haciendo exactamente lo que se les «dice» que hagan? Si
«decir»significa escribirlo explícitamente en el programa, enton-
ces podemos decir que, efectivamente, a la tortuga geométrica se
le había «dicho» que se desplazara alrededor de la caja. Lo que se
le dijo a la tortuga cibernética, sin embargo, es muy distinto; de
hecho, es posible que sea necesario pensar un poco para saber si
su programa la hará moverse alrededor de la caja. Hav una distan- J

cia entre lo que se le dice y los aspectos de su conducta que intere-


san al programador. En otros casos la distancia entre programa y
resultados puede ser aún mayor. Un buen ejemplo conocido por
todos los que conocen bien él Logo es el del programa que dibuja
un círculo con las instrucciones REPEAT 360 [FORWARD 1
RIGHT 1]. ¿Se le dice a la tortuga que dibuje un círculo? Si con-
testamos que sí, deberemos admitir que es una manera un tanto
extraña de decirlo.
Más arriba establecí una distinción entre programación por es-
tima o por anteproyecto y programación emergente o de piloto.
En el próximo capítulo utilizaré los conceptos de programación
por anteproyecto y programación emergente para hablar de eco-
nomía y otras situaciones «sistémicas». Pienso que la experiencia
en el tipo de trabajo sobre el que hemos tratado en este capítulo
preparará a las mentes jóvenes para las cuestiones que trataremos
en el siguiente.

* Augusta Ada King, condesa de Lovelace (Londres 1815-1852), hija de lord Byron,
el famoso poeta, y criada por numerosos tutores, entre ellos el ilustre matemático Augustus
De Morgan, acabó por dedicarse a las matemáticas como colaboradora de Charles Bab-
bage, para cuyo prototipo de ordenador digital escribió un programa. Se la considera
como la pionera de la programación de ordenadores. [N. del T.]
¿Qué hacer?

Cuando uno se siente desanimado, como ocurre en ocasiones,


porque da la impresión de que la escuela se halla tan firmemente
implantada que no parece que vaya a cambiar nunca, es útil echar
una mirada a los más recientes cambios políticos que se han opera-
do en el mundo y que nadie creía que se fuesen a producir nunca.
Los acontecimientos que han tenido lugar en lo que antes cono-
cíamos como bloque soviético son los más dramáticos, aunque los
sucesos en Africa del Sur, Chile y América Central son de magni-
tud parecida.
Ver a las masas derribando el muro de Berlín, o a Nelson Man-
dela sentado en la mesa de negociaciones con Frederik de Klerk,
es un potente antídoto contra la tendencia a decir «no llegará nun-
ca». Sin embargo, el modo en que se han producido estos aconteci-
mientos nos produce euforia y a la vez tiene el efecto de devolver-
nos a la realidad. U n análisis más pormenorizado nos enseña
muchas cosas acerca de lo doloroso y difícil que resulta alterar una
gran estructura social estable y profundamente enraizada. Lo más
notable en estos casos es ver cómo el sistema se defiende a sí mis-
mo no queriendo reconocer la gravedad de los problemas y la ne-
cesidad de un cambio radical.
Mijaíl Gorbachov, cuyo nombre se ha convertido merecidamen-
te en uno de los emblemas del cambio, es también uno de los ejem-
plos más importantes de la historia de resistencia al cambio. Aun
cuando puso en marcha muchas reformas impensables hasta en-
tonces, siempre se mantuvo fiel a las ideas que constituían la base
del viejo sistema y no abandonó el Partido Comunista hasta que
vio su propio cargo amenazado. Su eslogan de la perestroika (cuyo
significado literal es «reestructuración») se convirtió en sinónimo
de una política que intenta reformar un sistema en crisis sin cues-
tionar las bases sobre las que se ha construido. Partiendo de esta
premisa, soy de la opinión de que todos los que hablan de «rees-
tructuración» en el campo de la educación incurren en el mismo
error, aunque muy pocos tienen el valor de llevar sus reformas tan
lejos como las llevó Gorbachov. En esos casos creo que, más que
de «reestructuración», deberíamos hablar de «retocar el sistema».
La analogía entre la perestroika y la reforma educativa sería útil
aun en el caso de que ésta no hiciera sino remarcar los aspectos
más generales del cambio y de la resistencia al mismo. Pero hay
más. Utilizando el lenguaje de la dinámica de sistemas que desa-
rrollamos anteriormente, los problemas tanto de la Unión Sovié-
tica como de la escuela pueden describirse en términos de un con-
flicto entre sistemas basados en la programación rígida y sistemas
basados en la programación emergente.
Uno de los principales argumentos en favor de la economía cen-
tralizada es que un sistema económico altamente planificado y rí-
gidamente programado necesariamente debe ser máseficiente que
un sistema que opera a través de una infinidad de decisiones indi-
viduales y faltas de coordinación. En la Unión Soviética esta filo-
sofía se tradujo en la creación de una vasta organización denomi-
nada Gosplan, cuya función era la de programar toda la economía
de la forma más rígida posible. El más mínimo detalle de cada
uno de los productos ya venía especificado en el plan maestro. Por
ejemplo, el plan establecía el número de clavos que deberían pro-
ducirse en toda la Unión Soviética, dónde deberían producirse y
el precio al que debían venderse. Los planificadores sabían la can-
tidad de clavos necesaria porque también conocían la cantidad de
productos que iban a producirse que necesitaban clavos. Lo que
vale para los clavos, vale para todo lo demás, de lo cual resulta (en
teoría) una economía racionalizada y ahorrativa; algo mucho más
sensato, se decía, que el caos de la economía de mercado capitalis-
ta donde Fulano, Mengano y Zutano podían decidir ponerse a pro-
ducir clavos o no.
Ya nos topamos con este mismo argumento en el caso del «mo-
delo catedral» para la educación. La construcción de una catedral
gótica (o cualquier edificio grande) es un proceso que necesita una
programación rígida. N o es posible que surja una catedral de una se-
rie de decisiones independientes de los trabajadores que colocan
un sillar encima de otro. Se precisa la intervención de un arquitec-
to que lo planifique todo. El modelo de la catedral en la educación
aplica el mismo principio a la construcción de estructuras de co-
nocimiento. El diseñador de los currículos asume el papel de un
«arquitecto del conocimiento» que especifica un plan, un progra-
ma rígido, para la colocación de los «ladrillos de conocimientos»
en la mente de los niños. Este argumento no es muy distinto del
enfoque del Gosplan en economía.
A lo largo de este libro he ido mostrando ejemplos concretos
y dando argumentos abstractos a fin de demostrar que la forma
de programación rígida propia del Gosplan o la catedral no es el
enfoque más apropiado que uno puede adoptar en educación. In-
directamente, nuestra comparación entre la programación por an-
teproyecto y la programación emergente constituía un argumento
en favor de esta postura, pues demostraba que incluso en las situa-
ciones físicas más simples, el argumento de las ventajas de la pro-
gramación por anteproyecto no es universalmente válido. Algo tan
simple como programar una tortuga para que se desplace alrede-
dor de una caja era fácilmente ejecutable utilizando el enfoque emer-
gente, pero muy difícil, si no imposible, adoptando el enfoque del
anteproyecto. El fracaso de la economía planificada del sistema so-
viético no hace más que añadir un botón más a nuestro muestra-
rio de ejemplos. Los ejemplos relevantes en los que el enfoque del
anteproyecto es esencial no son más que excepciones a la regla de
cómo debería llevarse a cabo un proyecto.
Uno no puede decir que el fracaso de la economía soviética sea
una prueba irrefutable de la imposibilidad de los sistemas basados
en la planificación, ya que la puesta en práctica de dicho sistema
estaba íntimamente relacionada con muchas otras políticas social-
mente destructivas. Sin embargo parece que ciertos defectos en el
sistema confirman que, después de todo, el argumento no es del
todo equivocado. Consideremos la siguiente representación esque-
mática de una situación que se había convertido en endémica.
La fábrica Ilyanova debía producir, de acuerdo con el plan,100
toneladas de clavos. El director tuvo la idea de producir unos cla-
vos un poco más grandes y 150 toneladas en vez de 100, así la fá-
brica se vería reconocida con el premio a la producción, aunque
nadie podía utilizar esos clavos tan grandes. Es irrelevante aquí pre-
guntarse si la actitud del director de la fábrica es fruto de buenas
o malas intenciones; lo absurdo del caso es que todas las fábricas
de clavos podían cumplir los objetivos del plan y, a la vez, generar
una escasez nacional de clavos.
Es evidente que en todos los sistemas hay personas que toman
decisiones fraudulentas o simplemente estúpidas. La diferencia en-
tre la economía planificada y la economía de mercado radica en
que la segunda deja la suficiente capacidad de maniobra para tapar
la brecha: si los fabricantes de clavos no producen de acuerdo con la
demanda, tarde o temprano llegará alguien que verá el negocio en
la instalación de una nueva fábrica de clavos. De este modo, la ini-
ciativa se halla distribuida por todo el sistema y lo mantiene en
funcionamiento a través de innumerables y pequeños bucles de re-
troalimentación que funcionan de acuerdo con los principios que
vimos en el capítulo anterior. Una característica propia de los sis-
temas basados en la programación emergente es que las desviacio-
nes inesperadas no provocan el derrumbamiento del sistema, sino
respuestas encaminadas a readaptar el sistema.
Con todo esto no quiero decir que vivamos en el más sensato
de los sistemas económicos, nada más lejos. Para muchas personas
la pobreza, los prejuicios y nuestras propias formas de burocracia
convierten el concepto de libre empresa en un chiste cruel. Inclu-
so los más poderosos económicamente encuentran límites a la ra-
cionalidad. La obsesión en Estados Unidos por los beneficios cua-
trimestrales en vez de mirar a la salud real de la empresa es un
elemento parecido al de juzgar el éxito contando clavos. Tampoco
quiero decir que el sistema soviético no ofreciera ninguna oportu-
nidad para llevar a cabo iniciativas sensatas; el hecho de que sobre-
viviera tanto tiempo indica que no siempre funcionaba de acuer-
do con su ideal de autodestrucción. Así pues, no estamos ante una
comparación entre blanco y negro.
Lo que sí quiero decir es que, mientras nuestro sistema econó-
mico, con todos sus defectos, está por encima del umbral de fun-
cionalidad, el suyo estaba por debajo y nuestro sistema educativo
está a la altura del viejo sistema económico soviético.
Vivimos con un sistema educativo que es tan irracional como
la economía planificada, y lo es fundamentalmente por los mis-
mos motivos. Carece de la capacidad de adaptarse a las necesida-
des locales, imprescindible para que todo sistema complejo fun-
cione en un entorno cambiante, y en un sistema como éste la
posibilidad de evolucionar es aún más importante.
El significado de mis palabras se verá mejor si analizamos las
propuestas de reforma educativa que son capaces de hacer un uso
adecuado del pensamiento sistémico. Un buen ejemplo es el plan
que, con el rimbombante título de «America 2000», presentó Geor-
ge Bush a fin de materializar su promesa de ser «el presidente de
la educación». Mi análisis no debe leerse como un ataque partidis-
ta en contra de Bush; los defectos, más o menos graves, son casi
universales en el pensamiento educativo contemporáneo.
El plan de Bush tenía un parecido extraordinario con el estilo
soviético de «resolver» los problemas por decreto. Bush prometió
que a finales de este siglo, los estudiantes estadounidenses serían
los mejores del mundo. El eje fundamental de su propuesta era el
de instituir un sistema estatal de exámenes. Así, creía, los estadou-
nidenses ya no tendrían que sentirse avergonzados al leer que sus
hijos ocupaban el decimoséptimo lugar en la clasificación mun-
dial de conocimientos científicos, ni que preguntarse cuánto ha-
bía de verdad en las declaraciones de un político japonés, que en
1992 afirmó que los trabajadores estadounidenses eran unos vagos
y unos ignorantes. Así habría un punto de referencia para calibrar
la productividad de las escuelas, igual que la propaganda soviética
podía referirse a su producción nacional de clavos.
La definición del éxito educativo en términos de las notas de
un examen no es distinto de contar clavos fabricados en vez
de clavos utilizados. En el plan de Bush no había ni el más peque-
ño intento de hallar una respuesta al porqué de lo desastroso de
la situación, estudiando los mecanismos subyacentes. Sus remedios
eran los que una mente burocrática propone como solución a cual-
quier problema: nuevas ordenanzas y mayor control. Los malos
resultados pueden deberse simplemente al hecho de que la gente
es muy vaga y un buen sistema de control los pondrá en cintura.
Podemos aprender mucho más observando a María, la niña que
puso una luz intermitente en su casita de Lego. Ella era un ejem-
plo típico de los que contribuyen a la mala clasificación de los
EE.UU. en las encuestas internacionales. Seguramente todavía lo
es: es muy poco probable que su experiencia aislada con el Lego-
Logo haya logrado algo más allá que el darle algunos indicios de
cómo puede desarrollar un gusto propio y un sentido intuitivo
de todo lo que es científico y tecnológico. Es posible que la expe-
riencia llegue a ser el germen de un desarrollo futuro, pero aun-
que así fuera, dudo mucho que el cambio dé como resultado una
clasificación mejor en una encuesta nacional sobre conocimientos
científicos. En cualquier caso, todo lo bueno que haya podido te-
ner la experiencia tiene poco que ver con esa encuesta; sí tiene que
ver, en cambio, con la oportunidad única de desarrollar una salu-
dable relación personal con la ciencia.
N o cabe duda de que los exámenes que Bush tenía en mente
no habrían ejercido más que una influencia negativa sobre María.
Hay por lo menos tres cosas que habrían contribuido a ello. El
nerviosismo ante los exámenes de unas materias que le son ajenas
es la mejor manera de borrar cualquier atisbo de interés que María
pudiese haber tenido por la ciencia. A un nivel sustantivo, los exá-
menes no harían más que reforzar en ella una imagen equivocada
y desagradable de la ciencia como una lista de hechos que es preci-
so memorizar como en un ritual. Además, María no sería la única
afectada por el nerviosismo del examen: ese mismo nerviosismo
haría que el profesor se concentrara más en los aspectos de la cien-
cia que forman parte del examen.
Lo que sí llevaría a María y a muchos millones como ella a acer-
carse a la ciencia sería el ofrecerles más oportunidades de apropiarse
de ella de manera más personal. A medida que esas oportunidades
se van desarrollando, sería útil desarrollar también mecanismos que
permitieran a los estudiantes, los padres y los profesores hacerse
una idea de los progresos que han logrado. Podríamos llamarlo «eva-
luación», pero las connotaciones de esta palabra son tan negativas
que sería mejor inventar una nueva. Se llame como se llame, este
mecanismo de retroalimentación debe nacer de los nuevos enfo-
ques del aprendizaje y no establecerse de antemano. U n sistema
de evaluación basado en los viejos modelos de aprendizaje no hará
más que reforzar esos modelos e inhibir el desarrollo de los nuevos.
Supongamos por un momento (ya que no tiene sentido pensar
en reformar la educación si no esperamos tener éxito) que los Es-
tados Unidos tomaran la delantera en el desarrollo de un enfoque
de la enseñanza de las ciencias basado en el pensamiento sistémi-
co, o en la puesta en marcha de mecanismos que permitan a los
niños involucrarse en aquellas ramas de la ciencia tradicional que
ellos han seleccionado. Supongamos también, como parece lógi-
co, que uno o dos países fuesen capaces de acompañarnos en esta
posición puntera, con el resto de los países rezagados y convenci-
dos de la validez de los viejos métodos. En estas condiciones nues-
tros hijos seguirían obteniendo resultados negativos en las encues-
tas internacionales pasadas de moda: si el sistema de evaluación es
obsoleto o el mismo que los demás países del mundo, ello frenaría
nuestro avance hasta situarnos al mismo nivel de evolución que
los demás. De hecho, esto puede querer decir no avanzar nada, ya
que el cambio debe alcanzar proporciones críticas para producir
se. La única manera de ser el primero, por tanto, no es esperar a
que los demás te alcancen, sino tomar la delantera y correr en una
nueva dirección.
Con ello no quiero negar la necesidad de un sistema de indica-
dores que informen de cómo van las cosas. El problema del plan
de Bush es que el examen no forma parte de un mecanismo de
autorregulación. Considérese, por ejemplo, la tortuga que busca
la luz. Utilizaba el principio de la retroalimentación negativa que,
por su naturaleza, comporta la existencia de algún indicador del
grado de desviación de un determinado umbral. De hecho, la idea
clave de la programación emergente en el diseño de la tortuga era
seleccionar el indicador adecuado. En el diseño analizado en el texto
se rechazaba explícitamente el indicador más obvio de la distancia
real a la luz, en favor del menos «exacto» de la desviación hacia
la izquierda o la derecha. Este indicador no era capaz de establecer
cuánto se había progresado, pero marcaba la dirección en que se
podía seguir progresando. De la misma manera, cualquier profe-
sor que observe a María dispondrá de un indicador parecido y po-
drá utilizarlo de una manera más provechosa que simplemente como
indicador de cuántas ciencias ha aprendido la alumna. El profe-
sor verá que María ha empezado a participar de un aspecto de-
terminado del trabajo tecnológico y podrá concluir que se la debe
animar a que siga en esa dirección. De hecho, la propia María
puede sacar esa conclusión. El defecto no estaba en la falta de in-
dicadores que marcaran las direcciones que se han de seguir, sino
en el hecho de que la escuela definía una dirección y María tu-
vo que seguirla a la fuerza. Después de su experiencia única, tuvo
que volver al trabajo despersonalizado con los viejos contenidos.
De forma parecida, en el caso de la fábrica de clavos, tanto el
sistema de control de producción como el mercado utilizan un in-
dicador de la producción de clavos, un examen. En el primer caso
se midió la conformidad con el plan, y ya hemos visto cuáles fue-
ron los resultados en una situación que no es tan aberrante como
parece. En el segundo caso el examen es el precio de los clavos,
que ante la escasez responde con una subida y anima así a las em-
presas a producir más clavos o a los empresarios a introducirse en
el negocio de la fabricación de clavos.
En resumen, pensar en los exámenes nos permite ver el verda-
dero problema de nuestro sistema educativo: la falta de flexibili-
dad para reaccionar de forma sensata ante lo que pueden revelar
exámenes más apropiados. El problema radica en la excesiva uni-
formidad de la escuela.
De nuevo, el plan de la administración Bush nos da pistas so-
bre cómo no debemos abordar el problema. Bush y sus consejeros
estaban comprometidos con la defensa del capitalismo y la libre
empresa, así que no debe sorprendernos que su plan estuviera pla-
gado de referencias a la libertad de elegir, la competitividad y la
libertad de iniciativa. Pero su compromiso más fuerte estaba en
el mantenimiento del statu quo, fuera el que fuera. Así, su discurso
sobre la libertad de elegir no fue más allá del famoso eslogan pu-
blicitario de Henry Ford sobre su Modelo T: puede usted com-
prarlo del color que quiera, siempre y cuando sea negro. Su
compromiso con la jerarquía -en la organización, la epistemolo-
gía y las relaciones sociales- tampoco les dejó ver la posibilidad
de llevar a cabo un cambio en la educación. Y, sin embargo, el cues-
tionar la jerarquía es un aspecto fundamental en el cambio edu-
cativo.
La ceguera de Bush ante los verdaderos problemas quedó pa-
tente en su propuesta de otorgar una ayuda de un millón de dóla-
res a cada distrito electoral con el fin de fomentar el desarrollo de
escuelas experimentales. A primera vista esto puede parecer un in-
tento de promocionar la diversidad, pero es fácil predecir que las
escuelas elegidas habrían sido del gusto del poder educativo y, en
cualquier caso, la financiación nunca habría sido suficiente para
poner en marcha algo realmente nuevo.
Una variante del plan, mucho más barata y con muchas más
posibilidades de funcionar, sería la de hacer un concurso para se-
leccionar cincuenta propuestas de escuela experimental y otorgar-
le a cada proyecto esa ayuda de un millón de dólares; el comité
de selección sólo debería tener como objetivo el de fomentar la
diversidad. Puesto que ese comité estaría dominado inevitablemente
por miembros fieles al poder educativo, es de esperar que las pri-
meras diez o veinte propuestas seleccionadas fueran variantes de
la escuela tradicional. Pero mucho antes de llegar a las cincuenta,
el comité no podría sino tener en cuenta propuestas realmente di-
ferentes. Esta variante del plan, sin embargo, no es más que un ejem-
plo que me permite descubrir los puntos flacos del plan de Bush.
Dista mucho de lo que considero ideal para el megacambio educa-
tivo. Éste, para ser efectivo, tiene que empezar mucho más abajo.

A fin de crearnos una imagen concreta del cambio, imagine-


mos una profesora de escuela primaria, llamémosla Marta; Marta
lee este libro y decide que le gustaría seguir el ejemplo de Thelma
en su clase. Su primer problema es obtener el equipo necesario.
Hace diez años esto habría sido un problema financiero serio. En
el caso de Thelma ya existía un programa para proporcionar orde-
nadores a profesores participativos; otros profesores pedían becas,
intentaban convencer a la administración o apelaban a los padres.
Sin embargo, para Marta la «respuesta inmunológica» de la escuela
ha creado un tipo diferente de problema. A ella le es difícil obte-
ner ordenadores porque su escuela ya ha invertido mucho dinero
en ellos y los está utilizando con otros fines: quizá para mecánicos
ejercicios prácticos y para hacer «alfabetización informática».
Supongamos ahora que Marta ha resuelto el problema del equipo
y está lista para ponerse en acción. Se encuentra entonces con otro
problema, el de adquirir una cultura informática suficiente como
para sentirse segura ante sus estudiantes. Muchos profesores de la
generación de Thelma participaron en programas cuyo objetivo
no era solamente el de proporcionarles conocimientos técnicos sobre
los ordenadores, sino que pretendían hacerlo con el espíritu maté-
tico de reproducir la situación de trabajo en el aula. Marta no lo
tiene tan fácil; tendrá problemas para encontrar un programa ade-
cuado. Si lo encuentra, tendrá problemas para convencer a la ad-
ministración de su escuela a fin de que le conceda el permiso para
poder participar. Es muy posible que se le haga notar que la pro-
pia escuela, o quizá la empresa informática que le proporciona los
ordenadores, ofrece seminarios sobre cómo «utilizar los ordena-
dores». En unas pocas sesiones vespertinas los profesores reciben
los rudimentos de la alfabetización informática. ¿Quién necesita
un curso de tres semanas? Además, en la escuela ya hay un profe-
sor de informática. Pero incluso en el caso de que Marta consiga
llevar adelante su esperanza de que sus alumnos lleguen a apren-
der matemáticas de un modo distinto, todavía se encontrará con
un nuevo obstáculo. Se le dirá que la escuela ya ha decidido cómo
tienen que aprender matemáticas los niños, que se sigue el méto-
do de la editorial XYZ, que en el distrito hay un coordinador de
matemáticas con quien resolver los problemas y que no es asunto
suyo el poner en marcha iniciativas individuales.
Créanme, todo esto no es más que una pequeña muestra de los
problemas con que se encontrará Marta al intentar llevar a cabo
su iniciativa. Lo más sorprendente es que muchos como Marta con-
seguirán, a pesar de todo, introducir nuevos métodos en sus clases,
aunque a costa de malgastar muchas de las energías que poseen
los profesores concienciados en la lucha con el sistema. El proble-
ma de canalizar estas energías hacia objetivos más provechosos es
el asunto central de la pregunta que da título a este capítulo: ¿Qué
hacer? Evidentemente, no voy a dar aquí una respuesta en térmi-
nos de anteproyecto, ya que ni creo que sólo haya una ni acepto
la idea de convertirme en proveedor (un «gurú») de los consumi-
dores de planes de cambios. Lo que intentaré hacer será ponerme,
en la medida de lo posible, en el lugar de Marta e intentaré diseñar
un plan concreto, como haría la propia Marta.
Marta debe haber llegado a la conclusión de que seguramente
existen mejores maneras de llevar su plan adelante que ir sortean-
do obstáculos uno a uno. Mientras siga siendo un individuo aislado
en una escuela de cuarenta profesores y tres administradores, estos
problemas surgirán una y otra vez. Está convencida de no flaquear
si no hay otro remedio que seguir así, pero ha decidido buscar un
enfoque más en el espíritu sistémico. Buscando modelos, encuen-
tra tres. U n primer enfoque, con el Proyecto Mindstorm como mo-
delo, consiste en «reconvertir» la escuela, no necesariamente de
acuerdo con sus propias ideas, pero lo bastante como para tener
la capacidad de maniobra mínima para poner en marcha el pro-
yecto en que cree. U n segundo enfoque, basado en el modelo del
programa informático de Costa Rica, consiste en crear una comu-
nidad que rebase los límites de la escuela. Finalmente, un tercer
enfoque, sobre el que me concentraré aquí, es el del modelo de
«la pequeña escuela», nombre que proviene de la tradición danesa
de financiar con fondos públicos a grupos de ciudadanos que de-
muestran fehacientemente su capacidad para poner en funciona-
miento lo que en los Estados Unidos se conoce como escuela al-
ternativa.
Marta ha leído mucho sobre estas pequeñas escuelas danesas,
pero tiene algunos buenos ejemplos mucho más cerca. En 1968
la ciudad de Nueva York llevó a cabo un programa de descentrali-
zación del sistema escolar, estableciendo una serie de distritos es-
colares con un alto grado de autonomía para controlar las escuelas
primarias y secundarias en su territorio. La descentralización fue
sobre todo «formal» y no dio lugar a ninguno de los beneficios
que se hubieran generado por la ruptura definitiva con una orga-
nización centralizada, ya que había sido concebida fundamental-
mente como una reorganización del sistema burocrático centrali-
zado: los distritos no se veían a sí mismos como un desafío a la
autoridad central; más bien se veían como nuevas autoridades cen-
trales sobre sus propios territorios. Más recientemente, algunos de
estos distritos han adoptado una política que se encamina con ma-
yor claridad hacia una verdadera descentralización. Se ha estable-
cido un procedimiento mediante el cual un grupo de profesores,
generalmente entre seis y diez, puede presentar una propuesta para
crear una nueva escuela con su propia política educativa dentro de
unas líneas marcadas por un comité educativo del distrito.
Las pequeñas escuelas siguen sin ser un ejemplo de megacam-
bio. Pero Marta no busca los medios para provocar directamente
un megacambio. Ve que el desarrollo de un entorno educativo que
ha sufrido un megacambio será un proceso social que avanzará len-
tamente de forma orgánica, que comportará la aparición de una nue-
va cultura del aprendizaje, con su bibliografía, sus chistes, sus
nuevas maneras de pensar sobre lo que debe aprenderse y como
una cultura, en suma, con mucho más de lo que Marta y un puña-
do de colegas pueden conseguir por sí solos. El problema que Marta
intenta resolver se halla en un nivel distinto que el de la consecu-
ción de un megacambio: ella no busca una manera de inventar el
megacambio, sino de participar en su aparición. Está buscando el
modo de llevar una vida satisfactoria como profesora y, dada su
personalidad, ello comporta ser parte activa en el desarrollo de nue-
vas maneras de aprender.
Al presentar el caso de Costa Rica, noté cómo el Logo se había
convertido en el medio para lo que Bell Hooks, escribiendo sobre
una situación similar en la experiencia de mujeres afroamericanas,
denominó recuperar la identidad. El trabajar con ordenadores se
convirtió en un medio por el cual los habitantes de un pequeño
país «subdesarrollado» pudieron reivindicar las herramientas del
futuro; fue un medio a través del cual los profesores pudieron re-
chazar esa definición de su profesión como incapaz de enfrentarse
a todo lo que es complejo, moderno y técnico; y también fue el
medio por el cual las mujeres pudieron demostrarse a sí mismas
y a los demás que la tecnología no es algo que sólo los hombres
pueden poseer. En los Estados Unidos he visto a las mujeres utili-
zar el Logo con un espíritu parecido. H e visto a niños en clases
de «educación especial» utilizarlo con el espíritu militante de afir-
mar su identidad, en contra de la decisión de la escuela de tachar-
los de incompetentes. Cada uno de estos ejemplos son muestras
de cómo una pequeña escuela creada con un espíritu militante puede
movilizar a la tecnología como afirmación de la propia identidad.
Al analizar los estilos cognitivos observé como los bricoleurs
eran capaces de recuperar un tipo especial de identidad para el que
no tenían nombre: la identidad epistemológica, que habían llega-
do a creer inferior y que ahora percibían como una fuente de po-
der y energía intelectuales. Es relevante observar que, mientras mu-
chas escuelas alternativas se definen en relación a un área de interés
como el arte, la literatura o las ciencias, muy pocas se definen ex-
plícitamente en términos de una preferencia epistemológica.
El caso más parecido que conozco es el de la escuela afrocéntri-
ca. Aunque en este caso hay mucho más que una epistemología;
hay un conjunto de valores, un sentimiento de identidad étnica
y quizá un posicionamiento político. Pero el caso más cercano para
mí es la Paige Academy de Boston, que añade nuevas dimensiones
por sus conexiones con la comunidad.
Podría seguir poniendo ejemplos, pero creo que es suficiente
para dejar claro que las pequeñas escuelas pueden desarrollar un
sentimiento de identidad más profundo y consciente. Todo cuan-
to he dicho en este libro converge en la idea de que todo ello con-
tribuirá a la creación de entornos intelectuales más ricos, en cuyo
seno se desarrollarán alumnos, profesores y nuevas ideas sobre el
aprendizaje. Sólo en un entorno ecológico en el que se produzcan
mutaciones e hibridaciones de maneras de aprender será posible
que surja una verdadera cultura matética nueva. Como nos enseña
Darwin, los dos conceptos fundamentales de la evolución biológi-
ca son los procesos de variación y de evolución. Aunque hoy sabe-
mos que el proceso es mucho más complejo de lo que Darwin ima-
ginó, la base de la evolución biológica sigue siendo la posibilidad
de que haya variación. Veo en las escuelas pequeñas el camino más
claro, y quizá esencial, para producir la variación necesaria de cara
a la evolución.
Es posible que el poder educativo esté de acuerdo con la necesi-
dad de variación, pero buscará otras fuentes que la generen. Por
ejemplo, muchos investigadores (llamémosles investigadores rigu-
rosos) dirían que el mejor lugar para encontrar la variación es el
laboratorio. De acuerdo con su modelo, los investigadores deben
desarrollar una cantidad de buenas ideas y, una vez evaluadas y se-
leccionada la mejor, ésta última puede sembrarse en todas las es-
cuelas.
Para mí eso no es más que Gosplan con disfraz educativo. Ima-
gínese que usted ha inventado un nuevo electrodoméstico de coci-
na y que además puede demostrar que más de diez millones de
personas lo comprarían. Seguro que le lloverían las ofertas para
comprarle la patente. Su aparato no tardaría mucho en estar dis-
ponible en las tiendas. Imagínese ahora que ha tenido una buena
idea sobre la educación y que ésta le resulta atractiva a veinte o
treinta millones de personas, a una de cada cinco en cada distrito
del país. Aunque en muchas áreas de la economía esto representa
una porción del mercado más allá de los sueños de muchos em-
presarios es muy posible que no sea suficiente ni para realizar una
«venta» a un comité educativo.
Esta situación tan ridícula donde oferta y demanda no se pue-
den encontrar es fruto de ese compromiso que tiene la escuela con
la uniformidad. En la mayoría de los países la uniformidad se esta-
blece a nivel nacional: el ministerio de educación es el que tiene
que decidir si acepta una nueva idea. En los Estados Unidos tene-
mos un sistema descentralizado que permite a cada ciudad tomar
sus propias decisiones. Esto facilita la generación de ciertas formas
de variedad: generalmente, sistemas más adecuados para el tejido
social de cada ciudad. Sin embargo, la variedad en cuestiones fun-
damentales para la educación puede verse frenada por acción de
la mayoría tanto a nivel escolar como a nivel municipal o na-
cional. La importancia del concepto de la escuela pequeña radica
en el hecho de que ésta es un medio muy poderoso, el más pode-
roso quizá, para que operen los principios de variación y selección.
El investigador riguroso pondrá muchas objeciones al tono po-
pulista de mis palabras. Es lícito que la gente compre menaje de
cocina de acuerdo con sus gustos y caprichos, pero la educación
es algo muy serio. Todo niño merece lo mejor y la ciencia debe
utilizarse para determinar qué es lo mejor y entonces poner esos
nuevos métodos ai alcance de todos. Las decisiones individuales
no son apropiadas.
Esta objeción se basa en un supuesto que es fundamental para
el modelo tecnicista de la educación: hay procedimientos que son
mejores y hay que hacer que la gente los aplique. Pero aun en el
caso de que existiera «el mejor de los métodos» para aprender, se-
guirá siendo el mejor, o medianamente bueno, sólo si las personas
(profesores, padres y alumnos) creen en él. El burócrata cree que
puede hacer que las personas crean en algo por el mero hecho de
dictar normas. Esta creencia encuentra apoyo en las tesis raciona-
listas que sostienen que se puede hacer que las personas crean en
algo presentándoles argumentos convincentes. Pero, ¿qué pasa si
uno no puede? ¿Qué pasa si los profesores, los padres e incluso los
niños insisten en tener ideas diferentes? Entonces sólo nos queda
la alternativa de imponer o de buscar el común denominador de
aquello que todos creen. De hecho, si no fuera por la acción de pro-
fesores como Marta, la escuela haría ambas cosas, y con frecuencia
lo hace a pesar de las Martas.
Una de las principales características de la escuela pequeña es
que permite actuar en conjunto a personas (padres, profesores y
niños) con unas ideas parecidas sobre la base de sus propias creen-
cias. En lugar de imponer una manera de pensar sobre los demás,
ofrece a personas con un ideario común la oportunidad de reunir-
se. Creo que esto tiene sentido incluso desde el punto de vista del
investigador riguroso, que debería ser capaz de ver que la pequeña
escuela es el mejor laboratorio para desarrollar nuevos métodos de
aprendizaje. Y esto es cierto sobre todo en lo que respecta a un
elemento fundamental para los niños en el aprendizaje, al cual ape-
nas hemos dedicado nuestra atención: los padres.

Si Marta y su equipo pretenden realmente explorar nuevos mé-


todos, es muy posible que entren en terrenos que pueden ser con-
trarios a cómo conciben los padres el aprendizaje. Ello puede
minar la efectividad de la pequeña escuela; pero si los padres com-
prenden lo que se está haciendo en la escuela, la discusión abierta
de estos temas en casa puede ser un apoyo fundamental. Así pues,
la coincidencia de pareceres entre la escuela y los padres es un fac-
tor esencial para el desarrollo de la primera.
Un buen ejemplo del efecto negativo que puede tener la reac-
ción de los padres lo hallamos en el caso del movimiento de la «ma-
temática moderna», que se inició en los años sesenta. El lanzamiento
del primer satélite espacial por parte de la URSS provocó una si-
tuación de pánico ante la presunta superioridad de los soviéticos
en ciencia y tecnología, lo cual precipitó la puesta en marcha de
una reforma educativa en los EE.UU. basada en los contenidos,
que se extendió a todo el mundo. Uno de los elementos principa-
les de esta reforma era un nuevo enfoque en la enseñanza de las
matemáticas en la escuela primaria. Se crearon equipos de mate-
máticos, profesores y psicólogos con el fin de desarrollar el nuevo
enfoque. Por influencia de los matemáticos se convino (correcta-
mente) que la enseñanza tradicional hacía demasiado hincapié en
métodos memorísticos, y se argumentó que lo que había que ha-
cer era enseñar a los niños la «lógica»que subyace al pensamiento
matemático. Este argumento estaba plagado de defectos, el peor
de los cuales era que el público en general, incluida la mayoría de
los padres, no comprendía esta matemática moderna y sentía muy
poca simpatía por ella. Muchos padres respondieron ridiculizan-
do lo que veían que hacían sus hijos, la cual no es la mejor manera
de fomentar el aprendizaje. Pero incluso cuando los padres no se
reían de lo que hacían sus hijos, su incomprensión no hacía más
que alimentar el sentimiento de sus hijos de que era normal no
comprender las matemáticas: sus padresno las comprendían e in-
cluso algunos se enorgullecían de ello.
La importancia de las reacciones de los padres frente a las mate-
máticas subraya la complejidad y la delicadeza de la faceta social
y cultural del cambio educativo. También pone de relieve el aban-
dono que estas cuestiones han sufrido por parte de los educadores:
el movimiento de la matemática moderna no sólo no supo con-
vencer a los padres, sino que los responsables del movimiento ni
siquiera lo consideraron un factor importante. En las reuniones
dedicadas al diseño de los nuevos contenidos se prestó mucha aten-
ción a las opiniones de los matemáticos sobre lo que son «buenas
matemáticas», así como a las opiniones de los psicólogos acerca
de lo que los niños pueden aprender. En esas reuniones se prestó
muy poca atención a los aspectos culturales del aprendizaje; no se
tuvo en cuenta la relación entre la vieja matemática o la nueva ma-
temática y la cultura dominante.
Si lo hubieran hecho, se habría producido toda una serie de con-
secuencias. Como mínimo, se habría hecho mayor hincapié en ayu-
dar a los padres a comprender lo que se estaba haciendo. Es difícil
predecir lo que habría ocurrido en este caso. Seguro que la respuesta
frente al nuevo enfoque habría sido un poco más entusiasta. Aun-
que, desde mi punto de vista, no lo habría sido mucho, ya que el
conflicto entre la cultura y la matemática moderna era demasiado
fúerte como para superarlo con unas buenas relaciones públicas.
Una consecuencia más significativa podría haber sido que los in-
novadores llegaran a comprender la necesidad de rediseñar los con-
tenidos a fin de obtener una mayor aceptación. El caso de la mate-
mática moderna contiene una importante moraleja para Marta y
para los que intentan ayudarla en la consecución de sus objetivos:
el diseño de un entorno educativo debe tener en cuenta también el
entorno cultural y su puesta en práctica debe ir acompañada de
un serio esfuerzo por involucrar a los grupos sociales para los que
ha sido pensado.
N o creo que ninguna reforma en la enseñanza de las matemáti-
cas hubiera tenido éxito en los años sesenta. Afortunadamente, Mar-
ta vive en un tiempo en el que numerosos factores contribuyen
a la creación de ricas oportunidades para el desarrollo de entornos
de aprendizaje más en sintonía con la cultura. Puede ser instructi-
vo considerar algunas maneras de enfocar las matemáticas en el seno
de las pequeñas escuelas y que pueden ser un modelo para Marta.
Uno nunca debe cansarse de repetir lo obvio: incluso cuando
nada ha cambiado, el solo hecho de ser una pequeña escuela pue-
de ser una diferencia decisiva si genera un proceso de autoselec-
ción de los padres que están de acuerdo con su filosofía. En este
caso en vez de luchar contra unos padres escépticos y desconfia-
dos, la escuela se beneficiará del compromiso que los padres ad-
quieren al elegir su escuela. Incluso en los tiempos del movimien-
to de la matemática moderna una escuela alternativa podría haber
sacado algunas ventajas de este factor -de hecho, algunas lo hicie-
ron- a fin de crear un ambiente intelectual mejor. Pero hoy una
pequeña escuela puede llevar esta ventaja aún más lejos. La inno-
vación que trajo la matemática moderna estaba demasiado aislada.
Se limitaba solamente a las matemáticas con muy pocos contactos
con las demás ciencias; resultaba atractiva para un número dema-
siado reducido de personas.
La construcción de una nueva manera de enfocar las matemáti-
cas a partir de los ordenadores puede dar a la pequeña escuela la
oportunidad de romper su aislamiento. Independientemente de su
«verdadero» valor educativo, asociar las matemáticas a los ordena-
dores tiene muchas más posibilidades de provocar una respuesta
positiva que asociarlas a algo tan desconocido y casi esotérico como
la «teoría de conjuntos». Un padre reaccionará mucho mejor ante
un hijo que llega a casa diciendo «he hecho matemáticas con un
ordenador» que ante uno que dice «he hecho matemáticas con teoría
de conjuntos». Hay que saber explotar esta aceptación: hay mu-
chas actividades superficiales que se nos presentan disfrazadas de
«aprender con ordenadores». Sin embargo, el hecho de que mu-
chos métodos educativos mediocres se nos presentan vestidos con
el disfraz computacional no debe ocultar el hecho de que una ac-
titud favorable a que los niños aprendan acerca de ordenadores debe
poder utilizarse para que los padres comprendan qué tareas educa-
tivas son sensatas. Los padres siempre están dispuestos a escuchar.
Y también tienen una predisposición a creer que aprender acerca
de ordenadores favorece el aprendizaje de las matemáticas, ya que
el hecho de que los ordenadores son «matemáticos»es algo que for-
ma parte de la cultura popular. Es muy posible que la gente no
tenga muy claro qué quiere decir eso, pero es suficiente para esta-
blecer una actitud positiva para con las matemáticas a través de su
relación con los ordenadores.
Este nuevo tratamiento del aprendizaje de las matemáticas con
medios computacionales también reduce el aislamiento, porque,
como ya he demostrado en este libro, las matemáticas se relacio-
nan de este modo con otros dominios de interés que los padres
pueden comprender mejor y encontrar más interesantes. Aquí de-
bemos incluir materias como la danza, la robótica, la literatura,
las ciencias sociales; pero, lo que es más importante, debemos in-
cluir actitudes epistemológicas que pueden resultar atractivas para
los padres a través de relaciones con el feminismo, el afrocentris-
mo (u otros tipos de multiculturalismo) o la ecología. Existe, pues,
una base para que la pequeña escuela intente entablar un diálogo
con los padres en distintas sintonías.
Está claro que de las posibilidades de entablar un diálogo a en-
tablarlo de forma efectiva hay un paso. N o quiero decir que sea
fácil ni que yo sepa cómo debe hacerse. Sólo quiero decir que se
ha presentado una nueva oportunidad para movilizar a toda una
serie de gente en pos del cambio educativo. Y, a mi modo de ver,
está claro que una pequeña escuela dinámica, basada en una acti-
tud positiva para con las diversas conexiones, se halla en una posi-
ción mucho mejor para llevarlo a cabo que la vieja y patosa escuela.
Otra posible contribución a la presencia de un entorno más fa-
vorable para las diversas iniciativas capaces de crear nuevos contex-
tos de aprendizaje puede venir del mundo de las telecomunicacio-
nes. Incluso en el caso de que hubiera muchas más pequeñas escuelas
de las que hay, e incluso si fueran más osadas y más variadas, nun-
ca serían capaces de crear una ecología evolutiva si no formaran
parte de un sistema interactivo. El desarrollo de unas mejores tec-
nologías de la comunicación puede contribuir mucho a la trans-
formación del sistema escolar planificado en un sistema de ini-
ciativas.
Las nuevas tecnologías de la comunicación también son una res-
puesta a lo que algunos lectores pueden haber visto como una ob-
jeción al concepto de pequeña escuela. Parecen marcadamente ais-
lacionistas fomento
, de la ya de por sí excesiva balcanización que
caracteriza a las comunidades de hoy. Pero imaginemos la posibili-
dad de visitar una escuela electrónicamente, a través de la realidad
virtual, como imaginé anteriormente a Jennifer viendo jirafas en
África. Imaginemos escuelas de todo el mundo colaborando en pro-
yectos. Tales imágenes prometen la oportunidad de establecer con-
tactos entre escuelas que van mucho más allá de cualquier cosa que
hayamos conocido en el pasado. Ya no es necesario reunir a varios
miles de niños en un edificio y bajo una sola administración para
que éstos desarrollen un sentimiento de comunidad.
Esto significa que, con el tiempo, la función de las pequeñas
escuelas también cambiará. Las escuelas grandes son demasiado tor-
pes para maniobrar en las turbulentas aguas del megacambio. Mi
visión no es incoherente con una situación en la que el movimien-
to de las pequeñas escuelas atrae a un 10 por ciento de los niños,
cumple su función de avanzar hacia nuevas maneras de aprender
y termina su existencia cuando ha cumplido su función como ex-
perimento y como catalizador. Sin embargo, no creo que ésta sea
una situación verosímil, porque, a largo plazo, es muy probable
que las escuelas grandes dejen de ser necesarias.
¿Qué ventajas tiene una escuela grande sobre una pequeña? Al-
gunas de las ventajas del pasado están condenadas a desaparecer.
Principalmente en todo cuanto concierne a la capacidad de poseer
una buena biblioteca. En cualquier caso, muy pocas escuelas tie-
nen una buena biblioteca; pero en la era de la electrónica cualquier
escuela, cualquier casa podrá acceder a distancia a manuales y en-
ciclopedias, así como a todas las grandes obras de la literatura mun-
dial sin que el lector tenga que moverse de su butaca. Asi mismo,
la tecnología de las comunicaciones ampliará las oportunidades de
conocer a personas con intereses parecidos. Incluso la creencia más
o menos ficticia de que en una escuela grande hay más oportuni-
dades de encontrarse con un profesor que puede despertar el inte-
rés de un alumno por una determinada materia desaparece ante
la posibilidad de entrar en contacto con cualquier experto a dis-
tancia.
Hay un único argumento en contra de las escuelas pequeñas
que me preocupa, aunque no lo suficiente como para abandonar
el enfoque. El argumento tiene que ver con el elitismo y con la
necesidad de proteger a los niños de la explotación. En principio
la escuela pública tradicional tiene la capacidad de ofrecer igual-
dad de oportunidades para todos los niños. En principio la idea
de romperla en unidades más pequeñas socava, si no la posibili-
dad de proteger a los niños, como mínimo los métodos tradicio-
nales para hacerlo.
En última instancia mi respuesta a estos argumentos es que la
escuela pública ha pagado el alto precio de la burocratización sin
proteger de manera adecuada a los que más lo necesitan. En este
sentido no hay ninguna objeción a la cual yo deba responder. De
nuevo la situación nos lleva a la analogía con la economía soviéti-
ca. La URSS se jactaba de que todos sus ciudadanos tenían un tra-
bajo y unas elevadas prestaciones sociales. Proclamaba poder pro-
teger a todo el mundo. Pero a un precio muy alto, y no por la
protección, sino por la ilusión de tener una protección. N o creo
que la escuela pueda defenderse en función de su papel social. N o
cumple las funciones que dice cumplir y cada vez lo hará menos.
La protección social de los niños es algo necesario. Una visión
del futuro con maravillosas redes de acceso al conocimiento para
sólo unos pocos, mientras el resto queda excluido, sería muy dolo-
rosa; como lo sería ver que la educación se ha convertido en el
caldo de cultivo para la intolerancia y el odio. Esta perspectiva es
tan lúgubre que me sería difícil aceptar cualquier adelanto intelec-
tual que comportara renunciar al statu quo que ha constituido el
cimiento de la democracia y la diversidad cultural. Lo que no es-
toy dispuesto a aceptar es la renuncia a ventajas reales a cambio
de una pretendida igualdad. La única elección racional que vislum-
bro es seguir potenciando la diversidad educativa con el compro-
miso firme, no sólo de ampliar sus aspectos beneficiosos para to-
dos aquellos que quieran hacer uso de ellos, sino también con la
seguridad de que quienes los rechacen tomen esta decisión como
fruto de una amplia labor informativa.
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