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1a edición, 1995
ISBN: 84-493-0145-9
Depósito legal: B-17.508/1995
LA MÁQUINA
DE LOS NIÑOS
Replantearse la educación
en la era de los ordenadores
Ediciones Paidós
-
Barcelona Buenos Aires -
Sumario
Prólogo
Agradecimientos
1. Anhelantes e instructores
2. Un pensamiento propio
3. La escuela: cambio y resistencia al cambio
4. Profesores
5. Una palabra para aprender
6. Una antología de historias de aprendizaje
7. Instruccionismo frente a construccionismo
8. Los computacionales
9. Cibernética
10. ¿Qué hacer?
. .
Bibliografía
Indice
Prólogo
*Los términos acuñados en inglés por el autor son, respectivamente, «letteracy» y «letterate».
Pese a que respetamos el texto original al mantener la voz 'acuñar', los terminos 'letradura' y
'letrado' son voces castellanas arcaicas cuyo significado es aproximadamente el pretendido
por el autor. [N. del T.]
pocas fuentes a las cuales acudir con sus preguntas; y son doble-
mente vulnerables porque esta situación consolida el mal tradicio-
nal de la escuela de imponer la letradura, con toda la rigidez que
ello comporta.
Al ser una tecnología tan reciente, no debe sorprendernos que
no hayamos desarrollado un lenguaje universalmente aceptado para
hablar sobre ella. Lo cual no significa, sin embargo, que no deba-
mos ser conscientes de la revolución que se está produciendo, ni
que debamos hacer todo lo posible para guiar su desarrollo, pues,
en lo tocante a la reforma de la educación elemental, el movimien-
to desde la letradura a la adquisición de conocimientos basada en
los medios de comunicación puede ser más importante todavía que
el movimiento de una cultura preletrada a una cultura letrada.
Es importante recordar que la revolución de la letradura (es de-
cir, la introducción de la escritura y la imprenta) jamás afectó di-
rectamente al modo en que los niños de uno, cuatro e incluso seis
años exploraban el mundo y aprendían sobre él. Es evidente que
las cuestiones principales sobre el futuro de la alfabetización y la
letradura van más allá de los objetivos de este libro; lo esencial aquí
es que la máquina del saber ofrece a los niños una transición de
la educación preescolar a la verdadera alfabetización que es más
personal, más cooperativa, más gradual y mucho menos precaria
que la abrupta transición a que sometemos a los niños cuando pa-
san del aprendizaje a través de la experiencia directa a la utiliza-
ción de la palabra impresa como fuente de información importante.
¿Cómo es posible entonces que haya quien no sea capaz, como
hacen los instructores, de tomarse en serio algo que puede tener
tan importantes repercusiones sobre el proceso educativo? ¿Sim
ple testarudez? ¿Un terco rechazo a abandonar las viejas maneras?
Tales factores siempre aparecen en cualquier situación de desafío
a procedimientos avalados por una larga tradición. El caso de la
educación adolece de un mal adicional: la mayoría de los instruc-
tores honestos se mantienen anclados en la idea de que la escolari-
zación es la única manera de hacer las cosas porque nunca han vis-
to ni imaginado alternativas convincentes para impartir cierto tipo
de conocimientos.
Incluso el más tenaz de los instructores convendrá en que parte
del aprendizaje fundamental se lleva a cabo con éxito en condicio-
nes muy diferentes de las que proporciona la escuela: los bebés
aprenden a hablar sin que se les impartan lecciones o se les haga
seguir un programa docente determinado; la gente desarrolla des-
trezas dedicándose a sus aficiones sin acudir a la ayuda de un pro-
fesor; la conducta social se aprende de manera muy distinta a la
de una clase en una aula. Un instructor estaría de acuerdo con que
una máauina del saber podría hacer más amplio el campo de apren-
dizaje y añadir, por ejemplo,las lejanas jirafasa la lista de animales
.
con los aue estamos más familiarizados., pero seguiríapreocupado
por el hecho de que, con la excepción de personas particularmente
te dotadas, nadie haya sido capaz de aprender geometría o álgebra
de otra manera que no sea a través de programas educativos bien
establecidos y puestos en práctica durante un cierto tiempo.
Estos escépticos no tienen ningún problema en imaginar, por
ejemplo, a un profesor ayudando a una clase a «descubrir por sí
misma» una fórmula matemática a través de «preguntas socráticas».
Sin embargo, no ven que haya una diferencia significativa entre esto
y una buena explicación de la fórmula. Yo no puedo más que estar
de acuerdo con ellos. Aunque siempre he deseado la aparición de
maneras de aprender en que los niños actuaran más como creado-
res que como consumidores de conocimientos, los métodos que
se han propuesto siempre me han parecido sólo ligeramente mejo-
res, cuando lo eran realmente, que los viejos métodos.
El punto de inflexión llegó para mí a principios de los años se-
senta, cuando los ordenadores alteraron los fundamentos de mi pro-
pio trabajo. Lo que más me impresionó fue que ciertos problemas
que eran abstractos y difíciles de comprender se hicieron concre-
tos y transparentes, y ciertos proyectos que me habían parecido in-
teresantes pero demasiado complejos a nivel de ejecución se hicie-
ron manejables. Al mismo tiempo, pude examinar por vez primera
la emoción y el poder de absorción que mantienen a las personas
sentadas ante su ordenador trabajando toda la noche. Me di cuen-
ta de que los niños podrían disfrutar de las mismas ventajas, un
pensamiento que cambió mi vida.
Así fue como me fijé el objetivo de luchar para crear un entor-
no en el cual todos los niños -cualquiera que fuese su cultura, gé-
nero y personalidad- pudieran aprender álgebra y geometría, or-
tografía e historia de una manera más parecida al aprendizaje
informal del niño no escolarizado o del niño excepcional que al
proceso educativo que se sigue en las escuelas. Expresado en tér-
minos del instructor escéptico, mi principal preocupación radica-
ba en saber si dos niños excepcionales» aprenden de modo dife-
rente porque son excepcionales o si, como yo sospechaba, son
excepcionales porque las circunstancias les han permitido apren-
der de manera diferente.
Puedo escuchar las voces de muchos instructores diciéndose a
sí mismos mientras leen estas líneas: «Sí, sí, ya hemos oído esto
antes. Es la vieja historia de la educación progresista. Ya se ha in-
tentado antes y nunca ha funcionado. Usted mismo ha ridiculiza-
do el método del descubrimiento para aprender álgebra,,.
Existe un aire de familia (y aceptaré otorgarle la calificación de
progresista) entre la visión del aprendizaje que estoy presentando
aquí y ciertos principios filosóficos que han aparecido expresados
de diversas formas en innovaciones con nombres tales como edu-
cación progresista, abierta, centrada en los niños, constructivista o
radical. Sin duda alguna comparto con este movimiento las críti-
cas a la escuela por asignar al niño el papel de receptor pasivo de
conocimientos. Paulo Freire ha expresado esta crítica de forma muy
impresionista, al comparar la escuela con un banco donde se de-
posita información en la mente del niño como se deposita dinero
en una cuenta de ahorro. Otros autores expresan el mismo pensa-
miento acusando a la escuela de tratar la mente del niño como una
«vasija que hay que llenar»o como el receptor al otro extremo de
una línea de transmisión.
Un aspecto del que discrepo con la educación progresista se hace
evidente tan pronto como pasamos de criticar la escuela a inventar
nuevos métodos. En mi opinión, casi todos los experimentos diri-
gidos a poner en práctica la educación progresista han sido decep-
cionantes, simplemente porque nunca han ido todo lo lejos que
había que ir, haciendo del estudiante el sujeto del proceso en vez
del objeto. En algunos casos esto fue así porque los experimenta-
dores eran demasiado tímidos; los experimentos fracasaron, del mis-
mo modo que habrían fracasado las pruebas de un tratamiento mé-
dico en el que los médicos encargados tuvieran miedo de suministrar
los medicamentos en las dosis efectivas.
En la mayoría de los casos, sin embargo, hay razones más pro-
fundas que la mera timidez. Dentro de la educación progresista
los primeros diseñadores de experimentos carecían de las herramien-
tas que les habrían permitido crear nuevos métodos de manera fia-
ble y sistemática. Con medios muy limitados a su disposición, se
vieron forzados a confiar demasiado en el talento individual de
ciertos profesores o en la correspondencia con un contexto social
específico. Como consecuencia, todo el éxito que hubieran podi-
do tener, rara vez podía generalizarse.
Otra parábolame permitirá recalcar este punto y ayudará a acla-
rar dónde percibo mi principal contribución a este viejo debate.
Mis hipotéticos instructores decían que la educación progresista
se puso en práctica y no funcionó. Convengo en que no ha fun-
cionado muy bien, pero de un modo parecido a como Leonardo
da Vinci fracasó en su intento de inventar un avión. Construir un
avión en los tiempos de Leonardo requería algo más que una ma-
nipulación creativa de todo cuanto se sabía sobre aeronáutica por
aquel entonces. Su fracaso en el intento de construir un avión que
funcionara no desmintió sus ideas sobre la viabilidad de las má-
quinas voladoras.
El avión de Leonardo tuvo que esperar ulteriores desarrollos,
que sólo podían producirse después de enormes cambios en la ma-
nera en que la sociedad maneja sus recursos. Los hermanos Wright
tuvieron éxito allí donde Leonardo sólo podía soñar, porque ya
había una infraestructura tecnológica capaz de proporcionar ma-
teriales, herramientas, motores y carburantes, al tiempo que una
cultura científica (cuyo desarrollo había sido paralelo al de la in-
fraestructura) aportaba ideas inspiradas en las propiedades particu-
lares de estos nuevos recursos.
Los innovadores de la educación, incluso en el pasado más re-
ciente, se hallaban en una situación parecida a la de Leonardo. Po-
dían y, de hecho, llegaron a formular ideas audaces: por ejemplo,
la idea de John Dewey de que los niños aprenderían mejor si el
aprendizaje realmente formase arte de la experiencia de la vida;
o la idea de Freire de que apren erían mejor si fueran responsables
de su propio proceso de aprendizaje; o la de Jean Piaget de que
la inteligencia surge de un proceso evolutivo en el que toda una
serie de factores necesita un tiempo para hallar su equilibrio; o la
de Lev Vygotsky, para el cual la conversación juega un papel fun-
damental en el aprendizaje. Estas ideas siempre han resultado atrac-
tivas para los anhelantes, ya que destilan una actitud respetuosa para
con los niños y la filosofía social democrática.
Desgraciadamente, en la práctica nunca volarán. Cuando los edu-
cadores intentaron construir una escuela basada en estos principios
generales, fue como si Leonardo hubiera intentado constmir un
avión con un tronco de roble tirado por una mula. La mayoría
de los que intentaron seguir a estos grandes pensadores de la edu-
cación se vieron obligados a hacer tantas concesiones que la inten-
ción original se perdió. Por ejemplo, el «método del descubrimien-
ton podría ser un paso hacia el sueño de Dewey, pero es un paso
minúsculo, insuficiente para establecer la diferencia, ilustrada por
esa visión de niños libres aprendiendo a través de la experiencia
de la vida. Es una hipocresía pedir a los niños que se ocupen de
su propio aprendizaje y, al mismo tiempo, ordenarles que «descu-
brann algo que puede ser totalmente inútil para comprender lo que
les interesa o por lo que sienten curiosidad.
En tanto que modo de acceso al tipo de conocimiento que Jen-
nifer estaba buscando, la máquina seguirá siendo una metáfora su-
gerente durante un tiempo, ya que la cantidad de conocimiento
factual necesario para hacerla funcionar es enorme. Existen, sin
embargo, otras áreas del conocimiento en las que la transición epis-
témica es todavía más fuerte para muchos niños y en las que una
máquina que contribuiría a suavizar esta transición está mucho
más cerca. Este área son las matemáticas.
Si parece que la idea de una transición de formas orales a for-
mas letradas de conocer no es aplicable al campo de las matemáti-
cas, se debe en gran parte al hecho de que nuestra cultura tiende
a reservar el término matemáticas para ese tipo letrado de matemá-
tica que se enseña en la escuela junto, quizás, a la mínima base in-
tuitiva relacionada con él. Sin embargo, al reducir la base de cono-
cimientos que deberían servir como fundamento de las matemáticas
formales, le hemos cerrado el paso a un mejor aprendizaje. Cual-
quier niño, antes de la escolarización, acumula su propio conoci-
miento matemático sobre cantidades, espacios, la fiabilidad de ciertos
procesos de razonamiento, conocimientos en suma, que serán úti-
les más adelante en la clase de matemáticas. Jean Piaget se ha ocu-
pado de documentar la enorme cantidad de matemática «oral que
todo niño construye y retiene*
El principal problema para la enseñanza de las matemáticas se
centra en hallar maneras de provechar la amplia experiencia del
niño en matemática oral. Los ordenadores pueden hacerlo.
El uso más importante que hasta el momento se ha hecho de
* El lector interesado puede acudir a las siguientes traducciones castellanas de las obras de Paget:
Génesis del número en el niño (en colaboración con A.Szeminska), Guadalupe, Buenos Aires,1968;
La enseñanza de las matemáticas, Aguilar, Madrid, 1963; El desarrollo de las cantidades en el niño
(en colaboración con B. Inhelder), Nova Terra, Barcelona, 1971 [N. del T.]
los ordenadores para cambiar la estructura epistemológica del apren-
dizaje de los niños ha sido la construcción de micromundos en
los que los niños llevan a cabo actividades matemáticas, porque el
mundo en el que se les hace entrar requiere el desarrollo de deter-
minadas capacidades matemáticas. Al mismo tiempo, existe una
coincidencia formal entre estos mundos y el estilo oral del apren-
dizaje de los niños. El hecho de dar a los niños la oportunidad
de aprender y utilizar las matemáticas sin el recurso a un modo
formal de conocer facilita, en lugar de inhibir, el acceso futuro a
modos más formales, igual que la máquina del saber, en lugar de
impedir el acceso a la lectura, estimularía a los niños a leer.
Al decir esto, debo hacer hincapié en las diferencias existentes
entre las distintas tendencias en el uso de métodos concretos o cons-
tructivistas para la enseñanza de las matemáticas. La finalidad de
la máquina del saber quedaría totalmente desvirtuada si ésta se con-
cibiera como un mecanismo para enseñar a leer a los niños. Del
mismo modo, el objeto de desarrollar maneras no formales de co-
nocer en matemáticas se vería afectado si éstas fueran concebidas
como un marco para aprender los métodos formales o como un
cebo para conducir a los niños hacia la enseñanza formalizada. De-
ben ser valoradas por sí mismas y ser realmente útiles para el estu-
diante en sí mismas y por sí mismas. En los capítulos siguientes
veremos muchos más ejemplos de esta distinción.
Aquí quisiera ilustrar este punto con el diseño original que apa-
rece en la página siguiente, realizado (con unos colores magníficos
que, desgraciadamente, no podemos reproducir) por unos niños
de los primeros cursos de enseñanza media en una escuela de Nueva
York como parte de un estudio de los tejidos africanos. La geome-
tría no está ahí para aprenderla; está ahí para usarla. Sólo haré una
excepción: uno puede llegar a apasionarse hasta tal punto por la
geometría y su aprendizaje que su uso puede pasar a un segundo
plano.
Estas observaciones sobre la geometría formal y otros tipos de
geometría pueden resultar ofensivas para muchos anhelantes, así
como para la mayoría de los instructores, ya que parece que estoy
defendiendo que se satisfaga a ciertos niños con algún tipo de geo-
metría útil en vez de darles «lo bueno», lo que se puede interpre-
tar como si tuviera un trasfondo de elitismo. Lo que quiero decir,
y lo desarrollaré más ampliamente en el capítulo 9, es que hay mu-
cho espacio para reconsiderar qué conocimientos y qué maneras
FIGURA 1. Diseño de un tejido africano.
FIGUR A 2. Este dibujo también ha sido realizado por niños que utilizaban el lenguaje
Logo para programar los ordenadores en el aula.
reconocida.
Brian aportó a la colaboración una determinada clase de flui-
dez. Su fluidez con la danza, la expresión corporal, fue lo que lla-
mó la atención de Henry y lo que supuso la base de la colabora-
ción misma. Pero, en el caso de Brian, había algo más relativo a
la fluidez o a la falta de ella que la pura competencia en danza.
Brian poseía una gran fluidez al hablar; podía contar un cuento
y dejar absorta a su audiencia. Su habla tenía precisamente esas cua-
lidades de «gracia» y «pasión» que la programación de Henry no
tenía. Ocurrió, sin embargo, algo sorprendente cuando cogió un
lápiz para escribir. Todas esas cualidades se desvanecieron; sobre
el papel no había más que una retahíla de frases inexpresivas. Este
contraste entre un habla fluida y una falta de destreza al escribir
es muy común y una de las principales causas de analfabetismo:
los que por su facilidad de palabra saben lo que es utilizar el len-
guaje con fluidez sienten un profundo rechazo por su torpeza cuan-
do tienen que escribir y a menudo se niegan a hacerlo.
Para personas como Brian la oportunidad de producir anima-
ciones supone una manera de ampliar el dominio de su fluidez a
áreas que comparten características esenciales con el habla, esto es,
la expresión corporal y el lenguaje escrito. Puede ser difícil conse-
guir una buena composición en la pantalla, pero una vez se ha lo-
grado, uno puede moverse con ella; puede sentirse su pasión de
manera muy directa y física. Además, el programa es un texto que
está ahí para ser analizado y corregido. En este sentido, es como
escribir; es escribir.
Esta es una de las formas en que el ordenador rompe las barre-
ras que tradicionalmente has separado lo preletrado de lo letrado,
lo concreto de lo abstracto, lo corpóreo de lo incorpóreo. Al abar-
car muchos aspectos, el ordenador elimina un obstáculo que ha
impedido a mucha gente cruzar la barrera de la concreta y corpó-
rea oralidad de la niñez para alcanzar tipos de competencia que
en el pasado sólo eran accesibles en forma abstracta, alfabética e
incorpórea. Esto es aplicable sobre todo en el caso de Brian. Los
problemas más claros para Henry con este paso son los inversos:
él ha pasado con facilidad al otro lado, pero ha ido demasiado le-
jos y no puede volver fácilmente.
Nuestra cultura sobrevalora lo abstracto, lo cual no nos permi-
te apreciar con nitidez hasta qué punto puede Henry haberse be-
neficiado de su contacto con la coreografía de los movimientos.
Adquirir el sentimiento de crear gracia y pasión le podría haber
sido útil para redactar un informe científico, escribir un cuento
o, simplemente, contar un chiste. Con tiempo, podría incluso haber
influido en sus movimientos corporales. Podría haber cambiado su
vida social. Más concretamente y lo que es más importante, podría
haberle predispuesto a una mayor variedad de modos de conocer.
Ambos muchachos supieron lo que significa comunicarse a tra-
vés de una barrera cultural. Vivieron la experiencia de colaborar
en un proyecto complejo durante muchas semanas y, por supues-
to -aunque esto es quizá lo menos importante- aprendieron a
programar un ordenador.
La historia de Brian y Henry no pretende sugerir que todo es-
tudiante que se encuentre con el Logo va a tener la misma expe-
riencia. Muchos otros factores, además del «Logo», intervinieron
en lo que ocurrió. Podríamos resumirlos diciendo que la profesora
consiguió crear una cultura del ordenador productiva y de apoyo
a los estudiantes en su clase. Aun así, las condiciones distaban mu-
cho de ser las ideales.
Muchos niños tendrán experiencias menos ricas, aunque es raro
que nunca se obtenga ningún beneficio. La historia tampoco pre-
tende ser estadísticamente representativa de un caso típico, sino más
bien conceptualmente representativa de un modo de aprender que
es muy distinto de lo que suele ofrecer la escuela. La siguiente his-
toria es también un buen ejemplo de la «respuesta inmunológica»
de la escuela.
Hubo un tiempo en que creía, como muchos otros, que los pro-
fesores serían el principal obstáculo para la transformación de la
escuela* Esta creencia simplificadora, cuya insistente presencia es
en realidad un obstáculo mucho mayor para el cambio educativo
que la propia naturaleza conservadora de algunos profesores, se re-
monta a factores culturales muy arraigados. En mi caso recuerdo
la impresión que me causó, durante mis años de instituto, el de-
moledor aforismo de George Bernard Shaw: «El que puede, pue-
de; el que no puede, enseña». Alguien que «no pueda» no es un
buen candidato para adoptar una postura constructiva en la mate-
rialización de un cambio.
Estas actitudes negativas en contra de los profesores, propias
de nuestra cultura, se han visto alimentadas por experiencias per-
sonales. Yo era un niño rebelde y veía a los maestros como mis
principales enemigos. Con el tiempo estos sentimientos se vieron
* Las ideas desarrolladas en este capítulo nacieron a partir de mis conversaciones con
Carol Sperry.
acompañados por un posicionamiento teórico que tenía como con-
secuencia ilógica la estigmatización de los profesores al identificarlos
con los papeles que la escuela les asignaba. No me gustaban los
métodos coactivos de la escuela y eran los profesores quienes apli-
caban esa coacción. No aprobaba la evaluación por medio de no-
tas y eran los profesores quienes las ponían. No obstante, no me
faltaban argumentos en mi experiencia pasada para mostrar más
simpatía hacia los profesores.
Como la mayoría de las personas con malos recuerdos de la es-
cuela, me quedan muy agradables impresiones de algunos maes-
tros. Por ejemplo, la huella de Mr. Wallis permanece indeleble.
«Daisy» (que era el apodo que le pusimos, aunque nunca se lo diji-
mos en la cara) me daba oficialmente clase de latín y de griego,
pero me ayudó a comprender mejor a Lewis Carroll que a Cice-
rón o a Herodoto. También me enseñó el undécimo mandamien-
to: «Inventarás tres teorías cada día antes del desayuno y las dese-
charás antes de la cena». Me encantaba y aún hoy veo cuánto le
debo por algunos aspectos de esa actitud epistemológica un tanto
alegre que conforma mi actual pensamiento. Sin embargo, por aquel
entonces y hasta hace muy poco, consideraba que Daisy era una
excepción, lo que dejaba mis prejuicios hacia los profesores tan in-
tactos como el racismo de los que dicen: «¿Racista yo? ¿Por qué?
Si algunos de mis mejores amigos son...». El efecto final no inci-
día, pues, en mejorar mi opinión sobre los profesores, sino que me
hacía pensar: «Daisy no es un profesor, es un tipo maravilloso».
Tuve que escribir Mindstorms y desarrollar el Logo para descubrir
cuántos otros profesores son unas personas maravillosas; es la es-
cuela la que los disfraza de algo que no son.
El Logo dio a muchos miles de maestros la primera oportuni-
dad de experimentar modos de utilizar el ordenador que han enri-
quecido su estilo personal de enseñanza. No les fue fácil. Se sintie-
ron frustrados por las precarias condiciones: a menudo tuvieron
que trabajar con muy pocos ordenadores, que casi siempre te-
nían que compartir entre varias clases; las oportunidades de desa-
rrollar su propia cultura informática eran limitadas; y a menudo
la reacción inmunológica de la escuela les arrebató el poco éxito
que habían alcanzado. Incluso el Logo que se utilizaba por aquel
entonces me resulta tristemente primitivo cuando miro hacia atrás
después de una década de evolución de este lenguaje. Sus versiones
más recientes son más fáciles de usar, más intuitivas y flexibles. Sin
embargo, aunque sólo una minoría de esos maestros, pioneros en
el uso del Logo, consiguió utilizarlo para construir un entorno sa-
tisfactorio en el aula, lo que ellos intentaron llevar a cabo es una
rica fuente de indicios para comprender la fuerza del cambio la-
tente en su profesión. Mi pensamiento cambió radicalmente. Nor-
malmente se piensa en los libros como vehículos a través de los
cuales los lectores llegan a comprender cómo piensan sus autores.
En mi caso, Mindstorms tuvo también el efecto inverso. o
No escribí el libro pensando en los profesores; imaginé que,
como máximo, algún pequeño grupo de vanguardia lo leería. Así
que cuando las estimaciones sobre lectores dentro del colectivo de
profesores alcanzó los seis dígitos, me sentí satisfecho, pero algo
desconcertado. ¿Qué les podía haber gustado de mi libro? Me re-
sultaba preocupante que hubiera algo en mi propio trabajo que yo
no comprendía.
Afortunadamente, el libro también me ayudó a hallar respues-
tas a las preguntas que planteaba. Fue un pasaporte al mundo de
los profesores. Recibí cientos de cartas de profesores contándome
sus anhelos y sus esperanzas, sus planes y su resentimiento. Me vi
inundado de invitaciones para participar en conferencias, semina-
rios, para visitar escuelas y colaborar en proyectos. Todo lo cual
me ofreció una oportunidad única de comprender qué querían ex-
presar los profesores en sus experimentos con ordenadores. A me-
dida que avanzaba, mi costumbre de equiparar «profesor» a «es-
cuela»fue dando paso a la percepción de una relación mucho más
compleja. El cambio trajo consigo un sentimiento de liberación
y de que el equilibrio de fuerzas era mucho más favorable al cam-
bio de lo que yo había supuesto; trajo, también, el desafío de llegar
a comprender la interacción entre las distintas corrientes dentro
del mundo de los profesores: los que lo favorecían y los que se re-
sistían a él. Hallar maneras de apoyar estas corrientes constituía
una de las más importantes contribuciones que uno puede hacer
para promocionar el cambio educativo.
Como base para comprender estas corrientes quisiera conside-
rar una historia contada por Fred Hechinger, periodista especiali-
zado en temas educativos, en una columna del New York Times
injustamente ignorada. No puedo imaginar a ningún profesor que
no reconozca en ella el destello de su propia experiencia personal.
El director de una escuela de Nueva York entró en un aula para
escuchar una lección de química. Era brillante. El director quedó
cautivado. Al final de la sesión se acercó al profesor para felicitarle
por su excelente clase y le pidió ver el guión que utilizaba.El pro-
fesor le contestó que se sabía tan bien lo que tenía que explicar
y le gustaba tanto que no necesitaba ningún guión. El director no
tenía nada que objetar a la clase que había presenciado, pero no es-
tuvo muy de acuerdo con los métodos del profesor, que al día si-
guiente encontró una carta de aviso en su buzón.
Hay varias lecturas para este patético episodio de un sistema que
desbarata sus propios objetivos en un intento de hacerlos cumplir.
Podemos tomárnoslo como una referencia satírica a un pequeño
altercado entre un director sobrado de celo y un trabajador ino-
cente, el primero con un comportamiento ridículamente cerril ante
una pequeña transgresión de la letra de las reglas y el segundo in-
capaz de comprender la importancia de las apariencias, que se po-
drían haber salvado escribiendo un guión de muestra. De acuerdo
con esta lectura, la relación de esta historia con el mundo escolar
es meramente incidental; es comparable con cualquier otro episo-
dio burocrático en cualquier otro terreno de la vida.
En una segunda lectura, no obstante, la historia pone el dedo
en la llaga de la realidad escolar. Reproduce las tensiones entre la
idea de una escuela cálida para criar a los niños y la idea de una
escuela fría como una máquina pensada para llevar a cabo unos
procedimientos establecidos de antemano. Evoca expectativas de
una enseñanza que nos haga amar el conocimiento y frustraciones
por tener que memorizar listas de hechos que, nos gusten o no,
algún experto ha decidido que deben ser conocidos.
La elección entre una u otra lectura de la historia de Hechinger
plantea la principal pregunta sobre la educación: ¿es el problema
de la escuela algo superficial que puede resolverse con una do-
sis de buena voluntad y sentido común o, por el contrario, es algo
más profundo que afecta a los cimientos mismos sobre los que se
asienta el sistema? ¿Es la enfermedad de la escuela un pequeño res-
friado o un cáncer?
El significado de ambas visiones se hace patente al comparar
la historia de Hechinger con el principal episodio referido en el
capítulo anterior. La escuela ha desarrollado un sistema jerárquico
de control que impone unos límites muy estrechos para la capaci-
dad de maniobra de los participantes-tanto administradores como
profesores-, lo que les impide tomar una mayor iniciativa perso-
nal. Ninguno acepta por completo esos límites. La historia de He-
chinger nos muestra una pequeña escaramuza dentro de esa per-
manente lucha por el poder en que los participantes están midien-
do constantemente sus fuerzas sin llegar nunca a desafiar al siste-
ma. La semilla de ese desafío estaba presente en la decisión de
permitir que Brian y Henry dedicaran tiempo a su coreografía por
ordenador. El profesor de química podría, si hubiese querido, ha-
ber escrito unos apuntes de muestra, como hacen muchos de sus
compañeros. Thelma no tenía esta opción. No podía haber apun-
tes de clase, por la simple razón de que no había «clase».
Así pues, la decisión de cómo utilizar los ordenadores colocó
a la profesora en una posición enfrentada con el sistema de con-
trol de la escuela: al decidir que no iba a controlar a sus alumnos,
privó a la escuela de la manera tradicional de ejercer el control so-
bre ella. El problema ha dejado de centrarse en cómo se distribuye
el poder dentro de la jerarquía educativa para fijarse en si el siste-
ma jerárquico es el más apropiado para la educación. Existen acti-
vidades en las que la organización jerárquica es obligatoria y el ejér-
cito es el ejemplo más claro. En el otro extremo tenemos actividades
para las que cualquier persona sensata juzgaría absurda una orga-
nización jerárquica; por ejemplo, la pintura o la poesía. En otras
áreas hay un cierto margen de elección entre la jerarquía y su opues-
to -que, siguiendo a Warren McCulloch, denominaré heterarquía-,
lo que sugiere un sistema en el que cada uno de los componentes
gobierna a todos los demás por igual. ¿Qué lugar debería ocupar
la organización escolar en este abanico que va desde la milicia a
la poesía?
Si lo planteamos como un «problema de gestión», existe el pe-
ligro de que la escuela lo aborde (y muchas así lo hacen) apelando
a expertos en la gestión de organizaciones de todo tipo. Sin em-
bargo, la inyección de un nuevo plan de gestión en una escuela que
no ha cambiado es equiparable a inyectar ordenadores o nuevos
contenidos dejando todo lo demás como estaba. El cuerpo extra-
ño será expulsado. La organización jerárquica de la escuela está ín-
timamente ligada a su propia visión de la educación y, en particu-
lar, a su compromiso con una manera jerarquizada de entender el
conocimiento. El lugar que se le concede a la organización de la
escuela en la escala de jerarquía-heterarquía depende del lugar en
que se sitúe el conocimiento en la escala de jerarquía-heterarquía
de las epistemologías.
Una exposición caricaturizada de la teoría jerárquica del cono-
cimiento podría ser como sigue: el conocimiento se compone de
una serie de átomos llamados hechos, conceptos y destrezas. U n
buen ciudadano necesita unos 40,000 átomos. Los niños pueden
adquirir 20 átomos por día. U n pequeño cálculo nos permite de-
mostrar que 180 días durante un período de 12 años serán sufi-
cientes para acumular 43,200 átomos en sus cabezas; sin embargo,
esa operación debe estar perfectamente organizada, ya que si bien
una pequeña pérdida de tiempo no sería dañina, la reducción de
un 10 por ciento de ese tiempo supondría la imposibilidad de al-
canzar el objetivo. Se deduce, por tanto, que los técnicos encarga-
dos de ello (que, en adelante, denominaremos profesores) deben
seguir un plan muy detallado (que, en adelante, denominaremos
contenidos) y coordinado para los 12 años. En consecuencia, es
imprescindible que los profesores pongan por escrito la cantidad
de átomos diarios que han introducido en los bancos de memo-
ria de los estudiantes. El problema del control de calidad queda
resuelto gracias al descubrimiento de que existen relaciones jerár-
quicas entre los átomos: los hechos pertenecen a la categoría de
los conceptos, los conceptos pueden clasificarse en materias y las
materias pueden dividirse en cursos. Asimismo, es posible estable-
cer una jerarquía de personas que se corresponda con la jerarquía
de conocimientos. La supervisión de los profesores es responsabi-
lidad de los coordinadores de contenidos y los jefes de departamento
que, a su vez, quedan bajo la responsabilidad de los directores, cuya
supervisión corre a cargo de los superintendentes.
Podríamos establecer una analogía entre esta teoría y la cons-
trucción de una catedral gótica con 40,000 sillares. Está claro que,
para llevar a cabo esta tarea, se precisa una buena organización.
Uno no puede dejar a los trabajadores a su libre albedrío y que
coloquen los sillares allí donde mejor les parezca. La educación de
un niño sería, de acuerdo con esta analogía, un proceso parecido.
Todo el mundo tiene que seguir un plan.
Es evidente que nadie subscribiría esta teoría de forma literal.
No obstante, creo sinceramente que capta a la perfección la esen-
cia de esas teorías, tan respetables desde el punto de vista académi-
co, de las cuales la organización jerárquica de la escuela deriva su
legitimidad. Si el modelo de la catedral gótica para el aprendizaje
fuera correcto, Thelma iba entonces derecha hacia el desastre al per-
mitir que sus alumnos decidieran, por así decirlo, dónde poner los
ladrillos; y las autoridades de su escuela se habrían comportado
de manera extremadamente negligente al permitirle hacer eso. Sin
embargo, no se estaba comportando de forma descuidada, perezo-
sa o irresponsable. Así pues, los profesores que otorgan tanta auto-
nomía a sus estudiantes no hacen más que proclamar su creencia
en una teoría del conocimiento radicalmente distinta, una teoría
que comporta un esfuerzo mucho mayor tanto por su parte como
por la de sus estudiantes.
Mi uso del término «teoría del conocimiento» en vez de «me-
todología de la enseñanza» es deliberado. Los educadores progre-
sistas no se ven a sí mismos ofreciendo un método alternativo para
transmitir la misma lista de conocimientos; valoran un tipo dis-
tinto de conocimientos.
Por ejemplo, eventualmente utilizo un ascensor que funciona
con un código de seguridad. Hay que teclear un número de cuatro
dígitos para que se ponga en marcha. Ya que el código cambia con
frecuencia y yo uso el ascensor pocas veces, sólo recuerdo el nue-
vo código de forma muy vaga. «Hay un 17 y un 34», me digo, «quizá
sea un 1734 o un 3417 o a lo mejor los números son 71 y 43».
Lo intento unas cuantas veces y el ascensor se mueve. Eso está muy
bien. Funciona. En la escuela, sin embargo, no superaría el exa-
men de ascensores. Este es un ejemplo trivial de un importante
fenómeno que llamo conocimiento en uso. Cuando el conocimien-
to se reparte en pequeñas dosis, uno no puede hacer otra cosa que
memorizarlo en la clase y reproducirlo por escrito en el examen.
Cuando se introduce en su contexto de uso, uno puede jugar con
él y corregir pequeños errores, como cambiar el orden de los dígi-
tos del código del ascensor.
N o quiero con ello sugerir que el conocimiento en uso sea la
esencia de la epistemología progresista, ni siquiera que el profesor
progresista esté dispuesto a aceptar este principio. Lo utilizo aquí
como signo de un «tipo diferente de conocimiento». Lo que creen
los profesores que rechazan la filosofía de la educación de la escue-
la es muy variado. De hecho, lo que debería hacerse es animar a
cada profesor a ir tan lejos como le sea posible en el desarrollo de
un estilo personal de enseñanza. Parece que una metáfora menos
específica que utilicé en Mindstorms, sin embargo, identifica con
bastante fidelidad un elemento común que nos proporciona un mar-
co en el que circunscribir las aspiraciones y los problemas de los
profesores progresistas. La metáfora se basa en una observación re-
lacionada con la idea de que los niños muestran diferentes «aptitu-
cimiento podría ser como sigue: el conocimiento se compone de
una serie de átomos llamados hechos, conceptos y destrezas. U n
buen ciudadano necesita unos 40,000 átomos. Los niños pueden
adquirir 20 átomos por día. U n pequeño cálculo nos permite de-
mostrar que 180 días durante un período de 12 años serán sufi-
cientes para acumular 43,200 átomos en sus cabezas; sin embargo,
esa operación debe estar perfectamente organizada, ya que si bien
una pequeña pérdida de tiempo no sería dañina, la reducción de
un 10 por ciento de ese tiempo supondría la imposibilidad de al-
canzar el objetivo. Se deduce, por tanto, que los técnicos encarga-
dos de ello (que, en adelante, denominaremos profesores) deben
seguir un plan muy detallado (que, en adelante, denominaremos
contenidos) y coordinado para los 12 años. En consecuencia, es
imprescindible que los profesores pongan por escrito la cantidad
de átomos diarios que han introducido en los bancos de memo-
ria de los estudiantes. El problema del control de calidad queda
resuelto gracias al descubrimiento de que existen relaciones jerár-
quicas entre los átomos: los hechos pertenecen a la categoría de
los conceptos, los conceptos pueden clasificarse en materias y las
materias pueden dividirse en cursos. Asimismo, es posible estable-
cer una jerarquía de personas que se corresponda con la jerarquía
de conocimientos. La supervisión de los profesores es responsabi-
lidad de los coordinadores de contenidos y los jefes de departamento
que, a su vez, quedan bajo la responsabilidad de los directores, cuya
supervisión corre a cargo de los superintendentes.
Podríamos establecer una analogía entre esta teoría y la cons-
trucción de una catedral gótica con 40,000 sillares. Está claro que,
para llevar a cabo esta tarea, se precisa una buena organización.
Uno no puede dejar a los trabajadores a su libre albedrío y que
coloquen los sillares allí donde mejor les parezca. La educación de
un niño sería, de acuerdo con esta analogía, un proceso parecido.
Todo el mundo tiene que seguir un plan.
Es evidente que nadie subscribiría esta teoría de forma literal.
No obstante, creo sinceramente que capta a la perfección la esen-
cia de esas teorías, tan respetables desde el punto de vista académi-
co, de las cuales la organización jerárquica de la escuela deriva su
legitimidad. Si el modelo de la catedral gótica para el aprendizaje
fuera correcto, Thelma iba entonces derecha hacia el desastre al per-
mitir que sus alumnos decidieran, por así decirlo, dónde poner los
ladrillos; y las autoridades de su escuela se habrían comportado
tica de la enseñanza es la que ya he mencionado. El aprendizaje
de una materia muerta presupone el acto de desmenuzar el cono-
cimiento en pedazos que se pueden enseñar, lo que nos lleva direc-
tamente a la parafernalia típica de contenidos, jerarquía y control.
Por el contrario, Brian y Henry tuvieron la posibilidad de estruc-
turar sus conocimientos por sí mismos, con la ayuda ocasional de
terceros. El aprendizaje en uso libera a los estudiantes y les permi-
te aprender de manera personalizada, lo que a su vez libera a los
profesores y les permite ofrecer a los estudiantes algo más perso-
nal y provechoso para ambos. Este panorama no está, sin embar-
go, exento de problemas y algunos profesores lo ven más como
una amenaza que como una liberación.
La sensación gratificante de Thelma al percibir que había he-
cho algo creativo (y subversivo, aunque no intencionadamente) con
el desarrollo de su plan de informática, trajo consigo riesgos tanto
psicológicos como burocráticos. La definición de roles que hace
la escuela reprime al profesor, pero también ofrece protección, como
puede comprobarse en la siguiente historia cuyos rasgos principa-
les he extraído de testimonios de los que han seguido los mismos
pasos que Thelma.
Lo que sigue es la reconstrucción de lo que me contó Joe, un
profesor de quinto grado:
Desde el momento en que llegaron los ordenadores tuve miedo de que
mis estudiantes llegaran a saber más programación de la que yo nunca
sabré. Claro que, al principio, yo jugaba con ventaja. Acababa de asistir
a una escuela de verano sobre el Logo y mis alumnos todavía estaban em-
pezando. Pero durante el curso fueron progresando. Podían dedicarle más
tiempo que yo. La verdad es que el primer año no fue suficiente para
que me igualaran en conocimientos, pero yo sabía que cada año que pasa-
ra ellos sabrían más y más gracias a la experiencia acumulada en los años
precedentes. Además, los niños sintonizan mejor con los ordenadores que
los adultos.
La primera vez que me encontré con que los estudiantes tenían pro-
blemas que yo no podía comprender luché por evitar encararme con el
hecho de que ya no podía mantener mi posición del que sabe más que
ellos. Tenía miedo de que, al reconocerlo, mi autoridad como profesor
se viese socavada. Pero la situación empeoraba. Finalmente no pude más
y tuve que reconocer que no comprendía el problema: «Id y hablad con
vuestros compañeros de clase que quizá podrán ayudaros», les dije. Así
lo hicieron y ocurrió que, juntos, los niños fueron capaces de hallar una
solución. Lo sorprendente es que aquello que yo tanto temía resultó ser
una liberación. N o tenía miedo a ponerme en evidencia. Ya lo había he-
cho. N o tenía que seguir fingiendo. Lo bueno del caso es que me di cuen-
ta de que mi engaño iba más allá de la informática. Sentí que ya no podía
fingir que lo sabía todo sobre las demás materias. ¡Qué descanso! La rela-
ción con los alumnos y conmigo mismo ha cambiado. Mi clase se ha con-
vertido en una comunidad en la que todos colaboramos para aprender
juntos.
" En este párrafo hacemos un uso poco común (y a veces poco intuitivo) de la voz
«adiestrar» y sus derivados a fin de verter con la máxima fidelidad el problema termino-
lógico del inglés que el autor discute. En esta lengua, la palabra «training»posee el senti-
do que aquí le hemos atribuido a «adiestrar».Así, el inglés usa «train»allí donde el caste-
llano usaría «formar»(formación de profesores, formación como matemático), pero
también donde se usaría «adiestrar»o «entrenar»(adiestrar un tigre). El problema lin-
güístico que se plantea en este párrafo no se da, pues, en castellano, ya que se puede utili-
zar la palabra «formación» tanto para referirse a profesores como a niños (véase «forma-
ción de formadores»). [N. del T.]
relación con el tipo de preparación que la escuela considera como
la más apropiada para los profesores de informática. En muchos
sistemas educativos lo que se les ofrece a los profesores que van
a usar ordenadores merece realmente el nombre de adiestramien-
to, ya que éste consiste en unas cuantas sesiones de dos horas, erró-
neamente denominadas «talleres»o «seminarios», cuyo objetivo es
reforzar destrezas de tipo técnico. A fin de enfatizar esas limita-
ciones será interesante considerar algunos ejemplos de casos en los
que se ha proporcionado a los profesores mejores condiciones para
aprender y perfeccionarse.
Hace unos ocho años tuve la oportunidad de dirigir una escue-
la de verano sobre Logo para un pequeño grupo de profesores. Yo
estaba un poco nervioso porque sospechaba que una de las partici-
pantes no estaba ahí por un especial interés para aprender Logo,
sino porque había recibido órdenes de su director para poner en
práctica, en un momento en que esto era excepcional, un proyecto
de informática educativa en su escuela. Sabía que el resentimiento
contenido de uno de los participantes por haberse perdido las va-
caciones de verano podía afectar al funcionamiento del grupo, in-
cluso si los demás habían venido por su propia voluntad.
En estos casos mi método de trabajo consiste en proponer al
grupo desarrollar un proyecto lo bastante abierto como para que
se dé cabida a numerosos enfoques y lo suficientemente restrictivo
como para permitir la comparación. Mi propuesta para este taller
fue que cada uno escribiera un programa que representara algún
aspecto de la noción «pueblo». La programación de un ordenador
para que dibuje un pueblo en la pantalla es un buen tema para que
los principiantes practiquen técnicas de programación. Se puede
empezar escribiendo un procedimiento para dibujar una vivienda;
cuando el procedimiento, una vez depurado, funciona bien, entonces
puede utilizarse como subrutina de un programa mayor que dibu-
je un grupo de viviendas iguales; una vez se tiene el programa bá-
sico, se puede empezar a incluir más variedad con toda suerte de
adornos y detalles como animación, texto e hipertexto. Desde el
punto de vista pedagógico tiene la ventaja de que los estudiantes
pueden detenerse en distintos puntos, comparar su destreza técni-
ca y gustos personales y siempre tienen un trabajo acabado que
pueden mostrar.
A medida que pasaban los días, mis temores parecían infunda-
dos. Todo el mundo estaba absorto en sus actividades y me sentía
particularmente aliviado por el hecho de que el miembro del gru-
po que tanto me preocupaba apenas podía controlar su entusias-
mo. Durante los períodos de debate comentaba con fervor cual-
quier idea que se le ocurría para utilizar lo que estaba aprendiendo;
incluso cuando trabajaba con su ordenador, profería de vez en cuan-
do exclamaciones de que no veía el momento de volver a su clase
con sus nuevos conocimientos. «¡A mis niños les encantará!». De
acuerdo con cualquier criterio de evaluación el taller estaba fun-
cionando muy bien. Mi objetivo educativo consistía en que mis
estudiantes (los profesores) aprendieran Logo y fundamentos de pro-
gramación y la clase hacía rápidos progresos en esta dirección, ade-
más de demostrar mucho entusiasmo.
A pesar de ello tenía la sensación de que algo iba mal. N o pude
identificarlo hasta que se produjo un pequeño incidente durante
una sesión. Aparentemente una de las participantes tenía la misma
sensación que yo, pero fue más rápida en identificar el problema.
Perdió la paciencia ante tantas expresiones de entusiasmo y, entre
dientes, dijo: «¡Olvídate de los [exabrupto] niños!» La reacción de
los demás fue inmediata: algunos, impresionados, protestaron ante
esa reacción; uno de ellos, sin embargo, inmediatamente mostró
su acuerdo. En un principio no pude ocultar mi desconcierto, pero
en seguida me di cuenta de que el estallido tenía mucho que ver
con lo que me preocupaba. El elemento discordante que no había
podido identificar consistía en el hecho de que los participantes
en el curso pensaban en ellos mismos como profesores en período
de adiestramiento ero no como estudiantes. La conciencia de ser
profesores les impedia entregarse por completo a la experiencia de
aprendizaje, sentir que lo que estaban haciendo era intelectualmente
gratificante y divertido en sí mismo y apreciar lo que podía apor-
tarles como invididuos. El principal obstáculo con que se encuen-
tran los profesores para aprender es su propia inhibición frente al
aprendizaje.
Después del incidente experimenté un sentimiento de libera-
ción comparable al de Joe. Conseguí desembarazarme de aquel te-
mor porque algo iba mal y de aquella necesidad de hallar mi pro-
pia seguridad en las continuas expresiones de placer de los
profesores. La libertad me permitió fijarme más en lo que cada in-
dividuo estaba haciendo en su trabajo de programación y muy pron-
to observé un notable cambio en su estilo. Algunos diseñaban las
casas utilizando formas geométricas básicas, siguiendo un ejemplo
que yo había utilizado en Mindstorms: una «casa» puede hacerse
colocando un triángulo sobre un cuadrado. Parecía que una de mis
alumnas no estaba muy contenta con esta solución. Quizá porque
le recordaba demasiado la matemática escolar o simplemente por
su inclinación por formas menos definidas. Sea cual sea el motivo, su
malestar la llevó a utilizar la idea de un compañero que había in-
tentado sin éxito diseñar un patrón geométrico bien definido para
representar un jardín con flores. Aparecía como una línea ondula-
da que quizá se parecía a un jardín, pero era ideal para representar
el humo que salía de la chimenea de una casa. Al poco tiempo to-
das las casas tenían sus chimeneas humeantes.
Una cosa trajo consigo otra. El diseño para el humo podía adap-
tarse fácilmente para dibujar nubes y, con un poco más de trabajo,
para dibujar árboles y otros objetos menos lineales que las casas.
A veces un pequeño gesto del profesor puede desencadenar un gran
progreso en la clase. Uno de esos gestos que tuvo su importancia
en nuestro taller fue ponerle nombre al estilo de programación que
acababa de surgir. Lo llamé «programación humeante,) frente al otro
estilo, que denominé «programación afilad*.
El efecto inmediato fue que el inventor del humo se sintió mu-
cho más animado. En un primer momento fue una relación entre
profesor (yo mismo) y estudiante. Poco a poco, se fue convirtien-
do en algo más colectivo. Ponerle nombre a los estilos de progra-
mación se convirtió en un hábito que infundía un cierto orgullo
a los estudiantes; los estilos se convirtieron en motivo de deba-
te y en objeto de posesión. Surgió un nuevo vocabulario para
hablar de ellos y se desarrolló todo un sistema de valores para res-
petar los estilos de los demás sin dejar de sentir orgullo por los
propios.
En resumen, se puso en marcha un proceso de lo que podría-
mos llamar la génesis de una microcultura. Hablar de estilos es una
buena base para el desarrollo de una cultura de aprendizaje: con-
tribuye a enriquecer el aprendizaje más inmediato, pero también
extiende su influencia hacia otras áreas, ya que es posible identifi-
car estilos en todo tipo de contenidos y actividades. Todo proceso
de aprendizaje gana con el debate -siempre que éste sea positivo-
y la comparación de estilos es uno de los mejores temas de conver-
sación para empezar, siempre que las diferencias queden claras y
los participantes muestren respeto por los estilos de los demás sin
dejar de defender los suyos. Sin'embargo, para que el debate sea
positivo, es preciso que éste surja de los intereses de los participan-
tes y se base en el conocimiento y la experiencia.
El caso del contraste entre los estilos de programación humeante
y afilado poseía una base sólida. N o era una mera diferencia de
estilo, aunque mi intención era la de que cualquier diferencia fue-
ra respetada; al contrario, este punto ha sido el centro de numero-
sos debates epistemológicos. El estilo afilado se aproxima a lo que
podríamos llamar maneras de pensar analíticas y generalizadoras,
las más valoradas en el seno de la epistemología tradicional y «ca-
nónica», que desde círculos feministas ha sido acusada de andro-
céntrica, desde círculos afrocentristas ha sido acusada de eurocen-
trista y, en general, desde amplios sectores de la izquierda suele
tacharse de representante del pensamiento de los colectivos domi-
nantes. En efecto, las investigaciones llevadas a cabo por la soció-
loga del MIT Sherry Turkle y por mí mismo demuestran que exis-
te una gran preferencia por el estilo de los hombres de raza blanca;
todo lo cual es suficiente para que los profesores lo consideren re-
levante. Sin embargo, hay aspectos que lo hacen aún más relevan-
te. El paso de un estilo afilado a un estilo- humeante comporta el
distanciamiento de un enfoque abstracto y formal hacia algo que
merece todos los calificativos que Piaget (tomado aquí como re-
presentante de un pensamiento psicológico más abierto) otorga al
pensamiento de los niños: concreto, figurativo, animista e incluso
egocéntrico.
La cuestión tiene mucho que ver, pues, con el interés de los
profesores por el tipo de pensamiento que se considera apropiado
para los niños, pero esta relación interactúa de forma bastante com-
pleja con el segundo criterio que mencionábamos sobre un debate
positivo en el aprendizaje: la necesidad de conocimientos y expe-
riencia. Los profesores deben recibir más y mejor «adiestramien-
to» a fin de desarrollar la capacidad de beneficiarse de la presencia
de los ordenadores y trasladar esos beneficios a los estudiantes.
Puede ser instructivo analizar cómo un pequeño estado cen-
troamericano ha sido capaz de tratar este problema de un modo
que debería avergonzar a la mayoría de los sistemas escolares en
Norteamérica. En mi opinión se debe fundamentalmente a que
ese país se veía a sí mismo como «país en vías de desarrollo», lo
que le supuso una ventaja en comparación con aquellos países que
se consideran «desarrollados»-y que, presumiblemente, ya no ne-
cesitan ir más adelante-. Una de las moralejas de la historia es que
seguramente nos iría mucho mejor si todos nos consideráramos
a nosotros mismos «en vías de desarrollo».
En 1986 Oscar Arias se presentó a las elecciones presidenciales
en Costa Rica. La misma mentalidad que le permitió ganar esas
elecciones, lanzar el proceso de paz en Centroamérica y ganar el
premio Nobel, se reflejó también en su promesa electoral de to-
mar medidas en la dirección de que los niños costarricenses empe-
zaran a pensar en sí mismos como habitantes de un mundo mo-
derno, y no como marginados tercermundistas de mirada ansiosa.
Una de esas medidas consistía en proporcionar ordenadores a to-
das las escuelas primarias del país. Más adelante tendré la oportu-
nidad de señalar algunos de los aspectos de lo que resultó ser un
proyecto ejemplar. De momento, quiero fijarme en cómo el pro-
yecto hizo mucho más que «adiestran>profesores.
Para bien o para mal se tomó la decisión de convocar un con-
curso en el que empresas privadas presentaban un plan, no sólo
de suministro y mantenimiento de ordenadores, sino también de-
terminando el contenido educativo, la preparación de los profeso-
res y el proceso de evaluación que se debería seguir. Era una opera-
ción comercial importante, por lo que no es de extrañar que catorce
empresas presentaran sus propuestas. IBM me nombró consejero
y aceptó mi propuesta de hacer un gran hincapié en la prepara-
ción previa de los profesores, así como en el seguimiento posterior
durante el desarrollo del proyecto. Esto puede no tener demasiado
sentido en el proceso de adecuación presupuestaria propio de un
concurso como éste, pero a la cabeza del departamento de educación
para América Latina de IBM estaba una mujer inteligente, enérgica
y muy poco amiga de la burocracia. Alejandrina Fernández conven-
ció a sus superiores en la corporación de que IBM podía permitirse
algunas pérdidas en el primer año del proyecto. Finalmente, resul-
tó que precisamente esa especial atención al papel de los profesores
hizo que se consiguiera el contrato y fue la base de un modelo que
se ha aplicado con éxito en otros países latinoamericanos.
El gobierno de Costa Rica creó una fundación para supervisar
el proyecto, en un acto poco común de un gobierno con talento
para proteger al proyecto de la burocracia. En la fundación se pres-
tó especial atención al papel de los profesores. U n grupo defendía
que debería facilitarse el trabajo de los profesores todo lo posible.
La mayoría de los profesores en las zonas rurales carecía de expe-
riencia con la tecnología y nunca había sido formada en el uso de
la técnica. Estos profesores, se argumentó, quedarían excluidos para
cualquier uso de los ordenadores que exigiese un cierto grado de
destreza técnica. Este grupo defendía, por tanto, que se utilizase
software de EAO, de modo que si hubiesen conseguido el contra-
to, se habrían diri ido a una compañía que ofreciese un sistema
(«a prueba de pro esores») en el que se enciende el ordenador y
el profesor no tiene ni aue introducir un disco. todo funciona auto-
máticamente controlado por el sistema. El otro grupo argumenta-
ba en favor de ponérselo difícil a los profesores, aunque no lo ex-
presaron exactamente con estas palabras. Finalmente. Costa Rica.
bajo la supervisión de Clotilda Fonseca, ha organizado un progra-
ma ejemplar en el que cientos de profesores, la mayoría sin cono-
cimientos técnicos previos, aprendieron a programar en Logo y vie-
ron nacer un nuevo sentimiento de confianza en sí mismos y en
su país al dominar algo que veían como estimulante, moderno, di-
fícil y «fuera del alcance de personas como ellos». Aquí es notable
el contraste con la postura adoptada por las escuelas estadounide-
nes de que el Logo es «bueno para la educación,, pero «demasiado
difícil para los profesores».
El debate se cerró con la puesta en práctica de un experimento
en el que un grupo de profesores participó en un curso intensivo
de Logo durante tres semanas. Aunque no existe una forma objeti-
va de medir estas cosas, pienso que quedó claro a todos los obser-
vadores que durante esas semanas se aprendieron muchas cosas; y
creo que también quedó claro que eso ocurrió porque los profeso-
res participantes percibieron que el curso era algo más que un reci-
claje para adquirir unas nuevas destrezas técnicas. Se fijaron el pro-
pósito de apropiarse de esa novedad; un propósito profesional que
iba en contra de la visión de la enseñanza como una profesión de-
gradada; y un propósito patriótico en contra de la visión de su país
como subdesarrollado. Para muchas de las participantes fue tam-
bién un proceso de afirmación como mujeres: un elevado porcen-
taje de profesores en la escuela primaria son mujeres y los organi-
zadores del proyecto tuvieron el buen sentido de tener en cuenta
este factor durante el proceso de selección.
El proyecto de Costa Rica nos mostró de una manera muy cla-
ra al ordenador desempeñando un papel en la formación de un
sentimiento de identidad entre los profesores, lo que nos devuelve
al problema de !a concepción negativa de los mismos. En una con-
versación con Oscar Arias, que me pidió mi opinión sobre cuáles
eran para mí los aspectos más interesantes del proyecto, hice hinca-
pié en todo lo que he estado diciendo sobre los profesores. Su ros-
tro reflejó la gran alegría que le produjo escuchar cuánto entusias-
mo habían puesto los profesores en el proyecto. Me explicó que,
anteriormente, sus ideas sobre los profesores tenían más que ver
con reivindicaciones de más dinero y menos horas de trabajo y
me confesó su alegría porque el proyecto también había servido
para educarle a él. Abandoné el palacio presidencial sintiéndome
orgulloso por haber formado parte de un proyecto que dio a los
profesores la oportunidad de mostrarse tal como son y de conver-
tirse en algo más.
Además de la ya mencionada oportunidad de desarrollar un sen-
timiento de identidad, el Programa de Informática Educativa po-
see otros rasgos que favorecen el desarrollo de los profesores. Uno
de estos rasgos es el compromiso entre el laboratorio de informáti-
ca (algo inevitable, dadas las restricciones financieras) y el ordena-
dor en la clase. Los estudiantes se desplazan para utilizar los orde-
nadores, pero lo hacen con su profesor. Además, el profesor aprende
con ellos, ya que en el laboratorio hay también un profesor de in-
formática que ha tenido la oportunidad de formarse (hasta un punto
poco común incluso en los países más «desarrollados») no sólo
como técnico sino como intérprete de una cultura del aprendizaje.
Una versión ligeramente distinta de este compromiso viene ejem-
plificada por lo que ha sido uno de los objetivos del modelo favo-
recido por el grupo de investigación en el MIT del que soy miem-
bro, primero en la Lamplighter School de Dallas y después en el
proyecto Headlight en la Hennigan School de Bostori. El modelo,
que exigía unos recursos superiores a los que Costa Rica pudo per-
mitirse -aunque, proporcionalmente, mucho menores, dada la ri-
queza de ambos Estados-, incorporaba originalmente tres princi-
pios esenciales. Primero, el número de ordenadores sería suficiente
como para que cada clase pudiera dedicarles como mínimo un rato
cada día con su profesor, a fin de que cada estudiante tuviera acce-
so a un ordenador. Segundo, aunque ocasionalmente se haría uso
de software especializado, el uso principal de los ordenadores se
haría sobre el supuesto de que todos, estudiantes y profesores, sa-
brían programar en Logo. Tercero, todos los profesores deberían
tener no sólo los conocimientos suficientes, sino también la sufi-
ciente libertad de elegir el uso que harían de los ordenadores a fin
de poder expresar sus propios estilos de trabajo. Más tarde se aña-
dió un cuarto principio cuando la Gardner Academy, una escuela
primaria del centro de la ciudad de San José con un alumnado prin-
cipalmente de origen latino, desarrolló su propia versión de los tres
principios con el nombre de proyecto Mindstorm. El cuarto prin-
cipio afirma las ventajas de un desarrollo explícito dentro de la es-
cuela de una cultura y una filosofía de la educación propias. El
nombre del proyecto indicaba la intención de adoptar mis ideas;
sus divergencias respecto a lo que yo había propuesto determinan,
en mi opinión, parte de su éxito. En educación, el principal signo
de éxito no es tener imitadores, sino inspirar a otros para que lle-
ven a cabo empresas diferentes.
El proyecto fue puesto en práctica por el Technology Center
de Silicon Valley, lo que permitió al proyecto evolucionar sin in-
terferencia~,cuando la escuela y el director fueron seleccionados.
La directora era Carol Sperry, que se había aproximado a la infor-
mática después de muchos años como profesora. Creo que su ex-
periencia fue fundamental para animar a los profesores a crear su
propia cultura en la escuela y a percibirla como suya propia. Carol
Sperry no era alguien que procediera de la universidad o de la bu-
rocracia escolar para explicar a los profesores qué hay que hacer
con los ordenadores. Puesto que ella era también una profesora,
no se creía en la obligación de tener que responder ante nadie fue-
ra de la escuela, ni sintió ningún complejo al pedirles a los profe-
sores que la ayudaran a «introducirse en la disquetera junto con
el disco del Logo». Todos se sintieron implicados en el proyecto
y eso creó una cultura de los profesores poco usual, lo que, a su
vez, otorgó a los profesores la confianza intelectual necesaria para
alimentar una cultura propia entre los estudiantes. U n ejemplo será
muy útil para ilustrar este punto.
Cuando comenté el caso de Brian y Henry mencioné a un es-
tudiante que habló de ponerle más «gracia» a sus gráficos por or-
denador. Ese estudiante, que pertenecía al proyecto Mindstorm,
explicó que quería hacerse mayor para juntar las matemáticas y
el arte. Lo raro no es que el estudiante dijera lo que dijo sino que
sus profesores aceptaran esta manera de pensar en las matemáti-
cas. Lo que se le suele pedir al profesor es otra cosa: en tanto en
cuanto existan unos contenidos definidos el profesor no tiene por
qué preguntarse qué es y qué no es matemática. Sin embargo, aquí
el profesor aceptó lo que podría clasificarse como un problema fi-
losófico y aceptó participar en un debate con los estudiantes y con
FIGURA 4. ¿Es esto matemáticas?
Hasta aquí mi nuevo interés por las flores se limitaba a sus nom-
bres y permanecía dentro de mi pasión por la etimología. Después
del incidente con la margarita el interés pasó de las palabras a las
cosas. Empecé a observar las flores y a pensar en su estructura. El
concepto de flor estaba cambiando y en mi mente surgían nuevas
nociones: la unidad de pensamiento dejó de ser la flor y pasó a
ser la planta y, poco a poco, entidades difusas como la «familia
de las rosas» (que incluye, además de las rosas, a las cerezas, las man-
zanas y las fresas) iban haciéndose más reales. También empecé a
pensar en los botánicos: fue fácil ver que su definición de flor ex-
cluía a las margaritas; era una simple cuestión de lógica. Pero lle-
gar a apreciar los motivos por los que se adoptó esa definición fue
un proceso esencialmente diferente y mucho más complejo, más
parecido a asimilar una cultura que a comprender un concepto.
Poner nombres siguió siendo una cuestión importante dentro
del complejo sistema de relaciones en mi mente. U n ejemplo sim-
ple es el del nombre daisy (margarita). Ahora que esta humilde flor
se había convertido en el centro de interés, empecé a hurgar en
FIGURA 6. El disco O la masa central de muchas inflorescencias se compone de muchas
flores minúsculas como ésta. Lo que parecen pétalos son también flores completas por
sí solas.
FIGURA 8. Debbie anotaba cada día sus planes y sus progresos en el cuaderno. El texto
de la parte superior de la pantalla dice: Una fracción es cuando se divide algo en partes
iguales o mitades.
goría de deberes que uno tiene que quitarse de encima cuanto an-
tes. Por el contrario, se convirtió en una empresa personal y signi-
ficativa, capazde movilizar energía intelectual. En el libro de Ha-
rel, Childrens as Sofware Designers («Los niños como diseñadores
de software»), que constituye uno de los análisis más completos
sobre el uso de los ordenadores por los niños que conozco, se ana-
lizan otras interpretaciones posibles.
El proyecto de diseño de software de Debbie no tuvo siempre
estas características. En las primeras semanas le prestó atención sólo
esporádicamente, repartiendo su tiempo ante el ordenador entre
la indiferencia de ir dibujando las representaciones de los quebra-
dos en la pantalla y el entusiasmo de crear animaciones para deco-
rar unos poemas que había escrito expresando sus sentimientos.
U n día la casualidad hizo que ambas actividades se relacionaran.
Se dio cuenta de que una de las técnicas de programación que uti-
lizaba para sus motivos decorativos también podía utilizarse para
hacer más atractiva su representación de las fracciones. Una cosa
trajo consigo la otra. Uno de sus compañeros vio su pantalla y le
preguntó cómo había conseguido ese efecto. De repente esta niña
que había llevado una vida gris como miembro de la clase se vio
elevada a la categoría de «experta» que poseía un conocimiento al
que otros aspiraban. Así cambió su actitud hacia el proyecto. An-
tes procuró mantenerse tan al margen como le fue posible; ahora,
arropada por el éxito, quería dedicarse a él en todo momento. Así
que empezó a explorar, a buscar quebrados.
El proyecto de Debbie empezó a ponerla «entre quebrados» en
el mundo real, otorgándoles una realidad que hasta entonces nun-
ca habían tenido para ella. Antes los quebrados sólo existían en
el aula e incluso dentro de estos límites ya de por sí pequeños, que-
daban relegados a la pizarra del profesor y a las hojas de ejercicios
de Debbie. N o había punto de apoyo para explorarlos, para enta-
blar una relación con ellos. Cuando salía de clase los dejaba atrás.
Ni que decir tiene que no los veía más que en las tartas que se
dibujaban en clase para representarlos. Ahora Debbie la poetisa poco
a poco ha empezado a ver quebrados en todas partes. H a empeza-
do a andar un camino para establecer una relación con los quebra-
dos al introducirlos en su red de intereses, desafiando las maniqueís-
tas reglas de la escuela: la poesía es poesía y las matemáticas son
matemáticas.
FORWARD 100 45
FORWARD 150
FORWARD 100
LEFT 90
FORWARD 100
* Todo cuanto se relata en este párrafo es válido sólo para el inglés. En castellano
«realimentación» o «retroalimentación» siempre han mantenido su significado tecnoló-
gico y nunca han sido aplicables a las relaciones humanas en el sentido de «obtener una
respuesta de alguien», «interactuar» o incluso «influir». [N. del T.]
rapia familiar habló de cómo una relación puede deteriorarse cuan-
do el malhumor de una persona induce a los demás a comportarse
de una manera que no hace más que aumentar su malhumor. Este
uso de la palabra se acercaba bastante a su significado técnico ori-
ginal, pero mi amigo desconocía tal relación y se sorprendió mu-
cho ante el hecho de que esa espiral de malhumor pudiera mode-
larse acercando un micrófono a un altavoz y subiendo el volumen:
un pequeño sonido susurrado junto al micrófono produce un so-
nido desde el altavoz que «realimenta» al micrófono. Como el so-
nido que. realimenta al micrófono es un poco más alto que el susu-
rro original, se genera un proceso en espiral que va en aumento
hasta que la habitación se ve invadida por un pitido insoportable.
Este fenómeno se conoce como «retroalimentación positiva». Sea
cual sea el estado del sistema, el nivel de malhumor o el nivel de
sonido producen un efecto que hace aumentar ese estado: hay re-
troalimentación positiva; y cuando esto ocurre, el malhumor o el
sonido o cualquier otra cosa crecen hasta que algo frena el proceso
o hasta que el sistema estalla.
Otro signo de la apropiabilidad del concepto es la facilidad con
que se ha incorporado a la descripción de situaciones humorísti-
cas. Uno de mis estudiantes me contó un caso real que ejemplifica
lo que acabo de decir. Una pareja, llamémosles A y B, compartían
la cama y una manta eléctrica. La manta disponía de controles se-
parados para cada usuario, de modo que cada uno podía ajustar
a su gusto la temperatura de su lado de la cama. Al menos esto
es lo que se pretendía con ello. Una vez hubo un cruce en el uso
de los mandos, de manera que A, en el lado izquierdo, accionaba
el mando que controlaba la temperatura del lado derecho y vice-
versa. A se despertó porque sentía frío y accionó los mandos para
subir la temperatura. Pero ésta subió en el lado de B que, al sentir
calor, la bajó un poco. A tenía todavía más frío que antes y volvió
a subirla. Entonces B sintió aún más calor, por lo que volvió a
reducir la temperatura. A ya estaba tiritando, así que subió la tem-
peratura al máximo, lo que no hizo más que hacer insoportable
el calor en el lado de B y que éste la redujera al mínimo. Una vez
resuelto el embrollo, y por si no lo sabían antes, A y B seguro que
ahora saben algo de la retroalimentación positiva.
La retroalimentación negativa, más útil y más fascinante, hace
todo lo contrario. El modelo más simple es el de un termostato
que controla el funcionamiento de un sistema de calefacción y aire
acondicionado. Fijemos la temperatura a 20 grados. Si la habita-
ción se calienta por encima de los 20 grados, el termostato pondrá
en marcha el aire acondicionado. La retroalimentación se llama
negativa, porque la cantidad de calor tiene el efecto de reducir el
calor, mientras que la cantidad de frío tiene el efecto de reducir
el frío. En cierto modo, ningún mecanismo puede ser más simple.
Sin embargo muchos se han visto impresionados por la semejanza
cualitativa que este sistema posee en relación con un ser vivo: ac-
túa como si tuviera un objetivo, como si estuviera decidido a man-
tener la temperatura al nivel fijado de 20 grados.
Algunas personas se han enzarzado en una interminable discu-
sión filosófica sobre si un termostato posee unas intenciones y unos
objetivos. A mí esa discusión, si se lleva a cabo con el objetivo de
alcanzar alguna verdad última, se me antoja como algo fútil y va-
cío de contenido, sin embargo, creo que hay maneras de orientarla
que pueden ser útiles para que los niños traten ciertos principios
epistemológicos y psicológicos. El descubrimiento de que ese prin-
cipio puede utilizarse para el diseño de objetos que pueden com-
portarse como si tuvieran un objetivo es básico para la tecnología
moderna. Pero el hecho de que un termostato aparente tener el
objetivo de mantener constante la temperatura de una habitación
no me resulta particularmente atractivo. Sin embargo, cuanto más
sé acerca de cómo funcionan tales objetos, más me impresiona el
ver un vehículo de Lego seguir una luz o girar hacia mí cada vez
que doy una palmada. ¿Acaso mi reacción se debe a un pequeño
residuo de metafísica en mi pensamiento? ¿Sedebe quizá a que esa
cosa está a medio camino entre lo uno y lo otro? Sé que no está
viva, pero tiene lo bastante de ser vivo como para impresionarme,
a mí y a muchos otros. Sea cual sea el motivo, estas cosas son fasci-
nantes y construirlas es una buena manera de participar de un área
importante de conocimientos.
Otro aspecto de este principio es que también es generativo:
puede utilizarse para comprender muchas situaciones, algunas de
ellas de la manera más sorprendente. También es rico en chistes
intelectuales y situaciones cómicas o paradójicas.
Ya tuvimos la oportunidad de ver una situación cómica con
la manta eléctrica. En la misma línea he aquí una pregunta con
trampa: ¿cómo se puede utilizar un pedazo de hielo para calentar
una habitación? Esta pregunta es mucho mejor que cualquier ver-
sión del muy manido problema de calcular el volumen de un gas
calentado a 20 grados. Bueno, pues ésta es la respuesta: acercas el
hielo al termostato. ¿Qué efectos tiene esto? Hace pensar al ter-
mostato que la habitación está muy fría, así que pone en marcha
la calefacción. Mientras el hielo permanezca junto al termosta-
to, la calefacción funcionará a toda potencia. La habitación se ca-
lentará tanto como el sistema de calefacción sea capaz de calentarla.
Nuestra temperatura corporal se mantiene gracias a un termos-
tato mucho más complejo que el simple aparato que regula el am-
biente de una habitación. Sin embargo, ambos han de regirse por
los mismos principios: de alguna manera el sistema ha de ser ca-
paz de saber si la temperatura exterior es menor o mayor que el
umbral fijado, es decir, unos 36 grados. Si la temperatura está por
debajo de este umbral, se pone en marcha un proceso que eleva
la temperatura, como por ejemplo temblar o constreñir los vasos
sanguíneos próximos a la piel. El movimiento de los músculos ge-
nera calor y la vasoconstricción minimiza las pérdidas de calor.
Si la temperatura está por encima del umbral, entonces el proceso
que se pone en marcha va dirigido a disminuirla; por ejemplo, en
este caso, el jadeo, la sudoración y la dilatación de los vasos sanguí-
neos superficiales.
Esto es fácil de comprender. Pero he aquí otra pregunta difícil:
cuando uno tiene fiebre tiene calor, pero también tiembla. Sin em-
bargo, el temblar es una reacción contra el frío. ¿Por qué se tiem-
bla cuando se tiene fiebre?
Esta pregunta es un buen ejemplo de una atractiva paradoja.
La respuesta pasa por el reconocimiento de que tener calor o frío
es relativo. Cuando uno tiene fiebre está más caliente comparado
con la temperatura normal, pero no con el umbral del termostato:
la fiebre hace subir la temperatura por un proceso equivalente al
de poner más alto el umbral del termostato, de modo que los me-
canismos para la regulación de la temperatura corporal siguen ac-
tuando con este nuevo umbral de temperatura.
Otro fenómeno explicable en términos de la fijación de un «ni-
vel de umbral» por parte de nuestro cuerpo para un mecanismo
de retroalimentación es el que frustra el objetivo de perder pe-
so de una persona a dieta. Parece que el cuerpo «intenta» mante-
ner un cierto nivel de peso ajustando el grado de energía que se
disipa. Si este nivel de peso no se corresponde con el deseado por
la persona, se produce un conflicto de intereses entre el objetivo
de la persona y el mecanismo de retroalimentación de su cuerpo
que controla el peso: cuando el peso desciende por debajo del um-
bral establecido por el sistema de retroalimentación, el mecanis-
mo pone en marcha toda una serie de procesos destinados a ganar
peso, o en todo caso, a minimizar las pérdidas.
Una marcha muy rápida y muy poco potente Una marcha rápida y poco potente
Una marcha ráplda y poco potente Una marcha muy lenta y muy potente
* Augusta Ada King, condesa de Lovelace (Londres 1815-1852), hija de lord Byron,
el famoso poeta, y criada por numerosos tutores, entre ellos el ilustre matemático Augustus
De Morgan, acabó por dedicarse a las matemáticas como colaboradora de Charles Bab-
bage, para cuyo prototipo de ordenador digital escribió un programa. Se la considera
como la pionera de la programación de ordenadores. [N. del T.]
¿Qué hacer?