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HECHIZADOS

Kattie Black
©Kattie Black, junio de 2020
Portada: Kattie Black
Hechizados está registrada bajo una licencia Creative Commons. No se permite la distribución, comercialización, reproducción ni el
uso en obras derivadas sin permiso expreso de la autora y los editores.
Introducción
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Con los mejores deseos y las mejores vibraciones a:
Sophie y Nellie, por su consejo, su apoyo incondicional y su ayuda.

Con los peores deseos a: los ex tóxicos que todas hemos tenido.
Introducción
Crimson Falls, Maine. Abril, a la hora del té.
El silbido estridente de la tetera de metal inundó la habitación. Hasta el momento, los tres
habían estado sentados a la mesa en absoluto silencio.
«¿Será este un nuevo comienzo o el final para nuestra saga?», se había preguntado Tabatha un
centenar de veces, quizás más de mil, desde que la abuela se había marchado por fin. Fue un
trance sencillo, sin dramas ni ceremonias. Así era su madre, y así se había ido. Tabatha sabía que
jamás se sentiría sola, pero en aquel preciso instante su mente viajaba entre diferentes planos y
escenarios, intentando averiguar qué era lo que les deparaba el futuro a ella y a los suyos ahora
que se había convertido en la guía de las mujeres Sallow.
—El té está listo —murmuró Radagast, dudando si interrumpir los pensamientos de la mujer
que parecía no haber oído siquiera la tetera.
Tabatha salió del leve trance y fijó sus ojos violetas en él. ¿Desde cuándo se conocían ella y
aquel hombre animalesco? Hacía ya tantos años que era difícil de calcular. Para alguien en su
sano juicio entablar amistad con aquel tipo era algo impensable, pero Tabatha era capaz de ver
mucho más allá de su melena enmarañada y sus uñas largas como garras. Además de ser un buen
amigo, Radagast era un buen aliado gracias a su extraño don. Sí, era un hombre salvaje, pero eso
le hacía estar en perfecta comunión con la naturaleza. «Más como él necesitaremos…», se dijo
para sí misma.
—Yo iré —reaccionó de pronto la señora Barnet—. No te muevas, Tabatha, yo me encargo.
Como si aquella casa fuese suya, la oronda mujerona se movió resuelta hacia el hornillo,
apartó la tetera del fuego y después sacó tres tazas floreadas de porcelana de la alacena. Habían
sido vecinas y amigas desde que ambas podían recordar, y aquella familiaridad era una aliada en
momentos como ese. Con cuidado, pero dispuesta, la señora Barnet sirvió el té en la mesa de la
cocina, donde los tres habían estado sentados. No colocó la loza en el centro, ya que ese lugar
estaba destinado a un objeto muy especial. Los tres tomaron sus vasos humeantes evitando mirar
aquello. El silencio, que antes había sido calmante, ahora les apremiaba.
—Bueno… —carraspeó Radagast antes de seguir hablando, y al hacerlo pareció un oso de
gran tamaño—. ¿Qué es?
—Una carta —respondió Tabatha sin más. Su expresión confiada y tranquila no se alteró un
ápice.
—Ya sabemos que es una carta —intervino de nuevo la señora Barnet. Ella y el otro invitado
se miraron ansiosos. No temían a Tabatha, pero sí respetaban sus talentos—. Él se refería a si
es…
—¡Oh! —exclamó Tabatha de pronto—. ¿Cómo hemos podido ser tan maleducados? Falta
alguien a la mesa…
Y dicho esto se levantó presurosa y salió de la cocina. Al volver, las coloridas telas de su
falda larga se enredaban en sus piernas por la premura.
—Aquí está —anunció Tabatha dejando la vieja lata de galletas sobre la mesa. De nuevo
Radagast y Barnet se miraron, pero esta vez había complicidad y compasión en sus ojos—. Lo
siento, mamá, casi empezamos sin ti. Además, he traído esto para alegrar el té. Saben los dioses
que disfruto de las hierbas, pero la situación requiere algo más contundente.
Sin más dilación extrajo el corcho de una botella de cristal que había llevado en la otra mano.
Derramó el líquido sin miramientos en las tazas, mezclándolo con la infusión. Aquel brebaje era
meloso y malteado, del mismo color dorado del whisky, y despedía un olor que encandilaba el
alma.
Tabatha, mientras se atusaba la rosa y rizada melena con una mano en un vano intento por
peinarla, volvió a sentarse a la mesa, y esta vez alzó su taza instando a los otros dos a unirse a ella
en un improvisado brindis. En su rostro maduro, apenas maquillado ni surcado por arrugas pese a
que ya sobrepasaba la sesentena, traslució cierta amargura.
—Hasta pronto, madre —dijo en voz queda, mordiéndose los labios por la emoción. Con
cuidado chocó su taza con la vieja lata que contenía las cenizas de su difunta progenitora—.
Gracias por todo.
Los tres se llevaron las tazas a los labios entre asentimientos y gestos de comprensión. Apenas
habían bebido un sorbo cuando un gato de cuerpo esbelto y menudo entró como una tromba en la
habitación. Los tres miraron sorprendidos al animal, que se subió a la mesa de un brinco hasta
ponerse a la altura de los humanos.
—¡Garfunkel! —intentó reñir Tabatha al gato anaranjado—. Esos no son modales.
El gato se sentó en la mesa y comenzó a maullar con fuerza. Parecía molesto.
—Vamos, amigo —alzó la voz Radagast para hacerse oír por encima del berrinche de aquel
gato del color del cobre—. No nos hemos olvidado de ti. ¡Jamás haríamos eso!
Aquellas palabras parecieron calmar el enfado del felino que, aun así, permaneció altivo
sentado en la mesa junto a la misteriosa carta. Radagast, en un gesto de redención sincero, alargó
la mano hasta uno de los armarios bajos que tenía al lado y sacó un platillo de metal. En él vertió
parte del contenido de su taza y Garfunkel pareció abandonar el enfado por fin.
Los ahora cuatro allí reunidos brindaron por la difunta madre de Tabatha.
En cuanto esta despegó los labios de la porcelana, con los ojos cerrados, entonó una salmodia
en voz baja, prácticamente en silencio. Radagast y la señora Barnet supusieron que rezaba.
En aquel momento, como si la propia Tabatha hubiese accionado algún resorte oculto, la
ventana de la cocina se abrió de par en par. Un inusitado aire vespertino abofeteó a los presentes
con manos gélidas. Aquella ventolera entró en la estancia silbando y haciendo que las faldas de
las cortinillas de ganchillo se agitaran frenéticas. Radagast se levantó dispuesto a cerrar la
ventana, pero la mano de la señora Barnet en su brazo lo detuvo de golpe. El desaliñado hombre
no se había dado cuenta, pero Tabatha seguía en aquel nuevo trance.
De pronto Garfunkel bufó enfadado a aquel viento sobrenatural que le agitaba todos los pelos
anaranjados del cuerpecito. La carta comenzó a alzarse planeando como un avión de juguete hecho
de papel. El aire se arremolinó con fuerza en la cocina y, por fin, el sobre bien cerrado voló al
exterior, planeando hasta perderse en la lejanía.
Poco a poco, el clima dentro de la cocina comenzó a calmarse de nuevo. La ventolera cesó por
completo y, lentamente, ambas hojas de la ventana volvieron a cerrarse. Radagast y la señora
Barnet se quedaron inmóviles en sus posiciones, esta agarrándole el brazo a él, que seguía de pie.
Garfunkel, fastidiado, comenzó a lamerse el cuerpo intentando recolocar su pelaje anaranjado en
orden.
—Bueno —habló Tabatha por fin con voz serena, como si nada acabase de suceder—.
¿Brindamos de nuevo?
Capítulo 1
Torre Lockwood, Nueva York.
Eres mía. No tienes adonde ir. Este es tu lugar, y siempre lo será: a mi lado.
Aquella voz seguía resonando en su cabeza como un terrible mantra mientras corría. Sentía el
frío bajo los pies descalzos mientras avanzaba a toda prisa por los pasillos de la Torre
Lockwood, que parecían alargarse para que no alcanzara nunca su final.
—Ábrete… Ábrete, por favor —le rogó a la puerta del ascensor con la voz rota. Tenía tanto
miedo que apenas podía respirar.
Volvió la cabeza lo suficiente para ver la sombra al otro lado del pasillo, saliendo de la
habitación que acababa de abandonar. Su corazón redobló los latidos. Las puertas de metal se
deslizaron para darle paso y entró con rapidez. Aún cuando las puertas se cerraron podía sentir la
pesada presencia acercándose en su dirección, buscándola como un sabueso a su presa.
Se arrojó contra el panel del ascensor, iba a apretar desesperadamente el botón de la primera
planta, pero se detuvo en seco cuando la luz comenzó a parpadear. Entonces volvió a escucharlos.
No era la primera vez, aquellos susurros la habían acosado desde el día en que pisó aquella
maldita torre, pero nunca los había oído con tanta claridad como en ese momento. Parecían brotar
del hueco del ascensor, elevarse hasta hacer vibrar la plataforma sobre la que se encontraba
suspendida, como si gritasen desde cientos de metros más abajo. No sabía qué decían, las voces
eran ininteligibles, pero sabía que la estaban llamando, de alguna manera que no era capaz de
comprender.
Presa del terror, golpeó con fuerza los últimos números del panel, con la pavorosa certeza de
que alguien esperaba al otro lado de la puerta en ese mismo instante. El ascensor subió, los
números rojos en la pequeña pantalla comenzaron a sucederse, y se detuvieron en el sesenta y
cinco. La última planta. Abajo, la inquietante salmodia de voces seguía repitiéndose.
No puedes, y no quieres escapar.
Pero sí que quería. Nunca había tenido nada tan claro, nunca una decisión había sido tan
urgente, tan potente como para hacerla olvidar todo lo demás. Con el camisón enredándose entre
sus pies recorrió otro largo pasillo a toda prisa. Las puertas del ascensor volvieron a cerrarse.
Escuchó el zumbido y el traqueteo de las poleas cuando comenzó a descender.
En esa planta las paredes eran de un gris deslucido, como si llegados a ese punto se hubieran
cansado de construir dejándolo todo a medias. Estaba oscuro, y solo podía ver la luz de la ciudad
reflejándose al otro lado del pasillo como una promesa de libertad.
«Si llego a la luz estaré a salvo». Aquel pensamiento irracional la hizo correr más deprisa,
esforzarse hasta la extenuación hasta alcanzar el ventanal. Abrió las manos sobre el cristal y
observó las luces de la ciudad. Tras el mar de agujas negras y estrellas titilantes el horizonte ya se
prendía con las primeras luces del amanecer.
Respiró con más facilidad. Apoyó la frente en la ventana y dejó que la sensación fría la
anclase a la realidad por un momento.
No fue suficiente. Ya no tenía tiempo. Escuchó las puertas del ascensor abrirse, y al volver el
rostro vio la sombra alargarse, proyectada por la luz del receptáculo, que ahora le parecía roja.
La oscuridad en el corredor se volvió más densa, la sintió reptar y rozarle los pies a medida que
él se acercaba.
—Déjalo ya. Vuelve a la cama. Aquí estás a salvo. —La voz profunda le llegó clara. Su tono
era suave y sereno, pretendía calmarla, pero a ella se le erizó el vello de todo el cuerpo y sintió
unas repentinas ganas de vomitar de puro miedo—. Nada de eso es real…
Las últimas palabras provocaron un eco extraño. Quedaron suspendidas en el aire, y su
corazón se saltó un latido cuando comprendió que solo tenía una escapatoria. Se volvió hacia las
escaleras de servicio y corrió hasta abrir la puerta de la azotea.
El viento frío hizo latiguear los faldones de su camisón contra sus muslos. El sol comenzaba a
despuntar entre las nubes. Cuando llegó al borde de la terraza, vio la niebla enredándose entre los
edificios y sintió una extraña paz.
El mundo seguía su curso allí abajo. Al otro lado de aquel infierno existía algo mejor; ese
lugar en el que podría al fin respirar. Había estado tan aterrada… Estaba tan cansada.
Subió un pie al borde, subió el otro y cerró los ojos.
—¡No! ¡No te dejaré ir! —tronó una voz a sus espaldas.
Y, sonriendo, saltó al vacío.
El suelo iba vertiginoso a su encuentro. El mundo se convirtió en un torbellino de luces
parpadeantes y líneas de colores. El viento retumbaba en sus oídos. Y cuando creía que iba a
sentir el dolor de los huesos al romperse, despertó con el corazón latiendo en su garganta y las
sábanas pegadas al cuerpo.
—No…, otra vez no —se lamentó, llevándose las manos a las sienes.
Aquellos sueños eran tan reales que cuando despertaba le era imposible sacudirse las terribles
emociones. Una espesa angustia le encogía el estómago, y un peso invisible le oprimía el pecho.
Odiaba aquello con todas sus fuerzas, y no era la primera vez que le ocurría. Le había pasado
tantas veces que casi se lo tomaba con resignación. Cuando logró tomar un contacto completo con
la realidad, Sarah se deslizó sobre las sábanas, se sentó en la cama y cogió el móvil de la mesilla.
Eran las nueve de la mañana. Esperaba que el doctor Martin tuviera un hueco para ella.

Sarah Lockwood había aprendido a convivir con su propia mente, de alguna manera que ni
ella misma entendía. La resignación era algo más que necesario para no desesperarse, pero
aquella mañana se sentía especialmente vulnerable y molesta. Hacía mucho tiempo que las
pesadillas no la visitaban, y por muy resignada que estuviera al comportamiento cíclico de su
enfermedad, aquello la amargaba.
«Otra vez aquí…», se dijo con pesar.
La voz monótona del doctor Martin sonaba como un telón de fondo para sus pensamientos.
Llevaba un buen rato sin escucharle, mirando los altos edificios de Nueva York a través del
inmenso ventanal de cristal de la consulta. Era distinto a los impersonales despachos de la Torre
Lockwood, o a su propio apartamento gris y triste; pretendía calmar los sentidos con paredes azul
pastel y mobiliario blanco de ángulos suaves, pero a Sarah le parecía el mismo escenario, como si
toda su vida se estuviera desarrollando en el interior de una cajita de cristal a través de la cual
viera la existencia transcurrir.
Una bandada de pájaros pasó ante la ventana, entre los rascacielos, y cerró los ojos un
instante, imaginando las calles a cientos de metros bajo el armonioso vuelo de las aves.
Necesitaba sentir el aire en la cara y escuchar algo más que el ruido de los cláxones y la frenética
vida de la ciudad. Su imaginación era fértil, demasiado, a juicio del doctor Martin y de su propio
padre, que esa mañana se encontraban allí con ella hablando sobre su mente como si pudieran
meterse en su cabeza y reordenar las cosas a su antojo.
—No creo que debamos elevar la dosis, puede que sea algo circunstancial, ¿hay algo que te
esté provocando estrés, Sarah? —El doctor Martin se colocó las gruesas gafas sobre el puente de
la nariz y la observó, entrecerrando los ojos al ver que la muchacha seguía absorta en sus
pensamientos.
Estaba imaginando las copas de los árboles de Central Park, los caminos serpenteantes de
tierra, los lagos reflejando la luz matutina del cielo, el verde intenso de los árboles que se erguían
orgullosos en aquel oasis entre el asfalto y la polución. Quiso estar allí, invisible como una
corriente de aire, como un pájaro cuyo vuelo pasa inadvertido.
—¿Sarah? Cariño, responde al doctor, por favor. —La voz de su padre le llegó clara cuando
sintió el tacto de sus dedos sobre su brazo en un agarre tan cálido como autoritario.
Parpadeó y volvió la mirada al doctor Martin. Su rostro serio la escrutaba tratando de
diseccionarla. Tenía la cabeza rodeada por una pelusilla blanca, como si no acabase de aceptar la
realidad de su calvicie.
«Me hacen sentir como una de esas mariposas de la colección de mi padre». Su voz sonaba
cansada incluso dentro de su cabeza.
—No… Mi vida sigue como siempre. Evito el estrés y sigo las rutinas que me recomendó.
—Y yo me aseguro de ello —intervino su padre, con su poderosa y segura voz.
Christopher Lockwood no dejaba que nada escapara de su control, y ella no iba a ser una
excepción. Sarah se sentía agradecida por el apoyo y la ayuda, pero comenzaba a sentirse
ahogada. Tenía veinticinco años, pero vivía como una adolescente con problemas a la que no
dejaban dar un paso sin supervisión. Podía entenderlo, habían vivido épocas muy duras, pero le
dolía que no le diera una oportunidad para demostrar que podía gestionar todo aquello como la
adulta que era.
—Ya no necesito que te asegures de nada, papá. De hecho, llamé al doctor Martin para venir
sola —dijo echando una mirada acusatoria al doctor.
—Le dije al doctor que me avisara siempre que tuvierais consulta —le defendió Christopher.
—Aún es pronto para eso, Sarah —respondió el aludido sin inmutarse—. Bien, no
aumentaremos la dosis, pero es necesario que monitorices tus rutinas y tus estados de ánimo. La
semana que viene revisaremos tu diario y comprobaremos si hay algo de lo que preocuparse.
—Y que no vuelvas a dejar las pastillas, ¿estás segura de que no olvidaste tomarlas? —la
interrogó su padre.
Sarah suspiró como única respuesta, volviendo la mirada hacia la ventana. Los cristales de los
rascacielos reflejaban el gris que cubría el cielo aquella mañana plomiza. Trató de pensar en los
pájaros, pero su corazón pesaba demasiado en ese instante para alzar el vuelo.

El viaje de regreso fue algo incómodo. Christopher le hablaba con su voz calmada, intentando
que entendiera algo que hacía mucho había comprendido: no era una persona normal y debía vivir
en consecuencia. Aquel discurso la agotaba tanto que dejó de prestarle atención. Sintió un extraño
alivio al llegar a la Torre Lockwood; el lugar que había sido su hogar desde hacía veinte años.
Apenas tenía un recuerdo vago de haber vivido en otro sitio.
Desde abajo aquel edificio de sesenta y seis pisos siempre le había parecido una extraña
construcción mitológica, como una aguja piramidal alzada para adorar a algún eléctrico dios de la
modernidad hecho de metacrilato, cromo y fibra óptica. Allí dentro, los trabajadores de la
empresa de telecomunicaciones LockNet ejercían como inconscientes sacerdotes, adorando a su
dios a las órdenes del poderoso Christopher Lockwood, que también poseía un bufete de
abogados y una gestora en el mismo rascacielos. Las oficinas, salas de comunicación, almacenes,
despachos y los cuartos llenos de servidores se elevaban hasta el piso sesenta y cuatro. Las dos
últimas plantas eran propiedad de la familia Lockwood, cuyos únicos integrantes en la actualidad
eran Sarah y su padre.
—Cariño, hoy tómate el día libre, ve a tu apartamento y relájate. —Christopher la agarró por
los brazos con suavidad y depositó un beso en su frente, deteniéndose en el vestíbulo del edificio
para mirarla.
Siempre que esos ojos negros y profundos se fijaban en ella tenía la impresión de estar a punto
de caer en el interior de un pozo.
—¿No sería mejor que siguiera con mi vida de una manera normal? Solo ha sido una
pesadilla…
Su padre suspiró y la soltó despacio, pasándose una mano por el pelo canoso y perfectamente
peinado hacia atrás. Su rostro anguloso adoptó una expresión preocupada. Iba de camino a los
sesenta, pero seguía siendo un hombre atractivo. Su talante seguro irradiaba un aura de autoridad y
fuerza que hacía difícil llevarle la contraria en la mayoría de los casos. No obstante, Sarah
intentaba hacerlo cada vez que podía.
—No es la primera vez que ocurre, y siempre acaba siendo algo más que una pesadilla. Si no
quieres hacerlo por ti, hazlo por mí. Tengo mucho trabajo en el bufete y estaré más tranquilo si sé
que estás en casa, a salvo y en calma, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —No pudo contra aquello. Su padre siempre sabía cómo convencerla.
Acompañó sus palabras con un asentimiento y le devolvió el abrazo cuando se despidió de ella de
camino a la sala de juntas.
Volvería a casa, a encerrarse durante unos días, abandonando sus estudios y su vida hasta que
su padre se calmase o las pesadillas no regresasen; lo que ocurriera antes.
«No sé si voy a poder aguantar esto otra vez», pensó con fastidio. «Por favor, dioses, si
existís, dadme una excusa para saltarme esta cuarentena».
Se metió en el ascensor, introdujo su llave en el cuadro de mando y pulsó el piso sesenta y
cinco, prohibido para el resto de ocupantes del edificio. Sarah se sentía como el personaje de un
videojuego desbloqueando un nivel secreto cada vez que lo hacía.
Las puertas empezaron a cerrarse y mientras la visión del pasillo de recepción se estrechaba,
vio una figura acercarse a toda prisa. Un pie enfundado en un brillante y negro zapato de cuero
detuvo las hojas metálicas, que volvieron a abrirse.
La sonrisa de Barnaby se ensanchó mientras se apoyaba en la puerta del ascensor,
bloqueándola.
Sarah supo que los dioses la habían escuchado.
—¿Dónde va con esa cara, señorita Lockwood? —preguntó con tono burlón.
Barnaby Kayden llevaba un año trabajando para su padre, era un simple becario en proceso de
aprendizaje, pero su juventud y arrojo le estaban asegurando un hueco entre sus hombres de
confianza. Su desparpajo y cercanía habían servido también para que Sarah se interesase por él
desde el primer momento, y ahora era lo más parecido a un amigo que había tenido en años. Su
pelo rubio platino, sus ojos oscuros y su sonrisa perfecta, unidos al cuerpo atlético y torneado por
el gimnasio en el que los trajes lucían perfectos, habían jugado un papel importante en la simpatía
que le despertaba.
—A mi casa. Tengo que estudiar —mintió, sin ganas de darle más explicaciones. Barnaby era
un cotilla nato y no quería que al día siguiente todo el mundo supiera que estaba volviendo a las
andadas.
Él puso los ojos en blanco y dejó de bloquear el ascensor para entrar. Las puertas se cerraron
con suavidad e iniciaron el ascenso.
—Ya terminaste los exámenes, y con buena nota, por lo que vi. Tu padre no cabe en sí de
orgullo, dice que serás una de sus mejores abogadas en cuanto termines la carrera.
—Te agradezco el cumplido, pero no tengo ganas de hablar de mi padre en estos momentos, ni
de la carrera —le cortó poniéndose a la defensiva.
«Calma, solo quiere animarte», se dijo, sintiéndose mal al instante.
—Oh, mucho mejor. —La sonrisa de sátiro de Barnaby pareció brillar. Tenía paciencia con
ella, y solía ignorar sus respuestas agrias cuando estaba de mal humor—. Podemos hablar de
cierto local que han abierto en Meatpacking y de lo bien que vamos a pasarlo esta noche tomando
una copa allí.
—Te he dicho que tengo que estudiar —se obligó a decir. Su corazón se aceleró con la
posibilidad de salir y distraerse, pero tenía que fingir incluso ante sí misma que pretendía
obedecer a su padre.
«Ojalá insista», se dijo sintiéndose estúpida.
—Vamos, es viernes. Vas a tener tiempo de eso. Solo una copa y nos volvemos —replicó
Barnaby juntando las manos ante sí y adoptando una convincente expresión de santo mártir—.
Porfa.
Sarah sonrió para sus adentros, pero fingió un pesado suspiro y asintió. Su padre solía pasar a
verla por la tarde, pero un viernes noche ni siquiera se percataría de que no estaba allí. Al fin y al
cabo, siempre había sido una hija obediente.
—De acuerdo, pero solo una. Estaré lista a las ocho, espérame en el vestíbulo.
Barnaby abandonó la expresión de cordero degollado y sonrió con suficiencia, pasándose la
mano por el pelo para arreglárselo.
—Pensaba que iba a costarme más convencerte, pero no puedes resistirte a mis encantos.
—No te acostumbres, hoy me has pillado con ganas de huir —respondió pulsando el botón del
piso cincuenta y dos para que Barnaby pudiera apearse—. Tú te bajas aquí.
—Como desees —dijo inclinándose en una teatral reverencia—. Tendré los caballos listos a
la hora acordada, Cenicienta.
Sarah le empujó fuera del ascensor cuando las puertas se abrieron y Barnaby salió dando un
traspié, riéndose. Cuando las puertas se cerraron y ascendió el último tramo, no pudo evitar que
una sonrisa tonta aflorase a sus labios.
«¿Acabo de concertar una cita con Barnaby?», se preguntó incrédula, apartando sus
pensamientos por un instante de las preocupaciones que le había traído la noche pasada.
Al entrar en su apartamento, ni las paredes grises ni la decoración insulsa que odiaba con toda
su alma le importaron demasiado. No tenía a muchas personas en su vida, las parejas que había
tenido le habían durado un suspiro, y hasta que Barnaby llegó a la oficina de su padre no había
tenido nada parecido a un amigo. Sarah pensaba que era culpa suya, que algo no funcionaba bien
en su interior y hacía que las personas la evitaran, se cansaran de ella o la aborrecieran. Solía
sentirse aislada, pero su carácter algo amargo y aquella tendencia a repeler a todo el mundo no
parecían afectar a Barnaby, que se esforzaba por hacerla reír cada vez que hablaban.
«Lo siento por papá, está preocupado y se esfuerza mucho por mantenerme a salvo, pero ahora
lo que menos necesito es estar encerrada…». Necesitaba esa justificación para dejar de sentirse
culpable por desobedecer a su padre y se sintió mejor al convencerse de que hacía aquello por su
propio bien.
Dispuesta a darse un baño relajante y a pensar en qué se pondría esa noche, Sarah cerró la
ventana que agitaba las cortinas de color beige que tenía en el salón, sin preguntarse qué hacían
abiertas. Al pasar junto al teléfono de camino al baño, no vio la carta que reposaba junto al
aparato, esperando paciente un instante de su atención.
Capítulo 2
Torre Lockwood, Nueva York.
Había pasado horas con la cabeza metida en el armario. No es que salir de casa la pusiera
nerviosa; era el hecho de hacerlo con Barnaby y, además, hacerlo sin avisar a su padre. No se
consideraba una muchacha horrenda, tenía la autoestima todo lo alta que podía tenerla una persona
en sus circunstancias, pero tenía que reconocer que salir con alguien como el becario rubio y alto
era todo un desafío para una chica normal como ella. Sobre las seis de la tarde ya había sacado
toda la ropa del armario, descartando prendas a lo loco por considerarlas demasiado aburridas.
«Necesito salir de compras», se dijo suspirando ante el espejo. Ante sí sostenía una percha
que cargaba un vestido azul oscuro algo escotado. Era una de las pocas prendas superviviente a la
criba, y ahora, intentado hacerse una imagen mental de cómo sería ir con ella puesta a una cita con
un guaperas no sabía si echarlo también al montón de los descartes. De pronto, miró a la pila de
ropa en el suelo de su dormitorio.
«Tengo ropa de sobra…». Ladeando la cabeza intentó recordar cuándo había salido de
compras sola por última vez. No lo consiguió. Su padre solía acompañarla cuando no acababa
pidiendo cualquier cosa en Asos. Bufó enfadada. «Este será», sentenció decidida. Christopher no
estaría allí para cerciorarse de si llevaba demasiado escote o no, así que, ya que iba a salir sin su
permiso, también se vestiría sin él.
Tras una ducha rápida comenzó a maquillarse y peinarse. El cabello no fue un problema, pero
el maquillaje sí. Cuando hubo terminado la primera vez, volvió a enfurruñarse, ya que se había
pintado la cara como solía hacerlo para ir a la oficina. Nada diferente a todos los días. Estuvo
más de cinco minutos mirándose fijamente en el espejo del baño, todavía medio empañado, y
decidiendo si debía probar algo más atrevido. Por fin, en un arrebato, se restregó la cara con
fuerza con una toallita desmaquillante para empezar de nuevo.
El cat eye no le había quedado mal del todo. Tuvo que mirar un tutorial en Youtube, pero lo
había clavado. Miró con cierta satisfacción su propio reflejo; aquella línea negra y gruesa
intensificaba el color lila de sus ojos, y los hacía parecer más grandes y rasgados. Pensó en atarse
la larga melena castaña en un moño, pero a última hora, sintiéndose atrevida, se la dejó suelta y a
su aire.
Faltaban unos minutos para las ocho cuando llamó al ascensor. Ella no llebaga tarde nunca, así
que entró en el habitáculo nerviosa, deseando que Barnaby la estuviese esperando en el hall.
Mientras bajaba se echó un vistazo rápido en el espejo.
«No pareces tú…», se dijo distraída. El vestido azul marino se le pegaba al cuerpo
describiendo una figura de formas armoniosas y mucho más femeninas de lo que dejaba entrever
su ropa de diario. Definitivamente, aquel vestido de falda de lápiz hasta debajo de las rodillas,
tenía demasiado escote. Los tirantes finos que sujetaban la tela tampoco tapaban mucho y
enfatizaban un busto terso y firme que solía camuflar con sobrias camisas en su día a día. Por un
momento dudó de si aquella era una buena elección. Pensó en cubrirse con la americana que había
tomado del montón de ropa a última hora, pero no lo hizo. A pesar de todo, le gustaba lo que veía
en el espejo del ascensor: una Sarah sensual y decidida. Una que salía de su apartamento no solo
para ir a trabajar o estudiar.
Al llegar al vestíbulo tuvo la impresión de que las puertas del ascensor tardaban una eternidad
en abrirse. En un momento de pánico, Sarah palideció al no ver a nadie allí, pero dio un pequeño
respingo de sorpresa cuando Barnaby apareció de forma teatral por el lateral derecho de la salida
del ascensor, como si hubiese estado allí acechando.
—¡Vaya! —exclamó recorriéndola con una mirada lasciva e impresionada—. Estás increíble.
¿Te has puesto así de guapa por mí?
—¿Es un cumplido o estás diciéndome que normalmente no estoy guapa? —preguntó
intentando camuflar su inseguridad.
—Dame un respiro, Cenicienta; sabes que incluso con harapos estarías impresionante —
respondió él esbozando una sonrisa canalla.
Sarah rió y tomó la mano que Barnaby le tendía, como si fuese a bajar de un aparatoso y
antiguo carruaje. A veces sus formas parecían algo demodé para alguien de su edad, pero intuía
que todo formaba parte del teatrillo para conquistarla. Si es que era eso lo que quería. Barnaby
siempre había tenido cierto interés en ella, o eso le gustaba pensar.
Un taxi los esperaba a la puerta del edificio. En cuanto salieron el becario, con sumo cuidado,
tomó la americana de Sarah y se la colocó sobre los hombros, después, con una leve reverencia,
la invitó a entrar en el vehículo. Aquella noche no podía empezar mejor.
El Corner Inn, un bistró de suelos y paredes sin lucir y estanterías de roble, resultó ser un
lugar bastante romántico, con las luces cálidas a media vela y la distribución de sus mesitas para
dos apartadas y discretas. Se sentaron uno frente al otro, Sarah puso las manos cruzadas sobre la
mesa. Cuando la camarera llegó para tomarles nota Barnaby alargó el brazo de forma distraída y
tomó su mano. Sarah le miró sorprendida, aunque aquello le agradó más de lo que quería
reconocer.
—¿Qué va a ser? —preguntó la camarera con voz monótona, sin levantar la vista de la tablet
que usaba para tomar las comandas.
Sarah abrió la boca para hacer el pedido, le apetecía tomar algo fresco aquella noche, algo sin
alcohol que no la dejase indefensa ante los encantos de Barnaby, pero apenas había hecho el
ademán de hablar cuando él la cortó sin miramiento.
—Ella va a tomar un Chardonnay con sprizt —dijo mirando a la camarera fijamente. Sarah se
irguió sorprendida, dispuesta a protestar, pero Barnaby aumentó la presión sobre su mano,
acallándola con un gesto inconsciente—. Yo tomaré ginebra con vodka.
—¿Seguro? —La camarera, en un acto de sororidad, levantó la vista de la comanda para mirar
a Sarah.
Esta quiso hablar de nuevo, pero Barnaby volvió a interrumpir.
—Seguro —dijo atrayendo hacía sí la mirada de la camarera. Había algo autoritario y oscuro
en su tono. Carraspeó y volvió a hablar con voz cantarina—. Añade hielo y limón a la ginebra,
gracias.
Sin nada más a lo que aferrarse, la camarera asintió y se alejó de la mesa, no sin antes volver
a clavar la mirada en Sarah. Aquello la hizo sentir algo incómoda, no sabía si por la reacción de
aquella muchacha o por el hecho de que Barnaby hubiese decidido por ella. Dio un ligero tirón y
liberó su mano. Intentado no mirar al becario, cogió el bolso y comenzó a rebuscar algo en él.
—No deberías… —comenzó a reprocharle ella.
—Pensé que te gustaría el vino —la interrumpió de nuevo, liviano, intentando quitar
importancia al asunto con aquella perenne sonrisa pícara en su atractivo rostro.
«No deberías haber pedido por mí…», terminó en su cabeza, y al instante se sintió ridícula;
¿de qué tenía miedo? Esa noche había decidido distraerse, hacer algo que nunca hacía; ser
atrevida, y se le estaba dando fatal.
—Y me gusta —respondió, no quería que Barnaby pensara que era una estrecha o una
aburrida, aunque lo fuera—, pero tal vez...
Barnaby se quitó la chaqueta del traje gris que llevaba puesto, ladeándose para dejarla sobre
el respaldo de la silla. Con aquel escorzo, la musculatura de sus brazos y su pecho se dejó
entrever dibujada bajo los pliegues de la camisa. Sarah enmudeció y olvidó lo que estaba
pensando. Él, sabedor de que tenía púbico, sonrió más ampliamente.
—Estás preciosa esta noche —dijo arrastrando las palabras en un tono bajo y confidente—.
No sé si lo había dicho ya.
A pesar de que el piropo la había pillado por sorpresa, Sarah reprimió las ganas de sonreír y
compuso un mohín agrio. Aquella camarera la había hecho sentir mal, y no sabía ni siquiera por
qué. Barnaby, resignado, exhaló un suspiro con cierto fastidio al ver su gesto.
—Está bien —concedió mientras se ajustaba los puños de la camisa. Su actitud había
cambiado levemente, había un matiz distinto en su voz—. Iré a la barra y pediré a esa estúpida que
te ponga otra cosa, ¿te parece bien eso? —Sarah asintió mirándole por fin. Sonreía con cierto aire
de triunfo—. Un refresco —apostilló Barnaby inclinándose sobre la mesa—. ¿Vale?
Sarah, sintiéndose aliviada, intentó contestar algo, pero el becario parecía haber perdido gran
parte de la paciencia que solía tener y se levantó de la mesa sin mirarla para dirigirse hasta la
barra.
«Lo has estropeado todo», se recriminó. Era consciente de que no tenía un carácter fácil y de
que Barnaby se estaba esforzando en agradarla. Siempre había sido así. Aunque no entendía muy
bien el motivo. Una vocecilla en su interior susurraba que, quizás, estuviese interesado en ella a
causa de su padre. No había que olvidar que Barnaby era uno de esos muchachos que buscaban a
toda costa encajar en una gran y próspera compañía. A pesar de que era todavía joven, había
conseguido escalar nada menos que hasta la dirección, y en el futuro aspiraría a un buen puesto.
Barnaby se lo estaba ganando a pulso, siempre en movimiento para no perder ninguna
oportunidad, siempre nadando en aguas frías para no perder la vida, como un gran tiburón
hambriento.
Sarah suspiró resignada y se dejó caer sobre el respaldo de su silla. De pronto aquel vestido
azul y su escote no le parecieron tan sugerentes. Moviendo la mandíbula intentó desterrar aquellos
pensamientos de su mente. Desde que su acompañante se había levantado de la mesa no había
dejado de mirarlo ni un momento. Ni ella, ni muchas chicas del local. A su izquierda oyó una
risita, ladeó con disimulo la cabeza y vio a dos chicas que miraban cómplices a Barnaby.
Cuchicheaban y se hacían gestos pícaros. Era evidente que hablaban de él. Una ira amarga
comenzó a escalar por su garganta.
«¿Voy a tener celos?», pensó. Soltó una risilla ácida y sacudió un poco la cabeza intentado
despejar la mente. Decidió obviar a las estúpidas de la mesa contigua y buscó a Barnaby con la
mirada.
El becario se había acercado a la barra por fin. Recostado, apoyando un codo sobre esta,
conversaba animoso con alguien. «¿Cómo no ibas a tenerlos…?», volvió a pensar la joven.
Barnaby era alguien a quien se podía celar sin miedo a que la llamasen a una paranoica. No había
más que verle. No solo era un adonis alto y atlético, había algo más. Tenía un porte distinguido,
sabía llevar camisas y trajes con estilo y carisma, y también estaban aquellos gestos teatrales tan
suyos. Exudaba sensualidad en cada media sonrisa, en cada guiño. Cuando fijaba sus ojos negros
en alguna chica, esta era incapaz de resistirse al embrujo de su sonrisa perfecta y el reflejo de su
cabello dorado. A menudo Sarah había fantaseado con él, con cómo sería tenerle abrazado,
dejarse devorar por sus labios carnosos, fundirse sobre su torso musculado.
De pronto se sintió turbada. Carraspeó, intentando centrarse. Barnaby tenía aquel efecto sobre
ella, hacía que deseara perder el control. Al recordar a las chicas de la mesa de al lado se
preguntó si sería la única que sentía aquello. Se obligó a dejar de observar a Barnaby y su
increíble figura para fijarse en lo que hacía allí en la barra, pidiendo bebidas desde hacía ya más
de diez minutos. El ardor se despejó de un plumazo cuando vio a la chica con la que conversaba
su acompañante.
Barnaby, socarrón y seguro de sí mismo, hablaba animado con una muchacha de cabellos tan
rubios como los suyos. Ambos reían sin disimulo y ella parecía dispuesta a mucho más que reír.
La inoportuna y nueva pretendiente del becario llevaba enfundados unos pantalones de cuero y un
top rojo de espalda descubierta que a Sarah le parecieron de lo más ordinario. Nada que no
hiciese juego con la belleza chabacana de la chica. Sarah la miró un par de veces antes de
comenzar a odiarla. Tenía el cabello largo, con un tinte platino poco acertado para sus rasgos
angulosos y estrechos.
—No hay que… —Oyó Sarah que respondía Barnaby a alguna insinuación de aquella arpía.
Por mucho que agudizó el oído no pudo entender el resto de la frase. La rubia mal vestida soltó
una carcajada lasciva que acabó en un cruce de miradas delator con el becario.
«No hay que… ¿Qué?», se preguntó Sarah airada. «¿No hay que llamar la atención? ¿O no hay
que disimular?». Aquella chica seguía hablando con Barnaby, y él, lejos de pensar en que lo
seguía esperando, parecía encantado de recibir tanta atención.
Sarah tomó su bolso y su chaqueta en un arrebato. Se marcharía a casa. No había ido a aquel
lugar para ser humillada. Estuvo a punto de levantarse de la mesa, pero de repente el sentido
común volvió a hablar en su cabeza. «Ella debería marcharse, no yo». Se dijo enfadada. Barnaby
era su cita, no tenía por qué cederlo. Él había venido con ella, y si no hubiese sido tan exigente
todavía seguiría sentado allí. La rubia era la intrusa.
Sintió una ira irrefrenable contra aquella chica. Sin darse cuenta se dejó llevar por ese
sentimiento; las luces y los sonidos del local fueron amortiguándose, envolviendola en una burbuja
de enfado. Olvidó las copas, el vino, a las cotillas de la mesa contigua, la música. Incluso olvidó
a Barnaby. Se quedó mirando a aquella chica, sintiendo como la bilis le subía por la garganta.
Las partículas de polvo quedaron en suspensión en el aire, señaladas por la luz congelada. El
tiempo y el espacio se detuvieron del todo. Allí tan solo estaban ellas dos.
—Ojalá… —murmuró Sarah. No terminó la frase, se limitó a completarla en su mente con
imágenes de la chica desapareciendo. Ahogándose bajo un peso frío y húmedo. Hundiéndola en el
mar como si su cuerpo estuviera hecho de mármol, desterrándola, olvidándola. Acabando con
ella.
Alguien gritó y un gran estruendo atronó el local. Ante sus ojos, aquella chica desapareció
bajo el peso de algo enorme. Sarah se quedó congelada mientras todos corrían a ayudar a la rubia.
Todos, excepto Barnaby, que como si hubiese podido leer su mente, la miraba fijamente, con ojos
acusadores, pero sin ninguna expresión en el rostro. Las cotillas de la mesa contigua se levantaron
presurosas, uno de los camareros saltó sobre la barra y fue hasta el estropicio. Una de las tuberías
del piso superior había reventado, con tan mala fortuna que había atravesado la escayola del
estucado y había golpeado a la muchacha con violencia. El agua inundó el local, calando hasta los
tobillos a toda la clientela, mientras un gran grupo de gente intentaba socorrer a la desgraciada.
—¡Llamad a una ambulancia! —gritó alguien, y Sarah pareció despertar de un sueño.
Miró el caos alrededor. ¿Había ocurrido de verdad?
—¡Un médico! ¿Hay algún médico aquí? —aulló la camarera que les había atendido. Se
levantó entre la muchedumbre para hacer la llamada. Tenía las manos teñidas de rojo.
Sarah, con el corazón latiendo a mil por hora, supo que ella había provocado eso. ¿Pero
cómo? Era imposible. Sin embargo, aquella certeza no dejaba de crecer en su interior. Asustada,
se levantó de la mesa por fin, aún aferrando su bolso y su chaqueta. Miró alrededor y lo vio:
Barnaby, ajeno a todo, la observaba con fijeza.
«Lo sabe», se dijo aterrada. La miraba con ojos vacíos de muñeco; en ese instante, más que
nunca, le pareció un tiburón. Pensó en acercarse, pero algo en su cabeza la exhortó a salir
corriendo de allí.
Y eso hizo. Huyó sin mirar atrás, sin entender qué había ocurrido realmente. A trompicones,
fue al exterior, donde pudo detener un taxi y pedir entre sollozos que la llevasen a casa.

—Sarah, déjame entrar —rogó con tono impostado Barnaby a través de la puerta de su
apartamento. La había seguido hasta casa y llamado al timbre hasta que ella se dignó a responder
—. Vamos…
—No, estoy bien —respondió Sarah con la frente apoyada en la barrera de madera. Tuvo que
morderse los labios para reprimir el llanto—. Déjame sola. Estoy bien.
—No voy a irme hasta que… —comenzó a argumentar el becario, pero su respuesta no lo dejó
terminar.
—Estoy empapada, es solo eso —dijo haciendo un gran esfuerzo para mantener la compostura.
En realidad quería abrir la puerta y echarse en sus brazos, pero después de la mirada que le había
clavado en el restaurante, algo en su ser se resistía. No entendía muy bien la razón, ya que había
sido la única culpable de lo ocurrido. Quizás tenía miedo de ser descubierta por su guapo amigo y
que la repudiase. Quizás… tenía miedo de que supiera sus secretos—. Mañana te llamaré y
podrás venir, ahora necesito estar sola.
—Está bien —concedió Barnaby después de unos segundos de silencio tenso—. Pero no te
creas que me voy tranquilo.
Sarah asintió todavía con la frente apoyada en la puerta. En tensión, escuchó a Barnaby
alejarse por el pasillo, hasta que la luz que se colaba por la rendija de la puerta se apagó. Por fin
se permitió llorar.
Era un mar de lágrimas y le temblaban las manos. ¿Qué demonios había pasado en el bar?
Aquella chica, Barnaby y sus ojos muertos…
—Oh, no… —sollozó Sarah al pensar en las manos ensangrentadas de la camarera.
Podría haber muerto. Eso sí era real, no como las cosas que pasaban dentro de su cabeza.
Quizás su padre tenía razón y algo no estaba bien en ella. Lejos de consolarla, aquello la hizo
llorar todavía más. De pronto, sintió una terrible presión en el pecho y su visión se nubló. Su
corazón comenzó a latir sin control. Pudo identificar aquellos síntomas. No era algo como lo que
había pasado en el bar, desconocido y primitivo; era la señal de que estaba a punto de sufrir un
ataque de pánico. A la carrera, entró en la cocina. Junto a la cafetera tenía un frasco de pastillas
de plástico anaranjado. Normalmente se tomaba las pastillas como si fuese una especie de ritual
meticuloso, pero en aquel momento no. Agarró el bote con un movimiento rápido. Las grageas
tintinearon en el interior rebotando contra las paredes de plástico. Con manos temblorosas agarró
un vaso y lo colocó en el fregadero. Abrió el grifo y dejó que la corriente lo llenase hasta
desbordarlo. Con movimientos torpes, propios de una demente histérica, abrió el bote de pastillas.
El grifo, todavía en marcha, dejaba el agua correr y colarse por el sumidero. Sarah seguía
llorando, trémula, agitó el frasco por fin abierto sobre la palma de su mano, pero al hacerlo no
midió bien la fuerza y las pocas píldoras que quedaban fueron a nadar a la piscina en la que se
había convertido el fregadero. Desesperada, intentó pescar algunas, pero en cuanto las tuvo entre
los dedos se deshicieron como el hielo.
Vencida, Sarah echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. ¿Nada podía salir bien aquella
noche? Su cabeza no le dio tregua, y de nuevo el rojo bermellón en las manos de aquella chica
volvió a chirriar en su memoria.
—Necesito medicación —se dijo en voz alta, intentando recomponerse.
Miró a un lado y otro de la cocina, intentando recordar dónde podría tener más pastillas. Por
el momento los ansiolíticos que le recetaba el doctor Martin eran lo único que funcionaba en
situaciones de emergencia.
—El doctor… —se dijo en tono cálido.
Él la ayudaría. Su padre lo había dicho: tanto él como su psiquiatra estaban allí para ayudarla.
Y no quería preocupar a su padre, y mucho menos que supiera que aquello había ocurrido por
hacer las cosas a sus espaldas.
Corrió al salón, sabía el teléfono del doctor de memoria, así que lo llamaría y pediría auxilio.
Él iría a su rescate.
Descolgó el auricular y se lo llevó al oído, pero cuando bajó la vista sobre el teclado,
dispuesta a marcar, la vio.
De nuevo se cuajó un silencio inmóvil.
—¿Qué es…? —se preguntó Sarah en voz alta. Olvidando el teléfono, la llamada, y todo lo
sucedido. Centró su atención en un sobre de papel que había junto al aparato, sin darse cuenta de
que empezaba a respirar con mayor facilidad.
En silencio, con las lágrimas surcando su rostro, tomó la carta y se la llevó a la altura de los
ojos.
Sarah
Su nombre estaba escrito a mano. La caligrafía era ondulada y cuidada, y la tinta parecía
brillar con tonos irisados.
—¿Esto ha estado todo el tiempo ahí? —se preguntó, sin percatarse de lo extraña que había
sonado su propia voz.
Con movimientos lentos despegó la solapa del sobre y extrajo el contenido. El papel era
suave, y la misma caligrafía que rotulaba su nombre en el envoltorio se extendía sobre la
superficie.
Querida sobrina Sarah: siento tener que darte malas noticias, pero hace unos días tu
abuela nos dejó. Murió en paz y feliz, tal y como había vivido, pero partió con la pena de no
haber podido despedirse de ti. A todas nos habría gustado que hubieses estado con la familia
en estos días. Tanto tu hermana como yo te añoramos.
Te invito a pasar unos días junto a nosotras; tu familia, en Crimson Falls. Nunca es tarde
para enmendarnos. Estoy segura de que, si necesitas venir, tu corazón sabrá guiarte.
Tabatha Sallow: tu tía que te quiere.
—Mi tía, mi abuela… —susurró la chica releyendo una y otra vez la carta. ¿Había una tía y
una abuela?—. ¿¡Mi hermana…¡?
¿Qué era aquello? Quizás lo estaba imaginando, como el resto de cosas que le habían pasado
ese día. Debía ser eso. Había pasado un gran momento de estrés y ahora alucinaba. No era la
primera vez que le pasaba, el doctor Martin y su propio padre se lo habían dicho muchas veces: su
imaginación, fértil y explosiva, era parte de su problema. Suspirando, volvió a coger el auricular,
necesitaba llamar al doctor. Le recetaría medicinas, se las traería y su vida volvería a recobrar la
normalidad.
En una mano tenía el teléfono, y en otra la carta. Pudo escuchar el sonido amortiguado de la
línea a través del auricular. Se dispuso a marcar de nuevo, pero tras un momento de duda, volvió a
leer la misiva.
Nunca es tarde para enmendarnos… Tu corazón te guiará.
Apretó los labios. Había dejado de llorar. Por primera vez desde que encontrase a Barnaby en
el ascensor, su cabeza estaba despejada. Quizás más despejada que nunca, a pesar de que sentía
como la ira descontrolada volvía a adueñarse de su cordura. Dejó caer el teléfono. El aparato
acabó balanceándose del cable a escasos centímetros del suelo.
Iba a dejar que su corazón la guiase por una vez en la vida.
Con movimientos automáticos y rápidos tomó una pequeña maleta de piel y la llenó de ropa
que fue cogiendo del montón que había dejado en el suelo horas antes. Fue al baño y se compuso
el maquillaje. Por fin serena, sintiéndose más segura que en mucho tiempo, se miró decidida en el
espejo. Ya no importaba el psiquiatra, no importaban las pastillas. Tenía la respuesta allí mismo, y
pensaba perseguirla hasta alcanzarla.
Sin mirar atrás, Sarah salió del anodino piso al que había considerado hogar por segunda vez
aquella noche, pero en esta ocasión no tenía claro si volvería o cuándo lo haría.
Esta vez dejaría que su corazón la guiase.
Capítulo 3
Las botellas de colores estaban dispuestas sobre el mejor de sus tapetes. Altas, pequeñas,
redondas y cuadradas, parecían una colección de frascos de perfume en lugar de licores. Tabatha
colocó algunas copas de más, en previsión de las visitas que pudiera recibir aquel día en su
rústico y colorido hogar. La casa estaba atestada de flores, guirnaldas y mesas llenas de comida y
distintos licores y brebajes, semejaba esperar la llegada del solsticio en lugar de albergar un
velatorio.
—¿Crees que falta color? Me he teñido el pelo de rosa especialmente para ti, mamá —dijo
Tabatha pasando un paño sobre la caja de galletas que guardaba las cenizas de Agnes Sallow—.
¿Preferías el verde? Pues debiste decirlo cuando aún tenías boca…
Tabatha chasqueó la lengua y colocó la lata con cariño en una posición prominente: sobre la
repisa de la hermosa chimenea eduardiana que presidía la habitación, desde donde las vistas del
salón y la cocina eran privilegiadas. Aún le quedaba mucho por hacer; tenía dos tartas de
grosellas en el horno y los adornos para el jardín esperaban amontonados sobre la mesa de
madera bajo el sol de abril.
—Es un bonito día para despedirte, ¿verdad? Incluso el sol ha venido a la fiesta.
El cielo lucía despejado aquella mañana, teñido del limpio e intenso azul del que tenían el
privilegio de disfrutar alejados de las contaminadas urbes. Tabatha abrió la mosquitera del jardín
y tomó aire profundamente, llenándose los pulmones del olor de la hierba y las flores que ya
estallaban con sus colores intensos por doquier. Era un día perfecto, sin embargo, una sensación
molesta se agitó en su pecho como una ardilla inquieta.
—Algo viene… —murmuró. Echó una mirada a sus espaldas con expresión sombría—. No sé
lo que nos deparará el futuro, pero vienen cambios.
Se preguntó si la carta habría llegado a su destino. No consideraba que aquel fuera el mejor
momento para consultar con su difunta madre si había cumplido su parte de la tarea, pero tenía la
certeza de que había surtido algún tipo de efecto.
—La muerte siempre desencadena cambios…
—¿Decías? —Alice entró en la cocina y la encontró en la puerta del jardín sumida en sus
reflexiones.
—Ah, solo reflexionaba en voz alta.
—Ya están llegando, deja que yo me encargue de lo que falta —respondió la mujer
acercándose a ella.
Tabatha la observó un momento; con treinta y dos años ya era toda una mujer. Había heredado
el pelo castaño de su padre, y los ojos violáceos de su madre. Su rostro ovalado tenía una
expresión triste y algo dura, reflejo de su ánimo.
—¿Ha llegado ya tu hermana? —la pregunta hizo que su sobrina endureciera aún más el gesto.
Alice negó con la cabeza y apartó la mirada.
—No, y mejor así. Te dije que no era buena idea, tía Tabatha.
—El tiempo lo dirá —respondió cerrando la mano en el hombro de su sobrina y estrechándolo
con un ademán comprensivo.
Entendía su enfado y su amargura, pero ella no podía dejarse llevar por esos sentimientos. La
familia estaba rota desde que Emma, la madre de Sarah, se fue; algo que Agnes había lamentado
cada día de su vida, hasta el último de ellos. Sus últimas palabras fueron un deseo que Tabatha se
comprometió en su fuero interno a hacer realidad: haría lo posible por que las cosas volvieran a
su lugar. Pero habían dejado pasar demasiado tiempo y esperaba que no fuera tarde. Sarah había
crecido lejos de ellas, había perdido a su madre sin el apoyo de su familia, y Tabatha se
arrepentía profundamente de no haberse esforzado más por encontrarla.
«Las cosas son como deben ser, en el momento en que deben ser…», pensó para consolarse
mientras se dirigía al salón de nuevo. Allí, ante las cenizas de Agnes Sallow, comenzaban a
reunirse los vecinos de Crimson Falls. El pastor Deacon fue de los primeros: un hombre joven,
atractivo y lleno de fe. Aunque ni sus vecinos ni ella misma daban demasiado crédito a la deidad a
la que idolatraba, le respetaban, y la iglesia, como en cualquier comunidad que se precie,
mantenía las apariencias y era un elemento clave en la cohesión del pueblo. Deacon llevaba pocos
años allí, tras la muerte del anterior pastor con noventa y dos años, decidió responder a la
petición del pueblo que prometía una vida tranquila y sencilla. Su relación con la comunidad
había resultado ser de provecho para todos; el pueblo no se metía en su vida privada, y él fingía
que no se daba cuenta de las muchas excentricidades de sus habitantes. Todos contentos.
—Siento mucho su pérdida, señora Sallow —saludó a Tabatha estrechándole la mano.
—Gracias, pero ya hemos hablado de lo de tratarme de usted, Deacon —le reprendió sin
poder evitarlo. Odiaba aquellos formalismos.
—Ah… Sí, disculpe. O sea, disculpa, Tabatha —respondió apresuradamente.
—¿Cómo está tu novio? —Lanzó la pregunta tan a bocajarro que Deacon perdió el color de su
rostro durante unos segundos—. Alice me dijo que fuiste a la tienda a comprar algo para su gripe
—continuó con naturalidad.
—Es… Está mucho mejor —respondió Deacon, recomponiéndose a marchas forzadas—. Pero
eso hoy no importa, señ… Tabatha. He preparado un panegírico…
—¿Sobre Agnes? Si apenas la conocías —le cortó Tabatha sinceramente extrañada.
—Ah… No venía mucho a la iglesia, pero era una mujer muy querida por todo el pueblo —
respondió el pastor algo avergonzado.
—No te preocupes. Agradezco el gesto, es muy bonito por tu parte, pero no es necesario. Si
deseas de corazón dedicarle unas palabras, podrás hacerlo en su momento, pero con que estés
aquí y disfrutes de la fiesta es suficiente.
Tabatha le estrechó el brazo y le tendió una copa. El licor que contenía, de color verde
esmeralda, desprendía un fuerte olor a hierbas. Deacon, acostumbrado ya a aquel tipo de
peculiaridades, aceptó la bebida con educación antes de que la mujer se diera la vuelta y dirigiera
su atención al resto de visitantes que iban llegando paulatinamente.
Su vecina, la señora Barnet, ya estaba allí, acompañada de Adeline Bird, la guardiana oficial
de todos los secretos del pueblo. Tras ellas llegaban varios grupos de personas más, a los que fue
saludando y agradeciendo su presencia con licores y tentempiés. Era notoria la presencia cada vez
más elevada de hombres cuyas edades variaban de los cuarenta a los ochenta y muchos años,
compungidos por la muerte de la que, en alguna ocasión, habría sido su amante. Tabatha no
conocía todos los líos de su madre, que eran sonados y variados, pero era capaz de reconocer la
expresión de culpa de los corazones rotos que había dejado a su paso. Cabía la posibilidad de que
alguno de aquellos hombres que hoy venían a llorarla fuera su padre, pero aquel era un asunto en
el que a Tabatha jamás le había interesado indagar.
En apenas media hora la casa se había abarrotado. Agnes Sallow era una mujer querida en
Crimson Falls, y no en vano; había ayudado a nacer a muchos de sus habitantes, había sanado
enfermedades y aliviado las mentes y corazones afligidos, y su puerta jamás se cerró para nadie.
El pueblo perdía a alguien crucial y a pesar de ello celebraba su paso a la otra vida como un
acontecimiento feliz. Alguien puso en marcha el viejo tocadiscos con los clásicos del swing que
Agnes adoraba, mientras las conversaciones giraban en torno a ella en un tono alegre y nostálgico.
Tabatha sonrió observando a sus vecinos reunidos, pero no pudo evitar dirigir la mirada a la
puerta, esperando que su corazonada fuera certera.
***
Una cortina de agua le impedía ver con claridad la carretera. Llovía a cántaros, y las nubes se
apretaban tanto en el cielo que parecía que estuviera anocheciendo en plena mañana. Sarah había
conducido sin parar durante cuatro horas, y no estaba segura de estar en la dirección correcta
hacia su destino.
—A cien metros, gire a la derecha —repitió la voz monótona del GPS.
—¡A cien metros solo hay un árbol gigantesco! —respondió frustrada, echándose hacia
adelante en el asiento en un intento por distinguir el camino que el maldito aparato le indicaba—.
Solo tienes que hacer una cosa bien, ¡y ni eso!
Dio un manotazo al GPS y lo apagó, arrancándolo de su soporte en la guantera y arrojándolo
bajo el asiento del copiloto. El sonido de la lluvia se intensificó, golpeando sobre el capó y
produciendo una suerte de ruido blanco que durante unos segundos calmó sus nervios.
«Pronto empezará a haber indicaciones y, si no, siempre puedo parar en alguna gasolinera a
preguntar», se dijo para serenarse. En ese instante el móvil sonó, dando al traste con todos sus
esfuerzos. Lo agarró con una mano y leyó en la pantalla.
Era su padre. No quería hablar con él. De hecho, estaba furiosa, estaba alejándose todo lo
posible. Sabía que estando cerca de él no podría mantenerse firme en sus decisiones. No quería
responder a la llamada, y cuando el móvil dejó de sonar, pensó que se daría por aludido y la
dejaría en paz.
Apenas pasaron dos segundos de silencio cuando volvió a sonar.
«Estará preocupado. No puedo dejarle así», pensó, comenzando a sentirse culpable. «Tiene
que saber por qué me he ido, y tiene que saber que estoy enfadada».
La insistencia de la llamada hizo que al final respondiera.
—¿Dónde estás? Llevo toda la mañana buscándote. —La voz de Christopher sonaba entre
enfadada y preocupada. Sarah podía ver su ceño fruncido y sus ojos inquisitivos juzgándola como
si estuviera sentada ante él en el despacho en ese mismo momento.
—Estoy de camino a Crimson Falls —respondió lacónica.
El silencio que sucedió a sus palabras fue árido y helado. Christopher no solo estaba
preocupado, sabía que lo que había hecho le enfurecía, y se alegró de haber tomado la decisión de
irse sin avisar.
—¿Por qué? ¿Qué se te ha perdido en ese pueblucho?
—Resulta que mi abuela, la que tú me dijiste que llevaba veinte años muerta, se ha muerto —
respondió con un evidente tono de sarcástico reproche—. ¿Cómo se explica eso, papá? ¿Tenemos
un milagro en la familia? ¿La abuela ha muerto dos veces? Ah, y también tengo una hermana, por
lo visto, y una tía.
—¿Quién te ha dicho eso? —El tono de Christopher se volvió más tenso.
—Me han enviado una carta.
—Pues te han engañado, ¿por qué no lo has consultado conmigo para aclararlo? ¿Vas a creer
antes a cualquiera que te escriba un mensaje que a tu propio padre?
Sarah apretó el acelerador inconscientemente. La actitud de su padre a veces la sacaba de sus
casillas, no sabía explicarlo, pero sentía ganas de estrangularle, y a la vez una culpa terrible por
ser una hija desleal. Nunca le había ocultado nada, pero sabía que no la habría dejado salir de la
Torre Lockwood si hubiera sido sincera, si le hubiera contado lo que pretendía hacer.
—No se trata de eso; se trata de que me has engañado —respondió, más entera de lo que en
realidad se sentía—. ¿Por qué me dijiste que había muerto? ¿Qué es eso de que tengo una
hermana?
—Sarah, todo lo que he hecho ha sido para protegerte. —La confesión implícita en esas
palabras hizo que su enfado fuera en aumento.
—¡Pues deja de hacerlo! No soy una niña, y solo te estoy pidiendo que me digas la verdad.
Pudo oír el pesado suspiro de su padre al otro lado de la línea. Aquel tema siempre había sido
un tabú en su pequeña familia: nunca se hablaba de sus orígenes, y aquella carta era lo último que
necesitaba para que todo lo que había metido debajo de la alfombra estallara.
—Sarah… Esto es muy duro para mí. No quiero que te ocurra lo mismo que a tu madre, no
quiero que te vuelvan loca —dijo en un tono pesado y amargo que a Sarah se le clavó en el
corazón—. Tengo miedo de perderte, de que sigas los pasos de tu madre…
Tragó saliva con dificultad, con un nudo doloroso en la garganta.
—No voy a suicidarme por ir a despedir a mi abuela y conocer a mi familia —replicó tajante,
sin ceder a la culpa que el tono afectado de su padre cernía sobre ella.
—Tu abuela y tu tía trataron de separarnos. Nunca nos han tratado bien, por eso te he alejado
de ellas y de ese pueblo. Te pido por favor que te detengas y regreses… Te contaré lo que quieras
saber cuando estés aquí. Y esa hermana tuya, solo lo es a medias. No es mi hija.
Las lágrimas le emborronaron la mirada. Una rabia inexplicable la sacudió por dentro. No
estaba dispuesta a caer en esa manipulación, y estaba cansada de vivir ajena a quién era, a sus
raíces y su propia identidad. Al pensar en regresar se sintió tremendamente vacía, como si el
camino que estaba dejando atrás fuera un túnel oscuro.
«No es verdad, allí solo hay mentiras y vacío».
—No, papá, me contarás lo que tú quieras contarme. Voy a ir, y voy a descubrir por mí misma
por qué mi familia es tan terrible para mí, si es que es así. —No sabía de dónde estaba sacando
las fuerzas para decirle aquello, pero de alguna manera sabía que su madre habría aprobado lo
que estaba haciendo.
—¡Sarah, no lo repetiré una sola vez más! ¡Vuelve a casa, ahora! —El tono de Christopher se
endureció. La hizo sentir pequeña, como una niña bajo la aplastante mirada de un padre déspota y
controlador.
—Ya no soy una cría, no puedes decirme lo que tengo que hacer —replicó, apretando el
volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
—Volverás, quieras o no —dijo la voz al otro lado, apenas reconocible por la rabia.
Un miedo irracional la invadió de pronto y tiró el móvil sobre el asiento del copiloto. Se
aferró al volante y trató de enfocar la vista en la carretera justo en el instante en que una sombra
alargada cruzaba la calzada. Sarah escuchó el golpe antes de poder reaccionar. El frenazo brusco
la hizo derrapar sobre el asfalto mojado. El coche se bamboleó y patinó hasta golpearse contra un
árbol del andén.
Permaneció con los ojos cerrados un largo instante. Tenía el corazón en la garganta, los brazos
agarrotados mientras se agarraba con fuerza al volante. No sentía ningún dolor, pero no podía
estar segura de no haberse roto nada; había sentido la fuerte sacudida y el latigazo en todo su
cuerpo cuando el cinturón detuvo la inercia del golpe, impidiendo que se estrellase contra el
volante.
Toc, toc, toc.
Un golpeteo en el cristal de la ventana irrumpió en el profundo silencio que había caído a su
alrededor. Sarah abrió los ojos, despacio, aún en estado de shock.
—¿Estás bien? —La voz grave y masculina parecía fuera de lugar, pensó que estaba
imaginándola hasta que volvió el rostro y vio a su propietario—. ¿Puedes abrir la puerta?
Había parado de llover, y un tímido rayo de sol se colaba entre las nubes y los frondosos
árboles cayendo justo sobre el desconocido que la miraba al otro lado del cristal. La luz creaba
una aureola rojiza en su melena corta de rizos desordenados, húmeda por la lluvia caída. Los ojos
verdes del hombre tenían luz propia y la observaban con una mirada amable y preocupada. No
conocía el nombre de ningún ángel pelirrojo con barba de tres días, pero aquel tipo debía serlo;
un ángel que no salía en ningún libro, desconocido.
—¿Puedes oírme? —insistió golpeteando el cristal.
Sarah parpadeó y abrió la puerta. Dio un tumbo al salir y sintió de inmediato el agarre firme
de dos manos grandes en sus brazos. Al enfocar la mirada en el rostro del desconocido sintió que
el corazón se le detenía y le faltaba el aire.
«¿Quién es…? Le he visto antes…». Aquel pensamiento no tenía ningún sentido. Sin duda el
golpe le había producido daños cerebrales y aquella impresión estaba siendo desmesurada a
causa de ello.
Sabía que jamás había visto a aquel tipo, era incapaz de ubicarlo en ningún instante de su vida.
Y, sin embargo, sentía que ya le conocía.
—Sí… Sí, solo algo confusa —respondió Sarah, tratando de recomponerse a marchas
forzadas. Se obligó a apartar la mirada del anguloso y atractivo rostro para mirar la carretera con
repentina preocupación—. Creo que he atropellado a un ciervo…
Recordaba aquella sombra, espigada y de brazos largos, y sabía que no era un ciervo, pero no
se le ocurría otra cosa. ¿Habría atropellado a una persona? Aquella idea la hizo mirar al
desconocido llena de angustia.
—Aquí te tenemos, tambaleante, pero viva. —La expresión preocupada del hombre dio paso a
una media sonrisa—. Y parece que sin heridas de importancia. Genial, porque no sabría qué hacer
con un cadáver y solo llevo tiritas en las alforjas. —Sarah rió, aunque más por la actitud jocosa y
cómplice del desconocido que porque el chiste tuviera gracia—. No, gracias a Dios no has
atropellado nada más que un tronco en la carretera —continuó él–, pero si te quedas más tranquila
iré a comprobarlo.
—Sí…, por favor. Sé que he golpeado algo… Dios mío —jadeó Sarah, y se apoyó en el coche
cuando el hombre estrechó sus brazos y la soltó tras comprobar que estaba estable.
—No te preocupes, hace cinco minutos no había ninguna visibilidad. Estoy seguro de que solo
ha sido un tronco.
Asintió. La maraña de nervios que se enredaba en su estómago comenzó a deshacerse
despacio, como si aquella voz cálida y envolvente tirase del ovillo y pusiera las cosas en orden.
Le observó mientras salía a la carretera. La neblina se había abierto y la luz del sol le iluminaba.
Llevaba un chubasquero amarillo de pescador, y bajo la prenda vio unos vaqueros grises y unas
botas militares con la suela desgastada. Tenía un aspecto algo descuidado, de viajero, impresión
que confirmó cuando vio a unos metros de su coche una Harley con dos enormes alforjas de cuero
negro. Se movía con soltura y decisión, como si conociera perfectamente el terreno.
—¿Ves? Aquí solo hay un tronco. Debiste chocar contra él y eso te ha sacado de la carretera.
No hay rastro de sangre ni de animales muertos.
Sarah gimió de alivio y se tapó la cara con las manos. Su corazón latía deprisa, pero ya no lo
hacía con angustia.
—Gracias a Dios —murmuró.
—Sí, porque…
—No sabrías qué hacer con un cadáver, ya.
Al apartarse las manos del rostro le vio delante de ella. Su sonrisa blanca y amable, aderezada
con una pícara chispa de diversión a causa de la broma que Sarah había hecho casi sin darse
cuenta, la llenó de una repentina serenidad. Se fijó en que tenía un diente torcido y las mejillas
llenas de pecas, pero en lugar de hacerle parecer infantil o restarle encanto, aquellos detalles
conferían más atractivo a aquel hombre de pelo rojo que tenía ante ella. Debajo del chubasquero
llevaba una camisa de cuadros roja de estilo leñador.
No podía conocerle. Jamás había conocido a alguien igual, y no tenía nada que ver con la
gente con la que se codeaba en Nueva York. Ninguno de sus conocidos se habría puesto una
camisa de franela a cuadros, ni a punta de pistola, a no ser que se hubieran puesto de moda.
—Bueno —dijo él decidido, poniendo los brazos en jarras—, hora de la revisión médica. ¿Te
duele algo? ¿Ves borroso o algo así?
—No, estoy bien. Solo ha sido un susto —logró responder a pesar de la impresión que le
provocaba.
—Parece que no hay muchos daños que lamentar.
—Eres… ¿eres médico? —preguntó insegura.
—No, pero he curado a muchas vacas. No te ofendas, tú no te pareces en nada a una vaca. Más
bien, pareces lo contrario de una vaca, sea lo que sea eso. —Sarah entrecerró los ojos, tratando
de entender si su salvador pelirrojo estaba piropeándola o solo era otra payasada, pero él se
rascó la nuca y apartó la mirada—. Vaya, tienes una rueda pinchada. Te ayudaré a cambiarla y
comprobaremos que el coche funciona. Si no, habrá que llamar a la grúa.
—No sé si llegarán hasta aquí —dijo Sarah, que sin embargo no sentía ninguna preocupación
en ese momento por quedarse allí varada junto a un extraño.
—Entonces te llevaría en la moto hasta la gasolinera más cercana. No te preocupes, todo tiene
solución, ¿no?
—Ah… Sí, claro que sí. —En realidad era una persona más bien pesimista, pero en aquel
momento las palabras del extraño cobraron sentido para ella. Muy a su pesar.
«Ojalá no funcione y no haya gasolineras en cien kilómetros a la redonda».
Aquel secreto deseo no se cumplió, y media hora después habían cambiado la rueda sin
mayores complicaciones. Durante el proceso, el chico pelirrojo le contó un montón de chistes
tontos que hicieron que pronto se sintiera relajada y casi olvidara el accidente. Cuando quiso
darse cuenta, se encontró riendo a carcajadas.
—Es increíble que te sepas tantos chistes malos.
—Tengo muchos hermanos —dijo él limpiándose la grasa de las manos como si aquello lo
explicara todo. Luego dio dos palmadas al capó del coche, ya cerrado—. Pues ya está. Listo para
volver a destrozar troncos.
Sarah intentó buscar excusas en su mente para alargar aquel fortuito encuentro, pero no fue
capaz de encontrar ninguna. Sarah se subió al asiento del conductor y comprobaron que el coche
arrancaba.
—¿Ves? Te lo dije. Listo para arrasar con el medio ambiente.
Luego le puso la mano para que la chocara, cosa que Sarah hizo, sintiéndose ilusionada como
una niña. Aquel contacto fortuito le provocó un extraño calambrazo en los dedos, como si ambos
estuvieran cargados de energía estática. Los ojos verdes del desconocido la miraron largamente
con una profundidad extraña, como si él también la estuviera reconociendo en aquel momento.
Unos segundos de silencio pasaron, hasta que Sarah sintió la necesidad de romperlos con
palabras.
—Entonces supongo que aquí nos despedimos —dijo.
—Así es. Buena suerte, leñadora.
—Buena suerte también a ti, reparador —respondió con una sonrisa, reprimiendo las ganas de
pedirle que la acompañara.
Le vio subir en su moto y alejarse, saludándola con la mano. A medida que se iba, esa
sensación de placidez y optimismo la fue abandonando poco a poco hasta que volvió a estar sola
en medio del bosque, y nada más. Pero, eso sí, mucho más tranquila.
Una vez estuvo de nuevo en la carretera, encendió la radio. Estaba sonando The Weeknd, y la
agradable música hizo que su calma se convirtiera en una incipiente alegría. Se sentía ligera y
libre y, al pensar en el extraño pelirrojo, se dio cuenta de que ni siquiera se habían presentado.
Aquello no empañó su brillante estado de ánimo. Algo dentro de ella sabía que se volverían a ver,
así que se limitó a cantar mientras conducía, subiendo el volumen de la radio hasta el máximo.
I'm running out of time
'Cause I can see the sun light up the sky
So I hit the road in overdrive, baby
Capítulo 4
Una carretera perdida. Maine.
Sarah no sabía cuánto tiempo llevaba en marcha. Se había negado a detenerse más de lo
estrictamente necesario, cosas como ir al baño o tomar un café rápido. Quizás había conducido
más de seis o siete horas seguidas, pero tampoco se había molestado en mirar el reloj. En la
enésima curva del camino, GoogleMaps dejó de funcionar, dejándola desamparada en aquella
carretera de mala muerte. Era cierto que el viaje había empezado en la autovía que salía de Nueva
York, pero ahora, tras una interminable sucesión de cruces comarcales y regionales, deambulaba
por una secundaria alejada del resto del mundo. Por un lado, tenía sentido que el pueblo de su
familia materna estuviese apartado, pero por el otro comenzaba a asustarse. «¿Y si me he
perdido?», pensaba una y otra vez. Por suerte, y tras comprobar algunos de los apagones del GPS
en su smartphone, compró un mapa roñoso y antiguo en una de las gasolineras en las que se
detuvo a repostar: una de esas mugrientas, de las que ya solo salían en las películas de terror, con
dos surtidores y una cochambrosa cabaña de madera como servicio. Con la ayuda del mapa y de
su sentido de la orientación, consiguió llegar hasta una señal astillada y borrosa que rezaba:
CRIMSON FALLS 20M
Por fin. En apenas una hora llegaría y descubriría si había hecho todo el camino en balde, si
todo aquel sufrimiento y nervios merecían la pena.
Si hubiese estado más concentrada en la carretera y no con la cabeza hecha un lío, habría sido
consciente del paraje en el que se encontraba. Había cambiado los altos edificios de hierro y
cristal por un denso bosque de cedros, algunos tan grandes y robustos como una casa de tamaño
medio. Las copas crecían tan juntas y tupidas que el sol apenas entraba en el bosque que la
rodeaba. La carretera serpenteaba entre los árboles, adaptándose al territorio, entrando en él sin
avasallar ni destruir. Pasado el mediodía, el coche sobrepasó un recodo y el pueblo de Crimson
Falls se plantó frente a ella. La chica contuvo el aliento al verlo. Quizás era el cansancio, o quizás
otra cosa más profunda, pero el lugar la impresionó.
El pueblo no era muy grande, no tendría más de unos quinientos o seiscientos habitantes, un
millar como mucho. En su mayoría estaba compuesto por casas de madera, de dos o tres plantas a
lo sumo. En los balcones y ventanales de muchas colgaban macetas repletas de flores, y en los
porches fetiches de cáñamo y cascabeles le daban la bienvenida al lugar. Intentando encontrar la
calle que su supuesta tía había indicado en la carta, pasó por delante de una iglesia. Un edificio
idílico, también de madera y pintado de blanco, rodeado por un parquecillo bien cuidado, con
parterres de flores y un césped verde como la esperanza. A su paso, las campanas en el
campanario comenzaron a repicar. Sarah detuvo un poco la marcha, mirando aquel edificio; una
torre alta y sencilla que coronaba Crimson Falls.
«Si estuviese loca pensaría que están avisando de que he llegado…», se dijo, y rió nerviosa
ante la idea.
Tuvo que callejear bastante hasta encontrar la dirección que le habían proporcionado. Habría
parado a preguntar, pero el lugar parecía desierto. Estuvo más de media hora conduciendo por la
aldea, comenzaba a encontrarse muy cansada. Un poco agobiada, bajó la ventanilla del coche y
respiró el aire limpio del lugar. Olía a resina e incienso. Aquel aroma la reconfortó al instante. No
se dio cuenta, pero cerró un poco los ojos para paladear aquel perfume calmante y, cuando los
volvió a abrir, tuvo que frenar de golpe. Apretó el pedal del freno casi con los dos pies, pues un
gato anaranjado estaba recostado en medio de la carretera. Con miedo de haberlo atropellado,
levantó la cabeza por encima del volante y miró a través de la luna. El bicho seguía allí tirado,
moviendo el rabo casi panza arriba.
—Dios… —exclamó aliviada, y apoyó la frente sobre el volante mientras lo aferraba con
ambas manos.
Estaba agotada. Había conducido casi sin descanso, y ahora se había perdido en un pueblo que
no tendría más de veinte calles. «¿Qué estoy haciendo aquí…?», se lamentó. Por un breve instante
se planteó emprender el camino de vuelta. En realidad, no sabía nada de aquella persona que le
había enviado la carta, podría ser cualquiera con cualquier intención. Sarah por fin levantó la
cabeza y miró alrededor. Tuvo ganas de llorar. La música en la radio del coche no había dejado de
sonar en ningún momento, pero ahora sonaba estridente y molesta. De un manotazo la apagó. El
silencio la calmó al instante.
—A ver —comenzó a hablar en voz alta intentando centrarse—. ¿Ahora qué?
Estaba perdida. Pero no podía estarlo mucho: aquel pueblo no era tan grande. Levantó la
cabeza sobre el volante para ver si el gato seguía allí: se había marchado. Asintió arrugando la
boca y decidió seguir la marcha. Estaba a punto de levantar el pie del pedal de freno cuando lo
oyó.
—¿Eso es música? —preguntó de nuevo en voz alta.
Sí, lo era. Torpe y apresurada, Sarah dio al interruptor para bajar la ventanilla y pudo oírla
más clara. Era una tonadilla folk animada, con ukeleles y panderetas.
«Tu corazón sabrá guiarte», recordó de pronto, y se dio cuenta de que palpitaba resonante en
su pecho. No pensó nada más y reanudó la marcha, acercando el oído a la ventana para seguir la
música con más claridad.
Por fin detuvo el coche frente a una de aquellas casas blancas del pueblo. Tenía un gran jardín,
algo descuidado y salvaje, y parecía haber sido un bello caserón colonial en el pasado. Alguien
había colocado globos y flores y algunas linternas de papel. También había muchas velas. La
música venía de allí, pese a todo, debían estar celebrando una fiesta, no solo por la decoración y
el ambiente, sino porque todo el pueblo parecía estar allí. La calle estaba abarrotada de coches y
furgones, algunos nuevos, otros destartalados y oxidados. La muchacha bajó del coche. Tenía que
ser allí. Retorciéndose las manos nerviosa, cruzó la calle, y al llegar a la acera se llevó un susto
de muerte: un caballo le salió al paso e intentó masticar su melena. Ella dio un gritito y lanzó un
manotazo al animal. Todos los que estaban en el jardín se dieron la vuelta para mirarla.
Sarah se quedó petrificada, ¿es que no la esperaban?
—¡Sarah! —exclamó alguien entre la multitud y hubo una leve ovación general. Ella siguió
inmóvil, retorciéndose las manos inquieta.
Una mujer de unos sesenta, con el pelo teñido de rosa y que parecía salida de un videoclip de
The Mamas & the Papas, corrió hasta ella y la abrazó con fuerza. Sarah debería haber tenido
miedo, sentirse nerviosa, cansada…, pero en cuanto aquella mujer la estrechó con fuerza, todo
aquello desapareció. Los brazos de la extraña transmitían paz y serenidad. Sarah, sintiéndose más
ligera que en mucho tiempo, correspondió al abrazo sin reservas.
—Soy tu tía, Tabatha —le dijo la mujer al oído sin soltarla. Había emoción y felicidad en su
voz—. Mi niña…, te habría reconocido en cualquier lugar.
Tras unos segundos que no parecieron suficientes, ambas fueron soltando el abrazo y por fin se
miraron a los ojos. Las dos tenían los ojos húmedos por la emoción.
—Recibí la carta… —comenzó Sarah, no sabía qué decir, pero dejó que su corazón hablase
—. Espero no haber llegado tarde.
—Has llegado en el momento preciso —afirmó su tía sonriendo con ternura mientras le
arreglaba el pelo con los dedos—. Ven, tenemos que hacer un par de cosas antes de presentarte a
todo el mundo.
La casa familiar se le antojó enorme y conmovedora. Sarah no podía creer que, al final, todo
aquello estuviera pasando. Agarrada del brazo de Tabatha, caminó en dirección al jardín. La
música seguía sonando y los presentes festejaban alegres. Pronto todos dejaron de prestar atención
a las dos mujeres, el ambiente cambió, volviéndose más solemne y silencioso. El jardín estaba
decorado con ramilletes de flores en tonos pastel y cintas de los mismos colores que ondeaban
parsimoniosas al son del airecillo de la tarde. La luz de las velas envolvía todo en un tono
anaranjado y cálido. Tía y sobrina se dirigieron junto al resto de invitados a un enorme árbol
situado en un lateral del jardín. También estaba decorado con cintas y, además, habían prendido de
sus ramas cientos de cascabeles y campanillas tintineantes. De pronto, el cantarín sonido metálico
de aquellos abalorios fue lo único que Sarah escuchó allí. Poco a poco, cada uno de los
participantes de la fiesta fueron acercándose al árbol. Se situaban cerca y… ¿decían algo? Sarah
les miraba confundida. ¿Qué hacían? Algunos hablaban con la cabeza gacha, retorciéndose las
manos con tristeza, otros se apoyaban en el tronco, reían, lloraban, o dejaban algún pequeño
objeto.
—Se están despidiendo —interrumpió sus pensamientos la voz serena de Tabatha. Sarah miró
a la mujer que clavaba sus ojos violeta llenos de curiosidad en ella, esperando algún tipo de
reacción.
La chica no dijo nada, y una punzada de culpabilidad la aguijoneó. «¿Debería saberlo?», se
preguntó, ansiosa de pronto.
—Por fin llegó —interrumpió una mujer de las que había estado en la multitud. Sarah se había
fijado en ella, le había llamado la atención sin saber siquiera por qué.
—Alice —respondió Tabatha—. Sé amable, es difícil para todos.
La mujer clavó una mirada airada en la mujer. Sus ojos, de un violeta más oscuro que el de
Tabatha, al borde del llanto, pasaron de Sarah a su tía un par de veces.
—Ella es Alice —habló de nuevo Tabatha, aumentando la presión sobre el brazo de Sarah,
mirándola con fijeza—. Es tu hermana.
—Mi… —susurró Sarah en voz baja. La impresión la atenazó feroz, apenas la dejaba asimilar
aquello que acababa de decir la tía.
Tras unos segundos eternos, Alice derramó lágrimas por fin, colmadas de ira. Bufó y se
marchó dando la espalda a ambas.
—Déjala ir —detuvo Tabatha a Sarah cuando intentó seguir sus pasos de forma impulsiva—.
No es el mejor momento. Además, es tu turno.
Sarah la miró, pero esta miraba ahora al enorme árbol tintineante. Una leve ráfaga de viento,
perfumado y cálido, la arropó. Las campanillas repiquetearon con más fuerza. Sarah escuchó
aquel sonido que vertía en su interior palabras extrañas y desconocidas. Tabatha la empujó con
sumo cuidado hacia el árbol, y comenzó a andar sin pensar. Con unos pocos pasos se situó junto al
tronco. La gente había ido dejando algunos recuerdos en el suelo. Un par de botellas, un peluche
de conejo, flores, algunos ovillos de lana. Nada extraño en realidad.
«¿Y ahora qué hago?», se preguntó la chica, tomando consciencia de que nada de aquello tenía
sentido. Nerviosa, cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra, se frotó las manos abiertas en
los muslos, intentando tomar consciencia de sí misma. «Quizás Tabatha lo sepa…», pensó de
nuevo. Estuvo a punto de darse la vuelta, de buscar con la mirada a su recién encontrada tía para
que le brindase alguna pista. Pero no hizo falta.
Bienvenida a casa, Sarah.
No supo quién había hablado, pero no le importó. Miró primero al suelo, a todos aquellos
presentes que habían sido depositados con mimo en la tierra, y después al tronco del árbol.
—Siento haber llegado tan tarde —dijo apenas en un susurro. No supo que lloraba hasta que
sintió el viento helando en su cara el camino que habían dibujado sus lágrimas. Resuelta, levantó
el rostro y se las limpió con el dorso de la mano. A pesar de todo se sentía bien, por fin. Después
de mucho tiempo, el vacío devorador que crecía en su interior se vio apaciguado. Apenas unas
horas en el pueblo habían conseguido calmar toda la ansiedad que había generado en ella la gran
ciudad.
Sarah, reconfortada, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. La calidez de las velas y las
flores la envolvió por completo. Por fin, y por primera vez en mucho tiempo, Sarah se sentía en
paz, como si todo a su alrededor la estuviera arropando.
—Ven. —La voz de Tabatha la sacó de aquel ensueño. Ambas se miraron, por fin tranquilas—.
Te enseñaré tu habitación.

Nueva York.
En cuanto el teléfono sonó aquella mañana, Barnaby supo que eran malas noticias. La Quinta
sinfonía de Beethoven era la melodía que tenía asignada a su jefe. Cuando el allegro sonó
atronador y agorero en el dormitorio, despertó de un respingo. Frotándose los ojos con anhelo
frustrado, tomó el móvil y deslizó el dedo sobre la pantalla para responder a la llamada. No
habló, tan solo colocó el auricular sobre el oído y escuchó.
—En mi despacho —ordenó, siniestra, la voz del jefe—. Ya.
Después colgó sin apenas dejarle tiempo de respuesta, aunque… ¿Qué iba a responder?
Lockwood ordenaba y él ejecutaba; no había espacio para más maniobras. Suspirando resignado,
lanzó el teléfono sobre la colcha de su enorme y mullida cama y se dejó caer hacia atrás. Cerró
los ojos y deseó asfixiarse a sí mismo con una de las almohadas forradas en seda.
«El día empieza bien…», se dijo irónico y cansado, a pesar de que apenas había despertado
aún.
Ya en el ascensor de la Torre Lockwood, Barnaby se retocaba el nudo de la corbata y
recolocaba las solapas de su traje color marengo mientras se examinaba a conciencia en el espejo.
Al jefe le importaba poco si él iba vestido de Armani o con un saco de patatas, lo que quería de él
estaba claro. Tenían una relación comercial sencilla, aunque llamar a aquella situación de
servidumbre draconiana de aquella forma era uno de los mayores eufemismos de la historia.
Lockwood ordenaba y él se rompía la cabeza, la espalda o las manos por obedecer. Pasándose
con cuidado las yemas de los dedos por las sienes volvió a peinar hacia atrás su corto cabello
platino. Era un servicio duro, quizás el más duro que jamás hubiese tenido que hacer, pero
merecía la pena ya que, si conseguía alcanzar sus objetivos, el vil Lockwood le recompensaría
bien.
—Espero que esa niñata esté bien… —se dijo entre dientes mientras se concentraba en
rematar el peinado perfecto. La imagen de Sarah la noche anterior, al borde del terror, mirándole
fijamente en aquel bar, le golpeó punzante—. Tan solo fue un pequeño descuido, no creo que…
Se cortó en mitad de la frase y tragó saliva. ¿Y si Lockwood le echaba la bronca por ello? ¿Le
habría ido Sarah con el cuento? No lo creía, pero más le valía estar preparado. Su jefe, igual que
podía premiarlo en demasía, podía castigarlo de alguna forma cruel y aterradora. El ascensor,
ajeno a su pasajero, seguía su marcha hacia el ático en el que Lockwood tenía su vivienda y su
despacho. Pronto abandonó los pisos inferiores, pero conforme fue subiendo, a Barnaby le parecía
que se iba ralentizando. Las luces del habitáculo parpadearon por un momento, distrayéndole de sí
mismo y su imagen de adonis en el espejo; miró alrededor con cierto temor. La atmósfera en aquel
par de metros cuadrados se tornó densa, caliente y pesada. El becario olisqueó el aire y un ligero
olor a azufre y fuego le llenó las fosas nasales. Por un momento temió lo peor. Cerró los ojos
intentando pasar el trance, pero tuvo que abrirlos de inmediato, ya que unas voces, tenues y
lejanas se colaron en el ascensor desde abajo. ¿Estaba Lockwood tan cabreado que lo castigaría
allí mismo? Por unos segundos se planteó rezar por que no fuese así, pero luego soltó una risa
lacónica ante la paradoja que aquello retrataba.
Las puertas del ascensor se abrieron al son de un timbre mecánico revelando el pasillo que
llevaba directamente hasta el despacho del jefe. El corredor, pintado en tonos rojos y cálidos, con
suelos de madera y mullidas alfombras persas, debería haberle resultado acogedor, pero en aquel
momento se le heló la sangre. Puso los pies sobre el suelo de madera, saliendo del ascensor, que
cerró las puertas tras él, rápido, sin dejarle opción a huir. La puerta del despacho de Lockwood,
de doble hoja y oscura madera maciza, pareció acercarse hasta él, obligándole a avanzar. Fue
consciente de que la había cagado la noche anterior. Jamás debió dejar a la chica sola, y jamás
debió haberse distraído. Su mente comenzó a trabajar afanosa, buscando excusas que lo sacasen
de aquel embrollo. Con pasos lentos avanzó por el corredor. Sobre las alfombras de lana,
moteadas de mil colores, sus pasos no resonaban en el espacio, pero los oía con toda claridad.
¿Los oiría también Lockwood?
Tardó, pero por fin estuvo frente a la puerta: seguía cerrada. Con timidez, llamó un par de
veces con los nudillos. Por supuesto que el jefe sabía que estaba allí. Aquel tipo lo sabía todo,
pero hacerle llamar a la puerta era una forma más de torturarlo, de tenerlo bajo aquel yugo de
servicio. Pasaron unos segundos interminables. Barnaby, agobiado por el silencio sepulcral en
aquel pasillo, cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra varias veces. Suspirando con fuerza
se exhortó a calmarse. Lockwood lo destrozaría si entraba en el despacho hecho un manojo de
nervios. Durante lo que le pareció una eternidad, no hubo ningún movimiento tras las enormes
puertas. El becario volvió a alzar la mano, dispuesto a llamar de nuevo con los nudillos, esta vez
de forma más decidida. No hizo falta. Impelidas por una fuerza desconocida, las dos hojas de
madera se abrieron a la vez, exhalando un aliento caliente y espeso sobre Barnaby. El despacho
estaba oscuro. La puerta se abrió en silencio, aunque al muchacho le pareció escuchar el rumor de
cien barcos de batalla enfrentándose contra las fauces de un mar embravecido y hambriento
mientras la madera se desplazaba sobre el suelo. Cuadrándose, agarrando una de las solapas de la
chaqueta con aire resuelto, dio los primeros pasos para entrar en la boca del lobo, aunque hubiese
deseado echar a correr y dejar todo atrás.
En cuanto estuvo dentro las puertas volvieron a cobrar vida y se cerraron de golpe a sus
espaldas. Hubo un estruendo y Barnaby dio un respingo, pero no se amilanó. En la penumbra
vislumbró la mesa de su jefe al fondo, entre dos enormes ventanales cubiertos por gruesas
cortinas. La mesa estaba vacía. Apenas eran unas formas angulosas en la oscuridad, pero el chico
estuvo seguro. De todas formas, no podía fiarse. Resignado, pero aparentando confianza en sí
mismo, avanzó en dirección al escritorio. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Siéntate. —La voz de Christopher atronó en la oscuridad.
Barnaby apenas tuvo tiempo de obedecer. Las cortinas en los ventanales se abrieron de golpe,
dejando entrar el sol a raudales en el despacho. Todo quedó iluminado, y el becario pasó de estar
en la más negra oscuridad a verse bañado por aquellos tonos rojizos y cálidos con los que también
estaba decorada la sala de mando de Lockwood. Cegado, a duras penas alcanzó una de las sillas
victorianas que estaban frente al escritorio, e hizo amago de sentarse. No se sorprendió al
descubrir a su jefe sentado tras su escritorio. Lockwood, implacable e imponente, permanecía tras
su mesa sosteniendo una copa de whisky entre las manos, mientras apoyaba los codos sobre la
madera y le clavaba la mirada con fiereza. Aquel tipo tenía los ojos negros como el carbón.
Barnaby tuvo que tragar saliva ante aquella mirada; las pupilas del hombre parecían ascuas
prendidas. Molesto, Lockwood hizo un gesto con la mano al becario, que seguía de pie frente a él
mirándole como una gacela antes de emprender una carrera desesperada ante un león hambriento.
Barnaby obedeció al instante, se sentó rápido y pareció encogerse ante la presencia de su jefe y
bajo el ardor de aquel despacho.
Lockwood estuvo varios minutos sin hablar, mirando fijamente al muchacho, traspasándolo
con aquella mirada abrasadora. La tensión se volvió angustiosa, el aire era denso y pesado entre
los dos. Barnaby intentaba por todos los medios no ceder ante la presión que aquellos ojos
ejercían sobre él, y apenas lo conseguía.
—Relájate, muchacho —habló por fin Christopher. De haber podido, Barnaby habría
suspirado aliviado, pero se obligó a mantener la compostura—. Tengo un encargo para ti.
El becario esbozó una sonrisa. Por lo general le gustaban los encargos de su jefe. Eran un reto
para él y solían incluir el libertinaje o la corrupción como recompensa. Ahora sí, Barnaby
destensó los músculos del cuerpo y adoptó una postura serena, una que traslucía seguridad en sí
mismo. Aquello era otra cosa.
—Usted dirá.
—Tengo cierta confianza en ti… A pesar de todo —volvió a hablar Lockwood con tono grave.
Aquella reprimenda velada heló la sangre en las venas de Barnaby, confiarse ante Christopher
Lockwood era un error imperdonable. El becario se revolvió de nuevo inquieto en la silla.
Lockwood levantó la mano en un gesto rápido, ordenándole que se estuviese quieto y escuchase.
Con tan solo un pequeño gesto el amo contenía así el carácter del sabueso. El becario se quedó
quieto de nuevo, mirándole expectante—. Quizás este sea uno de los encargos más importantes
que te haga nunca —dijo entonces Christopher, y el tono que usó se deslizó pegajoso por el
interior del muchacho, que se mordió los labios ansioso.
Lockwood, grave, se concentró en el interior de su copa de cristal tallado, mirando el líquido
fijamente, escogiendo las palabras adecuadas. Por fin, de nuevo sin mirar al becario, formuló una
sola pregunta:
—¿Has oído hablar alguna vez de la familia Sallow?
Capítulo 5
Los dos primeros días resultaron extraños. En aquella acogedora casita, todas las mañanas
sonaba la música, tía Tabatha se ponía en pie y hacía un espectacular desayuno mientras ella se
levantaba. Solo había pasado dos noches allí, pero tenía la impresión de que no había dormido tan
bien en su vida. El silencio nocturno de Crimson Falls era real, y no la burbuja aislada en la que
se convertía su apartamento cuando cerraba las ventanas. Allí, escuchaba el ulular de algún búho,
el grito extraño de los zorros y los sonidos de la fauna que era incapaz de reconocer y, aun así, le
causaban una sensación de calma y amparo, como si el bosque que rodeaba al pueblo y a sus
habitantes les estuviera protegiendo. Tabatha dijo algo así la primera noche, cuando algo más allá
del jardín removió los arbustos del lindero del bosque.
—No debes preocuparte, el bosque está muy vivo y nunca estamos solos, pero su compañía es
benigna. Él nos protege si nosotros lo protegemos.
En aquel momento le pareció la jerga de una vieja que había bebido más licor de la cuenta y
fumado algo más que tabaco, pero cuando llegó la noche y aquella sinfonía nocturna, misteriosa y
envolvente, llegó a ella, comprendió sus palabras como si también fuera capaz de entender los
murmullos del bosque.
La mañana del tercer día, Sarah bajó a la cocina siguiendo el aroma de las suculentas tortitas.
Una sensación de familiaridad la envolvió de pronto, como si a medida que descansaba despertara
de un sueño en el que hubiera estado atrapada por mucho tiempo. En un viejo transistor sonaba
Hotel California, de The Eagles, como dándole la bienvenida.
Tabatha la recibió en la cocina con una luminosa sonrisa y la bata de flores verde atada en la
cintura. Llevaba unas preciosas flores moradas en el pelo, que volvían aún más brillante el rosa
con el que se había teñido la rizada melena. Unos seis gatos correteaban a su alrededor y salieron
en tropel al jardín cuando abrió la mosquitera. Solo uno, anaranjado, se quedó sentado bajo el
dintel, lamiéndose el lustroso pelaje y ronroneando sonoramente.
—Buenos días, nena —la saludó nada más verla, poniendo dos tortitas sobre su plato y
sirviendo el zumo de naranja. Sobre la mesa había dispuesto no solo varios tipos de siropes,
mieles y mermeladas, sino un surtido suculento de frutas y dulces que la hizo sentir hambrienta
como nunca—. ¿Cómo has dormido?
—Bien, gracias —respondió sentándose aún soñolienta a la mesa—. No deberías molestarte
tanto… Hay demasiada comida.
—Ah, no te preocupes, la señora Barnet se levanta más tarde y siempre viene a almorzar. Tú
come lo que quieras, tienes que recuperar peso, estás en los huesos.
Sarah frunció el ceño y no pudo evitar mirarse. No consideraba que estuviera excesivamente
delgada, pero ahora que Tabatha sacaba el tema, que se le marcase el esternón no le parecía lo
más saludable del mundo. «¿En qué momento he adelgazado tanto», se preguntó perpleja mientras
cortaba un trozo de tortita bañado en mermelada y se lo llevaba a la boca.
—Están riquísimas, Tabatha.
—Tía Tabatha —la corrigió la mujer, sentándose frente a ella para unirse al desayuno—.
Tienes la misma carita que cuando eras una niña, ¿sabes? Te pareces muchísimo a tu madre.
No supo qué responder. Aquello la hizo sentir incómoda y algo triste, porque ella era incapaz
de recordar a Tabatha o a su propia hermana. Era como si todo aquello jamás hubiera existido. Al
principio desconfió, pero ahora, con Tabatha sentada ante ella y el olor delicioso del desayuno, le
pareció más que justificado creer todo lo que ella le dijera.
Nunca se había sentido tan cuidada por alguien, de una forma tan dulce, delicada y atenta como
lo había hecho aquella mujer en solo dos días.
—Esta mermelada está buenísima. —Era una evasiva, pero también era verdad—. Es como
darle un bocado a un campo de fresas.
—¡Oh, gracias! La receta es de tu difunta abuela. Es una de las que más éxito tiene en la
tienda. —El orgullo brilló en la mirada malva de Tabatha. Aquel color de ojos era tan extraño
como el suyo propio, lo que le daba veracidad a que fueran parientes.
—¿Tienes una tienda de mermeladas? —preguntó con genuina curiosidad. No tenía ganas de
pensar en mamá, pero quería saber más sobre Tabatha y su abuela.
«Mi supuesta abuela».
—Sí. Bueno, ahora la lleva Alice, es muy buena con los negocios, sabe llevar las cuentas
mejor que yo… Soy un desastre para los números, pero las recetas se me dan genial. Y no solo
vendemos mermeladas, también licores, jarabes, jabones y una gran cantidad de productos
biológicos. —Tabatha habló casi sin tomar aliento. Parecía realmente entusiasmada con su
negocio, y eso que no parecía un proyecto nuevo.
Sarah tuvo la impresión de que acababa de despertar de dos días de letargo. En ese tiempo,
apenas había hecho otra cosa que dormir y comer, y dejarse cuidar por Tabatha. Sus
conversaciones fueron intrascendentes, triviales, como si aquella mujer hubiera sido consciente de
la necesidad de desconexión y silencio que traía consigo. Aquella mañana, toda la curiosidad que
el cansancio había adormecido, despertó de pronto.
—¿Desde cuándo tenéis la tienda?
—La fundó tu abuela, Agnes Sallow, cuando solo tenía veinte años. Recopiló las recetas de
las mujeres de la familia y se dedicó a reproducirlas y mejorarlas para el bien del pueblo. Ya era
popular por entonces, una mujer inteligente, abierta y llena de inquietudes… Puedes imaginarte,
llevaba a todos los hombres del pueblo de calle. —Mientras hablaba, gesticulaba con el tenedor
en la mano, enfatizando cada palabra.
—¿De verdad? —Sarah no pudo evitar un gesto de sorpresa y cierta incredulidad. Tabatha la
miró como si no entendiera la pregunta—. Eso suena a lo que asustaría a un hombre en el resto del
mundo.
—Oh, mi querida niña, pronto verás que Crimson Falls no es como el resto del mundo —
respondió Tabatha con una risa cantarina.
—Bueno… Algo sospeché el día en que llegué —apuntó Sarah con una media sonrisa. En el
fondo de su alma deseó que aquello fuera cierto.
—Tu abuela llegó a ser alcaldesa, y lo hizo muy bien. Todo el mundo en el pueblo la quiere.
También fue matrona.
—Había mucha gente en su funeral… Me pareció realmente bonito.
Sarah se preguntó cuánta gente iría a su funeral cuando muriera después de una vida gris e
insulsa en Nueva York. Se imaginó a Barnaby vestido de traje, ligando con una de las
recepcionistas del tanatorio.
—A ella le habrá encantado, estoy segura; sobre todo por que viniste.
—Me habría gustado conocerla —dijo sintiéndose triste de pronto. Ni siquiera había sabido
de ellas, no podía asegurar que todo aquello fuera real, o que no hubiera algo turbio bajo aquella
llamada, pero no pudo evitar esa sensación.
—Oh, mi cielo, no te preocupes, la conocerás —dijo Tabatha inclinándose sobre la mesa para
alcanzar su mano. La estrechó entre las suyas con un gesto cálido, mirándola con una ternura que a
Sarah se le antojó verdadera. No pudo evitar fruncir el ceño, extrañada por sus palabras—. A
través de nosotras —aclaró Tabatha.
Como si las palabras la hubieran invocado, Alice apareció en la cocina en ese momento.
Sarah dio un respingo al verla entrar por la puerta. La mujer se quedó parada bajo el dintel, como
si no hubiera esperado encontrarla allí, su mirada se endureció. Tenía un ligero rastro de ojeras
bajo los ojos y aún parecía triste.
—Buenos días, Alice, ¿quieres tomarte un café?
—No, vengo a por mermelada de albaricoque, se nos está terminando en tienda y te has
olvidado de reponer —respondió en un claro tono de reproche, fría como el viento invernal.
Sarah se quedó quieta, como si así pudiera evitar que su hermana —si es que lo era—
reparase en ella de nuevo. No quería ni respirar. Cada vez que aparecía se sentía completamente
fuera de lugar, como si fuera una intrusa. Creía que ambas habían estado evitándose durante esos
dos días, como si así fueran a esquivar enfrentarse a una realidad que ninguna de las dos acababa
de aceptar.
—Coge las que necesites del sótano —dijo Tabatha haciendo un aspaviento con la mano, como
si estuviera echándola de la cocina.
Alice resopló y desapareció. Poco después se escucharon un par de portazos que evidenciaron
que había encontrado lo que deseaba y se había ido.
—Le molesta que yo esté aquí, ¿verdad? —se atrevió a preguntar.
Sabía que iba a abrir una caja que no podría cerrar, pero después de dos días, era momento de
aclarar las cosas: no podía seguir huyendo de la verdad con la excusa del descanso.
—No se lo tengas en cuenta, cielo. Es una situación complicada, tanto para ti como para ella.
«Ella al menos sabía que tenía una hermana».
—No entiendo por qué nadie me dijo nada sobre esto —dijo en lugar de lo que había pensado
—. Ni siquiera mamá.
El desayuno se le amargó en la boca al pensar en sus padres. ¿Por qué nadie le había dicho
nada? ¿Por qué descubría ahora todo eso? Para colmo, tenía que aguantar que alguien estuviera
enfadada ¡con ella!
Tabatha la miró en silencio un instante, y esbozó una sonrisa triste.
—Alice no es hija de Christopher. Antes de irse con él, tu madre estuvo con otro hombre. —A
Sarah se le escapó el tenedor de la mano por la sorpresa. Miró a Tabatha incapaz de articular
palabra. Algo en la expresión de la mujer, de pronto distante y misteriosa, la hizo desconfiar.
¿Podía confiar en ella? Recordó las palabras de su padre, y temió haberse equivocado—. Se
llamaba Robert, era un hombre dulce y excepcional.
—¿Y… qué pasó con él?
—Murió —respondió sencillamente Tabatha. Sarah sabía que tras esa palabra faltaba una
frase, una explicación, pero la mujer no dijo nada más al respecto—. Alice se sintió muy
abandonada por tu madre cuando se fue. ¿Ella nunca te habló de nosotras? —preguntó frunciendo
el ceño con extrañeza.
Sabía que llegaría el momento de hablar de ella. Era su culpa, tendría que haberse comido las
tortitas hablando de la tienda de Tabatha, del tiempo o de las costumbres de Crimson Falls, en
lugar de indagar sobre su familia. Intuía que mirar bajo aquella alfombra no era buena idea. En
realidad, nunca había querido hacerlo, pero ahora no tenía más opción que enfrentarlo. Su madre
había estado con un hombre antes de su padre. No le sorprendía, todo el mundo tenía un pasado,
pero no pudo evitar preguntarse si aquello tuvo que ver con su perpetua tristeza, ¿tal vez mamá
nunca superó lo de ese tal Robert?
Tabatha le dirigió una mirada compasiva, como si hubiese adivinado sus pensamientos, y eso
la hizo sentir extrañamente arropada.
—Mamá hablaba poco, de cualquier cosa —dijo al fin, reuniendo fuerzas para recordarla. Le
dolía hacerlo, por eso apenas lo hacía—. Ella… siempre estuvo deprimida, ¿sabes? No recuerdo
su sonrisa. La imagen que tengo grabada es la de una mujer triste, sentada en el sillón junto al
ventanal. Su cuerpo estaba, pero su mente siempre estaba lejos. La diagnosticaron de
esquizofrenia poco antes de su suicidio, por lo que papá me contó…
—Mi niña…, lo siento —dijo Tabatha, en un tono en el que Sarah no pudo atisbar un ápice de
falsedad. La observó unos instantes, sus ojos malva se habían oscurecido, y había algo más que
pena en ellos, algo que no supo identificar.
—Era muy pequeña —continuó Sarah con la voz temblorosa. La mirada se le emborronó y
tuvo que tragar saliva para continuar. Tenía ganas de romper a llorar y a gritar, pero hizo una
pelotita con todo aquello y la empujó hacia el fondo de sí misma—. Estuve enfadada mucho
tiempo. Creo que aún lo estoy, pero ahora, al menos, la comprendo mejor.
Hubo silencio por un largo instante. Supo que la mujer le estaba dando espacio, y cuando
alargó la mano para volver a coger la suya, una sensación cálida estuvo a punto de lanzar al traste
sus esfuerzos por no llorar. Estoica, consiguió aguantar el tipo y negar con la cabeza, esbozando
una sonrisa en un intento por restarle hierro al asunto.
—No tienes que preocuparte por Alice. Ella aún no está preparada para perdonar, pero lo
estará. El perdón es necesario para sanar el corazón de las viejas heridas, Sarah, y las dos
sanaréis, solo hay que darse tiempo y cuidados.
Sarah suspiró. Aquella perorata motivacional no iba con ella. Tuvo ganas de coger sus cosas y
marcharse. No quería dedicar tiempo a congraciarse con gente que la odiaba sin motivo, y
tampoco quería perdonar a su madre; sabía que Tabatha no solo hablaba de su supuesta hermana.
—¿Por qué se quedó aquí? —preguntó de pronto. No podía evitar querer respuestas. Se iría en
cuanto las tuviera.
—Alice ya podía decidir cuando tu madre se fue, y no quiso irse con Christopher.
—¿Por qué?
Tabatha la miró y no dijo nada. La inquietud se enredó en el estómago de Sarah. Había algo
ominoso en aquel silencio, una respuesta suspendida en el aire, que tal vez conocía en algún
recoveco de su alma. La tetera emitió un estridente pitido que la hizo dar un respingo sobre la
silla. Tabatha apartó la mirada de sus ojos y se levantó.
—¡El té está listo! Verás como te encuentras mejor después de tomarlo. Luego iremos a dar
una vuelta por el pueblo.
Sarah no insistió. Tal vez no quería escuchar aquella respuesta, por lo que se sintió aliviada.
El té la reconfortó como un abrazo, limpiando la inquietud de su interior, y pronto la perspectiva
de dar una vuelta por aquel pintoresco lugar le pareció algo más que apetecible.

El sol brillaba con una luz especial. Las casas del pueblo eran de madera, en su mayoría de la
época colonial, y estaban exquisitamente conservadas, la pintura blanca, verde, azul o gris era una
tónica en las fachadas, con sus porches llenos de plantas y sus pequeños jardines con cancela. El
pueblo estaba especialmente vivo aquella mañana, como si el sol hubiera animado a sus habitantes
a salir. Estos paseaban por las calles anchas, ocupados con sus trabajos o simplemente disfrutando
de la vida tranquila de la aldea.
Tabatha caminaba agarrada de su brazo y saludaba a todo aquel con el que se encontraba.
—Buenos días, pastor Deacon. —Agitó la mano enérgicamente y el joven al que saludó
respondió con una sonrisa y un cabeceo, acelerando el paso.
—Deacon es nuestro pastor, es un buen chico, pero aún piensa que le juzgamos. —Tabatha se
inclinó hacia ella para cuchichear.
Habría sido evidente para cualquiera que estaban compartiendo alguna clase de cotilleo, lo
que hizo que Sarah mirase alrededor por si alguien las veía.
—¿Por qué ibais a juzgarle?
—¿Nosotros? Por nada en absoluto, pero por alguna razón cree que no aprobaríamos su
relación con Frank. Yo creo que hacen muy buena pareja, y la mayoría del pueblo coincide
conmigo.
—Parece que lo has consultado personalmente con todos… —comentó Sarah, pero el
sarcasmo pasó a través de Tabatha sin ningún efecto.
—Oh, claro, lo hablamos en uno de los plenos del Ayuntamiento. Estábamos muy preocupados
por Frank, estaba muy solo, así que decidimos echarle una mano… Y bueno, apareció Deacon —
dijo sonriendo de oreja a oreja, con un brillo cómplice en los ojos que Sarah no supo interpretar.
—Eh… ¿Debatís la vida personal de vuestros vecinos en pleno? —preguntó sorprendida.
—Oh, no, no. Claro que no. Solo debatimos soluciones a problemas comunitarios. Frank es el
maestro de la escuela, no es bueno que ande deprimido porque no tiene novio, ¿entiendes?
No, no lo entendía en absoluto, y le parecía una falta de respeto a la intimidad de aquellas
personas, pero Sarah decidió no decir nada al respecto. Aquellos pocos días le habían bastado
para comprender que la vida allí era muy distinta a la de Nueva York. Tabatha conocía a todo el
mundo, eso estaba más que claro, y lo estaba demostrando. La tienda familiar estaba a apenas
doscientos metros de su casa, pero estaban tardando una eternidad entre saludos y cuchicheos.
—Oh, mira, este es Joshua —dijo deteniéndose de pronto al ver a un hombre acercarse por la
acera.
Era un tipo peculiar, llevaba una cinta en el pelo y tenía el aspecto de un hippie venido a
menos. Era flaco, su melena estaba ya gris por las canas, pero no parecía haber alcanzado aún los
cincuenta años.
—Buenos días, Tabatha. —Se acercó a la mujer y la saludó agarrándola de las manos y
estrechándolas con cariño—. Debes saber que realicé el ritual de tránsito para la vieja Agnes; le
aportará energía positiva y luz en su camino.
Sarah arqueó una ceja. Tabatha sonrió con dulzura, como si todo aquello le pareciera normal.
—Gracias, Joshua, ¿qué haríamos sin ti? Agnes te estará muy agradecida.
—Bendita sea —dijo el hombre.
—Bendita, bendita —respondió Tabatha. Sarah tuvo la impresión de que solo le seguía la
corriente, y esa impresión se acentuó cuando se volvió hacia ella, soltándole las manos a Joshua
de pronto—. Joshua, ella es Sarah, mi sobrina. Ha venido a visitarnos.
—¡Sarah! Es un verdadero placer conocerte. Bendiciones para ti.
El hombre agarró sus manos y las estrechó con efusividad, con una alegría desmesurada que a
Sarah le resultó incómoda. Apartó las manos en cuanto pudo, forzando una sonrisa para no quedar
como una rancia.
—Ah… Gracias, lo mismo digo.
—Bueno, he de irme, hoy tenemos una purificación. El señor Barrowman tiene un mal de ojo
terrible…
Entre aspavientos, el tal Joshua siguió su camino, dejando tras de sí una nube de olor a
incienso. Ellas continuaron andando por la calle mayor. La iglesia se veía al fondo, dominando el
paisaje pintoresco.
—Joshua se cree que es chamán —dijo Tabatha cuando el hombre se hubo alejado—. Todo lo
que hace no sirve para nada, pero nosotros le seguimos la corriente. Él es feliz, y es un buen
hombre, en realidad se preocupa mucho por el bienestar espiritual de todos.
—¿No deberíais decirle que está haciendo el ridículo? —Sarah entendía cada vez menos la
actitud de su tía.
«Supuesta tía».
—Él ha encontrado su realización en ese camino, no tiene dotes para la magia, pero sí para el
cuidado y la atención, ¿por qué íbamos a coartarle? Y si le dijéramos eso a él, también tendríamos
que decírselo al pastor Deacon… Demasiada movida.
—Tenéis que decírselo porque son sandeces… —respondió Sarah incrédula.
—Bueno, depende —dijo simplemente Tabatha.
Sarah iba a replicar, ya que no parecía que Tabatha fuera a ampliar su respuesta, pero una voz
la interrumpió, tronando sobre la calma del pueblo.
—¡Es como os digo! ¡El final vendrá de su mano! ¡Y llevará una espada de nueve filos! ¡No de
dos, ni de cinco, ni de siete, sino de nueve! ¡Y la empuñará contra todos los pecadores! ¡Y en la
cabeza llevará un cuerno, y doce cascabeles!
—¿Pero qué…? —Sarah miró atónita al hombre que se había subido a uno de los bancos de la
calle y gritaba como un desquiciado—. ¿No hay nadie cuerdo en este pueblo?
—Ah, no le hagas ni caso. No será así —dijo Tabatha riéndose.
—¿Qué no será así?
—El Apocalipsis, será algo mucho más tranquilo y sin cuernos, más parecido a ver Netflix en
casa hasta morir de aburrimiento.
«Ah, claro. Está bromeando. Es eso. Creo que tengo problemas para pillar los chistes a
veces». Sarah forzó una risa, sintiéndose idiota en ese momento por no ser capaz de seguir las
bromas de su tía.
«Supuesta tía».
—¿Ese se cree un profeta? —preguntó cuando dejaron atrás al tipo.
—Ese es Brian, y solo es un borracho. Cuando se pasa con la botella grita citas de películas.
No recuerdo de cuál es esa —respondió Tabatha encogiéndose de hombros.
Sarah pensó que no era tan raro, Nueva York estaba lleno de profetas, borrachos y drogadictos
con comportamientos similares.
Cuando llegaron a la tienda Sarah la reconoció sin necesidad de que Tabatha la señalase. En el
escaparate, exquisitamente decorado con flores secas, canastas tejidas y guirnaldas de luces led,
se exhibían las mermeladas, licores y frutas escarchadas que preparaba Tabatha en su casa. Sobre
la fachada de color rosa palo, un cartel de madera oscura rezaba: Sallow’s Potions&Lotions.
—Es preciosa… —dijo impresionada por el pintoresco establecimiento. Parecía una farmacia
antigua, pero había sido reformada y pintada con colores frescos, predominando el blanco, el
crema y el verde salvia.
—Gracias, nos esforzamos mucho en la reforma. Alice tiene muy buen gusto.
Se disponían a entrar cuando una señora mayor salió de la tienda cargada con varias bolsas de
papel marrón. Se sorprendió al ver a Tabatha y se acercó presurosa a ella. Sarah les dio un poco
de espacio cuando vio que la mujer cuchicheaba con su tía, pero fue capaz de escuchar la
conversación a la perfección, porque a pesar de la actitud confidente, ninguna bajó la voz.
—¿Tienes el pedido de… ya sabes? Mi marido está cada vez más… Ya sabes. Y quiere… Ya
sabes.
—Ten paciencia, estas cosas requieren su tiempo, pero te avisaré en cuanto lo tenga listo.
Sarah miró a su tía con los ojos muy abiertos cuando volvió junto a ella.
«Trafican con marihuana», pensó. No cabía otra explicación para tanto secretismo.
—¿No hacéis mermeladas y licores? ¿Qué es ese «ya sabes» que preparas?
—Hacemos algunas cositas más —respondió su tía con una sonrisa misteriosa—. Por algo las
llamamos pociones y lociones, cielo.
«No preguntes», se dijo. En realidad no quería saberlo. Lo mejor era no meterse demasiado en
sus vidas, ni en la de nadie en ese pueblo de chalados.
El sonido de un móvil de campanillas les dio la bienvenida cuando entraron. Sarah inspiró el
perfume que flotaba en la tienda. Aunque nunca había olido nada parecido, un recuerdo aguijoneó
su memoria, difuso como un sueño olvidado, y la risa de su madre, que tan pocas veces había
escuchado en su vida, cascabeleó en su mente. Aquella mezcla de aromas de flores secas y hierbas
silvestres, con el punto dulzón de los licores y jarabes, tal vez estaba estimulando demasiado su
imaginación, porque no recordaba haber estado jamás en un lugar como ese.
Alice se encontraba tras el mostrador, sacando de unas cestas de mimbre una serie de
frasquitos de colores y etiquetándolos. Tras ella, un montón de estantes de madera oscura forraban
la pared hasta el techo, llenos de frascos y tarros. Cuando Alice las vio entrar, la expresión en su
cara, ya sombría, se endureció. Dejó los botes sobre el mostrador y les dio la espalda.
—Tengo que ir a la rebotica. —La excusa fue atajada rápidamente por Tabatha, que interceptó
sus pasos hacia la cortina de macramé que daba acceso a lo que parecía el almacén. Sarah vio
desde su posición la mirada que su tía le dirigía a su recién descubierta hermana; era como una
advertencia soterrada en una sonrisa amable.
—Ya voy yo, querida.
«No quiero quedarme a solas con ella», pensó, pero cuando Tabatha desapareció tras la
cortina, tuvo que aguantar el tipo.
—Hola, Alice. —Quiso ser amable, y se acercó al mostrador. Su hermana no se dignó a
mirarla, siguió etiquetando los frasquitos—. Es preciosa. La tienda, quiero decir —continuó con
cierta incomodidad.
Alice no respondió. Iba sacando botes de la cesta de mimbre y pegando unas hermosas
pegatinas decoradas con flores en ellos. Contempló la posibilidad de irse, pero aquello le
resultaba mucho más incómodo. Si era su hermana, tendrían que hablar en algún momento. Y
aunque aquello fuera incómodo e injusto, quería saber por qué estaba tan enfadada.
—¿Qué son? Me gusta mucho el diseño de las pegatinas…, ¿lo has hecho tú? —Hizo de tripas
corazón y se esforzó por ser amable.
Su hermana la miró al fin. Habría preferido que no lo hiciera, porque lo único que encontró en
sus ojos fue hartazgo y enfado.
—¿Qué es lo que quieres? Ya te has despedido de una abuela que nunca te ha importado, ¿no
piensas volverte a Nueva York?
Se quedó petrificada ante ella. Después, una sensación ardiente le subió hasta las mejillas, y
deseó abofetear a Alice por tratarla de aquella manera.
—Ni siquiera sabía que estaba viva, o que tú existías —replicó. No quería que aquella mujer
insufrible la hiciera perder los estribos—. Yo también podría echaros en cara que no os hayáis
puesto en contacto conmigo antes. Si no me he ido es porque quiero entender qué ha pasado.
—¿Cómo puedes ser tan falsa y mentirosa? —preguntó Alice soltando el frasco con
brusquedad sobre la cesta. Se frotó las manos en el mandil que llevaba, como si a ella también le
estuviera costando controlar la rabia—. ¿Qué pretendes? ¿Venir aquí y que te hagamos una fiesta?
¿Que te queramos como si nada hubiera pasado? Yo estuve años intentando ponerme en contacto
con vosotras, y lo único que recibí fue tu carta de mierda. ¿De eso te has olvidado?
—¿Qué? ¿De qué carta estás hablando? Yo ni siquiera sabía que existías, Alice. Mamá nunca
me habló de ti, y tampoco lo hizo mi padre.
El incipiente enfado se convirtió en una terrible confusión. No podía haber escrito esa carta y
haberse olvidado.
«¿Estás segura? Has hecho muchas cosas inconscientemente». No encontró argumentos para
rebatir a aquella voz oscura. En su pasado existían lapsos de tiempo que habían quedado casi en
blanco, sus temporadas de depresión, de ansiedad… los intentos de suicidio, el calvario que
habían sido los tratamientos y las visitas al psiquiatra. ¿Podría haber ocurrido durante aquella
época? ¿Podría haber sabido siempre que ellas estaban ahí?
—No sé a qué estás jugando. —La voz de Alice se volvió árida, y su mirada parecía
apuñalarla. Sarah sintió como un frío espeso y doloroso se extendía desde su estómago a sus
extremidades—. Cuando la tía Tabatha se canse de tenerte aquí, que espero que sea pronto, lárgate
de vuelta a tu ciudad. Olvídate de nosotras. Aquí solo vas a traernos problemas.
La sentencia de su hermana terminó de atar el nudo en su estómago. Sintió náuseas y unas
terribles ganas de romper a llorar. Tragó saliva con fuerza y apartó la mirada cuando los ojos se le
empañaron. No quería ponerse a llorar delante de ella. Ni siquiera encontró palabras con las que
responder a aquellos puñales, cuando intentó hablar, se quedó sin aliento, así que antes de hacer
más el ridículo salió a toda prisa de la tienda, buscando aire para respirar.
«Tengo que irme de aquí». Agobiada y sin ver a la gente con la que se cruzaba en la calle a
causa de las lágrimas, Sarah corrió en busca de su coche.
Solo quería alejarse de Alice. Incluso de Tabatha. Aclarar las ideas, tratar de recordar si
alguna vez había leído una carta de su hermana. En ese instante, solo sentía inseguridad y un
cúmulo de preguntas la hacían dudar de sí misma.
Al llegar donde había aparcado su coche pensó que estaba alucinando. Barnaby, apoyado en su
Audi, la esperaba con una sonrisa blanca y perfecta en los labios. El viento le revolvía el pelo
platino y el traje que vestía le hacía parecer completamente fuera de lugar en aquel pintoresco
paisaje.
«¿Qué demonios está haciendo aquí? ¿Cómo me ha encontrado?». Una vocecilla desconfiada
brotó del fondo de su maltrecha mente, pero el alivio que sintió fue tal que sepultó por completo
cualquier reticencia. En esos instantes, el rostro conocido de Barnaby fue como una bendición
para ella.
Capítulo 6
Hacía horas que había recogido el campamento en el bosque y se había puesto en ruta. Los
días ya alargaban y no tenía prisa por llegar a ningún sitio. El ronroneo de la moto bajo su cuerpo,
el viento revoloteando entre su pelo y la luz del sol filtrándose por la bóveda arbórea que cubría
la carretera era todo lo que necesitaba para ser feliz. Declan se sentía pleno y libre, dejándose
llevar por sus propios anhelos. Llevaba unos días en Maine, y sus bosques habían sido un
agradable descubrimiento. En ellos había acampado y disfrutado de noches mágicas observando el
firmamento, caminando bajo la luna en los senderos serpenteantes junto a riachuelos y cascadas
mientras la vida secreta del bosque le cantaba sus canciones.
Lo cierto era que no podía quejarse, y la falta de cobertura telefónica por aquellos lares era
una bendición de paz en los tiempos que corrían. Desde que había emprendido su viaje, el móvil
era algo de lo que se olvidaba con frecuencia, para desesperación de su familia.
El rugido de su estómago le abstrajo de su contemplación.
«Va siendo hora de parar a comer», se dijo. Y como si Dios hubiera escuchado sus
pensamientos un cartel anunciando un diner le indicó que podría llenarse el estómago a tan solo
doscientos metros.
Declan sonrió bajo el casco. Se sentía afortunado. Aquel viaje estaba siendo un camino de
rosas en el que la suerte le había sonreído en muchas ocasiones. Siempre que pensaba en comer
aparecía un restaurante en su camino, cuando se encontraba demasiado cansado para seguir sus
aventuras por los salvajes bosques de América, un oportuno hotel rural parecía plantado solo para
él en medio de la nada. Había llegado a pensar tonterías como aquella, que el destino disponía las
cosas por alguna razón que escapaba a su entendimiento. Pero en el fondo sabía que toda esa
magia no era más que un cúmulo de maravillosas casualidades.
Detuvo la moto en el aparcamiento del diner. Era un local pequeño con el frontal imitando las
ventanas y la rotulación de un enorme autobús. Rodeado por la foresta impresionante del lugar a
Declan le parecía un vehículo encallado en mitad del bosque que luchaba por devorarlo. De no
ser por el buen estado de la pintura y lo limpias que estaban las ventanas, habría pensado que era
un lugar abandonado.
«Tiene un encanto especial. Hay que reconocer que los americanos tienen un gusto muy
particular, sobre todo a la hora de combinar árboles y coches», pensó mientras bajaba de la moto
y se quitaba el casco, recordando con humor su encuentro con la chica. Lo dejó colgando del
manillar de la Harley despreocupadamente y se dirigió al interior del local. Allí, una señora con
el pelo largo y blanco recogido en un moño limpiaba la barra vestida con un uniforme de
patinadora.
—¡Buenos días! —saludó la mujer con alegría, esbozando una luminosa sonrisa a la que
Declan tuvo que corresponder—. ¿Quiere desayunar? Tengo bacon recién hecho y nuestro revuelto
de huevos es el mejor del condado.
La señora ya le estaba sirviendo de una jarra humeante en una taza de color rosa. Declan se
sentó en la barra, agradecido por el recibimiento. Lo que la camarera le ofrecía le hizo salivar y
avivó su hambre, así que asintió, aceptando el ofrecimiento.
—¿El mejor del condado? Eso tendré que comprobarlo. Tráigame un revuelto de cada ciudad,
ahora mismo me comería un elefante relleno de perdices —dijo de buen humor.
—De eso no nos queda —respondió la mujer riendo y desapareció en la cocina. La oyó dar la
comanda a alguien y luego escuchó el sonido de los enseres de la cocina y los huevos
chisporroteando en las sartenes.
Echó dos terrones al café y dio un largo trago, paladeándolo. Le gustaba el sabor suave del
café norteamericano, podía pasarse todo el día tomando tazas sin sentirse alterado y sin que su
sueño se viera afectado. Aunque aquellos días el clima empezaba a ser cálido, le resultó
agradable la sensación caliente de la taza entre las manos y el hormigueo caliente en su estómago.
La camarera sacó el plato con el bacon crujiente y los huevos revueltos, había añadido
también unas judías con salsa de tomate y una salchicha. Solo el olor hizo que sus tripas volvieran
a protestar. Iba a comer el primer bocado cuando las campanillas de la puerta sonaron
enloquecidas y un hombre de mediana edad entró en el establecimiento.
—¿De quién es esa preciosa moto que hay aparcada ahí afuera?
Declan levantó la mano, volviéndose sobre el taburete al mismo tiempo.
—Se llama Molly, es mía —indicó absurdamente: no había nadie más en el local.
—Vaya, pues te ha tenido que costar arrastrar a Molly hasta aquí.
—Ah… No, he venido montado en ella —respondió enarcando una ceja.
—¡Vaya! Pues sí que has tenido suerte. Tiene un manguito roto y no hay rastro del líquido de
refrigeración, es un milagro que no haya prendido en llamas.
—¿Mi Molly? ¿Un manguito?
Declan palideció. Su moto era lo más preciado para él en esos momentos, dependía de ella
para desplazarse y conservar su libertad, y pensar que algo así pudiera habérsele pasado por alto
le hizo sentir verdaderamente mal. «Mierda, ¿cómo ha podido pasarme por alto? Si la revisé hace
tres días…», se dijo con culpabilidad. Hacía tiempo, cuando su vida cambió, se había prometido
no volver a sentirse culpable ni hiperresponsabilizarse de las cosas, pero las costumbres antiguas
no eran fáciles de eliminar, ni siquiera para él.
Se puso en pie, alterado, dispuesto a comprobar lo que el hombre le decía cuando este se
acercó a él y le puso la mano en el hombro, instándole a la calma.
—No te preocupes. Da la casualidad de que llevo recambios y herramientas en el camión; yo
mismo te la arreglaré si me invitas a desayunar —propuso con una sonrisa agradable.
—Sí, claro, yo le invito; ¿cómo no? —Aliviado, Declan tomó asiento junto al camionero—.
¡Señorita, huevos y elefantes para el caballero! Todo a mi cuenta.
—¿Te pongo lo de siempre, James? —preguntó la camarera, riendo por el comentario de
Declan.
—Sí, gracias, Laurie—respondió él. La mujer le sirvió café en una taza y regresó a la cocina.
—He tenido suerte de dar con usted —dijo Declan, volviendo a pensar en los asuntos del
destino. Sin duda tenía un ángel de la guarda junto a él en ese camino—. No sé dónde puede haber
un taller cerca de aquí.
—Hay un pueblo a quince kilómetros. La suerte ha sido que no hayas tenido ningún accidente
con la moto así.
—Desde luego —respondió sorprendido, y dio el primer bocado a la comida que ya empezaba
a enfriarse—. Tendré que aprovechar esta buena racha y comprar lotería.
—¿Estás de ruta por Maine? —preguntó James tras beberse media taza de café de un trago.
—Sí, llevo unos días por aquí. Estoy haciendo un viaje alrededor del mundo —respondió
afablemente. Disfrutaba de la buena comida y de la compañía cuando paraba para repostar o
descansar.
—Por tu acento no pareces de por aquí, no. ¿De dónde vienes?
—Irlanda. Pedí una excedencia en el trabajo para hacer esto. He estado en Sudamérica y ahora
llevo un tiempo por los Estados Unidos.
La camarera sacó un plato con huevos fritos, tortitas y bacon que dejó ante el camionero.
—Vaya suerte, una excedencia, ¿eh? Quien pudiera.
—Sí. Estoy dándome un tiempo.
—¿De qué? ¿De la parienta? —rió el camionero.
—No, no tengo parienta —respondió Declan de buen humor—. De la vida en general. A veces
es necesario.
—Tienes toda la razón, sí —dijo James, palmeándole la espalda.
Estuvieron hablando un rato más, mientras daban cuenta del delicioso desayuno. Mary puso
algo de música de fondo, y estuvieron acompañados por Johnny Cash durante todo el desayuno.
Una vez terminaron, James salió al aparcamiento acompañado por Declan, abrió el camión y el
irlandés se sorprendió de ver la cantidad de cajas de repuestos y herramientas que tenía. El
hombre trabajaba abasteciendo a varios talleres de la zona, y la reparación de la moto no era nada
complicada, así que se pusieron manos a la obra.
En menos de media hora, Declan tenía su Harley reparada y a punto.
—Gracias, creo que el favor que me ha hecho vale mucho más que un desayuno.
—Yo no llevo las cuentas de esto, amigo. Seguro que Dios te da la oportunidad de saldar esto
con alguien —respondió James subiéndose al camión—. Por mí la deuda está más que cubierta.
¡Buen viaje, chico!
—¡Buen viaje, James!
Entró de nuevo en el local y, como si las palabras de James hubieran sido una premonición,
encontró a la amable mujer del cabello blanco golpeando el grifo de cerveza con una palanca.
—Vengo a pagar mi deuda sagrada —anunció, abriendo la cartera y dejando dos billetes sobre
la barra.
La mujer se asomó y le sonrió, pese a estar sonrojada y despeinada.
—¡Estupendo! Disculpa que no pueda atenderte como es debido, este maldito grifo siempre se
tiene que estropear en el peor momento.
Declan frunció el ceño. Nunca había sido tan libre como en aquel momento y sí, se sentía
bendecido y afortunado. No tenía prisa, así que no le costó decidirse. De un ágil salto, pasó al
otro lado de la barra y se arremangó.
—¿Sabe? Déjeme echarle una mano. Y de paso, le contaré aquella vez que le arreglé la
cisterna a Sinead O’Connor. Hace demasiado tiempo que no cuento esa anécdota, es lo malo de
estar a solas con la carretera.
La mujer aceptó encantada y cuando quiso darse cuenta, además de haber arreglado los grifos
de cerveza había reparado un par de taburetes y cambiado dos bombillas. Laurie, que así se
llamaba la dueña del diner, le invitó a comer y ante la negativa de Declan, insistió en prepararle
unos bocadillos y una cantimplora de limonada para el camino. Mientras guardaba las cosas en las
alforjas de la Harley, no le pasaron por alto las miradas embobadas de dos chicas jóvenes, rubias
y muy parecidas entre sí, que suspiraban observándole desde la puerta del local.
—Vaya, creo que les has robado el corazón a mis sobrinas —dijo con picardía Laurie,
entregándole los bocadillos envueltos en papel de aluminio—. Ahora van a estar insoportables
durante días.
—Lo siento —dijo con una sonrisa incómoda, sin saber qué más hacer. Siempre que ocurrían
aquellas cosas se quedaba totalmente cortado, incapaz de reaccionar, y toda su labia y su ingenio
huían despavoridos dejándole solo ante el peligro—. No era mi intención.
—¿El qué? ¿Ser tan atractivo? —La mujer se echó a reír y le dio un codazo.
—Intento no serlo —rió él, intentando bromear con el tema.
—Pues te sale fatal. Gracias por todo, Declan. Espero volver a verte. ¡Y ellas también! —dijo
Laurie antes de entrar al interior del local.
Él las vio desaparecer una a una, cambiando el peso de pie con cierta incomodidad.
—Seguro que ha sido el chiste de la vaca peluda —se dijo a sí mismo—. Tengo que dejar de
contar ese chiste. Es demasiado afrodisíaco.
Iba a montar en su moto cuando escuchó el pitido en las alforjas y recordó su móvil. Al
parecer, en aquella zona había cobertura. Rebuscó en una de las bolsas de cuero y encontró el
aparato, embutido al fondo entre todas sus cosas.
—¡Virgen santa! —exclamó al ver las más de mil quinientas notificaciones que tenía en el
Whatsapp y la veintena de llamadas perdidas.
Todas eran de su familia. Al abrir el grupo de chat en el que tenía a sus padres, sus tíos,
primos y sobrinos, pensó que lo mejor era dejar un mensaje corto y no molestarse en leer la Biblia
que sus familiares le habían dejado preparada durante aquellos días.
Hola, chicos. Estoy bien. Llevo unos días en los bosques de Maine, no os preocupéis por
nada: no he tenido accidentes, todo ha ido sobre ruedas. Papá, mamá, os llamaré esta tarde.
Quería muchísimo a su familia, y sabía que se preocupaban por él. Lo demostraban siempre,
tal vez demasiado, y esa era una de las razones que le había impulsado a iniciar aquel viaje:
necesitaba unas vacaciones de tanta preocupación y cuidados por parte de sus familiares. Estaban
muy unidos, y no estaban acostumbrados a tenerle lejos, pero después de los últimos años Declan
había necesitado romper con todo y disfrutar de lo que la vida podía ofrecerle lejos de casa.
En momentos como ese se sentía culpable por no responder de inmediato a las llamadas, pero
intentaba no ceder a esos sentimientos y que no le enturbiasen el viaje. No estaba haciendo nada
malo, de hecho, daba parte de su situación cada pocos días y al menos una vez a la semana
hablaba con sus padres para contarles todo lo que había hecho. Pensaba hacerlo en la siguiente
parada.
Guardó el móvil en la alforja de nuevo, subió a la moto y se enfundó el casco. La Harley
arrancó sin problemas y volvió a ponerse en ruta. Pronto la sensación de libertad llenó su espíritu,
empujándole a seguir las serpenteantes carreteras que cruzaban aquellas misteriosas montañas sin
marcarse un rumbo definido. Aunque, en el fondo de su corazón, deseaba volver a encontrar a la
chica de los ojos violeta.
Capítulo 7
El alivio ganó espacio en el inconsciente de Sarah y las dudas quedaron borradas de un
plumazo. Daba igual cómo la había encontrado; lo importante era que Barnaby estaba allí. Había
venido por ella. De pronto lo recordó golpeando la puerta de su apartamento, preocupado por su
bienestar, y acusó una punzada de culpabilidad. Intentando frenar aquel torrente de emociones
encontradas, corrió hacia él. Barnaby, siempre seguro de sí mismo, la vio moverse y actuó rápido.
Se separó del coche y abrió los brazos. Sereno y confiado, recibió el abrazo desesperado de
Sarah, dejando que el cuerpo de ella se estrellase contra su pecho como las olas del mar contra el
arrecife. Al instante la envolvió con los brazos, casi aprisionándola, y ella se anegó de serenidad.
Por unos segundos dejó de pensar. Sentía un agradecimiento sincero por que él hubiese venido a
buscarla.
—Sarah… —comenzó a hablar Barnaby, su voz era melosa y serena—. Tu padre está
preocupado, yo también lo estoy.
Ella no respondió. Con los ojos todavía cerrados y la cara ladeada y aplastada contra el
fornido pecho del becario, aumentó la presión sobre el abrazo que lo rodeaba.
—Entiendo por qué has querido venir —volvió a hablar Barnaby con aquel tono suave—. Yo
necesitaba saber que todo estaba bien. Si no quieres volver lo comprendo, pero estaré aquí para
apoyarte.
Todavía aferrada a él, la chica exhortó una risa cansada. «Un poco de suerte, pon fin», pensó
aliviada. Ni en sueños habría deseado que él la siguiese hasta aquel lugar, pero ahora que lo había
hecho se sentía feliz por tenerle allí. «Quizás debería preguntar cómo ha sabido…», se obligó a
dejar la frase a medias incluso en su mente. Por una vez, no pensaba estropear las cosas. Barnaby
estaba allí, por ella, y no pensaba afearle el gesto.
—Las cosas aquí no han ido como esperaba —habló por fin sin separar el rostro del pecho
cálido de Barnaby. Arañó unos preciosos segundos en silencio, dejando tiempo a su corazón para
calmarse—. ¿Sabes? En la entrada del pueblo vi un motel —dijo al fin, intentando recomponerse,
ignorando las lágrimas que surcaban su rostro y separándose un poco de él para mirarle a los ojos
oscuros y silentes—. Parecía limpio y tranquilo, y seguro que en alguna habitación habrá un
minibar que podamos asaltar.

Las botellas de licores, pequeñas y vacías, fueron sembrando el suelo de la estancia. El


remanente de alcohol en el minibar de la habitación del motel fue mayor de lo esperado, pero en
cuanto al resto de cosas, aquel cuchitril no les sorprendió. No les fue difícil registrarse. La
recepcionista, una anciana bajita y con gafas de cristales gruesos, les miró sorprendida, pero
apenas cruzó dos palabras con ellos. La habitación era oscura y fresca. Sarah se descalzó nada
más entrar, a pesar de que el contacto con el suelo enmoquetado no era agradable, sino rasposo y
polvoriento, necesitaba sentirse en contacto con el mundo real. Demasiadas cosas habían pasado
en muy poco tiempo.
Mientras ella buscaba y se inclinaba nerviosa sobre la pequeña nevera forrada con
contrachapado marrón, Barnaby fue hasta la ventana, corriendo las cortinas de color crema sobre
el vidrio con desdén. La habitación quedó aún más oscura.
Pasaron un buen rato bebiendo de aquellas botellitas. Horas y horas, juraría Sarah, sentados en
la cama, ella descalza, con el pelo revuelto, y Barnaby despojado de la chaqueta, también sin
zapatos y con la camisa remangada. Sin entrar en detalles, había respondido a las preguntas de su
amigo, le había contado sobre su difunta abuela, sobre Tabatha y la carta que le había escrito, pero
cuando Barnaby le preguntó sobre la razón por la que estaba tan disgustada, simplemente desvió la
conversación hacia temas insustanciales.
Al cabo del rato, Sarah se encontraba embriagada, algo poco común en ella, ya que no solía
beber. Preocupada, intentaba adivinar su postura y cómo lucía frente a ojos del becario. Este, por
el contrario, se sentaba sereno con las piernas cruzadas sobre el colchón, riendo con estilo, con la
espalda erguida, siempre perfecto en toda situación. Sarah le miró de soslayo. Allí estaba aquel
adonis; había ido a buscarla porque estaba preocupado, decía, pero ¿no habría algo más?
La conversación se había agotado al fin y ambos quedaron en silencio. La quietud que se
instaló en la habitación de pronto era pegajosa y envolvente. Sarah carraspeó nerviosa y volvió a
colocarse el cabello. Miró el minibar, la puerta de la neverita estaba abierta, la luz amarillenta
que despedía era casi toda la iluminación del dormitorio, a excepción de una vieja lamparilla de
mesa de pantalla rosada y sucia a un lado de la cama. Apenas les quedaba alcohol.
«¿Tanto hemos bebido?», se preguntó mirando al suelo sembrado de botellitas vacías. Una
extraña satisfacción por aquel pequeño acto de rebeldía la invadió. De pronto hubo algo más.
Sintió la presencia de Barnaby, cálida y palpitante. Despacio, volvió la mirada a él para
descubrirle traspasándola con sus ojos negros. Había picardía y anhelo en sus ojos.
Sarah se mordió los labios, nerviosa.
—Estuve preocupado por ti después de lo de la otra noche —dijo sereno. Aquel tono tranquilo
no se correspondía con la ferocidad candente que transmitían sus ojos profundos. Ella le miró
desconcertada como respuesta—. Pensé que quizás te habías disgustado conmigo. Eso me puso
triste.
Pero no había tristeza en su voz. La muchacha no supo cómo interpretar aquel tono impostado,
pero de pronto estuvo segura de que no había sentido tristeza alguna. Sarah siguió mirándole sin
hablar. Sus ojos iban de los de él a sus labios, a su torso y de nuevo se clavaban en sus pupilas. El
alcohol la había turbado, pero algo más denso se estaba fraguando entre los dos en aquel
momento.
—Siento haber estropeado la cita —dijo ella por fin, hablando insegura y en voz baja.
Barnaby guardó silencio ahora, pero no mudó del rostro aquella expresión felina y depredadora.
Tan solo se limitó a parpadear lentamente, encandilando a Sarah—. Porque… —comenzó a hablar
de nuevo. De pronto, se sentía valiente a pesar de la presencia arrolladora del becario— aquello
era una cita, ¿no?
Barnaby la miró en silencio, estrechando la sonrisa, agudizando la mirada. Ladeó la cabeza en
un gesto seductor y seguro de sí mismo, y una calidez repentina invadió el cuerpo de Sarah.
—¿Tú qué crees? —preguntó él con voz susurrante.
Aquella mirada no dejaba lugar a dudas. La inseguridad se acalló en la mente de Sarah,
dejando en su interior tan solo la pasión y la falta de razón. De forma mecánica, sin pensar, se
lanzó de nuevo hacia Barnaby, pero esta vez no para abrazarle, ni para buscar consuelo. Se acercó
hasta él con la boca entreabierta, ardiente de deseo. Él correspondió agarrándola de la nuca,
atrayéndola hacia sí, hundiendo su lengua cálida y decidida en la boca de ella, arransándola con
un beso tórrido y desenfrenado. Sin despegar los labios, aumentó la presión, obligándola con
premura a recostarse, algo a lo que Sarah accedió sin oponer resistencia, dejándose vencer al fin
por la lujuria.
Al caer sobre el colchón sintió como si estuviera hundiéndose en un estanque de aguas
espesas. El peso del cuerpo de Barnaby sobre ella le resultó agradable, sentirse atrapada por sus
manos, que la acariciaban bajo la ropa y comenzaban a despojarla de ella, la ayudaba a
abandonarse y a no pensar en nada más. No quería evitar que aquello sucediera, quería rendirse y
olvidar, dejarse consolar y encontrar un mínimo placer en todo aquello.
Y lo estaba obteniendo. Barnaby la desnudó con manos hábiles, arrojando las prendas lejos de
la cama. Agarró las manos de Sarah y las guió sobre su cuerpo para que hiciera lo mismo,
mirándola con una expresión jactanciosa: siempre había sabido lo irresistible que era, lo brillante
que era su sonrisa y las pasiones que despertaba en los demás. Sarah sentía ahora aquella pasión
acumulándose entre sus piernas como una excitación acuciante y casi insoportable. Solo podía
pensar en que la tocara, en tocarle hasta diluirse y olvidarse de sí misma.
Y así fue. Cuando Barnaby hundió la cabeza entre sus piernas y sintió su lengua resbaladiza e
intrépida resbalar en sus profundidades, Sarah dejó de pensar y olvidó hasta su nombre. El placer
era espeso y oscuro, y se extendía por sus venas como una droga.
—No te contengas… Dame lo que tienes —susurraba él, levantando la cabeza para mirarla
exigente. Sarah le agarró del pelo y le empujó hacia su cuerpo, levantando las caderas.
El primer orgasmo fue como un terremoto, sacudió sus venas y devastó sus sentidos, dejándola
sin aliento, pero lejos de estar colmada. Se había convertido en fuego, y no tendría suficiente hasta
agotarse contra el cuerpo de su amante, hasta que toda su energía se consumiera.
Nunca había sido así. Si se hubiera visto desde fuera, no se habría reconocido, pero Sarah no
estaba observándose en ese momento, ni siquiera tenía el control sobre sí misma. Empujó a
Barnaby cuando sintió sus dedos resbalarle entre las piernas, y se sentó sobre él. La sonrisa de su
amigo se afiló, sus ojos, por primera vez, parecían vivos, encendidos con una luz lujuriosa y
perversa. La miró triunfante, cerrando los dedos en sus muslos redondeados cuando ella se dejó
caer y le dejó entrar en su cuerpo.
Los dos gimieron. Y cuando él comenzó a embestirla, sintió que perdía del todo el control
sobre su cuerpo, agitándose como una serpiente bajo la música de un encantador.
Se entregó una y otra vez, hasta que las embestidas, las caricias rudas y posesivas y los
orgasmos consumieron sus emociones y la dejaron exhausta sobre la cama.

Tampoco se podía decir que la experiencia de Sarah en asuntos de cama fuese muy dilatada,
pero desde luego, lo que acababa de pasar con Barnaby le parecía lo mejor que había conocido.
Extasiada, seguía boca arriba, tirada en la cama, mirando al techo y la nada. Tenía el cabello
oscuro revuelto, desparramado sobre las almohadas. A duras penas había conseguido cubrirse con
la sábana de tacto áspero y barato de aquel motel, completamente desnuda, disfrutaba todavía de
las leves oleadas de placer que el becario había provocado en su cuerpo. Permanecía en aquella
posición de Ofelia olvidada, mientras el muchacho se levantaba, buscando su ropa interior con
soltura, acercándose de nuevo al minibar para comprobar que lo habían vaciado por completo.
Satisfecho y tranquilo, se sentó al borde de la cama, observando a Sarah, deleitándose con la
reacción que había provocado en ella, mirándola sin disimulo. Usando los dedos de la mano
derecha, se peinó el cabello platino hacia atrás, tratando de recuperar algo de su impostada figura,
desdibujando de un plumazo el aura salvaje que le había concedido el sexo. Sarah le miró por fin
de reojo, sin cambiar de postura. Ambos rieron cómplices.
—¿Mejor? —preguntó él. Estaba tranquilo de nuevo, había abandonado aquella pose felina, y
ahora, con la espalda erguida, se examinaba las uñas de los dedos que había usado para peinarse,
entre otras cosas.
Sarah se incorporó, intentando acomodarse en las almohadas. «¿Va a quedarse ahí?», se
preguntó. Quizás tenía la mente llena de clichés infantiles, pero habría esperado que él se
mostrase algo más cariñoso.
—Es… —carraspeó un poco, buscándose a sí misma entre las sábanas y la penumbra de la
habitación. Barnaby siguió sin mirarla—. Es extraño.
—¿El qué? —preguntó él a bocajarro. Movió repentinamente los ojos negros como la noche
hacia la chica, mirándola por encima de la mano que mantenía a la altura de los ojos, y Sarah notó
como de nuevo la traspasaba.
A veces los ojos del becario parecían de muñeca, tensos, rígidos y sin expresión.
—Todo —concedió ella como única respuesta.
—Ah —exhortó Barnaby bajando por fin la mano. Esbozó una sonrisa, y sin saber muy bien
por qué, Sarah se sintió aliviada—. Comprendo.
—Quiero decir... —Sarah se revolvió hasta sentarse con la espalda apoyada en el cabecero,
cubriéndose con la sábana hasta los hombros—. Tengo una hermana, ¿sabes? Porque yo ni siquiera
lo sabía, y encima está enfadada conmigo, me ha reprochado no sé qué historia de una carta, no sé
si lo inventa o…
—¿Una carta? —preguntó Barnaby ladeando la cabeza con curiosidad, seguía sonriendo de
soslayo con aquella expresión tan suya.
—Sí, ¿cómo iba a enviar una carta si ni siquiera sabía que ella existía? No tiene sentido. —De
pronto, golpeada por la evidencia, Sarah desvió la mirada y se mordió el labio—. A no ser…
—¿A no ser, qué? —la acució Barnaby que seguía atravesándola con la mirada.
Sarah dibujó en su rostro una mueca de aflicción.
—Mi madre —respondió apenas en un susurro.
—¿Ella escribió la carta? —preguntó Barnaby, poco dispuesto a rendirse en aquella
conversación.
—Quizás sí —respondió Sarah. El frenesí por fin había pasado, dejando un poso amargo en su
cuerpo. Sentía esa amargura acumulándose en su garganta, las lágrimas de nuevo picaban en sus
ojos, pero haría el esfuerzo de no echarse a llorar y de nuevo estropear todo—. Ella no estaba
bien, quizás en su locura decidió que alejarme de todo podría ser una buena solución.
—¿Estaba enferma? —inquirió de nuevo Barnaby, hurgando un poco más en la herida.
—Estaba loca —sentenció Sarah mirándole con fiereza. Su tono fue duro y cortante, y al
instante se arrepintió, pero él había preguntado. Intentando calmarse, aspiró aire por la nariz, con
fuerza, llenándose de falsa paz—. Tenía problemas mentales, nunca estuvo conmigo cuando fui
niña. Acabó saltando por la azotea al poco de mudarnos a la torre, no hay más.
Barnaby asintió despacio. Su rostro aún conservaba algo de picardía. Ambos se miraron
fijamente durante unos segundos, en una extraña batalla de miradas fuera de lugar. Sarah torció el
gesto y apartó el rostro, mirando hacia la ventana con las cortinas corridas. Era de noche, estaba
en un lugar extraño y otra vez se estaba poniendo desagradable con quien había venido a
protegerla. Estaba estropeando todo con su actitud, por variar. Volvió a tomar aire con fuerza. No
quería fastidiarlo, no allí, no después de lo que había pasado. Miró a Barnaby, intentado dulcificar
la expresión de su rostro y suspirando, rendida.
—Podrías abrazarme —casi suplicó. Se sentía vulnerable y expuesta.
Él suspiró paternal y asintió. Con gestos pesados fue hasta ella, apoyando también la espalda
contra el cabecero y tomándola en un abrazo flojo. A pesar de todo, aquel cariño solicitado
apaciguó la tormenta interior de Sarah que, satisfecha, se recostó sobre el pecho desnudo y
musculado de Barnaby.
—No deberías pensar esas cosas, y menos estando enfadada —susurró Barnaby mientras
comenzaba a acariciarle la larga melena con las yemas de los dedos. Aquel gesto la reconfortó
más que el abrazo desganado que le prodigaba—. ¿Sabes? Ya que estamos aquí deberíamos
aprovechar para conocer un poco a tu familia. ¿Y qué si tu hermana está enfadada? Pasaremos un
par de días aquí, haremos lo que haya que hacer y antes de darnos cuenta estaremos de vuelta en
Nueva York. Al menos habrás podido conocer a esta gente y no tendrás que volver nunca más.
Aquello le pareció a Sarah la solución perfecta. Cerrando los ojos se obligó a dejar de pensar,
dejándose calmar por la calidez del cuerpo de Barnaby, centrándose solo en ellos dos. Por suerte,
y tal y como él había dicho, en un par de días volverían a casa y todo habría terminado.
***
Tabatha no había dejado de mirar por la ventana de la cocina desde que Sarah se había
marchado hecha una furia. Parecía esperar algo. Bien entrada la noche, Alice fue a darle las
buenas noches. Había cierto aire de culpabilidad pintado en su rostro, pero seguía mostrándose
orgullosa y enfadada. Tabatha suspiró al verla.
—Buenas noches, tía —recitó la muchacha apenas en un suspiro.
No esperaba una reprimenda, su pesar era auténtico. Tabatha, siempre amorosa, le colocó una
mano sobre la mejilla para acercarla a ella y depositar un cálido beso en la atribulada frente de la
hermana mayor.
—Descansa —recomendó la mujer, tranquila. Alice asintió, curvando los labios en una fingida
sonrisa y poco a poco se separó de ella para salir de la habitación.
En cuanto estuvo sola, decidió ponerse a recoger algunos trastos de la cocina, no porque fuese
una maniática del orden, sino por mantenerse ocupada. No dejó de lanzar furtivas miradas a la
ventana en ningún momento. El coche en el que Sarah había venido seguía aparcado en la acera
frente a la casa y eso, en cierto modo, la tranquilizaba, no creía que la chica accediese a irse
dejando sus pertenencias atrás. Un gato enorme de color pardo caminó meloso por la estancia
hasta llegar a Tabatha, en cuanto la alcanzó se frotó con fuerza contra sus piernas reclamando
cariño. La mujer, que ordenaba a conciencia unos botes repletos de hierbas y semillas, pareció
salir de un trance.
—AC —dijo en voz baja—. ¿Ya vuelves de tus aventuras? Pero vienes solo, no deberías dejar
a DC sola por ahí, no es tan grandota como tú.
El orondo gato pardo maulló con voz quebrada. Cualquiera habría dicho que un gato de su
tamaño rugiría en lugar de maullar de aquella forma ridícula. La ventana que apenas tenía las
hojas acristaladas entornadas, se abrió poco a poco y por ella apareció una pequeña gata tricolor.
—DC, justo estábamos hablando de ti —se dirigió a la gata como si pudiese entenderla. El
felino se sentó en el banco de la cocina, enroscando la cola alrededor de las patas y mirando a la
humana con sus ojos anaranjados como única respuesta—. Bueno, mejor será que vuelvan todos a
casa si quieren cenar.
Resuelta, Tabatha comenzó a sacar cuencos de un estante; los había de todas formas y colores,
y los rellenó con algo que pretendía ser comida para gatos. Como si el tintineo de la loza hubiese
ejercido de mágica llamada, el resto de la compañía gatuna comenzó a aparecer en la cocina. Por
la ventana entró Garfunkel, junto al también anaranjado Simon; tras ellos los hermanos siameses
Led y Zeppelin; derrapando a la carrera atravesaron la puerta que daba al salón los grises
atigrados Pink y Floyd junto a los negros Lynyrd y Skynyrd; y Rolling y Stone salieron de su
escondite en la alacena, desperezando sus cuerpecitos estirados y blancos, preparándose para el
festín.
—No estamos todos, ¿no? —preguntó Tabatha a los animales, algunos de ellos respondieron
con sendos maullidos—. Veamos… esta noche nos faltan los Black Sabbath y los Bee Gees, y esos
otros dos… Espero que no estén en un lío.
Alimentar cada noche a una horda de gatos no era jamás tarea sencilla, llevaba su tiempo. La
mujer, con paciencia, fue distribuyendo los comederos por la habitación a la altura de los
comensales, y cuando hubo terminado miró alrededor, satisfecha y feliz de tener gran parte de su
pequeña familia felina allí reunida.
No pudo evitar volver a pensar en Sarah, la sobrina a la que tanto había añorado, y de nuevo
suplicó en silencio que estuviese bien. Suspirando, se acercó hasta la ventana, mirando al exterior.
El jardín parecía silente en mitad de la noche. Apartó un segundo la mirada, y algo crujió afuera.
—Duran y Duran, ¿sois vosotros? —preguntó a la oscuridad, pero no obtuvo la respuesta que
esperaba.
—No, soy yo. Radagast —se oyó una voz en el jardín. Tabatha cambió el peso de una pierna a
otra, nerviosa, y se encaramó a la ventana. Aquel hombre extraño apareció de repente entre la
vegetación del jardín. Ni siquiera Tabatha había sido capaz de adivinar dónde estaba. Radagast
tenía un don.
—Está en el motel —comenzó a hablar el hombrecillo balbuciendo. Con gestos torpes se
apartaba la melena gris y enmarañada de la cara, llevaba las manos sucias de tierra—. Está con
ese… ese tipo —escupió las últimas palabras como si le asqueasen. Tabatha sintió un escalofrío.
—Bueno, no nos alteremos —intentó tranquilizarle, a pesar de la chispa inquieta que brillaba
en sus ojos violeta—. Al menos no se ha ido del pueblo, eso ya es algo, aquí todos cuidaremos de
ella.
—Ese… —volvió a hablar el hombre, seguía alterado pese a los esfuerzos de su amiga—. Ese
hombre, tiene el aura sucia. Muy sucia.
—Lo sé —apostilló Tabatha, y esta vez no disimuló el temor en su voz.

Horas después, Tabatha seguía sin poder conciliar el sueño. Lo que había dicho a aquel
hombre asalvajado era cierto; en Crimson Falls todos cuidarían de Sarah, aun así, no podía dejar
de sentir cierto temor. Temor por el pasado y el presente. Ya de madrugada, vagaba por la casa,
deambulando de una sala a otra, murmurando en la penumbra de las habitaciones y los pasillos.
De pronto, se encontró en la habitación de invitados. Accionó el interruptor de la luz con un
movimiento inconsciente. El papel pintado floreado de las paredes le llenó la vista. Junto a la
cama de cabezal de madera labrado estaba la pequeña maleta que Sarah había traído consigo.
«Salió tan enfadada que la olvidó», pensó Tabatha. Durante unos largos minutos estuvo de pie,
mirando la maleta, preguntándose cómo podría ayudar aquello en esta situación.
Si tus pensamientos te han guiado hasta ella, quizás deberías abrirla.
—Pero eso no estaría bien —respondió Tabatha en voz alta. Su voz se le antojó demasiado
lastimera. Sacudiendo los hombros, intentó centrarse. El camisón de algodón se le pegaba al
cuerpo, a pesar de que no hacía calor. Los gatos, los negros, siameses, atigrados y blancos, todos
ellos, la habían acompañado, vagando junto a ella aquella madrugada. Poco a poco, fueron
distribuyéndose por el dormitorio, aposentándose sobre el colchón o los muebles de madera clara.
Tabatha se sintió arropada por aquellos compañeros de viaje. Uno de los gatos, negro y espigado,
con los ojos amarillos como un astro, caminó cerca de la maleta, ronroneando satisfecho.
—Tienes razón, maldita sea —murmuró Tabatha al borde de la furia.
Rápida, fue hasta la maleta, tironeó del asa y la colocó sobre la cama de un golpe. Para su
alivio no tuvo que forzarla de ninguna forma. Desabrochó los cierres y la cremallera, y se abrió
prácticamente sola. No había más que ropa. Los gatos, curiosos, se fueron acercando para mirar
también en el interior. Con manos temblorosas, la mujer escarbó intentando averiguar qué era
aquello que tenía que encontrar. No tardó mucho en dar con ello. Intentado desordenar la ropa lo
menos posible, sacó del fondo de la maleta un frasco de plástico. Era tubular, alargado,
anaranjado y con la tapa blanca. Tabatha sabía de sobra lo que podía ser aquello, pero necesitaba
asegurarse. Levantó el frasco hasta tenerlo a la altura de los ojos, tenía una etiqueta de papel
pegada, entre otros galimatías, rezaba:
Sarah Lockwood
HALOPERIDOL
Aún con el pulso inestable, desenroscó la tapa y olisqueó el contenido. Al instante dibujó una
mueca de asco, y como accionada por un resorte arrojó el frasco abierto sobre la cama. Un buen
puñado de pastillas blancas salieron disparadas de él, esparciéndose sobre la colcha de
patchwork. Los gatos, que se habían acercado a cotillear, bufaron y corrieron a refugiarse.
—Eso es… —murmuró de nuevo Tabatha, asustada esta vez.
Eso es el mal.
Lo era. Sin lugar a dudas. Pero por suerte, ella sabía qué hacer ante el mal. Casi de un salto
salió corriendo del dormitorio, para volver después de apenas unos segundos también a toda prisa
empuñando un vaso y una pequeña bolsita de arpillera. Los gatos, con los cuellos estirados,
seguían fisgando, pero esta vez a una distancia prudencial. Rápida, cazó con el vaso vacío todas
las pastillas que se habían esparcido por la colcha, y cuando hubo terminado, sacó un puñado de
píldoras de anís del saquito. Reemplazó los medicamentos, cerró el tarro, y volvió a colocarlo
todo en su sitio, tal y como lo había encontrado al entrar.
—Debería haberlo sospechado —habló de nuevo en voz alta, pero el temor había
desaparecido. Ahora se sentía tranquila, segura de haber hecho lo que había que hacer.
Las mujeres Sallow no son fáciles de controlar.
—Eso es cierto, ni siquiera por él —respondió la mujer, alisándose el camisón con ambas
manos, giró sobre sus talones y abandonó el dormitorio acompañada de nuevo por la horda de
gatos—. Pero al menos ahora todo mejorará. Todo va a arreglarse.
Capítulo 8
Al abrir los ojos, Sarah pensó que seguía soñando. Barnaby, con su torneado, depilado y
magnífico torso, se encontraba ante la cama sujetando una bandeja. Se apoyó en un codo para
incorporarse a medias y ver mejor aquella imagen irreal; su amigo la miraba con aquella media
sonrisa que quitaba el sentido y el pelo platino revuelto enfatizando su aspecto de chico malo. Las
únicas veces que le habían traído el desayuno en la cama había sido en las ocasiones en las que
había estado ingresada en un hospital, pero eso era muy diferente. Se sintió cuidada y especial, y
agradeció de nuevo que Barnaby estuviera allí en ese momento.
—¿De dónde has sacado ese desayuno? —preguntó cuando él se sentó en el borde de la cama
y dejó la bandeja cuidadosamente sobre sus piernas. En ella había dispuesto un desayuno
consistente en un café con leche que olía a gloria, cruasanes calentitos, mantequilla y mermelada y
un vaso de zumo de naranja. Su amigo se había tomado tantas molestias que hasta había puesto una
hermosa flor morada en un pequeño jarrón. Sarah se dio cuenta de que estaba hambrienta y cogió
uno de los cruasanes para darle un mordisco—. Este sitio es un cuchitril, dudo hasta que tengan
cocina —dijo tras tragar, limpiándose las miguitas de la boca.
—Con voluntad se pueden hacer milagros —respondió él afilando la encantadora sonrisa—.
Quería sorprenderte. Ayer te vi muy disgustada y me di cuenta de que odio verte así.
Casi se atragantó con el café al escucharlo. Carraspeó y se acomodó contra el cabecero,
dejando la taza en la bandeja. Que hubiera viajado hasta allí solo para ver cómo estaba ya era
suficiente muestra de preocupación, pero no esperaba oír algo como eso salir de su boca. Nunca
sabía qué esperar de él.
—Cuando te conocí no habría imaginado una escena así entre los dos.
—¿Ah, no? No es tan difícil de imaginar. Ni esta ni la de anoche… Las dos son placenteras.
Sarah apartó la mirada, algo azorada con el comentario. La noche había sido intensa y extraña,
como todo aquellos días. Recordar a Barnaby con la cabeza entre sus piernas y el tacto de sus
dedos diestros sobre su cuerpo hizo que se le erizara la piel y amenazó con excitarla de nuevo.
Apartó a empellones aquellas imágenes de su cabeza y le miró.
—La verdad es que me caíste muy mal. Me parecías un pijito relamido.
—Es que es exactamente lo que soy: un pijito relamido. Igual que tú —respondió con una risa
seductora—. Somos tal para cual. Lo sé desde el principio. —Alzó ligeramente las cejas,
echándole una mirada de deseo que erizó el vello de la nuca a Sarah—. De hecho, a mí me
gustaste nada más verte.
—¿Estás seguro de que lo que te gustó de mí no fue mi parentesco con el muy importante
Christopher Lockwood?
Barnaby, que había cogido su taza para dar un trago al café, la dejó sobre la bandeja y tosió
cubriéndose la boca, atragantado por la sorpresa.
—¿Qué? ¡Claro que no! ¿Cómo se te ocurre pensar eso? —replicó mirándola con los ojos muy
abiertos y cierto aire ofendido.
«Calladita estoy más guapa», se dijo, pero no podía evitarlo. Sentía una inquietud que no la
dejaba relajarse del todo con él.
—Bueno, estás aquí porque te ha mandado mi padre, ¿no?
—Sí, él me pidió que viniera a por ti y te llevara de vuelta, pero yo tengo mis propios motivos
—dijo lamiéndose los labios.
Sarah no pudo evitar mirarle la boca húmeda y pensar en las maravillas que sabía hacer. Si
había venido porque su padre se lo había pedido, no le importaba demasiado, la verdad era que su
presencia allí le estaba viniendo bien, y tenía que reconocer que siempre había deseado tenerle en
la cama. Era difícil no desear eso con un hombre así, por ambiguo que fuera.
—¿Y qué motivos son esos? —inquirió.
—El motivo eres tú. Tu padre me pidió que te trajera de vuelta, pero yo haré lo que tú desees
—respondió, quitándole la bandeja de encima de las piernas e inclinándose sobre ella para
hablarle más cerca. Su voz se volvió susurrante y grave—. Estoy a tus pies por completo.
Sintió hormiguear el deseo en su bajo vientre. Una extraña sensación de hambre se abrió en su
pecho y tuvo que refrenar el impulso de arrojarse sobre él y sentarse a horcajadas sobre sus
caderas para reclamarle lo que tanto deseaba. Sin embargo, mantuvo el control unos instantes más.
Barmaby le mentía, lo intuía, pero deseaba creerle con toda su alma, deseaba que aquello fuera
cierto, y quería comprobar si había una mínima probabilidad de que lo fuera. Quería ponerle a
prueba.
—De acuerdo… Entonces te pediré algo —respondió en un susurro, sin poder evitar que la
voz le temblara cuando Barnaby le rozó los labios con su boca.
—Soy tu servidor. —Su aliento cosquilleó en su piel, cálido y tentador. Sarah tragó saliva.
—Vayamos juntos a comer con tía Tabatha…, quiero que la conozcas.
Barbany parpadeó sorprendido, pero una sonrisa torcida asomó pronto a sus labios. Su risa
sonó como un ronroneo y depositó un suave beso en su boca, provocándole un escalofrío de
excitación que le recorrió la columna.
—Si es eso lo que quieres, lo haré.
—Vale…, pero antes quiero sexo —susurró, sorprendiéndose a sí misma.
La sonrisa de Barnaby se ensanchó y sus ojos destellaron de satisfacción.
«Ojala fuera verdad. Ojala sea cierto que se preocupa por mí», pensó Sarah, mirándole con
anhelo. Necesitaba sentir que no estaba sola en todo aquello, que tenía, al fin, algo real con
alguien, y se aferró a aquella esperanza con todas sus fuerzas.
Sin decir una palabra más, las manos de Barnaby se abrieron en sus caderas y la besó como si
hubiera estado reprimiendo ese gesto durante toda la conversación: hundiéndose en su boca,
exigente y seductor, enredándola hasta que ya no pudo pensar en nada más.

Logró convencer a Barnaby de que no se pusiera la corbata para ir a comer a casa de su tía.
Cuando se plantaron en el porche, le miró antes de llamar a la puerta y le abrió un par de botones
de la camisa.
—No dejas de parecer un yupi de capital, con o sin corbata.
—Parezco exactamente lo que soy, ¿o es que quieres que finja? —replicó Barnaby afilando su
sonrisa de sátiro.
Sarah notó un hormigueo ardiente bajo su tripa. Habían quemado la mañana retozando entre las
sábanas, y ahora le costaba apartar los pensamientos de todo lo que su amigo había hecho con
ella. Apartó la mirada de él y se dispuso a llamar, pero Barnaby la detuvo con una mano en el
hombro.
—¿Debo presentarme como tu novio?
—¿Qué? —Sarah le miró sorprendida. Le había pedido aquello para asegurarse de que su
intención allí no era arrastrarla de inmediato junto a su padre, pero tal vez él había
malinterpretado sus intenciones. Negó rápidamente con la cabeza—. No. No. Le diremos la
verdad, que solo somos buenos amigos, ¿vale?
Vio que la sonrisa del becario se tensaba y se sintió culpable. ¿Y si realmente sentía algo por
ella? Tal vez tenía demasiado miedo a que le hicieran daño, a que la utilizasen. No sería la
primera vez que ocurría, y estaba harta de que su apellido condicionara sus relaciones. No podía
fiarse de Barnaby, por mucho que le gustara y por muy bien que follase, tenía que pensar con
claridad y mantenerse centrada para no bajar la guardia.
—Sí, claro. Buenos amigos. Eso es lo que somos —dijo él soltándole el hombro y
volviéndose hacia la puerta—. Buenos amigos que follan salvajemente.
—Eso no se lo digas —replicó al tiempo que apretaba el timbre con un gesto azorado.
Tabatha abrió la puerta. Llevaba un vestido largo con estampado floral, de un color rosado que
combinaba a la perfección con su pelo teñido. Una sonrisa luminosa y alegre se dibujó en su
rostro al ver a Sarah, pero al dirigir la mirada a Barnaby su gesto se tornó en uno de extrañeza,
aunque no perdió la sonrisa.
—Sarah, estaba preocupada, pensé que habías regresado a Nueva York —dijo adelantándose
para darle un cálido abrazo. Sarah lo aceptó, sintiéndose aliviada al instante. De alguna manera
los gestos familiares de aquella mujer la hacían sentir bien, eran reales y la anclaban al momento.
—Lo siento, Tabatha. Debí decirte que pasaría la noche en el motel. Discutí con Alice y…
—Oh, lo sé. No tienes que preocuparte —dijo soltándola y volviéndose hacia Barnaby, que
observaba la escena con una media sonrisa—. ¿Quién es este chico tan guapo?
Todo educación, Barnaby extendió la mano y estrechó la de Tabatha cuando esta correspondió
a su gesto. Inclinó la cabeza y le dedicó una de sus encantadoras e irresistibles sonrisas.
—Barnaby Kayden. Es un placer conocerla al fin, su sobrina me ha hablado muy bien de usted.
«No exageres con el peloteo», quiso decirle Sarah, pero en lugar de eso le lanzó una mirada
de advertencia de la que su amigo no pareció percatarse.
—Es un compañero de trabajo —explicó Sarah—. Y un buen amigo. Ha venido a
acompañarme estos días. Quería que le conocieras.
—Claro, ¡claro! Pasad, tenemos mucho de qué hablar. Os quedáis a comer, ¿verdad?
Barnaby miró de reojo a Sarah cuando Tabatha les dio la espalda y le guiñó un ojo. Ella le
respondió con un codazo y le empujó hacia el interior. Mientras entraban en el salón Tabatha no
dejaba de hablar y hacer preguntas.
—¿Y tú también eres de Nueva York? Aunque Sarah no es exactamente de Nueva York, ella
nació aquí, ¿sabes? Y uno no deja de ser de Crimson Falls, por muy lejos que se vaya.
Algunos de los gatos de tía Tabatha dormitaban en el salón, tumbados sobre el respaldo del
sofá, sobre las alfombras o sobre las mesitas auxiliares. Cuando entraron en la estancia,
levantaron la cabeza al unísono y echaron las orejas hacia atrás. La irrupción del grupo pareció
ponerles nerviosos y antes de que fueran a sentarse en el sofá, los mininos se levantaron, bufaron y
salieron corriendo, tirando algunas de las figuritas de Tabatha.
—¡Lynyrd! ¡Floid! ¡Purple! —Les regañó mientras recogía las cosas que habían tirado—.
¡Tenéis que ser más corteses con las visitas! Ni que hubierais visto un fantasma.
—Sí, soy neoyorquino de pura cepa —respondió Barnaby ignorando la escena de histeria
felina y sentándose con un gesto lleno de elegancia en el sofá. Cruzó las piernas y miró a Tabatha
—. Nací en Staten Island.
La mujer dejó las figurillas en su lugar y le observó durante unos segundos en silencio,
echando una mirada extraña a la puerta de la cocina, por donde los gatos habían salido huyendo.
Sarah siguió la dirección de su mirada y vio a Garfunkel, el gato naranja que parecía el favorito
de su tía. Estaba allí sentado, con la mirada fija en Barnaby y sin pestañear. Algo en él la inquietó
y la obligó a apartar la mirada y volver a centrar la atención en su tía mientras se sentaba junto a
su amigo.
—¿Y cómo es que has venido hasta aquí? Debes apreciar mucho a Sarah, este pueblo no es
fácil de encontrar —explicaba Tabatha.
—Puede jurarlo, me ha costado mucho dar con el camino, parece que el GPS aquí es del todo
inútil. Pero ha valido la pena. —Miró a Sarah, con un brillo juguetón en la mirada—. Sarah se fue
sin decir nada y me dejó preocupado.
—¿Y cómo supiste dónde estaba? —inquirió Tabatha.
—Pregunté a su padre —respondió encogiéndose de hombros.
—Ah, así que conoces a Christopher. —Sarah captó una ligera variación en su tono que la hizo
pensar que no era un dato que agradase demasiado a Tabatha.
—Sí, claro: es mi jefe. Llevo un año trabajando en su empresa como becario, pero pronto
formalizaremos mi contrato —dijo orgulloso.
—Estoy segura de que sí, pareces un chico muy… listo —respondió Tabatha.
—Barnaby será un gran abogado. Está ascendiendo por mérito propio, y lo está haciendo muy
rápido —intervino Sarah. A esas alturas ya sabía de sobra que la relación entre esa parte de la
familia y su padre era mala, y eso siendo muy optimista. Quería alejar el tema de él como fuera—.
Le conocí cuando entró a trabajar para papá, pero nos hemos hecho muy buenos amigos fuera del
trabajo —exageró, aunque no estaba mintiendo. Hacía relativamente poco que habían comenzado a
estrechar vínculos realmente, lo cual hacía más triste que lo hubiera considerado su único amigo
durante aquel año.
Surtió efecto y pronto la conversación viró hacia las virtudes de Barnaby en su trabajo y su
vida en Nueva York. Tabatha parecía muy interesada, y no dejaba de hacerle preguntas que él
respondía con sumo gusto. A su amigo le encantaba hablar de sí mismo. Al final, Tabatha cortó la
conversación abruptamente y se puso en pie.
—La comida no va a hacerse sola, pero vosotros quedaos aquí. Cuando necesite vuestra ayuda
os llamaré —iba diciendo mientras se dirigía a la cocina apresuradamente. Garfunkel la siguió,
enredándose entre sus piernas y ronroneando.
Se quedaron solos en el salón. Barnaby miraba la decoración con curiosidad, mientras ella le
miraba a él, intentando adivinar si se sentía incómodo. Era difícil leer tras la sonrisa de su amigo.
«Le he metido en un marrón, pero lo está llevando bien», pensó, entre la culpa y la esperanza de
que estuviera aguantando aquello por ella, y no por ganar el favor de su padre.
—Esto parece una tetería —dijo de pronto Barnaby, poniéndose en pie para fisgonear la
decoración del salón.
—Creo que es más correcto decir que las teterías de Nueva York se parecen a esto —
puntualizó Sarah. Su amigo respondió con un gesto de la mano, quitándole importancia a la
observación.
—Fíjate en la colección de vinilos, debe tener un patrimonio aquí, ¿eh?
Sarah se levantó y fue con él junto al tocadiscos. Pasó los dedos sobre los finos lomos de los
discos, que lucían como si el tiempo no hubiera pasado por ellos. Tabatha los tenía muy bien
cuidados, aunque había algunos más usados que otros.
—Por lo visto mi abuela era una melómana, y Tabatha ha heredado eso de su madre —
comentó sin darse cuenta de que sonreía. Estaba segura de que aquellos vinilos le habían dado
mucha felicidad a Agnes.
Se abstrajo mirando los discos, en los que había una amplia selección de rock de los setenta,
música clásica, jazz y swing, y no se dio cuenta de que Barnaby seguía su recorrido por el salón.
—Esto sí que es raro —le escuchó comentar al otro lado de la estancia. Sarah se volvió y le
vio ante el cuadro que colgaba sobre la chimenea, observándolo al detalle con la cabeza ladeada.
No había reparado en él, pero al fijar la mirada en la escena que se desarrollaba en el cuadro,
Sarah supo que había estado evitando mirarlo. No sabía por qué, algo en aquel paisaje la
perturbaba y la atraía a partes iguales. Ante un fondo de montañas nevadas y bosques espesos y
oscuros, un grupo de sombras bailaba alrededor de una alta hoguera, bajo el cielo cuajado de
estrellas. Una luna gibosa observaba la escena como un ojo entrecerrado. La imagen tenía algo
místico, un misterio que hacía difícil apartar la mirada y que empujaba a la imaginación a volar.
—¿Qué crees que será? —preguntó bajando la voz, acercándose a él por la espalda.
—Parece el equinoccio de otoño en Ross Mountain.
«Pero… ¿qué demonios?». Sarah le miró sorprendida. Cuando se dio cuenta de que le
observaba tan confusa, Barnaby volvió el rostro y se encogió de hombros con naturalidad.
—Reconozco la montaña del fondo, y eso sin duda es un rito pagano o algo así.
—¿Desde cuándo tú…?
—Es hora de comer. —La voz de Tabatha interrumpió a Sarah. Ambos se volvieron y
descubrieron a su tía en la puerta de la cocina, con la sopera entre las manos—. Venid a la cocina,
está todo listo. He hecho una sopa de almejas buenísima.
Se sentaron en la mesa de la cocina mientras Tabatha servía la sopa en platos hondos y los
repartía. El olor del guiso despertó un hambre atroz en Sarah, como si no hubiera comido en días.
«Normal… Con el desgaste que he tenido entre esta mañana y anoche», pensó, mirando de reojo a
Barnaby y sintiendo de nuevo un hormigueo de excitación que se apagó cuando Tabatha le puso la
comida delante.
—Gracias, tía —le dijo sin darse cuenta, y Tabatha sonrió ampliamente.
—Tienes que comer bien. Han sido días muy duros para ti.
—¿Qué es el cuadro que tienes en la chimenea? —preguntó para evitar el tema. Esos días
estaban siendo extraños, pero no quería que la conversación se centrase en su precario estado
emocional—. Es muy extraño.
—Tu amigo tiene razón; es muy observador —dijo mirando a Barnaby con una expresión
extraña, como si hubiera una intención oculta en aquella afirmación—. Es la celebración de
Samhain en Ross Mountain. Es un festival muy conocido por aquí.
—¿Habéis ido alguna vez? —preguntó Sarah tras soplar sobre una cucharada de sopa. Estaba
muy caliente, y aunque se moría de ganas por comer, no quería achicharrarse la lengua.
—Sí, vamos todos los años. Llevamos nuestros productos, pero también bailamos y
participamos de las actividades.
—¿Lleváis artesanías? —Esta vez fue Barnaby, que esperaba a que la comida se enfriara sin
tocar la cuchara.
—Sí, algo así. Hacemos licores y mermeladas artesanas. También cosméticos. Son muy
populares en Ross Mountain —respondió ella con una sonrisa orgullosa.
Sarah no pudo esperar más y se llevó la primera cucharada de sopa a la boca.
Sorprendentemente, no se quemó. El bocado era sabroso y suave, y un calor agradable como un
abrazo bajó hasta su estómago cuando tragó la suculenta comida. Pudo captar el sabor de las
especias, por debajo del intenso sabor a mar que otorgaban las almejas al guiso. La comida que
cocinaba Tabatha era distinta a cualquier cosa que hubiera probado en su vida, desde que estaba
allí, todo lo que había comido en Nueva York le parecía artificial, como si los sabores estuvieran
apagados, pero allí estallaban en su boca y la llenaban de sensaciones agradables. Siempre que
comía allí se sentía en casa, serena y real.
—Qué interesante, ¿usáis hierbas medicinales? —Barnaby parecía interesado en las cosas que
hacía su tía. Sarah no sabía si fingía ese interés para caerle bien o era genuino, pero no le
importaba. En ese momento estaba centrada en su sopa y ni siquiera tenía ganas de hablar.
—Hierbas medicinales, frutos de temporada… Tenemos recetas muy antiguas —respondió
Tabatha mientras se ponía a comer y animaba a Barnaby a hacerlo con un gesto.
Hubo unos largos instantes de silencio mientras disfrutaban de la sopa. Barnaby incluso mojó
pan en el plato, comiendo con más ansias de lo que solía hacerlo, pero sin perder las formas.
Sarah estaba demasiado abstraída, disfrutando de los sabores y sensaciones que aquella comida
tan humilde le provocaban. Le traía recuerdos de un pasado que no había vivido. De mañanas al
sol balanceándose en un columpio colgado de una gruesa rama en el árbol del jardín y los sonidos
que llenaban de vida el bosque por las mañanas. Su vívida imaginación le trajo hasta el olor de
las violetas y los rododendros que crecían alrededor de las vallas. Tan ensimismada se encontraba
que ni se dio cuenta de que la conversación entre Tabatha y Barnaby continuaba como un rumor de
fondo.
—¿Verdad, Sarah? —La voz de su amigo la sacó repentinamente de su ensoñación. Se dio
cuenta con pesar de que la sopa en su plato se había terminado—. La sopa te ha quitado el sentido
—bromeó al ver su expresión—. Estaba diciéndole a tu tía que seguro que es la mejor sopa que
hemos probado nunca.
—Ah, sí. Creo que sí. Al menos que yo he probado —corrigió a Barnaby, incómoda porque
hablase en nombre de los dos.
—Es usted toda una chef, señora Sallow, tendrá que enseñarme la receta para que impresione
a mis visitas.
Sarah le miró de reojo, sintiendo cierta vergüenza ajena. «Córtate un poco, pelota», pensó,
pero Barnaby debió interpretar que aquella mirada era de aprobación, porque le guiñó el ojo y
volvió su atención a Tabatha.
—Y aún no has probado lo mejor —dijo Tabatha con una sonrisa socarrona. Cogió los platos
vacíos de la mesa y se levantó para dejarlos en el fregadero, luego abrió una de las alacenas y
sacó una botella alargada, de color verde, con una de las hermosas etiquetas de Sallow’s
Potions&Lotions—. El licor de hierbas de tía Agnes. Esto sí es especialmente para las visitas.
—Las costumbres rurales que más me gustan son las que tienen que ver con el alcohol —dijo
Barnaby riéndose. Sarah observaba la escena sin intervenir, intentando averiguar por qué su tía
miraba a su amigo con aquella expresión de mago escondiendo un as en la manga.
Él parecía no darse cuenta y cogió el pequeño vaso de chupito en cuanto Tabatha se lo sirvió.
Sarah, desconfiada, cogió la botella y leyó los ingredientes en la etiqueta. «Tomillo, laurel… No
parece que haya nada raro».
—¿No es un poco fuerte? —preguntó al ver la graduación.
—Seguro que un chico rudo como él puede aguantarlo. Cuarenta grados no es tanto… —dijo
Tabatha con su sonrisa maliciosa cada vez más pronunciada.
—Oh, claro que no es nada; yo he sobrevivido a una ronda de stroh, y os aseguro que eso
levanta a un muerto.
Tabatha sirvió licor en dos vasitos más y dejó uno ante Sarah. No tenía intención de beberse
eso, algo le decía que había gato encerrado en todo aquello, así que simplemente esperó a que la
mujer elevase el vaso y brindara con su amigo, limitándose a ser una mera espectadora.
—Por su exquisita comida e impecable hospitalidad, señora Sallow —dijo Barnaby al alzar el
vasito, antes de bebérselo de una sentada.
—Por tu refrescante sinceridad —declamó Tabatha bajando la cabeza en un gesto teatral.
Luego elevó el vaso y lo vació de un solo trago.
«Increíble».
Durante unos instantes todos permanecieron en silencio. Su tía miraba a Barnaby con
expectación mientras él se acomodaba en la silla, dando a entender con sus gestos que aquel trago
no había sido nada. Iba a romper el silencio cuando vio que el rostro de su amigo cambiaba
repentinamente de color; de pronto pasó de su lozanía habitual a un blanco verdoso.
—Dios mío… —resolló. Su expresión se tornó en una máscara de ira que llegó a asustarla.
Cuando se levantó bruscamente, tirando la silla, Sarah dio un respingo y se puso en pie—. ¡¿Qué
me has dado, maldita bruja?! ¡¿Qué coño es esta mierda?! ¡Me has envenenado!
Tía Tabatha señaló en dirección al baño, sin inmutarse por los insultos recibidos. Barnaby
salió corriendo como una exhalación. Alarmada, Sarah iba a seguirle hasta que escuchó que
Tabatha estallaba en una carcajada sonora. No sabía qué le sorprendía más, si la actitud
irrespetuosa y completamente fuera de lugar de Barnaby, o lo divertido que todo le parecía a su
tía.
—¡Sabía que estabas tramando algo! ¿Qué le has dado? —inquirió volviéndose hacia la mesa
y agarrando el vaso que había dejado intacto. Al olfatearlo el fuerte olor a hierbas y a alcohol no
la dejaba discernir si había algo más en aquel mejunje—. ¿Esto te parece normal o gracioso?
—No le he dado nada malo —respondió al recuperarse del acceso de risa—. Puedes
probarlo, yo misma lo he tomado. Verás como a ti tampoco te hace daño.
Abrió mucho los ojos, mirando a su tía con el gesto desencajado. Lo que acababa de decir la
ponía nerviosa y a la defensiva, y no entendía bien por qué.
—¿C-cómo que a mí tampoco me hará daño?
—Aún no puedes comprenderlo, pero en realidad esto es muy gracioso.
Sarah dejó el vaso con tanto ímpetu sobre la mesa que derramó su contenido. Miró a su tía,
airada, harta de aquella actitud misteriosa y condescendiente con que la trataba desde que había
llegado al pueblo.
—¿Sabes qué? ¡Estoy cans…!
—Señora Sallow… —La voz de Barnaby la interrumpió. Se volvió rápidamente hacia él y
comprobó con alivio que estaba de una sola pieza; solo algo colorado y con aspecto de estar un
poco mareado—. Siento muchísimo mi comportamiento. He querido hacerme el gallito, pero en
realidad el alcohol me sienta fatal.
«¿Qué está diciendo este? Anoche bebió como un cosaco y no le sentó nada mal. ¡Todo lo
contrario!», pensó, mirándole incrédula.
—Oh, no te preocupes —respondió la mujer, mirándole con una media sonrisa divertida—.
Entiendo que te haya sentado mal…, pero tengo cosas aún más fuertes.
Barnaby palideció más y negó con la cabeza. El hartazgo de Sarah llegó a su máximo
esplendor. No sabía qué juego se traía su tía entre manos, pero en ese momento lo único que
deseaba era sacar a Barnaby de allí y alejarse de las locuras de su familia.
«Papá tenía razón. Están locas. Sobre todo Tabatha. Como putas cabras».
—Vámonos, ha sido suficiente —dijo agarrando a Barnaby del brazo. Él se dejó guiar
mansamente.
—¿No quieres quedarte a dormir en casa? —Tía Tabatha les siguió hasta la puerta. Aunque
preguntó en un tono conciliador, Sarah captó cierta malicia en aquel ofrecimiento, como si por
alguna razón Tabatha disfrutase torturando a su amigo—. Hay una habitación libre.
«¿Qué demonios pasa con esta mujer?».
Agarró con más fuerza a Barnaby del brazo cuando le vio abrir la boca, temerosa de que
aceptase la invitación, tiró de él para llevarle al exterior.
—Barnaby puede pagarse el motel, y allí estará más cómodo y tendrá más intimidad —dijo
con tono hostil.
—Ah, claro. Pero puede venir cuando quiera, la próxima vez le serviré algo más suave —la
escuchó responder cuando enfilaron por el camino de gravilla del jardín.
Antes de ir rumbo al motel, Sarah la vio apoyada en el marco de la puerta, riéndose.
***
A esas alturas de abril aún refrescaba por las noches, así que Tabatha tenía el termo de té
caliente preparado y una bandeja con tazas de porcelana en la pequeña mesa junto al balancín. Se
arrebujó en la fina chaqueta de lana y acarició a Purple. La gata ronroneó y apenas levantó la
cabeza para mirarla antes de continuar durmiendo hecha un ovillo junto a ella. Había otros cuatro
gatos en el porche, Pink estaba sentado en la balaustrada de madera mientras su hermana Floid
jugueteaba con una pelota en las escaleras. Simon dormitaba bajo el balancín sin temor al vaivén
del asiento y Garfunkel, sentado junto a la bandeja, la observaba con sus enormes ojos del color
de la absenta, moviendo el largo rabo que colgaba por el borde de la mesa.
—Ya lo sé, pero es mejor que se dé cuenta por ella misma, ¿no crees? —replicó a su insistente
mirada.
Estaba preocupada. Desde el mediodía no había podido quitarse a ese jovencito de la cabeza.
La reacción de Barnaby al licor que le ofreció no le sorprendía, pero confirmaba sus sospechas.
Estaba segura de que Christopher le había enviado, y las intenciones de Christopher nunca fueron
buenas. Pasada la medianoche Tabatha seguía pensando en ello, con la luz del porche prendida
como un faro en la oscuridad. Esperaba que Sarah regresara, pero no descartaba ir a buscarla o
mandarle algún tipo de ayuda.
—Esta vez no dejaré que nos la arrebate. Ya lo hizo con mi hermana, y lo enmendaré con mi
sobrina, Garfunkel. —El gato entrecerró los ojos como respuesta y meció la cola lentamente de un
lado a otro.
Al escuchar los pasos sobre la gravilla, Tabatha sintió que su pecho se ampliaba y su ansiedad
desaparecía. Sarah estaba allí, llegaba acomodándose el bolso en el hombro, dirigiéndole una
mirada cautelosa al verla sentada en el balancín. Tabatha le dedicó una sonrisa tranquilizadora y,
sin decir nada, le hizo un hueco en el asiento, agarrando a Purple y poniéndosela sobre el regazo.
—¿Me estabas esperando? —preguntó la muchacha con cierta incredulidad.
—Sí, claro. Estaba preocupada… Siento si te he ofendido este mediodía, cariño.
—Bueno… Ha sido muy raro, la verdad, pero hablando con Barnaby he comprendido que tal
vez he exagerado las cosas —respondió Sarah, suspirando al sentarse en el balancín, que se meció
adelante y atrás suavemente.
Tabatha sirvió el té en las tazas que había preparado, echó dos terrones de azúcar morena en
cada una y le tendió una a su sobrina, que aceptó con un brillo de calidez en los ojos. Algo en lo
que había dicho la muchacha la inquietaba, lo que había ocurrido era a todas luces extraño para
Sarah, algo que probablemente no habría visto jamás, pero ese joven urbanita la estaba haciendo
dudar de lo que percibía y Tabatha no estaba segura de que estuviera preparada para escuchar una
explicación descarnada de la verdad.
—Comprendo que se haya sentido mal por mis burlas —dijo en tono comprensivo—. Debería
haberle servido algo más suave, pero tengo que serte sincera, cielo; lo hice un poco a propósito.
—¿Un poco? —inquirió Sarah alzando una ceja. Un asomo de sonrisa se dibujó en sus labios
después del segundo trago de té. Era un gesto que Tabatha veía poco en su rostro.
—Un poco del todo —respondió con una risilla.
—La cuestión es que ya está todo olvidado. Barnaby está muy avergonzado por su reacción.
La verdad es que no es nada propia de él, es un chico con mucha clase.
«Sí, claro, con clase de perro de caza», pensó Tabatha sin borrar su sonrisa comprensiva.
—Y… si no es inmiscuirme demasiado en tu vida, ¿estáis saliendo juntos?
—No —respondió la muchacha, pero tras una pausa pareció pensárselo mejor—. No
exactamente —puntualizó—. Somos amigos, pero él siempre se ha preocupado de mí de una forma
especial. Es de los pocos amigos que tengo en Nueva York. De los pocos de verdad, ¿sabes?
—¿De veras? —Sarah asintió—. ¿No tienes amigas…, antiguas compañeras del instituto?
¿Amigos del colegio?
—No… La verdad es que no me fue muy bien el instituto, ni en el colegio. Nunca encajé en
ningún centro, papá me cambiaba continuamente para que conociera gente nueva, pero allá donde
iba… —Su mirada se ensombreció y se apartó un mechón de pelo de la cara, desviando la mirada
de los ojos de Tabatha.
—Nadie te comprendía, ¿es eso?
Sarah asintió, volviendo a mirarla.
—Sí, aunque habría estado bien que solo fuera eso.
—El miedo es irracional y el ser humano está lleno de miedo. Siempre actúa igual ante él;
huye o ataca aquello que se lo provoca.
—¿Por qué iban a tenerme miedo, tía? —preguntó Sarah sin comprender, con una nota
anhelante en la voz. Debía llevar toda la vida haciéndose esas preguntas, dudando de sí misma,
sintiéndose aislada, y Tabatha sintió una profunda tristeza por no haber sido capaz de encontrarla
antes.
—Porque eres diferente.
—No soy diferente… Solo soy una inadaptada —dijo suspirando—. Una privilegiada
demasiado aburrida que necesita inventarse problemas para encontrar un sentido a su vida.
—¿Pero quién te ha hecho creer esas barbaridades? Cariño, lo que te ocurre es que aún no has
encontrado tu lugar en el mundo. Aún no sabes quién es Sarah Lockwood, y aunque has
sobrevivido a muchas cosas que habrían destrozado a otros, ni siquiera te imaginas lo fuerte y
poderosa que eres.
Los ojos de Sarah se humedecieron. Tabatha vio como hacía un esfuerzo por contener las
lágrimas antes de desviar la mirada y tomar un par de sorbos más del té, algo que pareció
serenarla.
—En una cosa tienes razón: no sé quién soy, ni cuál es mi sitio… Creo que todo lo que he
hecho hasta ahora ha sido una pérdida de tiempo. Solo quería que papá estuviera orgulloso de mí,
devolverle todo lo que hace por mí y aligerar su carga…
—Tú no eres ninguna carga, Sarah, para nadie —la cortó Tabatha.
—Sí lo soy, pero no importa. No quiero hablar de eso —replicó negando con la cabeza.
Le dejó unos instantes de silencio, en los que ambas se limitaron a paladear el té de hierbas y
a balancearse con suavidad en el asiento. Garfunkel seguía sentado sobre la mesa, observándolas,
mientras Purple roncaba sonoramente como una señora con sobrepeso.
—Siento mucho no haber podido contactar contigo antes —rompió el silencio Tabatha, con un
tono calmado y suave—. Me gustaría que tu vida hubiera sido muy distinta y me siento
terriblemente mal por no haber podido hacer nada al respecto, pero ahora que has vuelto tienes
que saber que tienes una familia que no te va a dejar nunca. —La agarró de la mano y la estrechó
con cariño. Sarah no hizo ademán de apartarla, solo la miró emocionada y con cierta cautela.
Tabatha sabía que tenía miedo—. Y, por favor, recurre a nosotras siempre que te sientas mal.
—No creo que Alice esté de acuerdo. Está muy enfadada, y no entiendo por qué.
—Está herida por esa carta que recibió.
Sarah la miró y negó con la cabeza.
—Tabatha, yo nunca recibí ninguna carta y mucho menos respondí a una de ellas. —La
confesión no fue del todo una sorpresa para Tabatha—. Creo que fue mamá, que me ocultó que
tenía una hermana. No sé por qué mamá estaba tan enfadada como para abandonar a su propia
hija…
La mujer la observó unos instantes en silencio. Habría querido explicárselo todo con claridad,
pero precipitarse en un momento en el que el miedo era tan intenso podría tener consecuencias
fatales; podría alejarla aún más de ellas. Sin embargo, Sarah debía tener respuestas.
—Christopher llegó en un mal momento, y siento hablarte así de él, pero se aprovechó de la
vulnerabilidad emocional de Emma cuando Robert murió. Ella se aferró a él como si fuera su
única tabla de salvación.
—¿Mamá le fue infiel a Robert con mi padre?
—Eso solo lo saben ellos, pero Christopher no fue precisamente una ayuda para la familia. En
lugar de quedarse con nosotras, de estar aquí con Emma y con toda la familia, decidió que lo
mejor para ti y tu madre era llevaros lejos. Según él, éramos una mala influencia.
La muchacha chasqueó la lengua y suspiró. Se pasó las manos por el pelo y observó al gato un
largo instante, pensativa.
—Puede que fuera por su depresión, que escribiera esa carta —aventuró.
—Creo que esa carta no la escribió tu madre, y mucho menos tú.
Estaba más que segura de que Christopher había hecho todo lo posible, en todo momento, para
mantenerlas alejadas e incomunicadas. Pero Tabatha también reconocía sus culpas: el
resentimiento hacia su hermana por haberse marchado jugó un papel muy importante en todo ese
tiempo en el que ni siquiera hablaron.
—¿Crees que fue mi padre…? —Sarah la miró y un brillo defensivo en sus ojos le dejó claro
que era mejor zanjar la conversación en ese punto. Sabía que en el fondo conocía todas las
respuestas, pero era mejor que llegara sola a ellas.
—No le des más vueltas por hoy y ve a descansar. Ya arreglaremos lo de tu hermana. Si has
vuelto al pueblo es para sanar tus raíces, que también son las nuestras, y estoy segura de que todo
irá bien.
Sarah asintió sin mucho convencimiento. Aquel amago de sonrisa en sus labios se había
apagado del todo, y Tabatha se sintió culpable, pero entendía que todos los procesos de sanación
dolían, y que a su sobrina aún le quedaba mucho por comprender. Le dio un beso en la frente antes
de que se marchara al interior de la casa para meterse en la cama, y se quedó allí con los gatos,
masticando la conversación y lo que había visto aquel día.

Al cabo de un rato, se puso en pie y entró en la casa, cruzó el salón y la cocina y salió al
jardín trasero. Garkunkel fue tras ella y zigzagueó entre sus piernas, echando a correr cuando abrió
la mosquitera y deteniéndose ante el enorme árbol de la linde del bosque. Allí se sentó, levantó
una pata como un gimnasta rítmico y comenzó a lamerse la entrepierna.
—Hay que alejar a ese chico de ella, Garfunkel —le dijo al gato al detenerse a su altura—.
Tienes que hacerme un favor, a ti se te dan bien estas cosas: tienes que salir ahí afuera y buscar
ayuda. Sarah va a necesitar una protección extra. ¿Lo harás?
Garfunkel terminó de acicalarse sus partes y levantó la cabeza. Sus ojos verdes se fijaron en
los de Tabatha. Soltó un maullido que terminó en un ronroneo profundo y alzando el rabo, se dio la
vuelta, ofreciéndole una vista privilegiada de su trasero.
Podía parecer que el gato se hubiera negado a su petición, pero cuando le vio correr en
dirección a la valla y perderse en el bosque, supo que haría su trabajo.
—Siempre has sido el mejor.
***
Los momentos antes del amanecer eran los mejores para emprender la ruta. A Declan le
gustaba la luz incierta de la alborada, cuando el cercano sol naciente teñía el cielo de un azul
eléctrico que iba aclarándose hasta convertirse en malvas, rosados y amarillos. Estuvo un buen
rato aún dentro del saco de dormir, disfrutando de aquel espectáculo de colores que mutaban en el
cielo. El claro en el que había pasado la noche había resultado ser un lugar tranquilo, y la
ausencia de nubes o amenaza alguna de lluvia le permitió dormir al raso, solo con la almohada
hinchable y su saco de dormir.
—Bueno, Molly… —dijo a la moto—. Creo que es hora de abandonar Maine.
Era una pena. Había alargado los días previstos para visitar el estado con la esperanza de
volver a ver a aquella muchacha a la que ayudó a cambiar la rueda en plena montaña. Por alguna
razón, no había podido quitársela de la cabeza.
Si lo pensaba bien, se sentía ridículo. Era bastante improbable que la volviera a encontrar,
Maine tenía más de un millón de habitantes, no era uno de los estados más poblados de USA, pero
era el estado más grande de Nueva Inglaterra, y también el más boscoso. Declan era consciente de
su suerte, pero tenía los pies sobre la tierra: aquello ya habría sido demasiado.
—Debí presentarme…, pedirle el teléfono y esas cosas —murmuró mientras se levantaba y
recogía su pequeño campamento, guardando las bolsas y los despojos de la cena en una de las
alforjas. Si algo odiaba Declan, y odiaba pocas cosas, era que la gente dejase basura en la
naturaleza—. Nunca he sido muy bueno en eso de ligar, ¿eh? —preguntó a la Harley cuando fue a
colocarle las alforjas.
Fuera como fuese, el momento de continuar hacia Canadá había llegado. Aquella sería la
última jornada en las carreteras estadounidenses para él.
Hizo rugir a la moto al arrancarla y salió a la calzada a través del terroso camino rural por el
que había llegado a su claro secreto. Dio las gracias al lugar por haberle acogido aquella noche
antes de dejarlo atrás al girar en el cruce de la carretera asfaltada. Según el Google Maps, al que
había consultado la noche anterior, aquella senda le llevaría siguiendo el río San Juan hasta Fort
Kent, donde se encontraba el paso fronterizo hacia Canadá. Si todo iba bien, no serían más de tres
horas de camino.
Desde que había tomado la decisión de viajar por el mundo, Declan había aprendido a
tomarse los cambios de planes con filosofía: normalmente encontraba cosas mejores de las que
esperaba siguiendo la ruta que se había trazado. Por eso, cuando tuvo que frenar haciendo
derrapar la moto para evitar atropellar al gato que se lamía las pelotas despatarrado en medio del
carril de la carretera, no se atrevió a maldecir al destino que tan bien le había tratado.
Aparcó en el arcén, desplegando el caballete de un taconazo de su bota militar, y bajó para
acercarse al gato que seguía acicalándose como si no hubiera estado a punto de entrar en el cielo
de los felinos.
—Ey, amigo, he estado a punto de convertirte en una tortilla de pelos —dijo el irlandés al
acercarse. El gato levantó la cabeza y le miró como si solo en ese momento se hubiera percatado
de que estaba ahí—. ¿De dónde has salido?
El felino tenía unos preciosos ojos de color esmeralda, grandes e inteligentes. Le miró y
entrecerró los párpados, ronroneando al ponerse en pie. Se le acercó y comenzó a restregarse por
sus piernas, dejando pelos naranjas en las perneras de sus pantalones negros.
—Parece que tienes familia humana. ¿Te has escapado? ¿Tan mal te dan de comer? —le
preguntó al animal al agacharse para acariciarlo. El felino soltó un maullido ronroneante como
toda respuesta. Declan se fijó en que llevaba un fino collar sin cascabel—. Vaya, deben estar muy
preocupados por ti. Pues tenemos que hacer algo.
—Prrrmiau —respondió el gato naranja, mirándole como si hubiera comprendido sus palabras
y le parecieran bien.
—De acuerdo, ven aquí. —Agarró al gato y se lo metió en el interior de la chupa de cuero,
cerrando la cremallera y dejándole solo la cabeza fuera. El animal se dejó hacer con tanta
mansedad que Declan se reafirmó en la idea de que era un gato doméstico perdido—. No te
propases conmigo, ¿eh?
Se aseguró de tenerle bien sujeto antes de arrancar la Harley, pero el rugido de la moto no
alteró a su nuevo amigo, que seguía ronroneando pegado a su cuerpo. Sentía la vibración del
pequeño animal contra su pecho. Era una sensación agradable.
Según la ruta que recordaba, el próximo pueblo se encontraba a una media hora; allí podrían
ayudarle a encontrar a su familia. No obstante, no pasó un minuto antes de que una señal le hiciera
desviarse de la senda trazada.
CRIMSON FALLS 5M
No recordaba haber visto aquel pueblo en el Google Maps. Tampoco en el mapa que llevaba
en las alforjas, y desde luego era la primera vez que leía su nombre en una señal. Tal vez era una
villa demasiado pequeña para estar registrada, pero estaba lo suficientemente cerca como para
que el gato hubiera recorrido aquella distancia sin complicaciones. Sin pensarlo demasiado,
cuando llegó el desvío hacia Crimson Falls, Declan hizo virar la moto.
Su nuevo y ronroneante amigo maulló aprobando aquella decisión.
Capítulo 9
Hacía algo más de media hora que Sarah había salido del motel. Él se había metido en la
ducha, dejando que el agua ardiente le corriera por el cuerpo. Cuanto más caliente estuviese,
mejor. Le gustaba aquella sensación, el calor acuciante le traía buenos recuerdos. Salió de la
ducha, buscando a tientas una toalla en aquel baño anclado en los años setenta, envuelto en la
espesa neblina de vapor que había provocado la ducha hirviente. Todavía empapado, consiguió
que la única toalla diminuta que pudo encontrar se adaptase a su cadera. Con un gesto rápido, pasó
la mano por el espejo haciendo que el vapor gotease hasta la pileta, descubriendo satisfecho su
propio reflejo en él. Durante largos minutos escrutó la imagen de sí mismo que este le devolvía.
«Pocas veces he estado mejor que ahora». Con soltura, pasó las manos por su torso fornido y
musculoso, deleitándose con su propia musculatura. «Entiendo por qué Lockwood las quiere
cerca…», dijo con sorna la voz de su pensamiento. De pronto, comprendiendo que lo que estaba
pensando era del todo inapropiado, se obligó a desterrar aquellas ideas de su mente. Todavía
absorto en sí mismo, tensó los músculos una, dos, tres veces, fascinado con su propio cuerpo.
Que su jefe tenía ciertos intereses en las mujeres Sallow era evidente, él mismo estaba siendo
testigo de los beneficios que el intimar con Sarah estaba teniendo en su cuerpo. Se sentía más
fuerte, más elástico, mucho mejor. Y no solo había mejorado su físico, también había crecido su
determinación y su fuerza interior. Además, estaba el sexo. Al principio ella se había movido
tímida, casi avergonzada, pero con el paso de los días, ella se había ido soltando y ahora estaba
desbocada. Sentía que podría exigirle cualquier cosa, que accedería encantada e incluso lo
acabaría disfrutando. Sarah estaba cambiando, quizás enamorándose de él; eso era evidente, pero
Barnaby, prendado de sí mismo y sus dones, no se preguntó si el mérito de aquel cambio podría no
corresponderle a él. La hija del jefe siempre le había parecido bastante insoportable, así que, si al
final se volvía un poco más complaciente y fácil, ¿quién era él para impedirlo?
—Ah, qué días estos… —murmuró feliz mientras se dirigía a la cama. Completamente
desnudo, se estiró en ella.
En la mesilla de noche aún estaba la bandeja con los restos del desayuno. Vago, estiró la mano
y tomó un croissant, se lo llevó a la boca dándole un mordisco generoso. Con la mano libre,
rebuscó entre las sábanas el mando del televisor. Lo encendió y tras unos segundos unas
muchachas aparecieron gritándose en la pantalla.
—Un reality —volvió a murmurar—. Joder, amo este siglo.
Mirando la tele al borde de la hipnosis, royendo lentamente los restos del desayuno, dio
gracias en silencio por aquel trabajo que le había tocado.
Apenas se oyó el sonido del teléfono móvil por encima del griterío del televisor, pero
Barnaby no necesitaba oírlo; un cosquilleo en la nuca le alertaba de que era su jefe quien llamaba.
Incorporándose un poco y pulsando el botón de mute en el mando a distancia, tomó el móvil. El
nombre de Lockwood destellaba en la pantalla. Suspiró aburrido y se obligó a contestar. No podía
negarse.
—Jefe, ¿cómo…? —comenzó a decir zalamero.
—Cállate —ordenó Christopher siniestro.
El becario tragó saliva como única respuesta. ¿Algo no iba bien?
—Hace cinco días que te fuiste. —Lockwood hizo una pausa dramática. En su voz no había
inflexión alguna—. ¿Y bien? ¿Piensas volver?
—No voy a fallar —contestó Barnaby intentado ocultar su orgullo herido—. Las cosas bien
hechas llevan su tiempo.
—Espero por tu bien que tengas razón —amenazó el jefe. La sangre se congeló en las venas
del muchacho.
—Sarah no tiene un carácter dócil, es su hija y lo entiendo —comenzó a excusarse, intentando
parecer sereno—. Podría hacerlo de otra forma, pero tengo que convencerla; ella ha de necesitar
volver si no quiere que se vuelva a escapar. No puedo agarrarla de los pelos y llevarla de vuelta a
casa.
—Sarah no debe tener ni un solo rasguño. —La voz de Lockwood sonó como un trueno al otro
lado del teléfono—. Ni uno, ¿lo has entendido?
—Está muy claro —respondió atemorizado Barnaby—, señor. Esto se está retrasando, pero es
una inversión de futuro.
Barnaby intentó balbucir alguna excusa más. Hasta él, a cientos de kilómetros de distancia,
llegaba el olor a azufre procedente del enfado de su jefe. Aquello le aterraba. Podía ver sus dos
ojos brillando como ascuas en la oscuridad del despacho, depredándole, esperando un
movimiento en falso para saltar sobre él. Por suerte, antes de que pudiese decir alguna otra
estupidez, Christopher colgó. Barnaby cerró los ojos, dándose unos golpecitos en la frente con la
pantalla del móvil, dando gracias por haber salido airoso una vez más. Lockwood pronto tendría
lo que deseaba, y él recibiría una buena recompensa por ello. Tenía que aguantar, tan solo unos
días más.
***
A pesar de que llevaba varios días allí, a Sarah no dejaba de fascinarla el ambiente en el
pueblo. Caminaba por la avenida, camino a la tienda de las Sallow; la calle estaba concurrida, y
todos los vecinos la saludaban con amabilidad al pasar, como si la conociesen de toda la vida,
como si ella fuese una más. Aquello la hacía sentir bien, extrañamente a salvo. El pueblecito,
anclado en un pasado cercano, era acogedor y hermoso, y también lo era su gente. Se detuvo frente
al escaparate de una pequeña floristería. Había lilas, dalias, rosas y margaritas recogidas en
primorosos ramilletes apoyados en cajas de maderas y telas de cuadros verdosos. Todo allí
parecía sacado de una fábula. Desde dentro del comercio, una chica rubia la saludó con la mano,
sonriéndole cordial. Sarah le devolvió el gesto. Por un momento, pensó en entrar a comprar algo,
cualquier cosa, pero después se recriminó la idea. «No debería retrasarlo más», se dijo severa.
Aquella mañana, después de algunas conversaciones con Tabatha, había tomado la firme decisión
de ir a hablar con Alice. Intentaría explicarle que no sabía nada de ninguna carta. Al fin y al cabo,
si eran hermanas no debían estar disgustadas, por muy distanciadas que estuviesen. Suspirando,
miró una vez más los ramos de flores, y se obligó a retomar el camino.
El ruido atronador del motor la obligó a girar sobre sus talones. Apenas había andado un par
de pasos cuando volvió a detenerse. Vio el vehículo de dos ruedas enfilar lentamente la avenida
en dirección a ella. De pronto, un destello en su mente hizo que aquella imagen le resultase
familiar.
—No puede ser… —murmuró mientras se ensanchaba la sonrisa en su rostro.
Cuando faltaban un par de metros para que la moto llegase hasta ella, un gato naranja saltó de
dentro de la chaqueta del conductor al pavimento para ir al trote hasta Sarah.
—¡Garfunkel! —exclamó cuando el gato se encaramó maullando a sus piernas.
—¿Lo conoces? —preguntó el motorista tras quitarse el casco. Había parado la moto frente a
la acera, justo donde Sarah estaba. Con un pie sobre el pavimento sostenía el equilibrio de aquel
caballo de metal de doscientos kilos, y entre sus manos guardaba el casco. El pelirrojo la miraba
sorprendido.
—Es el gato de mi tía —respondió Sarah con Garfunkel ya en brazos. Habló por inercia, en
voz queda y mirando al motorista.
Le reconocía. ¿Cómo no hacerlo? De pronto, su corazón comenzó a resonar dentro de su
pecho. Sarah estrechó el abrazo sobre Garfunkel, intentando amortiguar aquel sonido.
—Leñadora… ¿Eres tú? —era una pregunta, pero en la voz de aquel hombre sonó como un
anhelo.
Ella tan solo pudo sonreír como respuesta. Una sonrisa de adolescente tonta, que no sabe nada
sobre lo cruel de la vida, que mira al brillante futuro con esperanza. Durante unos segundos que
parecieron eones, ambos se quedaron mirándose, con ojos brillantes como diamantes, intentando
contener la respiración azorada. El tiempo se detuvo en la avenida principal. Los vehículos
disminuyeron su marcha hasta quedar congelados, un colibrí batió las alas tan despacio que sus
plumas refulgieron irisadas, y nadie en la calle pareció darse cuenta de que la magia primigenia
acababa de despertar. Entonces, el tiempo recobró su normalidad, los coches volvieron a
ronronear ausentes, los viandantes volvieron a su marcha, y el colibrí salió volando hacia el
campo a la velocidad del rayo.
—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó Sarah por fin, intentado recobrar la compostura. No
entendía por qué, pero en lugar de hablar le hubiese gustado lanzar el gato por los aires y abrazar
a aquel desconocido. Él echaba el cuerpo hacia delante, como esperando aquel recibimiento, pero
aun así la chica se contuvo. Comenzó a hablar, ya que de no hacerlo se habría ahogado en los ojos
verdes del motorista.
—Estaba en la carretera —habló él, saliendo también del trance. Se pasó la mano libre por el
pelo rizado y esbozó una sonrisa encantadora—. Parecía perdido y lo traje aquí por si pertenecía
a algún vecino o alguien sabía algo. Parece que fue una buena idea.
—Sí, lo fue —dijo Sarah sonriendo con amplitud—. Mi tía lo estará buscando.
—Entonces debería llevárselo —concluyó el muchacho ensanchando la sonrisa. Una hilera de
dientes blancos devolvió un destello. Allí estaba el gracioso diente apenas torcido, las pecas en
sus mejillas, detalles que no había olvidado. Sarah se sentía flotar.
—No tiene pérdida, tan solo debes seguir la avenida, girar a la derecha y después la segunda a
la izquierda —indicó Sarah dando un par de pasos hasta él, alcanzándole el gato—. Es la casa
blanca grande, con el jardín frondoso.
El pelirrojo asintió mientras volvía a tomar a Garfunkel en brazos. Con gestos gráciles, se lo
metió de nuevo dentro de la chaqueta para después colocar las manos sobre los puños de la moto.
—Espero no confundirla con ninguna otra casa blanca grande con jardín frondoso, parece que
hay muchas así por aquí —dijo riéndose.
«¿Debería decirle algo más?» se preguntó Sarah ansiosa. El pelirrojo iba a iniciar su marcha.
Quién sabía si se volverían a ver. De repente sintió un vacío dentro, atenazante, que había estado
allí durante toda su vida, pero que ahora clamaba con mucha más fuerza. Recordó la extraña
sensación que tuvo al ver alejarse la imagen del motorista la primera vez que se separaron. De
pronto necesitó hablar. No podía dejarle ir sin más.
—¿Sabes? —empezó Sarah.
—Oye… —Declan se interrumpió cuando hablaron a la vez—. Perdona, habla tú.
—Voy a ver a mi hermana —dijo atropellada y absurdamente nerviosa—. Su tienda está aquí
al lado. Después iré a casa de mi tía, por si sigues por allí.
El hombre, dispuesto a emprender la marcha, asintió con una sonrisa brillante, y Sarah le
devolvió el gesto. No hacía falta decir nada más. Por fin el pelirrojo levantó el pie que hacía de
contrapeso del suelo, encendió la moto y se puso en marcha, atronando la avenida con el rugir de
su caballo de metal. Sarah, de pie en la acera, lo vio alejarse, tranquila porque sabía que le
volvería a ver.

No le costó llegar hasta Sallow’s Lotions&Potions, la pequeña tienda de la familia. Su


hermana Alice la regentaba, y Sarah esperaba encontrarla allí. El cartel dorado pintado a mano en
la cristalera del escaparate la advirtió de que había llegado a su destino, y Sarah se obligó a dejar
de fantasear con el pelirrojo y su moto y a centrarse. Necesitaba estar tranquila.
Empujó la puerta de la entrada y una campanilla cantarina la delató. Alice estaba detrás de un
mostrador de madera deslucido, se dio la vuelta y su cara cambió de agradable a molesta en
apenas un segundo. La tienda no era pequeña, aun así, se veía abarrotada. A Sarah le recordó a
una antigua botica descrita en alguno de los libros de Sherlock Holmes; estanterías de madera
oscura y labrada llegaban desde el suelo hasta el techo, repletas de tarros y botellas de cristal y
porcelana de todas las formas y colores, suelos de madera y paredes color crema. El lugar le dio
una impresión diferente a la primera vez que lo visitó, aunque nada allí había cambiado. Sarah,
intentando rebajar la tensión, se acercó a uno de aquellos estantes, había más cosas allí que
simples recipientes. Junto a una de las botellas, había algo redondo que brillaba a pesar de la
capa de polvo que lo cubría «¿Eso es un ojo de cristal?», se preguntó Sarah de pronto
sorprendida, junto al ojo había un ramillete de una planta de hojas pequeñas y oscuras y… ¿Una
lagartija disecada? Aquellas cosas le habían pasado por completo desapercibidas cuando visitó la
tienda por primera vez.
—¿Pero qué…? —susurró Sarah contrariada.
Un destello antinatural llamó su atención sobre una botella de cristal que estaba apenas a unos
centímetros de distancia de aquellos objetos. Sarah fijó su mirada en el contenido de la botella, y
como si el líquido fuese consciente de que tenía público, comenzó a emitir destellos y a girar
sobre sí mismo, de repente, dentro de aquel cristal comenzó a formarse una diminuta galaxia con
sus constelaciones, agujeros negros y cuerpos celestiales. Sarah, con la cara iluminada por aquel
pequeño espectáculo de luces, olvidó por completo dónde estaba o a qué había venido.
—Sarah —la voz de Alice, ruda, la obligó a despertar—. ¿Qué quieres?
La chica volvió el rostro para mirarla, aún con la incredulidad pintada en los ojos.
—¿Has visto…? —comenzó a preguntar a su hermana, se volvió para mirar la botella, pero
todo había terminado. Allí no había más que un líquido violáceo detrás de un cristal.
—¿A qué has venido, Sarah? —preguntó de nuevo Alice sin darle tregua.
«Debo de estar nerviosa, es eso», se tranquilizó Sarah. Recelosa, se apartó de la estantería,
echando miradas furtivas a la botella. No sabía qué había visto, y como de todo en su vida,
tampoco podía estar segura de haberlo visto de verdad.
—Quería preguntarte algo —dijo aún turbada. Aquella sensación de paz que había tenido en la
calle desapareció y volvía a ser la Sarah angustiada y recelosa que siempre fue.
Alice resopló fastidiada, volvió a darse la vuelta y continuó ordenando las botellas del estante
que estaba a sus espaldas.
—Hablaste de una carta —dijo Sarah a bocajarro. A ella tampoco le gustaba estar allí, con la
que se suponía que era su hermana perdida, que no se lo ponía nada fácil—; quiero verla.
Alice volvió a resoplar. Durante unos segundos dudó, mirando a Sarah por encima del
hombro. Después de unos momentos eternos, rebuscó debajo del mostrador y sacó un sobre de
papel, ajado y amarillento, lo arrojó sobre la tabla como si estuviese ardiendo.
Sarah sacó la carta del sobre y la tomó en sus manos, comenzó a leerla con cautela. No sabía
lo que había escrito y eso la asustaba. La letra era clara y manuscrita.
Ha sido una decisión demasiado sencilla.
Aquella no era la letra de Sarah, y tampoco reconocía la de su madre, a pesar de que apenas la
había visto. Aquella escritura le decía que todo era un embuste.
Esta es mi verdadera familia, no vosotras.
Leía nerviosa cada palabra, y destellos de antiguos recuerdos hacía mucho olvidados le
venían a la mente.
Estáis malditas: por favor, no nos busquéis.
—Esto es… —balbució Sarah en voz baja.
—Horrible —terminó Alice la frase por ella.
Ambas se miraron en un tenso silencio. Alice detrás del mostrador y Sarah con la carta aún en
la mano. Los dedos se le crispaban por la rabia. ¿Cómo habían podido pensar que ella o su madre
escribirían algo así?
—Nosotras no escribimos esto —dijo Sarah en tono sombrío, convencida.
—¿Me llamas mentirosa? —la desafió Alice.
—Digo que alguien os engañó —apostilló Sarah—. Nos engañó a todas. Yo era demasiado
cría para escribir algo así.
—Sí, has estado muy engañada toda tu vida en Nueva York —respondió Alice con sorna,
haciendo un gesto burlón hacia su hermana—. Ya lo veo.
—¡Eso es injusto! —gritó Sarah. Aquella apreciación la llenaba de ira y ni siquiera entendía
por qué.
—Injusto. —Alice montó en cólera—. ¡Injusto! ¿Sabes lo que es injusto? ¡Que yo no tuviese
madre y tú sí!
—¡Yo no tuve la culpa!
—¡Yo tampoco! ¡Pero fui yo la que se quedó atrás!
—¡Pudiste elegir y elegiste quedarte, ¿no?! Si hubieras venido tal vez las cosas habrían sido
distintas. Yo no pude elegir.
Ambas comenzaron a gritar, llorando, enfadadas y colmadas de furia en una pelea sin sentido.
—¿Y crees que mamá estaría viva? ¿Crees que yo podría haber hecho más de lo que has hecho
tú todos estos años allí? —recriminó Alice a su hermana.
—No lo sé, ¡no lo sé! Solo sé que te sientes abandonada, pero tú has tenido una familia todo
este tiempo, ¡yo no he tenido a nadie, Alice!
—¡A mamá! Tuviste a mamá, ¿te parece poco?
—¡Ni siquiera la recuerdo! ¡A mí también me abandonó!
Los gritos se oían desde la calle. Un par de viandantes se acercaron a la cristalera curiosos y
preocupados. Las dos hermanas siguieron gritándose, y un ambiente tenso y eléctrico se fraguó en
la tienda. Ajenas al resto del mundo, turbadas por el enfado, no fueron conscientes de como las
luces del local comenzaban a cobrar intensidad; la instalación eléctrica, formada por antiguos
cables de cobre, comenzó a chispear, y de pronto un gran estallido eléctrico hizo reventar todas
las bombillas del local.
Mientras una lluvia de cristal candente caía sobre ellas y las dejaba en la penumbra, las dos
hermanas Sallow gritaron atemorizadas. Inconsciente, Sarah se arrojó sobre el mostrador, y Alice
corrió a abrazarla. Pasaron un minuto mirando alrededor, intentando entender qué había pasado.
—No pasa nada —dijo por fin Alice en tono quedo, protegiendo todavía a Sarah con sus
brazos. Aquella voz le trajo recuerdos de la voz de su madre, y una profunda pena la invadió—. A
veces pasan estas cosas por aquí, no hay por qué tener miedo.
«¿Miedo? No tengo miedo, estoy harta», se dijo Sarah, recuperando de pronto el brío.
Revolviéndose, se liberó del abrazo protector de Alice, con la boca arrugada por la rabia,
intentando contener el llanto. Arrojó la carta falsa sobre el mostrador y recolocándose la ropa
salió a toda prisa de la tienda sin mirar atrás.
—Sarah, por favor, espera… —oyó la voz de su hermana suplicante a sus espaldas. Pero era
tarde, había salido y no había vuelta atrás.
Capítulo 10
Aún no salía de su asombro. Aquel minino le había llevado directamente a ella: la chica en la
que había estado pensando la última semana.
«Soy idiota, he vuelto a no preguntarle el nombre, ¿por qué me pasa esto?». Al menos, ahora
sabía dónde encontrarla, y no pensaba cometer el mismo error cuando volvieran a verse. Pensar
en ello le hizo sentir una emoción picante, efervescente, como si se hubiera tragado un caramelo
Mentos acompañado de Coca-Cola. Aquella chica tenía algo que le atraía como un imán.
Con el gato embutido en la chupa, Declan llamó a la puerta de la pintoresca casa que la
muchacha le había indicado. No tardó demasiado en abrirle una mujer con el pelo rosa, cuyo
parecido con la chica de la carretera no le pasó desapercibido. Sin duda, había parentesco entre
ellas.
—¡Oh, Garfunkel! ¡Lo has encontrado! —exclamó mirando al gato. Declan no tenía claro si le
hablaba a él o al animal, pero cuando los ojos de la mujer se posaron en él, se encendieron de una
sincera alegría—. ¡Qué maravilla!
El irlandés se bajó la cremallera de la chupa y el gato llamado Garfunkel saltó en brazos de su
dueña. La mujer besó la cabeza del animal antes de dejarlo en el suelo, y acto seguido abrazó a
Declan con fuerza, dándole un par de besos sonoros en las mejillas.
—¡Gracias, muchacho! Eres una bendición —dijo apartándose de él, mirándole con
detenimiento sin borrar la sonrisa.
—Ah, no hay de qué —replicó él, algo sorprendido por la repentina efusividad de la mujer—.
Me alegro de haber encontrado al escapista. Es un buen chico, pero tenga cuidado, parece que está
un poco sordo y andaba tirado en medio de la carretera haciendo sus cosas.
—No te preocupes, es muy listo: sabe lo que se hace —replicó ella, agarrándole del brazo—.
Ven, pasa, pasa; te mereces un trozo de pastel, como poco. ¿Cómo te llamas?
—Declan O’Connor —respondió dejando que la mujer le secuestrase.
El olor dulce de una tarta recién horneada hizo que la siguiera por iniciativa propia: amaba los
dulces, y no tenía ninguna prisa por volver a la carretera. De hecho, deseaba quedarse hasta poder
conversar con la chica de los ojos violeta, y aquella excusa era oportuna, y suculenta.
—Yo soy Tabatha, Tabatha Sallow: no quiero que me trates de usted, ni de señora Sallow ni
nada parecido. Soy tía Tabatha. Y tú eres irlandés, ¿no? —preguntó la mujer animadamente,
mientras le conducía hasta la cocina y sacaba un par de platos.
Allí estaba el pastel, aireándose en la ventana, esponjoso y de un color naranja que lo delataba
como un pastel de calabaza. Las tripas de Declan protestaron, siempre dispuestas a recibir más
alimento.
—Sí, ¿cómo lo ha sabido? —preguntó mientras se sentaba en el lugar que Tabatha le señalaba,
y rápidamente se corrigió—: ¿Cómo lo has sabido?
—Por tu acento. Adoro el acento irlandés, además tu apellido te delata —respondió ella,
llevando la tarta a la mesa y cortando un par de pedazos que repartió en sendos platos.
—Vaya, creía que había empezado a perderlo después de comer tantas hamburguesas —
comentó divertido—. Aunque, ya sabe, los McDonald’s son casi paisanos.
El chiste terrible pasó desapercibido a la mujer.
—¿Llevas mucho en Estados Unidos? ¿Estás de paso o vives cerca? —interrogó ella,
poniéndole el plato con la tarta delante y ofreciéndole un tenedor.
Declan lo aceptó agradecido y cortó el primer trozo, esponjoso y suave.
—Llevo dos meses en Estados Unidos, y estoy de paso. En realidad vivo en Irlanda, pero
estoy tomándome un tiempo para viajar con Molly.
Tabatha enarcó una ceja y le miró sorprendida.
—¿Es tu novia?
—Mis hermanos te dirán que sí, pero soy un caballero y nunca haría ciertas cosas con mi
moto.
—¡Qué maravilla! Eres un aventurero. ¿Y a qué te dedicas en Irlanda? ¿Tienes familia?
Antes de responder, Declan se llevó el trozo de pastel a la boca y masticó con placer. El sabor
dulce y suave de la calabaza, el azúcar y la canela le pareció celestial, le traía recuerdos de niñez
y del calor de su propio hogar al otro lado del océano. Sin embargo, no sintió nostalgia, solo una
profunda dicha. Sonrió a Tabatha tras tragar el bocado y se lamió los labios.
—Mi familia tiene una granja, he trabajado en ella siempre, cuidando de los animales, pero
decidí tomarme un respiro hace cosa de un año. No tengo esposa ni hijos, si es a lo que se…,
perdón, te refieres con familia, pero sí tengo un ejército de primos, sobrinos, y todos mis abuelos
están vivos. Podríamos formar varios equipos de hurling.
—Qué hermosa familia, extensa y próspera. La mía no tiene animales, salvo los gatos, pero
cultivamos las tierras alrededor de la casa, tenemos algunos frutales y muchas hierbas para hacer
licores y ungüentos.
Tabatha se había sentado con él y ambos comían tarta mientras conversaban. La mujer había
servido un té, de sabor floral y fresco, que acompañaba al dulce a la perfección. Declan se
encontraba a gusto, como en su casa, y ni siquiera se dio cuenta de que la mujer servía otro trozo
de tarta que también desaparecía rápidamente de su plato.
El rato pasó entre conversaciones, hasta que a Declan le pareció que llevaba demasiado
tiempo allí. Quería ver a la muchacha, aquel deseo le causaba incluso un poco de ansiedad. Tenía
la sensación de que se le escapaba como arena entre los dedos, pero no le parecía que preguntarle
a Tabatha cuándo iba a volver estuviera muy bien, y no estaba seguro de que no fuera a ofenderse
por su interés en ella. A él mismo le parecía bastante locura. «Acamparé en el bosque y vendré a
visitarla en otro momento. Me haré el encontradizo o me inventaré alguna excusa de las mías, pero
no pienso irme sin saber al menos su nombre y hablar con ella».
—Ha sido un placer conocerte, Tabatha. Espero que podamos seguir conversando sobre
plantas, música y psicotrópicos, porque he pensado que voy a quedarme hasta mañana —dijo
cuando la conversación se agotó, levantándose de la silla.
Tabatha recibió la noticia con una enorme sonrisa.
—Me alegro muchísimo de que nos des la oportunidad de conocerte mejor, Declan. Tienes la
mirada amable, y Crimson Falls es muy hospitalaria con la buena gente; ya lo verás.
—Oh, ya lo está siendo —respondió con una sonrisa mientras salían—. Si la amabilidad se
mide en trozos de tarta gratis, este es el pueblo más amable que me he encontrado.
Tras despedirse de Tabatha, se subió a la moto mientras ella esperaba en la puerta de su casa
como si estuviera despidiendo a su nieto. Le dio al contacto, y nada ocurrió.
—Oh… Vaya. ¿Qué te ocurre ahora, Molly? ¿Otra vez los manguitos? ¿O es que tú tampoco
quieres irte? —preguntó a la moto, frunciendo el ceño—. Últimamente estás un poco rebelde.
Volvió a intentarlo, pero la moto solo emitió una especie de tos antes de quedarse en silencio.
Declan se bajó, se quitó el casco y trató de ver qué ocurría, pero no encontró nada fuera de lugar:
los manguitos que James le había arreglado seguían intactos. Se mesó la barba y negó con la
cabeza, preocupado. ¿Qué estaba ocurriendo? Algo le había pasado desapercibido en las
revisiones, eso seguro.
«Son cosas que suceden. Las máquinas a veces se rompen», pensó con cierta desazón,
intentando alejar la culpabilidad.
—¿Se ha roto? —La voz de Tabatha, tan cerca, le hizo dar un respingo. Al volverse la vio allí,
plantada tras él con una sonrisa traviesa—. Hay un taller muy cerca; te ayudo a llevarla.
—No es ne…
—No, no. No admito réplicas. Y como vas a tener que quedarte más días, te quedarás en mi
casa.
La mujer agarró la moto por el manillar y le ayudó a llevarla por la avenida. Declan iba a
negarse, pero luego cambió de idea: si estaba en su casa, seguro que tendría más oportunidades de
ver a la muchacha de los ojos violetas.
—De acuerdo, pero tendrás que dejarme que te lo compense de alguna manera —respondió.
—Me has devuelto a Garfunkel, pero si te parece poco, hay muchísimo trabajo en el jardín por
hacer.
—Trato hecho —respondió más animado. Estar ocupado le gustaba, y así no estaría
preocupándose por la pobre Molly, sola en un taller.
***
Necesitó tomarse un tiempo a solas para calmarse. Necesitó buscar excusas que explicaran lo
que había ocurrido en la tienda de Alice.
«A veces pasan estas cosas por aquí, no hay por qué tener miedo».
No, no era miedo lo que tenía en ese momento, lo que sentía era rabia, y una frustración
terrible la estaba devorando por dentro. No solo no era normal, no solo tenía que convivir con sus
alucinaciones, sus pensamientos oscuros y sus extrañas premoniciones, fruto de una mente
enferma, ahora tenía que aceptar todo aquello como algo que pasaba, una realidad que otros
compartían.
«Porque también están locos», pensó con desazón. «Porque es así: mi madre estaba enferma,
yo estoy enferma, y ellas también. Es algo que está en nuestra sangre. Quien escribió esa carta
tenía razón: estamos malditas. Están malditas».
Durante un buen rato solo paseó a solas por los alrededores del pueblo, reprimiendo las ganas
de gritar y golpear lo primero que tuviera a mano. Terminó sentada en la marquesina abandonada
de una parada de autobús que parecía que llevase siglos en desuso a las afueras del pueblo. Se dio
cuenta de que no pasaba ni un solo coche por la carretera, cuyos baches y desperfectos no habían
sido parcheados jamás.
«No me extraña, ¿quién querría venir a este lugar?». Supo al instante que estaba siendo injusta
con sus impresiones, que se contradecía a sí misma, pero se permitió durante un rato sentir rencor
hacia el mismísimo universo.
Solo una cosa logró calmar ese sentimiento de rabia universal, y fue pensar en el rostro del
motorista. Su imagen llegó a ella como un embrujo, y de forma casi automática sintió que toda la
amargura en su alma se aplacaba. La sonrisa del desconocido se abrió en su mente como un rayo
de sol a través de los nubarrones grises.
—Mierda… Se habrá cansado de esperar —dijo en voz alta, poniéndose en pie al instante.
¿Cómo había podido olvidarlo? Maldijo a Alice y a su propio empeño por hablar con ella y se
dirigió a paso rápido hacia la casa de su tía.
No había ni rastro de la moto en las inmediaciones de la casa, y eso la hizo aguantar la
respiración. ¿Había vuelto a perder la oportunidad de conocerlo? ¿Existía acaso alguien más
idiota sobre la faz de la tierra que ella misma? Disgustada, y sintiendo que la frustración volvía a
treparle desde el fondo del estómago, Sarah abrió la cancela y entró en la casa. Garfunkel estaba
sentado sobre la mesa del comedor y la saludó con un maullido.
—No, está siendo un día de mierda —replicó al animal, que saltó de la mesa y se escurrió
hacia la cocina, maullando insistentemente—. ¿Tienes hambre?
Al entrar en la cocina escuchó el golpeteo de un martillo en el jardín trasero. Un sonido
rítmico y consistente. Su corazón se aceleró. «Es Tabatha», se dijo, pero salió a comprobarlo.
—¡Estás aquí…! —exclamó incrédula.
El pelirrojo, con la camisa de leñador atada a la cintura, el pelo revuelto, el torso desnudo y
el martillo en la mano, se dio la vuelta y le dedicó una sonrisa amplia y sincera. Todos aquellos
sentimientos oscuros y dolorosos desaparecieron de su corazón en un solo instante. No pudo evitar
fijarse en los músculos marcados de su pecho, en la tableta de chocolate, en los brazos fuertes y
robustos que brillaban un poco por el sudor. El atractivo del motorista era terrenal y algo salvaje,
cincelado a base de trabajo, arrebatadoramente viril. Sarah se quedó sin aire y sin palabras
durante un instante.
—Sí, estoy aquí, leñadora —dijo con una risa agradable. Su voz era como la caricia del
terciopelo, suave y grave. Tenía una cualidad calmante. Ella era la fiera, y esa voz la música que
la apaciguaba, aunque aquel cuerpo de infarto estuviera arrebatándole la cordura—. Tu tía
necesita ayuda con algunas cosas en la casa, así que me ha ofrecido un trato: arreglaré algunas
cosas a cambio de unos días de estancia.
—¿Vas a quedarte aquí? ¿En casa de tía Tabatha? —dijo controlando el tono de su voz para no
sonar tan entusiasmada como se sentía.
—Sí, eso parece. Mi moto está averiada y en el taller me han dicho que las piezas tardarán un
poco en llegar —explicó encogiéndose de hombros. Un rizo pelirrojo le cayó sobre la frente y se
lo apartó con un gesto distraído.
Sarah parpadeó.
—Ah… Lo dices como si no fuera un contratiempo.
—No lo es: me ha ahorrado buscar un pretexto para quedarme, aunque me apena por Molly,
hubiera preferido otra clase de excusa —respondió el pelirrojo dejando el martillo sobre la valla.
Se limpió las manos en un trapo que colgaba de su cinturón de cuero y se acercó a ella.
«¿Un pretexto para quedarse?». Se preguntaba por qué necesitaba excusas. ¿Era por ella?
¿Estaba flirteando?
La mirada de sus ojos verdes era hipnótica y profunda, tan intensa que Sarah pensó que iba a
besarla, pero se quedó quieto al llegar a su altura. Su perfume le llegó claro, olía a sudor limpio, a
tierra mojada, a hierba recién cortada. El vello de la nuca se le erizó. De nuevo tuvo la sensación
de que el tiempo se ralentizaba, como si en presencia de aquel hombre se volviera algo maleable,
que se expandía o contraía a su antojo. Vio como se lamía los labios, dubitativo, y se pasaba una
de sus fuertes y nervudas manos por el pelo para que dejase de caérsele ante la cara.
—¿No tienes prisa por regresar a ningún sitio? —preguntó, sintiendo que comenzaba a faltarle
el aire.
—No, la verdad es que no. Irlanda lleva ahí miles de años, o millones, no sé, y el resto del
mundo también —respondió él con una sonrisa cálida que ensombrecía al mismo sol de primavera
—. Creo que quedarme por aquí está bien, de momento. ¿Sabes esa sensación que uno tiene a
veces de estar exactamente donde debe estar? Pues es lo que me ha pasado al llegar a este pueblo.
Por primera vez en su vida, Sarah fue capaz de comprender lo que aquella frase significaba:
no deseaba estar en ningún otro sitio. No pensaba en nada, solo en ese instante, en lo que tenía
delante, en lo que sentía en lo profundo de su ser. Fue más consciente que nunca del aquí y el
ahora.
—¿Quieres tomar un café? —dijo de pronto, y el hombre asintió. Los dos se quedaron en
silencio varios segundos, mirándose como si en realidad quisieran hacerse otra pregunta. Como si
sobraran las palabras.
—Tres, incluso…. —respondió él al fin, ensanchando la sonrisa. Solo entonces pareció darse
cuenta de que estaba medio desnudo y se puso la camiseta, para disgusto de Sarah—. Oh, vaya,
disculpa, qué maleducado.
Le dio la espalda y tomó aire, llenándose los pulmones. La ansiedad que sentía era muy
diferente a la sensación asfixiante y opresiva que solía significar: era como tener el pecho relleno
de algodón de azúcar, como si algo suave y agradable le hiciera cosquillas desde dentro. Era una
sensación tan nueva que Sarah era incapaz de definirla o reconocerla siquiera. Y que, desde luego,
jamás había sentido por un desconocido.
Mientras preparaba el café, de espaldas a él, intentó entablar conversación, sintiendo aquella
atmósfera eléctrica y agradable que se formaba entre los dos cuando coincidían.
—Entonces, ¿estás arreglando el jardín?
—Hago lo que puedo. La verdad es que creo que tu tía tiene más confianza en mis capacidades
de lo que sería saludable. Se me da bien arreglar cosas y hacer chapuzas, pero no sé cómo
demonios se deshoja el laurel, ¿tú sabes deshojar laurel?
—No, todavía no —rio ella —. ¿Te ha puesto a deshojar laurel?
—Entre otras cosas. Tiene una larga lista de tareas, y creo que sobre la marcha se le van
ocurriendo más. Creo que cuando me vaya de aquí dejaré una presa terminada, y una réplica de la
Torre Eiffel.
Ella se sentía ligera, relajada y a gusto con su humor sencillo y agradable. Notaba la mirada
de Declan sobre ella, pero al contrario que con otros hombres —la gran mayoría—, no se sintió
incómoda, juzgada ni desnudada por aquellos ojos del color de la hierba, a pesar de que su
atención era constante e intensa. En cambio, sintió una confianza desconocida, una intimidad que
se fraguaba en cada palabra que compartían. Un magnetismo que ambos parecían esforzarse en
ignorar. El extraño le contó sobre su viaje, le habló de los lugares que había visitado, y de la
impresión agradable que tenía en aquel rincón del mundo; Crimson Falls. Regó todo aquello con
comentarios tontos que la hicieron reír casi sin darse cuenta.
—Es como si el tiempo se hubiera detenido —comentó mientras removía distraídamente los
restos del café que habían quedado en su taza. Se habían sentado en la mesa y apenas apartaban la
mirada el uno del otro—. He estado en muchos sitios este último año, pero en ninguno he sentido
lo que siento aquí. Es como otro mundo. ¿Tú vives aquí, con tu tía? —preguntó mirándola con
curiosidad.
Sarah no sabía si hablaba con segundas intenciones, quería decirle que sentía lo mismo, que,
de hecho, el tiempo se había detenido varias veces para ella, y no había sido por culpa del pueblo,
pero decidió responder a lo que le preguntaba.
—No, yo también estoy de paso. Vivo en Nueva York, estoy estudiando derecho… Tabatha me
envió una carta cuando mi abuela murió, y vine para el funeral —resumió. No quería contarle los
pormenores, aunque no era por miedo, simplemente no le apetecía pensar en Alice ni en todo lo
demás.
—Vaya… —La expresión del pelirrojo cambió por completo, sus ojos se ensombrecieron,
como si aquella noticia le entristeciera sinceramente—. Lo siento mucho, debe haber sido duro.
—Lo está siendo, la verdad. Mi familia es un poco complicada y tenemos cosas por solventar
—dijo suspirando.
—Todas las familias son complicadas, pero si hay cariño, no hay nada que no pueda
solventarse, de eso estoy seguro. Yo tengo cinco hermanos, y no siempre nos hemos llevado todos
bien, pero al final siempre nos hemos arreglado.
—¿Cinco hermanos? —preguntó sorprendida.
—Sí, mis padres necesitaban mano de obra barata para la granja —bromeó. Al ver que Sarah
le miraba perpleja, tuvo que aclararlo—. No, no es verdad. Mis padres se adoran, y nos adoran.
Somos fruto de la adoración sin medida… y sin anticonceptivos. Ya sabes, el tópico de los
irlandeses católicos pariendo como conejos a veces se cumple.
Sarah rio. No se imaginaba lo que debía ser tener cinco hermanos, pero sintió cierta envidia
por lo que las palabras de Declan traslucían. Su familia parecía maravillosa.
—Yo no sabía que tenía una hermana hasta que vine aquí… —respondió sin darse cuenta.
—Eso sí es una sorpresa. Bueno…, tu tía parece una mujer afable y buena, y si os parecéis
entre vosotras, seguro que tu hermana es una mujer maravillosa y lo acabáis arreglando…
«¿Acaba de decir que soy maravillosa». El corazón se le aceleró de nuevo en el pecho.
—Yo… La verdad es que…
El pitido del móvil la distrajo. Había olvidado por completo que lo llevaba encima. Y cuando
miró de quién eran los mensajes que estaban entrando, se dio cuenta de que se había olvidado de
algo más.
¿Estás bien?
¿Hola?
Estoy preocupado. Dime algo cuando estés libre.
¿Ha ido todo bien?
«Barnaby». Se sintió fatal. Le había dejado solo aquella mañana en el motel diciéndole que
volvería tras hablar con su hermana, y simplemente se había olvidado de él, absorta como estaba
en la conversación con el pelirrojo. Se puso nerviosa y abandonó su silla, mirando la hora
agobiada.
—Es tardísimo, y ni hemos comido… —dijo atropelladamente. De repente, se dio cuenta de
que todo aquello era una locura, ¿por qué estaba sintiendo aquella confianza con alguien a quien ni
siquiera conocía? ¿Por qué tenía el impulso de contarle todos sus problemas y lanzarse en sus
brazos para que la consolara? Era tan absurdo que la avergonzaba—. Tengo que irme. Tabatha ya
debería estar aquí, creo que dejó comida hecha, por si tienes hambre.
Guardó el móvil en su bolso y se apresuró a salir de la cocina, sintiéndose inquieta y ridícula.
Era una amiga de mierda, había dejado a Barnaby solo, reconcomiéndose, mientras ella ligaba con
un tipo al que acababa de conocer. «¿Ligar? Yo no estaba ligando», se dijo, intentando sentirse
menos culpable.
El irlandés se puso en pie e intentó detenerla, pero cerró la mano en el aire a medio camino,
dubitativo.
—¡Espera! Un momento, dime al menos cómo te llamas —dijo en un tono que rozaba la
súplica.
Sarah se volvió y le miró. Se lamió los labios, nerviosa. «Ni siquiera sé su nombre, ¿por qué
no se lo he preguntado?».
—Sarah, me llamo Sarah.
—Yo soy Declan —respondió él, y le tendió la mano.
Sarah observó sus dedos largos, los tendones marcándose bajo la piel. Tenía manos de
artesano, o de artista. Dudó. Sintió miedo de tocarle, aún recordaba la descarga eléctrica que
había sentido la primera vez que se vieron, cuando le chocó la mano estúpidamente. Pero
finalmente lo hizo: la agarró y se estrecharon las manos con una calidez inusitada, mirándose a los
ojos. De nuevo ocurrió. Aquella súbita descarga, la vibración intensa.
Entonces se vio besándole bajo el sol del verano. Escuchó risas infantiles, el olor a hierba
tierna y tierra mojada llenó sus sentidos: era su olor, y un sabor dulce y amargo acudió a sus
labios. Sabía que era el sabor de sus besos, los que aún no había probado, los que ansiaba
paladear.
Aquellas sensaciones intensas y reales la aterrorizaron. Le soltó de pronto, como si sus
preciosos dedos quemaran, y salió precipitadamente, dejando atrás a Declan con el rostro
desencajado por la sorpresa.

La habitación del motel estaba en penumbra cuando llegó. Al entrar, le pareció que Barnaby,
sentado en la cama, la miraba con reproche. En su cara no había rastro de aquella sonrisa que la
encandilaba, sino una máscara fría que la hizo sentir aún peor. Sus ojos de muñeco estaban fijos
en ella.
—¿Qué ha pasado? —preguntó poniéndose en pie, y dirigiéndose a ella.
—He discutido con Alice… —respondió, ocultándole la verdadera razón por la que había
olvidado que iba a comer con él.
«Eres una embustera, y peor amiga», se dijo.
Barnaby se acercó hasta agarrarla por los brazos, sus dedos estaban tensos, no le hizo daño,
pero Alice sintió un escalofrío desagradable.
—Ha pasado algo más, ¿verdad? —Al preguntar, su voz se volvió melosa. De cerca, Sarah
comprobó que la expresión de su amigo no era fría, ni de enfado, sino de preocupación.
—Sí… —suspiró—. No sé qué ha pasado… Nos hemos gritado y… las luces han estallado.
No me lo he imaginado, Alice también lo ha visto. Creo que ha sido mi culpa.
—¿Qué? ¿Cómo va a ser eso tu culpa? Ha sido una mala casualidad —dijo Barnaby
agarrándola con suavidad por el mentón para mirarla bien—. ¿Estás angustiada por eso?
—Sí, la verdad. Alice ha reaccionado como si fuera normal… Como si…
—No le hagas caso. Esa chica debería encargarse de su salud mental y ser responsable, como
tú.
—¿Como yo?
—Sí, tú no justificas las cosas, ni buscas explicaciones extrañas. Sabes que ciertas cosas están
en tu cabeza, y sabes cómo controlarlas. ¿Estás tomando la medicación?
Sarah se avergonzó por haber pensado ciertas locuras. Apartó la mirada de Barnaby, pero este
la obligó con delicadeza a mirarle, observándola preocupado.
—Sí… Sí, claro. Es solo eso, lo de siempre; estoy chiflada y es de familia.
—Sarah, no estás loca, solo tienes problemas, y todo el mundo tiene problemas. Tú te haces
cargo de ellos, y lo mismo debería hacer la histérica de tu hermana, buscarse un psicólogo o algo.
No le gustó que hablara así de su hermana, pero una parte de ella no podía evitar pensar que
tenía razón. Alice no se había portado bien con ella, y tal vez estaba aprovechando lo que había
ocurrido en la tienda con alguna intención que se le escapaba: asustarla para que se fuera, o
atormentarla.
—No quiero pensar más en ello… —dijo bajando la voz.
—No tienes por qué hacerlo… —susurró Barnaby, acercándose a ella hasta que rozó su boca
con los labios. Sarah sintió un escalofrío de deseo reptar desde su bajo vientre. Cuando empezó a
besarla, la sensación se volvió líquida y ardiente.
La lengua cálida de Barnaby se deslizó entre sus labios, su sabor era denso, como el de un
licor demasiado fuerte, le llenaba los sentidos, anegándola de un deseo pegajoso que vaciaba su
mente de pensamientos.
El destello de unos ojos verdes, de una sonrisa franca y una voz grave y aterciopelada cruzó
por su mente como un rayo, y algo dentro de ella se revolvió. No quería sentir aquella excitación,
y el rechazo hizo que empezase a faltarle el aire.
—No… No —susurró empujándole, poniendo toda su voluntad en negarse—. Necesito tomar
el aire, Barnaby.
Vio la decepción en sus ojos cuando se apartó de ella y la soltó, pero pronto la sonrisa volvió
a sus seductores labios.
—Tengo una idea: haremos un picnic en el bosque. ¿Qué te parece?
Sarah suspiró aliviada y le abrazó en un impulso, apoyando la cabeza en su hombro. Era una
mala amiga, sentía que se estaba aprovechando de él a muchos niveles, y ahora para colmo le
negaba el sexo. Barnaby le acarició el pelo y la estrechó entre sus brazos con un ademán extraño.
Sarah quería que la apretase contra su cuerpo, que le demostrase que podía contar con él, pero
aquel abrazo le pareció frío y ortopédico, como si solo emulase algo que había visto hacer a
otros.
—Gracias, Barnaby. Te lo compensaré…
—Estoy seguro —respondió él con una risilla.

Eran casi las cinco de la tarde y el sol brillaba aún con fuerza. A esas alturas del año, los días
ya comenzaban a alargar, y podían permitirse sentarse cerca del río para comer. Se comieron los
sándwiches fríos comprados de la tienda de ultramarinos de Crimson Falls sobre una de las
mantas del motel que tomaron prestada en secreto.
—Por este exquisito momento —dijo Barnaby, alzando el bote de Coca-Cola para brindar.
Sarah no estaba segura de si estaba haciendo una broma o siendo sarcástico. Allí, sentado en
medio de la naturaleza sobre una manta de color rosa, su amigo parecía completamente fuera de
lugar con su camisa de ejecutivo y sus pantalones blancos. Su perfección resultaba inquietante en
aquel entorno orgánico y caótico, como si no fuera más que un muñeco al que alguien hubiera
sentado en una postura perfecta.
—Por la paciencia que tienes —dijo al fin, chocando su bote con el de Barnaby, que sonrió de
medio lado y negó con la cabeza.
—Te mentiría si te dijera que lo de hoy me ha gustado; pero lo comprendo.
—No soy una buena compañía cuando estoy enfadada, prefería estar sola —mintió.
Declan volvió a su mente, podía imaginárselo allí sentado, con su camisa de leñador
remangada hasta los codos y su sonrisa serena, disfrutando de aquel mísero sándwich como si de
un verdadero manjar se tratase.
—También comprendo que uno se olvida de cosas básicas como el Whatsapp cuando está
enfadado —añadió Barnaby. Su tono era tan ambiguo que a Sarah le costó saber si estaba
enfadado o molesto, o solo bromeaba—. Pero es cierto que me has preocupado. Y sigues
haciéndolo, creo que este lugar no te hace bien; no te veo feliz aquí.
—¿Y qué quieres que haga? —inquirió algo molesta. Aquello no era una novedad—. Tampoco
lo soy en Nueva York.
—Allí tienes tu vida, y oportunidades. Deberíamos volver y olvidarnos de todo esto. Las
cosas ahora serán diferentes… Me tienes a mí, ¿no?
No le apetecía hablar de eso, solo quería descansar un rato, disfrutar del maldito picnic y
tratar de poner orden en su cabeza, pero Barnaby tampoco estaba por la labor. Dejó el refresco a
medio terminar a un lado y suspiró con fastidio. Aún no quería volver, y menos después de…
—¿Por qué no me besas y te callas? —soltó de pronto. Tal vez estaba siendo injusta, él se
preocupaba por ella, pero le había pedido algo sencillo, y estaba cansada de tratar de interpretarle
y sentirse mal. No quería hablar de aquello, solo quería distraerse, y aquella era la única manera
que se le ocurría de que su amigo se distrajera también.
Barnaby no discutió ni hizo un solo comentario. Dejó el bote junto al de Sarah y se inclinó
sobre ella, besándola como si en realidad hubiera estado esperando esa orden desde que se
sentaron. Pronto aquel placer narcótico que le provocaba empezó a derramarse por sus venas,
como si todos los nervios de su cuerpo, especialmente los de su sexo, estuvieran conectados a sus
labios. Barnaby la besaba metódico y hambriento, succionando su boca y saboreándola con un
descaro que le robaba el sentido.
Ya sabía que con él las cosas escalaban rápido, y no se extrañó cuando una mano exploradora
le abrió el cierre de los tejanos y se metió bajo su cinturilla. Los dedos cálidos pronto encontraron
lo que deseaban, y un escalofrío de necesidad y excitación hizo que Sarah se sacudiera atrapada
en el beso. Era un deseo extraño, desesperado y oscuro. En su interior algo se rebelaba a él: ella
le había pedido que la besara, ella quería todo aquello, pero su mente voló hacia otro momento,
recordó la sonrisa de Declan, lo que había sentido al tocarle, y el malestar amenazó con mandar al
traste con aquel momento.
Empeñada en no volver a disgustar a Barnaby, Sarah le besó con más ganas y comenzó a
abrirle la camisa. El beso se volvió profundo, y cuando el becario liberó sus labios para bajar por
su cuello, Sarah resolló casi asfixiada y echó la cabeza hacia atrás. La boca de Barnaby en su
cuello le erizó la piel, sus dedos resbalaban entre sus piernas, diestros, frotando la piel ya húmeda
de su sexo.
«No pienses en nada más», se dijo, apoyándose sobre los codos y arqueándose hacia atrás
para ofrecerse a él.
Cometió el error de abrir los ojos. Un rayo de sol la cegó por un momento, pero la vio con
claridad, entre los árboles, mirándola y negando con la cabeza. Había una mujer allí, una anciana
con el pelo blanco y largo, señalando con gestos urgentes hacia el bosque.
«Abuela…». Lo supo. No era solo que hubiera visto sus fotos. Es que sabía quién era aquella
mujer. La habría reconocido en cualquier lugar.
—Para… ¡Para! —Sarah empujó a Barnaby, que la miró entre perplejo y enfadado.
No podía tenerle en cuenta en ese momento. Cuando la mujer desapareció entre los árboles,
ella se puso en pie y corrió tras ella sin mirar atrás.
—¡¡Sarah!! —gritó Barnaby.
La foresta la engulló. Apenas escuchó la voz que gritaba su nombre. Corrió apartando ramas y
arbustos, sin importarle si estos la arañaban. Veía a Agnes aparecer por delante de ella,
marcándole el camino, abriéndose paso entre los árboles hasta detenerse en lo alto de un pequeño
promontorio. El río transcurría por debajo, como si hubiera partido en dos un pequeño montículo
de roca.
—¿Abuela?
La mujer la miró, pero no dijo nada. Levantó un brazo, extendió un dedo y señaló hacia el otro
lado. Allí había un hombre. De alguna manera, Sarah sabía que allí no había nadie, pero le estaba
viendo, era real, y estaba aterrado. Detuvo su carrera y miró en su dirección sin verla: parecía
buscar una salida. Entonces Sarah vio de qué huía: una bandada de pájaros negros brotó de entre
los árboles como si fuera una espesa humareda. Las aves chillaban más que graznar, y se lanzaron
en bandada contra él.
—¡No! ¡Dejadle! —gritó, pero nada cambió.
La escena se desarrolló ante ella sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Los pájaros
golpearon al hombre, le picotearon y se estrellaron contra su cuerpo hasta que le hicieron caer
rodando por el promontorio. El cuerpo cayó como un muñeco desmadejado, golpeándose contra
las rocas hasta que el caudal del río, rápido y profundo, lo arrastró en su curso.
Agnes desapareció. Los pájaros se esfumaron, y ella se arrodilló, cubriéndose los oídos con
los puños y cerrando los ojos con fuerza.
«Otra vez no», pensó, desesperada. Creía haber enloquecido definitivamente, haber perdido
por completo el control.
No estás sola… No estás loca.
El viento parecía traer las palabras como una caricia. Era la respuesta; exactamente lo que
necesitaba escuchar.
«A veces pasan estas cosas por aquí, no hay por qué tener miedo», recordó.
—Alice…
***
Ya anochecía cuando Declan terminó de lijar la valla. Había sido una tarde productiva, el
pequeño jardín delantero tenía las verjas y vallados listos para una mano de pintura, y el trasero
iba a buen ritmo. El día siguiente lo invertiría terminando el cercado y haciendo algo de
jardinería: Tabatha tenía algo descuidadas las plantas, que crecían salvajes, sin orden ni concierto
en ambas zonas ajardinadas. Aquello no se lo había pedido, era una de las pocas cosas que no
estaban en su lista, pero Declan no tenía inconveniente en entretenerse con cualquier cosa que le
hiciera prolongar el trabajo y quedarse más tiempo allí.
Estaba a punto de recoger las herramientas y entrar en casa cuando escuchó a las mujeres
conversar de camino al gran árbol en la linde del bosque. Declan estaba tras la valla, en la parte
que daba a la foresta. Pensó en salir y delatar su presencia, pero al escucharlas, no quiso
interrumpir.
—Te arrancaron muy pronto de tus raíces, es normal que ahora te sientas perdida, y que no
entiendas nada. —Era Tabatha la que hablaba.
«No debería estar escuchando esto, parece íntimo», pensó, pero precisamente por eso, para no
interrumpir y por una fuerte curiosidad que necesitaba saciar, Declan se sentó en el suelo y apoyó
la espalda en el cercado. Esperaría a que terminasen para irse.
—Claro que no lo entiendo. Es... es una locura.
«Algo le ocurre», pensó con desazón, recordando la huida que Sarah había protagonizado
aquella mañana. Los vio claros en sus ojos, el miedo y la angustia que la atenazaban, que la
alejaron de él sin previo aviso. No sabía qué había provocado las heridas en el alma de aquella
chica, pero las había atisbado con claridad.
—No ha sido una alucinación. —No conocía a la que ahora hablaba y que había entrado al
jardín acompañando a Sarah, pero su voz sonaba comprensiva—. Mi padre murió en el río. La
abuela ha querido que lo veas por alguna razón.
—Eso es una locura… —repitió Sarah, con la voz débil y temblorosa. Había estado llorando,
Declan lo supo al instante y de pronto sintió unas inmensas ganas de salir de su escondite e ir a
abrazarla, impulso que reprimió al instante—. Es imposible, la abuela está muerta, y yo sé muy
poco de él…
Declan frunció el ceño, sorprendido por lo que acababa de decir. Tal vez se había perdido
parte de la conversación y no entendía bien de qué hablaban, pero no parecía una situación
normal. No obstante, estaba más que acostumbrado a ese tipo de conversaciones, no venía de un
entorno precisamente escéptico o urbanita. Su propia familia, en Kilkenny, tenía cientos de
historias extrañas que contar sobre espíritus y seres feéricos. Él mismo era protagonista de hechos
inexplicables: lo que le había impulsado a viajar era uno de ellos, así que escuchó sin juzgar.
—Vas a necesitar tiempo para comprenderlo, y para aceptarlo, Sarah —dijo Tabatha—. Pero
deja de pensar que estás loca; nunca lo has estado. Y tampoco estás sola, ya no, y nunca más.
—Yo… No sé qué pensar, todo esto está siendo demasiado para mí —replicó Sarah—. ¿Ya no
quieres que me vaya?
—Siento haberte dicho eso… Estaba enfadada, pero he estado pensando y lo que pasó también
fue injusto para ti. Tú no tuviste la culpa de nada, y te creo: sé que tú no escribiste esa carta, eras
demasiado pequeña, y debí haberlo pensado al recibirla. Lo siento, siento haberte tratado así.
—No… Yo siento… —la voz de Sarah se ahogó en un llanto.
Declan no entendía a qué se referían, pero recordó lo que Sarah le había contado sobre su
familia: parecía que estaban solventando sus cosas, y eso le reconfortaba. Eran meros
desconocidos, no tenía por qué sentirse bien por aquello, pero se alegraba honestamente. Estaba
ocurriendo algo allí, y tal vez por eso su senda se había desviado. Puede que, precisamente,
aquello fuera todo menos un desvío.
«Sí, claro, estás aquí para ayudar a la chica de ojos violetas que, casualmente, solo
casualmente, te gusta muchísimo. Eres único inventando excusas», se dijo. Pero se encogió de
hombros y aceptó con naturalidad esa doble moral. Una cosa no quitaba la otra.
Guardó silencio, pero durante un largo rato solo se escuchó el llanto ahogado por un abrazo y
los susurros de consuelo de las mujeres que la acompañaban, pidiéndose perdón, y dándose las
gracias. A Declan se le empañó la mirada, y se frotó los ojos tras el vallado.
—Venga, entrad en casa —dijo Tabatha—. Prepararemos una cena rica y escucharemos
música. No hay penas que la comida y la música no puedan consolar, chicas.
Escuchó los pasos alejarse y se puso en pie poco a poco, asomando por encima de la valla
para comprobar que ya no estaban. Sarah y la otra chica ya entraban en casa, pero se encontró con
la mirada de Tabatha puesta en él.
—Vamos, estarás hambriento —dijo con una sonrisa cómplice.
—Ah, hola. Estaba... deshojando el laurel —dijo sacando un puñado de hierbajos con una
sonrisa como escudo.
—Sí, claro. Anda, deja esa mata de tomillo y ven, tienes que conocer a Alice. Si vas a
arreglar nuestro jardín, debes conocer a nuestra familia.
Declan asintió y saltó la valla ágilmente.
—Se me hizo violento interrumpiros —se explicó, aunque Tabatha no quisiera explicaciones
—. ¿Qué le ocurre a Sarah? ¿Está bien?
—Ahora mismo, no, pero lo estará. La ayudaremos a sanar —respondió ella agarrándole del
brazo y caminando hacia la casa—. Solo necesita paciencia y apoyo.
Cuando entraron en la cocina, el rostro de Sarah se iluminó al mirarle. Él sintió que el corazón
se ensanchaba en su pecho y la sensación efervescente en su estómago volvía a estallar, enviando
una vibración estática hacia sus dedos. Tabatha le presentó a Alice, y supo que eran hermanas al
tenerlas cerca: el parecido era innegable, aunque Alice tenía el rostro más anguloso y una
expresión más seria.
—Venga, hay que hacer la cena, Alice, ayúdame; vosotros dos, a poner la mesa —les exhortó
Tabatha.
Sarah se frotó los ojos y esbozó una sonrisa, yendo junto a él para ayudarle a buscar la vajilla.
—Siento la estampida de antes —le dijo—. Olvidé que había quedado para comer con un
amigo.
—No hay nada que disculpar. Al revés, seguro que tengo que disculparme yo por haberte
entretenido con mi interesantísima conversación —bromeó él.
Solo entonces se preguntó si Sarah tendría pareja o algo semejante. Aún no sabía qué pasaba
con ella, no la conocía en absoluto, pero debía admitir que aquello sería una enorme desilusión.
«No nos precipitemos», se dijo. «Solo quiero conocerla, conversar. Hay que tomarse esto con
calma».
—En realidad fue una conversación muy agradable. Me alegro de que se te rompiera la moto
—dijo ella con una suave sonrisa, mirándole de reojo mientras colocaban los cubiertos sobre la
mesa.
Estaban cerca, tanto que al colocar los tenedores casi le rozó la mano cuando ella dejó un
vaso sobre el tapete.
—Pobre Molly, no te alegres por ello, debe estar sufriendo, solita en el taller.
—Solo es una máquina… —dijo ella con una suave risa.
Declan se sintió bien al escucharla reír, y más después de haberla oído llorar. Sin embargo,
fingió indignación.
—Pero, ¿cómo te atreves? Menos mal que no está aquí y no te oye; eso ofendería sus
sentimientos.
Se dio cuenta de que los ojos de Sarah se iban desinflamando. Parecía tranquila y en sus
labios, aunque cansada, permanecía la sonrisa que había despertado en ella y que le iluminaba la
mirada.
«No sé lo que le ocurre, pero no se merece otra cosa que esa sonrisa», pensó, sintiéndose
blando y fuerte al mismo tiempo.
—Vamos a por la comida, creo que el hambre te está haciendo desvariar —replicó la chica,
apartando la mirada de él y yendo hacia la cocina.
Se pasó la mano por el pelo y suspiró antes de seguirla.
Juntos, acompañados por la música de Led Zeppelin que Tabatha puso en un viejo tocadiscos,
terminaron la cena y compartieron una velada agradable de música y charla que ahuyentó todos los
fantasmas de aquella pintoresca casa.
Capítulo 11
La anodina salmodia del televisor encendido copaba la nada en la habitación de motel. En otra
ocasión aquel montón jugoso de telebasura le habría satisfecho, pero aquella noche no. Barnaby
era consciente de que algo se estaba torciendo en su misión. Si bien nada más llegar a Crimson
Falls descubrió que Sarah estaba receptiva y a merced de sus tramas, ahora ya no las tenía todas
consigo. Parecía que cada nuevo intento por atraerla de vuelta a Nueva York no hacía más que
alejarla de la meta final.
Una rubia chismosa, lloraba y gritaba en la pantalla del televisor de tubo a un tipo con bigote,
que se sentaba ufano en la butaca del plató. Barnaby, al borde del enfado, miraba la pantalla con
ojos muertos. La rubia dijo algo ininteligible entre lágrimas, sorbiendo a la vez los mocos por la
nariz. Se regodeó en la amargura de aquella chica a cientos de miles de kilómetros de distancia.
El dolor ajeno siempre era reconfortante. Con un gesto travieso levantó la mano derecha. Estaba
tirado en la cama, royendo patatas fritas de una bolsa abierta a su lado. Con soltura hizo chasquear
los dedos medio y pulgar, el sonido rebotó en la habitación a pesar del volumen alto del televisor.
De pronto, el tertuliano del bigote dio un respingo en el sofá de sky en el que estaba sentado,
preso de una repentina revelación. Atusándose el mostacho, espetó a la rubia un comentario
hiriente, pero certero, sobre alguno de sus amantes del pasado. La otra enmudeció de pronto. Con
los ojos desorbitados, en su cara se leía: «¿Cómo es posible que sepa eso?». Hubo una ovación
general proveniente del público y después el silencio. La rubia se echó a llorar, esta vez de
verdad.
El sufrimiento de los demás era placentero, pero el dolor auténtico era un bálsamo. Barnaby se
sonrió satisfecho.
—Lo arreglaré —murmuró para sí mismo.
La soledad le devolvió nada y volvió a sentirse inquieto. Sería mejor que Sarah no decidiese
desafiarle. Había prometido a Lockwood traerla de una pieza, pero usaría todos los medios a su
alcance para completar su cometido. No le tocaría ni un pelo, eso era cierto. No estaba dispuesto
a que su jefe descubriese un solo rasguño en su pequeña mascota y se jodiese así el brillante
futuro que Barnaby era capaz de vislumbrar para sí mismo. Pero también era verdad que las
heridas en el alma eran más difíciles de ver, y que él usaría todos los medios a su alcance para
llevar a Sarah de vuelta a la ciudad. Barnaby, de nuevo levantó la mano y chasqueó los dedos a la
vez que se llevaba un buen puñado de patatas fritas a la boca. En el televisor una nueva oleada de
vergüenza y chismorreo se desató. Aquella noche, el programa de cotilleos del canal cinco tendría
su mayor índice de audiencia de la temporada.
Se sonrió satisfecho.

Después de una noche prácticamente en vela, Barnaby paseó aparentando tranquilidad hacia la
casa familiar de las Sallow. Sabía que Sarah había pasado la noche allí. Pensaba volver al ataque,
no con un picnic, pero sí le propondría desayunar juntos. Incluso estaba dispuesto a que ella
planificara el día. No importaba en aquel momento, improvisaría sobre la marcha. Mirándose de
reojo en cada ventana y cristal a lo largo del camino, sabedor del buen aspecto que tenía a pesar
de haber dormido poco, llegó hasta la blanca y enorme casa en la que Sarah se resguardaba.
Atravesó el jardín a zancadas. La primera vez que estuvo allí le pareció mugriento y descuidado,
en cambio, ahora lucía mucho más pulcro, aunque la vegetación se le seguía antojando salvaje y
sucia. Un par de gatos salieron bufando a su paso entre los matorrales y parterres. Por fin, con los
dos pies a salvo en el porche de madera, llamó al timbre. Tras la puerta oyó con claridad unos
pasos pesados y decididos ir en su dirección. Los pelos de la nuca se le erizaron como
advertencia e hizo un gran esfuerzo por no mudar el gesto de donjuán de su rostro. Abrieron la
puerta, y la habitual sonrisa pedante de Barnaby se quedó congelada en su boca. Un pelirrojo alto,
de ojos verdes y brazos fuertes le miraba desde el interior de la casa. Al instante el becario supo
que aquel era su enemigo. Estaba envuelto por un aura brillante, esa que solo los de su clase y los
iniciados podían ver, esa que delataba al adversario.
—Buenos días —saludó Barnaby, seguro de que su identidad seguía enmascarada. A pesar de
que quiso sonar cordial su voz fue como un siseo grave.
El pelirrojo le saludó con un movimiento de cabeza, pero no le devolvió la sonrisa. No había
que ser muy avispado para adivinar que aquellos dos hombres no se gustaban.
—Hola, ¿qué quieres? —La voz del tipo sonó cortante, como un hachazo.
—Vengo a buscar a Sarah —siseó de nuevo el becario mientras, tenso, se llevaba las manos a
la espalda. Obtuvo silencio como respuesta—. ¿Vas a quedarte ahí como un pasmarote?
El hombretón abrió la boca para responderle, Barnaby sabía que no sería nada agradable por
la expresión molesta de él, pero no llegó a pronunciar una palabra cuando le interrumpieron.
—¡Barnaby! —La voz de Sarah llegó hasta el becario desde dentro de la casa.
El muchacho ensanchó la sonrisa, estirada y tensa. El pelirrojo, que seguía mirándole desde
arriba, torció el gesto con desdén. Sarah dio unos pasos hasta salir de la casa, situándose entre los
dos hombres.
—Este es Declan —informó Sarah a su amigo, posando la mano sobre el hombro del
pelirrojo. Para Barnaby tampoco pasó desapercibido el cambio en la inflexión de su voz al
nombrarle—; es un invitado de mi tía.
Barnaby inclinó la cabeza a modo de saludo y, de nuevo, obtuvo la nada como respuesta por
parte del intruso, que ni siquiera hizo ademán de estrecharle la mano.
—Me dejaste preocupado ayer —dijo el becario impostando el tono, fijando su mirada en
Sarah e ignorando deliberadamente al pelirrojo—. Necesitaba saber que estabas bien. Cada vez
estoy más seguro de que este ambiente no te favorece.
—Eso no es… —murmuró Sarah incrédula.
—Vamos, mírate —la cortó Barnaby, asiéndola por los hombros, obligándola a mirarle
directamente e ignorar al otro—. Estás nerviosa y perdida. No estás sola, Sarah, sé que ahora lo
piensas, pero yo estoy aquí. Ya te lo dije.
—¿Por qué no la dejas hablar? —preguntó abruptamente el tal Declan, en tono abiertamente
hostil y dando un paso hacia él. Estaba tenso, pero Barnaby esquivó su mirada con soltura y le
ignoró.
—Declan, no es necesario —intervino Sarah, deteniendo al pelirrojo al instante y moviendo
los hombros hacia atrás para liberarse de las manos del becario—. Barnaby, tan solo ha sido una
crisis, en Nueva York también las tenía.
—Aquí solo llevas unos días y ya te está afectando —volvió a la carga con aquella fingida
preocupación en la voz—. Al menos en casa están quienes te pueden ayudar: el doctor, tu padre.
Sarah, quizás deberíamos pensar en volver, no estás bien.
La tensión que se fraguaba entre los dos hombres ahora era pegajosa y asfixiante. En el porche
de la casa Sallow apenas se podía respirar. Los tres quedaron unos instantes en silencio, con
cuerpo y mente tensos. Barnaby tuvo la certeza de que cualquier movimiento en falso podría hacer
que todo el plan se quebrase como el frágil cristal. Debía hacer algo, pero por primera vez desde
hacía mucho tiempo estaba en blanco.
—No puedo volver. —Sarah por fin rompió el untuoso silencio—. Al menos, no ahora mismo.
—¿Es una broma? —habló el becario en voz baja. Había incredulidad en su tono, y esta vez
no estaba fingiendo. Todo parecía estar desmoronándose a su alrededor. Pieza a pieza,
lentamente.
Tuvo la impresión de que ese estúpido Declan le miraba triunfal.
«No te saldrás con la tuya», pensó.
—No estoy bromeando —respondió Sarah, segura de sí misma por fin.
La expresión en el rostro de Barnaby se desveló airada por un segundo. Consciente de que
bajaba las defensas, trató de ocultar aquel inesperado sentimiento de inmediato. Tan acostumbrado
al engaño y a la acción como estaba, no pensó, tan solo actuó.
—Basta —dijo con severidad. Dio un paso hacia Sarah y en un movimiento rápido la asió por
el brazo. Sus dedos apretaron la carne de la chica—. Esto no está bien, estás siendo egoísta.
Tenemos que hablar en privado.
Sarah, sorprendida, abrió la boca para decir algo, pero Barnaby aumentó la presión sobre su
brazo y quedó muda. Comenzó a atraerla hacia sí. Consciente de que le hacía daño, lejos de parar,
sintió una punzada de deleite.
—Suéltala —la voz firme y seca de Declan le detuvo. Por un momento se había olvidado del
pelirrojo. Se vio sorprendido, pero en un estoico acto de contrición no reaccionó de ninguna
forma. No dejó ir el brazo de la chica—. He dicho que la sueltes.
En apenas dos zancadas, Declan se plantó entre él y Sarah, tan solo tuvo que dar un manotazo
para que la garra férrea de Barnaby se deshiciese como la mantequilla y liberase a la chica.
Ambos, dispuestos para la pelea, se cuadraron uno frente a otro. Declan, algo más alto que él, le
miraba desde arriba, con ojos fieros y desafiantes. Barnaby sonrió sardónico. En una pelea no
tendría más que chasquear los dedos para que aquel motorista se viniese abajo. Pero el pelirrojo
no lo sabía, y el becario no podía revelar su ventaja, aunque disfrutase de ella.
—¿Qué estáis haciendo? —casi gritó Sarah, desesperada por parar la pelea en ciernes—. ¡Los
dos, basta!
Ambos se desinflaron al momento. Declan se hizo a un lado, pero no apartó los ojos
amenazadores de los de Barnaby, en los que había un vacío peligroso.
—Barnaby, vete de aquí —dijo Sarah.
Por fin, él reaccionó.
—¿De verdad quieres que me vaya? —preguntó, agrandando de pronto los ojos, mirándola
con temor. Habría querido fingir, pero no necesitaba hacerlo. ¿La estaba perdiendo después de
todo?
—Vuelve a Nueva York —respondió Sarah tomando mayor seguridad—. Ve al motel, me da
igual, pero márchate de aquí.
—Me has utilizado, Sarah —soltó el becario a bocajarro. La expresión de Sarah delató que
aquello le había caído como un jarro de agua fría. Satisfecho, supo que había dado en el punto
justo—. Todo lo que ha pasado, que yo esté aquí para ti, aguantando tus movidas y desplantes,
preocupándome, ¿y a cambio qué obtengo? Me has usado. ¿Cómo has podido?
—Eso no es cierto —apostilló Sarah completamente descolocada.
—Entonces vuelve conmigo a casa. Arreglemos esto —casi rogó Barnaby. Al instante supo
que no debería haberlo dicho.
—Sal de aquí —respondió ella al borde del llanto.
Él intentó hablar de nuevo, estaba consiguiendo llevarla a su terreno, solo tenía que presionar
un poco más. Pero antes de que pudiese articular palabra, Declan intervino.
—Ya es suficiente; te ha dicho que te vayas —dijo resuelto. Volvió a colocarse entre la chica y
él, y supo al instante que había perdido aquella pelea sin siquiera levantar los puños.
El aura del pelirrojo comenzó a refulgir de nuevo, clara y limpia, y Barnaby supo que debía
retirarse. Intentando recuperar algo de su hechura, se colocó con empeño la camisa, alisando la
tela con ambas manos, cuadrando el cuello un par de veces, mirando al infinito.
—Bien, si es lo que quieres me iré —dijo en tono herido.
Debía retirarse y planear una nueva estrategia, temía dar a Sarah demasiado espacio, pero
ahora no había otra opción.
—Sí, es lo que quiero. Vete, por favor —aseveró ella con un tono más seguro de nuevo.
Bajo la atenta mirada de Sarah y Declan, que siguieron de pie en el porche hasta que él hubo
desaparecido, abandonó la casa Sallow. Si ese maldito pelirrojo hubiese sabido quién era
realmente, no le habría desafiado. Pero ahora se movía en el terreno de los mortales y debía
acatar sus normas en la medida de lo posible. Y si las infringía, al menos que no le pillasen
haciéndolo. «Bien, que disfruten de esta tregua, volveré más fuerte», se dijo por fin, y volvió a
sentirse seguro.
Sarah era el medio para conseguir un fin, y a él jamás le había preocupado traspasar ningún
límite para obtener lo que merecía. Tendría que sacar la artillería pesada.
***
A pesar de que todos en la casa habían intentado entretenerla, Sarah había pasado el resto del
día apática. Lo que parecía una mañana brillante, se había tornado gris.
«Ese no es el Barnaby que yo conozco…», sonaba en su mente una y otra vez. Pero, ¿y si sí lo
era? Era verdad que siempre se había portado con ella como un auténtico caballero, pero también
lo era que no podía fiarse de que un chico como él no se fijase en ella por ser quien era: la hija de
su jefe. Su atajo al éxito. Intentaba convencerse de que aquello solo estaba en su mente, pero al
final había detalles que no cuadraban. Barnaby era un tipo seguro de sí mismo, valiente y
decidido, o quizás carecía de escrúpulos y estaba empecinado: aquella era una delgada línea entre
el altruismo y el interés egoísta que Sarah era incapaz de identificar dadas sus nulas habilidades
sociales. Había pasado demasiado tiempo sola, o sola con Barnaby y su padre. Si hacía recuento
de sus días pasados, a duras penas recordaba a nadie más.
Al atardecer, ya agotada de dar vueltas a sus propios pensamientos, decidió descansar sentada
en el porche de madera de la casa. Había un balancín colgado del techado, adornado de cojines
rosados y ocres, que se balanceaba apacible con la última brisa de la tarde. La chica, atribulada,
se sentó allí a descansar de su propia ansiedad. La casa estaba llena de gente, pero al menos
estaba lejos de Nueva York y de alguna forma aquello la reconfortaba.
El atardecer iluminaba el cielo silente de morados y azules intensos. Absorta en su mundo
interior, no oyó a Declan llegar hasta que le tuvo de pie justo al lado. El motorista venía con una
ofrenda de té en una taza de porcelana con flores azules. Sarah le miró y torció la boca en una
tímida sonrisa. Él devolvió el gesto mucho más amplio y generoso. Volvió a sentir aquella
punzada electrizante en la nuca. Lejos de incomodarla, la tranquilizó de inmediato.
—He pensado que te vendría bien —dijo él mientras le tendía la bebida humeante y se sentaba
a su lado, no sin antes pedir permiso con un sutil movimiento de cabeza. Ella contestó con un
«gracias» apenas susurrado y bebió a pesar de que el líquido ardía. Cualquier sensación era buena
en ese momento.
—Si quieres, puedes hablarme de tu novio —habló de nuevo el irlandés sin mirarla. Había
complicidad en su voz—. ¿Sabes?, no tienes nada de qué avergonzarte, él se comportó como un
idiota integral. La verdad es que le habría partido la cara si no me hubieras parado.
—No es mi novio —le cortó Sarah. Lo dijo sin pensar, pero le había salido del alma. Con una
voz clara y firme que la sorprendió a ella misma. Se arrepintió de haber parado a Declan, y le
resultó agradable que él hubiera salido en su defensa.
—Mejor, así puedo decir cosas horribles sobre él —apostilló él, ambos se miraron de reojo y
rompieron en una carcajada. La tensión, poco a poco, se fue deshaciendo.
—Solo somos amigos —respondió adoptando un tono sombrío otra vez—. O eso creo. Ahora
mismo me siento…
—Lo entiendo. —Ella no había podido terminar la frase, su voz se fue apagando poco a poco,
pero no hizo falta, Declan habló y rellenó el espacio—. Es muy agobiante cuando los demás tienen
tantas expectativas sobre nosotros...
Sarah, que había estado mirando su taza de té, levantó la vista. Los ojos verdes de Declan se
estrellaron con los suyos, intensos, plagados de algo indefinible, pero cálido y atrayente. Aquel
cruce de miradas los dejó sin palabras, mirándose directamente al alma, llenándose de algo
nuevo.
—Tan solo necesito algo de espacio —dijo Sarah apartando otra vez la mirada—. Algo de
tiempo para asimilar todo. ¿Es egoísta?
—Creo que de vez en cuando todos necesitamos algo de tiempo para nosotros —respondió
Declan con voz cálida, encogiéndose de hombros. Aquella respuesta la llenó de alivio. A veces se
sentía un monstruo, una persona horrible que jamás pensaba en las implicaciones de sus acciones
en los demás.
—Ahora mismo necesito saber si mi vida está aquí o en Nueva York —siguió Sarah. Sentada
al atardecer junto a aquel hombre, se sentía segura por primera vez en mucho tiempo.
—¿Hay alguien más en la ciudad? —preguntó Declan curioso y pícaro—. ¿Amigos? ¿Familia?
¿Quizás otro no-novio repelente?
Ambos rieron ante aquel mal chiste. Un mal chiste bien intencionado, quizás. Sarah miró de
nuevo al cielo antes de responder, suspirando.
—Mi padre —dijo como si acabase de liberarse de un enorme peso. No miraba a Declan,
pero no necesitaba hacerlo para saber que él le prestaba atención—. Él siempre ha sido tan…
protector conmigo. Mi madre estaba muy enferma y acabó suicidándose, me dejó sola con él y por
eso creo que mi padre ha intentado siempre cuidarme tanto. Tiene miedo de que termine igual,
precipitándome al vacío desde lo alto de la Torre Lockwood. Se supone que ese lugar es nuestra
casa, que él hizo todo lo posible por protegerla… y lo está haciendo conmigo.
—Hay un pero, ¿verdad? —susurró Declan. Mientras hablaba, puso su mano, fuerte y suave,
sobre la de Sarah, que sin darse cuenta se había aferrado a uno de los cojines rosados del
balancín. El contacto, vibrante y con aquella carga estática que siempre les acompañaba al
tocarse, fue un bálsamo e inmediatamente destensó los dedos.
—No se lo reprocho, sé que no debería. —Sarah estaba al borde del llanto, uno sanador y
necesario—. Pero quizás habría sido más feliz si hubiese podido cometer mis propios errores. A
lo mejor quedarme aquí lo es, pero necesito averiguarlo. Sé que es una locura, pero siento que lo
necesito.
—No lo es. —Su voz la invadió por completo, cálida y reconfortante. Sarah le miró de nuevo,
él también parecía emocionado—. Yo era como tú, ¿sabes? Mi vida era una mentira. —Aquella
declaración en sus labios la sorprendió. Declan siempre hablaba de forma ligera, salpicando sus
discursos con bromas más evidentes o sutiles, siempre ingenioso y creando un ambiente alegre.
Pero en ese momento creía ver otro aspecto de él. Parecía grave, tranquilo. Comprendió que le
estaba abriendo una parte de su corazón reservada a unos pocos—. En mi familia somos muchos, y
los que no vivíamos en la granja trabajábamos en ella. Éramos tal y como debe ser una buena
familia irlandesa. Sé que ser granjero no es tan emocionante como ser abogado en la gran ciudad,
pero en aquella época yo creía que no necesitaba más. Una mañana, estaba con las vacas, me
encantaban las vacas, y simplemente me desplomé. Lo siguiente que recuerdo es el hospital. Mi
madre llorando junto a mi cama mientras yo estaba allí tumbado, con un tubo de plástico que me
metieron por la boca para poder llegar a mis pulmones.
Sarah le miraba absorta. Declan contaba su historia con una sonrisa melancólica dibujada en
los labios. De pronto, aquel pelirrojo era fortaleza y arrojo, y tenía a la chica hipnotizada. Los
ojos verdes del irlandés refulgían a la luz mortecina del atardecer.
—Debió ser horrible…
—Ya no importa, sigo vivo, y sirvió para algo —respondió ensanchando la sonrisa. ¿Cómo
era capaz de sonreír mientras le contaba algo así?—. No diré que no me buscase aquello, confieso
que era un fumador empedernido, pero un cáncer de pulmón que iba a matarme en apenas un par
de meses me pareció un castigo demasiado horrible. Yo ni siquiera había pensado en la
posibilidad de morir. —Hizo una pausa y desvió la mirada. Buscó en los bolsillos de sus
vaqueros y sacó la cartera, empezó a buscar algo en ella—. De pronto, y sin saber cómo, pasé de
ser un desahuciado, a un milagro viviente. Los médicos no se lo explicaban, los dos meses de vida
se convirtieron en cuatro, y al sexto pensaron que quizás el tratamiento podría ayudarme y que
había que intentarlo. Estuve cinco años recibiendo radiación, ahora sí, ahora no. Pero al final lo
superé.
—Me alegro por ello. Fuiste muy fuerte —dijo sobrecogida y sin saber qué otra cosa decir.
¿Qué podía decir nadie ante un relato así?
Declan se encogió de hombros y sacó una foto de su cartera. Estaba desgastada, algo
descolorida, como si hubiera sido manoseada en muchas ocasiones. En ella, un grupo de personas
miraba sonriente a cámara: un hombre y una mujer mayores abrazaban a un chico calvo en el
centro, Sarah le reconoció enseguida. Alrededor de ellos, cinco chicos de distintas edades
posaban con una sonrisa brillante ante la cámara.
—Todos me ayudaron. Aquello sirvió para que las rencillas entre hermanos, las peleas y los
conflictos familiares perdieran importancia. Nos unió, y también me enseñó a confiar en ellos. Yo
solía hacerme responsable de muchas cosas que no me tocaban: del bienestar de mis padres, de
todos los problemas de la granja, siempre me culpaba cuando las cosas iban mal.
Declan le dio la foto y Sarah sonrió. Pasó los dedos sobre los rostros sonrientes, pensando en
lo especial que debía ser tener una familia tan grande, a pesar de los problemas que pudieran
tener.
—Estás muy guapo en esta foto… —dijo sin pensar.
—Sí, gané la edición de Mister Cabeza de Huevo de aquel año —dijo soltando una carcajada
que se le contagió a ella—. Te agradezco el cumplido, pero guapos están ellos. Míralos. Voy a
presentártelos, son mis hermanos, son un poco tontos, es herencia de mi padre, yo la comparto con
ellos. De izquierda a derecha son Neal, Liam, Aidan, Ryan y Kevin —enumeró, señalándolos con
el índice, rozándole la mano a Sarah al hacerlo.
—Debiste tener una infancia bonita —dijo Sarah con tono soñador, volviendo el rostro para
mirarle.
—La verdad es que sí, mi infancia fue muy buena —respondió con naturalidad—. ¿Sabes por
qué llevo esa foto siempre encima? —Sarah simplemente negó con la cabeza—. Para recordar que
estuve ahí y que todo, por malo que sea, se puede superar mientras sigamos vivos. Nunca hay que
perder la esperanza.
—Siento que pasaras por eso… —respondió ella, bajando la voz mientras le devolvía la foto.
—No, no lo sientas. Yo no lo siento. Todo ocurre por una razón.
—Tabatha dice mucho esa frase —respondió riéndose por lo bajo.
Declan sonrió ampliamente, con aquella sonrisa imperfecta, tan hermosa. Lleno de esperanza.
En sus ojos había una llama vital, fuerte y luminosa que la llenaban de confianza. Sarah le
acompañó en el gesto. El corazón de la chica latía desbocado, la historia tan personal que Declan
estaba contando la emocionaba, pero había algo más. Algo que provenía del pelirrojo, que la
arropaba y la calmaba, a pesar de que era incapaz de descifrarlo. Su cercanía le daba sentido al
mundo.
—No es una locura que quieras vivir tu propia vida —siguió Declan. La miraba con fijeza, en
otro momento aquella mirada la habría intimidado, pero ahora no hacía más que atraerla hacia él
—. Ser esclavo de una vida que no te hace feliz es la locura. No podemos vivir como los demás
quieren que lo hagamos. Eso lo entendí cuando pude volver a hacer vida normal; de pronto la
granja no era suficiente, no para Declan el afortunado —rio con timidez—. Así comenzaron a
llamarme en Kilkenny, ¿sabes? Incluso escribieron un artículo en el periódico de la ciudad como
si yo hubiera vuelto de la muerte.
El irlandés hizo una pausa antes de seguir. Su pecho bajaba y subía rápido y Sarah supo que
estaba intentando encontrar las palabras adecuadas. ¿Estaba nervioso? ¿Sería por ella? Sarah no
lo sabía, pero deseó que así fuera.
—En cuanto me encontré recuperado, decidí que debía vivir mi vida. Fuese la que fuese, y
que, desde luego, por mucho que amase las vacas, a mi familia y todo lo que significaba Kilkenny
para mí, necesitaba salir de casa, enfrentarme a lo desconocido. Me di cuenta de que solo tenemos
una vida, y tenía que descubrir quién era en realidad, fuera de la seguridad de mi mundo, así que
me compré a Molly y me hice a la carretera. Sin rumbo y sin destino.
—Y acabaste aquí… —susurró Sarah.
Él, que no había dejado de sonreír, asintió cómplice.
—No estás siendo egoísta. Lo que no puedes es ser prisionera de las expectativas de los
demás para siempre, y liberarse de ello es una cuestión de amor propio. Cuando empieces a soltar
tus cadenas, descubrirás tu verdadera fuerza.
De pronto, ambos quedaron en silencio, mirándose. Sarah estaba por fin en paz. Declan le
había contado aquella historia, tan diferente a la suya, pero a la vez tan igual. Aquellas palabras
habían terminado de forjar una conexión mágica entre los dos. Un vínculo electrizante que había
comenzado cuando se tocaron por primera vez y que ahora los mantenía clavados en aquel
balancín. Habían ido acercándose, buscando de forma inconsciente la calidez de sus cuerpos,
ansiando beber el uno del otro. Declan no había soltado en ningún momento la mano de Sarah, y
ella tampoco había intentado liberarse. Despacio, Declan alzó la barbilla, acercando sus labios a
los de la chica. El corazón de Sarah iba a salírsele del pecho. Nerviosa, pero satisfecha, cerró los
ojos y entreabrió la boca esperando el ardiente abrazo de un beso en ciernes. Ya podía sentir el
aliento fresco del pelirrojo sobre ella, casi saborearle, cuando su propia voz la aguijoneó en su
mente. «¿Qué demonios estás haciendo, Sarah?», se dijo espantada. «¿Estás jugando también con
él, como haces con Barnaby?». Era la ansiedad la que hablaba; demasiadas emociones por un día.
Rápida, se retiró de sopetón. Declan abrió los ojos y se quedó clavado. La miró sorprendido. Ella
carraspeó, incómoda de pronto, apartó la mirada y se levantó del asiento que ambos compartían.
—Creo que han pasado demasiadas cosas hoy. Quizás yo… —comenzó a excusarse,
necesitaba salir de allí. Caminó deprisa hacia la entrada de la casa, dejando al hombretón a sus
espaldas.
—Sarah —la llamó Declan sin alterar la voz. Ella se apoyó en el marco de madera de la
puerta, apenas ladeando la cabeza, prestando atención, pero evitando mirarle—. Está bien, no
pasa nada.
—Buenas noches, afortunado —respondió ella.
—Buenas noches, leñadora —dijo él con una sonrisa y llevándose dos dedos a la sien.
Pudo notar el afecto desinteresado que desprendía con sus sonrisas. Sin más, con la cabeza
dándole vueltas, entró en la casa y lo dejó sentado en el porche, solo ante el atardecer que ya era
prácticamente noche.
Capítulo 12
La melodía insistente del móvil la arrancó de forma abrupta de sus sueños. Maldijo con el
corazón acelerado y buscó el aparato sobre la mesilla con un gesto torpe.
En la pantalla parpadeaba el nombre de Barnaby. Suspiró y se pasó las manos por la cara,
dejándose el móvil sobre el pecho. No quería responder, ni siquiera quería que su primer
pensamiento por la mañana estuviera dedicado al becario.
«Estás siendo injusta», se dijo. «Tiene derecho a estar enfadado, no le he tratado bien durante
estos días, y sé que está preocupado, por eso se ha comportado como un cretino. Yo también hago
gilipolleces cuando me siento frustrada».
Y Sarah sabía de sobra lo frustrante que ella podía llegar a ser. Él intentaba ayudarla, lo había
intentado desde el principio, y seguía allí a pesar de tener su vida en Nueva York, tratando de
llegar a ella mientras huía una y otra vez.
A la tercera llamada, Sarah respondió, incapaz de ignorar la insistencia del becario.
—¿Sarah? —escuchó su voz al otro lado, contrita.
—Hola, Barnaby.
—Dios…, pensaba que no ibas a ponerte —dijo con un tono angustiado que a Sarah le encogió
el corazón.
«¿Y si me he aprovechado de él?», se preguntó. «Te has aprovechado de él», respondió la voz
de su culpa.
—¿Qué quieres? —preguntó tajante, a pesar de su propio malestar se encontraba a la
defensiva. Realmente no quería escucharle, no quería sus explicaciones, pero le debía al menos
eso, ¿no?
—Pedirte perdón… —Aquello no lo esperaba, y la hizo sentir aún peor—. He sido un capullo
integral. El espectáculo de ayer fue deplorable, pero estaba fuera de mí. Cuando te fuiste de esa
manera en el bosque pensé que estabas teniendo una crisis y no supe qué hacer.
—Desde luego intentar obligarme a ir contigo no es la mejor idea que has tenido —replicó
ella.
—Ya… Sí, me merezco el reproche. Acepto tu rabia. —Algo dentro de ella se revolvió
enfadado. Se sentía atrapada entre la ira y la culpa, pero esta última ganaba terreno a grandes
zancadas—. Tienes derecho a estar enfadada, pero dame una oportunidad para que te demuestre
las cosas. Quiero apoyarte… Y nos iremos cuando tú lo decidas, no volveré a sacar ese tema.
—¿Lo prometes?
No le creía. No le quería creer. En el fondo, no lo hacía en absoluto. Nunca lo había hecho,
pero la culpa volvió a ganar.
—Lo prometo.
—De acuerdo. Luego hablamos.
Antes de que Barnaby volviera a hablar, Sarah colgó el teléfono. Se sentía incómoda, y un
vacío helado se abrió en su pecho, como si existiera una brecha entre dos versiones de sí misma:
la que deseaba alejar al becario de sí con todas sus fuerzas, y la que sentía que había fallado a su
único amigo.
—Bueno… No tiene por qué salir mal… —se dijo mientras se incorporaba en la cama.
El olor de las tortitas llegaba hasta la habitación: era hora de levantarse y enfrentar un nuevo
día.
***
Todo iba viento en popa. Tabatha pensaba en la velada que habían pasado la noche anterior y
no podía sentirse más feliz. Alice y Sarah, por primera vez, se sentaron en la misma mesa y
hablaron sin discusiones ni tensiones. Declan había actuado como una suerte de argamasa, creando
cohesión con su presencia natural, su sentido del humor y su interés genuino por la familia.
Hablaba por los codos, como buen irlandés. Y les hacía muchas preguntas, cosa que hacía que
ellas hablaran con más libertad y pusieran voz a pensamientos que nunca habían verbalizado.
Después de cenar estuvieron en el salón tomando Martinis y escuchando música en el tocadiscos y
en los móviles de los chicos. Descubrieron que a Sarah le encantaba la música de los ochenta y se
sabía la mayoría de los hits de la época y Declan se pasó la noche ejerciendo de DJ y poniendo
música que Tabatha no sabía ni que existía, pero que disfrutó con ellos. Incluso Alice estuvo más
animada de lo habitual, hablando de los viajes que le gustaría hacer en el futuro.
Garfunkel no se había equivocado, había topado con algo especial, y Tabatha tenía esa certeza
cada vez que miraba al pelirrojo. Podía ver su aura, de colores vibrantes y cambiantes,
chispeante. Su pureza le encogía el corazón, y era más parecida a la de las criaturas del bosque
que a la del resto de los mortales. No sabía qué era exactamente, pero en Declan había algo
especial, y por las miradas que había compartido con su sobrina, estaba segura de que su
presencia la alejaría de ese parásito de Barnaby.
Escuchó los pasos en el piso superior y las risas de ambos cuando bajaron por las escaleras.
—Ha sido muy absurdo. Estaba en la granja de Kilkenny con toda la familia a la mesa y con
Prince, que en realidad había fingido su muerte y se estaba escondiendo allí fingiendo que era un
granjero —escuchó a Declan hablando animadamente.
—¿Y daba de comer a las vacas con esos trajes ajustados llenos de brillo? —preguntó Sarah.
—Por supuesto.
—Vaya sueño más raro —dijo Sarah riendo—. Los míos suelen ser un asco y solo me acuerdo
de las pesadillas.
—Vaya, sí que es un asco —respondió Declan mientras entraban en la cocina—. Buenos días,
tía Tabatha.
—Buenos días, chicos. Sentaos, que se enfrían las tortitas —saludó Tabatha, dedicándole una
cálida sonrisa a su sobrina—. ¿Habéis dormido bien?
—Como un bebé —dijo Declan tomando asiento.
—Sí. La verdad es que aquí se descansa muy bien —respondió Sarah obedeciendo a su tía.
—Me alegro, porque tenéis que estar despejados para esta noche —comentó Tabatha
animadamente mientras servía café.
—¿Qué pasa esta noche? —preguntó Declan tras tragar el trozo de tortita que había
comenzado a devorar.
—Es uno de mayo, celebramos la Noche de Walpurgis —respondió Tabatha mirando a Declan
mientras alzaba las cejas con un gesto cómplice.
—Oh, no llevo la cuenta de los días que pasan. En Irlanda celebramos Beltane, ¿es lo mismo?
—preguntó él.
Sarah miraba a uno y a otro mientras comía de buena gana del enorme plato de tortitas con
fresas que Tabatha le había servido.
—Sí, más o menos. Encendemos hogueras, tocamos música, bailamos y celebramos la llegada
del verano. Irá todo el pueblo, y vosotros también, por supuesto —dijo señalándoles con el
tenedor.
—Contad conmigo, ¡seguro! —replicó Declan animado —. En esas fiestas siempre hay bebida
y gente haciendo el ridículo, y cuanto más pequeño es el pueblo, mejor es la bebida y mayor el
ridículo. Así que aquí debe ser increíble —añadió con un guiño.
Tabatha rio, sin embargo, a Sarah se le amargó la expresión, sus ojos se oscurecieron a tal
velocidad que Tabatha supo lo que iba a decir antes de que lo hiciera.
—Se lo diré a Barnaby e iremos los dos.
Bueno, esperaba que le dijera que no, pero no que iba a invitar al becario. Tabatha no pudo
disimular su disgusto y se volvió para meter los cacharros sucios en la pila.
—¿No le habías enviado ya a freír espárragos? —preguntó intentando no sonar demasiado
desagradable.
—He decidido darle una segunda oportunidad. —El tono de Sarah sonaba algo apagado. A
Tabatha no le gustó. Se volvió para mirarla y descubrió un gesto apesadumbrado en su rostro, ya
no comía con entusiasmo, sino que apartaba trozos de fruta con el tenedor a desgana—. Es mi
amigo, se ha portado muy bien conmigo y… no me parece justo juzgarle porque se haya puesto
nervioso. Le dejé tirado en medio del bosque y se preocupó.
Tanto Tabatha como Declan la miraban mientras se esforzaba en dar explicaciones, como si
necesitase que ellos dos la comprendieran. El irlandés apretó los labios, no vio señales de enfado
o decepción en su rostro, pero sí preocupación.
—Iremos todos, lo pasaremos bien; ya verás —le dijo Declan, lo que provocó una sonrisa en
los labios de Sarah, que sin embargo tenía un aire triste y una disculpa en los ojos cuando le miró.
—Si es tu decisión, yo tengo que respetarla —dijo Tabatha, fingiendo que se rendía a aquello.
«En absoluto la respeto. No puedo dejar que ese diablo se acerque a ella. Está claro que la
tiene en sus redes. Ya me conozco esta historia, y no voy a quedarme de brazos cruzados como
hice en el pasado: tenemos que ayudarla».
Una idea se encendió en su mente y Tabatha sonrió sin darse cuenta, mirando al par que tenía
delante.
—¿Qué pasa? ¿Por qué sonríes así? —la interrogó Sarah extrañada al ver su cambio de
actitud.
—Ah, nada, nada. Estoy pensando en lo bien que lo vamos a pasar esta noche.
***
El pueblo se había convertido en una especie de festival hippie. No es que antes no tuviera ese
aire decadente y folclórico que, en opinión de Barnaby, resultaba aburrido y antiestético, es que
todo lo que no le gustaba de Crimson Falls se había exagerado para la fiesta de esa noche. El
pueblo había sido un hervidero de actividad aquel día, y ahora el resultado de la colaboración de
todos los vecinos lucía flamante en forma de guirnaldas de flores, banderines de colores,
farolillos de papel y velas encendidas por cada rincón.
«Qué fácil sería quemar todo esto», se dijo, saboreando una fantasía en la que hacía arder
cada casa de aquel pueblo inmundo dejando caer uno de aquellos farolillos en el lugar adecuado.
Odiaba aquellos ritos. Odiaba los pueblos y sus antiguas tradiciones, porque aún conservaban
el poder de la fe. En la ciudad ya no quedaba nadie capaz de recrear como era debido un ritual de
protección o un exorcismo, pero en los pueblos… era otro cantar. Sarah había acudido a él con la
invitación, y no podía negarse. No habría sido bueno para su estrategia, y estaba seguro de que no
debía quedar demasiado para tener a la hija del jefe totalmente bajo su red. Aquella tarde la había
tenido solo para sí y había podido comprobar lo apagada que se encontraba: pronto querría volver
a casa y poner fin a la locura que estaba significando Crimson Falls. Era lo mejor para ella, y sin
duda era lo mejor para él.
—¿No quieres bailar? —preguntó Sarah. Habían terminado de cenar con el resto del pueblo y
Barnaby había estado brillante en su papel de carismático urbanita. Empezaba a cansarse y solo
quería ir al motel a revolcarse con ella, pero tenía que aguantar.
—¿Desde cuándo te gusta bailar a ti?
Sarah frunció el ceño. La había hecho sentir mal, pero no le importaba. ¿Por qué quería bailar
ahora? ¿Por qué quería participar de aquella pantomima rural? Esas cosas no eran su estilo. En el
motel le había alabado la ropa que había elegido: un vestido blanco lleno de gasa y tul que la
hacía parecer un duendecillo ridículo, pero lo cierto es que todo aquello le parecía realmente
cutre.
—Pues… desde ahora —respondió ella al fin, cruzándose de brazos—. Si no te apetece
bailar, quédate aquí.
—¿Por qué no nos vamos y bailamos tú y yo a solas? Esta fiesta es muy naif para mi gusto.
—Joder, Barnaby, déjate llevar un poco y disfruta, venga.
Sarah le agarró de las manos y se dejó arrastrar a regañadientes. El sonido de los tambores
que habían comenzado a golpear le estaba poniendo nervioso, sonaban flautas, un violín y algo
que parecía una gaita. Sintiéndose ridículo, Barnaby dio vueltas con Sarah en la hoguera.
«No soy el único que piensa que estoy ridículo», pensó cuando vio a Tabatha hablando con
una vieja repugnante. La señora, flaca y arrugada como una pasa, vestida de negro, le señaló con
un dedo huesudo y comenzó a reírse. «¿De qué demonios se ríe esa vieja? No debe haberse
mirado jamás en un espejo».
—¿Ves? No está tan mal —dijo Sarah mientras giraban y giraban.
Se estaba mareando. No solo estaba mal, sino que era un sinsentido, pero mantuvo la sonrisa
congelada en su rostro mientras Tabatha y aquella mujer ajada se reían de él.
«Como odio a esa zorra de pelo rosa».
Alguien le arrebató de pronto a Sarah de entre las manos. Escuchó reír a otra mujer, y vio que
Alice se alejaba tomando de las manos a su hermana, las faldas de ambas se enredaban entre sus
pies cuando empezaron a saltar y girar alrededor de la hoguera. Barnaby aprovechó la ocasión
para apartarse y sentarse en uno de los bancos de la plaza donde se celebraba la fiesta.
«Bueno, no tardará en darse cuenta de que estoy solo y podremos irnos de esta fiesta de
mierda».
Una hora después, seguía sentado en aquel banco, y su enfado iba en aumento. Miraba
fijamente a Sarah, esperando que en algún momento volviera el rostro a él y se percatara de lo que
estaba haciendo, pero eso no ocurrió. Sarah reía, giraba y cantaba, bailaba como no la había visto
bailar jamás, dando vueltas alrededor de la enorme hoguera en la que deseaba ver el pueblo
entero arder. Bailaba con unos y con otros sin pudor, pero al menos, no lo hacía con el grandullón
pelirrojo, que para mayor irritación, hacía unos instantes que había aparecido y bebía una cerveza
observando con satisfacción a la gente que brincaba alrededor de la hoguera.
«El que faltaba», pensó con fastidio.
—¿Qué haces aquí tan solito?
Al mirar al frente se encontró con el primer plano de un escote más que sugerente. El busto
turgente de una mujer enfundada en un corsé negro le quedaba a la altura de los ojos. Al levantar
la mirada, la belleza del rostro de quien le hablaba superaba con creces a la de sus pechos. Era
morena, llevaba el pelo suelto en una salvaje melena rizada y sus enormes ojos, azules como el
cielo, resultaban hipnóticos. Los labios rojos de la mujer brillaban jugosos, dispuestos a ser
besados. Barnaby no pudo evitar que la mente se le llenase de imágenes subidas de tono.
—Creo que se han olvidado de mí —respondió a la mujer que se inclinaba para hablarle. Al
ponerse en pie, quedaron a la misma altura. Le dedicó una sonrisa seductora.
—Un error imperdonable… —dijo la mujer. Estaba bebiendo de un botellín, y se lo tendió
para compartirlo. Barnaby aceptó y bebió del licor—. Yo nunca me olvidaría de alguien como tú.
El licor era fuerte, pero tenía un sabor agradable y la sensación ardiente parecía apaciguar su
irritación y transformarla en algo muy distinto. Miró de reojo a Sarah, y luego a la mujer que tenía
en frente.
«Estoy harto de todo esto, y de tener que hacerle la pelota a esa niñata».
Los ojos de la mujer le miraban esperando algo, y Barnaby sabía qué era. Conocía más que
bien aquel anhelo, el fuego que despertaba a veces en los otros, y ante sí tenía la oportunidad de
largarse de la fiesta y desquitarse de su frustración. La sola idea le estaba excitando. Hacía todo
aquello con una intención, sabía que le reportaría beneficios en el futuro: era una inversión, pero
estaba harto de correr tras Sarah como un perro, de esforzarse para que no dejase de darle de
lado. Estaba empezando a perder la paciencia y necesitaba darse un homenaje. Se lo merecía,
¿verdad? Se estaba esforzando muchísimo por arreglar algo que había provocado su jefe y era
hora de tomarse un pequeño descanso. Después tendría tiempo de demostrar a Sarah que aquello
había sido su culpa, como de hecho era.
—Y no lo harás después de esta noche, eso seguro —respondió a la mujer, que ensanchó su
sonrisa y le tendió la mano.
—Ven conmigo, quiero mostrarte lo que hacemos en Walpurgis.
Barnaby se dejó llevar. Miró de reojo una última vez a Sarah, a la que un hombre con el pelo
largo y hecho una maraña le colocaba flores en el pelo. En Nueva York, Sarah no habría permitido
que alguien así de zarrapastroso se le acercara, y se encargaría de recordárselo, después de
dejarle bien claro por qué le había obligado a marcharse en plena fiesta. Deseó que se volviera y
le viera marcharse con otra, desapareciendo en dirección al bosque, pero ella ni siquiera se
percató de que ya no estaba sentado en el banco.
«Que le den. A ella y a su padre».
***
Crimson Falls había resultado ser un lugar acogedor. Declan se sentía integrado entre sus
gentes, aunque solo llevara unos días allí. En la fiesta, muchos se habían acercado a conocerle y
compartir cervezas con él, y durante la cena todo el mundo le había ofrecido comida y
conversación. Tabatha había cantado las alabanzas sobre su trabajo en el jardín de su casa a los
cuatro vientos, y ahora tenía una legión de señoras interesadas en pagarle por arreglar vallas,
podar setos o simplemente regarles las plantas. Los comentarios de las más jóvenes le hicieron
carraspear y apartar la mirada azorado más de una vez, aunque siempre intentaba responder con
bromas y aligerar el ambiente. Flirtear se le daba bien durante el primer tramo, cuando la cosa se
ponía seria reculaba, avergonzado como un adolescente. Menos con Sarah. Con Sarah las cosas
eran muy diferentes... Distintas a lo que habían sido nunca con ninguna otra mujer.
La fiesta estaba siendo genial, aquel ambiente le recordaba al de las reuniones de su
extensísima familia en la granja de Kilkenny; sus parientes traían comida y bebida y se sentaban en
grandes mesas a disfrutar de conversaciones y la música de los violines, flautines y tambores que
muchos de ellos sabían tocar. Le sorprendió que aquella tradición, la de Beltane, se expresase
también allí, a miles de kilómetros de su tierra, con otro nombre, pero con una apariencia similar.
Muchos irlandeses habían emigrado a los Estados Unidos, trayendo con ellos el folklore y las
costumbres de su tierra. Aquella debía ser la razón por la que se sentía tan cercano a aquellas
gentes, que eran acogedoras y amables como en su propia casa.
—Interesante, se parece al fútbol —decía Jack, que en ese momento se encontraba de pie a su
lado. Era el maestro de la escuela, un hombre joven con gafas y gesto amable. Llevaban un rato
hablando sobre el hurling, deporte que apasionaba a Declan, que había aprovechado las preguntas
del profesor para describirle sus mecánicas.
La cena había terminado y la música sonaba alegre, las llamas de la hoguera parecían danzar
al son.
—Sí, algo así, pero con un palo y un montón de irlandeses locos —respondió con una risilla.
Mientras hablaban, su mirada se veía atraída una y otra vez por una figura que danzaba alrededor
de las llamas: Sarah estaba radiante aquella noche—. Jugué mucho en la adolescencia, y no me
perdía un solo partido de los Kilkenny Cats hasta que me fui de viaje.
—Vaya, eso es una pena, pero supongo que te compensará, y podrás verlos cuando regreses.
—Los veo por streaming —respondió guiñando un ojo. Muchas cosas habían cambiado en su
vida, pero la tradición del partido de hurling con su madre no era una de ellas—. Hago
videoconferencia con mi madre y vemos el partido por Internet. No puedo faltar a ese
compromiso.
Jack se rio y asintió, dando un trago a su cerveza.
—Los compromisos con las madres son sagrados.
Declan alzó la cerveza para brindar por aquella verdad. Siguieron hablando en tono ligero,
pero su mente estaba centrada en otra cosa. Radagast, al que Tabatha le había presentado aquella
noche, se había acercado a Sarah para ponerle una corona de flores. La chica sonreía y compartió
un baile con el hombre de aspecto asalvajado, ambos saltaron alrededor de la hoguera y las risas
llegaron hasta él con un sonido cristalino y alegre. El corazón se le hinchó en el pecho y se
descubrió disfrutando de aquella imagen de libertad que Sarah proyectaba en todas direcciones.
La mirada sombría y amarga había desaparecido de sus ojos, que ahora brillaban e irradiaban
vida. Bailaba con gracia, haciendo ondear las faldas del precioso vestido de encaje blanco que se
había puesto. Su melena larga del color de la miel oscura se agitaba a su alrededor, dándole un
aspecto etéreo.«Esa sí es ella», se dijo espontáneamente. No sabía de dónde había salido ese
pensamiento, pero era una certeza absoluta.
Era innegable que despertaba cosas en su interior. Declan sabía ponerle nombre a los
sentimientos, y era consciente de que aquello era un flechazo: se estaba enamorando. Era un
hombre honesto, y aunque amaba la aventura y las sorpresas de la vida y podía ser apasionado y
bromista se tomaba las cosas serias con calma: aquello podía haber sido una repentina conexión,
una atracción que podría apagarse al conocerse en profundidad, pero los días solo acrecentaban
aquella sensación en el pecho y las ganas que tenía de pasar tiempo junto a ella. La noche anterior
sintió que era mucho más que un capricho; se sentía a gusto con Sarah, hasta el punto de poder
contarle cualquier cosa o simplemente estar en silencio sin sentirse incómodo.
Estuvieron a punto de besarse, pero no lo hicieron. Ahora pensaba que era lo mejor: Sarah
negaba que tuviera una relación con Barnaby, pero había algo entre ellos y había quedado claro
aquella mañana cuando decidió ir con él a la fiesta. Aún tenía cosas que solventar, y aunque tenía
ganas de solventarlas él mismo estrangulando a ese tipo trajeado, sabía que aquello no estaba
bien. Durante la cena se había esforzado en ignorar la presencia del neoyorquino y no coincidir
con él. Sentía en las tripas que no era trigo limpio, y le provocaba una animadversión que no
podía explicarse. Su comportamiento con Sarah el día anterior tampoco ayudó a que se hiciera una
buena imagen de él, pero prefería tenerle lejos para que la fiesta siguiera en paz.
Ahora hacía rato que no le veía, y aunque no quería llegar a aquella conclusión, parecía que
olvidarse de él le sentaba especialmente bien a Sarah.
—Oh, tengo que hablar con el pastor —dijo Jack. La conversación se había agotado, tal vez
porque el profesor se había dado cuenta de dónde estaba la atención de Declan. Estrechó el brazo
del irlandés con cariño para despedirse—. Ya seguiremos otro día, tengo algunas cosas que
preguntarte sobre motos.
Declan asintió dedicándole una sonrisa sincera. Al quedarse solo pudo disfrutar plenamente
del hermoso espectáculo que protagonizaba Sarah en la hoguera. Ahora volvía a bailar con su
hermana; sabía por las conversaciones a medias y las cosas que había escuchado en casa de
Tabatha que su relación había tenido sus momentos malos, pero las veía felices, compartiendo
algo por primera vez en sus vidas. Se sintió un privilegiado por poder presenciar aquella
reconciliación.
«Siempre es bonito cuando la familia se une», pensó, recordando las rencillas que él mismo
había tenido con sus hermanos en el pasado. Aunque sus problemas fueran diferentes, Declan
sabía lo importantes que eran las raíces y los vínculos, y se alegraba de corazón de que Sarah
estuviera recuperándolos. Sintió una punzada de nostalgia y pensó que llamaría a la familia al día
siguiente, aunque aquellos días allí había estado respondiendo a sus mensajes casi a diario.
Durante un rato solo se dedicó a beber cerveza y observar el ambiente en la plaza,
especialmente el que se generaba alrededor de Sarah: una algarabía de risas y bailes que la habían
absorbido por completo, su felicidad parecía expandirse como las ondas concéntricas de una
piedra lanzada en un estanque. Daba gloria verla, y ver al resto del pueblo entregado a la
celebración, compartiendo abrazos, besos y bailes.
De pronto algo cambió. Vio que Sarah detenía su baile y hablaba con su hermana un instante
antes de separarse de ella y buscar entre la multitud. Su expresión alegre mudó a una de
preocupación y un halo sombrío volvió a cubrirla por completo. Cuando vio a Declan sus ojos
destellaron con esperanza y se acercó a él inmediatamente.
—¡Declan! ¿Has visto a Barnaby? —Le habría gustado que le dijera otra cosa, pero a pesar de
su suerte el irlandés aceptaba con naturalidad que las cosas a veces no salían como uno quería en
la vida—. Le he perdido de vista y hace rato que no le veo… Dios, me he olvidado de él por
completo.
—Estará distraído hablando con alguien, no te preocupes —respondió tratando de calmarla.
Sarah parecía muy nerviosa en ese momento.
«Siempre se pone mal por culpa de ese cretino», pensó, pero no dijo nada.
—Sí, tienes razón. Voy a llamarle. —Sarah buscó en los bolsillos de su falda y sacó el móvil.
Marcó y esperó respuesta, pero por su expresión Declan supo que no la encontró antes de que lo
dijera—. No responde.
Con dedos temblorosos, la chica escribió un mensaje y lo envió, mordiéndose los labios.
—Puedo ayudarte a buscarle. He visto a gente yendo al bosque, debe haber más fiesta por allí,
tal vez ha ido a mirar.
—O tal vez está enfadado en el motel —dijo ella mirándole con culpa.
—¿Por qué iba a estar enfadado? Estabas divirtiéndote, y él también, ¿no? Se habrá distraído,
igual que tú, es lo más natural en una fiesta. Seguro que no se ha molestado.
Según lo decía, menos creíble le parecía. Le había visto sentado en el banco, aburrido
mientras Sarah bailaba, distanciado del resto del pueblo, y le había causado una impresión
bastante desagradable, pero quería pensar que el tipo tenía cierta dignidad y lo suyo solo eran
prejuicios.
—Tienes razón…
—Podemos buscarle si estás preocupada —se ofreció el irlandés, y a Sarah volvieron a
brillarle los ojos.
—Sí, gracias, si no voy a estar reconcomiéndome lo que queda de noche… —dijo exhalando
un suspiro.
—No se hable más: vayamos en misión de rescate —respondió Declan dejando la cerveza
sobre una de las mesas plegables que se esparcían por la plaza.
Juntos, tomaron el camino en dirección al bosque.
***
«Me he olvidado de él», pensó con amargura. Había vuelto a dejar a su amigo tirado. Y al
pensar en él como un simple amigo se sintió aún peor. El día anterior, en plena discusión, Barnaby
le dijo que le había utilizado. «¿Y si tiene razón? Necesitaba tener un punto de apoyo, y me he
aferrado a él cuando lo he necesitado, pero luego…».
Se sentía una amiga de mierda. O algo peor, porque no eran solo amigos. Se habían acostado
muchas veces en los últimos días, y aunque Sarah sentía esa atracción casi animal hacia él, era
incapaz de definirse como nada más. No sentía más que un deseo desbocado cuando la tocaba,
pero su corazón se mantenía silencioso.
Sin embargo, solo que Declan le hubiera ofrecido ayuda había provocado una revolución en su
interior. Aquella maravillosa ansiedad que despertaba en ella era algo más que la excitación
desnuda que Barnaby invocaba en su cuerpo.
—Parece que hay bastante gente en el bosque —dijo Declan cuando ya se habían internado en
la foresta—. ¿Eso son farolillos?
Sarah miró en la dirección que Declan le señalaba. En la oscuridad, entre los árboles, la
maleza y las flores que se abrían a la noche, se movían luminarias de un lado a otro. Eran
demasiado grandes para ser luciérnagas, pero no estaba segura de que fueran faroles.
—Parecen velas… pero se mueven muy rápido —comentó curiosa, tomando la dirección de
las luces. Declan fue tras ella.
—Este sitio es una pasada —dijo el irlandés. El sonido de sus pasos tras ella le resultaba
agradable, su presencia la ayudaba a mantener la mente clara y una serenidad que apenas conocía.
—¿No te da miedo?
—No, en absoluto —respondió él, resuelto.
—A mí tampoco.
Se escuchaban voces en los rincones oscuros, risas y parloteos. No estaban solos allí, pero
Sarah no se sentía amenazada. No había mentido a Declan: no tenía miedo, y compartía aquella
sensación con el pelirrojo, se sentía como si hubiera cruzado un umbral y el mundo se encontrase
lejos. Rodeados de aquellas luces que danzaban, se fueron internando más y más en el bosque,
olvidando incluso el motivo que les había llevado allí. La mente de Sarah estaba demasiado
absorta en su entorno, en los sonidos del bosque, en las presencias que les envolvían y les daban
la bienvenida.
Las luces se alejaban a medida que intentaban alcanzarlas, y sus pasos acabaron llevándolos a
un claro abierto en el bosque. Los pinos se alzaban altos y orgullosos hacia el cielo, señalando un
firmamento cuajado de estrellas al que Sarah tuvo la impresión de caer al alzar la mirada. En el
centro del claro una serie de piedras blancas dibujaban un círculo perfecto.
—¿Qué será esto? —preguntó Sarah.
—Si estuviéramos en Irlanda te diría que es un círculo de hadas, pero no sé si aquí también las
hay —respondió Declan, mirando alrededor con curiosidad.
Sarah no pudo evitar reírse.
—No hablarás en serio. —Al ver su expresión, supo que esta vez no era un chiste.
—Nunca bromearía sobre eso. En mi familia no nos tomamos estas cosas a la ligera —
respondió él. Hablaba completamente en serio, y dejó de reírse—. Esto parece un sitio mágico,
sea lo que sea.
—La magia no existe —inquirió de forma automática, poniéndose a la defensiva.
En el fondo aquella creencia comenzaba a tambalearse; había visto cosas, en su vida había
pasado por experiencias que no tenían explicación, y siempre había sentido que aquella negación
la salvaba de la locura. Miró a Declan con cierto temor, pero él solo sonrió y miró hacia el cielo.
—Estando aquí tal vez deberías replantearte esa idea. A mí todo me parece bastante mágico
—dijo bajando de nuevo la mirada y fijándola en ella—. Incluso tú. Sobre todo tú.
Durante unos segundos solo pudo mirarle sin dar crédito a lo que decía. Su mirada serena la
traspasaba como si fuera capaz de ver cosas en ella que ni ella misma sabía, y la sensación la
puso nerviosa. No quería que viera nada malo, eso la aterraba; que viera quién era en realidad,
que se diera cuenta de su oscuridad, de sus secretos… de lo problemática que era.
—¿Por qué dices eso…? —preguntó temerosa, abrazándose los brazos al sentirse de pronto
desprotegida ante él.
—Solo te lo diré si me prometes que me vas a tomar en serio.
Aquella declaración la dejó perpleja un instante.
—Claro que lo haré, ¿por qué no iba a hacerlo?
—Porque cuento chistes malos y parece que nada me importa de verdad. Pero no es así. Hay
cosas que me importan y la gente, cuando conoce a personas como yo, lo tiene muy fácil para
restarnos crédito.
Sarah no esperaba algo así. Sabía que las palabras de Declan no eran nada personal y que solo
quería protegerse de pasar un instante de vergüenza ante ella, aun así, le dolió un poco que dudara
de ella. «No ha dudado, solo te ha pedido algo porque se siente inseguro y lo ha dicho claramente.
¿Por qué iba a confiar ciegamente en ti?», se dijo.
Apretó los labios y asintió, sin dejarse llevar por aquel pensamiento intrusivo.
—Te prometo que te tomaré en serio.
Él asintió y se tomó unos segundos antes de empezar a hablar. Su semblante grave le pareció
más atractivo que nunca allí, rodeados de negro y verde, bajo la luz de la luna.
—Cuando te vi por primera vez sentí esa magia —dijo él entonces. Estaban muy cerca. Sarah
no sabía en qué momento se habían acercado, pero era como si un magnetismo misterioso no
dejara de atraerlos el uno hacia el otro—. Pensé que solo fue una impresión y que dejaría de
pensar en ello, pero lo he sentido en cada ocasión en que nos hemos encontrado… La estoy
sintiendo ahora. Yo no puedo más que creer en el destino, mi propia vida es un milagro. Y tú
tienes algo especial, Sarah. No especial como cuando conoces a alguien muy guapo, o muy
creativo o carismático... No, me refiero a algo especial de verdad. Hay una luz en ti, una fuerza de
la naturaleza... y me llama como las sirenas, ¿sabes? No puedo dejar de buscarla, de ir hacia ella,
de desear descubrirla y desentrañar tus misterios. Esa magia es real. Sé que lo es, y sé que en el
fondo tú también lo sabes.
Sarah tragó saliva. Su corazón resonaba como un tambor, y la voz suave y grave de Declan le
provocaba estremecimientos. Sintió que el vello de la nuca se le erizaba.
—La magia no siempre es buena ni hace milagros… —respondió sincerándose con su propio
miedo. Era lo que siempre le había ocurrido: vivía aterrada por todas las cosas que no entendía.
Vivía torturada por la duda de haber provocado cosas terribles en la vida de otros.
—No, no siempre es buena…, pero eso aquí no debería preocuparte. En este lugar, en este
momento, nada malo puede pasar. Deberías permitirte creer, aunque solo sea por una noche, como
lo estabas haciendo en la hoguera.
«Nada malo puede pasar…». Las palabras resonaron en su mente, llenándola de un alivio
inconmensurable. Si nada malo podía pasar, podía abandonarse de verdad… Podía dejar el miedo
atrás. Y anhelaba aquello como anhelaba vivir.
Sus ojos seguían fijos en los de Declan, que eran un estanque verde en calma. Sentía en lo más
profundo de su alma que sus palabras estaban cargadas de verdad, y que ocurriera lo que
ocurriera allí, esa noche, no sería malo. Todo lo que la envolvía era benévolo, y la luz que vio
alrededor del irlandés cuando se cruzaron por primera vez en la carretera volvía a estar presente
en él: no había ningún halo a su alrededor, el sol no bajaba en el ángulo perfecto para hacerle
resplandecer, pero Sarah era capaz de verla, como si emanase de su propio cuerpo.
—¿No te doy miedo…? —preguntó en un susurro. Estaban tan cerca que sus cuerpos casi se
tocaban.
—No, en absoluto —fue la respuesta segura de Declan.
Cuando sintió los dedos del irlandés cubrir sus manos, que aún tenía cerradas con fuerza en
sus propios brazos, no pudo soportarlo más. Dejó que aquella fuerza que les empujaba la
arrastrase y se puso de puntillas para besarle.
Entonces sintió que el universo comenzaba a girar a su alrededor, como si el centro se
encontrase en aquel lugar y todo el calor del mundo se concentrase en los labios de Declan. Se
soltó los brazos y se agarró a la camisa de leñador del irlandés, cerrando los puños y los ojos con
fuerza como si se hubiera lanzado al agua desde un acantilado.
Las manos de Declan recorrieron sus brazos, le rozaron las mejillas con gentileza y se
hundieron en su pelo lentamente con un gesto consolador y, poco a poco, Sarah aflojó los puños y
su beso se volvió más profundo y lento. Sabía a cerveza y a regaliz. Sabía a todas las cosas
buenas que ella jamás había tenido, y supo que en ese momento la vida le estaba dando una
oportunidad.
—Tú tampoco deberías tenerte miedo… —susurró Declan en sus labios, apartándose apenas.
Ella no respondió. Le miró con un fuego vivo en los ojos y se arrojó de nuevo contra sus
labios, enredándose en un beso más largo e intenso que él aceptó sin rechistar.
«No quiero tener miedo», pensó vagamente. Y fue consciente de que en ese instante no lo
tenía: se sentía libre, como en la hoguera. Como no se había sentido jamás. Y solo quería danzar
en aquel fuego, beber de él hasta emborracharse y descubrir lo que podía darle.
Sus manos comenzaron a buscarse, a reconocerse mientras se besaban con los ojos cerrados y
el aliento entrecortado. En ese lugar, en ese momento, solo ellos existían, y Sarah fue más
consciente de ella misma que nunca. Sus emociones se revelaron, resplandecientes e innegables, y
cada latido de su corazón era una declaración de intenciones. Se desnudaron bajo la luz de la luna,
recorriéndose cada milímetro de la piel sin prisas, saboreándose con las lenguas enredadas
mientras caían de rodillas, rendidos, en el centro del claro.
«El círculo de hadas», pensó Sarah al ver los destellos a su alrededor. Parecía que cientos de
luciérnagas revoloteaban danzando en el círculo, llenando el espacio que los circundaba y
protegiéndoles.
Su mente se llenó de sí misma. Ya no estaba Barnaby, su voz se había borrado; no estaba su
padre, la culpa no le pesaba y Nueva York solo era un lugar remoto al que no pertenecía. Solo
estaba ella, el suelo firme bajo sus pies y el deseo brillante de tocar a Declan, de que él la tocara.
Su tacto cálido y real definía el mundo a su alrededor y lo convertía en un lugar amable. No podía
más que creer en sus palabras: allí estaba segura. Esa noche estaba segura.
Y con esa seguridad empujó a Declan sobre la hierba húmeda. Rompieron el beso y se
miraron, él con la melena rojiza enredada entre los brotes verdes, ella con los ojos violetas llenos
de una nueva luz.
Aquella sensación perturbadora de conocerle desde hacía tiempo regresó a ella, pero solo era
la profunda confianza que le inspiraba: nunca le había visto antes de conocerse, pero con solo
mirarse el uno al otro parecían reconocer sus propias almas.
Osada, Sarah recorrió el cuerpo del irlandés, disfrutando de los músculos que se dibujaban
bajo la piel tersa y pecosa, besando sus pectorales al inclinarse sentada a horcajadas sobre él.
Sentía el calor del sexo masculino emerger entre sus piernas y presionar contra su propio sexo,
pero ninguno tenía prisa. La urgencia que en otras ocasiones la había ahogado, la sed desesperada
que sentía cuando se acostaba con Barnaby, simplemente había desaparecido. Aquella excitación
la permitía degustar el momento, comérselo a pequeños bocados como hacía con Declan.
Las manos del irlandés rodearon su rostro y Sarah alzó la mirada a sus ojos. Su expresión
fascinada le encogió el corazón, nadie la había mirado así jamás. No sabía qué veía en ella, pero
no le importó; lo aceptó, supo que en algún rincón, aquella belleza que Declan veía era real, y
tarde o temprano la descubriría.
—Pareces una dríade —susurró él.
Sarah puso un dedo sobre sus labios. Sintió las manos de Declan cerrarse en sus muslos,
presionarlos con anhelo. Ella buscó a tientas entre sus piernas, hasta cerrar los dedos en el tallo
firme de su sexo. El solo roce caliente y duro entre sus dedos hizo que su sangre entrase en
ebullición.
—Quiero hacerte el amor —dijo ella, dando voz a la revelación en su mente.
—Ahora mismo creo que he nacido para eso y para nada más… —susurró Declan, incapaz de
apartar la mirada de ella, hasta que la repentina sensación de hundirse en su cuerpo hizo que
cerrara los ojos y exhalase un gemido de placer.
Sarah le guió hacia su interior y le soltó. Sus caderas comenzaron a danzar, como lo había
hecho en la hoguera; libre y desatada. Era un baile lento, que cogía ritmo a medida que el placer
se templaba en su vientre. Declan seguía su ritmo, acoplándose a su cuerpo, retorciéndose sobre la
hierba.
Presas de aquel hechizo, fundiéndose en una sola voluntad, se convirtieron en las llamas del
fuego de Beltane, en el espíritu salvaje de Walpurgis. Más conscientes de lo que se creían,
ofrecieron su placer a los espíritus del bosque y dejaron que el destino les arrastrara hacia lo
inevitable.
El universo giraba sobre su cabeza, danzaba con ellos, y no había nada malo en ello: era su
deseo. Era su voluntad. Y ardería de placer y regocijo hasta que ambos cayeran rendidos al
amparo del bosque.
Capítulo 13
El gorjeo de una paloma, demasiado cercano, lo despertó. No lo hizo de golpe, seguía
adormilado, con los ojos cerrados y el cuerpo vuelto hacia arriba. Marcharse de la fiesta había
sido la mejor decisión que había tomado en mucho tiempo. Con lentitud, se pasó una mano por el
pecho, acariciándose mientras se relamía los labios. Todavía notaba allí el sabor de su compañera
de noche. De pronto fue consciente de que tenía la boca seca, y el sabor cambió, tornándose algo
acre. Apenas le dio importancia. Aún con los ojos cerrados, tirado en aquella cama, intentó
recordar más sobre lo que había pasado. Las formas redondeadas y turgentes de la morena se
dibujaron en su mente. Se recordó a sí mismo aprisionando aquellos senos, estrujándolos y
llevándoselos a la boca. El solo recuerdo de aquel sexo salvaje lo excitó. Se removió un poco en
el lecho; comenzaba a sentirse incómodo. La dureza del colchón había cambiado, o quizás era su
cuerpo que comenzaba a acusar una mala postura. Intentó tragar saliva. Tenía la boca pastosa y un
sabor persistente y rancio la invadía. Sin dejar de acariciarse, queriendo encontrar algo que
mantuviese su excitación, buscó en su mente más de aquellos recuerdos tórridos. Las caderas
firmes de la mujer aparecieron en su cabeza, cabalgándolo furiosas. Gruñó y comenzó a
manosearse con más ímpetu. Sentía su propia carne rígida y palpitante entre los dedos. Entonces
un pinchazo agudo lo obligó a detenerse. Jadeante, se llevó una mano a la sien. La cabeza comenzó
a dolerle, la sensación era punzante y aguda, pero no estaba dispuesto a renunciar, se obligó a
obviar la sensación, a concentrarse en su propio placer. Recordó de nuevo el cuerpo de su
conquista reciente, aquella morena exuberante, recordó haberla acariciado con manos urgentes,
sus piernas firmes, el vientre plano, el pecho duro y turgente, la voz profunda y jadeante de la
mujer, rogándole más y más.
Una risa, rasgada y estridente, interrumpió sus pensamientos.
Barnaby se quedó congelado. Intentó abrir los ojos, pero no pudo. ¿Los tenía pegados?
Aquello era absurdo. Apoyando los codos sobre el colchón intentó incorporarse. El dolor de
cabeza aumentó, le martilleaba las sienes con fiereza. Como un flash, las imágenes de aquel
cuerpo de mujer perfecto fueron desapareciendo de su mente, reemplazadas por las de un cuerpo
anciano, ajado, arrugado y esquelético. Fue testigo de como sus manos lo habían acariciado con
frenesí, obviando las imperfecciones de la edad, recreándose en los pechos caídos que eran
apenas un par de pellejos. Y entonces la vio clara en su mente: el rostro ajado, la anciana de pelo
encrespado y canoso que había estado hablando con Tabatha en la fiesta, que tanto le había
repugnado. Otra vez aquella risa lo invadió. La risa de la vieja. Aterrado, Barnaby tuvo la certeza
de que aquello no eran alucinaciones: las dos viejas brujas lo habían engañado. Habían jugado
con él.
Se notaba el cuerpo pesado y torpe. Haciendo un gran esfuerzo, se llevó las manos a los ojos y
comenzó a restregarlos. Le escocían. Efectivamente, estaban pegados con alguna sustancia
legañosa. Parpadeando, intentó acomodar la vista a la iluminación tenue de donde se encontraba.
Las palomas volvieron a gorjear, e incluso alguna pasó volando muy cerca de él. Intentó mantener
en todo momento la compostura, a pesar de que era muy difícil en su situación, desnudo y
desorientado en una cama en… ¿Aquello era un gallinero?
—¿Dónde cojones…? —se preguntó a sí mismo en voz baja.
—¿No te gusta mi mansión? —La voz le sonaba familiar. Demasiado familiar.
Aquella risa de arpía resonó en la mente embotada de Barnaby. La vieja, casi renqueando, en
un fallido intento de parecer sensual que la convertía en un esperpento, llegó hasta él. El becario,
completamente desnudo, estaba tirado sobre un colchón relleno de paja. Mientras la anciana
caminaba hasta él y se sentaba en el jergón haciéndolo crujir, él miró alrededor. De pronto el
hedor a heces de paloma se hizo tan tangible como su terrible realidad: las paredes, el suelo
terroso y las vigas estaban cubiertos de cagadas de paloma. Aquellas ratas con alas campaban a
sus anchas por doquier, mirándole con ojos inexpresivos. Barnaby olvidó toda contención y el
asco fue bien patente en su rostro. Todo el vello de su cuerpo se erizó, su mente le gritaba que
saliera de allí, pero sus músculos en tensión no se movían ni un milímetro.
—Qué gran noche —ronroneó la vieja. Con una mano intentó peinarse el cabello ralo y
erizado, y con la otra acarició la pierna de Barnaby, que la apartó al instante, asqueado. Ella rio
de nuevo, estridente y sibilina—. Mi diablillo… ¿Por qué no te quedas aquí conmigo? Te cuidaré
muy bien y te dejaré comer de este cuerpo que tanto te gusta siempre que quieras.
Barnaby abrió los ojos en una expresión incrédula y horrorizada. Su cuerpo reaccionó; se
incorporó de un salto, rebuscando en la suciedad del suelo, intentando encontrar su ropa. Tuvo que
salir en cueros de aquel cuchitril con lo poco que pudo encontrar. A la carrera, se adentró en el
bosque cercano, huyendo a toda prisa de aquella vieja bruja y sus oscuras propuestas. No sabía
cómo se había dejado engañar de aquella forma tan absurda, después de todo, él no era un
cualquiera. Mientras intentaba subirse los calzones apoyado en una haya, lo entendió: había
subestimado Crimson Falls y a su gente. Airado, se recriminó aquel error.
«Lo arreglaré, lo arreglaré todo y después borraré este estercolero de la faz de la tierra», se
dijo intentando tranquilizarse.
Había llegado el momento de dejarse de juegos, había llegado la hora de sacar a flote todo su
potencial.
***
Sarah despertó temprano. Una sensación de paz la mantenía anclada a la cama. Perezosa, giró
un poco sobre sí misma, y entonces le vio: Declan le daba la espalda a su lado. Una oleada cálida
provocada por los recuerdos de la noche anterior la invadió. La sonrisa bobalicona que se dibujó
en su rostro fue inconsciente. Alargó la mano para acariciar la espalda fornida, pero se detuvo
antes de tocarla.
«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó. Aquello no era propio de ella. Jamás había hecho algo
así, ella era contención y compostura. Ella no se acostaba con dos hombres a la vez. «¿Qué diría
papá si…?». No, pensar eso en ese preciso momento era incluso indecente. Alejándose de Declan
se obligó a levantarse de la cama y salir del dormitorio. Se vistió en el pasillo, no quería
despertar al irlandés y tener que explicarle que se encontraba confusa. De nuevo se sintió
estúpida. La noche anterior había sido mágica. Era cierto que no solía hacer ese tipo de cosas,
pero tampoco se había sentido así jamás.
Comenzó a sentirse superada. Turbada, un poco somnolienta, fue hasta la cocina y comenzó a
preparar el desayuno. Ni siquiera sabía si comería, pero al menos se mantendría ocupada.
Mientras cortaba el pan en la tostadora y ponía la tetera al fuego, intentando pensar en otra cosa,
no podía más que recordar el tacto de las manos de Declan sobre su cuerpo. Él era un hombretón
de campo, un vagabundo que recorría el país sin más amparo que la sombra de su moto y, aun así,
sus manos eran suaves y cálidas. Eran seda sobre una brisa serena. El vello de su cuerpo se le
erizó. Aquel pelirrojo tenía un extraño influjo sobre ella. No había sido tan solo el sexo, tan
diferente a todo lo que había tenido, era él mismo; tampoco había conocido a nadie que la tratase
de aquella forma, y eso comenzaba a gustarle. Declan la respetaba, era atento, observaba sus
reacciones y la tenía en cuenta, durante su encuentro se había sentido el centro del universo, le
había sentido volcado en ella y en cada caricia y beso había visto la impronta de su honestidad.
No pudo evitar compararlo con Barnaby, que solía follar con aquella sonrisa pagada de sí mismo,
y al que alguna vez había visto tratando de ver su reflejo para excitarse. Con el becario siempre se
sentía sometida al deseo, utilizada, pero con Declan había sido totalmente dueña de sí misma.
Había disfrutado como nunca.
El diablo se miraba fijamente a los ojos en el reflejo del espejo. El baño de aquel
cochambroso motel iluminado con la titilante luz de las velas se había transformado en una
antigua caverna. Una boca de lobo oscura y plagada de males. En los ojos negros podía ver a
su víctima, indefensa, lejana, ignorante del maleficio que estaba recibiendo. Poco a poco,
recitando las palabras prohibidas, aquel ser del averno, astuto y despiadado, la confundía, la
atraía hacia sí.
Tabatha entró en la cocina, sonriendo feliz y confiada. Ambas se miraron, y tras un gesto
cómplice de la mujer, las dos rompieron a reír. Sarah estaba algo avergonzada.
—Mi niña… —comenzó a decir Tabatha, acercándose a Sarah para cernirla en un cariñoso
abrazo—. Me alegro tanto por ti.
—Bueno, tampoco nos volvamos locos —habló Sarah con contención. A pesar de todo,
devolvió el abrazo con gusto. Un poco de la inseguridad con la que se había despertado se disipó
con la calidez de Tabatha.
El demonio recibió aquel gesto como un bofetón. El impacto le obligó a volver el rostro, y
de pronto el cabello rosado de la anciana le inundó la visión. Aquella vieja bruja era poderosa,
pero él no era un donnadie. Se obligó a volver a establecer el vínculo. Ante el esfuerzo, las
velas en el baño del motel lanzaron llamaradas. Su rostro, hermoso, se iluminó con los naranjas
y rojos del hogar. Apretó los dientes con furia. No iba a dejarla escapar.
Sarah obligó a su tía a deshacer el abrazo. La mujer siguió sonriendo, feliz, pero un brillo de
preocupación se delató en sus ojos.
—¿Qué pasa? —se adelantó Tabatha. Sarah esquivó su mirada y se centró en las tostadas. Le
costó volver a hablar, pero su tía no se movió ni un centímetro de su posición.
—Es solo que estoy algo confundida —susurró la chica, aún mirando los bártulos de la cocina
—. Todo está sucediendo muy rápido y es extraño.
***
—A veces las mejores cosas vienen así —apostilló Tabatha ensanchando aún más su sonrisa.
Pensaba que después de todo lo que había hecho, Sarah habría entendido la verdad. Pero no era
así. La chica aún estaba consumida por la incertidumbre.
«Puede que esté llevando las cosas con demasiada cautela», pensó para sí misma. «Ella es
fuerte, más fuerte que nosotras, quizás».
La muchacha levantó los hombros en un gesto de fingida indiferencia, y Tabatha presintió la
duda que habitaba en su interior.
—Aún no sé si son buenas o malas, o si son un error, tía. He dejado toda mi vida atrás, y ahora
no sé qué hacer. No sé quién soy. Anoche creí saberlo, pero ahora pienso que todo ha sido un
error… Que he utilizado a Barnaby, y también a Declan, por culpa de mis dudas.
—No has utilizado a nadie. Siempre has dicho que Barnaby es solo tu amigo, ¿eso lo sabe él?
—Sí… claro, nunca hemos formalizado nada. Pero, no sé, tía Tabatha. Me siento extraña,
como si estuviera siendo desleal a todos los que se han preocupado por mí.
—Es normal que tengas dudas, ha habido muchos cambios en tu vida, pero eso solo es tu
percepción, no has fallado a nadie; solo estás tomando tus propias decisiones —respondió
apagando el fuego donde el té se preparaba.
—Tal vez me he equivocado. Mi padre debe estar muy preocupado, ni siquiera le he escrito en
este tiempo, y no deja de llamarme.
El ser se sonrió satisfecho. «Jódete, bruja», murmuró en un alarde de chulería. Era el
momento de dar el siguiente paso. El pececillo revoltoso que era Sarah había mordido el
anzuelo, tan solo debía tirar para pescarla. Y él tiraría muy fuerte. Tomó la daga a su
izquierda, sin mostrar ninguna emoción, se pasó el filo del cuchillo por la palma de la mano,
hundiéndola en la carne. En cuanto cerró el puño a la altura de sus ojos, la mano comenzó a
sangrar. Goterones de sangre le dibujaban surcos negros sobre el brazo hasta el codo. El
demonio sonrió malévolo.
Tabatha supo que tenía que hablar con Sarah o la perdería, y no pensaba dejar que algo así
volviera a pasar. Había tenido que ser cautelosa durante todo ese tiempo, era mejor que viera las
cosas por sí misma, pero en ese instante estaba sintiendo sus dudas, su angustia, como un nubarrón
negro que la envolviera. Había una energía densa a su alrededor. Ahora que habían conseguido
alejar a Barnaby lo suficiente para que Sarah pudiera pensar con claridad, con la influencia limpia
y benefactora de Declan y las energías que se habían movido la noche anterior, Tabatha estaba
segura de que la muchacha estaba preparada para escuchar y que, de hecho, lo necesitaba para
despejar las dudas.
Tomando la tetera la puso en la mesa de la cocina y se sentó frente a ella. Intentó no dejar de
sonreír a pesar de que el cielo se llenaba de nubarrones negros.
—Cielo —dijo cantarina, instando a Sarah a que le prestara atención—. Siéntate conmigo, hay
algunas cosas de las que debo hablarte que tal vez te ayuden a comprender mejor las cosas.
La chica obedeció con confianza.
—Eso espero… porque no sé cómo sentirme ahora mismo.
—Sé que crees que tu madre estaba loca, pero no es verdad —soltó a bocajarro. Intentaba por
todos los medios sonar afable. Sarah abrió la boca y se revolvió en su silla, pero un gesto de
Tabatha la obligó a guardar silencio—. Tu madre era una bruja. Como lo somos nosotras. Tú
también lo eres, solo que aún no lo sabes.
***
—Eso es… —susurró Sarah, incrédula. ¿Pretendía Tabatha que la creyese, o quizás hablaba
en un sentido figurado? No podía saberlo—. Eso no tiene sentido.
—Llevas mucho tiempo negándotelo, pero si lo piensas detenidamente, ¿no explicaría eso las
cosas que han pasado en tu vida? Es hora de que enfrentes la verdad, Sarah, porque eso te
liberará. Porque despejará tu incertidumbre. Tu verdad está aquí, con nosotras.
La muchacha la miraba incrédula. En su interior, una vocecita le decía que todo era cierto, si
hubiera podido pensar con claridad, todas las piezas habrían encajado perfectamente al escuchar
aquella afirmación en boca de su tía. Pero una voz racional y amarga le repetía que aquello era un
sinsentido, que aquella mujer solo quería alimentar su confusión, empujada por su propia locura.
—Mamá se suicidó por culpa de delirios como ese, Tabatha —dijo muy seria, en un tono
amargo.
—Lockwood la enloqueció, no era ningún delirio —comenzó a hablar Tabatha más seria y
segura de sí misma—. Él la manipuló desde el principio, la atrapó en sus redes y la convenció de
que era tu padre, os necesitaba a las dos para hacerse más poderoso. Los demonios usan a la gente
como nosotras para sus fines oscuros.
—¿Qué locura es esa? —preguntó Sarah al borde del llanto. No podía creer lo que estaba
oyendo. Era suficientemente doloroso aceptar lo que hizo su madre para ahora escuchar aquellas
mentiras sobre su padre.
—Tu verdadero padre era Robert Emerson y Christopher lo mató para apoderarse de los
poderes de tu madre —anunció Tabatha con tono sombrío—. Lo descubrimos tarde, cuando ya os
había llevado a las dos lejos de nosotras y nuestra protección. Eso es algo que jamás me
perdonaré.
Recordó el rostro de su madre, roto por el dolor la última vez que la vio. La última vez que la
abrazó. Un recuerdo destelló en su mente, quiso aflorar en medio de la oscuridad que empezaba a
engullir sus pensamientos.
El diablo comenzó a dibujar el pentagrama en el espejo, pero de pronto sus dedos se
crisparon de dolor. Tabatha volvía a la carga. Aquella vieja no se retiraría sin presentar
batalla. El ser se obligó a seguir el ritual. Con mano temblorosa dibujó el conjuro sobre el
espejo con su propia sangre. En cuanto terminó las runas, las formas parecieron refulgir y
bailar sobre el cristal. Él sonrió satisfecho de nuevo. Notaba a su víctima, desconcertada y
cercana. Su dolor le alimentaba.
—Sarah, te están engañando —susurró con voz gutural—. Te miente y te manipula. Vuelve a
mí, solo yo puedo ayudarte. Vuelve a mí y vámonos a casa.
El recuerdo se diluyó en aquel océano embravecido, volviendo a sus profundidades. Ella
misma lo empujó lejos, intentando protegerse del dolor.
No podía creer lo que Tabatha acababa de decir. ¿Cómo podía decir que Christopher no era su
verdadero padre? Estaba loca. Eso explicaba las cosas mejor que todas aquellas fantasías con las
que intentaban justificarse. Su madre ya lo estaba, ¿por qué su tía no? Christopher tenía razón.
Siempre la tuvo.
De pronto, toda aquella paz y comprensión que había sentido se borró de su interior, sustituida
por la rabia y la pena.
—Me mentís y me manipuláis. —Sarah masticó cada palabra con ira, tenía los ojos anegados
por las lágrimas, pero el enfado le impedía llorar. Su cara adoptó un rictus pétreo.
—Sarah... —dijo Tabatha con cautela. Ambas empezaron a ponerse en pie, intentando lidiar
con la tensión de forma inconsciente—, son ellos los que lo hacen, tu padre te mantiene prisionera
haciéndote creer que estás enferma, que no podrías vivir lejos de él. Hizo lo mismo con tu madre.
—¡Mi padre me quiere!
—¡Tu falso padre es un monstruo!
***
No había acabado de pronunciar las palabras y ya tenía la certeza de que decir aquello había
sido un error. Tabatha intentó decir algo más, pero Sarah la interrumpió.
—No, no lo es —dijo Sarah en voz baja, con tono apagado y derrotado—. Es mi padre, quizás
sus formas no sean las correctas, pero siempre ha estado a mi lado. Siempre ha cuidado de mí.
Supongo que es algo que no muchos pueden decir —apostilló mirándola con rencor.
Había jugado mal sus cartas, Tabatha lo sabía, pero había algo más en todo aquello. Podía
sentirlo como un regusto amargo en el paladar.
La chica no esperó a su reacción. Intentando no perder la dignidad, aunque las lágrimas ya
anegaran su rostro, fue hasta las escaleras y se detuvo antes de subir el primer peldaño. Tabatha la
miraba desde la puerta, esperando que hubiera reflexionado.
—Sarah, yo no me perdonaré jamás haber…
—No. Ya está bien. No quiero escuchar más excusas, ni más fantasías enloquecidas —dijo
volviéndose. La miró con los dientes apretados. Miró hacia la escalera con un gesto dubitativo.
—Tenemos que hablarlo, Sarah. Somos una familia…
La muchacha negó con la cabeza. En su mirada ensombrecida y húmeda por las lágrimas solo
había amargura.
—Dile a Declan que siento haberme aprovechado de él.
—Sube y habla con él, Sarah, por favor…
—No. Esto se acaba aquí —sentenció, dándose la vuelta para salir airada de la casa.
En el motel, Barnaby exhaló un grito de victoria. Estaba realmente agotado, el ritual le
había costado más de lo esperado, pero había dado un resultado más que ideal. Las brujas
Sallow serían poderosas, pero había quedado demostrado que no eran rival para un demonio
tan poderoso como él. Y ahora que Sarah venía a su encuentro lo sería más. Por no hablar de lo
que Lockwood le daría en cuanto le llevase su mascotita de vuelta. Sí, al final todo había salido
a pedir de boca, al final él había vencido.
Sarah salió de la casa familiar hecha una furia. Tabatha no intentó impedírselo en ningún
momento, aunque se sentía desolada. Entendía a Sarah mejor que ella misma. Sabía que las
palabras no la ayudarían, que necesitaba hechos. Y sabía que los hechos vendrían, que tenían que
prepararse para momentos duros, y para enfrentarse al mal que la perseguía como una sombra.
Declan, adormilado y confuso, apareció a toda prisa en la puerta de la entrada.
—He oído a Sarah gritar, ¿habéis discutido?
El irlandés, sin entender qué estaba ocurriendo, salió a la calle en el preciso momento en que
la chica se montaba en su coche y se alejaba a toda prisa del lugar. Alterado, hizo ademán de
correr tras ella, todavía a medio vestir.
—¡Sarah! ¡Espera!
—Déjala —dijo Tabatha agarrándole con suavidad del hombro, instándolo a no actuar—. Deja
que ande su camino. Debe ver las cosas por sí misma. Y las verá, no es ninguna estúpida, pero no
te preocupes: no la dejaremos sola.
Él la miró sin comprender. La noche anterior todo había sido mágico y revelador, maravilloso,
¿cómo podía haber cambiado tanto en apenas unas horas?
—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó, mirando por fin a la anciana, pero enmudeció al ver
lágrimas en el siempre alegre rostro de la mujer de pelo rosado.
***
Barnaby convenció a Sarah para dejar su coche en el motel.
—Tu padre mandará a alguien a recogerlo —dijo mientras salían del establecimiento. Llevó a
Sarah del brazo para guiarla hasta el coche en el que él había venido. En aquel estado de
alteración no era buena idea que ella condujera.
El becario pisó el acelerador a fondo y salieron a toda prisa del pueblo. Él conducía con la
mirada fija en la carretera, pero su expresión triunfal no pasaba desapercibida. Sarah había
llegado al motel hecha un manojo de nervios, llorando y balbuciendo historias raras sobre brujas y
demonios. Al principio la chica tuvo miedo de que su amigo la rechazase, no sabía si estaba al
tanto de lo que había pasado en la fiesta, pero nada más verlo la extraña certeza de que solo él
podía ayudarla la asaltó. Barnaby, nada más verla, la abrazó con fuerza, oprimiéndola sin
miramiento. Poco después abandonaban Crimson Falls juntos.
—Así que esa mujer piensa que es una bruja, ¿eh? —comentó Barnaby divertido. El
comentario era hiriente y burlón. Sarah lo pasó por alto y se limitó a asentir, en ese momento
sentía un rencor ardiente contra Tabatha. Además, si Barnaby estaba dolido, estaba en su derecho
—. Están locas, Sarah. Te lo dije. Es una vieja colgada y no deberías haber venido nunca.
—Quizás tengas razón —concedió Sarah sollozando.
El aire en el coche empezaba a ser irrespirable, los edificios del pueblo comenzaban a
desdibujarse a sus espaldas, y la carretera serpenteaba atravesando aquel bosque de árboles
ancestrales y oscuros. Habían salido a media mañana, con el sol brillante prácticamente en el
cenit. Pero al ir saliendo de Crimson Falls, el cielo se fue encapotando, cubriéndose de
nubarrones negros que amenazaban tormenta. El coche dobló una curva y un rayo cayó certero en
el arcén. Barnaby tuvo que detenerse, la luminaria lo cegó unos segundos y el estruendo que vino
después le atronó la cabeza. Sarah se agarró al salpicadero.
—¿Qué es…? —preguntó asustada.
—Solo la meteorología —la cortó el becario enfadado—. No vamos a culpar a la brujería del
mal tiempo. No todo es misterio y magia oscura. ¡Nada lo es, de hecho!
Sarah asintió sintiéndose ridícula de nuevo. Al fin y al cabo, Barnaby tenía razón. Siempre la
había tenido. Se pusieron en marcha y al poco empezó a chispear. La lluvia ligera fue tomando
fuerza, convirtiéndose a los pocos minutos en un manto espeso de agua que a duras penas les
dejaba ver unos metros más allá.
—A lo mejor deberías parar y esperar a que amaine —sugirió Sarah con voz temblorosa.
—No, vamos a marcharnos de este manicomio ya mismo —respondió Barnaby seguro de sí.
Otro rayo cayó del cielo. Esta vez el chispazo alcanzó un enorme árbol, de diez metros de
altura o más. El tronco comenzó a astillarse hasta que se partió y con un crujido profundo y sonoro
comenzó a caer, amenazando con cortar la carretera.
—¡Para! —gritó Sarah, movida por el miedo y el inconsciente.
Barnaby, lejos de obedecer, apretó los dientes y pisó el pedal del acelerador a fondo. La
sombra del enorme tronco en caída libre se cernió sobre ellos. Sarah se llevó las manos a la cara,
esperando lo peor, atenazada por el miedo, deseando con todas sus fuerzas que el árbol no
impactara sobre ellos. Tras unos segundos se descubrió el rostro, para ver con cierto alivio que el
tronco había caído, pero lo habían dejado a sus espaldas.
La tormenta arreció, no pensaba darles tregua. Nuevos rayos comenzaron a caer, algunos muy
cerca de ellos. Los truenos los acosaban sin descanso. El crujido quejumbroso de los árboles al
partirse y caer se convirtió en una salmodia sin final. Otro árbol enorme estuvo a punto de
aplastarlos, pero lo esquivaron en el último momento sin saber siquiera cómo. Ninguno de los dos
había visto algo parecido.
—¡Barnaby! —gritó Sarah asiendo al becario por el brazo con ambas manos—. ¡Detén el
coche!
—¿Qué pasa? —La miró con ojos crueles que dejaban a la chica sin defensas—. ¿Crees que
las brujas no van a dejarnos marchar? ¿Lo crees de verdad?
—No sé qué creer —respondió Sarah con voz queda.
—Perfecto, Sarah, ¡no es el mejor momento para creerse esas tonterías de brujas y demonios!
—El tono de Barnaby, despectivo y airado fue una flecha en el corazón de ella—. Esto es culpa
tuya, al fin y al cabo, eres una niñata que vino buscando… ¿qué? ¿Qué es lo que buscabas en este
rincón de mierda?
—No lo sé… —apostilló ella, intentaba defenderse, pero Barnaby gritaba y estaba casi fuera
de sí.
—Claro que no, ¿qué ibas a saber tú? —Barnaby siguió gritando, la tormenta no cesó de
golpear los cristales del coche con la lluvia. Sarah se sentía ahogada, apenas sin respiración—.
Tú no sabes nada, tú solo haces y esperas a que los demás limpiemos tu mierda. Eres una
malcriada, eres una…
—¡Basta! —la voz de Sarah sonó como un alarido. Un grito desesperado contra Barnaby, pero
también contra los elementos y el clima.
El becario se quedó clavado, mirándola fijamente, masticando la ira. El coche se había
detenido en medio de la calzada, el frenazo sobre el pavimento mojado lo obligó a ladearse un
poco. Sarah volvió a ser consciente de sí misma, de lo precario de su vida, de lo insignificante
que era su voluntad.
—Basta, por favor —repitió con un resuello.
Barnaby asintió, concediéndole un pequeño descanso, pero la rabia de sus ojos negros y
muertos no desapareció. Ambos quedaron en silencio, sentados inmóviles dentro del vehículo.
Sarah se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar. En apenas unos minutos en aquel
silencio untuoso, el tiempo comenzó a cambiar. Poco a poco, la fiera tormenta se tornó en un
deslucido aguacero. Los rayos y los truenos cesaron por completo. Sarah no quería descubrirse el
rostro. Solo quería cerrar los ojos con fuerza, y descubrir al abrirlos que estaba en su piso de
Nueva York, tranquila, a salvo, lejos de aquella pesadilla.
Barnaby, con gesto adusto y frío, no volvió a abrir la boca. Solo puso el coche en marcha,
rumbo a la gran ciudad; rumbo a la meta final de aquel viaje absurdo.
Capítulo 14

Torre Lockwood, una mañana de mayo.

Al abrir los ojos se quedó mirando el techo por un largo rato, sin parpadear. El silencio en la
habitación era pesado, espeso, y tenía la sensación de que le oprimía el pecho. No estaba segura
de haber despertado. Desde su regreso, tres días atrás, aquel lugar le parecía irreal, era como un
sueño. Un sueño que no le pertenecía, por el que deambulaba como un autómata mientras se
dejaba cuidar.
«¿Realmente me están cuidando?».
Lo primero que hicieron al regresar fue visitar al doctor Martin. Estaba realmente alterada y
sufrió una crisis de pánico. Su padre la había recibido con un abrazo que le resultó vacío y una
preocupación que manchaba de ira sus ojos. No sabía si todo lo que había dicho Tabatha, todas
aquellas locuras sobre él, la habían condicionado, pero nada era igual. Y sabía que no volvería a
serlo.
En la consulta del doctor Martin se dio cuenta de que aquel hombre la trataba con un punto de
vista viciado, como si fuera una enferma cuya dolencia era incurable. Como si aquello a lo que él
llamaba síntomas solo pudiera ser apaciguado a través de las pastillas. Le recetó un nuevo
medicamento, pero ella siquiera miró el nombre en el frasco. La primera noche tomó una sola
píldora, pero al día siguiente comenzó a fingir que lo hacía. El remedio la dejaba tan vacía, tan
anestesiada, que no era capaz ni de pensar con claridad.
Y si algo necesitaba en ese momento era pensar con claridad, porque había vuelto a
equivocarse. Lo sabía en lo más profundo de su alma, pero apenas comenzaba a aceptarlo.
Barnaby se removió a su lado en el colchón. Volvió la vista para mirarle, deseando que no
despertara. No se había separado de ella desde que llegaran, pero sus cuidados comenzaban a
parecerle los de un carcelero; se aseguraba de que tomase la medicación, de que le trajeran la
comida, y el único consuelo que le ofrecía era el de un sexo mecánico y vacío de toda emoción.
Ya siquiera ese placer le resultaba un alivio, porque cuando terminaban y Barnaby se dormía, ella
se desvelaba pensando en lo que había dejado atrás. Y no podía borrar de su mente las palabras
hirientes que le había dedicado en el coche. ¿Por qué seguía dejando que se metiera en su cama?
¿Por qué toleraba su presencia?
«¿Cómo he podido ser tan estúpida?», se reprochó. «Pero no puedo dar crédito a lo que dijo
Tabatha. No es real. Nada de eso es real. Es una locura». Ya dudaba de todo, de lo que había visto
y oído, y de los propios argumentos racionales con los que justificaba su huida.
—¿Tienes costumbre de mirarme mientras duermo? —dijo el becario, estirándose desnudo
sobre la cama. Su sonrisa canalla, que en otros tiempos le erizó el vello de la nuca, ahora le
resultaba postiza: la sonrisa de un muñeco, de un robot programado—. ¿Has dormido bien?
—Sí, las pastillas me dejan tiesa… —mintió.
—El buen sexo también tendrá que ver, ¿eh? —dijo él con una risilla.
Sarah no respondió, y Barnaby se apoyó sobre un codo para besarla. Correspondió de manera
automática. Deseaba empujarle, apartarle de sí, pero no encontró las energías para enfrentarse a la
discusión que eso provocaría. El sexo con Barnaby se había convertido en algo vacío, su mero
tacto la dejaba con una sensación de asco hacia sí misma que cada vez soportaba menos.
—Verás como pronto te encuentras mucho mejor. Es cuestión de descansar y volver a tomar
contacto con la realidad.
Ella asintió. Se apartó de él cuando intentó meter una mano bajo su camiseta, y disimuló el
rechazo poniéndose en pie.
—Tengo que ir al baño.
—Sí, claro.
Barnaby se repantigó sobre la cama, cogió el mando del televisor y lo encendió, levantando
los brazos y cruzándolos tras su cabeza.
«¿Por qué no se va?», se preguntó Sarah. No quería tenerle cerca. No era a él a quien quería a
su lado.
Se metió en el baño, y encendió el móvil. Tenía el Whatsapp lleno de mensajes, de tía Tabatha,
de Alice… y de Declan. El único chat que había abierto era el del irlandés, volvió a leer los
mensajes que no había respondido.
Sigo aquí.
Seguiré aquí hasta que regreses o me pidas que vaya.
No estás sola.
Nadie está enfadado. Todos te queremos de vuelta.
Solo dilo e iré a buscarte.
Sintió un nudo cerrarse en su garganta y unas terribles ganas de llorar. No había dejado de
pensar en Declan, y en lo que había ocurrido en el claro, en lo real que se había sentido. Deseaba
con todas sus fuerzas estar a su lado, que fuera él quien estuviera con ella.
—¿Vas a tardar mucho? —escuchó a Barnaby detrás de la puerta.
—Creo que sí… Necesito que me hagas un favor —le dijo sin abrir.
—Claro, tú mandas y yo obedezco.
—Ve a comprarme tampones, ¿vale?
—Enviaré a…
—No, por favor. Ve tú, es algo muy íntimo y no quiero que nadie sepa cuándo se me adelanta
la regla y cuándo no —mintió.
—Ah… Vale, vale. ¿Te ha bajado la regla?
—¿Tú qué crees? —replicó irritada.
—Sí, ya veo que sí —dijo él con un tono desdeñoso—. Enseguida vuelvo.
«Gilipollas», espetó Sarah en su mente.
Esperó a escuchar la puerta de su departamento cerrarse para salir del baño. Entonces corrió
hacia ella y cerró todos los pestillos y cerraduras, uno a uno. Presa de un tremendo alivio, se
apoyó en la puerta y se dejó caer hasta sentarse en el suelo.
—No vas a volver a pisar mi casa —le dijo a la nada—. No vas a volver a tocarme. Y no voy
a volver al maldito psiquiatra.
Suspiró y volvió a mirar los mensajes en el Whatsapp.
Quiero que vengas. Escribió. Y al instante se arrepintió. ¿Qué haría si Declan se plantaba
allí? ¿Cómo le explicaría a su padre lo que había pasado? No se sentía con fuerzas para discutir
con él, para explicarle lo que le ocurría.
La cabeza comenzó a dolerle con fuerza y dejó el móvil a un lado tras borrar el mensaje.
Necesitaba pensar, y los pensamientos se le escapaban como agua entre los dedos.
Sin embargo, algo le decía que con Barnaby fuera, todo sería más fácil.
***
El pueblo había enloquecido desde la partida de Sarah. Aquella mañana, cuando Declan llegó
tarde para detenerla, había sido testigo de una de las cosas más raras de su vida. Los vecinos de
Crimson Falls se reunieron en el jardín de Tabatha, alrededor del centenario árbol de la linde del
bosque, y allí comenzaron a alzar sus voces en un extraño cántico. Unieron sus manos, las alzaron
al cielo y las nubes lo cubrieron. La tormenta pareció acudir a su llamada y desatarse sobre el
pueblo con una violencia inusitada. Los rayos iluminaron el cielo, el viento rugió con fuerza y
durante unos minutos azotó el bosque furioso. Cuando los allí reunidos bajaron los brazos y
Tabatha anunció que habían logrado escapar, la tormenta se disipó como había llegado y el sol
refulgió sobre sus cabezas. Declan sabía a quién se refería: Sarah se había ido con esa serpiente
venenosa.
El mismo día, Declan acudió al taller e intentó recuperar a Molly: las piezas habían llegado,
pero la reparación se estaba retrasando y no la tendrían lista hasta el día siguiente. Aquello le
llenó de frustración: no podía hacer otra cosa que esperar, no obstante, envió algunos mensajes a
Sarah, inmerso en un mar de dudas. No recibió respuesta alguna. Se sentía responsable, se
arrepentía de no haber golpeado a ese cabrón en cuanto tuvo ocasión, de no haber hecho caso a su
instinto y haberle estrangulado, haberle echado del pueblo. Haber hecho algo. Aquellos viejos
fantasmas de culpas y responsabilidades le estaban estrangulando de nuevo, y lo único que tenía
para enfrentarse a ellos era armarse de paciencia y mantener la mente fría.
—¿Vas a marcharte mañana? —le preguntó Tabatha durante la cena aquella noche. Ella y Alice
parecían afectadas por lo que había pasado, y el ambiente en la casa era triste y pesado. Eso
también le hizo sentir mal, porque no era capaz de contribuir para cambiarlo—. Puedes hacerlo, si
es tu deseo.
—No sé lo que haré. Antes me gustaría entender qué ha pasado —les dijo haciendo acopio de
serenidad. Aquello que había presenciado habría hecho huir a cualquiera, pero Declan tenía una
tendencia natural a aceptar lo inexplicable. Su vida era algo inexplicable. Y lo último que quería
era huir de allí. Tenía que encontrar la manera de ayudar a Sarah—. He visto como provocabais
una tormenta, y es algo que aún estoy asimilando, ¿qué está pasando en este pueblo?
—Sabemos hacer algunas cosas… Cosas inexplicables para muchos —dijo Alice—. Nos
llaman brujas, brujos, magos o hechiceros, depende de a quién preguntes. Este pueblo no cierra la
puerta a ningún hijo de la magia que lo necesite.
Declan se pasó la mano por el pelo. Por un largo instante se quedó callado, pasando la mirada
de una mujer a otra mientras asimilaba aquello, lo masticaba y lo intentaba digerir. Ambas
mantenían un gesto grave. Hablaban completamente en serio, y él no tenía un solo argumento para
no creerlas.
—Crimson Falls fue fundado por una superviviente de los juicios de Salem, ¿conoces esa
historia? —preguntó Tabatha.
—Sí, más o menos… Una serie de acusaciones falsas terminaron en juicios y ejecuciones por
brujería —respondió Declan frunciendo el ceño.
—No se equivocaban en la práctica de la brujería. Aquellas mujeres hacían uso de la magia,
pero no adoraban a ningún Satanás; sino a la naturaleza y a la fuerza de los elementos. A las
criaturas que rigen los ciclos y las fuerzas invisibles. Eran mujeres sabias, avanzadas a su época,
conocedoras de la medicina ancestral y de costumbres muy antiguas —explicó Tabatha—. Jezebel
Sallow huyó junto con su consorte, escapó de los juicios y llegó al condado de Aroostook, donde
fundó Crimson Falls como refugio para los perseguidos por la intolerancia.
—Sois sus descendientes, y Sarah también… —concluyó Declan.
—Sí, ella es nuestra ancestra más importante, de la que heredamos todo el legado de la
familia, y también los dones —intervino Alice.
—Ayer cometí un error… —dijo Tabatha—. Pensé que Sarah estaba preparada para escuchar
la verdad sobre su familia. Pensé que había encontrado un motivo para creer, una razón para
quedarse. Quien ella cree que es su padre, no lo es, estoy segura de ello: los seres como él no
pueden engendrar. Él alejó a Sarah y a su madre de nosotras para que no pudiéramos protegerlas,
para alimentarse de ellas y hacerse más poderoso.
Declan escuchaba con atención, sin juzgar, y aquella información parecía hacerlo encajar todo:
lo que sentía junto a Sarah, las cosas que era capaz de adivinar en ella, lo que había visto y su
propia presencia en aquel lugar. La animadversión que sentía hacia Barnaby. Todo lo que le había
llevado allí.De vez en cuando los pensamientos racionales, los propios de una mente lógica,
interferían, recordándole que todo eso era una locura. Pero lo que sentía por Sarah era muy real, y
aferrándose a eso podía creer cualquier cosa.
—Los seres como él... Vale, ¿qué clase de ser es Christopher?
—Es un demonio —respondieron las dos a la vez.
—¿Un demonio? ¿Como Lucifer?
—La tradición judeocristiana le dio nombres a las fuerzas naturales… Tanto nosotros, los
hijos de la magia, como ellos, hemos adoptado el lenguaje de esa tradición, pero no tenemos
pruebas de que Dios o el diablo existan —explicó Tabatha—. Pero sí sabemos que existen fuerzas
oscuras, criaturas malévolas que se alimentan del dolor y de los peores deseos del ser humano.
Hay quienes defienden que, de hecho, son creaciones de la consciencia humana, seres que emergen
de ella y toman su propia identidad.
—Y… creéis que Christopher es uno de ellos.
—Sí, Barnaby lo es, pudimos confirmarlo la noche de la fiesta, aunque yo ya tenía sospechas
—continuó Tabatha—. Le tendimos una trampa y Sibila lo comprobó. Si él lo es, Christopher sin
duda es su amo, y le envió con la misión de devolverle a Sarah.
Declan se pasó las manos por el pelo, intentando ordenar la información que le estaban dando
en su mente. Desde el principio había sentido el impulso de golpear a Barnaby, aunque estuviera
callado, aunque apenas le conociera, era algo irracional.
—Debes pensar que estamos locas, y no te culparemos si decides marcharte después de esto
—dijo Alice.
—Mañana volveré a tener mi moto operativa, pero tengo que pensar… Y, sobre todo, pensar
cómo ayudar a Sarah —respondió Declan, reflexivo después de un instante de silencio—. No sé
cuál es la mejor forma de actuar ahora mismo. Y no, no creo que estéis locas. Esto solo confirma
algo que siempre supe: que hay mucho más de lo que alcanzamos a ver y que a veces, cuando el
instinto te dice que le rompas la cara a alguien, no se equivoca.
Las mujeres se miraron entre sí, sorprendidas por la facilidad con la que Declan aceptaba las
cosas. Montar un drama no habría servido de nada, ni ponerlas en entredicho: había sido testigo
de suficientes cosas para saber que no mentían.
Las mujeres se miraron entre sí, sorprendidas por la facilidad con la que Declan aceptaba las
cosas. Montar un drama no habría servido de nada, ni ponerlas en entredicho: había sido testigo
de suficientes cosas para saber que no mentían.
—Puedes quedarte todo el tiempo que necesites —dijo Tabatha, levantándose para recoger los
platos de la cena. Declan hizo lo mismo para colaborar.
—Gracias —respondió él—. Y, Tabatha, no cometiste ningún error. Creo que Barnaby tiene
mucho que ver con que Sarah se haya ido. Ella quería quedarse, pero es difícil escuchar la
voluntad propia si alguien a quien quieres te presiona y te manipula… Sarah piensa que él es su
amigo.
Tabatha suspiró con pesar, pero asintió a sus palabras.
—No vamos a dejarla sola, eso te lo aseguro. Algo se nos ocurrirá.

Y así fue. Tres días después de la partida de Sarah, Declan seguía allí. Los mensajes que le
había enviado mostraban los dos ticks en azul que indicaban que los había leído, pero no había
obtenido respuesta. Le preocupaba, en especial después de lo que Tabatha le había revelado, y la
tensión y la frustración que sentía solo las podía controlar estando activo, planeando. La casa
había sido un hervidero aquellos días, los vecinos iban y venían, interesándose por la situación,
ofreciéndose para ayudar. Finalmente, Tabatha había decidido convocar un gabinete de crisis en el
Ayuntamiento al que Declan, como uno más, también asistió.
—En el pasado, tomamos decisiones que ahora creo erróneas. —Tabatha era la que hablaba en
el atril, en lugar de la alcaldesa Robinson, que se encontraba sentada junto a los demás en el salón
de actos del Ayuntamiento—. Christopher es un peligro para nosotros, cuando vino y se llevó a mi
hermana, no sabíamos hasta qué punto lo era: nos engañó a todos, y les dejamos ir pensando que
Emma estaba escogiendo libremente. Todos sabíamos que había algo turbio en él, algo muy
oscuro: pero miramos a otro lado, fuimos cobardes, no quisimos indagar. Agnes mostró a Sarah la
realidad tras la muerte de Robert: no fue un accidente, estamos seguras de que él la provocó, de
que quiso llevarse a Emma desde el principio. Ahora quiere llevarse a Sarah para siempre, pero
mientras ese demonio viva, nadie en Crimson Falls estará a salvo, otros como él sabrán donde
acudir cuando necesiten alimentarse…
—Esos entes necesitan mucha energía para mantenerse en este mundo… —dijo Radagast,
sentado junto a Declan. La expresión en el rostro del irlandés dejaba claro lo ajeno que era a todo
aquello que Tabatha contaba—. Suelen alimentarse de las personas, y cuando encuentran a
personas como nosotros es como un manjar. La magia natural los alimenta mucho más.
—¿Ese tipo y Barnaby se están comiendo a Sarah? —espetó la pregunta en voz baja,
alarmado.
—Sí. Por eso hay que sacarla de ahí. Y acabar con ellos —asintió dándole más énfasis a las
últimas palabras.
Sintió el impulso de levantarse en ese mismo momento, coger a Molly e ir a Nueva York para
arrancarla de las garras de esos demonios, pero eso habría sido una locura. No sabía los peligros
a los que podía enfrentarse, y enfrentarse solo a eso parecía un suicidio. Así que escuchó.
—¿Y qué podemos hacer? —preguntó la voz temerosa de la señora Barnet. Adeline, que
siempre iba con ella, estaba a su lado, cuchicheando escandalizada—. Hace mucho tiempo que no
nos enfrentamos a nada así.
—Sí, es cierto —respondió Tabatha—. Pero no podemos encogernos e ignorar lo que sucede
por miedo. Lo hicimos una vez, y lo pagó mi familia, si cometemos el mismo error, lo pagaremos
todos.
Hubo una oleada de comentarios y cuchicheos a favor y en contra. Reunidas en la sala había
personas de todas las edades y condiciones, entre ellas estaban el panadero, el chico del taller que
había atendido a Declan, el profesor de la escuela y aquel tipo que solía gritar borracho en la
avenida. La vieja Sibila, que había acudido a casa de Tabatha un par de veces aquellos días,
también estaba allí, sentada con las manos unidas sobre su falda negra.
—Vale, vale, dejadme hablar —alzó la voz Tabatha. Poco a poco el volumen de las
conversaciones fue bajando hasta quedar en silencio—. Ahora tenemos un canal abierto con
Sarah. Agnes nos ayudó a establecerlo, pero ahora es cosa nuestra mantenerlo. Podemos
protegerla y ayudarla. Hay que convocar al aquelarre.
Declan levantó la mano, sintiéndose algo intimidado rodeado de toda aquella gente con
poderes. Había visto al pueblo provocar una tormenta destructiva y pararla como si nada, y se
sentía pequeño entre ellos. Además, la vocecita racional en su cabeza, aunque cada vez menos
intensa, seguía ahí, recordándole el despropósito que era todo. Pero no pensaba quedarse a mirar
mientras otros hacían el trabajo.
—¿Qué puedo hacer yo para ayudar? —preguntó cuando Tabatha le miró y asintió para darle
la palabra.
—Sabrás qué hacer en el momento adecuado, Declan O’Connor. Tú no estás aquí por
casualidad.
Las palabras de la mujer le erizaron el vello de la nuca. Su sensación había sido certera desde
el principio: todo le había llevado hasta allí, como si su destino fuera encontrarse con la chica de
los ojos violeta.
Desde lo que había ocurrido en el círculo de hadas, no dejaba de pensar en lo que había
sentido, en la paz que le había invadido en aquel momento, como si al fin hubiera encontrado un
lugar, una faceta de sí mismo que necesitaba explorar. Por primera vez en su vida deseaba
compartir su existencia con alguien, pero no podía evitar preguntarse cuál era su papel en aquella
historia: ¿sería solo un peregrino que llegó justo cuando se le necesitaba antes de seguir su
camino? ¿O, en cambio, aquella parada era su destino? La respuesta a aquellas preguntas solo la
tenía Sarah, y que ella correspondiera sus sentimientos le convertiría en una cosa o en otra.
«Pase lo que pase, saldrá bien. Ella estará bien», pensó mientras escuchaba a Tabatha
desglosar su detallado plan ante la sala en silencio.
Capítulo 15
Christopher tenía la mirada perdida en la ciudad. De pie, daba la espalda a Barnaby. Las
pesadas cortinas que solían cubrir los enormes ventanales de su despacho estaban descorridas. No
estaba contento, era evidente. Barnaby se quedó de pie, frente al escritorio, esperando recibir la
bronca que se estaba cociendo dentro de su jefe. «No es justo», pensó. Al fin y al cabo, había
hecho lo que le había pedido. Sí, Sarah se las había ingeniado para echarlo de su casa, pero al
menos la había traído de vuelta. Mientras la chica había estado con las Sallow, quién sabe qué
brebajes o conjuros habían aplicado sobre ella para mantenerla lejos de los seres como ellos.
—¿Eso es todo lo que pasó? —habló por fin Lockwood.
—Sí —respondió el becario cuadrando los hombros. Ahora venía la parte difícil—, al menos
todo lo que yo pude saber.
—Ya… —apostilló aquel gran hombre, y su voz, profunda y serena, cayó sobre el muchacho
como un chaparrón. Lockwood le imponía. Más bien le aterraba.
—No fue fácil —comenzó a excusarse Barnaby, intentando salir airoso—. Esas brujas… son
muy poderosas. Me lo pusieron muy difícil. Ellas…
—¿Dije yo que lo sería? —le cortó Christopher. Se ladeó para mirarlo, todavía frente al
ventanal, y sus ojos refulgieron como ascuas.
—No —respondió Barnaby tragando saliva. Se sintió encoger bajo el peso de aquella mirada.
—No, no lo dije —siguió hablando el jefe, mirándole fijamente. Clavando en él sus pupilas
ardientes, colmadas de veladas amenazas—. Pensé que serías capaz, es obvio que me equivoqué.
Quizás confiarte algo tan delicado haya sido un error.
Y volvió a darle la espalda. Barnaby apretó las mandíbulas airado. Que se enfadase y lo
regañase era algo que podía aceptar. Al fin y al cabo, el camino a lo más alto no era un paseo.
Pero su indiferencia, su desprecio, no estaba dispuesto a tolerarlo. No cuando sabía que no había
fallado, que había hecho todo lo que estaba en su mano.
—Con todo respeto, señor —rompió el silencio el becario, alzando la barbilla, intentando
parecer seguro de sí mismo—. Sarah no es una chica a la que se pueda llevar la contraria, y al
menos la traje de vuelta como usted quería. He cumplido con mi cometido.
La habitación se oscureció. No solo se apagaron las luces eléctricas, es que desde los
ventanales tampoco entraba ni un ápice de claridad. Repentinamente, el mundo se había vuelto
oscuro, tenebroso. El espacio entre ellos dos quedó apenas iluminado por unas llamaradas
ilusorias, que lo teñían todo de rojos y amarillos, que alargaban las sombras y las convertían en
dedos estranguladores.
—¡¿Como yo quería, dices?! —atronó la voz de Lockwood, en apenas un segundo había
recorrido los metros que lo distanciaban del becario y ahora tenía la nariz pegada a la suya—.
¡Esto no es lo que yo te ordené! ¡Debías traerla a casa, tal y como yo la había dejado! Pero no…
tuviste que improvisar, ¡necesitabas medirte con unas brujas de tres al cuarto! ¡Tu insensatez nos
ha costado años de trabajo!
Barnaby, que no pudo apartar la mirada de los ojos oscuros de Christopher, escuchó en
silencio. En las pupilas de aquel ser veía cientos de almas retorciéndose, trepando las unas sobre
las otras, intentando escapar, desesperadas, de la prisión que representaban aquel demonio y su
ambición.
—Yo… —intentó excusarse haciendo acopio de valor. Apenas podía respirar, se asfixiaba en
el azufre que rezumaba la ira desbocada de Lockwood.
—¡Sal de mi vista! —Christopher no atendería a razones. Barnaby dudó durante unos segundos
si obedecer—. Sal de aquí antes de que te despelleje.
No necesitó más. Sabía que aquello no era una amenaza, sino una advertencia. Sin decir nada
más, el becario salió del despacho y el resto del mundo volvió a la normalidad. Caminó deprisa
por el pasillo, en dirección a su refugio. Lockwood no era un hombre con el que se podía discutir,
o más bien, con el que no había que discutir. Todo el plan se había venido abajo. Pronto Sarah se
desvanecería también, y viendo cómo había acabado su madre, era de esperar lo que pasaría.
«No puedo quedarme aquí», pensó Barnaby, y no lo haría. No se quedaría a recoger las
migajas de las promesas rotas de su jefe, ni su ira tampoco, había llegado el momento de
moverse.
***
Por fin, Lockwood se quedó a solas en el despacho. Era cierto que su esbirro no lo había
hecho tan mal, pero la paciencia y la gratitud no eran virtudes de un demonio. Al menos, no de uno
tan poderoso como él. Por otro lado, el atormentar a los más débiles era algo que le
proporcionaba cierto placer. Además, si el chico quería ascender tenía que curtirse. Bajo su
propia experiencia, un poco de presión nunca venía mal para fortalecer el carácter de los grandes.
Por otro lado, seguía enfadado. Mientras Sarah estuvo con las Sallow dejó de tomar las pastillas,
no sabía si por voluntad propia o por algún tipo de embrujo, pero eso había acelerado el proceso.
Había tenido que encerrar a Sarah en su casa. Durante los primeros días desde que la trajeran de
vuelta, había intentado mantenerse paciente, incluso afable. Pero la chica estaba fuera de sí. Soltó
una risilla al recordar como Sarah le había espetado que Tabatha le había contado que él era un
demonio.
—Chiquilla estúpida…. —dijo entre dientes. Le había acusado, esperando descubrir algo de
verdad en todo aquello.
—También dijo que no eres mi verdadero padre —recordó lo que dijo Sarah, mirándole
fijamente, desafiándolo—. Dijo que tú le mataste.
—Sarah… —intervino él suspirando, intentando parecer comprensivo—. Has dejado de tomar
la medicación, ¿verdad?
—No —respondió ella. Supo que no mentía. Un demonio siempre sabe cuándo le mienten—.
No son las pastillas, ni mi cabeza. Necesito respuestas.
—Pequeña, hija mía —comenzó a hablar Christopher lisonjero—. Están locas, tu madre lo
estaba, y yo estoy intentando que te alejes de ese mal que corre por tu sangre, pero no me lo pones
fácil.
Sarah se alejó de él, enfurruñada. Lockwood se sonrió satisfecho en cuanto le dio la espalda.
Estaban en el piso de ella, en su misma torre. Volvería a ganársela, poco a poco. Esta vez, en
cuanto la tuviese de su lado, comenzaría a drenar su energía sin miramientos. Un escalofrío le
recorrió la espalda al recordar como había tomado el poder del cuerpo de su madre. Había
pasado buenos momentos con Emma. Grandiosos, en realidad, ella le había ayudado a convertirse
en lo que era sin saberlo. Sarah era incluso más poderosa. El solo hecho de imaginar a dónde
podría llegar con aquel potencial, lo que podía conseguir, le excitaba. Pero la necesitaba sumisa y
callada.
Sarah fue hasta el mostrador de la pequeña cocina, gris y anodina comparada con la de la casa
Sallow, y puso las manos sobre la encimera fría.
—Así que estoy loca —habló después de un largo silencio. Su voz y su convicción habían
cambiado de un momento a otro.
Christopher, consciente del peligro, no respondió. Tuvo la amarga certeza de que en aquel
punto todo podía irse al garete. No iba a permitirlo.
—¿Y si no lo estoy? –preguntó Sarah, hablando más para sí misma que para su padre.
—Cielo —Lockwood se movió rápido hasta ella, tomándola por los hombros, frotándolos con
fingido cariño—, estás nerviosa, todo ha sido demasiado traumático, necesitas descansar.
—¡No! —gritó Sarah sacudiendo los hombros, obligando a su padre a soltarla, dándose la
vuelta para mirarlo orgullosa—. ¡Lo que necesito son respuestas! Algo más allá de tu excusa de la
locura.
Entre los dos se formó una tensión inusitada. Sarah le miraba provocadora, en sus ojos
habitaba la urgencia de que Lockwood le concediese lo que ella pedía. Él alzó la barbilla y
masticó en silencio su enfado. Aspiró aire por la nariz antes de hablar, dilatando las aletas con el
esfuerzo.
—No te atrevas a desafiarme —dijo él alzando un dedo como advertencia, colocándolo a la
altura de la nariz de la chica.
Ella, visiblemente enfadada, apartó su mano de un manotazo, quizás en un acto inconsciente de
defensa. Pero la reacción de Christopher no se hizo esperar. Levantó el brazo derecho y descargó
un fuerte revés en el rostro de Sarah. Ella lanzó un pequeño alarido. El impacto y el dolor la
obligaron a doblarse sobre sí misma. A los pocos segundos levantó la cabeza para volver a
mirarle mientras se frotaba la mejilla. En sus ojos había lágrimas cuajadas, pero también lucha.
Lockwood suspiró enfadado.
—Si es lo que quieres, es lo que tendrás.
Acto seguido salió del piso, cerrando la puerta con llave tras llevarse el bolso de la muchacha
con todo su contenido dentro: incluyendo el móvil. Dejó a Sarah a solas con sus pensamientos. Ya
en el pasillo, de camino al ascensor, pudo oír como la chica se precipitaba contra la puerta
cerrada, arañándola y gritando aterrada. Lejos de compadecerla, siguió andando sin darse la
vuelta, sonriendo, regodeándose con el dolor de ella.
«Quizás así aprenda», se dijo, ya que como el buen padre que pretendía ser, no podía
permitirse reconocer el deleite en el miedo de a quien llamaba hija.
***
Sarah no estaba segura de cuántos días llevaba allí encerrada.
En el fondo de su ser sabía que Christopher había actuado como lo que era. Cada vez estaba
más convencida de que aquel hombre no era su padre. Pensar que lo que su tía le había revelado
era cierto aún le parecía una locura, pero por más vueltas que le daba a todo lo que había pasado
durante aquel mes no conseguía discernir la verdad de la mentira. ¿Quién mentía y quién no?
Ahora mismo aquello se le antojaba una cuestión imposible de descifrar.
Debatiéndose entre la pena y la histeria, Sarah pasaba las horas como podía. Su padre había
cortado el teléfono y el Internet en su apartamento, y se había asegurado de dejarla incomunicada.
Lo único que podía hacer era pensar. Le dolía tener que resignarse, dejarse vencer. En ocasiones
se descubría a sí misma derrotada, llorando tendida en la cama, apática viendo la nada en
televisión, intentando no pensar, no saber. Pero en otras renacía su espíritu guerrero, su ánimo de
lucha la obligaba a ir hasta la puerta, lanzarse contra ella, patearla, golpearla y gritar pidiendo
ayuda. Nunca obtenía respuesta. Tabatha había dicho que su padre la había mantenido prisionera, y
aunque aquella idea era demasiado horrible, aunque se forzaba a no pensar en ello, ahora era más
cierto que nunca. ¿Y si tenía razón en el resto? ¿Y si las pastillas, las terapias, hasta Barnaby, eran
mecanismos de aquel hombre para no dejarla marchar? Solo hacerse aquellas preguntas la llevaba
al llanto. Hora tras hora, intentaba ordenar hechos, pensamientos y recuerdos. Llevaba su mente
hasta Crimson Falls, a los días que había pasado con aquellas que se hacían llamar familia, con el
paso del tiempo comenzaba a sentirse culpable por no haberlas escuchado. «Fui tan obstinada…»,
se lamentaba una y otra vez.
También estaba Declan. El pelirrojo había llegado a su vida de pronto, pero no la había
invadido, la había alcanzado como una suave marea, fresca y salada, renovadora. Sarah, a
aquellas alturas, tenía la certeza de que haberse separado de él había dejado un vacío dentro de
ella. Un vacío que acabaría llenando de añoranza por él y resentimiento contra sí misma.
Al día siguiente, se encontraba en uno de sus trances de apatía, sentada en el sofá con los pies
en alto, enfundada en el pijama azul y con la vista clavada en el televisor. Oyó la puerta abrirse,
pero no cerrarse. Componiendo un rictus duro, de disgusto, Lockwood caminó por el apartamento
con paso sereno. Sarah evitó mirarle cuando se sentó junto a ella en el sofá, doblando la espalda
hacia adelante, apoyando los codos sobre las rodillas. La miró de reojo y suspiró ante la fingida
indiferencia de su hija.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó en voz baja. Ella no respondió, se limitó a levantar un
hombro con la mirada fija en la pantalla del televisor. Él volvió a suspirar—. Sarah, debo pedirte
perdón —siguió.
Aquello la ablandó un poco, pero se obligó a resistir, a seguir mostrándose enfadada y
distante. Había tenido mucho tiempo para pensar, demasiado.
—¿Tampoco vas a perdonarme? —Christopher siguió con su soliloquio. De nuevo había
impostado el tono, intentando parecer afable. Pudo notarlo y eso la irritó aún más—. Lo entiendo,
no he sido el padre del año, a pesar de que lo he intentado. He sufrido mucho por ti.
—Já… —soltó Sarah despectiva. En otro momento, habría creído las palabras de su padre,
pero ahora ya no. La semilla de la duda quedó plantada cuando la encerró en el piso después de
abofetearla. Y estaba creciendo a toda prisa.
—Yo te quiero, hija —añadió él. Parecía muy afectado. «Está haciendo un papel. Un padre
jamás habría hecho lo que él me ha hecho»—. Igual que quería a tu madre. Las dos erais lo más
importante para mí, aunque ahora cueste creerlo.
Sarah, a pesar de todo, no podía dejar de sentirse culpable al escuchar algo así. Su corazón no
era de piedra, y había vivido toda su vida junto a Christopher, llamándolo papá, queriéndolo como
tal. Poco a poco, se giró para mirarlo, para enfrentarle de una vez, para descubrir si había algo de
verdad en sus ojos.
La había, pero no la que ella ansiaba encontrar.
Lockwood estaba frente a ella, había ido con aquel pretendido aire de desarme, pero al
mirarle a los ojos lo vio claro. No había sentimiento alguno en aquella mirada. Al menos, nada
que fuese bueno o auténtico. Su padre permanecía impasible, la obligaba a tomar partido, a
amarle. Sarah comprendió que, por alguna oscura razón, aquel hombre necesitaba su perdón, pero
que no mendigaría por él, que la obligaría a perdonarle si era necesario, retorciendo las palabras,
manipulando sus emociones para conseguirlo. La cabeza comenzó a dolerle repentinamente.
Intentó no dar muestras de su malestar centrando su atención en el televisor. En algún punto lejano
muy lejos de allí. Pensó en Declan, en cómo se había sentado a su lado, libre y auténtica, sin
presiones ni manipulaciones. Pensó en Tabatha, recordó su voz suave y alegre, el amor con el que
la había tratado. Pensó en su hermana, en el perdón cuando comprendieron que ambas estaban
dolidas. Pensó en su madre, la mujer a la que aquel hombre que ahora le resultaba desconocido
decía amar.
No estás sola, Sarah...
—Sarah… —Christopher comenzó a hablar de nuevo, pero ya no le escuchaba.
Ya no habitaba en su mismo plano. Su corazón latía tan rápido que apenas podía oír nada que
no fuera su pulso. Y, de pronto, dejó de ser la Sarah adulta. Había viajado en el tiempo hasta su
niñez, seguía en la torre, pero se había transportado a la noche en la que su madre saltó de la
cornisa, la noche en la que todo se perdió.
Emma, su madre, llevaba puesto el camisón blanco de seda. Estaba aterrorizada, ambas lo
estaban. Sarah, en aquel momento, no era más que una chiquilla.
—Mi niña —habló Emma agachándose para ponerse a la altura de la niña—. Ahora vamos a
jugar a algo, ¿vale?
La chiquilla asintió. No estaba segura de que su madre quisiera jugar en realidad, la expresión
en su rostro la asustaba. Además, estaba llorando. Uno no tenía ganas de jugar si lloraba. La
madre se incorporó, mirando desesperada alrededor. Buscando algo. De pronto, agarró a su hija
por el brazo y la arrastró hasta uno de los armarios del pasillo.
—Sarah —dijo susurrando, intentando sonreír a pesar de todo—. Vamos a jugar a
escondernos. Tú te esconderás aquí, y yo vendré a buscarte dentro de un rato. ¿Lo has entendido?
—Así no es el juego, mamá —respondió la niña, inocente, sin entender.
—Este es uno nuevo, hija —dijo la madre aún en voz baja. Con suavidad la obligó a entrar en
el armario, apartando los abrigos para hacerle hueco, cubriéndola con ellos después—. Mi amor,
no salgas, pase lo que pase, ¿de acuerdo?
La niña asintió. Estaba asustada, pero amaba a su madre y confiaba en ella. Obedecería.
—Recuerda que todo es un juego, ¿sí? —añadió. De rodillas en el suelo tomó a la niña por la
cara y le dio un beso, profundo y sostenido, en la frente—. No salgas, aunque oigas cosas
extrañas. Por favor, haz caso a mamá. Vendré a buscarte en un rato.
La mirada que dirigió a su hija antes de cerrar las puertas del armario, colmada de cosas que
una chiquilla no podía entender, paralizó a la niña.
Encerrada en el ropero, envuelta en la oscuridad y arropada por la ropa de calle, la chiquilla
se abrazaba las piernas en silencio. El resto de la casa también lo estaba. Si seguía así acabaría
por dormirse. Ya había cerrado los ojos, con la frente apoyada en las rodillas. Pero un aullido la
sacó del sueño. Levantó la cabeza, intentando ver algo en la oscuridad. Allí no había más que
chaquetas y zapatos, quizás algún paraguas. El sonido venía de fuera. «¿Es un perro?», se preguntó
curiosa. De nuevo el animal aulló, y ella, a pesar de su corta edad, supo que aquello no era un
perro. Era otra cosa, alguna que desconocía. De repente a aquellos sonidos se unieron otros:
gruñidos, graznidos, rugidos, y algunos que la chiquilla no sabía ni cómo se llamaban. De nuevo
tuvo miedo. Un miedo atenazante que la obligaba a quedarse quieta en su escondite. Además,
mamá había dicho que vendría a buscarla.
—¡No puedes retenernos! —la oyó gritar por encima de toda aquella jauría.
—¡Ahora ambas me pertenecéis! —respondió alguien.
No reconoció la voz. Había algo oscuro en ella, un ronroneo más propio de un animal que de
un humano. Pero los animales no podían hablar. Lo hacían en las películas de la televisión, pero
no en la vida real. ¿Qué era lo que había ahí fuera? El miedo era fuerte, pero estaba creciendo en
ella la curiosidad natural de los niños. A pesar de eso había prometido que no saldría del armario.
—¡Las dos os quedaréis aquí para siempre, Emma!
Un momento…
—Esa es la voz de papá…—susurró la niña a la nada. Pero no parecía normal, estaba ajada,
rota.
«A lo mejor le pasa algo…», pensó ansiosa. Se revolvió en su escondite. No tenía más que
empujar la puerta, abrir una pequeña rendija para averiguar qué era lo que estaba pasando allí
afuera. Necesitaba saberlo. La niña Sarah era obediente, pero también era valiente, y si su familia,
si su padre y su madre estaban en peligro, ella debía hacer algo.
Despacio, se puso de rodillas para empujar una de las puertas hacia afuera. El suelo del
armario estaba plagado de bártulos, zapatos, botas, algún bolso. Los esquivó como pudo,
moviéndose despacio. Pero al empujar la puerta, solo queriendo que se deslizase unos milímetros,
resbaló cayendo sobre la madera, haciendo que se abriese de par en par. Sarah salió rodando del
armario y quedó tendida en el suelo del pasillo.
Los dos adultos callaron.
Su padre le daba la espalda, estaba encorvado y crispado. Su madre la miró aterrorizada.
Todos los sonidos que había escuchado dentro del armario se acallaron también. Su padre fue
dándose la vuelta, y cuando lo hizo la niña gritó de terror. Aquel ser no era Christopher. Sí,
llevaba su ropa, tenía su pelo, sus manos, estaba en su casa, pero no era él. Al menos el rostro no
lo era. Aquel era un ente, que rezumaba perversidad, de ojos oscuros y muertos que destellaban
con el rojo de los fuegos del infierno, de boca crispada y fauces chorreantes y lobunas. Sarah
siguió gritando ante la mirada de aquel demonio. Sabiéndose descubierto, el otro papá giró sobre
sus talones y caminó hasta la niña.
—¡Eh, eh, tú! —gritó Emma a espaldas del que era su esposo. No sirvió de nada, ahora él
estaba centrado en la niña. Iba hacia ella, decidido. La madre, que lucharía por su hija hasta el
final, se lanzó a las espaldas del demonio. Este, por fin le prestó atención. Cogió a la mujer con
una de sus zarpas y la lanzó por los aires. Ella rebotó contra una de las paredes y cayó al suelo.
Él comenzó a reír, divertido y siniestro. Pero Emma no iba a darse por vencida. Consiguió
ponerse otra vez en pie, apoyando la espalda y las manos contra la pared del corredor.
—Aún no lo entiendes —afirmó el diablo, acercándose a su esposa—. No hay nada que
puedas hacer contra mí. No puedes escapar.
Emma lloró en silencio, desafiándole con la mirada. Él rio de nuevo, esta vez con más fuerza.
—Te equivocas —respondió. Seguía llorando, pero también se sonreía—. Sí hay algo.
Y de pronto, lo empujó con todas sus fuerzas. No había querido derribarlo, pero sí apartarlo
de su camino. Tras dirigir una breve mirada a su hija, descalza, corrió hacia el lado contrario a
toda prisa. La puerta de la casa seguía abierta, y ella enfiló hacia la salida. Lockwood salió
corriendo detrás.
—Sarah. ¿Estás bien? —La voz del Lockwood del presente la arrancó de la visión de su
propio pasado.
Lo miró desconcertada, intentando comprender qué había sido aquello. De pronto, tuvo la
certeza de que todo era real. Sarah, la adulta, acababa de recordar la verdad acerca de la noche en
la que su madre murió.
—Hija… —la acució Lockwood.
Ella siguió mirándolo con el rostro desencajado. «¿Ahora dirá que no puedo escapar? ¿O hará
algo más discreto? Aún no ha puesto todas sus cartas sobre la mesa, no como aquella noche…».
La chica era consciente de que debía tranquilizarse, de que no estaba preparada para enfrentar
algo como aquello. «Tenían razón…», se recriminó, y sintió ganas de llorar como si hubiese
vuelto a ser niña.
No se reprimió. Bajó la cabeza y comenzó a sollozar.
—Sarah, mi niña. —Christopher debió pensar que estaba ganando aquella batalla. Nada más
lejos de la realidad.
Raudo, se movió hacia la chica y la abrazó mientras lloraba. A Sarah aquel gesto le supo a
hiel. En los brazos de su falso padre se sintió prisionera y asfixiada. «Aguanta», se urgió. Ella,
igual que su madre, escaparía de allí, pero ahora debía mantenerse fuerte. Por ella, por las dos.
—Estoy bien —susurró, intentando parecer apenada de verdad. Fingiéndose estúpida—. Han
pasado tantas cosas. Lo siento mucho, papá —se obligó a decir. Dirigirle siquiera aquella palabra
ahora le daba asco.
—No importa, ahora ya estás en casa. Estás conmigo —apostilló Christopher.
Las palabras provocaron un escalofrío en la chica. Se sacudió con suavidad y él la dejó ir, no
sin antes plantar un beso en su mejilla. Tuvo ganas de frotarse hasta dejarse en carne viva, pero de
nuevo se contuvo. Ahora necesitaba mantenerse a salvo. Christopher siguió tocándola,
acariciándole el cabello o el brazo. Le miró, intentando recomponerse, y no vio un atisbo de amor
en los ojos de aquel ser. Solo había ansia, sed y anhelo.
—Tienes razón, en todo —concedió Sarah—. Volveré a tomar las pastillas, y volveré a ser una
buena hija.
Christopher asintió, satisfecho. Había cierto gesto triunfal en su sonrisa. Tras unos minutos de
charla sin sentido, se levantó y se dispuso a salir del apartamento. Sarah deseaba que la dejase
sola. Necesitaba pensar sus próximos pasos, pero sobre todo quería liberarse de la presencia
empalagosa del falso padre. Ambos caminaron hacia la puerta. El apartamento estaba en
penumbra, y las luces parpadeantes del pasillo recortaban una silueta de luz en el suelo de la
entrada. Tal y como pensaba, él había dejado la puerta abierta. ¿Había sido a propósito? ¿Sería
aquello una trampa para ver si Sarah salía corriendo de allí, tal y como hizo Emma años atrás?
Tuvo la certeza de que sí. Se obligó a no mirar hacia la salida, a no caer en las garras del mal.
Pero casi dio un respingo cuando, de pronto, lo vio. Al otro lado, saliendo a hurtadillas, un gato
anaranjado y espigado escapó de aquella cárcel sin ser visto. El corazón de Sarah de nuevo
comenzó a latir desbocado.
—¿De verdad estás bien? —preguntó el padre, para quien no pasaba desapercibido ninguno
de los gestos de la chica—. Puedo quedarme un rato más si quieres.
—Estoy bien —respondió ella carraspeando, rezando para no ser descubierta—. Tan solo
necesito dormir.
—De acuerdo, te dejaré sola para que puedas descansar.
—¿Dejarás la puerta abierta?
—No. Me temo que no, Sarah. Aún es pronto, quiero asegurarme de que todo está bien —
respondió él en un tono suave y comprensivo, completamente falso.
Asintió, mostrándose dócil, y se forzó a sonreír a aquel hombre, aquel que había forzado a su
madre al suicidio, aquel que la había tenido prisionera desde que nació. En cuanto él salió del
apartamento, cerrando de nuevo con llave para que ella no escapase, suspiró aliviada. Si sus ojos
no la engañaban, Garfunkel estaba allí. Y eso solo podía significar una cosa: a pesar de su
cabezonería y estupidez, su familia, aquellas que la amaban de verdad, aún le brindarían apoyo y
ayuda. Saldría de esta, aunque quizás no sin presentar batalla.
***
La silueta de la ciudad apenas se percibía contra la oscuridad del cielo nocturno. A pesar de
que la ciudad de Nueva York nunca dormía, la avenida en la que se encontraba la Torre Lockwood
estaba desierta a aquellas horas de la madrugada. En uno de los callejones adyacentes, donde
descansaban en silencio los contenedores repletos de basura, el panorama era muy diferente.
Durante la noche, los gatos eran los dueños de la ciudad. Se alimentaban de los restos de los
humanos, salían a explorar sin miedo, se apropiaban de todo.
Garfunkel entró triunfal en el callejón. Estar allí le costaba lo suyo, pero era perseverante y
tenaz, había pocas cosas que aquel fiero protector no pudiese conseguir, y él tenía algunos dones
especiales. Aquel gato anaranjado atrajo la mirada de todos sus compañeros felinos. No despedía
miedo como ellos, Garfunkel era consciente del poder de los gatos, y aunque compadecía a sus
compañeros, que vivían asustados bajo el yugo del hombre en aquella jungla de asfalto, hoy les
daría la oportunidad de redimirse.
Saltó hasta un contenedor, paseó sinuoso por el borde y acabó sentándose en la tapa. Cientos
de ojos le observaban, brillando en la oscuridad, expectantes y esperanzados. Seguro de sí mismo,
comenzó a maullar en lo alto de su improvisada torre. En su discurso había anhelo, había bravura,
y un mensaje claro: necesitaba ayuda, y era el momento de que aquella turba peluda se revelase.
Pronto, otros gatos, de todos los colores y formas, se unieron a la llamada, maullando ansiosos
con voz clara. Poco a poco, aquel grito esperanzado fue recorriendo la ciudad, hordas de gatos
salieron de sus escondites. Caseros y callejeros se mezclaban sin miramiento, invadieron las
calles, saltaron por encima de los coches y las personas que andaban por la acera. Como una
marea de zarpas y dientes, de ojos atigrados, caminaron al unísono hacia la Torre Lockwood.
Capítulo 16
No lo había visto venir. No hasta que se quedó con la puerta cerrada en las narices y ninguna
de sus estrategias funcionó para que Sarah volviera a abrirle. Ni siquiera le respondió, por más
que apelase a su culpa, a su pena o a su vergüenza; nada funcionó.
Aquello no habría tenido la mínima importancia, pero había algo más que la simple negación
de Sarah de volverle a dejar entrar en su casa: algo la estaba protegiendo. Lo había notado al
acercarse a su puerta, ese rechazo instintivo que encendía sus alarmas y le impelía a huir.
La charla con el jefe había servido para disuadirle. Christopher tendría que ocuparse de
aquello solo, porque no estaba dispuesto a dar su vida por la niñata estúpida y el capricho del
jefazo. Estaba harto de lamerle las botas como un buen esbirro a cambio de nada, y en ese
momento, lleno de rabia y miedo, se preguntaba si había tenido intenciones reales de
recompensarle alguna vez.
«He cumplido mi maldita misión. Me pidió que la trajera de vuelta, y aquí está, ¿y qué recibo
a cambio? ¡Más tareas que cumplir sin recompensa!».
Sabía de sobra lo que ocurría: esas brujas de Crimson Falls estaban protegiendo a Sarah. Él
no tenía el poder suficiente para evitarlo, y Christopher pagaría con él su frustración, le culparía
de aquello y le despellejaría.
Llevaba un buen rato encerrado en su departamento, sopesando sus opciones. Era cierto que
Christopher le había dado todo lo que tenía, sacándole de las calles donde se alimentaba de la
purria más repulsiva de la ciudad. Gracias a él pasó de lidiar con mafiosos y delincuentes a
aprender a defenderlos desde aquella torre de cristal, vestido con los mejores trajes y con acceso
a las mejores delicias de la humanidad; pero todo tenía un límite. E incluso alguien como él tenía
dignidad.
Y miedo. Sabía que de fallar en aquel injusto encargo Christopher le mataría. O haría algo
peor con él.
—Bien, parece que es buen momento para una retirada estratégica —le dijo a la penumbra de
su habitación.
Huir, al fin y al cabo, era una cuestión de inteligencia cuando era la existencia de uno lo que
estaba en juego. Aprovecharía que Christopher estaba entretenido con las tonterías de su hija y se
largaría en medio de la noche. Había estado bien lo de follarse a Sarah, con su energía su cutis se
mantendría perfecto un par de años más, y con suerte encontraría otra idiota de la que alimentarse
que no le diera tantos problemas y a la que no tuviera que renunciar.
Decidido a ello, Barnaby tiró una maleta abierta sobre su cama y empezó a embutir en ella sus
mejores trajes: al menos se llevaría algo por aquel año de esclavitud.
***
El gato seguía ahí. Estaba ante la puerta, y se restregaba contra la madera con el rabo en alto,
mirándola con sus ojos inteligentes como si esperase algo de ella.
Garfunkel quería que saliera de allí, pero había intentado forzar la puerta de mil maneras y no
lo había conseguido: estaba atrapada. Huir por las ventanas en aquel piso era imposible, no había
escaleras de incendios ni modo alguno de agarrarse a la fachada de cristal para descender hasta el
suelo. Solo pensarlo hacía que le diera vértigo.
De pie ante la puerta, Sarah se pasó las manos por la cara e intentó despejarse. Estaba
nerviosa, asustada como no lo había estado nunca, y sin embargo notaba su mente lúcida. Las
imágenes que acudían a ella no eran fruto de ningún brote esquizofrénico; eran recuerdos, instantes
que su mente maltrecha y maltratada había sepultado bajo un montón de excusas para que no la
volvieran loca.
«No estás loca…». Aquella frase resonaba dentro de ella como un coro formado por las voces
de Tabatha, Alice y Declan. También la de su madre.
—¿Cómo he podido ser tan idiota, Garfunkel? —preguntó al gato. No se atrevía a acariciarlo,
temía que realmente no estuviera allí y las dudas volvieran. Verle le bastaba para sentir una
extraña seguridad, aunque no supiera cómo había entrado en el apartamento cerrado—. Tabatha
tenía razón. Todo lo que dijo es cierto… Y ahora no sé cómo arreglar esto.
Agobiada, empezó a caminar de un lado a otro, como una loba atrapada en una jaula. Así se
sentía, asustada y paralizada. ¿Se sintió Emma también así antes de morir? En el fondo de su alma,
sabía que sí. Su madre estaba sola, y Sarah recordaba por qué, sin la neblina de la que llenaban su
mente los fármacos, podía recordar, y sabía que Christopher siempre la había mantenido alejada
de su familia. Recordó con claridad el día que se mudaron a la torre, las discusiones que Emma
mantenía con Christopher por su negativa a que hablase siquiera con Agnes, su propia madre. Se
encargó de que no pudieran localizarlas y mantuvo a Emma controlada con la misma excusa con la
que la había controlado a ella: su salud mental, hasta el punto de adormecerla y anularla para que
no sintiera siquiera el deseo de escapar.
—Cabrón… —resolló, ahogando un sollozo y llevándose las manos al pelo—. Cabrón.
¡Cabrón!
No quería estar asustada, pero no podía evitarlo. La oscuridad a su alrededor era real, y poco
a poco los recuerdos empezaron a prender una llama capaz de transformar el miedo: la llama de la
furia. Esa que siempre había permanecido agazapada en su corazón, a la que temía y a la que la
habían enseñado a despreciar, estaba convirtiéndose en un incendio incontrolable. Aquello de lo
que siempre se había avergonzado, aquel enfado que siempre había considerado infantil, entró en
erupción como un volcán, convirtiendo en ceniza la parálisis a la que el miedo la sometía. Si
podía elegir, elegía la furia, elegía aquella fuerza imparable que quería salir de su cuerpo.
Como la lava de aquella erupción, un grito abrasador brotó de su garganta. Su cuerpo se agitó
y proyectó los brazos hacia adelante con un movimiento brusco y violento, un golpe que sacudió
por completo el aire a su alrededor. Como impactados por la onda expansiva de una explosión,
los muebles y objetos que la rodeaban saltaron por los aires; el aparador se reventó contra la
pared, el espejo de la entrada se hizo añicos que llovieron hasta el suelo, el sofá salió despedido
contra las ventanas, el televisor estalló, y la puerta salió volando, arrancada de sus goznes,
llevándose trozos de pared por la potencia del impacto invisible.
Cuando su voz se acalló, convertida en un resuello desesperado, una fina llovizna comenzó a
caer sobre ella: el sistema antincendios se había activado, y el pitido de la alarma resonaba en el
apartamento. Durante unos segundos solo pudo mirar el hueco de la puerta, incrédula, hasta que
vio al gato naranja pasar como un rayo en dirección al ascensor.
Sarah reaccionó entonces y se apresuró a salir del pasillo. Todo estaba oscuro, y parecía más
largo de lo que era. Aquella imagen le recordó inevitablemente a sus pesadillas, sintió el miedo
volver a lamerla por dentro, amenazando con paralizarla, pero en lugar de detenerse, corrió hacia
el ascensor. Lo llamó presionando varias veces el botón y entró deprisa cuando las puertas se
abrieron. Al cerrarse, las escuchó: las voces venían de abajo, del hueco que se abría bajo sus
pies, como si brotasen del fondo mismo de aquel agujero.
No puedes, y no quieres escapar.
Cerró los ojos con fuerza. El sueño se repetía… ¿Estaba soñando en ese momento? El miedo
volvió a agarrotar sus músculos. No quería bajar donde aquellas voces estaban, solo quería huir
de allí, como fuera. Abrió los ojos y levantó el dedo para pulsar el botón del último piso, pero
entonces una mano de piel blanca y dedos finos y gráciles la detuvo.
Sarah volvió la mirada y se encontró con los ojos violáceos de su madre. El rostro que había
olvidado estaba ante ella, lleno de amor y esperanza. El tacto de su mano era cálido y sólido, real
como si estuviera allí. Los ojos de la muchacha se empañaron de lágrimas, y sin necesidad de que
Emma abriera la boca, supo lo que le estaba diciendo.
Se esforzó en dejar de mirarla y pulsar el botón de la planta baja. A pesar de la inmensa pena
que se abría en su corazón, cuando el tacto de su madre desapareció junto a su imagen, Sarah se
sentía más fuerte que nunca.
«No estás sola. Y no estás loca. Yo estoy contigo. Todas estamos contigo». Esta vez era la voz
clara de Emma la que se reproducía en su mente mientras descendía directa hacia aquellas voces
del inframundo.

Las puertas se abrieron dándole paso al hall de la torre Lockwood. Las voces se callaron de
manera repentina, y por un instante Sarah pensó que había conquistado su libertad. Aquella
esperanza duró poco, porque al salir del ascensor, vio la terrible silueta dibujada contra la luz que
provenía del exterior: la imagen irreal, alta, espigada y negra de la forma real de quien se hacía
llamar su padre. Los cuernos afilados brotaban de su cabeza, apuntando al techo, y los ojos negros
como pozos ardían con un fuego rojo de ira.
Parecía un sueño: no había luz en el interior de la sala, ni la guardia de noche trabajaba al otro
lado de la recepción. El edificio estaba desierto como si nadie hubiera acudido a su trabajo
aquella noche. La Torre Lockwood, siempre viva y en ebullición, en ese instante parecía un
edificio abandonado y silente.
—No puedes salir de aquí —dijo Christopher con voz gutural. Una especie de susurros
chirriantes acompañaron a sus palabras como un eco inquietante—. Tú me perteneces, como me
pertenecía tu madre.
Sarah se sintió pequeña e insignificante ante aquella presencia arrolladora y oscura. Intentó
replicar, pero la voz se le enredó en la garganta.
—El destino de las dos ha sido siempre servirme. He intentado que fuera cómodo para
vosotras, he intentado hacerlo por las buenas…, pero parece que eso a los humanos no os gusta.
En especial a las mujeres como vosotras; os gusta sufrir —sentenció con un tono venenoso. Los
susurros repitieron como un eco aquella última palabra: «Sufrir. Sufrir. Sufrir»—. Así que eso te
daré a partir de ahora: sufrimiento.
«No estás sola. No estás loca».
Aún sentía el calor de los dedos de su madre en la mano. Ese calor le dio fuerzas para replicar
a aquel monstruo.
—¡No! Mamá murió por tu culpa, ahora lo entiendo todo —replicó con la voz ahogada y
temblorosa—. Nunca hiciste nada bueno por ella; la convenciste de que estaba loca, la
presionaste, la anulaste, la manipulaste y cuando supiste que ya no te valía, cuando se rebeló, la
empujaste a saltar desde la azotea. —A medida que hablaba su voz cobraba fuerza y seguridad. La
rabia, de nuevo, acudió a quemar con sus llamas al miedo—. ¡Tú me has quitado todo en la vida!
Pero ya no obtendrás nada más de mí, ni de mi familia.
Sus palabras resonaron en el hall. Los ojos de aquel demonio al que ya no reconocía la
miraban llenos de ira asesina, sorprendidos de que le hubiera replicado. Tras él, las puertas
automáticas se habían abierto, y gatos de todos los tamaños y colores estaban entrando al edificio,
rodeando al monstruo oscuro que se alzaba ante ella. Tras ellos venía Garfunkel con la cola en
alto. El gato se sentó en el umbral y observó.
—¿Qué es esto? —preguntó el demonio con voz burlona al ver a los gatos.
Soltó una risa gutural. Uno de los gatos de la manada saltó hacia él, pero un zarpazo violento
de sus nervudas manos negras lo mandó hacia la oscuridad de un golpe. El resto de gatos
retrocedieron, temerosos.
—¿Así es como piensas evitarlo? ¿Piensas detenerme con gatitos? Vamos, Sarah. Vuelve a tu
cuarto: eres mía. No tienes adonde ir. Este es tu lugar, y siempre lo será: a mi lado.
La fuerza la sacudió por dentro de nuevo como el fuego, y su voz tronó haciendo temblar los
cristales.
—¡NO! —gritó. Aquella única palabra resonó en el hall, retumbó con tanta fuerza que
Christopher se encogió sobre sí mismo, obligado a taparse los oídos con sus horribles manos.
Los gatos bufaron, pero lejos de salir corriendo, erizaron su pelaje y saltaron sobre el cuerpo
encogido de Christopher, clavándole sus pequeñas garras y colmillos en la espalda, los brazos, la
cabeza y el rostro.
Le escuchó gritar furioso, pero no se detuvo a observar cómo se desarrollaba aquella escena y
corrió hasta la puerta donde Garfunkel la esperaba. El gato salió a toda velocidad antes que ella y
desapareció de su vista.
Al salir a la calle, las luces de la avenida la cegaron por un momento. El sonido del tráfico la
devolvió a la realidad, como si hubiera estado sumergida en un sueño dentro de aquella torre. El
suelo bajo sus pies se hizo consistente, y el mundo entero se iluminó cuando escuchó el ronroneo
de una moto al detenerse en la acera justo frente a ella.
—¡Sarah! ¡Corre, sube!
Declan estaba allí, sobre su moto. Le hizo un gesto, apremiándola con el casco en la mano.
Sarah miró alrededor en busca de Garfunkel, pero entonces se dio cuenta de que su cabeza
asomaba de la alforja del irlandés.
Aliviada, corrió hasta él, tomó su rostro pecoso entre las manos y le dio un beso atropellado,
agradecida y eufórica.
—¿Cómo has…? Ni siquiera te he respondido a los mensajes… —jadeó mientras agarraba el
casco y se subía tras él, sin darse tiempo a sentirse culpable. Solo sentía agradecimiento, y la
euforia que la adrenalina despertaba en su interior.
—No hacía falta. No pude esperar más. Supe que tenía que venir, y vine.
—¡Vamos, tenemos que irnos antes de que salga!
Con los brazos de Sarah alrededor de la cintura, Declan aceleró y salió derrapando de la
acera, perdiéndose entre el tráfico.
***
Las diez horas que había pasado conduciendo en las que apenas se detuvo dos veces, no le
pesaban. Todo se había vuelto claro en su cabeza, una intuición tan clara como el día resplandeció
en su mente: sabía lo que tenía que hacer, y lo haría por difíciles que se pusieran las cosas. Al
subirse a la moto, se dio cuenta de que Garfunkel ya estaba esperándole metido en una de sus
alforjas. Ni siquiera intentó bajarlo o espantarlo: si el gato estaba allí, era porque quería
acompañarle. Aquel bicho le había dado suerte, más de la que tenía de por sí, así que se lo llevó a
Nueva York en busca de la chica de los ojos violeta.
No había ni detenido la moto ante la Torre Lockwood cuando las puertas correderas se
abrieron y Sarah salió corriendo. Su rostro en tensión se relajó cuando le vio allí, y corrió hacia
él para besarle. Nunca un beso le había sabido tan bien ni le había resultado tan energizante. Con
su calor en la espalda y los brazos agarrándose fuerte de su cintura, Declan se sintió capaz de
conducir diez horas más, y de conquistar Estados Unidos si se lo pedía. Pero aquello no hizo falta.
—Estás loco —dijo Sarah tras dar cuenta de la hamburguesa y el batido que habían pedido en
el diner en el que se habían detenido—. ¡Son muchas horas sin parar! Podría haberte pasado
cualquier cosa…
Le estaba regañando, y sin embargo había un brillo vivo y entusiasmado en sus ojos, como si
aún no terminase de creerse que estuviera allí.
—Ya había perdido demasiado tiempo, y sabía que no querías estar allí… además, ¿sabes lo
aburrido que es Crimson Falls cuando no estás? He pintado veintisiete vallas. Veintisiete.
Sarah rió por primera vez en días. Cómo lo había echado de menos. Luego le miró, curiosa y
emocionada.
—¿Cómo has sabido que tenías que venir? Ni siquiera he podido responder a tus mensajes...
—Porque no querías estar allí, lo sabía. Llegado un momento no pude aguantar quedarme
quieto. Corría el riesgo de que te enfadaras o me mandaras al infierno, pero eso ya no podía
detenerme —respondió seguro de ello. Después de lo que Tabatha y Alice le habían revelado, no
habría podido esperar por mucho más tiempo. Cuatro días habían sido suficientes—. ¿Estás bien?
¿Te han hecho daño? —preguntó con un tono de voz menos ligero.
—No, no más del que me he hecho yo sola… —respondió ella con frustración, apartando la
mirada de sus ojos.
Declan no pudo evitarlo y alargó el brazo para agarrarla de la mano y estrecharla con
suavidad.
—Sarah, no es tu culpa. Nada de lo que ha ocurrido lo es, ¿vale?
La muchacha levantó la mirada, emocionada, y pudo ver un brillo trémulo en sus ojos.
—No… Tienes razón —dijo con firmeza—. Yo pensaba que todo lo que hacían era por
aprecio o amor, pero nunca fueron esas las razones: solo se aprovechaban de mí.
A pesar de lo que estaba diciendo, y de que las lágrimas parecían a punto de brotar de sus
ojos, Sarah se mostraba entera y resuelta. Movió la mano bajo la suya y enlazó los dedos con los
de él. Declan los apretó con suavidad, mirándola a los ojos.
—¿Sabes? Todo el pueblo ha estado ayudándote estos días. No sé qué han hecho, ni cómo,
pero no han dejado de reunirse y de… planear. Todos esperan que regreses sana y salva.
—¿Te ha contado algo Tabatha? De por qué me fui… —preguntó Sarah dubitativa.
—Sí, me lo ha contado todo. Christopher es un demonio y os aisló a ti y a tu madre de vuestra
familia para alimentarse de vuestras energías. Tú y casi la totalidad de Crimson Falls sois brujos
y podéis hacer cosas increíbles —resumió Declan sin parpadear.
Sarah le miró sorprendida.
—¿Nada de eso te extraña, Declan? ¿No te parece todo una locura?
—No me va a servir de nada negar la realidad —respondió encogiéndose de hombros—.
Además, yo soy un hombre de acción; estoy actuando en consecuencia a las cosas de las que he
sido testigo. Puede que todo esto sea un sueño, pero eso me sabría fatal. Lo único que me jode es,
siendo que la magia es real, no haber recibido nunca una carta de Hogwarts.
—¿Por qué? Te hemos metido en un lío tremendo, y no hay quién lo entienda —dijo Sarah,
confusa con la respuesta.
—Yo he escogido este lío, y no me arrepiento de nada. Y de lo que menos me arrepiento es de
haberte conocido… Ni de lo que eso me hace sentir —replicó, estrechando sus dedos con más
intensidad.
Nunca le había dicho esas cosas a nadie, pero ahora no le costaba. Durante años había tenido
algunas relaciones esporádicas, unas más serias y otras menos, pero en ninguna había encontrado
nada realmente especial. No sabía lo que fallaba, siempre había pensado que se trataba de él.
Incluso había llegado a pensar que era alguien frívolo. Sin embargo, ahora lo entendía.
Simplemente, no había conocido a Sarah.
Los ojos de ella, fijos en él, se llenaron de calidez. Le dio la impresión de que el tiempo se
ralentizaba, de que la camarera que pasaba junto a ellos lo hacía a cámara lenta y la canción que
sonaba en la radio bajaba el ritmo y se alargaba. La vio abrir la boca, y supo que lo que iba a
brotar de ella era algo hermoso. Algo que deseaba escuchar con toda su alma.
—Declan, yo…
—Miiiiaaaauuuu. —El maullido exigente de Garfunkel, que acababa de saltar sobre la mesa,
los sobresaltó a ambos.
Se miraron el uno al otro, alarmados.
—Tenemos que irnos —dijeron a la vez, poniéndose en pie mientras Declan agarraba al gato y
se lo metía dentro de la chaqueta.
Estaban buscando a Sarah, y no podían permitirse perder demasiado tiempo.
Garfunkel siguió maullando con un sonido estridente y apremiante hasta que se subieron a la
moto y se pusieron los cascos.
La declaración tendría que esperar.
Capítulo 17
Desde la partida de Declan en busca de Sarah, el pueblo se había estado preparando para lo
peor. Todo era incierto en aquel momento, pero Tabatha había dicho que él volvería con la chica,
y que era probable que hubiese problemas con aquel demonio de la ciudad. Cuando ella decía
algo, todos lo tomaban en serio. El aquelarre había subsistido a salvo desde tiempos ancestrales
gracias a la diligente guía de las mujeres Sallow, así que no había margen para la desobediencia.
Si uno de los integrantes estaba en peligro, lo estaban todos.
Tuvieron poco tiempo para prepararse, pero cuando trabajaban todos a una el tiempo era
relativo. Radagast, alimentando su parte salvaje, había invocado a los seres del bosque, los
carnales y los espirituales, y había organizado partidas de vigilancia por todo el perímetro de
Crimson Falls: si alguien entraba o salía intentando no ser descubierto ellos lo sabrían al instante.
Las mujeres tejieron pequeños fetiches: soles, cruces, círculos y triángulos, pequeños objetos que
eran protecciones personales, además urdieron ramilletes de protección, adornaron las puertas de
las casas con ellos y cuando hubieron acabado, invadieron la iglesia y su blanca torre para
convertirla en un cuartel general improvisado.
Alice guió a los hombres a través del bosque. En grupos grandes, extrajeron laurel, ruda,
lavanda, olmo, salvia y romero. Con aquellos dones, atando manojos con cuerda, formaron
grandes guardianes, figuras altas con forma de hombre o mujer que dispusieron alrededor de la
iglesia. En un momento dado aquel sería su ejército. La señora Barnet, junto con algunas chicas
jóvenes y Adeline, fueron las encargadas de grabar las runas protectoras en las puertas de las
casas. Juntas, escribieron salmodias, breves y cortas, pero que mantendrían sus hogares a salvo. Y
por último Tabatha reunió un ejército de niños a los que guió durante todo el día para llenar las
calles del pueblo de glifos de protección. Usando sal o polvo de arcilla, inscribieron las formas
ancestrales que menguarían el poder de los demonios. Incluso el chamán titulado por Internet,
Joshua, el hippie de pelo largo y cinta en la cabeza al estilo de los años setenta, colaboró con
algunos rituales metafónicos realizados con cuencos tibetanos. El resto del aquelarre sabía que no
serviría de nada que pasease por el pueblo sin camiseta, haciendo sonar los cuencos e invocando
a gritos a nosesabía a qué ente inventado por la magia moderna, aun así, le dejaron hacer; en
aquel momento la unión y el sentimiento de pertenencia eran armas poderosas.
Casi un día después de haber movilizado al aquelarre, Crimson Falls estaba listo para la
batalla. Comenzaba a atardecer, todos estaban a salvo dentro de la iglesia. Al principio el pastor
se negó.
—No permitiré ritos paganos en la casa del señor —dijo mirando con gravedad a Tabatha y a
Alice.
—Si dios está en todas las cosas —advirtió Tabatha, serena—, el diablo también. Y créame,
hay uno de camino hacia aquí, y necesitaremos la ayuda de su Dios para combatirlo.
El pastor alzó la barbilla, sopesando las palabras graves de la anciana. Por poco que le
gustase la idea, la mujer tenía razón, y si era cierto que existía un diablo, entonces era la prueba
de que también existía Dios. Eso confirmaba sus creencias y, en un sentido más práctico, sería más
fácil combatirle allí dentro que en plena calle. Cambiando el gesto, se hizo a un lado, y el pueblo
acabó de invadir el suelo sagrado y de colocar sus defensas.
El rugido de la moto se oyó mucho antes de que esta apareciese a toda prisa por la avenida.
Tabatha suspiró aliviada. El chico afortunado lo había conseguido. La mujer estaba de pie sobre
las escaleras que llevaban a la blanca iglesia de madera, rodeada por los espantapájaros de
flores, con una gran estrella de seis puntas espolvoreada con sal a sus pies. Llevaba una falda
hecha de parches, todos de colores y estampados, que la cubría hasta el suelo, y con una mano se
ceñía la toca de lana, mientras se atusaba el pelo rizado y teñido de rosa con la otra. El cielo
estaba gris y ella brillaba con luz propia. La moto se detuvo al pie de las escaleras y Sarah,
azorada, pero contenta, corrió hasta ella. Tabatha abrió los brazos y ambas se fundieron en un
abrazo.
—Tía, lo siento —murmuró la chica, aliviada al verla.
—No importa, pequeña —respondió la anciana, feliz de verdad por ver a la muchacha sana y
salva—. Ahora ya estás en casa.
Besó a Sarah en la frente, y después miró a Declan. Había urgencia en sus ojos. Este asintió,
grave, y Tabatha entendió a la perfección el mensaje. Garfunkel corrió hasta ella tras saltar de las
alforjas y se restregó contra sus piernas antes de entrar en la iglesia.
—Vamos, chicos, entremos —dijo aflojando el abrazo sobre su sobrina—. Allí estaremos a
salvo.
—Tía. —Sarah adoptó una expresión grave, de pronto pareció volver al mundo real, como si
hubiese tomado consciencia del lío en el que estaban metidos—. Él viene.
—Lo sé —respondió Tabatha. Tenía miedo, pero también alegría. Por fin Sarah había
aceptado quién era en realidad, no sabía si ya era consciente de su poder, pero al menos había
iniciado el camino y todo por lo que habían pasado, o por lo estaban a punto de pasar, merecería
la pena. Ahora ya no había marcha atrás para la muchacha, y eso le daba paz—. Entremos.
***
No le costó mucho recuperarse de las heridas que aquella horda felina le infligió. Deshacerse
de ellos fue más difícil. Tuvo que invocar el fuego de los infiernos, y el hall quedó casi destruido.
Los gatos eran protectores formidables para las brujas. Alguien avisó a los bomberos, y se formó
una multitud en la puerta. Salir en aquel momento fue casi imposible. O al menos, salir sin ser
descubierto como lo que era. Ser un diablo en la tierra tenía sus recompensas, pero también sus
limitaciones.
Subió a lo alto de su torre, y allí se lamió las heridas hasta que estas quedaron borradas por
completo. Unas horas después, ya de mañana, Christopher seguía luciendo igual de imponente que
si acabase de salir de la sastrería.
En cuanto se hubo recuperado del encuentro con los felinos, intentó llamar mentalmente a
Barnaby a su presencia, pero establecer la conexión fue imposible. No estaba muerto, eso lo
sabía. Una vez que un señor y su siervo formaban el vínculo de servidumbre no había nada que el
demonio menor pudiera hacer sin que el otro se enterase. Entonces, ¿qué estaba pasando?
Lockwood rio divertido cuando lo entendió: Barnaby le estaba bloqueando, a propósito,
además.
«No puedo creer que sea tan estúpido y crea que puede eludir el pacto…», pensó entre la
sorpresa y la burla. «No importa, vendrá de una forma u otra», sentenció tranquilo. Si de algo era
consciente Lockwood, era de su poder. Además, un ser del mal como él no tenía tan solo un
esbirro. Eso habría sido una estupidez, y el alma humana era codiciosa y fácil de corromper.

Las puertas del despacho se abrieron de una patada. Habían pasado apenas dos horas. En
silencio, Christopher se lamentó de que aquel chico no hubiese sido lo suficientemente listo para
esconderse mejor y así darle un castigo más duro. No importaba, todavía no podía acabar con él
entre horrible sufrimiento y humillación, todavía debía cumplir la tarea para la que se había
entregado. Barnaby fue obligado a entrar en la habitación a rastras. Dos tipos fornidos lo tomaban
por los brazos y lo llevaban ante su amo. Él apenas oponía resistencia.
—¿Por qué será que no me sorprende en absoluto? —murmuró Lockwood sin levantar la vista
del tomo polvoriento que estaba ojeando.
Estaba sentado tras su enorme mesa de despacho de madera de caoba, aparentando
tranquilidad. Hizo un gesto descuidado con la mano izquierda, y los siervos soltaron al prisionero,
que quedó con una rodilla clavada en el suelo frente a la mesa.
En cuanto se vio libre, Barnaby se incorporó, mirando con desprecio a los dos que lo habían
traído hasta allí, ajustándose la corbata y arreglándose la camisa con aire indiferente. Quizás no
era consciente de su situación, o quizás sabía demasiado bien lo que iba a pasar a continuación.
La vida de un ser del averno nunca era fácil del todo.
—Bien —habló por fin Lockwood, rompiendo el tenso silencio de la sala. Barnaby, escoltado
por los otros dos, seguía en pie frente a él. Pese a que había intentado acicalarse, presentaba un
aspecto deplorable. Despeinado y con la ropa sucia—. Has roto tu pacto. No hay blasfemia mayor.
—La batalla está perdida —habló el muchacho desafiante, esgrimiendo una sonrisa aviesa y
sesgada—. No me culparás por no querer hundirme contigo.
Lockwood rio para sus adentros, levantándose por fin de su silla. Dejando el tomo polvoriento
y ajado sobre la mesa caminó con lentitud hacia el prisionero. Su risa heló la sangre de los
presentes.
—¿Así que crees que he perdido? —preguntó divertido.
—Es evidente, la bruja ha escapado con los suyos —comenzó a hablar Barnaby más seguro de
sí mismo, quizás era tan estúpido como para pensar que tenía una oportunidad de librarse—. Ya
has visto la verdad, no volverás a tenerla prisionera.
—¿Eso crees? —dijo mientras se situaba frente al becario, tan cerca que sus narices se
tocaban. El gran demonio exhalaba azufre y enfado—. Es cierto que las cosas se han torcido, pero
hay otras maneras, y el poder de las Sallow será mío de una forma u otra. Es cierto que sería más
puro si ella lo hubiese entregado por propia voluntad, aun así, todavía puedo tomarlo.
Barnaby, intentado parecer seguro de sí mismo, volvió a asentir despreocupado con los
hombros, a Lockwood aquella reacción le hizo subir la hiel por la garganta. El muchacho engreído
de verdad pensaba que iba a librarse después de todo. No había nada divertido en que un
subordinado le desafiase.
—Y tú, pequeño y miserable inútil —susurró Christopher, apretando los dientes enfadado,
masticando cada palabra. Tomó el rostro de Barnaby con ambas manos, provocando el terror en el
joven—. Tú vas a cumplir con tu parte quieras o no.
Mientras lo agarraba, el muchacho comenzó a revolverse, intentado liberarse consumido por
el miedo. Pero le fue imposible, al momento los dos enormes matones que tenía a los lados lo
tomaron por los hombros con fuerza, aprisionándole por completo.
—¡No! —chilló desesperado. Aquella reacción aterrorizada sí divirtió a Lockwood, que rio
por lo bajo como única respuesta—. ¡Espera, no…!
Lockwood empezó a cantar la salmodia del conjuro. Palabras demoníacas e ininteligibles,
pero también poderosas y certeras. Sus manos, todavía sobre la cara de Barnaby, comenzaron a
mutar, transformándose en garras animalescas. La uña de su pulgar izquierdo creció deprisa,
transformándose en un garfio afilado y negro. Con ella, Lockwood comenzó a grabar runas y
dibujos en la piel del muchacho, siguió invocando, transformando al becario en algo nuevo
mientras este aullaba y se retorcía de miedo.
***
Sarah entró en la iglesia arropada por Declan y Tabatha. No esperaba la reacción de la
multitud, pero tampoco se sorprendió. Comenzaba a entender que en Crimson Falls, todos eran una
gran familia. Todos allí dentro se alegraron de verla. Muchos se atrevieron a acercarse y
comunicarle el alivio de tenerla allí. Fue aceptando los cumplidos con buen ánimo, sin saber muy
bien qué o cómo responder. La gente movió por fin, disipando el corrillo que habían formado a su
alrededor, y entonces la vio. Alice, su hermana, esperaba al fondo, mirándola fijamente, pero esta
vez no había enfado ni rencor en su mirada. Sarah la saludó con la mano, y debió interpretarlo
como que debía acercarse.
—Hola —dijo Alice cuando estuvieron a un par de pasos de distancia.
—Hola —respondió Sarah. Tampoco sabía qué decirle a su hermana. Y tenía muchas cosas
que decirle.
—Me alegro de que hayas podido volver —habló Alice rompiendo el incómodo silencio.
—Yo también me alegro de estar aquí de nuevo —A pesar de que la actitud de su hermana
había cambiado bastante, seguía siendo difícil hablar de ciertas cosas—. Oye, yo…
—Ya habrá tiempo para eso —interrumpió Tabatha. Ambas la miraron sorprendidas—.
Vamos, chicas, aún queda trabajo que hacer, y Sarah debe descansar.
La anciana dio un par de indicaciones a Declan y arengó a los que estaban cerca también.
Ambas rieron con timidez y se miraron con una disculpa. Estuvieron a punto de separarse, pero
Alice fue hasta Sarah y la atrapó en un cálido abrazo. Tardó en responder, pero no por
incomodidad, sino porque aún se sentía mal. Culpable por la muerte de su madre; solo era una
niña, pero había obviado las razones de esta hasta hacía apenas unas horas, también sentía el peso
de la soledad de Alice, y no haberse interesado por ella. «¿Cómo iba a hacerlo si no sabía que
existía?», reflexionó, intentando aligerar su corazón.
—Alice —murmuró Sarah con la barbilla apoyada en el hombro de esta—. Lo siento mucho…
El abrazo de su hermana se volvió más fuerte. Su calor la reconfortó.
—Ya has oído a tía Tabatha —dijo Alice con voz suave. Esta vez no había ni rastro de acritud
en sus palabras—. Ahora descansa. Todo está bien.
Sarah asintió, sintiéndose en paz por primera vez en mucho tiempo. Ni siquiera sabía que tenía
una hermana antes de llegar a Crimson Falls, pero pensó que, quizás, el vacío y la añoranza que
eran habituales en su día a día se debían a que la había echado de menos sin saberlo.

—Por fin te encuentro —la sorprendió Declan, rato después de haber entrado en la iglesia.
Necesitó retirarse un poco. En apenas unos días había vivido más que en toda su vida, y se
sintió necesitada de un momento de paz. Sin llamar la atención, se refugió en la sacristía, un
pequeño despacho por el que se accedía por una puerta a la derecha del púlpito. Allí, respetando
las pertenencias del pastor, se sentó en un butacón de terciopelo rojo que estaba junto a otros bajo
una lámina enorme de San Miguel. Bajo la atenta mirada del arcángel y su espada de fuego,
Declan la encontró sumida en sus propios pensamientos. Ella forzó una sonrisa, sintiendo una
punzada de culpabilidad, pero él, natural y alegre, caminó hasta ella para sentarse en otra de las
butacas y tenderle un bocadillo.
—En este pueblo sí saben prepararse para lo malo —bromeó Declan, quizás consciente de la
carga que Sarah llevaba en su interior—. Hay más comida aquí que el día de San Patricio en casa
de mi madre. Y, créeme, eso es mucha comida.
—Gracias —dijo, y rio por el chiste, pero pronto volvió a su actitud pensativa. Declan siguió
comiendo en silencio. El bocadillo parecía delicioso—. Espero que no pase nada malo, esta gente
se está implicando mucho —añadió mirando el suelo de la sacristía.
—Todos estamos aquí porque así lo hemos decidido —apostilló Declan, devorando con
deleite su comida—. Tú no eres la responsable.
—Es fácil decir eso. —Sarah le miró intrigada. El recuerdo de la noche en el claro volvió a
su mente como un torrente, e hizo que su corazón se acelerase. No era por el sexo, sino por lo que
le había hecho sentir—. Entiendo que ellos estén aquí, son mi familia y es su pueblo, pero tú
puedes irte cuando quieras.
—Lo sé —habló Declan, mirándola con seriedad y dejando el bocadillo a un lado. La tomó de
las manos—. Mira, sabes que cuando me tomo algo en serio, lo hago de verdad. —Sarah asintió
despacio, mirándole fijamente—. Sé lo que siento por ti. Cuando salí de casa para empezar este
viaje sabía que me cambiaría la vida, no imaginaba que de este modo, pero me siento afortunado
de verdad. Puede que más que nunca.
—¿Lo que sientes por mí? —preguntó Sarah, y por primera vez en su vida no temía una
respuesta, muy al contrario, la ansiaba.
—Bueno… —respondió Declan mirando a Sarah con un brillo divertido en los ojos—. ¿Crees
que cualquiera iría a enfrentarse solo a un diablo si no estuviese enamorado de ti?
Sarah volvió a reír, aunque los ojos se le empañaron de emoción. Fue una risa franca y fresca.
A pesar de todo, en el que debía ser uno de los peores momentos de su vida, se sentía feliz y
tranquila. Por fin se había enfrentado a sus miedos, y de alguna manera la vida la estaba
recompensando.
—Declan…, al fin sé lo que quiero en la vida. Sé que mi sitio está aquí, y te quiero. Te quiero
aquí, conmigo, hoy y cada día del resto de mi vida —dijo con la voz trémula, casi susurrando.
Quería decirle más cosas, que ya le quería antes de conocerle, que aquello que despertó días
atrás cuando se conocieron era real, que siempre le había necesitado en su vida y que ahora que lo
tenía no podía renunciar a él, pero no hizo falta.
—Yo también te quiero, y quiero estar aquí, contigo —dijo Declan. Mostró de nuevo su
sonrisa imperfecta, con su diente torcido, y a pesar de estar en presencia de un santo, se acercó
poco a poco a Sarah, con la mirada prendada de amor.
Sintiéndose sobrepasada por el amor real, por sentirlo por primera vez en su vida, llena de
alegría y agradecimiento, entreabrió los labios, esperando el beso que no tardó en llegar,
arrasándola como un torrente.
Al fin, todo estaba en su sitio. No deseaba estar en otro lugar.
Capítulo 18
Un rayo recortó la silueta del campanario contra la noche oscura. En apenas unos minutos las
nubes se habían acumulado hasta cubrir el cielo y ahogar la luna. La oscuridad era casi tangible,
espesa y sofocante. Un trueno hizo temblar los cristales de las casas, y al mismo tiempo las luces
de las farolas parpadearon y se apagaron. La lluvia comenzó a caer sin previo aviso, en una
cortina espesa que empezó a acumular charcos en la calzada.
Los faros de un coche iluminaron la plaza ante la iglesia. Se movía despacio bajo la lluvia
torrencial en dirección al blanco edificio. Otro rayo iluminó la noche cuando el vehículo se
detuvo, el látigo luminoso azotó una de las casas de la plaza, cuyo tejado comenzó a arder de
inmediato. Tras el coche, iluminado por la luz anaranjada de las llamas, apareció un enorme perro
negro de garras afiladas y fauces chorreantes de saliva. Arañó el asfalto y aulló bajo la lluvia con
un sonido gutural e inquietante.
La bestia avanzó unos pasos hasta colocarse junto al coche. Entonces, la puerta del conductor
se abrió y bajó un hombre ataviado con una elegante gabardina. Con un porte frío y sereno abrió
un paraguas para guarecerse de la lluvia y caminó hasta la escalinata de acceso de la iglesia.
«Creen que esas cuatro paredes de madera van a salvarles. Qué hermosa ingenuidad», pensó
el hombre mientras esperaba bajo la tormenta. Podía paladear el miedo que impregnaba el
ambiente en el pueblo, que permanecía silencioso, con cada casa cerrada a cal y canto. Era
evidente que estaban esperando su llegada, habían llenado la aldea de fetiches, símbolos de
protección y conjuros. Los notaba a su alrededor, en cada casa, en cada calle: nada que no pudiera
romper con su mera voluntad. Aquel aquelarre dejaba mucho que desear.
Tras unos minutos, una de las puertas de la iglesia se abrió. Una mujer salió de esta,
cubriéndose los hombros con una manta de ganchillo y con una taza humeante entre las manos. Se
quedó de pie bajo el porche, en lo alto de la escalinata, donde la lluvia no la tocaba.
—Buenas noches; te has retrasado —dijo la pequeña mujer de pelo rosa, sonriendo amable
mientras removía el contenido de la taza con una cucharilla, haciéndola tintinear contra la
porcelana. La reconoció al instante, a pesar de los años pasados.
—He llegado justo cuando me lo he propuesto, Tabatha —respondió Christopher, inclinando
la cabeza a modo de saludo, con los oscuros ojos clavados en los de la mujer.
—¿Por qué no entras y hablamos de esto con calma mientras tomamos un té?
—No he venido a jugar, vieja amiga —replicó él con una risa sardónica.
No estaba dispuesto a perder el tiempo, ni a caer en las trampas de aquella insignificante
bruja. Con un gesto imperativo, alzó la mano y un rayó atronó el cielo, impactando sobre el tejado
de la iglesia.
—Barnaby —espetó con una orden implícita en la voz, sin mudar su expresión fría.
El enorme sabueso que lo acompañaba salió disparado como un toro dispuesto a embestir,
pero al llegar a las escaleras, como si se hubiera golpeado contra una pared invisible, se detuvo y
lloriqueó.
—Ya veo —dijo Tabatha sin dejar de remover el contenido de su taza ni perder la sonrisa.
Christopher la miró con una expresión fría, sintiendo que la ira se acumulaba en su interior.
Pensaba destrozar a aquella mujer con sus propias manos en cuanto consiguiera que aquella
barrera protectora cayese. Le arrancaría la lengua y la tiraría al fuego.
—No tenemos nada que tratar. Devuélveme lo que es mío y este asunto quedará zanjado —
explicó con calma. Incluso una pueblerina como ella tendría que ver que aquello era lo más
beneficioso.
—No hay nada en el pueblo que te pertenezca. Vuelve a Nueva York y olvídate de nosotros.
No pierdas más tu valioso tiempo. —La sonrisa de la mujer se convirtió en un gesto amenazante.
Christopher tuvo ganas de reír, pero mantuvo la compostura.
Un nuevo rayo se abrió paso entre las nubes e impactó sobre otra casa. Las llamas se unieron a
las que ya consumían la anterior. Con otro gesto de sus dedos, Christopher pareció dirigir otro
rayo, y otro, hasta que varias casas de la plazoleta estuvieron ardiendo.
—Si no me entregas a Sarah destruiré tu precioso pueblo —dijo en el mismo tono calmado
con el que negociaba en los juicios.
—Solo son casas, querido. Crimson Falls está a salvo.
No pudo evitarlo y una risa sardónica brotó de su garganta al escucharla.
—Esa iglesia me da igual, estás equivocada si crees que va a asustarme.
—Ah, a nosotros también nos da igual. —Tabatha golpeó varias veces la taza con la cucharilla
antes de dejarla sobre el platillo y dar un trago a su infusión. Se encogió de hombros. Junto a ella,
dos hombres de paja con los ojos hechos de flores le miraban directamente. Era ridículo—. Pero
no es de la iglesia de lo que debes tener miedo.
El hombre entrecerró los ojos y caminó tranquilamente hasta el primer escalón sosteniendo su
paraguas. El sabueso gruñó a su lado, advirtiéndole, pero él no necesitaba estamparse contra
aquella fuerza para sentirla. Podía reconocer las voluntades que la mantenían erigida y asintió
comprendiendo las palabras de Tabatha.
—Bien, si estos son los términos, la negociación ha terminado —dijo mirándola a los ojos,
con la voz fría como un témpano y la mirada ardiente—. Tú lo has querido.
Christopher echó a un lado el paraguas, lo sacudió, lo plegó y lo tiró sobre la acera como si
fuera basura. La lluvia golpeó en su rostro cuando lo alzó al cielo y una voz inhumana y gutural
brotó de su garganta desgranando palabras ininteligibles. Sus pies se elevaron sobre el suelo y
alzó las manos.
Tabatha se ajustó la manta sobre los hombros y asintió, entrando en la iglesia y cerrando la
puerta tras ella.
***
Uno de aquellos violentos rayos les había dejado a oscuras en el interior de la iglesia.
Iluminados por la luz de las velas, algunos habitantes de Crimson Falls permanecían sentados en
los bancos, compartiendo chocolate caliente, té y comida, mientras otros, sentados en el suelo
formando un círculo, se tomaban las manos y recitaban antiguos hechizos. Se habían preparado a
conciencia, los más capaces de entre el pueblo se dedicaban en cuerpo y alma a proteger la iglesia
con sus voluntades, y aquellos menos capacitados para la magia apoyaban a los demás con
cualquier cosa con la que pudieran colaborar: preparar comida, traer mantas y almohadas de las
casas o dar apoyo moral. Incluso el pastor Deacon, que acababa de descubrir que vivía en un
pueblo lleno de brujas, aún en estado de shock, intentaba mantener el miedo alejado de todos
rezando a Dios y ofreciéndoles charlas inspiradoras. Al fin y al cabo, constatar que los demonios
existían era una recompensa a su fe: Dios, a la fuerza, era real.
Las aves y pequeños animales que Radagast había convocado se encontraban posados en las
vigas, en los bancos o husmeaban alrededor del brujo. Hubo un revuelo en el techo y los pequeños
seres que corrían sobre el suelo erizaron las colas. Los gatos bufaron y Garfunkel fue hacia la
puerta cuando Tabatha entró apresuradamente. Sarah supo en ese momento que debían redoblar los
esfuerzos. Ella se encontraba en el círculo, agarrada de la mano de su hermana, junto a Radagast,
la señora Barnet, Adeline Bird y Frank, entre otros. Mientras ellos recitaban y se tomaban de las
manos, Declan vigilaba con un bate en la mano, de pie junto a ellos. Joshua daba vueltas alrededor
con un incensario mientras clamaba a la Pachamama que les protegiera, danzando y otorgándoles
al menos el poder de su intención.
—No te preocupes, si no nos soltamos, todo irá bien. Somos fuertes cuando estamos unidos —
le dijo Alice cuando vio la expresión de duda en su cara al mirar a Tabatha.
—Preparaos, va a atacarnos —avisó Tabatha. La gente en la iglesia se puso en pie, algunos se
juntaron en el fondo, llevando a los niños de las manos y agrupándolos para protegerles tras el
altar, y otros buscaron las armas que habían preparado, dispuestos a defender a los más
vulnerables.
Sarah asintió y apretó con más fuerza la mano de Alice, mirándola a los ojos. Luego cerró los
suyos con fuerza y se concentró con aquella energía que la recorría por completo y parecía fluir
hacia los demás. Mantuvo en su mente la imagen de un escudo dorado protegiendo la iglesia y a
los suyos, y sin darse cuenta unió su voz a la del resto, recitando un antiguo ensalmo.
—Al aire que llena nuestros pulmones, al agua que nos nutre y purifica, al fuego que prende
nuestras almas, a la tierra que nos sostiene y nos da la vida, al sol que ilumina nuestra voluntad.
Os pedimos protección, os pedimos auxilio. Seres de la espesura, espíritus naturales, criaturas del
bosque oculto. Os pedimos protección, os pedimos fuerza.
Un trueno hizo vibrar el suelo de madera de la iglesia y las vidrieras. Las llamas de las velas
temblaron. La señora Marlowe y la señora Hopkins levantaron los rifles que habían traído,
apuntando a las puertas, que temblaban golpeadas por una violenta ráfaga de aire. La lluvia caía
sobre el tejado provocando un sonido como un rugido constante, potente y aterrador.
—Tenemos que mantenernos positivos, eso es lo que… —Joshua se calló de repente y tiró el
incensario al suelo.
Sarah, con los ojos cerrados, no pudo ver que fijaba su mirada, cubierta por una pátina negra,
sobre ella. Nadie se percató de lo que estaba pasando hasta que el hombre se lanzó a por la
muchacha, la agarró del pelo y tiró con tanta fuerza que la hizo gritar. Sarah intentó mantenerse
agarrada a sus compañeras, pero en un movimiento instintivo provocado por el dolor, soltó una
mano para llevarla a su cabeza.
—¡Vamos, zorra! ¡Te llevaré al lugar al que perteneces! —gritó Joshua fuera de sí,
arrancándola con una fuerza que no parecía tener del resto del círculo.
Declan se lanzó sobre él, soltando el bate de manera instintiva: sabía que aquel no era Joshua,
y no deseaba hacerle daño. Al tratar de defenderse, el hombre tuvo que soltar a Sarah. Ambos
forcejearon mientras ella volvía al círculo y se agarraba con fuerza a su hermana y a la señora
Barnet.
—Eh, Joshua, amigo, tienes que volver con nosotros, ¿entiendes? Tú eres un tipo pacífico,
estos son tus amigos, ¿lo recuerdas? Te necesitan —le decía Declan al hombre que se agitaba
fuera de sí, echando espumarajos por la boca, apresado por sus fuertes brazos.
Mientras Declan reducía a Joshua, inmovilizándolo con un abrazo constrictor, un nuevo golpe
sacudió las puertas y las abrió de par en par.
—¡Ha roto la protección! ¡Todo el mundo a sus puestos! —gritó Tabatha.
El círculo se puso en pie, todos se soltaron de las manos y se apartaron del pasillo central de
la iglesia al tiempo que un enorme sabueso negro, musculoso y con los ojos brillantes de rabia
irrumpía en el templo. Olisqueó el aire, arañó el suelo haciendo saltar astillas, y fijó su mirada
infernal en Sarah antes de saltar sobre ella.
—¡Cuidado! —gritó Declan, que aún sujetaba a Joshua impidiendo que atacara a nadie.
El sonido de dos disparos estalló en la sala. La señora Marlowe y la señora Hopkins, dos
ancianas de ochenta años que pertenecían al círculo de amistades de la difunta Agnes y orgullosas
fundadoras del Club de Amas de Casa de Crimson Falls, descerrajaron dos tiros a la bestia
enloquecida, a menos de dos metros de ella. Los tiros fueron certeros. El animal, soltando un grito
aterrador, voló unos metros hacia atrás y cayó en el suelo junto a las puertas de la iglesia,
moviendo las patas frenéticamente con dos agujeros en el pecho. Su sangre negra comenzó a
extenderse sobre la alfombra que cubría la entrada.
Cuando Sarah vio a Christopher entrar, pasando sobre el sabueso agonizante, sintió que
quedaba paralizada. El hombre al que había considerado su padre estaba allí, y sabía que iba a
por ella, que haría daño a quienes realmente se habían preocupado por su bienestar y seguridad,
que pasaría sobre todos ellos para conseguir lo que deseaba.
Ese hombre no solo no era su padre, ni siquiera era humano. Recordar su verdadera faz hizo
que el estómago se le revolviera. Pensar que fue el causante de la muerte de su madre despertó de
nuevo su ira.
—Tranquila… No nos ha ganado, aún no. Cíñete al plan —le dijo su hermana, agarrándola de
la mano y apretándola con cariño.
Sarah se sintió fuerte, apoyada y protegida por todo el pueblo. Y cuando las señoras Marlowe
y Hopkins dispararon sus rifles contra él, no sintió más que agradecimiento hacia todas aquellas
gentes. Radagast comenzó a rugir, a cacarear y a maullar, y los animales reunidos en la iglesia se
lanzaron contra el demonio.
Sin embargo, no sirvió para mucho. Christopher soltó una risa que resonó con cientos de ecos.
Al impacto de los cartuchos, lejos de verse herido, el hombre pareció crecer, de su frente brotaron
los terribles cuernos que Sarah ya había visto en el hall de la torre y su mirada negra tenía el
infierno contenido en la pupila. Los primeros animales que le atacaron fueron destrozados por sus
garras y un poder invisible lanzó al resto contra las paredes y los bancos. Garfunkel y los gatos de
Tabatha se mantuvieron a distancia al ver lo que ocurría.
—Sois muy poco creativos —dijo en tono de burla, con la voz gutural y ronroneante—. El
truco de los gatos no volverá a funcionar. Sarah, nadie tiene por qué salir herido…
Al escuchar su nombre brotar de aquella boca, la muchacha soltó a su hermana y corrió hacia
el altar. El resto de reunidos se refugiaba tras los bancos y columnas. Declan dejó a Joshua
sentado en un banco cuando cayó inconsciente y empuñó su bate. Desde su posición, miró a Sarah,
haciéndola sentir fuerte y capaz para lo que estaba por venir.
Christopher caminó por el pasillo central, despacio, mirando a unos y otros con desprecio.
Conscientes de que las consecuencias podrían ser letales, los miembros del aquelarre mantenían
las distancias, tensos. Al detenerse casi llegando al altar, miró al suelo y soltó otra carcajada.
—¿De verdad os creéis que voy a caer en una trampa tan evidente? —Sarah tomó aire y lo
contuvo en sus pulmones cuando el demonio que tenía delante fijó sus ojos en ella—. Ni siquiera
os habéis molestado en ocultar el sello de contención que hay en el suelo.
Una oleada de murmullos asustados se dejó escuchar en la sala. Christopher, con la punta de
su zapato negro, borró uno de los símbolos de sal que había en el suelo.
—¿Va a detenerte un simple círculo de conseguir lo que deseas? Estoy aquí, delante de ti, si te
atreves a venir —replicó Sarah armándose de valor.
Por detrás de Christopher, en la entrada de la iglesia, vio a Radagast levantando la alfombra
con ayuda de Tabatha y la señora Barnet. Sintió un miedo atroz a que Christopher se diera la
vuelta y los descubriera.
—No me tomes por estúpido, hija mía.
—No soy tu hija. Tú mataste a mis padres, y no pienso ir contigo —respondió llena de furia.
Sentía que podía estallar en cualquier momento, pero era muy consciente de que si se dejaba
llevar, acabaría haciendo daño a todos los que estaban allí: tenía que seguir el plan.
—Lo harás, si no quieres que mate a nadie más —dijo el demonio con su voz inquietante.
Sarah observó con horror que empezaba a volverse, tal vez para elegir a uno de los habitantes
de Crimson Falls, pero antes de que pudiera ver a Tabatha y a Radagast, Alice se lanzó contra él
alzando una extraña daga negra que empuñaba en la diestra.
Su hermana trató de apuñalar a Christopher en el costado, y apenas lo rozó cuando recibió el
revés del demonio, que hizo volar la daga y a ella caer contra la escalinata del altar. Sarah vio la
expresión de dolor de su hermana, que no podía levantarse tras el golpe, y comenzó a sentir miedo
de verdad. Supo que la amenaza de Christopher era real, que no se detendría y que era capaz de
matarlos a todos por tal de conseguir lo que quería. Tenía que esforzarse, tenía que conseguir que
aquello saliera bien.
—¡Vale! Vale… Para —dijo resollando, conteniendo las ganas que tenía de estallar—. Iré
contigo.
—¡No! ¡Sarah, no puedes rendirte! —escuchó a Declan gritar.
—Me gusta cuando eres razonable —respondió el demonio, ignorando la voz del irlandés y
tendiéndole la mano a Sarah.
Ella miró a Declan unos instantes.
—Si para conservar lo único bueno que he tenido en mi vida, tengo que irme: lo haré. No
quiero que les hagas daño, no quiero que destruyas el pueblo. Quiero tener la certeza de que todos
estarán bien y de que te olvidarás de ellos.
—Todos lo habrían estado si me hubieras hecho caso, ¿les he hecho daño alguna vez, acaso?
No tengo intención de volver por este pueblucho —dijo Christopher con la mano aún extendida
hacia ella—. No les haré nada si vienes y te olvidas de ellos.
Sarah asintió, bajó un escalón, saliendo del círculo dibujado en el suelo y agarró su mano de
garras afiladas y negras. El simple contacto la repugnó. No quería que aquel ser volviera a
tocarla, pero hizo de tripas corazón. Vio mientras bajaba los peldaños que Tabatha y Radagast ya
estaban en pie. Su tía corrió a socorrer a Alice mientras ella caminaba junto al demonio.
—¡Podemos vencerle! ¡No tienes que ir con él! —Declan se acercó empuñando el bate. Le
pareció que estaba dispuesto a atacar a Christopher con él.
—¡No! Declan, por favor, no hagas esto más difícil —imploró Sarah.
El demonio rio de nuevo. Quiso verlo arder de puro odio, pero no soltó su mano mientras
caminaban hacia la salida.
—No es necesario llegar a esos extremos, ¿no es cierto, hija mía?
Ella le miró, pero no dijo nada. Sentía la mirada de Declan fija en ella. La del pueblo que
contenía la respiración en silencio, expectante, la de Tabatha y Alice.
No estás sola. Nunca estuviste loca. Nunca fuiste débil.
Notó el tacto suave de la alfombra bajo sus pies, y cuando Christopher se detuvo en seco, supo
que estaba notando algo. Sarah le apretó la mano con todas sus fuerzas, con rabia, y le miró a los
ojos.
—¿Creías que somos tan idiotas como para dejarte ver nuestros sellos? Espero que estés
orgulloso de mí, papá.
Alice ya estaba de pie, extendió las manos hacia ellos y una fuerza invisible azotó sus
cabellos. Tabatha se movió con rapidez para recuperar la daga que su sobrina había perdido.
Algo se iluminó bajo la alfombra. Sarah sintió la energía envolverles, la sintió brotar de sí
misma, y la dejó fluir cargada de toda la rabia y el dolor que ese monstruo había infligido a los
suyos. Christopher compuso una expresión de ira al darse cuenta de que había caído en la
verdadera trampa. La miró con odio ardiente.
—Si no eres mía, no serás de nadie —espetó, y levantó la otra mano con rapidez. La cerró en
su cuello y apretó con fuerza, levantándola del suelo.
Sarah gritó. La energía que les circundaba se agitó, el demonio mostró las fauces en una
expresión de dolor, pero no la soltó. Apretó más, haciendo que el aire empezase a faltarle y
provocándole un terrible daño.
—¡Suéltala! —rugió Declan, corriendo hacia ellos alzó el bate y descargó un fuerte golpe
dirigido al demonio. Christopher ni se inmutó.
Los ojos de Christopher, fijos en los de ella, eran un pozo sin fondo lleno de odio. Sarah sentía
que caía hacia ellos. Sentía que iba a morir. Vio pasar su vida por delante de sus ojos, vio a su
madre abrazándola la última vez que pudieron hacerlo, se vio sentada en una trona, siendo una
niña, en la cocina de tía Tabatha mientras las adultas conversaban, se vio columpiándose en el
balancín, riendo a pleno pulmón. Se vio también en las peores horas, engullendo un bote de
pastillas con la intención de morir, mirando con anhelo una cuchilla de afeitar. Se vio besando a
Declan, sintiéndose libre, haciendo el amor en el círculo de hadas. «Ahora que me he encontrado,
ahora que nos hemos encontrado… ¿voy a morir?». Por fin tenía una vida que quería vivir, que
quería beber a grandes sorbos. Escuchó la voz de Declan mientras se asfixiaba, y se revolvió en el
aire, dándole patadas a su captor e intentando defenderse. Su rabia golpeaba ardientemente al
demonio, pero no era suficiente.
Cuando estaba quedándose sin aire, vio la expresión de Christopher cambiar. Un grito gutural,
desgarrado, brotó de su garganta. Al soltarla, dejándola caer al suelo, se dio la vuelta y Sarah
pudo ver el puñal negro clavado en su espalda. Pensó que todo había terminado, pero antes de
caer, Christopher descargó un golpe brutal sobre Tabatha, la mujer que acababa de apuñalarle,
tirándola contra los bancos con violencia mientras la magia de aquel puñal hacía su efecto. Su
cuerpo se descomponía en el aire, convirtiéndose en un humo negro pestilente, un torbellino que
giraba y gritaba con la voz cada vez más débil, hasta que no quedó nada de él. El cuchillo cayó al
suelo, devolviendo un destello repulsivo en el que a Sarah le pareció ver la mirada de
Christopher.
El demonio había sido vencido, encerrada su esencia en aquella daga ritual, ¿pero a qué
precio?
Cuando escuchó a Alice llorar supo lo alto que había sido.
—¿Estás bien? —El abrazo de Declan la envolvió, su cuerpo fuerte le ayudó a ponerse en pie,
cobijada en aquella calidez que le devolvía el oxígeno y la vida que casi se le había escapado.
Sarah tomó aire con fuerza y se agarró a él mientras recuperaba la estabilidad.
—Tía Tabatha… ¿está bien? —preguntó angustiada.
—No respira… —escuchó la voz temblorosa de su hermana.
Podía encajar lo que acababa de ocurrir: haberse enfrentado a un demonio, aceptar su propio
poder, pero aquellas dos palabras le parecieron lo más irreal que había escuchado desde que
llegase a Crimson Falls y Tabatha la recibiera. Se apartó de Declan, que caminó a su lado hasta
que se detuvo ante la mujer a la que Alice sujetaba en el suelo. Su hermana le apartaba el pelo
rosa de la cara a su tía y le besaba la frente, apoyándole la cabeza sobre sus piernas, manchándose
al hacerlo. La mujer tenía una herida en la cabeza de la que no dejaba de manar sangre, sin
embargo, su rostro tenía una expresión de absoluta paz y una sonrisa en los labios. Los gatos
comenzaron a acercarse, a olisquearla y a restregar sus hocicos contra sus faldas, intentando
despertarla.
Sarah se arrodilló a su lado, buscó el pulso en el cuello de Tabatha, pero no había rastro de
él.
—Dios mío… No... Por favor, tía, no te vayas. No puedes dejarnos —jadeó, rompiendo a
llorar—. Lo siento. Lo siento tanto. Todo esto es mi culpa…
Alice la abrazó con fuerza, con el cuerpo sin vida de Tabatha entre las dos.
—No es tu culpa, no lo es… Sarah…
El pueblo estaba reunido alrededor de ellas en silencio, algunos lloraban, otros aguantaban las
lágrimas como podían. Declan se arrodilló con ellas y las rodeó a ambas con sus brazos,
cobijándolas mientras sollozaban.
—Vamos…, podremos llorarlas después, tenemos que encargarnos del demonio —dijo
Radagast con una pena inmensa contenida en la voz, movilizando al pueblo para terminar con
aquello cuanto antes, aunque el corazón les doliera inmensamente.
Un demonio no podía matarse, pero podía ser encerrado para siempre.
***
Incluso atrapado en aquella mente irracional, Barnaby era capaz de saber cuándo estaba en
peligro, y qué hacer para evitar perder su vida, aunque esta se hubiera convertido en la de un
babeante y horrible perro infernal.
En aquella forma, al menos, no tenía capacidad para sentir asco de sí mismo: lo único en lo
que podía pensar era en sobrevivir, y para ello había fingido con mucha destreza que aquellos dos
tiros de escopeta le habían matado. El dolor era terrible, pero aún le quedaban fuerzas para huir
de allí: una buena caza en el bosque y estaría como nuevo en una noche.
La bestia vio que los mortales se habían reunido alrededor del cadáver de aquella vieja. Una
sensación de satisfacción le ayudó a ignorar con mayor éxito el dolor que le atenazaba, y
aferrándose a ello, comenzó a moverse. Clavó las garras en la alfombra y se arrastró hacia la
salida. Los fuegos que aún ardían en la plaza eran una promesa de libertad. Si conseguía
alcanzarla podría ir hasta el bosque y huir de esos malditos pueblerinos armados.
Estaba rozando la libertad con las garras cuando unas botas militares se plantaron ante él. Al
alzar los ojos, vio lo que estaba pegado a ellas: el rostro de aquel maldito pelirrojo le provocó un
acceso de rabia. Gruñó y soltó espumarajos por la boca, soltando un garrazo iracundo en su
dirección.
Entonces le vio alzar su arma. La vio resplandecer sobre su cabeza y sintió un miedo
irracional. Una luz intensa le deslumbró antes de que el terrible golpe quebrase su cráneo y
terminase con su miedo.
La oscuridad le dió la bienvenida, arrastrándole hacia sus entrañas.
Capítulo 19
La tormenta que Lockwood había traído consigo por fin amainó. El aquelarre se había
implicado en la batalla, y el pueblo pagó las consecuencias. Pero al fin Sarah comprendió que allí
todos eran uno: una gran familia. Y la familia de verdad siempre se ayuda. El sacrificio de
Tabatha lo dejó claro. Supo que jamás se marcharía de ese lugar. Sus raíces, aunque cortadas,
estaban allí, y tenían que volver a crecer. No le tomaría mucho esfuerzo tomar cariño a aquella
tierra. Y, además, estaba Declan, que permaneció a su lado en todo momento. La amaba y su
vínculo se fortalecía cada día. Él también había tomado la decisión de quedarse allí después de lo
ocurrido, lo cual hizo que el mundo fuera menos extraño después de la partida de tía Tabatha.
Atardecía cuando los invitados comenzaron a llegar. Ella y Alice prepararon todo
diligentemente. Adornaron el jardín con guirnaldas de flores frescas y silvestres, con farolillos de
colores, disponiendo una mesa con todo tipo de viandas. Tabatha lo habría querido así.
—De negro no —dijo Alice, de pie en el umbral del cuarto de Sarah—. Aquí nos vestimos de
colores.
Sarah estaba en su habitación, acabando de arreglarse para recibir a los vecinos que venían a
la despedida. Había elegido un vestido largo de color negro y se empeñaba en recogerse la oscura
melena, que parecía más salvaje que nunca.
—Está bien —dijo sonriendo con timidez a Alice—. Me cambiaré entonces.
Ambas se miraron durante unos instantes. A la vez, como si se hubieran leído el pensamiento,
fueron al encuentro la una de la otra. Se abrazaron con fuerza y Alice rompió a llorar. En apenas
un mes había perdido una abuela y una tía, las mujeres sabias y buenas que la criaron. Sarah
compartía su pena, pero era consciente de que su hermana necesitaría más tiempo que ella para
sanar las heridas.
—Alice, ellas están con nosotras, lo sabes… —susurró en su oído, tragando el nudo que tenía
en la garganta—. Y yo estoy contigo. Ya nunca me iré, lo superaremos juntas.
Su hermana la miró mientras Sarah le limpiaba las lágrimas del rostro con los pulgares.
Asintió, esbozando una triste sonrisa.
—Sí, solo es duro aceptar que no podré volver a abrazarla.
—Es la hora —las interrumpió Declan desde el pasillo.
Aflojaron el abrazo e intentaron recuperar la compostura. Cuando llegaron hasta él, el irlandés
pasó un brazo sobre los hombros de Sarah y, después, besó la frente de Alice. Sarah suspiró
aliviada. Eso sí era una familia. Su familia. A pesar de todo lo ocurrido, se sentía feliz de haberla
recuperado.

El pastor, obstinado, se empeñó en decir unas palabras. Una multitud se congregaba en el


jardín de la casa, incluyendo a los gatos de Tabatha, que se restregaban contra el árbol de la linde
o dormitaban a su sombra. Todos querían dar cariño a las hermanas, y ellas lo recibieron serenas.
Junto al enorme árbol del jardín, que decoraron con cintas de colores, estaba todo el pueblo
reunido. Sarah habría jurado que gente de otros aquelarres había acudido también a la cita.
El sol moría en el horizonte, las velas iluminaban cálidas el jardín. Las dos hermanas se
acercaron por fin con las cenizas de Tabatha al tronco milenario. Una vez allí, sosteniendo ambas
el frasco, las dejaron caer al suelo. Todos enmudecieron. El polvo, al caer, despidió destellos
dorados. El viento se despertó. Comenzó a soplar tranquilo, pero con decisión, meciendo el
cabello y la ropa de los presentes.
Sarah miraba al suelo, conteniendo las lágrimas.
Mis hijas.
Sarah levantó la cabeza deprisa. Conocía aquella voz. Era dulce, profunda y serena. Ambas
miraron al frente, al árbol. Una no sabía qué esperar, otra respiraba nerviosa. De pronto, tres
efigies comenzaron a definirse en el aire. Ante las chicas, tres mujeres aparecieron. Alice sonrió
al verlas y ellas le sonrieron de vuelta. Sarah las miraba incrédula. Ya conocía el poder de la
magia, pero era demasiado pronto para que dejase de sorprenderse.
—Mis hijas —dijo de nuevo la voz, y supo que pertenecía al espectro que estaba ante ella: la
imagen de su madre.
—Mamá —susurró emocionada.
La imagen asintió mientras sonreía. Inconsciente, hizo ademán de lanzarse hacia ella, hacia
aquel fantasma, pero una suave mano en su brazo la detuvo.
—Si las tocas desaparecerán —advirtió una Alice.
—Me hace tan feliz veros juntas —dijo Emma radiante. Las imágenes que tenía al lado, la de
Tabatha y la de la abuela Sallow, se abrazaron a la de la madre. Aquella tríada resplandecía de
amor y cariño—. No puedo pedir que me perdonéis, sobre todo a ti, Alice, pero espero que con el
tiempo entendáis que no tuve muchas opciones.
—Lo entendemos. —Fue Alice quien habló, y no había ni pizca de rencor o ironía en su voz,
que temblaba de emoción—. Y, mamá, yo te perdono…
—Yo también —dijo Sarah con lágrimas en los ojos.
Las efigies ensancharon la sonrisa, y asintieron. La imagen de Emma resplandeció con más
fuerza.
—Ahora vosotras sois las dueñas de la casa —habló Tabatha—. Este es vuestro hogar y
vuestro aquelarre, aquí estáis a salvo. Y tenéis sangre nueva. La buena gente os protegerá —
añadió mirando a Declan, que las miraba fascinado casi sin parpadear.
—Tabatha, yo… —comenzó a excusarse Sarah. Tenía tantas cosas que decir, quería pedirle
perdón por no haberla creído, por haberla involucrado en aquello hasta causarle la muerte.
—No te lamentes —interrumpió la abuela Sallow—. Llora cuanto debas llorar, pero entiende
que ahora estamos más unidas que nunca. Jamás os dejaremos solas.
—Mi alma ahora está libre gracias a vosotras —dijo Emma, mirándolas con un cariño infinito
—. No debéis estar tristes: ahora debéis ayudar a Crimson Falls a recuperarse. Nosotras
volveremos tarde o temprano.
—Ah, no —se rio la abuela Agnes—. Yo no, estoy muy a gusto aquí, pero os vigilaré. Vamos,
niñas, terminad el ritual y brindad por nosotras.
Alice y Sarah asintieron, tomándose de la mano. Estaban en casa, y ahora les tocaba a ellas
cumplir con las obligaciones de la ancestral familia Sallow. Ofrecerían su pena a la tierra,
regarían con lágrimas el árbol, cantarían por la vida que vivieron con ellas, y finalmente
celebrarían para que pudieran transitar en paz por el mundo de los muertos.

FIN
Epílogo
Si algo era Crimson Falls, era resiliente. El paso de Christopher por allí había provocado una
destrucción nunca vista en la historia de la aldea, pero aquellas pérdidas materiales no eran nada.
Las casas, los objetos, las cosas se podían reparar, y lo habían hecho entre todos. Hombro con
hombro, los habitantes del pueblo habían conseguido en un año restaurar y mejorar cada casa que
fue destruida en lo que ahora llamaban La Noche del Demonio.
Todos los tejados de Crimson Falls habían pasado por las manos fuertes de Declan. Ese día,
justo un año después de la muerte de Tabatha, se encontraba terminando de reparar los
desperfectos en el tejado de su casa. Seguían refiriéndose a ella como la casa de tía Tabatha,
aunque ahora era Alice quien vivía allí. Sarah y él se mudaron tras casarse a su propio hogar, una
casita de campo a apenas doscientos metros de la valla de tía Tabatha y de su árbol milenario.
Allí tenían un huerto, un corral con gallinas, cabras y algunos animales de granja que vivían en
semilibertad dentro del cercado de la finca.
Desde las alturas, donde estaba rematando su trabajo, Declan escuchó a Brian, el chiflado de
las citas de película, gritar.
—¡Soy el rey del mundo!
«Los americanos están un poco locos», pensó, sonriéndose con satisfacción, «pero adoro su
música y su comida. Y tolero su cerveza».
Adaptarse no había sido difícil. Aquel lugar perdido en los bosques de Maine no era tan
distinto a su tierra, tenía bosques frondosos y verdes, regados por lluvias abundantes, y sus gentes
eran acogedores y familiares como en su querida Irlanda. Sentía la dulce nostalgia de quien se ha
alejado de su tierra natal, pero allí estaba echando nuevas raíces, y estas crecían fuertes y sanas.
En el transcurso de aquel año, no solo había explorado ampliamente sus habilidades de
manitas, también había hecho buenas amistades con personas tan variopintas como Radagast, el
pastor Deacon, el profesor Jack o la señora Barnet, sino que había estrechado su relación con
Alice sorprendentemente. Eran cuñados, pero ellos preferían llamarse hermanos postizos. No solo
compartían gustos musicales y la familiaridad con Sarah, había contagiado su pasión por el
hurling a Alice. Tenía un montón de moratones en las espinillas que daban fe de los
entrenamientos, fruto de la insistencia de su cuñada en aprender a jugar. Tal fue su entusiasmo que
empezaron a reunir a los niños del pueblo para enseñarles y formar un equipo.
—¡Declan, vamos, es hora de moverse! ¡Sarah ya debe estar maldiciéndonos! —la escuchó
gritar desde el porche.
—¡Ya voy! ¡Nadie quiere despertar al dragón!
Con un suspiro satisfecho, enfundó las herramientas en su cinturón y se encaramó a la escalera
para bajar. Alice estaba esperándole. A pesar de la pérdida que habían sufrido, y aunque el
proceso de duelo fue largo y duro para ella, la luz estaba regresando a sus ojos. Tener a Sarah
cerca, recuperar sus lazos como hermanas, había ayudado a Alice a superar aquel trance, y las
hermanas Sallow estaban más unidas que nunca.
—Venga, el brindis es en media hora —le acució, agarrando el cinturón de herramientas
cuando se lo quitó y tirándolo sobre el balancín.
Garkunfel, sentado en la balaustrada del porche, les observó mientras caminaban hacia la
calle, ronroneando.

El interior de la iglesia había sido adornado con guirnaldas de flores y todo tipo de fetiches
para celebrar el Día de la Liberación. El pastor Deacon terminó por acostumbrarse a esas
peculiaridades del pueblo, aceptando que vivía rodeado de brujas y que, a pesar de su herejía,
eran buenas personas y también necesitaban de Dios. Se encontraba en pleno discurso cuando
Declan y Alice entraron en la iglesia. Sarah fue a recibirles y el irlandés sintió de nuevo el
cosquilleo efervescente de la felicidad en su interior. Entre ellos las cosas no se habían serenado
en aquel tiempo. Todo lo contrario: su pasión crecía día a día, su amor se alimentaba con cada
decisión que tomaban y la magia que sintió los primeros días era más innegable y evidente que
nunca. Como él predijo, Sarah encontró su verdadera fuerza al liberarse de sus cadenas y floreció
como una plantita a la que habían privado de agua y luz. En Crimson Falls, ella tomaba sus
propias decisiones, era feliz, y durante aquel año había estado estudiando los viejos tomos y
apuntes de la abuela Agnes y aportando nuevas ideas para el negocio familiar. Comenzaron a
vender por Internet gracias a sus conocimientos, y lanzaron nuevas líneas cosméticas, veganas y
biológicas, que estaban causando furor en las redes.
«Está guapísima», pensó fascinado. El vestido de color verde que había elegido acentuaba su
tripita embarazada e intensificaba el color de sus preciosos ojos.
—Hola, hermanita —dijo dando dos besos a Alice, y luego se acercó para besar a su marido
en la boca.
—Hola, afortunado —saludó con una sonrisa radiante a Declan mientras él alargaba la mano
para acariciarle la tripa con cariño.
—¿Cómo has descansado esta noche? No he querido despertarte esta mañana, parecía que
estabas en el cielo.
—He dormido genial, como siempre. ¿Ya has terminado con el tejado de Alice?
—Espero que sí, pero estoy seguro de que dentro de nada a tu hermana se le ocurre algo que
deba hacer urgentemente. Es una tirana —bromeó, ganándose el consecuente codazo de Alice.
—Si lo haces encantado. Si no tuvieras nada que hacer, te morirías —se defendió ella.
Los tres juntos caminaron hacia el centro de la sala, donde habían dispuesto una mesa llena de
comida y bebida y las copas para brindar. Deacon soltaba su discurso, pero una algarabía de
comentarios y cuchicheos lo solaparon cuando Sarah se abrió paso entre la gente. Su embarazo era
la comidilla del pueblo desde hacía un tiempo.
—Sarah, tienes la fortuna en los ojos —dijo la vieja Sibila, acercándose a ellos. La mujer iba
vestida de blanco y llevaba el pelo cano suelto y salpicado de flores silvestres—. ¿Cómo te
encuentras?
—Muy bien, Sibila, muchas gracias por tu ayuda y por tus consejos, la verdad es que me han
venido genial —respondió ella con una sonrisa a la que la mujer correspondió con un gesto
afable.
—¿Habéis decidido ya cómo vais a llamar a las niñas? —preguntó la vieja.
—Sí —respondió Sarah, muy segura—, se llamarán Emma y Tabatha.
Declan miró a su esposa y compartió con ella una sonrisa cómplice. Sabía que sus hijas serían
tan mágicas como su esposa y su hermana postiza, y en ese punto ya tenía más que claro que su
destino estaba en Crimson Falls. Por eso tenía que vivir: estaba destinado a proteger, ayudar y
cuidar a aquella panda de brujos chalados que no sabían arreglar sus casas. Pero, sobre todo,
tenía que proteger, ayudar y cuidar a Sarah.
Su familia había crecido, pero no había olvidado lo que dejaba atrás: seguía hablando con sus
padres, con sus hermanos, y pasarían los meses de verano en Irlanda, en cuanto nacieran las
pequeñas.
El pastor Deacon terminó por callarse, y fue Alice la que subió al púlpito para dirigir el
brindis, con una copa de ponche en la mano.
—Hace un año que nos libramos de la sombra del diablo. Un año desde que Tabatha Sallow
se sacrificó para que pudiéramos atrapar a nuestro agresor. Ese mal nunca volverá a nuestro
pueblo y, gracias a ella, prosperaremos —dijo con la voz temblorosa—. Este brindis debemos
dedicárselo a Tabatha, por su sacrificio, y por su empeño en reunirnos y arreglar lo que estaba
roto.
Alice alzó la copa. Todos lo hicieron con ella.
—¡Por Tabatha! —dijeron casi al unísono.
Había cosas en la vida que, una vez rotas, no podían volver a recomponerse, pero aquel no era
el caso de la familia Sallow, ni de Crimson Falls.
***
«Por Tabatha», oía gritar una y otra vez. El barullo de la gente de campo era una algarabía
insoportable, en la exquisita opinión de Christopher. Pero allí estaba él, atrapado, sin poder
librarse de su vergüenza.
Quizás aquel era mayor castigo que el que le habían impuesto. Pagaría por estúpido. Pagaría
por haberse dejado vencer por un puñado de brujas idiotas. Por un montón de aldeanos.
Pero, ah…, la inmortalidad. Pasaría años encerrado, daba igual, porque cuando consiguiese
liberarse recuperaría su poder, y entonces haría que las hechiceras de pacotilla, esas Sallow,
pagaran con su vida el haberle humillado. A través de su prisión podía ver las auras de los
integrantes del aquelarre. Se habían reunido para honrar a aquella vieja pedorra del pelo rosa. La
única satisfacción que le quedaba era saber que había muerto a causa de él. Aquello le
proporcionó una punzada de placer. Todos allí tenían algo de magia, en mayor o menor medida.
Las auras de Sarah y Alice, y la del irlandés también, brillaban por encima de las demás, pero
todos allí tenían su toque. Todos, excepto uno. ¿Podía ser que hubiese un mundano entre ellos? No
le sorprendería en absoluto que el aquelarre fuese tan estúpido de dejar una fisura así para él.
Agudizó la mirada, y se cercioró. Sí, había uno allí entre todos que no brillaba, que no poseía el
don de la magia. Christopher, apretujado e incómodo entre las paredes de cristal, comenzó a
moverse ansioso. Era su oportunidad. Aún le quedaba algo de su antiguo poder. Haciendo un gran
esfuerzo, consiguió rascar algo del interior de aquel sujeto. Ya se conocían. Aquel era Joshua.
Bien, quizás jugando aquella carta de nuevo podría salir antes incluso de lo que había imaginado.
Poseerle la primera vez fue pan comido.
Joshua, comenzó a llamar con la fuerza de la oscuridad, ven a mí.
Joshua, con una copa en la mano, participaba del ritual como uno más. No entendía la mitad de
las cosas que ocurrían, pero aquello no lo acobardaba. Se sabía un gran chamán, se había formado
en las mejores escuelas online, así que, aunque sus vecinos no practicasen la misma magia que él,
no se sentía excluido. De pronto, notó algo zumbar cerca de su oído. No era un insecto, era otra
cosa, más del plano onírico. Estaba con un grupo de unos seis, conversando animoso, cerca del
púlpito. La mesa de celebración, con las bebidas y la comida, estaba en el centro del recinto. No
supo por qué, pero necesitó echarle una mirada. Algo estaba pasando, podía notarlo en la
vibración de su chakra Sahasrara.
Joshua, ven a mí.
Lo oyó en su mente fuerte y claro. Era una voz profunda, melosa, cargada de promesas
peligrosas. Y sabía de dónde venía. Sin llamar la atención del resto de la concurrencia, caminando
con disimulo, fue hasta la mesa central.
Acércate, estoy aquí.
La oía fuerte y clara y, por fin, inclinando el cuerpo para ver más de cerca lo que había sobre
la tabla, supo de dónde venía. Su larga trenza le cayó a un lado y a poco estuvo de meterse en su
copa. Joshua el chamán se sonrió. No se sorprendió de ser el único que oyese la voz del recluido
Lockwood, ya que se sabía de los más poderosos de entre los allí presentes. Tenía montones de
certificados que lo abalaban.
Sé lo que quieres, Joshua, y yo puedo dártelo.
—Seguro que sí —respondió el engreído chamán mientras se sonreía.
La botella de cristal verde se tambaleó por la emoción. Estaba en el centro de la mesa, junto a
la comida y la bebida, pero en un lugar privilegiado. Era de grueso color esmeralda, y el tapón de
corcho estaba sellado con cera y sal. En el cuello de la botella habían dibujado runas de
protección y, en su interior, el humor de lo que meses atrás había sido un poderoso ser se
arremolinaba creando formas caprichosas. Joshua, divertido, alargó la mano libre y dio un par de
toques al cristal con sus largas uñas. Christopher, en el interior de la botella, recibió aquellos
golpecitos como un ruido atronador y amortiguado. A través del cristal teñido de la botella veía el
rostro de aquel tipo aumentado por la cercanía, y con temor no supo descifrar la expresión
satisfecha de su cara.
—No te dejaré ir, demonio —habló Joshua casi pegando la boca a la botella, para que el
prisionero en su interior pudiese oírle bien—. ¡Por Tabatha!
Y tras decir aquello, hizo chocar el pie de su copa con la botella verde, y el chasquido del
cristal resonó por toda la iglesia. La botella volvió a agitarse, esta vez con más violencia, pero el
chamán ya había dejado de prestarle atención. En realidad, ya nadie le prestaba atención, todos
siguieron brindando por aquella vieja bruja, recordando anécdotas y riendo, y Christopher,
enfurruñado y venenoso, entendió por fin que pasaría mucho tiempo allí metido.

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