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ALEKSANDAR

ROBYN HILL
ÍNDICE

Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Epílogo
PRÓLOGO

—¡N O PUEDO CREERLO ! — GRITÓ J ORGE EN CUANTO LLEGÓ A CASA AL


anochecer—. ¡Siempre igual! ¡Nunca haces nada bien, Carmen!
Ella se sintió otra vez atrapada, desesperada y vulnerable.
—¡Esto es tu culpa! —exclamó él agarrándola del brazo—. Si fueras
una buena esposa, sabrías cómo mantener la casa limpia y bien organizada.
¡Esto es una mierda!
Catalina, que estudiaba en su dormitorio, escuchó los gritos y sintió un
miedo atroz. A pesar de sus doce años, era consciente que debía proteger a
su madre, que parecía resignada a soportar las humillaciones de su padre.
Un día, mientras recogía sus dibujos del suelo, Catalina encontró un
folleto de un refugio para mujeres maltratadas que había quedado olvidado
bajo el sofá del salón. Alguna buena amiga se lo había hecho llegar a
Carmen al descubrir que tenía un ojo morado, y sus explicaciones no eran
convincentes. Curiosa, comenzó a leerlo y cuando terminó se lo llevó a su
dormitorio.
Aquellas palabras impresas en el folleto encendieron una pequeña llama
de ilusión dentro de Catalina. Pensó que tal vez ese refugio podría ser un
lugar seguro para ella y su madre. Un lugar donde su padre no pudiera
encontrarlas, y donde pudieran empezar de nuevo lejos de la violencia.
Días después, Catalina se armó de valor y mostró el folleto a su madre.
—Cariño, eres lo más valiente e increíble que he conocido —le dijo
emocionada—. Tienes razón, ya no podemos seguir viviendo así. Es hora de
cambiar las cosas, de buscar una vida mejor para nosotras.
Madre e hija comenzaron a planear su huida. No sería fácil pero se
tenían la una a la otra, y esa era su mayor fortaleza. Sin embargo, todo eso
se fue al traste esa fatídica noche.
—¡Basta! —exclamó Carmen, zafándose de las garras de Jorge—. ¡Ya
no puedo vivir así!
Jorge se quedó inmóvil por un instante, desconcertado por su inesperada
valentía, sin embargo, fue un espejismo. Su ira se desbordó y se abalanzó a
por Carmen, pero ella salió corriendo hacia el dormitorio principal.
Nerviosa, cerró la puerta con pestillo y se echó hacia atrás. Pero ante el
asombro de Carmen, Jorge de dos patadas logró derribar la puerta con un
gran estruendo.
—¿Cómo te atreves a desafiarme? ¡A mí!
Las manos de Carmen temblaban. No se atrevía a decir una palabra.
Cualquier intento de defenderse lo provocaría aun más.
—¿Ni siquiera tienes el valor de hablar? ¡Eres patética! —gritó
levantando el puño en un gesto amenazador.
Carmen contuvo el aliento. El miedo la paralizaba. Jorge estaba a punto
de pegarle.
Mientras tanto, Catalina había salido al pasillo con el alma en vilo. Se
preguntó si podría encontrar una forma de liberar a su madre de la pesadilla.
Tengo que hacer algo, lo que sea.
Buscó el valor en lo más profundo de sí misma y se dirigió al despacho
de su padre. Con manos temblorosas, se agachó y buscó una llave que su
padre escondía en algún lugar. Después de un momento de búsqueda
frenética, la encontró debajo de una pila de documentos.
Se dirigió a un cajón de la estantería. Introdujo la llave en la cerradura y,
con un giro firme, el cajón se abrió revelando una pequeña caja de cuero.
Con temor a ser descubierta, la abrió. Dentro estaba una de las pistolas de
su padre. Una Beretta.
Fría y metálica, brillante bajo la luz de la lámpara del techo. Parecía un
objeto intrigante y poderoso. La cogió con ambas manos, como su padre le
había enseñado. Volvió a cerrar la caja y la devolvió al cajón. Sintiendo un
nudo en la garganta, se dirigió al dormitorio de sus padres sosteniendo la
pistola.
Mientras tanto, Jorge agarró a su esposa del cuello y la empujó con
desprecio hacia la cama. El cuerpo elegante y esbelto de la mujer quedó a
su merced.
—¿Por qué haces esto? —preguntó tratando de dominar el pánico.
—Porque no puedo soportarlo más —respondió Jorge mirándola
fijamente—. Siempre has querido a otro y por eso me has convertido en un
don nadie.
Carmen negó con la cabeza, tratando de defenderse.
—No es verdad, Jorge. Te quiero, eres el único hombre en mi vida.
—¡Mientes! —exclamó quitándose el cinturón—. He visto cómo miras
a otros hombres, cómo te ríes con ellos. Soy un tonto por haber creído que
eras mía.
Carmen pensó que su marido se estaba volviendo cada vez más colérico
y salvaje. Intentó hablar, pero las palabras se ahogaron en la garganta.
Jorge siguió lanzándole acusaciones, cada vez más duras. No importaba
que ella intentara explicarse o demostrar su amor, parecía inmune a sus
ruegos. Empezó a arrancarle la ropa.
—¡No! —gritó Carmen.
—Soy tu marido y tengo derechos —espetó mientras apartaba sus
brazos.
Catalina apareció en el umbral de la puerta. Sus ojos se abrieron como
platos al ver a su padre encima de su madre, que luchaba por quitárselo de
encima.
—¡Deja en paz a mamá! —exclamó.
Cuando Jorge vio que su hija la miraba con el ceño fruncido y que
además sostenía su pistola, se apartó de Carmen. Se bajó de la cama y
avanzó con el rostro crispado hacia Catalina.
—¿Qué haces, estúpida? ¡Dame ese ahora mismo o recibirás la paliza
de tu vida!
Catalina, temblando, levantó el cañón de la pistola. Cerró los ojos y
disparó. El efecto del retroceso la empujó hacia atrás, cayendo al suelo
bruscamente. Al fijar la vista de nuevo descubrió a su padre tumbado
bocabajo, inmóvil.
C A P ÍT U L O 1

Q UINCE AÑOS DESPUÉS …

En una cálida mañana de verano, Catalina se despertó temprano en su


modesto piso alquilado de Marbella. Mientras la cafetera se calentaba, miró
por la ventana del salón cómo la ciudad empezaba a cobrar vida bajo los
rayos del sol. Desde pequeña, le encantaba vivir en la pequeña ciudad por el
clima benigno y el carácter afable de la gente.
Un rato después, llegaba a su trabajo en el Centro de Servicios Sociales
del Ayuntamiento, situado en los bajos de un edificio céntrico. Catalina
saludó con una sonrisa a Sebas, su compañero. Era un hombre divertido y
aventurero que siempre tenía nuevas ideas para salir de la rutina. Él llevaba
más tiempo en el Centro y en ocasiones ejercía de su mentor con una
encomiable dedicación.
En cuanto se sentó en su escritorio, encendió el ordenador y enseguida
se puso manos a la obra. Repasó los informes pendientes que se le
acumulaban en la bandeja. Uno le llamaba especialmente la atención. Lucas
era un adolescente de trece años que estaba pasando gran parte de su corta
vida en hogares temporales. El día anterior se había entrevistado con él para
escuchar su historia, y asegurarse que se siente a salvo en la residencia
municipal.
A medida que se adentraba en los detalles de la vida de Luca, llenos de
tristeza, comenzó a darse cuenta de que, a pesar de sus heridas emocionales,
aún anhelaba ser amado. Al observar cómo luchaba por encontrar su lugar
en el mundo, comprendió que merecía una oportunidad.
Por eso se había reunido con el equipo de psicólogos y resto de
compañeros para discutir su caso. Todos querían encontrarle los padres
adecuados para que recibiera una excelente educación y un cariño
inagotable.
Sebas interrumpió sus pensamientos.
—Cata, oye, tengo una idea increíble para nuestras próximas
vacaciones. ¿Qué te parece Marruecos? He estado investigando y parece un
destino fascinante. Podemos conocer ciudades antiguas, recorrer el desierto
y algo que me interesa un montón, sumergirnos en su cultura.
Catalina sonrió ante la propuesta.
—Suena genial. Ya estuve una vez, el año pasado, y siempre me ha
llamado la atención su historia y arte. Además, me apetece un viaje a una
cultura milenaria.
—¿Por qué no se lo dices a Vicky? —preguntó refiriéndose a su mejor
amiga.
—Le encantará la idea de volver.
Continuaron haciendo planes, sintiéndose como niños planificando una
emocionante escapada en secreto. Catalina se imaginaba caminando por los
estrechos callejones de Marrakech, rodeada de exóticos aromas y colores.
Sebas estaba entusiasmado ante la posibilidad de explorar las dunas del
Sahara, y acampar bajo las estrellas.
Ella pensó que disfrutar del viaje sería esencial para recargar las pilas, y
continuar con fuerza su labor en el Centro. Además, los viajes siempre la
permitían alejar viejos fantasmas…
Seguía lidiando con las sombras de su pasado, y las consecuencias de
relaciones sentimentales poco satisfactorias. Cuando el dolor y la ansiedad
amenazaban con paralizarla, ella se aferraba a su pasión por la música como
un refugio seguro. Su guitarra se convertía en su gran aliada, permitiéndole
expresar sus emociones y liberar la tensión. Cada nota, cada acorde, cada
escala eran como un bálsamo para su alma.
Aunque su labor la colmaba de satisfacción, también anhelaba una
conexión emocional profunda con alguien especial. Sin embargo, sus
experiencias pasadas la habían vuelto cautelosa y le hacían preferir tener
relaciones fugaces para evitar heridas innecesarias. Aprendió a detectar a
aquellos hombres que intentaban aprovecharse, alejándose de relaciones
tóxicas que amenazaban su bienestar.
A veces se preguntaba si alguna vez podría permitirse ser vulnerable
con alguien nuevamente sin el miedo a ser lastimada.
Después de Martín, el chico de los sensuales besos en el cuello, nadie le
había atraído de verdad. Cada vez que pensaba en él, una mezcla de
emociones encontradas se apoderaba de su ser. Recordaba con amargura
cómo solía caer en la trampa de sus manipulaciones sutiles pero efectivas.
Cómo su negatividad crónica la arrastraba a un abismo emocional, y cómo
nunca mostró el menor interés genuino en su música. Fue una relación
tóxica que la consumió, dejándola con cicatrices emocionales que tardaron
en sanar.
La liberación llegó al tomar la difícil decisión de alejarse de Martín y de
todo lo que representaba. Si bien al principio fue difícil superar la ruptura,
con el tiempo se dio cuenta de que estar sola era una opción válida.
Comprendió que no estaba rota como Martín intentó hacerle creer, sino que
él carecía de un espíritu romántico y fue ahí cuando supo que había llegado
el principio del fin. Al fin y al cabo, la química en el sexo es importante
pero no lo es todo, ¿verdad?
Laura, su jefa, de treinta y tantos, se asomó desde el pasillo y con un
gesto le pidió que se viesen en su despacho. ¿Para qué será?, se preguntó e
intercambió una mirada expectante con Sebas.
El despacho de Laura reflejaba el espíritu cálido y acogedor del lugar,
con paredes pintadas en tonos suaves que emanaban calma y confianza.
Había fotografías enmarcadas sobre su mesa de diversos eventos
organizados por el Centro, que recordaban a todos el propósito fundamental
de su trabajo: ayudar a los más necesitados. También había un coqueto
helecho que aportaba frescura al ambiente, y un pequeño cuenco lleno de
dulces para compartir con los visitantes y compañeros.
Catalina admiraba la manera en que Laura lograba combinar
profesionalidad y calidez en su espacio de trabajo. Desde que había
empezado en el Centro un año atrás, ella siempre había sido un ejemplo por
la forma amable pero firme en que sabía liderar a su equipo.
Para su sorpresa, Laura la recibió con una expresión seria.
—Cata, tenemos que hablar.
—Claro, ¿pasa algo? —respondió intentando disimular su nerviosismo.
Su jefa se acomodó en su silla y cruzó los brazos sobre la mesa. Un
gesto muy característico de ella. Llevaba una favorecedora blusa de lino de
manga corta.
—He notado que te pasas muchas horas aquí. Llegas temprano y te vas
muy tarde, y sé que también trabajas desde casa. Esto a largo plazo no es
sostenible.
Catalina sintió un nudo en la garganta. Laura tenía razón, pero temía
que si dejaba de echar tantas horas, su trabajo no sería suficiente para
ayudar a los demás.
—Está bien, sí, trabajo mucho, pero me encanta lo que hago y quiero
asegurarme de que todo salga bien.
Laura suspiró y la miró con comprensión.
—Te entiendo y admiro tu labor, pero no es sano. Necesitas desconectar
y tener tiempo para ti. No quiero que te quemes. Recuerda que también
tienes una vida fuera de aquí.
En el fondo, Catalina sabía que llevaba razón. Siempre se había sentido
más cómoda enfocándose en su trabajo que en su vida personal. Sin
embargo, la preocupación de Laura hizo que reflexionara sobre sus
prioridades.
—De acuerdo, lo tendré en cuenta —dijo Catalina agradecida.
La expresión de Laura cambió por completo. La seriedad dejó paso a
una amplia sonrisa.
—Tengo una propuesta para ti. Esta noche hay una fiesta en el Beach
Beats. ¿Por qué no vienes conmigo? Será una oportunidad para desconectar
y divertirnos un poco. ¿Qué te parece?
Catalina se sorprendió. Su jefa siempre le había parecido poco dada a
salir de noche.
—Claro, sería genial —dijo Catalina, emocionada por la oportunidad de
conocer un lado más personal de Laura.

En su hora de almuerzo, Catalina decidió acercarse a pie a la tienda de ropa


vintage de Vicky. Ella le aconsejaría sabiamente sobre qué vestido llevar a
la fiesta. Llevaba muchos años siendo la dueña y conocía al dedillo toda la
mercancía. Por sus manos habían pasado las mujeres más elegantes de
Marbella.
Al entrar en Ocean Chic, la campanilla sonó alegremente anunciando su
llegada. Se encontró con el rostro jovial y cubierto de pecas de su amiga,
quien estaba detrás del mostrador ordenando algunos accesorios. Se
saludaron con efusión y enseguida Catalina le contó el propósito de su
visita.
—¡Claro que te puedo ayudar! —le dijo con una sonrisa de oreja a
oreja.
Vicky la condujo a la sección de vestidos de fiesta, donde se extendía
una amplia selección de colores y estilos. Catalina se sentía como una niña
en una tienda de juguetes, ansiosa por probarse cada uno de ellos.
Comenzó a seleccionar algunos vestidos, mientras Victoria se aseguraba
de que encontrara las tallas adecuadas y los colores más acertadas para
realzar su belleza. Después de varios intentos, Catalina aún no había
encontrado el vestido que la hiciera sentir arrebatadora.
—¿Qué te parece este? —preguntó Vicky, mostrando un hermoso
vestido verde esmeralda.
Catalina lo miró con atención y luego sonrió.
—Me encanta pero creo que busco algo más llamativo, algo que
realmente destaque en la fiesta —dijo con una mirada centelleante.
Victoria asintió comprensiva y siguió buscando. Finalmente, sacó un
vestido de un vibrante color negro, de cuello redondo y espalda al aire.
—¡Prueba este! —sugirió Vicky—. Me acaba de llegar. Creo que te
quedará espectacular.
Catalina se miró en el espejo del probador y quedó maravillada. El
negro resaltaba su piel bronceada y el corte favorecía su figura, haciéndola
sentir como una auténtica diosa veraniega.
—¡Vicky, es perfecto! —exclamó Catalina, emocionada.
Su amiga abrió la cortina del probador y, al verla, sus ojos se
iluminaron.
—¡Estás impresionante, amiga! Este es definitivamente el vestido para
ti —afirmó Victoria con entusiasmo—. Los hombres caerán rendidos a tus
pies. Y ya es hora de que elijas a uno. Tienes que superar lo del último, el
innombrable.
—Ya… —dijo procurando evitar los malos recuerdos.
—Póntelo esta noche y si te gusta me lo pagas otro día.
—¿Segura?
—Alguna ventaja ha de tener ser la dueña, digo yo.
—Eres genial, tía. No sé qué haría sin ti.
Con el vestido en una bolsa e invadida por la ilusión, Catalina se
despidió prometiendo que le daría todos los detalles de la fiesta al día
siguiente. Incluso esa misma noche antes de salir le enviaría una foto
cuando ya estuviera arreglada.
Catalina admiraba que su amiga se enamorara locamente cada vez que
salían de fiesta. Mientras ella se lanzaba a nuevas experiencias amorosas,
Catalina prefería ser más reservada y cuidadosa para evitar desengaños.
Al regresar al Centro, reparó en el periódico del día que asomaba sobre
la mesa de Sebas. Como aún quedaban unos minutos antes de retomar el
trabajo, empezó a ojearlo. Siempre se enteraba de toda la actualidad por las
redes sociales, pero esta vez le picó la curiosidad de leer en papel. Recordó
que cuando era pequeña su madre tenía la costumbre de comprar la prensa,
para que ella leyera el suplemento infantil que venía con cuentos y dibujos.
Antes de llegar a la sección cultural, un reportaje captó su interés. Era
una detallada investigación sobre la misteriosa y siniestra organización
llamada «los Serbios». Se desglosaban sus actividades delictivas, y se
afirmaba que estaba involucrada en varios actos delictivos. Su líder aún era
un misterio para las autoridades.
Operaban con una precisión casi quirúrgica, manteniéndose en las
sombras y evadiendo la acción policial. El tráfico de drogas era uno de sus
principales negocios, controlando redes de distribución que se extendían
por toda la costa. Además, su lavado de dinero era sofisticado, utilizando
testaferros, empresas ficticias y cuentas bancarias internacionales para
ocultar las ganancias ilícitas. También se sospechaba que estaban
involucrados en el contrabando de armas, suministrando a otras
organizaciones criminales y aumentando así su poder e influencia.
Lo que más desconcertaba a la policía era la habilidad del líder para
mantener su identidad en secreto. A pesar de los esfuerzos de la policía y
las agencias de inteligencia, no se había logrado obtener ninguna pista
sólida sobre quién era el enigmático líder. Se ocultaba con destreza tras una
red de subordinados leales y cautelosos.
Las especulaciones afirmaban que era un ex militar altamente
entrenado, pero nada se podía confirmar. Parecía que cada paso del líder
serbio estaba cuidadosamente calculado para no dejar ni rastro. Cada golpe
de la policía era respondido con movimientos aún más evasivos y audaces
por parte de la organización criminal.
La noticia dejó a Catalina perturbada y con una sensación de intriga y
peligro inminente. Entre otras funciones, el Centro se dedicaba a cuidar a
adolescentes desamparados y no tenía relación directa con actividades
ilegales. Sin embargo, la cercanía de la organización con los sectores
vulnerables de la ciudad podría atraer la atención de los chavales, que
verían con envidia una falsa vida de lujo.
Se dijo que debía cuidar de que se alejaran de esos criminales, quienes
sabían tender anzuelos para que trabajaran para ellos. A pesar de que era
muy improbable, debía estar alerta y dispuesta a colaborar con las
autoridades, por si alguna vez se cruzaba con información relevante que
pudiera ayudar a desentrañar la identidad del líder.
Quién iba a decirle a Catalina que la vida le sorprendería una vez más.
C A P ÍT U L O 2

L A NOCHE MARBELLÍ CAÍA SOBRE EL B EACH B EATS , UNO DE LOS LUGARES


de moda. Alrededor de la piscina, el ritmo de la música electrónica creaba
un ambiente de euforia y libertad entre la gente joven y atractiva.
Los que preferían saciar su apetito, tenían en la barra a su disposición
un excelente surtido de comida. Había fuentes de mariscos frescos, como
ceviche, gambas a la parrilla y pescado a la plancha, acompañados de ricas
ensaladas. Los sabores exóticos hacían que los paladares más exigentes se
deleitaran con cada bocado. Las bebidas eran igualmente tentadoras.
Cócteles tropicales como margaritas, piñas coladas y mojitos, que los
camareros servían con maestría. Una fiesta veraniega por todo lo alto.
Laura y Catalina estaban espectaculares con sus vestidos de noche.
Laura llevaba un vestido vibrante y desenfadado de color fucsia, muy
ceñido. Catalina el vestido negro de Ocean Chic. Los zapatos de tacón de
color nude estilizaban su figura y le daban un porte elegante que atraía
miradas de ambos sexos. Conversaban entre ellas mientras bebían de sus
cócteles. Laura se había decantado por el clásico piña colada, y Catalina por
un refrescante mojito.
—Hacía siglos que no salía de noche —dijo Laura—. ¿Y tú?
—La semana pasada celebramos el cumpleaños de una amiga. Fuimos a
cenar a Puerto Banús, a una pizzería muy conocida. Lo pasamos genial.
—¿A qué hora llegaste a casa?
—A eso de las diez.
—¿Por qué tan temprano?
—No, si llegué de empalmada.
Se rieron con complicidad. Se habían sentado en una de las enormes
camas de sábanas blancas que se abrían a la playa bajo el cielo nocturno.
Catalina se sentía cada vez más cómoda con su jefa, que parecía haber
aparcado su rictus de seriedad. De hecho, descubrieron una afinidad en
común: la música.
—Soy fan de la música indie y el jazz —dijo Catalina—. Me gusta
perderme en las letras poéticas y las melodías suaves de Norah Jones y
Lana Del Rey.
—Pues a mí me gusta más la electrónica y el pop. Los ritmos animados
y las letras motivadoras me llenan de energía.
—¿A quiénes sigues?
—Por ejemplo, Calvin Harris o Florence and The Machine. Estuve en
un concierto y lo flipé.
—Este verano me encantaría ir a uno.
Catalina echó un vistazo al bolso de cuero de su jefa. Era pequeño e
ideal para llevar lo más importante. En ese momento el DJ bajó la
intensidad de la música, y el ambiente pareció que se tomaba un respiro de
tanta intensidad. Aún quedaba mucha noche por delante.
—Me alegra mucho de que curres con nosotras —dijo Laura—. Estás
haciendo un trabajo muy bueno.
—Estoy fascinada. La verdad, es lo que siempre soñé.
Catalina llevaba el cabello recogido en un elegante moño alto, con
algunos mechones sueltos que enmarcaban su rostro. Sus ojos estaban
adornados con un maquillaje suave en tonos neutros, realzando sus ojos
negros y otorgándole un aire de irresistible elegancia. El labial que había
elegido era de un sutil rosa pálido.
—Quiero que seamos como una pequeña familia —dijo Laura,
colocándose bien uno de los finos tirantes del vestido—. Nos necesitamos
unas a otras porque nuestra labor es muy exigente. El Ayuntamiento nos
mira con lupa.
Ahora por fin sabía con certeza para qué la había invitado: sí, como
había intuido, para conocerse y hacer piña la una con la otra.
—Cuenta conmigo.
—Me lo imaginaba —dijo Laura, guiñándole un ojo.
A Catalina le gustaba cómo ella se había dejado su cabello moreno,
suelto y ondulado, cayendo con gracia sobre sus hombros. De repente, un
apuesto camarero se acercó con una bandeja con bebidas. Vestía una
camiseta gris con purpurina que le daba un toque divertido.
—Señoritas, os traigo un regalo —anunció con una sonrisa enigmática
—. Un cliente generoso invita a otra ronda de cócteles.
Laura y Catalina intercambiaron una mirada de sorpresa.
—¡Qué bien! —exclamó Catalina—. ¿Y qué cócteles son?
—Sunset Paradise con ron, piña y coco; y Beach Breeze con vodka,
sandía y menta.
—¿A quién se lo debemos agradecer? —preguntó Laura.
El joven camarero dibujó en su rostro una expresión de fingida
ignorancia.
—Es un misterio —dijo y se fue por donde vino.
Las chicas sonrieron emocionadas y levantaron sus elegantes copas,
brindando por el misterioso «benefactor». Mientras disfrutaban del fresco y
delicioso sabor de los cócteles y la belleza del entorno, no pudieron evitar
preguntarse quién sería aquel admirador que les había brindado aquel gesto
de generosidad.
Miraron a su alrededor con discreción. El beach club estaba lleno de
jóvenes adinerados, elegantes y guapos. ¿Quién de ellos había sido?
Al cabo de un rato, decidieron moverse hacia la barra para disfrutar de
otra perspectiva. Enseguida un par de holandeses se acercaron a ellas con
sonrisas de triunfo. Eran rubios y de mejillas rojas por el sol. Conversaron
en inglés y después uno de ellos sacó a bailar a Laura.
El chico de Catalina era de ojos azules, de aspecto atractivo y seguro de
sí mismo. Pero desde el principio su conversación se centró en él mismo y
en la ostentación de su riqueza. Catalina se sintió algo incómoda por la
forma en que la miraba, como si fuera un sucio objeto de deseo y no una
mujer con sus propios pensamientos y sentimientos.
—¡Vaya fiesta! —exclamó él, sonriendo de manera presumida—. Me
encanta este lugar. Debo decirte que tengo un gusto exquisito para elegir
lugares divertidos.
—Sí, es un lugar animado —respondió Catalina con cortesía, tratando
de no darle demasiada importancia.
Pero el holandés no parecía interesado en lo que Catalina tenía que
decir. Continuó hablando de sí mismo, presumiendo de sus logros y bienes
materiales.
—¿Sabes? Soy empresario, tengo varios negocios exitosos en diferentes
países. Una colección de autos de lujo y mi yate es simplemente
espectacular. Podrías acompañarme en una de mis vacaciones a Ibiza, sería
una experiencia inolvidable para ti.
Catalina, sintiéndose atrapada en la conversación, trató de cambiar de
tema. Laura y el otro bailaban muy a gusto. El joven continuó hablando de
sí mismo sin darle espacio a Catalina para expresarse. Ella procuró alejarse
educadamente, buscando una salida decente, pero él insistió en seguir a su
lado.
—Ahá, qué interesante —dijo Catalina, intentando ser educada—. Pero
creo que debo ir por otra copa.
—Espera, no te vayas todavía. Déjame contarte sobre mi última
adquisición, una mansión en la Riviera Francesa. Es simplemente
asombrosa —dijo él, poniendo su mano en la cintura de Catalina, quien
suspiró y se sintió cada vez más agobiada.
—De verdad, necesito ir al baño —dijo finalmente, firme en su decisión
de liberarse del pesado—. Ha sido agradable hablar contigo, pero creo que
debemos seguir disfrutando de la fiesta por separado. ¡Gracias por las copas
de antes!
—Pero… ¿de qué hablas?
—De las copas que nos invitasteis…
El holandés puso cara de no saber de lo que estaba hablando.
—Nosotros no fuimos, pero te invitaré a todas las que tú quieras,
guapísima. ¡No te vayas!
—Lo siento —dijo alejándose.
—¡Tú te lo pierdes, estúpida!
Una vez liberada, atravesó la animada pista de baile, donde las luces
brillaban y la música resonaba por todas partes. Necesitaba encontrar el
baño cuanto antes, el lugar perfecto para recuperar un poco de privacidad en
medio de la multitud. ¿Dónde estará Laura?, se preguntó. Y la respuesta le
llegó enseguida. La vio a lo lejos bailando con el otro holandés.
Llegó al baño y se miró al espejo. Respiró hondo. Notaba el efecto del
alcohol recorriendo sus venas, y se reprochó haber bebido demasiados
cócteles. Entonces recordó algo que le dijo el holandés pesado. Que ellos no
las habían invitado a las bebidas.
¿Si ellos no han sido, entonces quiénes nos invitaron? La verdad, qué
noche más rara.
Se le ocurrió que tal vez había llegado la hora de marcharse a casa.
Consultó el móvil. Eran casi las dos. La resaca que la esperaba al día
siguiente sería espantosa.
Impulsada por la necesidad de una repentina soledad, decidió pedirse
una botella de agua mineral y dirigirse a la playa. Allí encontraría la paz
suficiente para que el alcohol rebajara su efecto, después se marcharía a
casa. Si Laura la buscaba, llamaría a su móvil.
El bullicio de la fiesta quedó algo apartado cuando se descalzó y pisó la
arena. Qué sensación más agradable, me encanta.
Se sentó cerca de un chiringuito ya cerrado, rodeado por largas palmeras
y densos arbustos. Le llegó la brisa del mar cargada de sal. La luna
derramaba su luz plateada sobre las olas. Mientras miraba el cielo
estrellado, su mente divagó hacia Luca, el adolescente sobre el que había
leído por la mañana.
Luca era especial, con un talento innato para el dibujo. Recordó la
última vez que lo había visto dibujando, con una concentración profunda y
admirable. Su mano se movía suavemente sobre el papel, creando un
mundo mágico y lleno de imaginación. Había creado un paisaje de ensueño
con montañas majestuosas, ríos serpenteantes y un sol radiante. La atención
al detalle y las emociones que plasmaba en su obra eran sorprendentes para
alguien tan joven. Deseaba ser para él un faro de apoyo en el camino de
aquel talentoso chico, guiándolo para que descubriera su propio destino.
Sus padres habían muerto en un accidente de coche y estaba
desamparado. De una forma lejana, se sintió identificada con lo que le pasó
a ella, el trauma de haber acabado con la vida de su padre. Era una clase de
dolor muy diferente, pero en ambos casos se necesitaba el apoyo del
entorno para salir adelante.
El móvil vibró de repente. Mensaje de Laura.
Adivina qué
¿Qué pasa?
He conectado muy bien con Markus. Me ha invitado a su casa para
seguir la fiesta. ¿Te vienes?
Catalina reflexionó antes de responder.
Gracias, pero creo que me quedaré un poco más aquí. Pediré un taxi
para volver a casa. Diviértete, jefa :)
¿Te importa quedarte sola?
¡Claro que no!
Si cambias de opinión, avísame, ¿vale?
OK.
En ese instante, un grito desgarrador rompió el silencio provocando que
su corazón diera un brinco. Dirigió su mirada hacia la orilla, y descubrió a
lo lejos a un hombre corriendo.
La adrenalina se apoderó de ella mientras observaba con cautela.
Aparecieron otros dos hombres persiguiendo al primero. La playa,
normalmente pacífica y acogedora, súbitamente se convirtió en un
escenario inquietante y peligroso.
Catalina se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. Su instinto le gritaba
que buscara refugio, pero el miedo la mantenía clavada en la arena. Su
mente divagaba, imaginando posibles explicaciones a lo que veía. Su
cuerpo se llenó de tensión, consciente de que estaba sola en la playa sin
nadie que pudiera ayudarla si iban a por ella.
Finalmente, los dos hombres atraparon al que se escapaba.
—¿Tienes planes para formar una banda paralela a la mía, verdad,
perro?
A pesar de la distancia, escuchó con nitidez la voz del que habló. El
acento era de Europa del este, y había algo en ella que la hacía amenazante.
—¡No, jefe, es mentira! —dijo el otro arrodillado sobre la arena—. No
sé de dónde ha salido ese rumor, pero no es cierto. ¡Se lo juro por mi vida!
—Te conozco, Carlos. He sido tu mentor, tu guía en este mundo. No
permitiré que me traiciones.
Catalina podía intuir cómo peligraba la integridad física de la persona a
quien llamaban Carlos.
—¡Confiesa o aquí mismo te parto la crisma!
Se hizo un silencio denso. Incapaz de aguantar más la presión y, con un
tono quebrado, Carlos lo admitió:
—Está bien, jefe... es cierto. He estado planeando formar una banda
aparte, pensé que podríamos ganar más dinero y... y ser independientes.
¡Pero eso se acabó! ¡Lo juro por la tumba de mi madre!
Otro silencio profundo se apoderó del lugar mientras Catalina contenía
el aliento, sin poder apartar los ojos de aquella violenta situación. Sin
previo aviso, la figura imponente arremetió con un puñetazo directo al
rostro de Carlos, que cayó al suelo con un quejido.
—¡Cómo te atreves, cabrón! —gritó uno de los hombres—. La lealtad
es lo más sagrado para mí, y tú has decidido romperla. Esto no quedará
impune.
Su puño impactó de nuevo en el rostro de Carlos, haciendo que volviera
a caer. Sin darle tregua, siguió golpeándolo sin piedad, alternando el
estómago y la mandíbula. Carlos intentó protegerse levantando sus brazos
en un débil intento de defensa. Sin embargo, los golpes eran duros y
rápidos.
Catalina estaba paralizada, intentando controlar su respiración.
No puedo apartar la mirada, pero debo alejarme poco a poco, sin que me
vean. ¿Me arriesgo a ser descubierta? Tengo que salir de aquí. ¿Qué debo
hacer? ¿Llamo a la policía?
La ansiedad la envolvía, pero debía mantener la calma. Inspiró
profundamente, tratando de disipar el miedo.
—Por favor, jefe, no me castigue, ¡le prometo que seré leal! —suplicó
Carlos.
—¿Leal? ¿Acaso crees que aún puedo confiar en ti después de esto? —
respondió el que parecía llevar la voz cantante.
—Recuerde los buenos momentos que hemos tenido juntos, los
momentos de camaradería... —balbuceó el desdichado Carlos.
Los golpes se detuvieron. Catalina pudo distinguir cómo el hombre
imponente adoptaba una actitud de reflexión, con los brazos en jarras.
Parecía que podría ceder pero entonces, sin previo aviso, le propinó una
devastadora patada en las costillas haciendo que Carlos gimiera otra vez de
dolor.
—¡Eso no cambia nada! —bramó con una mezcla de furia y desprecio
—. Ya no eres digno ni siquiera de mirarte.
—Si vas a matarme, ¡hazlo de una vez! —dijo Carlos, respirando con
dificultad.
—¿Matarte, yo? Claro que no… —dijo con malicia, recreándose
lentamente en cada palabra—. Eso sería demasiado fácil para ti. Prefiero
verte sufrir por tu traición.
El jefe agarró a Carlos por la camiseta y lo levantó de la arena.
—A partir de ahora serás un ejemplo. Cada vez que alguien piense en
traicionarme, recordarán lo que les espera... —dijo con un tono siniestro—.
Ratko, ¡llévate a esta escoria!
—¡No, por favor, espera…! —suplicó Carlos.
Catalina, con el corazón en un puño, observó cómo ese tal Ratko, alto y
corpulento, se llevaba al malherido Carlos. Se mordió el labio inferior con
angustia, preguntándose qué destino aguardaba a ese pobre desgraciado.
Los dos hombres desaparecieron en la oscuridad, pero el supuesto jefe
se quedó a solas en la orilla. Estaba de espaldas, aparentemente con la
mirada fija en el oscuro mar. De repente las olas, que habían estado
calmadas, empezaron a agitarse y un murmullo inquietante de espuma y
rabia invadió la playa. Catalina percibió una cierta tensión en la postura del
jefe, como si estuviera cargando con un peso invisible sobre los hombros.
Pero ¿quién es ese?, se preguntó asombrada.
La intriga la mantenía allí, oculta entre las sombras, esperando algún
indicio que revelara la identidad de ese hombre agresivo y misterioso.
Apenas unos segundos después, Catalina recuperó el sentido común y
empezó a alejarse con sigilo. Su idea era regresar al club cuanto antes, pero
antes sacó el móvil de su bolso con manos temblorosas y marcó el número
de la policía.
Descolgaron al primero tono.
—Policía —dijo una voz femenina y seca.
Catalina aclaró la garganta.
—Acabo de presenciar una escena terrible, una pelea —dijo notando el
corazón a mil por hora.
—Mantenga la calma —ordenó el policía—. Dígame su ubicación y una
descripción de lo que ha visto.
—Estoy en la playa del Duque. Vi a dos hombres, bueno, tres. Estaban
peleando. Uno de ellos está malherido y...
De pronto, el móvil desapareció de su mano como por arte de magia. Al
girarse, totalmente desconcertada, descubrió a un tipo bajito, grueso, con la
cabeza rapada y vestido de negro. No, no era la misma persona que había
visto en la playa. Era otro.
Sin dejar de mirarla, el tipo arrojó el móvil al suelo y lo pisoteó. El
móvil quedó destrozado. Catalina retrocedió instintivamente, dominada por
el pánico.
—¿Has estado espiándonos? —preguntó el tipo con una expresión
feroz.
—Lo siento, no quería... —intentó disculparse, pero el hombre la
interrumpió con una risa cínica.
—No sabes en qué lío te has metido, ¿verdad?
Catalina retrocedió un paso más. La oscuridad de la noche pareció
cernirse sobre ella mientras el hombre se acercaba.
C A P ÍT U L O 3

U NAS HORAS ANTES DEL INCIDENTE EN LA PLAYA , A LEKSANDAR Y R ATKO ,


su leal lugarteniente, entraron al selecto Beach Beats. Sus figuras
monumentales y temibles atrajeron miradas curiosas de las mujeres, pues no
había duda de que eran personajes importantes. Sus rostros permanecían
imperturbables, ocultando el torrente de maquinaciones que se gestaba en
su interior.
Se dirigieron a un reservado y se acomodaron en los asientos de cuero.
Los camareros elegantemente vestidos se acercaron con una deferencia
exquisita, ofreciendo bandejas de exquisitos canapés y copas de burbujeante
champaña.
La generosidad de Aleksandar no se hizo esperar. Al tiempo que recibía
las atenciones de los camareros, entregaba cuantiosas propinas con un gesto
discreto pero revelador. Cada billete invertido en aquella noche aumentaría
el respeto y la lealtad de aquellos que lo servían. Los camareros admiraban
a un hombre cuyo poder trascendía los límites de aquel exclusivo lugar.
Sin embargo, bajo la excusa de presentarse a la fiesta, Aleksandar y
Ratko compartían un propósito más oscuro. Habían llegado con la idea de
dar una memorable lección a Carlos, el tipo que había osado traicionar a su
organización. Carlos, un miembro desde los primeros días, había cometido
la imprudencia de ser avaricioso y desleal.
El ambiente de alegría a su alrededor no les distrajo de su misión de
aquella noche. La conversación fluía entre alcohol y sonrisas, pero ya
ansiaban ponerse manos a la obra. Carlos sería confrontado, su lealtad
puesta a prueba y su destino sellado por ellos, que no dudarían en ejercer
justicia, su justicia.
En aquel reservado de opulencia y glamour, se forjaba el destino de un
traidor. Aleksandar, con su mente afilada como un cuchillo serbio,
observaba en permanente estado de alerta. Su destreza en los entresijos
corruptos trascendía fronteras. Un maestro en el arte de la manipulación y el
control. Cada país era un tablero de ajedrez, y él movía las piezas con
precisión letal.
El conocimiento era su aliado más práctico. Devoraba información
sobre los tejemanejes financieros de los poderosos, desentrañando los hilos
de la codicia que tejían un manto de engaño sobre la sociedad. Pero su
intelecto no se limitaba a los despachos y las cuentas bancarias. Conocía la
anatomía del miedo, sabía cómo arrancar gritos agonizantes y mantener a
sus víctimas en el umbral de la vida y la muerte.
Aleksandar se movía como un fantasma de la noche, un espectro que
aterrorizaba incluso a los más valientes. Sus secuaces infligían sufrimiento
y sembraban el caos, extendiendo su imperio criminal por toda la Costa del
Sol. Sus manos, que en otro tiempo podrían haber acariciado con ternura,
pronto serían instrumentos de tortura.
Entre sus leales, el lugarteniente Ratko, emergía como su sombra más
letal. Un compinche serbio de sangre fría, cuyo único objetivo era
asegurarse de que la voluntad de Aleksandar se cumpliera, sin importar el
coste.
En medio de la animada fiesta, los ojos de Aleksandar, siempre alerta a
las bellas sutilezas, se posaron en una figura femenina que destacaba entre
la multitud. Lucía un vestido negro que resaltaba sus curvas con elegante
sofisticación, y transmitía un halo de misterio que lo intrigó de inmediato.
Su belleza era asombrosa, una obra de arte viviente que parecía estar en
armonía con la noche.
Aleksandar, cuyo instinto depredador siempre estaba activo, notó que
esa mujer era única. Aunque su mirada no se encontró con la suya, sintió
como si un campo magnético los conectara. Su cabello oscuro contrastaba
con sus hombros bronceados. La luz de los focos de neón la hacía parecer
una visión sacada de un sueño.
Cada paso que ella daba, cada movimiento de sus caderas al ritmo de la
música, atrapaba la atención de Aleksandar como un hechizo. Era como si
el tiempo se ralentizara a su alrededor, dejando que esa imagen prodigiosa
se clavara en su mente. Sus pensamientos se vieron inundados por una
profunda sensación de anhelo.
A medida que la noche avanzaba, Aleksandar continuó observándola
desde la distancia. Consciente de que las miradas lascivas de otros hombres
también la adoraban, sintió hacia ella una contundente posesión, como si su
propia voluntad fuera más fuerte que la de cualquier otro. Ella estaba
destinada a ser suya, una joya que solo él podía tener. Fantaseó con
despojarla del vestido y hacerla suya ahí mismo. Sus pezones serán tan
oscuros como la noche, se dijo.
—¿Qué tanto miras, jefe? —preguntó Ratko, extrañado de verle
ensimismado.
—Nada —dijo Aleksandar secamente, y bebió otro sorbo de champaña.
Así, desde la sombra del reservado, Aleksandar permitió que su mente
se sumergiera otra vez en un torbellino de pensamientos y emociones que
rara vez experimentaba. Su aura de hombre inalcanzable se veía desafiado
por la atracción que estaba experimentando.
Las mujeres para él siempre habían sido piezas en un juego de
dominación y placer. A lo largo de los años había acumulado un séquito de
amantes, todas ellas atraídas por el poder que irradiaba. Sin embargo,
ninguna había logrado permanecer en su vida más que unas horas. Las
conexiones eran efímeras, momentos fugaces de satisfacción que pronto se
desvanecían.
Llamó a un camarero y le susurró:
—¿Ves a esa chica de negro sentada con otra mujer de fucsia?
—Sí, señor.
—Invítalas a otra ronda pero ni se te ocurra decirles que he sido yo. ¿De
acuerdo? —dijo clavando su mirada en el camarero.
Unos minutos más tarde, la sorpresa lo invadió cuando experimentó una
punzada asesina al ver a otros hombres acercarse a ella. Sin darse cuenta,
endureció su puño hasta que los nudillos se pusieron pálidos. Aquella
reacción era completamente ajena a su naturaleza. Había sido el cazador,
nunca la presa. Pero esa mujer tenía un poder innegable sobre él, un poder
que trascendía su control. ¿Qué tiene ella que me afecta de esta manera?, se
preguntó, perplejo por sus propias emociones.
—Acabo de ver a Carlos —le interrumpió Ratko.
Aleksandar inspiró con profundidad, como si necesitara calmar sus
emociones. No podía olvidar el motivo fundamental de su presencia en el
beach club, pero más tarde se ocuparía de ella.
—Está bien. Vamos a hablar con ese hijo de puta —dijo haciendo crujir
los nudillos—. Es hora de ajustar cuentas.

Minutos después de la brutal paliza, Aleksandar se encontraba a solas en el


reservado del Beach Beats, sentado a la mesa. Su mano derecha, envuelta
en un pañuelo de tela empapado de sangre, temblaba ligeramente. La
introdujo en una cubitera repleta de hielo. El frío le hizo sentir un
escalofrío.
Su mente retrocedió a lo ocurrido hacía un rato: la confesión obligada a
Carlos, los violentos golpes, sus cobardes súplicas. Aquel castigo había sido
ejemplar, una advertencia para todos aquellos que osaran alejarse de «la
familia». No había dejado espacio para la compasión, solo una lección que
resonaría en cualquiera que pensara en desafiarlos.
El agua de la cubitera se fue tiñendo poco a poco de sangre, y pensó que
liderar la organización no era más que gestionar un problema después de
otro. Apagar fuegos.
Esa misma mañana había leído el reportaje de la prensa local sobre
ellos, «los Serbios» como les llamaban. La prensa siempre estaba al acecho,
hambrienta de sensacionalismo.
Tenemos que actuar con cautela, pensó. Nos están observando,
esperando el momento adecuado para atacar y destrozarnos. Por eso no
podían permitirse el lujo de mostrar debilidad. Si la prensa había
comenzado a husmear en sus asuntos, era cuestión de tiempo antes de que
alguien conectara los puntos y lo señalara directamente a él. Debían tomar
medidas para proteger su territorio, como expandirse internacionalmente ya
que eso los harían más fuertes.
¿Y si envían una advertencia al periodista que firma el reportaje? Una
señal clara y contundente de que no debían entrometerse en sus asuntos si
no querían enfrentarse a las consecuencias. La idea le pareció tentadora, una
manera de mostrar su peligrosidad y poder.
Un mensaje es lo que necesitan, pensó, esbozando una sonrisa fría. Algo
que los haga reflexionar antes de escribir sobre nosotros.
Con la mano libre, bebió un trago de su vaso de whisky.
Sí, una advertencia lo suficientemente impactante como para detener a
cualquier entrometido. Tal vez un pequeño incendio en la redacción del
periódico, o quizás una nota amenazadora dejada en la puerta de la casa del
periodista. Cualquier cosa que sirviera para recordarles que traspasar ciertas
líneas lleva un precio.
Su soledad se vio de repente interrumpida. La puerta se abrió de golpe y
Slatan, su chófer, irrumpió en el reservado sosteniendo firmemente por el
brazo a una joven de cabello oscuro que vestía un elegante vestido negro.
Aleksandar la reconoció de inmediato. Era la misma joven que esa
misma noche había atraído su atención de una manera inolvidable. Una
coincidencia perturbadora y misteriosa.
—¿Qué cojones está pasando aquí? —gruñó Aleksandar con voz grave.
—¡Quítame las manos de encima! —exclamó Catalina zafándose de
Slatan.
—La encontré en la playa. Lo ha visto todo —dijo Slatan orgulloso de
mostrarse útil a su jefe. Tiró el bolso de Catalina sobre uno de los asientos.
Ella parecía desorientada, con sus ojos bellos y oscuros llenos de miedo
y asombro.
—Slatan, suéltala —ordenó Aleksandar con calma, sin apartar la mirada
de ella.
Slatan obedeció a regañadientes, soltando a la chica pero
permaneciendo alerta a su lado. Catalina miró a Aleksandar con cautela.
—¿Qué vamos a hacer con ella? —preguntó Slatan.
Aleksandar lo fulminó con su mirada. Slatan se mordió los labios y bajó
la cabeza, avergonzado. Entonces Aleksandar se volvió hacia Catalina.
—¿Cómo te llamas?
A pesar de la frialdad que transmitía, una parte de él estaba emocionado
por su presencia. El azar, siempre enigmático, la había atraído a sus
dominios.
—Catalina —respondió sosteniendo la mirada.
—Catalina… —repitió Aleksandar recreándose en su nombre, como un
dulce en su paladar—. Entiendo que estés asustada…
—Yo no estoy asustada —interrumpió ella.
Claro que lo estaba, pero una voz en su interior le dijo que no se dejara
intimidar.
—Quiero que escuches con atención —dijo él ignorando su comentario
—. Lo que viste esta noche es peligroso, y tu vida podría estar en riesgo si
decides hablar. Sin embargo, también podría haber beneficios si eliges
mantener tu boca cerrada.
—No sé quién te crees que eres —dijo ella con voz firme—. Pero no
tienes derecho a que tu lameculos me arrastre aquí como si fuera un saco.
Aleksandar no pudo evitar una punzada de excitación al comprobar el
arrojo de Catalina. Pero, claro, no podía abandonar su papel de líder de una
organización criminal.
—Podemos ofrecerte protección, seguridad, incluso una nueva
identidad. Nos aseguraremos de que nadie te lastime si decides callarte
sobre lo que sucedió —dijo, pensando que solo quería provocarla, saber
hasta dónde era capaz de llegar.
Ella guardó silencio. Aleksandar notó que estaba sopesando sus
opciones. Él no podía permitirse mostrar debilidad ni indulgencia.
—Sin embargo, —continuó Aleksandar mientras sacaba la mano de la
cubeta y se secaba con una servilleta—… también debes entender que
somos implacables cuando se trata de proteger nuestros intereses. Si decides
hablar, no dudaremos en tomar medidas para cubrirnos las espaldas.
Catalina era como un conjuro que lo atraía con un poder irresistible.
Exploró cada centímetro de su figura con una fascinación voraz.
Se volvió hacia Slatan y asintió discretamente. El chófer, un hombre de
ojos saltones, entendió la señal y salió del reservado con discreción, pero
antes le susurró al oído:
—Por si acaso, tengo la tarjeta de SIM de su teléfono.
La tensión era palpable mientras Aleksandar esperaba la respuesta. de
Catalina. Todo dependía de su elección. Él estaba decidido a descubrir hasta
dónde estaba dispuesta a llegar para mantener su silencio y así protegerse.
Catalina se encontraba atrapada en una situación desconcertante. Su
rostro reflejaba una expresión desafiante, aunque su corazón latía con una
mezcla de temor e incertidumbre. Había cruzado sin querer el umbral de un
mundo oscuro y peligroso, y ahora estaba frente a un violento delincuente.
Sin embargo, muchas veces en su vida su instinto de protección había
consistido en una huida hacia delante.
—No me importa quién seas o qué pretendes —dijo ella intentando
mostrarse indiferente—. No me asustas.
Incluso ella misma se quedó sorprendida por sus palabras. ¿Se estaba
atreviendo a hablarle de tú a tú a ese hombre con pinta de mafioso con
acento de Europa del este?
Interesante, pensó Aleksandar. No es frecuente que alguien me hable
con tanta audacia. Un destello fugaz de algo parecido al respeto cruzó por
sus ojos color miel, aunque su expresión se mantuvo altiva.
—Deberías tener miedo, Catalina. Si quisiera puedo ser tu peor
pesadilla.
Ella apretó los puños sintiendo una mezcla de rabia y vulnerabilidad.
—No tienes derecho a meterte en mi vida. Déjame ir o gritaré.
Aleksandar se levantó y Catalina pudo apreciar su envergadura. Tenía la
camisa azul marino arremangada, sobre la que se adivinaba un torso
musculoso. Era tan atractivo que parecía irreal. Él dio un paso hacia ella,
imponiendo aún más su presencia.
—Quiero tu silencio, Catalina. Necesito saber que no vas a hablar de lo
que viste.
A pesar de su actitud desafiante, ella no pudo evitar sentir que estaba
atrapada en una telaraña. Su mente luchaba con la decisión que se le
presentaba: seguir desafiándolo y arriesgarse a las consecuencias, o ceder
ante su demanda y buscar una salida segura.
—No te equivoques —dijo finalmente alzando la barbilla—. No me
estás haciendo un favor. No te debo nada.
—Es cierto —respondió Aleksandar con calma—, pero quizá puedas
verlo como un intercambio mutuamente beneficioso. Tú mantienes tu
silencio y yo aseguro tu integridad física.
Por algún motivo Catalina no quería parecer débil, sin importar lo
peligroso que él pareciera. La tensión en el aire, el poder que irradiaba, su
acento y su voz grave, todo conspiraba para que Catalina se sintiera
cautivada.
―Eres valiente, Catalina ―dijo Aleksandar, su mirada fija en sus ojos
oscuros―. Pero también tienes mucho que aprender.
Catalina se mordió el labio inferior. No podía evitar que su mente se
desviara, que sus pensamientos se mezclaran con el recuerdo de lo que
había presenciado en la playa. La violencia, los golpes, la brutalidad... Un
contraste difuso con respecto a su presencia sensual y dominante.
―No sabes nada de mí ―dijo Catalina frunciendo el ceño.
Aleksandar se acercó aún más. Su proximidad hizo que Catalina
contuviera la respiración. Era como si el aire estuviera cargado de
electricidad, y su cercanía despertara una serie de excitantes emociones.
―Puede que tengas razón ―dijo Aleksandar con su aliento rozando la
piel de Catalina―. Pero sé más sobre ti de lo que piensas.
Ella luchaba por mantener la compostura, por separar las contradictorias
emociones que parecían fundirse.
―No soy tan ingenua como crees ―dijo tratando de mantenerse serena
a pesar de las oleadas de deseo.
Aleksandar sonrió con aire de canalla, y deslizó otra vez su mirada por
el cuerpo de Catalina con una expresión de asombro.
―Eso lo sé. Y por eso estás aquí, conmigo.
El poder erótico de ese hombre la dejaba aturdida.
―Quiero irme ―dijo.
Aleksandar se inclinó aún más cerca, su aliento rozando su cuello.
―No, no quieres ―murmuró él.
Catalina cerró los ojos y su cuerpo tembló.
Un instinto animal se apoderó de ambos, y el ambiente de repente se
cargó de una abrumadora sexualidad.
La mano de Aleksandar desapareció bajo la falda de su vestido. Un
estremecimiento recorrió su espina dorsal al sentir el roce de sus dedos en
su piel. Aunque su mente intentaba advertirle de los peligros que rodeaban a
ese hombre, su cuerpo parecía ansioso por ser explorado.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Catalina mirando a sus ojos claros
y penetrantes.
Una sonrisa afloró en sus labios, al tiempo que las yemas de sus dedos
continuaban su lento ascenso por el suave muslo de Catalina.
—Sé lo que necesitas, Catalina —susurró con una voz llena de
promesas tentadoras—. Quiero ver qué tan dispuesta estás para dejarte
llevar por tus deseos más profundos.
Catalina sintió que su pulso se aceleraba aún más ante las eróticas
palabras de Aleksandar.
—No sé quién eres —dijo tratando de mantener un atisbo de resistencia.
—Puedes llamarme Aleksandar —susurró, y sus labios trazaron un
camino de fuego sobre su cuello.
Ella cerró los ojos.
—Eres peligroso…
—La vida está llena de peligros, Catalina. Pero a veces son esos
peligros los que nos hacen sentir realmente vivos.
Sus defensas comenzaron a debilitarse bajo el hechizo del misterioso
Aleksandar. Su cuerpo ardía de curiosidad y deseo, y aunque seguía
luchando por mantener el control, su corazón latía al ritmo de la lujuria que
crecía entre los dos.
¿Por qué me atrae tanto?, pensó ella. Debería estar asustada pero...
—No sé qué es lo quieres de mí —dijo Catalina.
—Sí que lo sabes —afirmó con rotundidad.
—No quiero que me toques más.
—Catalina, conozco tu cuerpo mejor de lo que tú misma crees —dijo
Aleksandar sonriendo—. Sé lo que necesitas, incluso cuando tú misma no
quieres admitirlo.
—Quiero irme a casa. Déjame ir, por favor.
—Está bien, vete, ¿quién te lo impide? —dijo abriendo los brazos—.
Eres libre de hacer lo que quieras.
Sin embargo, ella permaneció inmóvil. Su cuerpo no obedecía a su
mente. Ella bajó la cabeza sintiéndose vulnerable. Aleksandar introdujo la
mano otra vez bajo su falda, y acarició el muslo en dirección a las bragas.
—Te he estado observando toda la noche —dijo él—. Ninguna mujer
me había llamado tanto la atención en mucho tiempo.
Catalina se inclinó ligeramente cuando notó que su mano se apoderaba
de su vulva con una exquisita suavidad.
—Déjame en paz —dijo ella con la respiración entrecortada, notando
cómo sus rodillas empezaban a fallarle.
Aleksandar acarició los labios vaginales con el índice como si acariciara
una flor silvestre. Catalina dejó escapar un discreto gemido. Se sentía al
borde del abismo. La excitación era abrumadora. La música se oía cercana,
así como el murmullo de la gente. ¿Y si de repente entraba alguien?
—Eres una chica valiente —dijo Aleksandar—. En la playa otras
hubieran corrido a esconderse, pero tú quisiste verlo todo. ¿Por qué?
—Yo… Quise… —dijo buscando sentido a sus palabras, pero las
llamaradas no dejaban de caldear su cuerpo.
—¿Te atrae el peligro, verdad?
Ella negó con la cabeza y de repente soltó otro discreto gemido.
Aleksandar sintió con satisfacción sus dedos húmedos. Tenía a Catalina
justo donde quería, a su completa voluntad.
—Pues tu cuerpo dice todo lo contrario —dijo introduciendo lentamente
dos dedos.
Catalina se mordió los labios y sintió un estremecimiento en lo más
profundo de su ser. El viril aroma de Aleksandar la invadía por completo de
una manera tan penetrante, que necesitó apoyarse en la mesa con ambas
manos.
—Tú no sabes nada… de mi cuerpo —dijo Catalina cada vez más
excitada.
—¿No? Entonces no vas a querer nada de esto —dijo pegándose aún
más por detrás para que notara su asombrosa erección.
Ella la sintió en su trasero, como reclamándola con ansia. Fantaseó con
su tamaño y las sensaciones que sería capaz de desatar. No, aquello sería
demasiado para ella. Tenía que parar toda esta locura. Ya. Ahora. Dilo.
Huye.
Solo un poco más…
Su vagina se contrajo, ella cerró los ojos y lanzó un profundo suspiro.
Después se propuso poco a poco recuperar el control. Necesitaba un
impulso de cordura en medio de la vorágine. Entonces oyó la cremallera de
su pantalón. Aleksandar quería follarla ahí mismo. Era como si le hubiera
leído la mente. Su pulso volvió a acelerarse.
—Prepárate para la mejor noche de tu vida —dijo él con un tono de
quien se sabe experimentado en los placeres de la noche.
Si Aleksandar era un hombre violento y ella rechazaba la violencia,
¿por qué le costaba tanto frenar todo aquel delirio?
Con brusquedad, la inclinó sobre la mesa. Si no reaccionaba pronto,
sentiría su ardiente miembro conquistando su cuerpo por la puerta de atrás.
Catalina reparó en la cubitera y, sin pensarlo dos veces, la agarró y se giró
hacia él. Durante un instante congelado en el tiempo, atisbó el desconcierto
en los ojos de Aleksandar. Entonces, con gran satisfacción, le echó el agua
en la entrepierna.
—¡Hija de puta! —exclamó él, echándose hacia atrás.
Aleksandar alzó la mano para abofetearla. A ella le dio tiempo para
coger un cuchillo de la mesa y blandirlo delante de su cara. Clavándole la
mirada le espetó:
—No me toques o juro que te mataré. Aunque sea lo último que haga en
mi vida.
Aleksandar quedó desconcertado. Era la primera persona que le
plantaba cara de una manera tan fulminante. Algo en sus palabras encerraba
una seria advertencia. ¿Quién cojones era esa mujer?
A pesar de que podía reducirla en un abrir y cerrar de ojos, Aleksandar
reconoció su atrevimiento y determinación. Nunca había pegado a una
mujer, sin embargo, ella había sido capaz de arrastrarle al punto de que casi
se olvida de sus principios morales. A las mujeres se las respeta.
Catalina quería demostrarle que no era una más, sin embargo, en su
interior estaba desolada. Había sucumbido a la lujuria y se preguntaba cómo
había podido ser tan débil. Ese hombre la había embrujado. Sí, era la única
explicación posible. Por suerte había despertado antes de que fuera
demasiado tarde.
—¡Largo de aquí! —exclamó Aleksandar, cogiendo una servilleta y
secándose la entrepierna.
Ella arrojó el cuchillo lo más lejos posible. Después se acomodó el
vestido y cogió su bolso. Antes de marcharse, le dedicó una última mirada a
Aleksandar. Un tenso silencio se extendió entre ambos. Si se queda un
segundo más perderé el control, pensó Aleksandar. La deseo con todo mi
ser.
—No cuentes a nadie lo que viste en la playa —ordenó—. Si lo haces,
iré a por ti.
Un criminal la estaba amenazando de muerte.
—¿Quién eres? —preguntó ella.
Aleksandar tiró la servilleta sobre la mesa, y con una mirada de acero le
respondió:
—Soy el mismísimo demonio.
C A P ÍT U L O 4

L A NOCHE ENVOLVÍA LA MAJESTUOSA VILLA DE A LEKSANDAR , QUE SE


alzaba en medio de la montaña, oculta entre pinsapos y robles. La vivienda,
un prodigio arquitectónico de líneas modernas, destacaba como una
fortaleza impenetrable. La discreta iluminación realzaba sus detalles
elegantes y le daba un aire discreto.
Aparcó su Porsche frente a la ostentosa puerta de entrada. Al entrar en
el vestíbulo, sus pasos resonaron hasta el alto techo. Un suelo de mármol
blanco pulido reflejaba la débil luz de las lámparas colgantes, creando un
juego de sombras y brillos que bailaban en las paredes. En el centro, una
escalinata que conducía a la planta superior.
Desde un pasillo lateral, emergió Adriajna, el ama de llaves. Su figura
menuda y regia irradiaba una mezcla de autoridad y calidez. Los cabellos
plateados recogidos en un elegante moño revelaban la sabiduría de los años.
A través de unas gruesas gafas, sus ojos estudiaron la expresión de su jefe.
—¿Todo bien, Aleksandar? —preguntó avanzando hacia él con los
brazos cruzados.
Él apreciaba la presencia constante de Adriajna en su vida. Habían
compartido historias, tragedias y éxitos. Ella había ayudado a su madre a
criarlo en Belgrado, y ahora, en esta villa segura en la montaña, continuaba
siendo su ancla en el mundo. Además actuaba como testaferro en múltiples
propiedades. Para la ley española, ella era la dueña de la casa aunque en
realidad le pertenecía. Se trataba de una forma de cubrir su rastro.
—Sí, le dimos su merecido a ese cretino de Carlos —respondió.
Ella asintió y señaló hacia el sofá de terciopelo en el rincón de la sala.
—¿Quieres sentarte? Puedo traerte algo de cenar. Tienes que estar
exhausto después de todo el día fuera.
—No. Descansa, que es ya muy tarde. Prefiero quedarme solo.
—Como quieras —dijo ella complacida, y se retiró en sigilo.
Aleksandar fue al mueble bar del salón y se sirvió una copa de rakia, la
bebida más emblemática de Serbia, similar al brandy. Mientras paladeaba el
sabor afrutado, contempló el amplio jardín iluminado. Enseguida el
recuerdo de Catalina cristalizó en su mente.
—Esa mujer… —murmuró, negando con la cabeza.
La lámpara de lectura apenas iluminaba el lujoso salón. Aleksandar se
recostó en el sofá, evocando el tórrido encuentro con Catalina en el
reservado. Recreó vívidamente cada detalle de su mirada desafiante, de las
palabras intercambiadas, de la palpable tensión. Un interés más allá de lo
común se había apoderado de él.
La necesidad de estar cerca de ella lo impulsó a marcar un número en su
teléfono. Un número que había marcado en innumerables ocasiones.
—Buenas noches, señor. ¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó una voz
femenina y sensual.
—Quiero una compañía para esta noche, pero con unas características
determinadas.
—Le escucho —dijo solícita.
Cerró los ojos y se imaginó el rostro de Catalina.
—Tiene que ser una morena de cabello recogido, ojos oscuros y piel
bronceada. Su altura ha de ser de alrededor de 1,70 y el peso de unos
sesenta kilos. Ha de ser española, misteriosa.
—Tenemos una que encaja a la perfección.
—¿Ah, sí? Como la envíen aquí y no sea exactamente como la he
pedido, me perderán como cliente.
Se hizo un silencio.
—Ejem… Bueno, exactamente no es —dijo la voz femenina.
—Entonces no me interesa —dijo y colgó bruscamente.
El ansia por estar cerca de alguien que se asemejara a Catalina y no
conseguirlo, aumentó su frustración. La furia se apoderó de él de tal manera
que arrojó la copa al suelo, haciéndose añicos.
—¡Joder! —gruñó entre dientes—. ¿De qué sirve tener dinero si no
puedo conseguir lo que quiero?
La noche avanzaba pero el sueño no le vencía. Las horas pasaron
mientras seguía atrapado en un torbellino de pensamientos sobre Catalina.
Su interés no disminuía; al contrario, parecía crecer con cada minuto. La
posibilidad de encontrar a alguien como ella, alguien que lo desafiara de esa
manera, había despertado una emoción.
En la quietud de su villa, mientras el reloj marcaba las horas, se vio a sí
mismo una y otra vez en el reservado del beach club, reviviendo cada
instante compartido con Catalina. La promesa de un nuevo y desconocido
capítulo en su vida lo mantenía despierto, y supo que su camino se había
entrelazado con el de ella de una forma irreversible.

En las afueras de Marbella, rodeado de hoteles y restaurantes, se encontraba


el Casino Royale, una joya de la corona de la ciudad costera. Regentado por
Aleksandar, atraía a una multitud ecléctica de visitantes de todas partes del
mundo, ansiosos por sumergirse en su suntuoso ambiente.
Al entrar, eran recibidos por el deslumbrante resplandor de los
candelabros de cristal que colgaban de la sofisticada bóveda. La ruleta
giraba con gracia, mientras que las mesas de póker y blackjack vibraban
con las apuestas y la expresión de los jugadores de júbilo o desilusión.
Las camareras, elegantemente vestidas en trajes de noche, se movían
con bandejas llenas de cócteles. En una esquina, sobre un escenario, una
cantante de voz cautivadora entretenía con su música en vivo, creando una
atmósfera aún más especial.
El equipo de seguridad, compuesto por hombres y mujeres con una
presencia contundente, vigilaba con ojos de águila cualquier movimiento
sospechoso. Vestidos con trajes oscuros a medida, transmitían una autoridad
incuestionable.
Aleksandar se encontraba en su despacho, observando la sala a través de
la ventana. Se sentía orgulloso al contemplar el casino rebosante de clientes.
Su habilidad para combinar el lujo con la emoción del juego había llevado
al casino a la cima, convirtiéndolo en un destino codiciado por curiosos y
jugadores.
Cada noche era un cuento de riqueza, glamur y… mafia.
Aleksandar atesoraba una astuta habilidad para entablar conversaciones
discretas con líderes de organizaciones de toda Europa, bajo el velo de la
opulencia y el juego. Los negocios importantes han de manejarse con
cautela, así que organizaba partidas de cartas privadas.
En estos eventos exclusivos, las apuestas alcanzaban niveles
astronómicos, atrayendo a los individuos más influyentes y adinerados del
crimen organizado. Todo ello era el escenario perfecto para forjar alianzas y
conspirar en la penumbra. Entre el crujir de las cartas y el zumbido de las
ruletas, los líderes de las bandas mafiosas conversaban con animosidad
compartiendo información delicada, mientras disimulaban su verdadera
intención detrás de sonrisas educadas y gestos elegantes.
Llamaron a la puerta. Ratko entró con una expresión seria. Al igual que
su jefe, vestía chaqueta y una camisa oscura. Ambos tenían una edad
similar, treinta y pocos.
—¿Me habías llamado?
Aleksandar asintió con la cabeza y se sentó.
—Necesito que hagas una tarea importante —dijo, inclinándose hacia
delante con las puntas de sus dedos tocando el borde de su escritorio.
—Por supuesto, jefe. Dime qué necesitas —respondió Ratko,
sentándose a su vez. Llevaba el cabello hacia atrás y engominado. Otro
hombre de esos que arrancan suspiros a su paso.
—Quiero que contactes a nuestro enlace en la policía local, y le pidas
toda la información sobre la mujer de anoche —dijo Aleksandar,
inclinándose hacia su subalterno, observando la sorpresa en sus ojos.
—¿La que nos espió? —preguntó. Slatan le había puesto al corriente.
—Se llama Catalina —dijo y abrió el cajón de su escritorio para sacar la
SIM que le había entregado el chófer—. Con esto se puede localizar su
número de teléfono.
Ratko reparó en la diminuta tarjeta. Conocía a su jefe desde hacía
muchos años, y jamás le había visto tan interesado por una mujer
desconocida.
—Quiero un informe completo de su vida en veinticuatro horas —dijo
Aleksandar.
—Entendido —dijo con determinación.
Aleksandar arqueó una ceja, y una leve sonrisa apareció en sus labios
carnosos.
—Ya es hora de que nos sirva de algo esos sobres abultados que
dejamos cada mes en la casa del jefe de la policía local.
—Me pondré ahora mismo con este tema.
—En cuanto lo tengas, dímelo. No importa la hora que sea. Puedes
retirarte, Ratko.
A solas, Aleksandar sintió un hormigueo en el vientre. Se volvió a
levantar y expandió la vista sobre la sala de juego. Era cuestión de tiempo
que supiera los detalles de la vida de Catalina. ¿Cómo sería su vida?
¿Tendría pareja? ¿Trabajaría? Seguramente sería modelo. Esa belleza jamás
debería pasar desapercibida.
A lo lejos vio a un viejo conocido sentado a la mesa del blackjack.
Viktor Kuznetsov. Bajo su apariencia de hombre mayor y corriente, se
escondía una lealtad inquebrantable.
En una noche de invierno en el corazón de Praga, Aleksandar y él
establecieron un acuerdo que fortalecería las dinámicas del crimen
organizado en toda Europa. El acuerdo que sellaron en aquella gélida noche
consistía en una alianza de tráfico clandestino de bienes valiosos, que
involucraba obras de arte y antigüedades, a lo largo de rutas secretas a
través de Europa.
Aleksandar y Kuznetsov compartieron mapas detallados y rutas de
escape meticulosamente planificadas. El plan requería el establecimiento de
una serie de puntos de transferencia en ciudades clave como Budapest,
Venecia y Mónaco, donde las mercancías serían ocultadas y luego
distribuidas en el mercado negro.
El casino de Aleksandar sería el epicentro de la operación. Utilizando su
red de contactos y recursos bien establecidos, aseguró la logística y el
transporte seguro de las mercancías desde el este de Europa hasta la costa
mediterránea. El equipo de seguridad del casino garantizaba que las
operaciones se llevaran a cabo sin contratiempos.
Su colaboración dio sus frutos en una serie de exitosas transacciones a
lo largo de los meses siguientes. Obras de arte robadas, joyas y objetos
antiguos cambiaron de manos en operaciones muy bien ejecutadas. A
medida que las ganancias se acumulaban, la alianza se fortaleció aún más,
solidificando su influencia en el submundo criminal europeo.
De repente, las miradas de ambos se cruzaron. Kuznetsov le hizo un
gesto con la mano, como diciendo «voy a tu despacho». Aleksandar asintió
con la cabeza, y observó cómo su amigo se alejaba de la mesa.
¿Para qué querrá hablar conmigo? Parece ansioso.
Unos minutos después, se produjo el encuentro.
—Viktor, qué alegría verte de nuevo. Mira que no avisarme… ¿Cómo
ha sido tu viaje desde Praga? —preguntó Aleksandar con una sonrisa,
estrechando con fuerza la mano.
—Oh, una maravilla, como siempre. Me quedé unos días en Madrid y
comí de maravilla. Mi mujer me dijo que fuera a ver los museos, pero nada,
yo soy más de comer, ya lo sabes. Y el clima aquí es excepcional. Qué
suerte tienes al vivir aquí todo el año.
La camaradería en la conversación era evidente, pero también había una
tensión latente, una anticipación de lo que estaba por venir.
—¿Cómo estás, Aleksandar? —preguntó con aire paternal.
—Muy bien. Bueno, ya sabes, ocupado —respondió con amabilidad—.
¿Nos sentamos?
Se sentaron en un sofá de cuero que olía a nuevo. La decoradora del
casino se lo acababa de entregar por petición expresa. Sobre la mesa de
cristal había una bandeja de metal con botellas, vasos y hielo. Sin
preguntarle, sirvió una copa de whisky a su socio y una de rakia para él.
Kuznetsov lo agradeció con una amplia sonrisa, que desveló las arrugas que
da una vida de más de sesenta años. Su socio se tomó la bebida de un solo
trago.
—Aleksandar, hay un asunto que necesito discutir contigo —dijo muy
serio—. Algo que ha surgido durante este viaje.
—Por supuesto, amigo. Estoy aquí para escucharte. ¿Qué es lo que
ocurre? —preguntó, imaginando que se trataría de algún contratiempo con
las autoridades de Chequia.
Kuznetsov le miró fijamente.
—Es sobre Milanka.
—¿Milanka?
La hija de Kuznetsov. Aleksandar evocó su rostro. Cabello rubio y corto
que enmarcaba su rostro, donde unos ojos tímidos miraban al mundo. El
cambio en la atmósfera del despacho fue palpable. Aleksandar mantuvo su
compostura, pero su mente ya estaba en alerta máxima. En el pasado, se lió
con ella. Una relación fugaz de mutuo acuerdo.
—Me ha dicho que está embarazada y que tú eres el padre.
Casi se le atraganta el rakia.
—Y como padre —continuó Kuznetsova—, considero que lo mejor
para ambos es que te cases con ella.
El corazón de Aleksandar comenzó a latir más rápido, pero mantuvo su
expresión neutral.
—Ahora mismo estoy en shock, Viktor.
Su socio asintió con comprensión.
—Lo entiendo, Aleksandar —dijo dándole una palmada en el brazo—.
Pero soy un hombre que cree en la responsabilidad. Mi hija y mi futuro
nieto merecen un compromiso sólido.
Aleksandar asintió, intentando ocultar su creciente incomodidad.
Kuznetsov mantuvo su mirada fija transmitiendo una férrea determinación.
Su hija se lo había contado por teléfono. Le había dicho que había sido una
relación consentida y que Aleksandar jamás le prometió nada, y que ella lo
había aceptado. Así que nada se le podía reprochar, aunque el embarazo era
otra cuestión que ponía en riesgo la reputación de su familia.
—Viktor —dijo, pensando en las palabras que iba a pronunciar a
continuación. No podía olvidar que tenía delante a un socio y amigo muy
importante—. Soy consciente de la situación. Te aseguro que asumiré la
responsabilidad…
Kuznetsov lo interrumpió.
—Así me gusta, Aleksandar. Mi hija merece un compromiso real, un
compromiso de por vida.
—Pero antes de nada tengo que hablar con ella —dijo pensando que
sería una condición innegociable antes de anunciar la boda.
Kuznetsov lo observó durante un momento antes de asentir lentamente.
Le parecía que era una postura razonable.
—Aprecio tu honestidad, Aleksandar. Pero ten en cuenta que espero una
respuesta definitiva. Ya sabes que hay mucho en juego.
En medio del silencio la tensión era evidente. El destino de dos familias,
y la compleja red de alianzas y lealtades, estaba en el alambre.

La conversación con Kuznetsov disparó sus recuerdos. Se recostó en su


silla de cuero, cerró los ojos y se permtió viajar atrás en el tiempo, a ese día
de primavera que ahora parecía tan lejano en el que conoció a Milanka.
Era un día radiante, el sol bañando las calles de Marbella con su
resplandor dorado. Hacía apenas un mes el mundo parecía sencillo, y su
encuentro con Milanka solo una formalidad en medio de sus ocupaciones.
Habían acordado verse, almorzar juntos. A medida que revivía los detalles
de ese día, la complejidad de sus pensamientos y emociones se revelaba con
claridad.
Acerca de ella sabía más bien poco, que había estudiado Derecho
mercantil y que empezaba a gestionar los negocios de su padre para
barnizarlos con una capa legal. ¿Sería la futura heredera del imperio
Kuznetsov? Solo el tiempo lo diría.
La llevó al mejor restaurante del Puerto Banús, un lugar que irradiaba
solera y autenticidad. Los platos exquisitos y el vino blanco fluyendo
crearon un ambiente relajado, y la charla y las risas aparecían con facilidad.
Pero, incluso entonces, una parte de él mantenía la distancia, consciente de
que deseaba volver a su casa cuanto antes.
—Me encanta Marbella —dijo él—. Se vive bien aquí, ¿verdad?
—No se está mal…
Después decidieron visitar un centro comercial cercano. Los ojos
tímidos de Milanka brillaron con las vitrinas llenas de tentadoras marcas de
primera categoría. Aunque la incomodidad persistía, una corriente
subterránea se negaba a desvanecerse por completo.
La tarde llegó a su fin, pero Aleksandar decidió continuar con su cita.
Fueron a un bar en un tranquilo pueblo de montaña, un lugar desde el cual
se veían las luces de Marbella titilando como estrellas distantes. Mientras
cenaban, notó lo atractiva que era ella.
—Mi padre habla muy bien de ti —dijo Milanka sonriendo—. La
verdad, tenía ganas de conocerte.
—¿Y cómo me ves? —preguntó con arrogancia.
—Muy bien, la verdad.
La tensión sexual seguía presente, y la noche parecía llevarlos hacia un
terreno desconocido. Sin embargo, había algo que frenaba sus impulsos.
Milanka no era solo una mujer bonita; era la hija de Kuznetsov, su socio
más importante en el mundo del crimen.
Ahora en su despacho del casino, se arrepentía de que la cita no hubiera
terminado en ese momento. De haber sido así, las consecuencias no
existirían y no debería enfrentarse a un problema. Recordó cómo esa tarde
había luchado consigo mismo, y finalmente había decidido contener sus
deseos y mantener una fachada profesional. Sí, había optado por la
prudencia y descartó echar un polvo. ¿Por qué finalmente lo había hecho?
Su error fue acompañarla al hotel.
Habían bebido demasiado y cuando le invitó a su habitación, él ya supo
lo que iba a suceder.
—Te deseo desde el primer momento en que te vi.
El morbo por follarse a la hija de su socio invadía su cuerpo, como un
veneno que le impedía pensar con claridad. Solo será un polvo rápido. Nada
más que eso.
El aire estaba impregnado con el aroma a alcohol y sexo, un cóctel
tóxico que avivaba aún más la pasión. Ella gimió suavemente mientras él
dibujaba un camino de besos y mordiscos por su cuello, dejando una estela
de calor. Las manos de Aleksandar recorrieron sus curvas con un estilo
posesivo y seductor, mientras la lujuria que había estado acumulándose
durante tanto tiempo estallaba sin control.
De una manera brusca, sobre la cama le subió el vestido y le bajó las
bragas. La penetró sin más. Las mujeres para Aleksandar eran un desahogo,
un bonito desahogo. Solo quería demostrarle a ella que no era nada para él.
Agitó sus caderas de una manera frenética. Milanka gritaba de placer. Sí.
No pares. Por favor. Más fuerte. Sin embargo, Aleksandar no la escuchaba,
estaba perdido solo en consumar su lujuria. Por eso, en cuanto se corrió en
su interior se tumbó bocarriba, recuperando el aliento.
—Qué hombre —dijo Milanka, asombrada—. Échame otro polvo, Alek.
—Llámame Aleksandar. Ese es mi nombre —dijo con firmeza.
—Está bien, como quieras.
Sin embargo, Aleksandar se subió los pantalones y se levantó de la
cama. Tenía que marcharse lo antes posible.
La habitación quedó sumida en un silencio pesado después de que el
último rastro de pasión se desvaneciera. En la expresión de Milanka había
una mezcla de deseo, decepción y algo más profundo, una necesidad
insatisfecha.
—¿Te vas ya? —preguntó ella.
—Esto no debería haber ocurrido —dijo Aleksandar mientras se vestía.
—¿Qué quieres decir con que «no debería haber ocurrido»? ¿Es que no
ha sido real?
Aleksandar terminó de abrocharse la camisa antes de mirarla fijamente.
Si hubiera sido cualquier otra mujer ya se habría marchado, pero se vio
obligado a dar una explicación.
—No me malinterpretes. Fue real, pero también fue un error. Tu padre y
yo tenemos una relación profesional. No deberíamos haber cruzado esa
línea.
Milanka se levantó también de la cama.
—¿Una línea? ¿Eso es lo que somos? ¿Una línea que no debemos
cruzar por un acuerdo de negocios?
Aleksandar suspiró mientras luchaba por encontrar las palabras
adecuadas.
—Los dos somos adultos. No me pidas más que eso.
—¿Debo ser solo un compromiso en tu agenda? ¿Un momento de
debilidad que ahora debemos olvidar?
—Me tengo que marchar. En los días que te quedan en Marbella, mi
equipo de seguridad te llevará a donde quieras. Yo estaré ocupado.
En la cara de Milanka se reflejó la tristeza y la resignación.
—Entonces, ¿es eso todo? ¿Terminamos aquí? —dijo con la voz
trémula.
Aleksandar asintió con la cabeza.
—Supongo que tienes razón —dijo ella—. Pero no puedo evitar sentir
que merezco más que esto.
—¡Sigamos adelante con nuestras vidas, joder! ¡Tengo que proteger mis
intereses! ¿O es que no lo ves?
—Solo quiero complacerte.
—No hace falta. Cuando lo necesito solo he de chasquear los dedos.
C A P ÍT U L O 5

E N EL C ENTRO DE S ERVICIOS S OCIALES , C ATALINA INTENTABA


concentrarse en su trabajo. Sin embargo, sus pensamientos parecían tener
vida propia, arrastrándola una y otra vez al recuerdo del siniestro
Aleksandar. Sus dedos acariciaban distraídamente el teclado, mientras su
mirada se perdía en el limbo.
Las sensaciones de lo que sucedió en el reservado del beach club
volvían a ella con una intensidad abrumadora: la mezcla de atracción y
temor, el roce de su piel contra la suya, el fascinante aroma a hombre viril,
el irrepetible orgasmo… A pesar de los días transcurridos, una pasión
incontrolable la seguía consumiendo.
Finalmente, había decidido no llamar a la policía para denunciar la
paliza en la playa, ya que le preocupaba posibles represalias. A decir
verdad, el miedo se había instalado en ella. No había contado a nadie su
encuentro con Aleksandar. Había guardado ese oscuro secreto tratando de
ocultarlo a todos, pero la carga emocional estaba comenzando a ser
demasiado pesada para soportarla sola.
—Tierra llamando a Catalina —le dijo Sebas.
Catalina parpadeó.
—¿Eh?
—Hija, que pareces en otro mundo.
—Necesito un café —dijo levantándose de su escritorio.
—Oye, ¿te has comprado otro? —preguntó señalando su móvil, que
estaba encima de unos papeles—. Ese no es el tuyo de siempre.
—Es uno viejo que tenía por casa… Es que el otro se me cayó y se
rompió la pantalla —dijo improvisando una excusa, omitiendo que había
tenido que comprar un duplicado de la SIM—. Cuando tenga tiempo, me
compraré otro porque ese va muy lento.
Justo delante de la máquina expendedora de cafés se encontró con
Laura. Llevaba varios días saliendo con el holandés que conoció en el
beach club, aunque apenas si sabía algo más, puesto que su jefa solo
hablaba de trabajo, trabajo y trabajo.
—¿Cuándo vas a entrevistar a los Sotomayor? —le preguntó con un
café en la mano.
Laura se refería a los posibles padres de Luca. Un matrimonio de
sólidos ingresos económicos que llevaban tiempo deseando adoptar.
—He quedado con ellos justo después de almorzar. Iré en coche, está
algo lejos.
—Ese chico necesita un hogar lo antes posible, y los Sotomayor llevan
esperando seis años. Mantenme informada, ¿si?
Catalina apretó el botón de «café solo» y se giró hacia ella.
—Descuida —dijo sonriendo.
Un rato más tarde, decidió pasarse por la tienda de Vicky. Necesitaba
desahogarse. Caminó sin prisa mientras imaginaba la cara que pondría su
amiga cuando le contara su encuentro con el mafioso. Seguro que alucina,
pensó.
Era una tarde de sol abrasador en la que apetecía zambullirse en el mar
y olvidarse de todo. Catalina entró en la tienda y vio a su amiga atender a
un par de extranjeras, así que esperó a que terminara de atender. Mientras
oía a hablar a su amiga en un inglés tosco, como de las montañas, ojeó la
ropa que colgaba cerca de la entrada. Conjuntos con ese aire bohemio de lo
sesenta que le encantaba por su estilo entre nostálgico y moderno.
Vicky estaba a punto de terminar. Las chicas se llevaban cada una un
chaleco y unos pantalones flare. Sonreían y hablaban en su idioma, que
parecía sueco. El sonido del datáfono imprimiendo los tickets alegró las
cuentas de la tienda, que andaban algo necesitadas de dinero.
—¿Qué ocurre, amiga? —preguntó Vicky, una vez que se despidió de
las clientas.
—Nada…
—¿Cómo que «nada»?
—Bueno, todo.
—A ver, explícate, que me vas a volver loca.
Catalina dejó sobre el mostrador la carpeta con sus informes, y soltó un
largo suspiro.
—Vicky, algo sucedió en el Beach beats. Conocí a alguien, a alguien
que… cambió las cosas para mí.
Su amiga la observaba totalmente intrigada.
—¿Te has enamorado?
—Qué va, solo que… Es un hombre… Fue más intenso, más
complicado. ¿Estoy mal de la cabeza, verdad?
—Un poquito, la verdad —dijo en modo ironía.
Vicky le tomó la mano con suavidad, transmitiendo su apoyo.
—Cata, sabes que puedes confiar en mí. Cuéntamelo todo, sin importar
lo complicado que sea.
Durante un buen rato, Catalina desgranó con todo detalle los
acontecimientos de una de las noches más peligrosas, y a la vez excitantes
de su vida. Le contó las sensaciones mientras observaba la violencia
desatada en la playa, el miedo cuando uno de esos tipos destrozó su móvil y
pensó que acabaría tirada en una cuneta. Vicky la miraba boquiabierta,
negando con la cabeza, incrédula.
Cuando llegó el momento de hablar de Aleksandar, Catalina sintió una
honda confusión, incluso necesitó sentarse para despejar la mente.
—No tengo palabras para expresar lo que pasó entre nosotros —dijo
Catalina, cabizbaja.
—Haz un esfuerzo, hija.
—Tuve un orgasmo.
—Joder…
Vicky se apresuró a colgar en la puerta el cartel de «cerrado», y se sentó
junto a su amiga detrás del mostrador. En sus ojos brillaba una viva
curiosidad.
—¡Cuéntamelo todo!
—Ese hombre, Aleksandar, me tenía dominada pero no por la fuerza
sino por su presencia. Tuve que recomponerme y, no sé cómo lo hice,
plantarle cara.
—¡Bien hecho, amiga!
—Me amenazó.
—¿Cómo?
—Y yo a él, la verdad. Tenía ganas de abofetearlo pero al mismo tiempo
quería que me follara. No hacía más que pensar en cuánto le medía —dijo y
suspiró de nuevo, abanicándose con la mano—. Me está entrando calor solo
de pensarlo.
—A mí también —dijo Vicky.
Alargó la mano hacia un abanico que estaba en un estante. Se lo había
regalado un novio en la feria del año pasado. Lo desplegó con un golpe seco
y empezó a abanicar a las dos.
—Estoy enferma —dijo Catalina.
—Ni hablar, no digas tonterías. Lo que te ocurre es normal. Eres una
mujer de carne y hueso, como todas. Yo en tu lugar hubiera reaccionado
igual —dijo para tranquilizarla—. No sientas remordimientos porque te
corriste. Fue una experiencia increíble con un hombre con mucho sex-
appeal. Y ahora cada uno por su lado.
—Está claro. Espero no volver a verlo —dijo pensando en si lo que
acababa de decir reflejaba su verdadero sentimiento.
—Son hombres que tienen un estilo de vida que no conviene, Cata.
Hazme caso, ¿vale?
—Vale.
Un poco después, Catalina conducía su coche de segunda mano hacia la
casa de los Sotomayor. Compartir el tórrido encuentro con Aleksandar la
había dejado liberada, como si un velo de secretos hubiera sido levantado
de su alma.
Es asombroso, pensó, contar con alguien como Vicky en mi vida. Una
amistad que trasciende las convenciones, y permite que compartamos hasta
nuestros más profundos secretos.
Sus pensamientos la llevaron al pasado, a los días de la adolescencia
cuando las risas eran espontáneas y el futuro rebosaba de posibilidades.
La primera vez que Catalina vio a Vicky en el instituto, una chispa se
encendió dentro de ella. Era como si sus miradas se hubieran entrelazado en
un entendimiento silencioso. A pesar de sus aparentes diferencias, Catalina
fue atraída por la energía de Vicky. Pronto descubrieron que compartían una
pasión por el baile y las noches de diversión. Juntas, salían a recorrer las
calles en busca de aventuras, desafiando las convenciones y dejándose
llevar por la emoción de la noche.
A medida que los años pasaban, su amistad creció a través de risas,
lágrimas y secretos. Se enfrentaron los altibajos de la vida, celebrando los
éxitos y sosteniéndose mutuamente en los momentos difíciles. Cada
recuerdo tejía un lazo más fuerte entre ellas, una unión inquebrantable.
Incluso llegó a confesarle el gran secreto: que había matado a su padre para
defender a su madre.
Era la única persona que lo sabía.
Catalina sonrió mientras revivía aquellos momentos. Mucho más tarde,
Vicky había luchado contra viento y marea para convertir en realidad su
tienda de ropa. Recordó cómo juntas habían pasado noches en vela,
etiquetando prendas y organizando estantes. A pesar de los obstáculos y las
veces que estuvo a punto de cerrar, Vicky nunca perdió su determinación.
El recuerdo de las primeras semanas, cuando la tienda apenas tenía
clientes, le arrancó una sonrisa nostálgica. Vicky había bromeado diciendo
que habían invertido más tiempo en diseñar las vitrinas que en el negocio en
sí. Con paciencia y creatividad, poco a poco, las cosas comenzaron a
funcionar. Gracias a los comentarios por redes sociales, la tienda se
convirtió en un lugar donde la gente podía encontrar prendas únicas y de
calidad.
A lo largo de todo ese tiempo, Vicky se había enfrentado a momentos de
desesperación. Las ventas fluctuaban y en más de una ocasión pensó en
cerrar. Pero su pasión y su amor por la moda la empujaron a seguir
adelante. Catalina recordaba las conversaciones nocturnas, las lágrimas y
los abrazos de apoyo.
—¿Cómo sigues adelante, Vicky? —le había preguntado Catalina en
una ocasión.
Ella sonrió antes de responder.
—Porque esta tienda es mi vida, Cata. Es mi sueño hecho realidad, y no
puedo imaginar mi vida sin ella. No sé, a veces es difícil, pero cada vez que
veo a alguien encontrar una prenda que le encanta, siento que todo vale la
pena.
A pesar de que los beneficios eran modestos, ella había aprendido a
vivir con lo que tenía. La tienda era su pasión, su escape y su razón para
levantarse cada mañana. No importaba cuánto dinero ganara, porque para
Victoria el valor de su tienda iba más allá de lo económico.

Catalina se encontraba en el salón de una acogedora casita en Ojén, un


pueblo de la sierra. Escuchaba atentamente a Samuel e Irene Sotomayor, el
matrimonio joven que ansiaba adoptar a Luca. La decoración constaba de
muebles de un estilo rústico pero bien acabados, y en un rincón había una
chimenea que esperaba el invierno para cobrar protagonismo. El suelo era
de baldosas rojizas y en el aire flotaba un agradable olor a limón. Sobre la
bonita mesa acristalada en la que se habían reunido, había una jarra de té
helado, vasos y unas pastas con una pinta deliciosa.
Las sensaciones de Catalina eran positivas desde que los conoció en
persona. La pareja parecía genuinamente interesada en ofrecer un cálido
hogar a Luca. Samuel e Irene eran profesores de instituto. Él de
Matemáticas y ella de Literatura. Los ojos de ambos brillaban cuando
hablaban de la grata experiencia de enseñar a adolescentes.
―Nos emociona mucho la idea de ser padres ―dijo Irene con una
sonrisa radiante, cogiendo de la mano a su marido―. Quizá no seamos los
mejores candidatos, seguro que hay gente con más dinero, pero somos
buenas personas.
—Y vamos a quererle mucho —añadió Samuel.
Catalina asintió, complacida por la calidez y sinceridad que transmitían.
―Eso suena maravilloso. Luca es un chico increíble, con un gran
talento para el dibujo.
Durante la entrevista, Catalina no solo se enfocó en las respuestas del
matrimonio, sino también estudió cuidadosamente el entorno. Las
fotografías colgadas en la pared practicando el senderismo mostraban
momentos felices y sonrisas genuinas. El deporte y la vida sana serán
imprescindibles para el buen desarrollo de Luca, pensó Catalina.
Después de un rato de conversación, ofrecieron mostrarle el resto de la
casa. Aunque el matrimonio estaba un poco nervioso, se notaba que estaban
comprometidos con brindarle a Luca una vida llena de oportunidades y
amor.
Al final de la visita tuvo el pálpito de que serían los elegidos, pero
consideró prudente guardárselo para sí misma.
―Gracias por abrirme las puertas de su casa y compartir su historia
conmigo ―les dijo Catalina―. Voy a tomar un tiempo para considerar todo
esto, pero puedo decirles que las impresiones son muy positivas.
Samuel e Irene intercambiaron una mirada llena de esperanza.
―Esperamos tener la oportunidad de darle a Luca un hogar donde se
sienta a gusto ―dijo Samuel con una voz suave pero llena de emoción.
Al salir de la casa, Catalina sintió que había dado un paso importante en
la búsqueda de la felicidad de Luca. Se subió al coche y se dirigió al Centro
para preparar en el ordenador un resumen de la visita. El tráfico era lento y
se retrasó más de lo previsto, pero finalmente con paciencia llegó a su
destino. Aparcó no muy lejos, a unos doscientos metros y dirigió sus pasos
hacia la entrada. Sin embargo, algo la hizo detenerse en seco en mitad de la
calle.
Un cosquilleo inquietante se deslizó por su espalda, como si alguien la
observara de cerca. Sacudiendo la cabeza como si fuera producto de su
imaginación, siguió caminando.
Venga, Catalina, que tienes cosas qué hacer. No pasa nada.
Pero cada paso que daba, cada esquina que doblaba, parecía
intensificarse esa extraña sensación de ser vigilada. Su ritmo cardíaco
empezó a acelerarse, y Catalina no pudo evitar echar una ojeada por encima
de su hombro. No vio nada fuera de lo común, solo a gente yendo y
viniendo. Sin embargo, había algo en sus miradas y en su forma de moverse
que la puso en guardia.
Las caras a su alrededor se convirtieron en caras sospechosas. Cada
persona que pasaba a su lado parecía un posible perseguidor. Un coche
plateado se detuvo junto a ella y Catalina se sintió incómoda. El conductor
la sonrió, pero fue una sonrisa que le resultó inquietante.
¿Qué me está pasando?
La paranoia se apoderó de su mente, y los pensamientos se agolparon
como un torbellino. Una voz interior le decía que estaba exagerando, que su
imaginación estaba jugando con ella.
Fue en ese momento cuando cayó en la cuenta de la amenaza de
Aleksandar. ¿La vigilaban?, se preguntó, y solo la idea de que fuera cierto
la estremeció.
Entró en el Centro y se dirigió a su escritorio. Se dejó caer en la silla y
respiró profundamente. La luz tenue de la sala la calmó un poco mientras
observaba la sala vacía. Sebas se habría ido hace ya un rato. Sobre su mesa
había pilas de documentos y pósit de colores.
Esto es absurdo, se regañó a sí misma en voz baja. No hay razón para
pensar que están siguiéndome. Cata, cálmate, hija.
Intentó concentrarse en su trabajo, obligándose a dejar de mirar por la
ventana que daba a la calle. Pero la sensación de vigilancia seguía en el
aire, una presencia constante en su mente. Decidió llamar a su madre para
oír una voz familiar.
―Hola, mamá. ¿Cómo estás?
―¡Catalina, cariño! ¡Qué alegría escucharte! ―respondió su madre con
entusiasmo―. Estoy bien. He estado cuidando de una buena amiga, y la
verdad es que me he mantenido bastante ocupada.
Catalina imaginó a su madre en su bonito estudio de Barcelona,
decorado con los recuerdos de sus viajes por Europa. Era reconfortante
saber que el trabajo como administrativa le dejaba tiempo para cuidar a una
amistad.
—¿Qué le ocurre?
―La pobre se rompió la cadera. Una caída tontísima, pero está
mejorando poco a poco ―respondió su madre con un tono tranquilizador―.
Y, bueno, hay algo más que quería contarte, Catalina. Qué bien que me
hayas llamado, estaba a punto de hacerlo yo.
—¿Ah, sí?
Carmen se aclaró la garganta.
—He estado saliendo con alguien. Un hombre maravilloso que conocí
hace unas semanas. Ha sido como un rayo de luz en mi vida.
La noticia tomó a Catalina por sorpresa, pero rápidamente una oleada de
felicidad la invadió. Su madre había sufrido en el pasado, y el hecho de que
estuviera dispuesta a abrir su corazón nuevamente era un regalo. Quince
años era tiempo más que suficiente para que las heridas cicatricen.
―¡Eso es increíble, mamá! ―exclamó Catalina emocionada―. Me
alegra muchísimo escuchar que estás con alguien. Te mereces todo lo mejor.
La madre de Catalina rió suavemente al otro lado de la línea.
―Gracias, cariño. Tu apoyo significa mucho para mí. Es un hombre que
me hace sentir bien, que me respeta y me ayuda a mirar hacia delante. Me
hace reír, y eso es algo que he extrañado mucho.
La emoción de su madre era palpable, y Catalina sintió una oleada de
calidez en el pecho.
―Me alegra de que hayas encontrado a alguien que te haga feliz.
¿Cómo se llama?
—Juan. Es periodista y le encanta cocinar. Hace un bacalao para
chuparse los dedos.
Su madre le contó algunos detalles más de su nuevo romance, y cuando
le pidió que ella la pusiera al tanto de alguna novedad, Catalina se fue por la
tangente. No mencionó nada de Aleksandar. Era un capítulo que prefería
mantener oculto por el momento, al menos hasta que estuviera segura de
cómo encajarlo en su vida.
―Bueno, cariño, tengo que irme. Hay algunas cosas que necesito hacer
aquí ―dijo su madre con cierto cansancio―. Pero prometo llamarte pronto,
¿de acuerdo?
Se despidió y Catalina colgó el teléfono. Después de tanto tiempo ya le
tocaba, pensó. Mi madre merece un nuevo comienzo y hay que apoyarla.
La sorpresa del noviazgo de su madre hizo que se olvidara de la razón
por la que la había llamado. Para olvidarse de la inquietante sensación de
que la observaban.

Cuando Catalina salió del Centro la noche aún no se había adueñado de


Marbella. La luz parecía teñida de un color púrpura, y el calor ya no era tan
sofocante. Se subió a su coche, conectó su móvil a los altavoces e inició la
reproducción de su lista de canciones de Lana del Rey.
Las primeras notas de «Video Games», su primer éxito mundial,
empezaron a sonar y Catalina se sumergió en su voz singular y nostálgica.
Lana tiene razón, pensó, a veces la vida es como un videojuego. Tienes que
pasar de una fase para llegar a otra.
Al cabo de unos quince minutos, aparcó en el garaje subterráneo del
bloque donde tenía su piso. La primera letra del coche la había pagado con
su primera nómina como trabajadora social. Recordó los años de sacrificio:
las agotadoras noches de estudio después de largos turnos como camarera, y
los fines de semana dedicados a prepararse para las exigentes oposiciones.
Su coche de tres puertas se había convertido en un símbolo de su esfuerzo y
dedicación, y no podía estar más orgullosa de sí misma.
Cerró la puerta del conductor y con la llave activó el cierre centralizado.
Las luces parpadearon. Se encaminó hacia el ascensor en medio de un
abrumador silencio. Aún tenía la sensación de oír la música de Lana del
Rey.
La extraña sensación de que la observaban se apoderó de nuevo de ella.
Se detuvo y miró hacia atrás. Bajo la frágil luz del techo, vio su coche y los
demás aparcados con absoluta normalidad.
Siguió caminando, pero esta vez con algo de prisa.
En cuanto llegue a casa estaré más tranquila, se dijo.
Un sonido quebró el silencio. Se detuvo con el pulso a mil y aguzó el
oído: una respiración, casi imperceptible, aunque lo suficientemente real
como para sentir un escalofrío.
Su mirada se clavó en la penumbra que la rodeaba. Sus sentidos estaban
en alerta. Cada uno de sus músculos, en tensión. Los segundos parecían
durar una eternidad.
Una sombra pareció moverse entre las gruesas columnas de cemento.
¿Era otra vez su imaginación?
Tragó saliva.
Casi sin pensar, salió disparada hacia el ascensor. El corazón martilleaba
su pecho una y otra vez. Apretó el pulsador varias veces y se echó hacia
atrás. Alzó la vista y se fijó en el panel luminoso que indicaba que estaba de
camino.
Venga, venga, se dijo, ansiosa.
En ese instante un ruido a su espalda la sobresaltó. El ruido se convirtió
en un zumbido que creció en intensidad.
Al girarse vio a alguien subido a una moto de potente cilindrada.
Suspiró de alivio. Era Quique, el vecino del 1.º B. Al pasar cerca de ella a
toda velocidad, la saludó con la mano. Tenía unos veinte años y trabajaba
como recepcionista en un hotel. Pocas veces se había alegrado tanto de
verlo como en aquella ocasión.
Un poco más tranquila se volvió hacia el ascensor, que finalmente había
llegado. Las puertas se abrieron con un susurro mecánico, revelando la
suave luz del interior.
Entró sintiendo cómo el peso de la inquietud se desvanecía poco a poco.
Qué tonta, me he asustado por nada. Ahora llego casa y me doy una
ducha fría, pensó, mientras presionaba el número de su piso. Las puertas
empezaron a cerrarse con lentitud.
Después cenaré algo ligero como una ensalada, ¿o mejor me preparo un
sandwich tostado?
Justo un instante antes de que las puertas se cerraran por completo,
apareció una mano para evitarlo.
—¿Eh? —dijo ella, sobresaltada de nuevo.
Otra mano se deslizó por el resquicio, y entre ambas consiguieron con
esfuerzo que las puertas se volvieran a abrir.
Catalina dio un paso hacia atrás. Cuando estaba a punto de gritar, se
quedó muda de asombro.
Las atractivas facciones de Aleksandar aparecieron ante sus ojos.
Vestía una camisa negra arremangada, medio desabotonada por el
cuello, con el pecho casi al descubierto en el que se veía el atisbo de un
pecho de acero. Con sus fuertes brazos extendidos apartando las puertas del
ascensor, su presencia intimidaba como un ser que lograba que todo a su
alrededor se volviera pequeño e insignificante.
—Ni se te ocurra gritar —dijo él.
C A P ÍT U L O 6

L A NOCHE ANTERIOR , EN LA QUIETUD DE SU DESPACHO DEL C ASINO R OYALE ,


Aleksandar se recostó en su silla y dejó escapar un pesado suspiro. Los
últimos días habían sido de una intensa actividad. Había estado más
ocupado de lo que pensó en un principio. Y todo girando alrededor de
Carlos, el sucio traidor.
No pudo evitar esbozar una sonrisa irónica al pensar en cómo Carlos
había subestimado su determinación. Había sido un juego peligroso pero
necesario. Mientras Carlos se recuperaba en la cama del hospital, su voz
débil y entrecortada había revelado los nombres de aquellos que habían
conspirado para crear una organización independiente, una amenaza directa
a la de Aleksandar. La traición no podía quedar impune, y él se había
asegurado de que Carlos no lo olvidara nunca.
El recuerdo de la conversación resonaba en su cabeza. La habitación del
hospital se había convertido en su propio tribunal improvisado, con
Aleksandar como juez y verdugo. Por cada nombre pronunciado por Carlos
iba a encargar un lustroso ataúd.
Se había mantenido implacable; cuestionando, presionando, obligando a
Carlos a confesar cada detalle de su plan. La información fluyó como un río
turbio, revelando conexiones y alianzas que habían estado en la sombra
durante demasiado tiempo. Aleksandar no había reprimido su satisfacción,
sabiendo que esta era solo la primera etapa de su venganza contra los
traidores.
La iluminación de la pantalla del ordenador bañaba su cara al pensar en
los siguientes movimientos. Quería asegurarse de que cada uno pagara por
maquinar a su espalda. El camino que había elegido era peligroso, pero no
tenía intención de detenerse. Cada paso que daba lo acercaba más a su
objetivo final: reafirmar el control y la autoridad de su mando. Estaba
dispuesto a llegar hasta el final para mantener su poder y demostrar su
supremacía.
Se puso de pie con determinación y se acercó a la ventana,
contemplando la sala de juego con ojos pensativos. La noche estaba
demasiado tranquila para una noche de verano. El casino necesitaba a
jugadores ansiosos de todos los países del mundo, porque al perder sus
apuestas dejaban fabulosas ganancias en la caja fuerte.
Recordó un nuevo fuego que debía apagar. Milanka.
El embarazo de Milanka le dejaba en una delicada situación. Necesitaba
hablar con ella. En otras circunstancias sabía cómo manejarlo, pero esta vez
al ser la hija de su socio debía tratar el asunto con guantes de seda.
—Si al menos me cogiera el teléfono… —masculló.
Supuso que debería hablar en persona con ella, por lo que decidió que
viajaría a Praga lo antes posible. No le apetecía. Justo ahora que deseaba
enviar un mensaje contundente a sus rivales del crimen organizado.
Además, el artículo en la prensa generaba un revuelo innecesario a su
alrededor. Le costaba recordar una etapa en su reinado tan convulsa como la
que estaba viviendo.
Se sentó, abrió un cajón y cogió la carpeta que le había entregado el
eficiente Ratko. En su interior estaba el informe sobre Catalina Rosales. Se
inclinó hacia atrás y se sorprendió al sentir un hormigueo en el vientre.
Apenas había unas hojas, pero intuyó que sería una lectura interesante.
Esa mujer arrebatadora pronto sería suya. Paladeó esa sensación de
poder que le daba su rango. Sería tan sencillo ordenar que la trajeran a su
presencia, pero eso no supondría ningún desafío. Se había cansado de las
mujeres fáciles. Intuía que ella estaría a la altura.
Cogió la carpeta, se la puso bajo el brazo y se marchó del despacho.
Leería el informe en casa, no una vez sino las veces que hiciera falta hasta
saber de memoria todos los aspectos de su vida.

Catalina notó que se quedaba sin aire. Luchó consigo misma para no
desmayarse ahí mismo, en el ascensor. Aleksandar la miraba con fijeza,
como si quisiera leer sus pensamientos. Las líneas duras y frías de su
mandíbula marcaban la tensión en su rostro. Cada gesto y cada mirada
transmitían una amenaza silenciosa que la hacía sentir al igual que una
presa en una trampa mortal. Como pudo, reunió el valor suficiente para
hablar.
—¡No he hablado con nadie, te lo prometo! —exclamó con la
respiración agitada, dando un paso hacia atrás y sintiendo el espejo de la
pared en su espalda.
Aleksandar sonrió astutamente; parecía disfrutar con la situación. Sin
decir nada más, apretó el número del piso. El 7.º. Catalina se preguntó
cómo podía saber el número del piso en el que vivía. Las puertas del
ascensor se cerraron lentamente y empezaron a ascender en medio de un
ruido mecánico.
—Lo sé —dijo con seriedad—. Sé que no has hablado con policía.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó ella.
Sacó las llaves del bolso pensando que podía usarlas como arma para
defenderse. Sería inútil intentar coger el móvil y llamar a la policía. Se lo
impediría con una facilidad pasmosa.
Aleksandar no respondió. Se acercó a ella transmitiendo una absoluta
calma.
—¿Te crees que voy a hacerte daño? —preguntó.
El sexy aroma del perfume que llevaba Aleksandar la envolvió, lo que
dejó a Catalina totalmente desconcertada. No sabía qué sentir, si atracción o
miedo, ¿o quizá era ambas cosas las que pugnaban por abrirse paso en su
interior?
—Te he hecho una pregunta, ¿qué es lo que quieres? —insistió Catalina,
sin saber de dónde había salido esa fuerza y descaro que impulsaron sus
palabras.
Aleksandar soltó una carcajada y al hacerlo, sus hoyuelos se marcaron
aún más. La luz del ascensor intensificaba el color miel de sus pupilas.
¿Cómo puede ser tan guapo?, se preguntó ella.
—Sé que has pensado en mí todo este tiempo —dijo Aleksandar—.
Nadie te ha puesto tan cachonda como yo.
Catalina sintió el deseo de que todo fuera un sueño. No acababa de creer
lo que estaba sucediendo. Los latidos de su corazón resonaban por todo su
cuerpo. Deseaba que ese hombre se marchara lo antes posible, pero su
orgullo le impedía demostrar inseguridad.
—¿Es así como tratas a todas las mujeres? —dijo con el rostro crispado.
Aleksandar estaba tan cerca de ella que no corría el aire.
—Vaya… no me decepcionas, Catalina. Eres una mujer con carácter.
Sin duda, tienes algo especial —dijo transmitiendo un cierto respeto hacia
ella.
El ascensor seguía ascendiendo. Catalina pensó que tardaría una
eternidad en llegar hasta el séptimo piso.
—¿Qué dices? No me conoces de nada.
La fuerte mano de Aleksandar se apoyó en su antebrazo. Ella sintió una
leve sacudida eléctrica por todo su cuerpo, y enseguida, asustada, se zafó
con un gesto enérgico.
—Te equivocas, sé mucho acerca de tu vida —dijo él con sutileza—.
Mucho más de lo que imaginas.
Catalina sintió un escalofrío por su espina dorsal. Entonces que me
vigilaban por la calle era verdad, pensó.
—Me has espiado —dijo negando con la cabeza, como reprobando su
comportamiento.
—No —dijo con una sonrisa amplia—. Otros lo han hecho por mí.
—¿Cuál es la diferencia?
Aleksandar arqueó una ceja. No estaba dispuesto a que ella llevara la
iniciativa de la conversación, así que decidió darle un giro.
—Me gusta mucho la ropa que llevas, pero me gusta mucho más el
vestido negro de la otra noche. ¿Aún lo tienes, verdad?
—Tú sabrás, eres tú quien me ha estado espiando. ¿No dices que lo
sabes todo de mí?
Aleksandar volvió a reír. A cada instante le gustaba aún más esa mujer.
Tenía una insolencia que jamás había experimentado en otra. Pero él se
guardaba un as en la manga.
—Es verdad, veamos qué tal lo he hecho —dijo y se arrimó tanto a ella
que le llegó el aroma de su piel—. Catalina Rosales. Veintisiete años.
Trabajadora social. Graduada brillantemente por la Universidad de Málaga.
Llevas un año en tu actual puesto de trabajo. Una mujer volcada en ayudar a
los demás. Tu relación más duradera fue de seis meses con un tal Martín,
que me lo imagino un don nadie. No has tenido mucha suerte en el amor,
aunque yo diría que tampoco lo has buscado con mucho interés. Follas y
después no quieres saber nada más…
Mientras lo escuchaba, Catalina se debatía entre la curiosidad y la
indignación por airear los detalles privados de su vida. No le sorprendió que
un criminal como Aleksandar tuviera acceso a tanta información. Dirigió la
mirada hacia el panel del ascensor, aún quedaba hasta llegar a su piso. Rezó
para que algún vecino detuviera el ascensor y se subiera.
—Vives de alquiler, aunque estás ahorrando para en el futuro ser dueña
de un piso —continuó Aleksandar con su acento característico del este—.
Aquí viene lo más interesante. Tu madre se llama Carmen, y ahora vive en
Barcelona. Os llamáis con mucha frecuencia, por lo que es evidente que
estáis muy unidas. Además, tu mejor amiga se llama Victoria, y es dueña de
una tienda de ropa que pasa por apuros económicos. Pero hay algo en tu
historia que no me encaja.
—¿Y qué es, tío listo?
—Hay un hueco de dos años desde los doce a los catorce en el que no se
sabe nada de ti. Ni fuiste al colegio, ni viviste en tu casa. Es como si
hubieras desaparecido de la Tierra durante ese tiempo. ¿Qué pasó, dónde
estuviste?
Sintió que las rodillas le temblaban. Por nada del mundo le confesaría
ese tenebroso episodio de su pasado, porque cada día luchaba por dejarlo
atrás definitivamente.
—No es de tu incumbencia —espetó.
Quizá por ese atrevimiento, Aleksandar notó qué su libido se
concentraba en su miembro, que sentía cada vez más erecto y duro. Imaginó
que la penetraba ahí mismo, y fantaseó con la expresión de puro placer de
ella. Tenía conciencia de que había follado más de una vez en un ascensor,
pero no recordaba con quién, las caras de las mujeres se mezclaban en un
carrusel. Ninguna le transmitía un mínimo de emoción.
—Así que ocurrió algo interesante… Un secreto para todo el mundo.
¿Guardas muchos más secretos? —preguntó clavándole la mirada.
Catalina se sintió incapaz de fijarse en otra parte. Se sentía subyugada al
majestuoso poder de sus ojos color miel. Tragó saliva y de nuevo, reunió el
valor suficiente para plantarle cara.
—¡Di de una vez lo que quieres de mí, y déjame en paz! —dijo alzando
el tono, procurando transmitir odio que es lo que sentía hacia ese hombre
que la tenía cautivada.
Alexandre sonrió de una manera arrogante. Le gustaba ejercer su
dominio.
—Vas a cenar conmigo —dijo, y al sonreír con arrogancia mostró sus
dientes blancos y perfectos.
Catalina comprendió lo que quería y sintió miedo de que una parte de
ella estaba dispuesto a concedérselo, porque en el fondo también lo
deseaba.
—¿Contigo? Ni de coña. Antes muerta que cenar con alguien que usa la
violencia como modo de vida.
—No te he preguntado si quieres. Te he dicho que vas a cenar conmigo.
Se oyó el timbre que anunciaba el piso. Habían llegado al séptimo. Las
puertas se abrieron con parsimonia.
—Como no me dejes marchar, gritaré —dijo ella.
—No voy a retenerte contra tu voluntad, al menos no hoy —dijo con un
tono ambiguo, sin dejar claro si hablaba en serio o en broma.
Catalina dudó un instante qué hacer. Podía tratarse de una trampa. Con
ese hombre, marcharse no podía resultar tan sencillo.
—¿Qué ocurre? ¿Quieres quedarte en el ascensor para siempre?
Por fin, su cuerpo obedeció a su mente y dio el primer paso hacia la
salida. Súbitamente Aleksandar alargó la mano y ella se detuvo, inquieta.
Su cuerpo se quedó rígido como una estatua. Pero suspiró discretamente, al
darse cuenta de que él solo quería evitar que las puertas se cerrasen
automáticamente.
Justo al cruzar el umbral, cuando pensaba que iba a recuperar su
libertad, Aleksandar le habló.
—El viernes pasará un coche a recogerte a las diez —dijo y apretó el
botón del aparcamiento—. Ah, y ponte el vestido que ya sabes que me
gusta.
Catalina frunció el ceño. De repente sintió cómo la ira la dominaba. Sin
pensarlo dos veces avanzó hacia él y, para sorpresa de Aleksandar, lo
empujó con fuerza hacia atrás.
—¡No soy tu puta! —exclamó al tiempo que, furiosa, lo golpeaba con
las manos.
Aleksandar la cogió por las muñecas. Ella forcejaba para recuperar sus
movimientos, pero sus manos parecían de hierro.
—¡Puedo tener las que quiera y sin pagar! —gruñó él sin soltarla.
Catalina sintió cómo sus pezones se endurecían. Solo había bastado con
que él se fijase en sus pechos para que se pusieran erectos.
—¡Jamás, maldito bastardo! —exclamó, intentando zafarse de nuevo de
sus garras.
Las puertas del ascensor se volvieron a cerrar. Volvían a estar
encerrados.
—Estás loca si crees que estás en posición de elegir —dijo, disfrutando
al observar cómo el cuerpo de ella reaccionaba a sus palabras. Era
consciente de su gran capacidad de seducción.
—¡Suéltame, hijo de puta! Antes muerta que… —dijo ella,
desafiándole.
—Sabes que lo deseas tanto como yo —susurró.
Le soltó un brazo y después el otro. El bolso cayó al suelo. Por encima
de los leggings, puso la mano en el llameante sexo de ella.
—¿Lo tienes ya húmedo, verdad?
La mente de Catalina le ordenaba que saliera ya de allí, sin embargo, su
cuerpo no obedecía. Quería abofetearle, pero sabía que era lo que él
buscaba. La provocación.
—Sé lo que necesitas, cómo hacerte gritar de placer hasta morir —dijo
él frotando su mano con habilidad sobre su sexo—. Libera tus instintos y
atrévete a gozar del sexo de tu vida. En una noche te correrás más veces que
en toda tu vida.
Un instante antes de que llegara el orgasmo, Catalina se apartó
violentamente. Ya tuvo suficiente con lo que pasó en el reservado del beach
club. Después se sentiría arrepentida. A pesar de que Aleksandar le
producía una agitación increíble, se obligó a mantener el control de sus
emociones. Un pensamiento la asaltó de repente sin saber por qué. ¿Era ella
una reprimida? ¿Por eso se empeñaba en decir que no? No, era absurdo. Lo
que pasaba era que él ejercía sobre ella una presión abrumadora.
—Deberías avergonzarte de ti mismo —dijo Catalina con desprecio.
Él negó con la cabeza.
—Soy fiel a mis instintos y sé lo que quiero, por eso estoy donde estoy.
—¿Te refieres a que eres un hombre violento?
—Solo cuando me atacan.
—Excusas… —dijo sin apartar la vista de sus bellas pupilas, que
lograban que su cuerpo ardiese con un simple pestañeo.
Aleksandar volvió a esbozar una sonrisa astuta. Era consciente de que
había logrado plantarse en la mente de Catalina. Su intuición le decía que
ella llevaba varios días pensando en él y que pensaría en él los siguientes.
Ella desprendía un fuego que ansiaba ser liberado con absoluta
desesperación. Y eso era uno de los retos que al serbio le hacían sentir vivo.
—Recuerda que el viernes un coche pasará por ti —dijo procurando ser
muy claro en sus intenciones—. No hace falta que te diga lo que ocurrirá si
no obedeces.
Ella dudó y Aleksandar intuyó lo que estaba pensando.
—Llamar a la policía será el error de tu vida —dijo alzando un dedo
amenazador delante de su cara—. Lo lamentarás tan profundamente que
desearás no haber vivido.
—Eso está por ver —replicó.
Aleksandar agarró su barbilla con la mano. Estaba empezando a
cansarse de su actitud. Cualquier testigo de sus actos delictivos que pudiera
ser un inconveniente a sus intereses, estaría enterrado a dos metros bajo
tierra. Sin importar que fuera hombre o mujer. Si con Catalina era diferente
se debía a su espectacular físico y a algo más que no sabía bien lo que era,
pero que le motivaba a prestarse a este juego de seducción, como le gustaba
llamarlo.
Cuando terminara de follársela hasta la extenuación, cuando ya no
pudiera más de las veces que se correría en ella, cuando su boca se saciara
de comerle los pechos, al instante ¿como siempre se olvidaría del nombre
de la mujer y pasaría a la siguiente?
—Déjate de juegos estúpidos —dijo él.
—El viernes tengo planes.
—Pues los cancelas —dijo con un centelleo de hostilidad en su mirada
—. ¿Está claro?
Catalina se quedó callada. Aleksandar se inclinó y apretó uno de los
botones del panel. Las puertas del ascensor se abrieron. Se apoyó en el
espejo y cruzó los brazos, como dando por terminada la conversación.
Ella le lanzó una mirada de desprecio antes de marcharse. Cogió su
bolso del suelo y se marchó. Mientras se dirigía a su piso por el pasillo,
volteó la mirada al sentir que él la acechaba, pero se dio cuenta de que
había sido su imaginación.
Catalina metió la llave en la puerta de su piso. Abrió, entró y después de
cerrar apoyó la espalda. Sintió cómo el ambiente reconfortante de su casa la
envolvía y la aislaba de la tensión. El encuentro con Aleksandar había
dejado un rastro vibrante en su piel.
Cuando pudo volver a respirar con calma, dejó su bolso en el sofá. En la
cocina se sirvió vino tinto en una copa de cristal. El alcohol remató los
últimos nervios que bullían en su estómago. Suspiró de nuevo
profundamente. De repente, oyó la voz de Aleksandar en su mente.
«Sé lo que necesitas, cómo hacerte gritar de placer hasta morir».
Este hombre está plantado en mi cabeza. Tengo que hacer algo para
quitármelo de en medio. ¿A quién puedo llamar? ¿A Vicky, a mi madre?
Pero antes debo calmarme. Sí, creo que me voy a dar una ducha. Necesito
eliminar todo huella de ese criminal.
«Libera tus instintos y atrévete a gozar del sexo de tu vida».
Quiere follarme, pero yo no soy una de sus putas. ¿Quién se ha creído
que soy? ¿Será capaz de cumplir su amenaza si no me echa un polvo?
¿Tengo que llamar a la policía? Sí, eso es lo que tengo que hacer. Lo más
sensato. No permitiré que ese tipejo me mangonee como a una cualquiera.
Unos minutos después se encontraba desnuda bajo la ducha. El agua
caía sobre su cabeza como una cascada. Cerró los ojos, dejando que las
gotas se deslizaran por su piel, llevándose consigo la angustia y el
desconcierto.
Pero los recuerdos no eran fáciles de borrar. La imagen de los ojos
penetrantes de Aleksandar la asaltó de repente. Evocó el modo en que la
había mirado, como si pudiera leer sus pensamientos más profundos. La
tensión entre ellos era evidente, como una corriente de alto voltaje con
peligro de muerte.
Apoyó sus manos húmedas en la pared de la ducha, dejando que el agua
le acariciara la espalda. Cerró los ojos nuevamente y fantaseó que las manos
de Aleksandar recorrían con ansia su cuerpo. Era como una promesa de
algo más, algo excitante, aunque no sabía si estaba dispuesta a aceptarla.
El suave aroma del jabón llenaba el baño, e imaginó que era su aroma,
una mezcla de misterio y seducción que estimulaba sus pechos. Se mojó la
cara intentando controlar las emociones que empezaban a embargarla.
Quiero controlarme, pero no puedo aguantar más, creo que voy a
estallar.
Las manos de Aleksandar, grandes, viriles y pulcras recorrían su vientre
y su sexo. Después acarició el interior de sus muslos, incluso llegó a
cogerse de las nalgas y hundió sus dedos en ellas, como si fuera dos
personas a la vez. Cómo deseaba a ese hombre. Lo suyo era pura lujuria.
—Aleksandar… —musitó enredada en el fresco murmullo del agua.
Con una mano se acarició con lascivia un pecho y con la palma se frotó
el clítoris, fantaseando con que Aleksandar la embestía por detrás una y otra
vez. Se vio a ella misma en el ascensor, apoyándose en el espejo con
Aleksandar justo detrás de ella, follándosela sin piedad.
—Eres mía —le decía, su lengua lamiendo su oído en un
estremecimiento que le hizo soltar un gemido largo y profundo.
—Soy… tuya —dijo ella entre jadeos, sintiendo que el morbo se
apoderaba de ella y amenazaba con destruirla de placer.
Con su cuerpo mojado y envuelta en el aroma del jabón, llegó al clímax
mordiéndose los labios. El corazón se desbocó y tuvo que esperar unos
segundos para recuperarse. Alzó la cara para que el agua masajeara sus
facciones. Disfrutó dejando la mente en blanco, simplemente dejándose
llevar.
Pero enseguida sintió una punzada de remordimiento.
Estás mal de la cabeza, Catalina. Ahora fantaseas con mafiosos. No, no
puede volver a pasar.
Cerró el grifo y salió de la ducha cubriendo su cuerpo con una toalla.
Limpió el vaho del espejo con la mano. Se quedó mirando su reflejo. Su
mirada transmitía vulnerabilidad y determinación. Aunque se había
cobijado en casa para escapar de las emociones tumultuosas que Aleksandar
le había despertado, ahora se daba cuenta de que no podía, que estaba
atrapada en el deseo.
Catalina se vistió con una camiseta de tirantes y unos shorts. Se dejó
caer en el sofá, sosteniendo su copa de vino entre las manos. Mientras bebía
un sorbo no pudo evitar revivir una vez más la tórrida escena en el ascensor.
Joder, qué obsesión.
Aleksandar seguía siendo un enigma que la intrigaba y la asustaba por
igual, un dilema que no sabía si estaba preparada para resolver.
C A P ÍT U L O 7

A C ATALINA LE RESULTABA IMPOSIBLE DORMIR . L A LUNA , IMPERTURBABLE ,


observaba su lucha silenciosa para conciliar el sueño. El recuerdo de su
peligroso encuentro con Aleksandar seguía persiguiéndola. No sabía si el
calor que sentía era consecuencia del bochorno del verano, o del fuego que
ese maldito hombre había plantado en ella. Finalmente, Catalina se levantó
y fue al salón sumida en la penumbra.
Si rechazaba acostarse con el mafioso era mucho más que una simple
negativa. También estaba la inquietante sensación de que se encontraba en
la cuerda floja. La idea de ceder a las intenciones sexuales de ese criminal
la hacían sentir atrapada y vulnerable.
Aleksandar lo sabía todo de su vida y eso era escalofriante. Por suerte
ignoraba el hecho más relevante: la violenta muerte de su padre. Aquel
disparo mortal… Era como si aún pudiera oírlo y causarle un
estremecimiento.
La cara de espanto de su madre. ¿Qué has hecho?
La apremiante llamada a Emergencias.
No hay nada que hacer. Está muerto, dijeron los paramédicos.
La policía fue a buscarlas.
Y unos minutos después, Catalina sentada en la comisaría, un lugar frío
e impersonal, en una silla que parecía demasiado grande.
En frente de ella, el subinspector Manuel Ramírez, rozando los cuarenta
años y anotando lo que decía en una libreta. Catalina se sentía pequeña ante
el poder de la autoridad.
El subinspector miró a la niña con una mezcla de empatía y firmeza, un
delicado equilibrio para obtener la verdad sin asustarla demasiado.
―¿Puedes decirme qué acaba de ocurrir en tu casa? ―preguntó
esforzándose por ser natural.
Ella bajó la cabeza.
―Mis padres se estaban peleando ―respondió en un susurro apenas
audible, entrelazando las manos sobre el regazo de la falda.
Ramírez asintió, esperando con paciencia a que Catalina se sintiera lo
suficientemente cómoda para continuar.
―¿Puedes decirme sobre qué estaban discutiendo? Cualquier detalle es
de vital importancia.
Catalina recordó que su madre le había pedido que dijera a la policía
toda la verdad.
―Estaban gritándose… sobre la limpieza y otras cosas que no entendía
muy bien ―musitó moviendo las piernas con inquietud.
El subinspector anotó cuidadosamente sus palabras en la libreta.
―¿Sucedió algo más? ¿Alguna señal de que las cosas se volvieron
físicas? Quiero decir si alguien usó la violencia.
Catalina negó con la cabeza repetidas veces, y un mechón de pelo le
cayó sobre la cara.
―No vi nada. Solo gritaban, pero ya había pasado antes. Pensé que
volvería a pegarla.
La puerta se abrió y entró Isabel, la trabajadora social de guardia, como
Catalina supo más tarde. Era una mujer de mediana edad, con gafas y ancha
de caderas. Le dedicó una sonrisa cálida mientras se sentaba a su lado.
―¿Puedo hacer algunas preguntas también? —dijo Isabel mirando al
policía—. Quiero asegurarme de que Catalina se sienta cómoda
compartiendo todo lo que sabe.
Ramírez dijo que sí, agradecido por su presencia, pues nunca se había
sentido cómodo interrogando a adolescentes. Eran criaturas difíciles de
entender.
―Catalina, corazón, quiero que sepas que estamos aquí para ayudarte.
¿Cómo te sentiste cuando tus padres se estaban peleando? ¿Asustada,
confundida…?
―Sí… estaba asustada —dijo tapándose la boca con la mano—. No
entendía por qué estaban enfadados. Pensé que algo malo iba a pasar.
Isabel tomó nota mental de su respuesta. Después las citaría en su
informe.
―Gracias por compartirlo. Quiero que sepas que no estás sola en esto.
Estamos aquí para apoyarte y entender lo que pasó.
—¿Cuándo iré con mi madre?
—Muy pronto. Te lo prometo.
El subinspector carraspeó e intervino nuevamente.
―Catalina, entiendo que esto puede ser difícil de hablar. La razón por la
que estamos aquí es para asegurarnos de que todos estén seguros, y que
comprendamos la situación —dijo esperando alguna reacción de Catalina
—. ¿Cómo sabías dónde estaba la pistola? ¿Te lo dijo tu madre?
—No, yo he visto a mi padre muchas veces con la pistola en la mano en
su despacho. Y sabía dónde guardaba la llave. Nadie me lo dijo, de verdad.
Ramírez e Isabel intercambiaron una mirada tensa que no pasó
desapercibida para Catalina, aunque no entendió su significado. Solo años
más tarde se daría cuenta de que al principio sospechaban de que su madre
hubiera efectuado el disparo.
Unos minutos después, un hombre enfundado en una bata blanca entró
en la sala de interrogatorios. Era uno de los médicos forenses de la policía
científica, los encargados de recoger pistas en la escena del crimen.
—La prueba de la parafina ha dado positiva en la niña y negativa en la
madre —dijo a Ramírez, quien asintió como dándose por enterado.
—No hay pólvora en la mano de la madre, pero sí en la de Catalina —
aclaró Ramírez a Isabel—. La niña dice la verdad.
—Lo sabía —dijo Isabel guiñando un ojo a Catalina.
En la penumbra del salón de su piso, quince años después, Catalina
reflexionaba sobre cómo aquello le había cambiado la vida. Si ahora soy
trabajadora social fue gracias a Isabel que sin saberlo me inspiró. Fue ella
quien nos ayudó a encauzar el camino, a superar la tragedia que nos
marcaría para siempre. Por eso, el mafioso no encontró ningún dato sobre
mí en esos dos años. Me protegieron.
Cerró los ojos un momento y se transportó de nuevo a aquel año, un
poco después de la muerte de su padre. Madre e hija buscaron refugio en las
paredes de una autocaravana, lejos de rumores, de la prensa, de todo.
Querían sanar las heridas que les había causado su padre.
La autocaravana fue su pequeño mundo, un santuario sobre ruedas que
les proporcionaba seguridad e intimidad. En la provincia de Cádiz se
instalaron en un camping rodeado de naturaleza.
Durante dos años madre e hija se dedicaron a borrar los malos
recuerdos. Las mañanas comenzaban con la luz dorada filtrándose por las
ventanas, y el olor a café recién hecho.
Catalina no asistía a la escuela, pero su madre se aseguraba de que su
aprendizaje no se detuviera. Se sentaban juntas afuera, en la mesa
desplegable, rodeadas de libros, cuadernos y lápices. La pequeña
autocaravana se convirtió en un aula improvisada, y las lecciones se
entrelazaban con risas y complicidad.
Su madre le enseñaba matemáticas, lenguaje y algo de historia,
compartiendo sus conocimientos con paciencia y amor.
De vez en cuando, Isabel las visitaba. Era un enlace con el mundo
exterior, un apoyo necesario para ambas. Conversaciones profundas se
desplegaban dentro de aquel espacio limitado y las lágrimas fluían,
liberando emociones que habían estado enterradas durante mucho tiempo.
La autocaravana fue también un lugar de curación, donde madre e hija se
sintieron más unidas y libres que nunca.
El camping, con sus árboles altos y senderos serpenteantes, era un
refugio idílico. Las noches estrelladas les recordaban que siempre había luz
en la oscuridad, y que los amaneceres pintaban un cuadro de esperanza.
A medida que los meses transcurrían, los asuntos legales se fueron
resolviendo y se liquidaron las pertenencias que simbolizaban la dramática
convivencia con su padre. Ellas volvían a tomar las riendas de sus vidas.
Catalina abrió los ojos volviendo al presente con un suspiro nostálgico.
Aquel año en la autocaravana ya no era solo un recuerdo, sino una parte de
su historia que había enriquecido el camino hasta convertirla en adulta.

El sol derramaba sus intensos rayos sobre las calles de Marbella. Aún le
quedaban unos cuarenta minutos para regresar al Centro, así que Catalina
decidió pasarse por la tienda de Vicky. Quería contarle todo sobre el
mafioso. Cómo lo deseaba y temía a la vez. Ella era su mejor amiga. Debía
saberlo.
Al entrar, la campanilla tintineó suavemente. Se sintió mecida por el
aroma de incienso y telas. Sus ojos se posaron en las paredes adornadas con
coloridos tapices y mandalas. Prendas de colores vibrantes colgaban en las
estanterías y en los maniquíes, capturando la esencia bohemia que
caracterizaba a Ocean Chic.
La atmósfera relajada y amigable le infundieron una inesperada calma.
Las vitrinas exhibían accesorios únicos, desde collares de cuentas hasta
diademas de flores. Cada rincón parecía contar historias lejanas de paz y
amor a la naturaleza. Pero le extrañó no ver como siempre a su amiga detrás
del mostrador.
—¿Vicky?
Silencio. Quizá se ha marchado para hacer algún recado, pensó. Sus
pasos inquietos la llevaron al corazón de la tienda, una especie de despacho
y almacén desde donde su amiga llevaba las cuentas del negocio.
—¿Vicky? —insistió.
Con cierto nerviosismo, siguió avanzando. Su mente le traicionó
imaginando que algo grave le había sucedido. ¿Y si Aleksandar le hubiera
hecho daño? Solo de pensarlo sintió una corriente de angustia atenazando
su pecho. Si algo le ocurría no se lo perdonaría jamás.
Cuando vio a su amiga de espaldas, suspiró aliviada.
—Ah, Vicky, estás ahí… —dijo sonriendo—. ¿Tía, por qué no me
respondes, es que no me has oído?
Al girarse, Catalina descubrió que su rostro estaba algo hinchado y sus
mejillas tenían un color rojizo. Estaba llorando.
—Dios mío, ¿qué te ocurre? —preguntó llevándose una mano al pecho.
Vicky abrió los brazos y ambas se fundieron en un abrazo.
—Ay, amiga… —dijo Victoria entre sollozos—. Qué desastre todo.
—¿Se puede saber qué pasa?
—Esto es lo que pasa —dijo mostrando una carta.
Antes de empezar a leerla sintió una punzada de advertencia, como si ya
supiera lo que decía.
«Estimada Victoria Fuentes,
Por medio de la presente, queremos informarle que la deuda
correspondiente al contrato 25692234 con fecha de 18 de agosto de 2022
está próxima a vencer. Lamentablemente, hasta la fecha actual no hemos
recibido el pago correspondiente a dicha deuda, a pesar de los recordatorios
y notificaciones previas.
Le recordamos que, de acuerdo con los términos y condiciones
establecidos en el contrato, el vencimiento de la deuda conlleva la
activación de la cláusula de desahucio. Dado que el impago ha persistido y
no se ha alcanzado una resolución satisfactoria, nos vemos en la obligación
de informarle que el proceso de desahucio será llevado a cabo en un plazo
de un mes a partir de la recepción de esta carta. Es imprescindible que se
abone esta deuda antes de la fecha límite mencionada».
En cuanto terminó de leerla supo que Aleksandar estaba detrás de la
sucia maniobra. Si había cualquier atisbo de que su amenaza fuera un farol,
ahora se demostraba que ese bastardo estaba dispuesto a todo con tal de que
se acostara con él.
Sintió el ímpetu de arrugar la carta, tirársela a la cara y escupirle, sin
embargo, se contuvo de expresar su odio delante de su amiga.
—No sabía que habías pedido un préstamo —dijo procurando evitar que
sonara a reproche.
—Ningún banco quería concederme uno, las cuentas iban regular, así
que tuve que acudir a una empresa de préstamos. Pedían un interés muy
elevado, pero no vi otra salida. Parecía tan fácil.
A Catalina se le encogió el corazón. Le dolía en lo más hondo ver a su
amiga en ese estado de sufrimiento.
—Me lo podías haber contado. Somos amigas, ¿no?
—No quería aburrirte con mis problemas.
—Anda, ven aquí —dijo abrazándola de nuevo.
—Qué tonta fui. Debería haber buscado otras formas. No lo entiendo,
Cata, todo iba bien y, de repente, me exigen el dinero pero ya. ¿A qué viene
tanta prisa? De verdad, no lo entiendo.
Catalina se quedó pensativa. ¿Tendría Aleksandar algo que ver? Qué
coincidencia más extraña.
—Escúchame, bien —dijo mirándola fijamente—. Saldrás de esta.
Puedo prestarte un poco de dinero. ¿De cuánto es la deuda?
—Quince mil euros —respondió secándose las lágrimas con la mano.
—Joder… —masculló—. Es mucho dinero.
—Ya… —dijo bajando la cabeza—. Estoy metida en un buen lío.
Catalina decidió cambiar de planes y no desvelarle el motivo de su
visita. Resultaba preferible no añadir más presión a sus problemas
económicos. Sin embargo, seguía teniendo la sospecha de que el mafioso
estaba detrás de la carta, manejando los hilos en la sombra. Recordó que él
había nombrado a Vicky cuando se vieron la última vez. Era como si
quisiera enviarle un mensaje amenazante.
El avión se elevó sobre las nubes y Aleksandar se sumió en sus
pensamientos. El vuelo a Praga duraría unas tres horas, tiempo más que
suficiente para repasar todo lo que debía decirle a Milanka. Básicamente
que él no deseaba casarse.
No quería herir sus sentimientos, pero le exigiría una prueba de que el
hijo era suyo. Y si lo era, se haría cargo de los gastos del embarazo y la
manutención. Nada más.
En lo más hondo de su interior, sabía que no sería un buen padre. Aún
no estaba preparado. Su estilo de vida resultaba demasiado peligroso para
criar a un niño. Además, en cuanto sus enemigos lo descubrieran su
organización tendría un punto vulnerable.
Debía convencerla de que casarse sería un error para ambos, de esta
forma si ella estaba de acuerdo, Viktor, su padre, no se sentiría ofendido y
evitaría desatar hostilidades en su contra.
Había algo más. Aleksandar se sentía incapaz de dejar de lado sus
propios sentimientos. Comprometerse con alguien a quien no amaba, era un
error muy grave. Sin duda, el matrimonio se acabaría convirtiendo en una
cárcel. ¿No lo eran todos?
Y luego estaba Catalina.
De no haber tenido la necesidad de viajar, esa misma noche ya se la
hubiera follado. Este viaje sucede en el peor momento, pensó. Solo con
fantasear un poco con ella notaba su miembro pugnando por salir de su ropa
interior. Su curiosidad por explorar salvajemente su cuerpo le tenía
inquieto, como un león enjaulado.
Si todo va bien en Praga, dentro de dos noches serás mía, pensó.
Y se fijó en sus manos, elegantes, fuertes, capaces de matar pero
también de sentir el placer de un cuerpo femenino. Dentro de muy poco se
adueñarían de los pechos de Catalina, los acariciaría de una forma que se
correría solo con eso.
—Deja de pensar en ella —dijo Ratko.
—¿Eh?
Su amigo le conocía tan bien que a veces adivinaba sus pensamientos.
Se lo había llevado como consejero, por si acaso ocurría algún incidente
con la familia de Viktor. A pesar de que confiaba en los Kuznetsov, ser
precavido era una de las enseñanzas de su padre que nunca había olvidado.
—Estás en el limbo, como en otro planeta —dijo con un deje de
sorpresa en su voz.
—Ha de ser mía a toda costa, Ratko.
—Y lo será.
Aleksandar sonrió y después se giró hacia la ventanilla. Con la mirada
perdida en el cielo azul, poblado de nubes, evocó el vínculo que se había
forjado con Ratko en las agresivas calles de Belgrado, cuando eran dos
chiquillos traviesos. Aquellos días de complicidad seguían grabados en su
mente, recordándole que incluso los caminos más oscuros podían contener
algo de luz.
Una escena en particular la recordaba con viveza. Un atardecer frío, los
edificios toscos y serios de Belgrado adquirían tonos metálicos mientras el
sol se hundía en el horizonte. Ambos estaban en un callejón estrecho,
rodeados de cajas de cartón y paredes enmohecidas. Habían descubierto una
pila de neumáticos abandonados con la que crear su propio reino.
—¡Mira esto, Aleksandar! —exclamó Ratko alzando como una espada
un viejo bastón abandonado—. ¡Somos valientes caballeros defendiendo
nuestro castillo!
Aleksandar cogió el palo de una escoba que sobresalía de una de las
cajas. Se enfrentaron a enemigos imaginarios, mientras agitaban sus
improvisadas armas.
—¡Juntos ganaremos, Ratko! ¡Soy el mejor espadachín de todos los
tiempos! —exclamó Aleksandar fingiendo que esquivaba un golpe.
Ratko fingió indignación, moviéndose ágilmente.
—¡Pues yo el más valiente! ¡Están subestimando mi habilidad secreta!
¡A por ellos!
Las risas llenaron el callejón mientras seguían con su juego de fantasía
medieval, olvidando por un momento las preocupaciones de la vida
cotidiana. Esa escena reflejaba la esencia de su amistad: el apoyo y la
lealtad incondicional.
Ahora, más de veinte años después, esa amistad persistía. Juntos habían
entrado en el mundo del crimen, llevando su complicidad a un nivel
superior. A pesar de los horrores a los que se habían enfrentado, Aleksandar
encontraba consuelo en saber que tenía a Ratko a su lado como un hermano
de sangre. El brillo de su amistad seguía refulgiendo, recordándole que la
verdadera amistad nunca se desvanece.
—¿Echas de menos Belgrado? —le había preguntado Aleksandar no
hacía mucho tiempo.
—Sí. ¿Y tú?
—También.
Siete años atrás ignoraban por completo que acabarían viviendo en la
Costa del Sol, liderando una organización mafiosa. Su exilio había sido
forzado. Si hubieran permanecido más tiempo en Belgrado, sin duda la
muerte les habría alcanzado a la vuelta de la esquina.
Todo empezó con su hermana Vesna.
Aleksandar cerró los ojos al revivir el dolor que le causó la muerte de su
hermana. Él tenía veintipocos años. Recordó con claridad cómo sostuvo a
su hermana, quien había sido alcanzada por un disparo en plena calle.
Vesna, apenas una adolescente cerca de la mayoría de edad, luchaba en sus
brazos por aferrarse a la vida. Se agarraba a su camisa, murmurando
palabras incomprensibles. Sus manos se mancharon con la sangre que
manaba del vientre, mientras los pensamientos de venganza de Aleksandar
crecían con cada latido de su corazón.
Miró a su alrededor, buscando frenéticamente al responsable del
disparo. Vesna tosió débilmente, y un hilillo de sangre brotó de la comisura
de la boca. Sus ojos se encontraron con los de Aleksandar, una mirada de
súplica y miedo antes del último suspiro. Él prometió en silencio que
encontraría al responsable, que no descansaría hasta vengarse de lo que le
habían arrebatado.
La muerte de su querida hermana lo había dejado con un corazón
herido, y una necesidad imperante de ajustar cuentas. Cada detalle de su
obsesiva investigación por saber quién había sido el asesino estuvo marcada
por una determinación implacable. Era pleno invierno, mediados de 2016.
Su búsqueda los llevó a un discreto barrio en las afueras donde
comenzaron a formular preguntas discretas, tratando de recolectar
información sin atraer excesivas miradas. Sobornos a camareros en bares de
poca monta y seguimientos a sospechosos, se convirtieron en su rutina.
Alguien les habló de un hombre tatuado que disparaba primero y
preguntaba después, que se llamaba la Sombra. Averiguaron que el tatuaje
de una pistola en su muñeca derecha era una marca distintiva de una banda
criminal emergente. Este grupo llamado Bojcka, había estado ganando
terreno en el mundo criminal, cometiendo actos violentos y sembrando el
caos en la ciudad. El tatuaje era un símbolo de lealtad a la banda.
Con esta nueva información, Aleksandar y Ratko continuaron su
búsqueda, enfrentándose cada vez mayores riesgos. La conexión con Bojcka
no solo los acercaba a la verdad detrás de la muerte de Vesna, sino que
también los sumergía aún más en el turbio mundo criminal.
Después de sobornar a varios informantes y presionar a las personas
indicadas, finalmente un nombre comenzó a surgir con más frecuencia:
Nadia Petrovic, la matriarca de una banda criminal enemiga acérrima de la
«Bojcka». Su reputación la precedía: era astuta, peligrosa y tenía acceso a
información valiosa. Ella podría darles la pista definitiva del paradero de la
Sombra.
Aleksandar y Ratko entendieron que debían actuar con cautela al
acercarse a Nadia. Utilizando los contactos que habían establecido, lograron
concertar un encuentro en un bar sombrío.
Una copiosa nevada caía sobre Belgrado cuando entraron al bar, y se
sentaron delante de Nadia. Era una mujer frisando la cincuentena, con el
cabello alborotado y las mejillas rechonchas. Bebía un frío vaso de rakia, y
sobre la mesa había un plato rebosante de empanadas. Sin duda, su apetito
era voraz.
—¿Qué queréis? —espetó nada más verlos.
—Información —respondió Aleksandar con firmeza.
—La información no es gratis —dijo y bebió el ron de un solo trago.
Después de negociar la tarifa, Nadia accedió a compartir lo que sabía.
Aleksandar metió la mano en el interior de su abrigo y sacó un fajo de
billetes, que dejó sobre la mesa. La mujer se mojó un dedo con la lengua y
empezó a contarlos. Una vez satisfecha, guardó el dinero. En una servilleta
escribió el domicilio de la Sombra, que entregó a Aleksandar.
La venganza estaba cada vez más cerca.
C A P ÍT U L O 8

L A SUITE DEL H OTEL E LEGANCE EN P RAGA ERA UNA MUESTRA DE


opulencia. Cada detalle, desde el suelo enmoquetado hasta las paredes con
finísimas molduras, pasando por el techo arqueado y unas cortinas de seda
persa, daban la sensación de encontrarse en la estancia de un palacio real.
En el centro destacaba una mesa de comedor de mármol blanco,
iluminada por la delicada luz de las lámparas de cristal. Y más allá, el gran
ventanal se abría hacia una vista panorámica a la Ciudad de las Cien Torres
(como también se conoce a Praga), con el río Moldava serpenteando a
través de los edificios históricos.
El dormitorio era un remanso de comodidad y sofisticación. Una cama
enorme con sábanas de algodón egipcio, y almohadas mullidas parecía una
invitación al descanso más reparador. La pared de la cama estaba adornada
con un mural artístico que representaba un legendario castillo bajo la luna.
Aleksandar estaba sentado en el sillón con las piernas cruzadas, y una
impaciencia que crecía con cada minuto. Vestía un traje a medida, de un
azul oscuro que resaltaba sus ojos miel. La camisa blanca, impecable,
contrastaba con la corbata de seda negra que llevaba cuidadosamente
anudada. Sus zapatos de cuero pulido brillaban como nuevos.
En la mesa del centro, reposaba un vaso de rakia. El líquido ambarino
emitía un suave aroma a madera ahumada que llenaba la estancia. Sus
dedos jugueteaban nerviosos sobre la rodilla.
Consultó su reloj de pulsera. Milanka se retrasaba como siempre. La
tensión en su rostro se incrementaba a medida que el tiempo avanzaba
inexorablemente. Sus ojos escrutaban la puerta de entrada, esperando verla
aparecer en cualquier momento.
El silencio era abrumador. Solo se rompía por el ocasional tintineo del
hielo en su vaso. Los minutos se convertían en horas en su ansiosa mente.
Le había dicho a Ratko que volviera en una hora. En un principio pensó
que sería un tiempo más que suficiente, pero ahora ya no estaba seguro.
Finalmente, llamaron a la puerta cuando la impaciencia amenazaba con
desbordarlo.
Milanka había llegado.
Con pasos apresurados, se dirigió a su encuentro y abrió con una sonrisa
forzada intentando ocultar su irritación. Ambos intercambiaron una mirada
templada. Para romper el hielo, se besaron las mejillas a modo de saludo
cortés.
—¿Qué tal el vuelo? —preguntó ella.
El cabello corto y rojizo enmarcaba su cara adornada por unos ojos
color avellana. Llevaba un vestido ligero que se ceñía a su cintura,
resaltando su figura esbelta y femenina. A Aleksandar le extrañó que
llevara una rebeca en pleno verano.
—Dejémonos de rodeos, Milanka. Ya sabes que no me gustan —dijo
con brusquedad—. Siéntate.
—Como quieras —dijo y caminó con elegancia hacia el sofá, donde se
sentó con su bolso de diseño sobre el regazo.
La belleza y el estilo eran unas características que habían atraído a
Aleksandar en su momento, incluso notó cómo su orgullo masculino se
hinchaba al recordar cómo su cuerpo había sido suyo. Sus pechos pequeños
aunque turgentes, el sabor dulce de su sexo y sus gemidos largos y
desgarradores. Sí, él había sido su mejor amante, de eso estaba
completamente seguro. No hacía falta que ella se lo hubiera dicho.
Sin embargo, el problema que se cernía sobre él impedía que la libido se
encendiera. Era el momento de pensar con la mente fría. Los negocios y el
placer debían separarse.
—No nos podemos casar —dijo Aleksandar sentado frente a ella,
mirándola con fijeza—. Lo sabes tan bien como yo.
—Es lo que quiere mi padre.
—Respeto a tu padre, pero esto es entre tú y yo.
Ella tomó aire para pensar en lo que iba a decir.
—No estés tan seguro. En mi cultura la familia lo es todo, y no puedo
ser una deshonra si soy una madre soltera.
—Tenemos que encontrar una solución —insistió—. Estoy dispuesto a
pagar todos los gastos, pero no quiero casarme.
Milanka había preparado su encuentro con Aleksandar. Casi cada
palabra estaba medida con el fin de que aceptara casarse con ella. Era su
única salida para huir del maltrato físico de Goran, su novio en la sombra,
que no aceptaba que ella terminara la relación.
—¿Por qué? —dijo dejando su bolso a un lado—. Lo pasamos bien en
Marbella. No puedes negar que hubo una conexión física y emocional.
Además, estoy dispuesta a complacerte en todo lo que me pidas.
Apartó las piernas lo suficiente para que, bajo la falda y sin bragas,
pudiera ver claramente su sexo. Era como una fruta jugosa que invitaba a la
lujuria. Él tragó saliva. De repente, sintió la erección. Estaba a un paso de
abalanzarse sobre ella y clavársela hasta lo más profundo de su ser. Sin
embargo, negó con la cabeza. Aquello complicaría las cosas aún más.
—Sí, pero de ahí al matrimonio hay una enorme diferencia —dijo
levantándose y dándole la espalda para que no viera cómo se mordía el
labio inferior.
A pesar de que se sintió dolida por ser rechazada, Milanka no se rindió.
Si había alguien que había nacido para el sexo era Aleksandar Masovic. Era
un empotrador nato. De esos hombres que solo con mirarte te notas húmeda
de arriba a abajo.
—Alek… —dijo ella acercándose.
—Llámame Aleksandar —replicó lanzando la mirada hacia la ciudad
que se extendía ante él, iluminada por el sol del mediodía.
—¿Es que has olvidado cómo nos devorábamos el uno al otro? —
preguntó abrazándole por detrás y notando sus pectorales—. Ningún
hombre ha hecho correrme tantas veces como tú en una sola noche.
—Dile a tu padre que no quieres casarte conmigo, —dijo con voz firme
— y me pensaré follarte una vez más.
—No puedo, tendría a mi familia en contra. Son unos puritanos
conservadores.
—¡Joder, pero si sois una familia de mafiosos!
En los labios de Milanka afloró una sonrisa como reconociendo la
contradicción.
—Es como un trabajo más —dijo ella mientras deslizaba su mano hacia
la entrepierna—. Una cosa no implica la otra.
Aleksandar suspiró con pesadez, después la cogió de la mano para
evitar que tocara su miembro erecto. De ser así, sería su perdición. Sin
soltarla, se dio la vuelta para mirarla. Había llegado el momento de
formular la pregunta clave, aquella que solo se podía preguntar frente a
frente.
—¿Cómo sé que el hijo es mío?
Los ojos de Milanka centellearon. Se lo había esperado y aun así se
sintió sorprendida. Todo lo que antes había planificado se vino abajo en
cuanto la atravesó con esa mirada oscura y penetrante.
—No he estado con ningún otro hombre —dijo con un hilo de voz.
—¿Seguro?
Ella tragó saliva. Rezó para que no se diera cuenta de que mentía.
—Puedo hacerme la prueba de ADN, si quieres…
Incapaz de aguantar por más tiempo su mirada incisiva, Milanka bajó la
cabeza. En ese instante supo que al mostrar un signo de debilidad, había
perdido. Toda su vida había intentado superarse a sí misma. Tenía una
carrera brillante y hablaba cuatro idiomas. Decían de ella que era una mujer
segura de sí misma, con las ideas claras. Sin embargo, al surgir la imperiosa
necesidad de mentir para protegerse, le había resultado imposible. Un
sencillo gesto no verbal la había delatado. ¿Cómo pude creer que mi plan
funcionaría?, se lamentó.
Aleksandar se percató de que ella no estaba siendo sincera, y decidió
resolver el asunto de una vez por todas.
—Yo no soy el padre, ¿verdad?
Avergonzada, ella dio un paso atrás e intentó darse la vuelta. Ya no
había nada que hacer allí y sintió el impulso de huir, pero Aleksandar no la
soltó.
—Claro que lo eres —dijo ella incapaz de admitir su derrota.
Para Aleksandar fue como ver a otra Milanka, dolida y perdida.
—¿Quién es el padre? —insistió.
—Tú… —musitó mirando hacia otro lado, consciente de que se trataba
de una evidente mentira.
—Me estás engañando.
—Le diré a mi padre que no te quieres casar conmigo —dijo y se zafó
de su mano.
—Le diré que no soy el padre de tu hijo.
—No te creerá. Él se cree todo lo que le digo —dijo cogiendo su bolso
con la intención de marcharse.
—¿Cuánto tiempo piensas que podrás seguir mintiendo?
—Lo que sea necesario —respondió enfilando con apremio hacia la
puerta de la suite.
La siguió. Si no cambiaba de opinión, arrastraría a ambos a un callejón
sin salida: el enfrentamiento mortal entre la banda de Viktor y la suya. Sin
duda, Aleksandar sería el vencedor pero no se consigue la victoria sin
derramamiento de sangre, por lo que debía evitar llegar a ese extremo.
Justo antes de que ella agarrara el tirador de la puerta, Aleksandar la
cogió del brazo. Para su sorpresa, Milanka soltó un grito de dolor y él la
soltó rápidamente.
—¿Qué pasa? —preguntó desconcertado. La fuerza con la que la había
agarrado había sido mínima.
—Nada —respondió acariciándose el brazo.
—¿Nada? Has gritado como si te hubiera dado un puñetazo.
Ella evitó mirarle. Entonces en la mente de Aleksandar se produjo el
alumbramiento de una sospecha.
—¿Por qué llevas rebeca? Estamos en verano.
—¿A ti qué te importa lo que llevo puesto? Me marcho —dijo abriendo
la puerta, pero Aleksandar se adelantó y la cerró de golpe.
—Quítate la rebeca.
—¿Qué?
—Me has oído. Quítate la rebeca. Ahora.
Milanka se estremeció al reconocer el tono autoritario y seguro de sí
mismo que la había conquistado en Marbella. Aquellas noches de sexo
desenfrenado estaban grabadas con fuego en su memoria. Aún así, no se
dejó convencer ya que, si despojaba de la prenda, habría más preguntas y
tendría que justificarse.
—Tú no me mandas, idiota —dijo con cierto rencor.
—No saldrás de aquí hasta que te quites la rebeca.
—Te he dicho que no. ¡Déjame salir!
Aleksandar la agarró del hombro y, a pesar de la resistencia de Milanka,
le bajó la manga hasta que el antebrazo quedó a la vista. Estaba morado.
—¿Qué es esto?
—Me caí —respondió con escasa convicción.
Vivir al margen de la ley había obligado a Aleksandar a conocer a
hombres de la peor calaña. Los maltratadores pertenecían a este grupo.
Gente desalmada que vuelca sus frustraciones en mujeres o niños. El
moratón se extendía a lo largo de todo el antebrazo, lo que era inusual, pero
la verdadera revelación provenía de la actitud huidiza de Milanka.
—Mientes —dijo Aleksandar—. Quítate el vestido, quiero ver el resto
del cuerpo. Seguro que hay más.
—¿Qué estás insinuando, hijo de puta?
—Lo que imaginaba. Te niegas a demostrarme que estoy equivocado —
dijo frunciendo el ceño—. Está claro que algún malnacido te ha pegado.
¿Quién? Exijo que me lo digas.
—Me caí de las escaleras. Ya te lo he dicho.
—¿Estás sorda? Quiero el nombre de ese tipejo y dónde encontrarlo. Y
lo quiero ahora.
—No te voy a decir nada. Estás equivocado, no sabes de lo que estás
hablando.
Irritado por su terquedad, Aleksandar escrutó su expresión.
—¿Es el padre de tu hijo, verdad?
Milanka abrió los ojos de par en par, sorprendida por la agudeza mental
de Aleksandar. Poco a poco la estaba desarmando.
—Por eso le dijiste a tu padre que era yo, para huir de ese bastardo.
Quieres mi protección —dijo con desprecio—. Dime su nombre. Solo
quiero hablar con él.
Ella tragó saliva. Sintió que no podía esconderse más, que llevaba
tiempo sufriendo unas palizas que cada vez le costaba más disimular ante su
familia. Goran siempre rogaba su perdón y prometía que jamás volvería a
pegarla, sin embargo, lo volvía a hacer.
—¿Me prometes que no le harás daño? —preguntó con un deje de
fragilidad en su voz.
—Te lo prometo.
Milanka suspiró al tiempo que se ponía la rebeca.
—Se llama Goran Soucek —dijo con la mirada enterrada en el suelo—.
Tiene un bar que se llama Mesic, que está cerca del Museo de Historia.
¿Qué le vas a decir?
—Hablaremos de hombre a hombre —dijo notando ya la tensión en
todo su cuerpo—. Te aseguro que jamás volverá a hacerte daño.
El taxi dejó a Aleksandar y Ratko frente a la entrada del Mesic, el antro de
Goran. El sol abrasaba las aceras, pues el verano caía sobre la ciudad checa
con todo su peso. La entrada consistía en una escalinata flanqueada por dos
setos que conducía a un largo pasillo. El austero techo de cemento donde
colgaba el rótulo del bar daba al lugar un aspecto un tanto lúgubre. Ambos
amigos intercambiaron una mirada cómplice, y entraron con la intención de
armar algo de jaleo.
En el interior del Mesic se respiraba una atmósfera decadente. La barra
parecía de otra época, tosca y pobremente iluminada. El tapizado de los
sillones se veía desgastado, y las cortinas pedían a gritos un estilista bien
remunerado. Un buen puñado de rostros serios se giraron hacia ellos. Sin
intercambiar miradas con nadie, se acodaron en la barra.
—Qué tugurio —dijo Ratko por lo bajo.
—Y qué lo digas —dijo Aleksandar asintiendo con la cabeza—. Espero
estar lo menos posible.
—¿Seguro que quieres hacerlo solo?
—Sí, tranquilo. Cúbreme las espaldas por si acaso.
—Vengo preparado —dijo mostrando un puño de hierro, que asomaba
del bolsillo del pantalón.
Un camarero de mediana edad con gafas se acercó. Les preguntó con
una sonrisa tibia qué deseaban tomar.
—Queremos hablar con Goran —dijo Aleksandar, dejando sobre la
barra un billete de doscientas coronas. Como sabía que en Chequia no usan
euros, siempre cambiaba algo de dinero en el aeropuerto.
—¿De parte de quién?
—Somos amigos y socios de Viktor Kuznetsov.
El camarero sonrió y se guardó el dinero en el bolsillo interior del
chaleco. Les dijo que enseguida volvía.
—Tú y tu manía de dar propinas —dijo Ratko—. Nunca vas a cambiar.
—Las propinas dan respetabilidad y es una manera de agradecer la
atención —dijo Aleksandar mirando de reojo a dónde se dirigía el camarero
—. El día que te vea a ti dar una propina será un milagro.
—Ya tienen un sueldo.
—Generalmente escaso.
El camarero salió de la barra y se acercó a un rincón oscuro, donde un
grupo de hombres fumaba y bebía. Se dirigió a uno de ellos, pero
Aleksandar estaba demasiado lejos para apreciar sus rasgos físicos.
—No es mi culpa —dijo Ratko, echando una descarada mirada a una
camarera—. Además, ya no se estila llevar calderilla encima, ahora todo es
pago con el móvil.
Aleksandar seguía con la vista fija en lo que sucedía a lo lejos. Imaginó
en un principio que el novio de Milanka sería de su edad, joven,
emprendedor y con un futuro laboral sólido. Sin embargo, el ambiente
rancio del bar le había hecho cambiar de opinión.
Al cabo de unos minutos, el camarero regresó acompañando
supuestamente a Goran. Aleksandar llamó la atención de Ratko con un
toque en el brazo y un movimiento leve de la cabeza. Había un mensaje
implícito en ese gesto, algo así como «atento, que empieza la fiesta».
Ratko volvió a examinar con la vista a todos los clientes en busca de
peligros potenciales. Alguien que pudiera sacar un arma, o que se acercara
para enfrentarse a ellos en cuanto se percataran del estallido de violencia.
Contaban con el factor sorpresa para que la situación no se le escapara de
las manos.
Aleksandar sonrió astutamente al intercambiar una mirada con Goran.
Era un hombre de unos cuarenta años con cabello largo y ondulado, y una
perilla que pretendía reflejar un aspecto de tipo duro. Le pareció ridículo de
arriba a abajo. ¿Cómo podía ese impresentable haberse follado a una mujer
espectacular como Milanka?
Goran se acercó y quedó frente a frente con Aleksandar. El camarero se
refugió en la barra.
—¿Qué queréis? —preguntó Goran, molesto por haber sido
interrumpido en una importante charla de negocios—. Decid lo que sea,
tengo poco tiempo.
Aleksandar tendió la mano con una sonrisa cordial. Tenía claro lo que
estaba a punto de suceder y se sentía más que preparado. Goran recibiría
una lección que no olvidaría en su vida.
Todo sucedió muy deprisa. En el momento en que Goran estrechó su
mano de mala gana, Aleksandar tiró de él para tenerlo aún más cerca y le
soltó un cabezazo. Se oyó el crac del hueso roto de la nariz. La expresión de
Goran fue de absoluto desconcierto.
—Encantado de conocerte —dijo Aleksandar con sarcasmo.
Goran dio unos pasos hacia atrás, tambaleándose, pero no dispuso de
tiempo para más. Aleksandar lo cogió de la fea camisa de pana y lo lanzó
contra la barra, causando un estruendo que llamó la atención de los clientes.
Ratko advirtió con una mirada agresiva que nadie se acercara.
Aleksandar cogió a Goran del pantalón y lo empujó al otro lado de la
barra, destrozando botellas y vasos con un ruido ensordecedor. El camarero
se apartó, espantado. Aleksandar propinó al maltratador una serie de
puñetazos en el rostro. Sentía por ese hombre un asco tan profundo que
podía haber seguido golpeándole todo el día.
—No vuelvas en tu puta vida a tocarle un solo pelo a Milanka —dijo
inclinándose sobre él—. ¿Me has oído?
—Sí… —balbuceó Goran tirado en el suelo.
—Vas a aceptar al niño y serás un padre cojonudo. ¿Entiendes?
—Sí…
—Como me entere de que te comportas como un hijo de puta, no habrá
lugar en la Tierra donde puedas esconderte de mí.
—Vale… —dijo sin fuerzas.
Ratko instó a su amigo a que se marcharan ya. En cualquier momento
los clientes y el personal podían abalanzarse sobre ellos.
Al minuto estaban en la calle buscando con apremio un taxi que les
llevara al hotel. Con la mano izquierda, Aleksandar se protegía de la
derecha, dolorida e hinchada. La adrenalina aún seguía bullendo en su
interior, como aquella noche en la playa en la que se desahogó con Carlos,
el traidor.
Si hubiera podido reflexionar con claridad en ese momento o después
con más calma, hubiera llegado a la conclusión de que una medida
inteligente hubiera sido esperar tarde o temprano la represalia de Goran. Sin
embargo, la satisfacción de impartir justicia cegó a Aleksandar y más tarde
lo lamentó gravemente.

En la sala VIP del aeropuerto de Praga Aleksandar y Ratko aguardaban su


vuelo en primera clase a Málaga. A su alrededor se oía el suave murmullo
de las conversaciones de otros pasajeros.
Aleksandar miraba con cierta inquietud hacia la puerta, preocupado de
que en cualquier momento la policía pudiera entrar e interrogarlo. ¿Qué
habría pasado después de que se fueran del Mesic? ¿Goran estaría ahora en
un hospital?
Ratko, por el contrario, parecía distraído con el móvil, aunque
Aleksandar era consciente de que compartía sus preocupaciones. La
comunicación entre ellos era mínima, limitada a movimientos de cabeza y
gestos sutiles, pero expresaban más que las palabras.
El teléfono de Aleksandar vibró en su bolsillo del pantalón. En la
pantalla leyó el nombre de Viktor Kuznetsov. Con un gesto serio, contestó.
—Aleksandar, amigo mío —dijo Viktor.
—Viktor —dijo Aleksandar—. ¿Qué novedades tienes para mí?
Oyó el carraspeo de su voz.
—Quiero agradecerte tu intervención. Ha sido crucial para que todo se
aclare —dijo Viktor con un tono de alivio palpable—. La verdad ha salido a
la luz, y mi hija parece estar más contenta que nunca. Por el bien del niño
que esperan, van a darse una oportunidad. Goran le ha pedido perdón e
incluso promete que se someterá a tratamiento psicológico.
Aleksandar asintió, satisfecho de que el problema se hubiera resuelto.
Todos ganaban, él incluido, que tenía el camino despejado para continuar
saciando a su antojo su insaciable apetito sexual.
—Me alegra escuchar eso, Viktor.
—Exactamente —dijo— Y quiero que sepas que valoro nuestra alianza,
Aleksandar. Has demostrado lealtad y sabiduría en este asunto.
Aleksandar sonrió. Viktor era un hombre que sabía reconocer la valía de
los demás. Se levantó y se dirigió al bufet. La selección de platos era
impresionante. Había estaciones para diferentes tipos de cocina: desde una
barra de sushi fresco con delicadas rebanadas de pescado crudo, hasta una
sección de cocina local, donde se servían platos tradicionales checos, como
goulash y knedlíky.
—La alianza entre nosotros tiene mucho potencial, Viktor —dijo
fijándose en un ligero bocado de sushi—. Nuestros lazos pueden ser muy
beneficiosos para ambos lados, por eso quiero la felicidad para tu familia.
—Estoy de acuerdo —dijo Viktor—. Deberíamos volver a vernos
pronto para discutir los detalles de cómo seguir avanzando juntos.
Ambos sabían que sería poco prudente entrar en detalles por teléfono,
ya que la línea podía estar pinchada por la policía.
—Eso suena bien. Estoy deseando discutir nuestras futuras estrategias
en un ambiente más… relajado.
La conversación concluyó con la promesa de un reencuentro, y
Aleksandar colgó el teléfono con una agradable sensación de deber
cumplido. La alianza con Viktor y su familia era un paso estratégico para su
expansión en el mundo del crimen organizado.
—¿Todo bien, jefe? —preguntó Ratko.
—Mejor imposible, viejo amigo —respondió esbozando una sonrisa, y
luego mordisqueó el sushi.
Al cabo de unos minutos, marcó el número de Milanka, consciente de
que esta conversación sería incómoda. Enseguida ella descolgó, y él notó su
enfado por incumplir su promesa de no agredir a Goran.
—Milanka —dijo Aleksandar con un tono seguro de sí mismo—.
Tienes que entender…
—¿Entender? —dijo Milanka indignada—. ¿Desde cuándo te importa si
entiendo o no, Aleksandar?
—Deja de dramatizar —respondió con autoridad—. No había otra
opción. Tenía que hacerlo para protegerte.
—Protegerme… —dijo ella como escupiendo la palabra— No necesito
tu protección. Necesitaba que cumplieras tu promesa.
Se instaló un profundo silencio antes de que Milanka, con un suspiro de
frustración, le dejara hablar. Aleksandar, lejos de arrepentirse, adoptó una
postura desafiante.
—A veces las promesas no se pueden mantener. Hice lo que tenía que
hacer para mantenernos a salvo a los dos, a ti y a mí. Incluso si eso
significaba romper una promesa que no tenía sentido.
Milanka guardó silencio, como si pausara sus emociones. Finalmente,
espetó:
—Que te jodan, Aleksandar —dijo y colgó.
Aleksandar miró confundido la pantalla del móvil. La llamada no había
durado ni un minuto.
—Maldita sea —murmuró para sí mismo, cabreado.
Se guardó el teléfono y suspiró. A través de la ventana, reparó en que un
avión despegaba a cualquier parte del mundo. Pronto estaré en casa, se dijo.
El aviso en la pantalla de que su vuelo de regreso a España procedía al
embarque, le hizo ponerse en marcha. Cogió su equipaje de mano y, junto a
Ratko, salieron de la sala VIP.
Pensó súbitamente en Catalina. Su cuerpo voluptuoso y sexual. Las
tórridas escenas en el reservado del beach club y en el ascensor se recrearon
en su mente. Sus dedos frotando su sexo ardiente, el ambiente cargado de
un excitante erotismo. Casi sin darse cuenta, suspiró con ansia. En cuanto
aterrizaran, ordenaría a Slatan que fuera a buscarla.
Pronto serás mía, Catalina, muy pronto.
C A P ÍT U L O 9

E L CIELO COMENZABA A TEÑIRSE DE UN ROJO INTENSO , COMO SI EL MISMO


infierno estuviera asomando por el horizonte. Catalina se encontraba en
mitad del campo, rodeada por la vastedad de la naturaleza y el misterio del
alba. Sostenía una pistola. Ni siquiera su madre sabía de su existencia. Solo
ella.
Las sombras de los árboles se alargaban como dedos retorcidos
apuntando hacia el cielo carmesí. El paisaje, en apariencia idílico, tomaba
un matiz siniestro bajo la luz del amanecer. Una ligera brisa jugueteaba con
su cabello.
Apuntó con ambas manos a una roca ubicada a más de cien metros, y
sin titubear apretó el gatillo. La detonación rompió la calma y un poco de
humo salió del cañón.
Si uso las manos, el retroceso es menor, pensó.
No había lugar para el miedo, solo determinación en plantar cara a
Aleksandar y el conocimiento de que, en este mundo implacable, debía
estar preparada.
Disparo tras disparo, la joven continuó su práctica. Poco a poco el cielo
se iba volviendo más claro, y las sombras cedían ante la paulatina aparición
de la luz del sol. Pronto, el calor caería con fuerza.
Observó con minuciosidad su apreciada pistola. Su acabado de acero
inoxidable transmitía una cierta elegancia, aunque la empuñadura de
madera de nogal estaba desgastada por el tiempo.
Lo que hacía única a esta pistola era el secreto que la rodeaba. El
subinspector Ramírez, durante la investigación tras la trágica muerte de su
padre, había confiscado la pistola con la que disparó Catalina. Sin embargo,
nunca supo de la existencia de otra, una que su padre guardaba
celosamente. En lo más alto de la estantería de su despacho, oculta en un
estuche de cuero ajado, estaba la Colt Phyton. Cuando abandonaron el piso,
se la quedó a escondidas llevada por un impulso.
Su padre había heredado el gusto por las armas de su abuelo, un experto
cazador. «Tu abuelo fue un apasionado cazador», le contó su padre una vez
mientras hojeaban fotos familiares. «Él amaba la naturaleza, la libertad de
los bosques y la emoción de seguir el rastro de una presa. Era un hombre
que entendía la importancia de la paciencia, la observación y el respeto por
la vida silvestre».
Catalina recordó aquella tarde en la que ambos se encontraban solos en
la casa. Su padre continuó: «Él creía que la caza era más que solo perseguir
a un animal. Era una forma de conectar con la tierra y aprender a sobrevivir
en la naturaleza. Por eso, las armas siempre han sido una parte de nuestra
familia. No solo son herramientas de caza, sino también símbolos de
tradición».
Ahora todo eso le parecía una estupidez. Siempre había aborrecido las
armas. Si había guardado la Colt Phyton todos esos años se debía a que le
transmitía seguridad, aunque veces pensara que no fuera real.
Jamás creyó que volvería a encañonar a alguien, pero se enfrentaba a un
mafioso que la estaba presionando. Qué sucia maniobra la de comprar la
deuda de Vicky, pero no estaba dispuesta a dejarse intimidar sin pelear
antes.
Consultó su reloj de pulsera. Ya era hora de dirigirse al Centro. Le
esperaba un día ajetreado. Guardó la Colt Phyton en una bolsa de lona y se
subió al coche. Ya hacía más de tres días de su último encuentro con
Aleksandar. Esperaba noticias de él en cualquier momento. Se sentía
preparada para el momento de volver a verlo. El mafioso se llevaría la
sorpresa de su vida.

En la oficina, Catalina atendió a varias personas, cursó sus diferentes


peticiones, y después preparó expedientes de posibles adoptantes para otros
niños.
A media mañana redactó un informe para Laura, donde debía reflejar
sus valoraciones sobre la nueva vida de Luca. Llevaba ya viviendo una
semana con Samuel e Irene. En la última visita lo había notado muy
contento, por lo que intuyó que su adaptación a la larga sería excelente.
Al hacer una pausa para tomar un café, Catalina notó que su mano
temblaba. Ignoraba si el motivo era la práctica con la pistola, o la tensión
que le producía pensar en Aleksandar. ¿O eran ambas cosas?
Agradeció que pudiera distraer su mente en el trabajo. Si seguía
pensando un minuto más en sus problemas le estallaría la cabeza.
Poco después vio a Laura con una expresión cansada. Catalina notó que
algo andaba mal y se acercó al despacho. Con una sonrisa de preocupación,
le preguntó si todo estaba bien. Laura suspiró y se dejó caer en la silla del
escritorio.
—He roto con el holandés —dijo encogiéndose de hombros.
—¿Qué ha pasado?
—Pasa y cierra la puerta —dijo en voz baja.
Después de hacerlo, Catalina se sentó frente a ella y se inclinó sobre la
mesa, expectante.
—Todo iba muy bien —dijo Laura—. El sexo, fenomenal. Es de esos
que no paran, incluso después de una hora tuve que pedirle que dejara de
comerme la almeja. Como soy clitoriana, pues me encanta —Catalina no
pudo evitar esbozar una sonrisa. Le encantaba que su jefa se expresara sin
pelos en la lengua—. Pero se estaba poniendo muy pesadito con otra cosa.
—¿Con qué?
Laura se inclinó también sobre la mesa.
—Quiere que hagamos un trío y a mí eso no me va nada. ¿Lo has hecho
tú alguna vez?
—Pues… no —respondió algo avergonzada.
—Algunas amigas me lo han recomendado, pero a mí no me va ese
rollo. No lo sé, puede que sea un poco conservadora. Me da mucho palo. Le
dije que me lo pensaría, pero él quiere que sea ya, así que le he dado puerta.
¿Crees que he hecho bien?
—Las cosas tienen su ritmo y el holandés ese va muy deprisa.
—Es lo mismo que pienso yo. Me da pena porque es un tío cachas y
todo eso pero, bueno, ya aparecerá otro —De repente, cambió de tema—. Y
tú, ¿estás bien?
—¿Yo? Sí, ¿por qué?
—Te veo últimamente distraída.
Catalina buscó una explicación lo más rápido posible sin desvelar nada
comprometedor.
—Mi amiga Vicky tiene un problema con su tienda de ropa. Está muy
preocupada. Pidió un préstamo y le vence en poco tiempo. Tiene unos
vestidos muy chulos, pero las ventas están regular.
—Vaya, lo siento. ¿Dónde está esa tienda? Pásame la dirección. Hoy
mismo, en la hora de la comida le hago una visita para comprarle algo. Hay
que apoyar el comercio de los pequeños vendedores —dijo guiñando un
ojo.
—Gracias, Laura. Le hará mucha ilusión.
Al final de su jornada, Catalina se despidió de sus compañeros, salió a
la calle y llegó hasta su coche, aparcado a un par de manzanas. Su móvil
emitió un suave pitido. Lo cogió del bolso y vio un mensaje de texto de
Vicky. Lo abrió con una sonrisa curiosa:
¡Hola, Cata! Quería agradecerte por hablarle a Laura de mi tienda. Se
ha vuelto loca y ha comprado mucha ropa. ¡Creo que has desatado a una
compradora compulsiva!
Y Catalina le respondió:
¡De nada! No me extraña que se haya vuelto loca, si tienes unos
vestidos muy chulos…
Decidió enviar un mensaje rápido a Laura para expresarle su
agradecimiento por ayudar a su amiga. Las compras no supondrían un
alivio económico para bajar la deuda, pero lo importante era la intención.
Poco después, Catalina circulaba por las calles en dirección a su casa,
mientras el sol descendía lentamente en el horizonte. El tráfico era
moderado, y el ambiente tranquilo de la ciudad la ayudaba a relajarse
después de un día lleno de emociones.
Cuando llegó a su bloque de pisos, aparcó en el garaje y subió por el
ascensor. Un nuevo mensaje le llegó al móvil. Era la respuesta de Laura.
Desde ya soy fan de esa tienda. Su ropa me encanta. Ya te enseñaré lo
que me he comprado. He dejado la tarjeta temblando :)
Cuando llegó a su planta, salió con una amplia sonrisa, emocionada por
el detalle humano de su jefa. Sin embargo, se quedó inmóvil de repente.
Un hombre vestido con camiseta y pantalón negro, esperaba al lado de
su puerta. Al principio no lo reconoció, pero al fijarse en la cabeza rapada y
la baja estatura supo quién era. El mismo hombre que le había arrebatado el
móvil en la playa para estrellarlo contra el suelo, y luego la había llevado
ante el mafioso.
—Soy Slatan y el señor Aleksandar me envía para recogerla, señorita —
dijo inclinando ligeramente la cabeza.
Catalina tragó saliva. Sabía que el momento llegaría, pero aun así no
pudo evitar sentir la rigidez por todo el cuerpo.
—Pero no estoy lista… —dijo sobreponiéndose a la angustia.
Slatan asintió con la cabeza, como si se hubiera esperado la respuesta.
—La esperaré media hora. Ni un minuto más —dijo con una gélida
sonrisa.
—Pero…
—No se moleste en protestar, señorita. No servirá de nada.
Catalina, agobiada, sacó las llaves de su bolso y entró en su piso. Le
costó reaccionar, aunque una vez que asimiló la realidad supo que debía
enfrentarse a ella.
Fue a su dormitorio a por el vestido negro. Delante del espejo, sus
manos temblaron ligeramente mientras lo sostenía. No era el vestido en sí lo
que provocaba ese sentimiento de malestar, sino el motivo por el que debía
ponérselo.
En cuanto regresara a casa, lo quemaría. No quería tener ningún
recuerdo de esa noche, ninguna conexión con el hombre con el que estaba a
punto de encontrarse.
Con un suspiro de resignación, tomó su teléfono y envió un mensaje a
su amiga Vicky. Le contó que saldría con alguien llamado Aleksandar. Por
si acaso, necesitaba que supiera con quién iba a estar. Una punzada de
inquietud recorrió su espalda mientras presionaba enviar. No le contó nada
más para que su amiga no se preocupara.
Decidió no maquillarse ni echarse perfume. Quería que su apariencia
reflejara su estado de ánimo, que mostrara claramente su falta de
entusiasmo. Su pequeña venganza personal. Ya vestida, se miró en el espejo
una última vez y tomó una decisión.
Abrió el cajón de su mesita de noche y cogió la pistola. La observó
sintiendo su peso en su mano. Se había prometido que nunca la usaría, sin
embargo, las circunstancias la habían llevado a tomar medidas
desesperadas.
La guardó en su bolso, oculta entre sus pertenencias personales. Sin
embargo, una voz interior le dijo que la descubrirían. Era el primer lugar
donde buscar, así que la cambió de sitio. Esa punzada de inquietud que
antes había sentido se intensificó, aunque no permitió que la dominara.
Salió de su piso, lista para lo que fuera que la noche tuviera preparada
para ella. Slatan, inexpresivo, al verla asintió con la cabeza.
En silencio, bajaron por el ascensor, la atmósfera era tan opresiva que
podía palparse. En el garaje, Slatan se dirigió al coche y ella le siguió. Un
imponente todoterreno negro con las lunas tintadas. Sin mediar palabra,
Slatan abrió la puerta trasera y Catalina se acomodó en el asiento, aspirando
el aroma a nuevo.
Se preguntó a dónde la llevaría, ¿a la casa de Aleksandar, a un hotel?
Una incógnita sin respuesta que resonaba en su cabeza como un eco
amenazador.
Dejaron atrás el bullicio de la ciudad y enfilaron por la autovía. Catalina
a veces notaba el peso de la mirada intrigante del chófer a través del
retrovisor, como si quisiera leer sus pensamientos.
Al cabo de un rato, el todoterreno se detuvo en una gasolinera, y Slatan
alargó la mano para abrir la guantera. Después, se giró hacia ella mostrando
una venda de color púrpura.
—Debe ponérsela en los ojos —dijo Slatan con firmeza.
Catalina frunció el ceño, desconcertada.
—¿Por qué? ¿Qué está pasando?
—Por seguridad. No se preocupe, es solo un pequeño protocolo que
debemos seguir —dijo Slatan, imperturbable, como si llevara a cabo una
rutina bien ensayada.
A regañadientes, Catalina la cogió. Se la ató alrededor de los ojos
notando la suavidad de la seda. La oscuridad la envolvió de inmediato.
El motor del coche volvió a rugir y reanudaron su camino. Catalina no
veía absolutamente nada. Cada giro y cada frenazo la hacían sentir
vulnerable y desorientada.

El todoterreno por fin se detuvo. A pesar del esfuerzo por orientarse durante
el trayecto, Catalina ignoraba dónde se encontraba. Dedujo por el tiempo
que habían invertido en llegar, que estaban en algún punto de la montaña.
Cuando oyó la voz de Slatan, el corazón martilleó su pecho:
—Puede quitarse la venda.
Catalina obedeció con lentitud, permitiendo que sus ojos se ajustaron a
la nueva luminosidad. A través de la ventanilla, contempló un garaje amplio
y sofisticado lleno de lujosos automóviles, entre ellos un Porsche.
—¿Dónde estoy? —preguntó parpadeando.
—Todo a su debido tiempo —respondió Slatan con expresión seria—.
Por ahora está exactamente donde debe estar. Venga conmigo.
Bajaron del coche y salieron del garaje por una puerta lateral. Catalina
siguió a Slatan por unas escaleras. No pudo evitar maravillarse por la
opulencia de la decoración. El vestíbulo parecía sacado de una revista de
millonarios.
Llegaron a la segunda planta y se detuvieron frente a una puerta cerrada
de aspecto sólido. Slatan se volvió hacia ella.
—Deme su móvil —dijo extendiendo la mano.
—¿Por qué?
Slatan suspiró, impaciente, como si quisiera decir «¿de verdad se lo
tengo que explicar?». Catalina lo sacó del bolso y se lo entregó. El chófer se
lo guardó en el bolsillo del pantalón, pero aún quería algo más.
—Abra el bolso —dijo—. Enséñeme lo que hay dentro.
—¿Es que no se cansa? ¿Es este su trabajo?
—Le he dicho que abra el bolso.
Catalina supo que sería inútil resistir, así que se lo entregó de mala gana.
—Míralo tú.
Slatan la miró con cierto desafío. No le había gustado el gesto, pero se
contuvo. Buscó cualquier objeto sospechoso entre sus pertenencias: un
monedero de cuero, un paquete de chicles de menta, un tampón, un lápiz
labial rojo casi agotado, las llaves de casa y un paquete de pañuelos.
No, pensó ella con satisfacción, no vas a encontrar nada. ¿O te crees que
soy tan tonta de guardar la pistola en el bolso?
Slatan se lo devolvió, se dio medio vuelta y, sin más, se alejó por el
pasillo alfombrado. Catalina dedujo que debía llamar a la puerta, pero antes
tomó aire.
Llamó con los nudillos. Toc, toc.
Apenas unos segundos después oyó una voz desde el interior.
—Adelante.
Catalina giró el tirador bañado en oro y abrió lentamente.
Al entrar, pestañeó. Lo primero en lo que reparó fue en una cama
redonda y grandiosa de sábanas rojas. Las almohadas, todas de un mismo
tamaño, se acumulaban formando un mullido y sensual cabecero. Había
algo que llamaba a tumbarse para dejarse abrazar por la comodidad y el
placer.
Al lado de la cama, unas amplias ventanas se abrían hacia la majestuosa
vista de las montañas, ahora bañadas por la luz de la luna. Varias lámparas
de pie con magníficos remates plateados, ubicadas en los rincones, emitían
una fina luz. Delante de la chimenea apagada, había un moderno sofá y una
mesita de madera. Todo reflejaba una abrumadora opulencia.
—Llegas tarde —dijo Aleksandar.
Estaba sentado en un sillón de patas gruesas y cortas que desprendía un
aire sofisticado. Su postura transmitía una calma y un control perturbador.
La luz oscurecía un lado de su rostro y el otro lo iluminaba débilmente. Su
cabello parecía húmedo por efecto de la gomina. Llevaba una camisa
arremangada de color azul marino y unos pantalones negros. Catalina pensó
que era el hombre más atractivo que había conocido en su vida.
—Estoy aquí —dijo ella como dando a entender que no iba a
disculparse.
—No vienes maquillada.
Se mantenían a distancia. Ninguno se movía de su sitio. Solo se oía el
suave murmullo del aire acondicionado.
—¿Por qué iba a hacerlo? Solo me maquillo cuando me apetece.
Aleksandar apretó las mandíbulas. Su arrogancia le causaba fascinación
y odio a partes iguales. Detestaba verla con el cabello recogido, como si
quisiera reservar para otro el poder de su sensualidad.
Al menos la había complacido luciendo el vestido negro que tanto le
había excitado en el beach club. Desde que ella había cruzado el umbral de
su dormitorio, notaba su miembro cada vez más duro.
—Deja el bolso y acércate —ordenó con un gesto de la mano.
Catalina se obligó a controlar sus emociones. Su cuerpo anhelaba
avanzar, pero su mente bloqueó cualquier movimiento. Necesitaba ganar
tiempo.
—¿Te excita ordenar a las mujeres? —preguntó cruzándose de brazos
—. ¿Es así cómo consigues follar?
Aleksandar sonrió con astucia, acariciándose la barbilla pulcramente
afeitada. Comprendió en el acto sus intenciones.
—Si lo que quieres es cabrearme, vas por buen camino, pero tú no
quieres verme cabreado. Deja ya esa actitud de soberbia que es solo una
fachada —dijo barriendo el aire con la mano—. Te he dicho que te
acerques.
Catalina recordó el momento en que descubrió a Vicky sollozando con
la carta del desahucio en la mano. Ojalá algún día supiera lo que estaba
dispuesto a hacer por ella. Aún con el bolso, dio unos pasos hasta recorrer
la mitad de la distancia que los separaba.
Aleksandar se inclinó hacia delante, como si quisiera contemplarla con
ojos nuevos. El vestido negro ceñía su generoso pecho y marcaba las curvas
de la cadera. Reprimió el impulso de abalanzarse sobre ella. Por su
dormitorio habían pasado infinidad de mujeres, pero ninguna había sido
capaz de dejarle sin aliento.
—¿Con cuántos hombres has estado?
Ella se acomodó la correa del bolso sobre el hombro. Entonces él se
levantó, cogió el bolso con brusquedad, lo arrojó a una esquina y se volvió
a sentar. Joder, un segundo más y hubiera perdido la paciencia, pensó.
—Responde a la pregunta.
Catalina escondió las manos detrás de la espalda, donde había ocultado
la pistola, fijándola con el elástico de las bragas. A cada instante, su
respiración se aceleraba.
—¿Qué más da?
—¿Dos, tres, cuatro?
Ella guardó silencio.
—Lo que suponía —dijo volviendo a sonreír—. Y seguro que los
dejaste porque no te follaban como querías. Ellos se corrían y tú no.
Después sin que ellos te vieran, a escondidas, tenías que correrte usando tu
dedo o un vibrador.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Catalina. ¿Cómo había
averiguado ese cabrón todo eso de mí?
—A partir de esta noche vas a saber lo que es un hombre.
—Lo dudo mucho.
—Te equivocas.
Aleksandar decidió que ya era el momento para el siguiente paso. El
ambiente ya estaba cargado de suficiente tensión sexual. Así que alzó la
barbilla y con una voz potente y firme, le ordenó:
—Quítate el vestido.
—Pensé que íbamos a cenar.
—Cambio de planes.
Ella tragó saliva. Sí, había llegado el momento.
Bajó la cremallera lateral, movió las caderas y el vestido cayó
mansamente a sus pies. El pulso de Aleksandar se aceleró al contemplarla
en ropa interior. El sujetador y las bragas no hacían más que resaltar su
incomparable feminidad. Ser consciente de que su sexo solo estaba oculto
por una fina tela de algodón, a escasa distancia de él, provocó que su libido
se disparase.
Fue entonces cuando Catalina sacó la pistola.
El pulso le tembló ligeramente, y rezó para que no se percatara.
Para su sorpresa, él no se inmutó.
—Dame el contrato de préstamo de Victoria o te juro que dispararé.
A Aleksandar no le extrañó que hubiera supuesto que él estaba detrás
del envío de la carta. Fue sencillo comprar la empresa de préstamos a
particulares, bastó con una llamada. Así, guardaba un as bajo la manga para
sorprender Catalina.
—¿De qué estás hablando? —preguntó con una sonrisa irónica.
—No te hagas el idiota. Lo voy a romper delante de tus narices —dijo y
a continuación tragó saliva—.Y te haré firmar uno en el que dices que la
deuda está saldada.
Con absoluta calma, Aleksandar se fijó en el arma. Era una Colt Phyton
calibre 357 y cañón de 4,25. Pequeña y contundente. Después se fijó en la
expresión de Catalina, en su mirada felina. No era la primera vez que
alguien lo amenazaba de muerte sosteniendo una pistola, pero sí era la
primera que se trataba de una mujer. Lejos de amedrentarle, le excitó aun
más.
Aleksandar se apoyó en los reposabrazos y se levantó sin dejar de
mirarla. Sonrió al suponer que eso la pondría más nerviosa. Caminó hacia
ella con las manos levantadas a media altura.
Catalina apretó la empuñadura de la pistola. Jamás se hubiera esperado
la reacción de Aleksandar, de absoluto dominio de la situación.
—No te muevas, cabrón.
Pero Aleksandar no obedeció.
Siguió acercándose y a cada instante que se reducía la distancia, su
abrumadora presencia la afectaba más y más.
—Quédate ahí —dijo ella con el corazón a mil por hora—. Te recuerdo
que fui testigo de la paliza que disteis a ese hombre en la playa. Puedo ir a
la policía y hundirte.
Aleksandar negó con la cabeza, sorprendido por su ingenuidad.
—No te atreverás.
Ella dio un paso atrás. Sintió cómo su aroma de hombre de peligro
empezaba a envolverla. Aún no la había tocado, y su cuerpo reaccionaba
con una palpitación irregular pero creciente.
—Aléjate —dijo ella.
La erección de Aleksandar era ya de una contundencia que exigía pasar
a la acción. Solo necesitaba terminar los prolegómenos para que se desatara
la fiebre por la carne. Una mujer explosiva en ropa interior, sujetando un
arma que le apuntaba directo al corazón y su ferviente deseo de matarle.
¿Hay algo más excitante en la vida?
—Dispara —dijo encogiéndose de hombros.
Qué hombre, pensó ella, cada vez más impresionada y… húmeda.
Sin embargo, una parte de su interior se resistía aún a ceder el control.
La parte más lógica y fría de su cerebro le ordenaba que pusiera a ese
criminal en su sitio.
—Estás loco —musitó ella.
El cañón de la pistola estaba ya a un metro de Aleksandar. Atrás, le dijo
Catalina una vez más. Pero él hizo todo lo contrario, dar un paso hacia ella.
En ese instante, Catalina se sorprendió por primera vez de tomar conciencia
de su altura, casi los dos metros. Siempre había pensado que los hombres de
esa envergadura la destrozarían en la cama.
Aleksandar se humedeció los labios, y abrió la boca para pronunciar las
palabras más sexy de la noche.
—Voy a follarte como nadie te ha follado en tu vida —susurró
Aleksandar clavando en ella su oscura y libidinosa mirada.
Ella sintió un estremecimiento por toda su espalda. Era como si esa voz
firme, pero sedosa a la vez la hubiera acariciado su zona más erógena. Una
llamarada de calor vibró en su sexo.
Él estiró la mano y desvió bruscamente el cañón de la pistola. Catalina,
con la adrenalina a tope, se resistió. Forcejearon. Era una pugna desigual,
pero ella no se amilanó, espoleada por el intenso odio hacia Aleksandar.
Entonces se oyó un disparo.
C A P ÍT U L O 1 0

A MBOS SE QUEDARON CONGELADOS UN INSTANTE .


El aire se cargó de repente de olor a pólvora.
Aleksandar siguió la mirada asustada de Catalina y, dándose la vuelta,
alzó la cabeza. La bala se había incrustado en el techo, lejos, cerca de la
ventana.
Él le arrebató la pistola. Con un movimiento hábil, abrió el tambor y las
balas fueron cayendo una a una sobre la alfombra. Después dejó caer la
pistola como si fuera un papel sucio.
—Empiezo a cansarme de tus juegos —dijo él—. Desnúdate.
La reacción de Catalina no fue la que él esperaba. Alzó la mano para
abofetearle, pero Aleksandar le agarró de la muñeca a tiempo. En ese
primer contacto sostenido con su piel, recibió una leve corriente eléctrica
que cosquilleó su mano. No le extrañó, ya que los ojos de ella echaban
chispas.
—Eres insolente —dijo sin soltarla—. Mereces un castigo antes de que
te folle.
—¡Que te jodan!
—¡Arrodíllate! —exclamó, conteniendo sin esfuerzo el intento de ella
de zafarse.
—¡Ni lo sueñes!
—Si no vas a obedecerme, vete de aquí. Pero asume las consecuencias
para tu amiga y también para tu familia. Les haré la vida tan difícil que
desearán no haber nacido.
Si pudiera, te mataría, pensó Catalina.
Sin embargo, la amenaza de un criminal que estaba dispuesto a todo
para poseerla a su antojo, la situaba en un callejón sin salida.
Catalina suspiró y se puso de rodillas, notando el suave roce de la
alfombra. Delante de ella tenía su entrepierna, donde se distinguía su
miembro aprisionado bajo el pantalón.
—¿Qué quieres que haga? —musitó.
—Ya lo sabes —respondió soltándola de la muñeca.
Catalina se irguió lo suficiente para alcanzar con comodidad.
Lentamente, primero desabrochó el cinturón de piel. Se oyó el roce
metálico de la hebilla con la aguja. Tragó saliva. Imaginó lo que se
avecinaba, el intenso sabor de él dentro de su boca.
Desabrochó el botón y bajó la cremallera, revelando sus calzoncillos de
un blanco inmaculado, tipo bóxer. El pantalón cayó a sus tobillos y por el
rabillo del ojo echó un vistazo a sus piernas, firmes, musculosas,
fascinantes.
Pero lo importante sucedía un poco más arriba. A través de la tela, se
apreciaba la forma comprimida de su miembro, enorme, duro y grueso.
Catalina alzó la cabeza y se encontró con la mirada lasciva de Aleksandar,
que la invitaba sin decir una palabra a seguir hasta el final. Tenía una mano
apoyada en la cadera y con la otra se bajó el calzoncillo.
El corazón de Catalina empezó a acelerarse. Una mezcla de excitación y
remordimiento se apoderó de su cuerpo. Resignada, terminó de quitarle la
ropa interior. Cuando su sexo quedó liberado, pensó que nunca había visto
uno de esas dimensiones. ¿Le cabría todo eso?
Lo cogió por la base con una mano, cerró los ojos y lo besó con timidez.
No era la primera vez que se disponía a practicar una felación, pero sus
parejas anteriores tenían unas medidas corrientes. Quizá lo más influyente
residía que las intenciones y sensaciones no eran las mismas que las que
ella estaba sintiendo delante de Aleksandar.
—No, así, no. Pareces una monja —dijo Aleksandar resoplando con
fastidio—. Métetela en la boca y saboréala.
Ella obedeció. ¿Tenía otra opción? Notó el sabor de su piel ardiente en
su lengua, mientras que luchaba contra el calor creciente que nacía dentro
de ella. Su cuerpo amenazaba con desbordarse si iba más allá. Su mente,
por el contrario, exigía el control de las emociones.
—Mírame —ordenó Aleksandar.
Cuando ella levantó la mirada y la vio con su miembro en la boca, sintió
una ráfaga de inmenso placer. Todo su ser se concentró en la humedad con
la que envolvía su miembro, como si fuera un manjar que ella necesitara
para existir. Le embriagó un inmenso y primitivo poder. Se sintió en la
cima.
Dejó que ella se recrease un poco más, y antes de eyacular, le ordenó
que se detuviese. Era hora de pasar a la siguiente fase. Catalina se apartó,
un poco sorprendida.
—Esto no ha hecho más que empezar —dijo poniéndose de nuevo los
pantalones—. Esto es solo un calentamiento… Digamos que ha sido tu
castigo por desafiarme.
Catalina supuso que irían a la cama, que allí será penetrada, pero se
sorprendió cuando señaló el sofá de cuero.
—Arrodíllate y apóyate en el asiento. Quiero ver tu culo en pompa.
En silencio, adoptó la posición. Con las manos tocando el cuero y el
pecho sobre el borde, extendió el trasero todo lo que pudo. No podía ver a
Aleksandar aunque intuyó que estaba justo detrás. ¿Qué va a hacerme?
Esperaba de un momento a otro su siguiente y perturbador movimiento.
Oyó su voz pegada a su oído.
—Follarte nunca será suficiente para mí.
Le bajó las bragas de un tirón y Catalina soltó un pequeño respingo.
Notó sus amplias manos en sus nalgas, manoseándolas, haciéndolas suyas.
Me encanta, es perfecto, pensó él. Ancho, respingón, provocativo. Una
obra de arte.
Impulsado por la lujuria, empezó a pellizcarlas aquí y allá. Lo
combinaba con besos y lamidos, subía y bajaba. Anhelaba todo el erotismo
que contenía su culo. Después, separó las nalgas y al contemplar su sexo, se
mordió los labios.
Con los dedos, abofeteó suavemente una nalga y luego la otra. Primero
con la mano izquierda, después con la derecha y por último con ambas al
mismo tiempo.
—¿Te gusta? —preguntó él.
Ella no respondió.
—Di que te gusta —ordenó.
—Me gusta —dijo ella al momento.
—Lo que suponía —dijo sonriendo—. Entonces prepárate.
Aleksandar fue acelerando el ritmo. Plas, plas, plas. Le fascinaba el
sonido de piel contra piel. Retumbaba por todo el dormitorio.
Entonces llegó el momento del primer azote.
—Ahora sí que llega tu castigo —dijo vibrando de placer—. Estira más
el culo.
Aleksandar azotó la nalga derecha sintiendo el estremecimiento de su
carne. Para su satisfacción, se enrojeció. Le ponía cachondo a más no poder
ese adoctrinamiento que encierra el placer más vibrante.
La segunda vez la atizó con la palma de la mano mucho más abierta.
Ella volvió a quejarse y quizá hasta le dedicó un insulto, pero él la ignoró.
Estaba como hipnotizado contemplando el suave enrojecimiento de las
nalgas.
Catalina se esperó otro azote más fuerte y apretó los puños sobre el
sofá. Ignoraba que para él los azotes no eran un castigo, sino un privilegio.
Odiaba el sadismo, los látigos y toda esa parafernalia.
Se inclinó sobre su trasero y lo volvió a masajear con lujuria,
abarcándolo con las manos, como si quisiera darle forma. Catalina
escuchaba la respiración entrecortada de Aleksandar, y enseguida notó su
lengua recorriendo sus nalgas, mojando cada poro de su piel. Lo combinaba
con amagos de mordiscos arriba y abajo, pero nunca se detenía. Siempre
había algo en contacto con ella, algo lascivo y sucio.
Afuera, la noche seguía tan oscura e impenetrable como siempre.
Aleksandar bajó la vista un instante para contemplar sus exquisitos muslos,
sus bragas de color blanco, la corva de sus rodillas y los pies embutidos en
sus zapatos de aguja. Volvió a recorrer con la vista el camino inverso. Era
todo una excitante armonía.
No pudo más, y separó las nalgas para deleitarse con la visión de los
prodigios ocultos de Catalina. Dejó escapar un hondo suspiro. Acarició su
sexo con la yema de sus dedos. Estaba húmedo, lo que no le sorprendió. Le
dio cobijo con la mano ahuecada. Quería memorizar la palpitante y erótica
sensación de tenerlo como un fruto maduro listo para ser devorado. Cuando
su mirada se sació, tomó una repentina decisión.
—Ponte de pie —le ordenó—, y dame tus bragas.
Una vez más, ella accedió a cumplir sus deseos. De espaldas, Catalina
se fue despojando de ella; primero una pierna, después la otra. Aleksandar
observaba con atención todos sus movimientos. Ella se las tendió, él las
cogió y las apretujó en su puño. Un recuerdo de Catalina que guardaría con
celo.
—Vístete, hemos terminado. Slatan te llevará de vuelta a casa.
Ella se quedó desconcertada, aunque reaccionó enseguida. Se vistió
mientras su cuerpo bajaba de pulsaciones.
Catalina estaba sorprendida de que Aleksandar no fuera a más. Cuando
se giró vio que le daba la espalda. ¿Qué le pasa a ese hombre? Su actitud es
contradictoria, pero no seré yo quien se queje.
—¿Qué pasa con la deuda con mi amiga? —preguntó ya vestida y con
el bolso en la mano.
—Todo sigue igual. La tendrá que pagar.
La solemne y oscura silueta de Aleksandar se recortaba sobre la
ventana.
—¿Cómo? Pero…
—Tú y yo no hemos terminado.
—¿Qué? Pensaba que solo sería…
—Te llamaré de nuevo —interrumpió—. Y muy pronto, así que
prepárate. La próxima vez quiero que lleves un tanga.
Catalina sintió el impulso de arrojarle el bolso, y soltarle un buen
puñetazo a ese cretino. Así que no le bastaba con una noche, quería más.
—¿Cuántas veces más tendré que venir?
—Las que sean necesarias. Ahora, vete, quiero estar solo.
Catalina se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo al acordarse de una
cosa. Se giró hacia él.
—Quiero mi pistola.
—Por motivos de seguridad, me la quedo.
—¡Es mía!
Aleksandar se volvió hacia ella.
—Has intentado matarme. No creo que necesites más explicaciones.
—¿Cuándo me la devolverás?
—Aún no le he pensado. Tengo asuntos más importantes en los que
pensar —dijo y le hizo un gesto con la mano para que no insistiera más.
Catalina se dio por vencida. Abrió la puerta pero antes de marcharse, le
dedicó una última mirada a Aleksandar. Estaba de espaldas y se acordó de
aquella noche en la playa, cuando las olas empezaron a agitarse delante de
él.
Desde la ventana de su despacho, sumido en la penumbra, Aleksandar
observaba cómo el todoterreno conducido por Slatan salía de la villa. En su
interior, ella debía de seguir aturdida por la abrupta manera con la que había
decidido terminar su encuentro.
Se llevó las bragas a la nariz y las aspiró al igual que un enfermo. Sintió
a Catalina muy cerca, como si no se hubiera marchado y siguiera ahí con él,
llenando el aire con su aroma tan femenino.
A través de la serpenteante carretera, las luces del todoterreno eran dos
ojos que se deslizaban por la negrura de la montaña.
Catalina…
Él también había pensado que se verían una sola noche, pero tuvo una
revelación cuando la vio armada con la pistola. No le bastaba una noche
para disfrutar de su potencial. Quería más. La deseaba más que nunca.
La deseaba desde que la descubrió en el beach club. Ella destacaba
entre la multitud. Evocó ese momento en el que de repente el mundo se
detuvo y no hay nada más trascendente. No solía crear en esas estupideces
del destino, pero fue como si una fuerza magnética la atrajera hacia ella.
¿Fue la casualidad quien movió los hilos para que sus caminos se
cruzaran? ¿De qué otra forma si no se puede interpretar que Slatan la trajese
al reservado?
Si el testigo de la paliza a Carlos en la playa hubiera sido un hombre, ya
estaría muerto. Así se ahorraba la sospecha de que acudiera a la policía. Esa
era la forma en la que atajaba los problemas. Sin embargo, una mujer era
diferente. Ellas debían estar al margen del crimen organizado.
Las luces del vehículo se fueron perdiendo en la lejanía hasta que
desaparecieron por completo, engullidas por el manto de la oscuridad.
El silencio era abrumador. Era una de las razones por las que residía en
la villa. La otra era por su ubicación, alejado de miradas curiosas que
pudieran alertar a la policía o enemigos. Entre los bosques y la montaña,
Aleksandar se sentía a salvo, y así disfrutaba de una calma que le ayudaba a
sobrellevar la presión de ser el líder de una organización criminal.
Regresó al dormitorio y recogió las balas de la alfombra. Después se
dirigió al vestidor. La habitación era una muestra de organización
meticulosa. Las paredes, forradas con madera de nogal oscuro creaban un
ambiente cálido y lujoso. Un sistema de iluminación empotrado en el techo
resaltaba cada rincón. En el centro, un imponente tocador de ébano con un
espejo de cuerpo entero ocupaba un lugar destacado.
Los trajes se ordenaban con esmero en perchas de madera. Las camisas
descansaban en estantes de cristal, clasificadas por colores y tejidos. Los
zapatos se guardaban en un armario exclusivo para esa función. Cajones
ocultos guardaban sus accesorios más preciados, desde relojes hasta
corbatas de seda italiana. Cada elemento del vestidor reflejaba su estilo
sofisticado y su atención al detalle.
En una esquina, detrás de un panel de madera bien encajado se ocultaba
una caja fuerte de acero. La caja fuerte, de combinación digital, estaba
camuflada hábilmente entre las prendas, pasando desapercibida para los
ojos no entrenados. Introdujo los números de la combinación secreta en el
panel, y la hoja metálica se abrió con un clic. Junto a un disco duro, guardó
la ropa interior de Catalina y la Colt Phyton. En ese momento eran lo más
valioso de la villa.
A la mañana siguiente, después de un sueño reparador, se despertó
temprano, se aseó y bajó a desayunar. La luz del sol se filtraba a través de
los amplios ventanales del salón. Su fiel Adriajna ya lo había dispuesto todo
sobre la mesa. Su café americano, acompañado de una suculenta tortilla
francesa y aparte unas rodajas de plátano espolvoreadas con canela.
Adriajna apareció con una pequeña jarra de café y mostrando una
agradable sonrisa. Llevaba su uniforme color beige de corte clásico. Desde
el jardín se oyeron los ladridos de los pastores alemanes.
—¿Cómo os fue ayer? —preguntó Aleksandar.
A ella y a Konstantin, su marido y el encargado de mantenimiento, les
había dado el día libre.
—Muy bien, gracias por preguntar, señor. Mi nieta tuvo su primera
actuación escolar y estuvo encantadora —respondió con una expresión de
orgullo en su rostro—. Y el pequeño Marco también ha comenzado a tocar
el piano. Quiere seguir los pasos de su madre.
Sus ojos brillaban con ternura al mencionar a su nieto. Fuera de su papel
de ama de llaves, Adriajna era una madre y abuela amorosa.
—Adriajna, anoche ocurrió algo inusual —dijo para cambiar de tema—.
Por accidente, se disparó una de mis armas y la bala acabó en el techo.
—Oh, le diré a Konstantin que lo arregle —dijo sirviendo más café.
—No, al contrario, quiero que lo dejéis tal cual. Cuando sea necesario
reparar el techo, os avisaré.
Le pareció morboso guardar un recuerdo más de su primera noche con
Catalina. Era provocador levantar la cabeza y ver la grieta, como una
cicatriz que permanece para siempre en la piel.
—Muy bien, se lo diré a Konstantin para que no lo arregle.
El timbre del móvil última generación de Aleksandar sonó. Lo cogió
con una mirada de sospecha y contestó.
—Dime, Ratko.
—Jefe, ha ocurrido algo grave —dijo con un tono sombrío.
—Dispara.
—Viktor ha muerto.
Las palabras le golpearon como un puñetazo en el estómago.
—¿Qué cojones ha pasado? —preguntó con una mezcla de
preocupación y furia.
—Aún no sabemos todos los detalles —respondió Ratko—. Recibimos
una llamada de un informante.
Aleksandar cerró los ojos por un momento, tratando de asimilar la
noticia. La muerte de Viktor podía tener consecuencias devastadoras en su
imperio.
—Ratko, organiza una reunión urgente con los otros capos. Tenemos
que averiguar quién hizo esto y por qué —ordenó Aleksandar—. Y
prepárate para partir a Praga. Vamos a asistir al funeral.
—Sin problema. Me pongo manos a la obra.
Aleksandar colgó el teléfono y se levantó de su escritorio con
determinación. El mundo del crimen estaba agitado. La muerte de Viktor
era solo el comienzo de lo que seguramente serían unos tiempos
turbulentos.

Después de que Slatan dejara a Catalina en el garaje de su casa, subió en el


ascensor sumida en sus pensamientos. Volvía a su mundo, al que pertenecía.
Todo lo que había experimentado desde que le vendaron los ojos le pareció
un tanto irreal.
Pensó que su vida se había desdoblado de repente, que alguien había
conseguido extraer a otra Catalina, una versión de ella que ni en sueños
consideraría que se guardaba en su interior.
—Tú y yo no hemos terminado —le había dicho Aleksandar clavándole
su mirada, plantado en su dormitorio con una voz grave que encerraba una
firme promesa.
Pero ¿cuántas veces más se volverían a ver?
Abrió la puerta de su piso sin pensarlo, como en un gesto automático, y
al encender las luces del salón y ver los muebles y las figuritas de cerámica
de su viaje a Portugal, sintió el agradable peso de lo que resulta familiar.
Ella había recuperado todo su ser. Volvía a ser dueña de sí misma. Sí,
mañana trabajaría y sería un día corriente en el Centro. Debía olvidarse ya
de ese hombre perverso.
¿Qué hora es? Demasiado tarde para llamar a nadie. Me daré una ducha
y directa a la cama.
Un rato más tarde, estaba atrapada entre las sábanas de su cama.
Aleksandar aún vibraba en su piel mezclado con el amargo sabor del
remordimiento.
Se dio cuenta de que recordaba hasta el más mínimo detalle de la villa
desde el garaje hasta el dormitorio. Los techos altos y sólidos, la elegante
curva de la escalera, el jarrón con las bellas orquídeas sobre un aparador y
el espejo de metal dorado. ¿Vivía él solo? ¿O con alguien más?
Por enésima vez, Catalina cambió de postura, como buscando una
escapatoria a los pensamientos que la asediaban. Sin embargo, fue inútil.
Las manos fuertes y varoniles del criminal volvían a manosearla, cuando no
veía su impactante miembro apuntando hacia ella. Su temperatura corporal
iba subiendo poco a poco.
¿Para qué quería la pistola y sus bragas? ¿Qué iba a hacer con ellas?
Le daba igual porque no quería volver a verle. Por nada del mundo.
Entonces imaginó una huida precipitada, lejos de la vida que conocía y
ese hombre sórdido que la chantajeaba. Trazó con detalle cómo
desaparecería de la ciudad, cómo dejaría atrás su pasado y sus errores.
Prepararía el equipaje y saldría corriendo hacia el aeropuerto. En el
mostrador diría: Deme el primer vuelo a cualquier parte del mundo.
Cada paso fue planificado en su mente. El lugar al que se dirigiría
estaba borroso, como un refugio lejano e inexplorado. Soñaba con una
pequeña ciudad donde nadie la conociera, y pudiera reinventarse a sí
misma, dejar atrás el pasado. Solo mantendría contacto con Vicky y su
madre. Lejos de Marbella y el mafioso, construiría un nuevo comienzo,
tejiendo cada día su propio camino de redención y libertad.
Pero se trataba de un plan que solo existía en su fantasía.
Catalina se giró una vez más en la cama, sintiendo la agotadora lucha
entre la culpa y la lujuria. De repente, exhausta, se dijo que ya no aguantaba
más.
Sin encender la luz, abrió el cajón de su mesilla de noche y sacó el
vibrador. Se lo colocó y fantaseó con el criminal, que la empotraba como
una bestia fuera de sí. Cada onda del vibrador era como una furiosa
embestida que la hacía temblar de placer.
Entre las brumas del gozo carnal, podía verse con Aleksandar donde
había estado unas horas atrás, en su lujoso dormitorio, en un reino de
sombras y mazmorras. La sensación de ser penetrada una y otra vez hasta lo
más hondo fue muy real. Musitó su nombre mientras el orgasmo arrasaba
con ella.
Después, poco a poco, latido a latido, comenzó a relajarse. Se sentía
como si estuviera flotando en un mar de calma, cada ola de tensión que
había sentido se desvanecía en la orilla. Cada respiración era como una
brisa que la acariciaba, llevándola a un estado de relajación profunda. Se
dejó llevar por la sensación de paz que la envolvía, y el sueño regresó a ella,
percibiendo que su cuerpo y mente se liberaban de la tensión sexual
acumulada.
C A P ÍT U L O 1 1

A LEKSANDAR Y R ATKO SE ENCONTRABAN EN EL UMBRAL DE LA MAJESTUOSA


iglesia de San Vito en el corazón de Praga. El lugar era una maravilla
arquitectónica, con sus altos arcos góticos, vitrales coloridos y una
imponente cúpula que parecía tocar el cielo. El aroma a incienso llenaba el
aire, y la luz creaba pintorescas sombras en el suelo de mármol.
El sacerdote inició la ceremonia con una voz suave pero firme,
ofreciendo palabras de consuelo. Habló de la vida eterna y la promesa de la
resurrección, infundiendo esperanza.
El féretro que cobijaba el cuerpo de Viktor Kuznetsov estaba rodeado de
coronas de flores blancas y velas encendidas. La atmósfera estaba cargada
de solemnidad y pesar. Había personal de seguridad en la entrada, una
precaución necesaria para evitar ataques de las bandas rivales.
Aleksandar se fijó en Milanka, sentada en la primera fila. La pérdida de
su padre dejaba un vacío en su vida que nunca podría llenarse. La tristeza
era visible, y el sonido de los sollozos se mezclaba con el murmullo de las
oraciones. Era un recordatorio de la fragilidad de la vida y de cómo, en un
instante, todo podía cambiar.
En el otro extremo del banco vio a Goran. Estaba de pie, cabizbajo y
apoyado en una muleta. Se había recogido el cabello en una coleta y se
había afeitado la perilla. Parecía un hombre distinto, más vulnerable. Se
lamentó de que Milanka fuera a casarse con alguien muy por debajo a su
escalafón.
El sacerdote se detuvo frente al féretro. Era un hombre de edad
avanzada, vestido con una túnica blanca y dorada. Tenía una apariencia
digna y serena. Su cabello canoso y su rostro arrugado indicaban muchos
años de servicio y experiencia. Sus ojos, profundos y compasivos,
reflejaban fe y paz.
Cuando llegó el momento de recordar al difunto, el sacerdote habló con
cariño y elocuencia sobre su vida, destacando sus virtudes y logros. Sus
palabras eran un tributo conmovedor a la memoria del fallecido.
Aleksandar evocó el momento en que conoció a Viktor por primera vez.
Se habían reunido para un almuerzo de negocios en Marsella. Viktor tenía
una presencia carismática, con una mirada inquisidora que parecía escrutar
cada rincón. En el momento del postre, uno de sus lugartenientes dedicó un
comentario irrespetuoso sobre su propia madre. Sin dudarlo, Viktor lo
abofeteó.
—Muchacho, respeta a tu madre porque ella te dio la vida —le dijo
levantando un dedo de su mano—. No lo olvides nunca. ¿Estamos?
El silencio se apoderó del restaurante. Aleksandar observó a Viktor con
asombro. Supo en ese instante que era un hombre de principios arraigados,
un defensor apasionado de sus valores y un protector feroz de lo que
consideraba correcto. Una rareza en el mundo del crimen.
La ceremonia culminó con una bendición final del sacerdote. Unos
minutos después, todos salieron a la puerta de la iglesia para dar el pésame
a la familia. El cielo estaba teñido de un gris desvaído.
—Siento mucho tu pérdida, Milenka —dijo Aleksandar—. Tu padre era
un hombre admirable, y su legado perdurará.
Las lágrimas en los ojos de ella se desbordaron mientras asentía en
agradecimiento.
—Gracias, Aleksandar. Tus palabras significan mucho para nosotros.
Luego se dirigió hacia Goran y, estrechando la mano, le dijo:
—Lamento mucho que Viktor nos haya dejado.
Goran asintió, pero su expresión era fría como un témpano. Sin duda,
aún le guardaba remordimiento por la paliza en su bar.
—Sí, una gran pérdida —dijo con tono ausente.
Aleksandar se alejó. Deseaba la felicidad de Milanka con ese hombre, y
seguramente lo conseguiría ya que parecía un tipo dócil, que se plegaría a
sus deseos. Detestaba a esos hombres blandengues, pero ese no era su
problema.
Ratko se reunió con él en un aparte.
—¿Todo bien? —preguntó Aleksandar, refiriéndose a si había
descubierto algún movimiento sospechoso.
—Sin novedad en el frente —dijo ajustándose las gafas de sol—.
¿Vamos ya a hablar con los otros capos?
—Que esperen esos idiotas. Tengo algo que hacer antes.
Su prioridad era hablar con Milanka para saber las circunstancias de la
muerte de su padre.

Después de la ceremonia, los asistentes al funeral se dirigieron a un


restaurante elegido para la recepción. El lugar era un rincón acogedor en el
centro de la ciudad con aroma a clásico. Las mesas estaban
meticulosamente dispuestas, cubiertas con manteles blancos y atrevidos
arreglos florales.
El menú ofrecía una selección de platos tradicionales checos, una forma
de honrar las raíces culturales del difunto. Los asistentes se deleitaron con
delicias como el svíčková y el knedlíky, que evocaron recuerdos de
almuerzos familiares compartidos con Viktor.
El vino checo fluía generosamente. Los camareros, discretos pero
atentos, se ocupaban de los asistentes asegurándose de que estuvieran bien
atendidos. Las conversaciones se animaron y aparecieron algunas tímidas
sonrisas. Era la celebración de la vida pasada de Viktor, un hombre que
había dejado una huella imborrable en la comunidad.
Aleksandar aprovechó que Milanka se encontraba a solas para
acercarse. No era el momento ni el lugar para entablar el tipo de
conversación que deseaba, pero dentro de la mafia había el espacio justo y
necesario para el duelo. Un retraso de apenas un segundo en obtener una
información importante, podía ser fatal.
—Milanka, necesito que me cuentes lo que me pasó. Cualquier detalle
puede ser importante. Hay que averiguar quién lo hizo. ¿Te sientes con
fuerzas?
—Sé muy bien quién era mi padre y dónde se movía —dijo con el rastro
de las lágrimas aún visible—. ¿Qué quieres saber?
—Todo.
Se sentaron en una mesa aparte. Dejó que se tomara un instante para
organizar sus pensamientos. Ella se llevó la mano al vientre y eso le recordó
a él que estaba embarazada.
Milanka le miró con ojos vidriosos. Comenzó a relatar con voz trémula:
«Mi padre y yo fuimos a nuestra panadería favorita en el centro, como
hacíamos cada domingo. Disfrutábamos de un café y unos pasteles recién
horneados. Era un momento especial para nosotros, un ritual que
compartíamos desde que era una niña».
Sintió un nudo en la garganta antes de continuar. «Cuando salimos de la
panadería y nos dirigimos al coche, una moto se detuvo justo en frente de
nosotros. Nos miraron de una forma que me asusté. Fue como un…
presagio. Recuerdo que el sol brillaba intensamente en ese momento, y el
ruido de la calle desapareció de repente. No entendíamos lo que estaba
sucediendo, al menos no hasta que uno de los ocupantes de la moto sacó
una pistola y disparó dos veces.
Mi padre se llevó la mano al suelo y cayó al suelo, y todo se volvió
confuso. La gente… Unos gritaron, otros se escondieron y otros huyeron
despavoridos. Yo estaba en estado de shock, sin entender cómo un momento
de alegría se había convertido en una pesadilla».
Aleksandar escuchaba con el rostro imperturbable, aunque sintió lástima
por ella. Había visto morir a su padre, como a él le había sucedido con su
hermana Vesna. Con la ayuda de su familia y un terapeuta, Milanka se
sobrepondría a la tragedia.
«La ambulancia llegó rápidamente, pero fue demasiado tarde. Mi
padre... no sobrevivió. Los médicos hicieron todo lo posible, pero las
heridas eran demasiado graves. Perdió mucha sangre».
Milanka se quedó en silencio, el recuerdo del dolor y la confusión de
ese trágico día aún estaba fresco en su mente.
—¿Reconociste al que disparó?
—Nunca lo había visto.
—¿Y al que llevaba la moto?
—Tampoco.
—¿Cómo eran?
—Jóvenes. El que conducía era mayor, unos cuarenta años, calvo. Y el
que disparó era alto y muy delgado, tanto que parecía desnutrido. Tenía un
pendiente en la oreja y un tatuaje en el cuello. Fue todo muy deprisa. Lo
siento, no recuerdo nada más —dijo bajando la vista.
—¿Qué forma tenía el tatuaje?
—No sé, como de una lagartija. Asqueroso.
Aleksandar registró en su memoria ese detalle.
—¿Dónde estaba la seguridad de tu padre?
—Justo Franz se puso enfermo por la mañana. Mi padre no quiso llamar
a un reemplazo, porque eso habría supuesto esperar una media hora. Goran
dijo que él nos acompañaba, pero mi padre le dijo que no.
Una lágrima brotó y se deslizó sobre su mejilla. Dolía pensar que si
hubieran esperado, quizá su padre ahora estaría vivo. ¿Cómo era posible
que un detalle tan nimio fuera la causa de tanta amargura?
Aleksandar metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta, y sacó
un pañuelo de tela que ofreció. Ella lo agradeció esbozando una fugaz
sonrisa. Mientras ella se secaba el rostro, Aleksandar pensaba a mil por
hora.
Lo veo claro. Alguien se chivó de que el viejo salía sin su escolta.
Aprovecharon el momento. Y no fallaron los muy cabrones. ¿Quién pudo
haber sido? ¿Goran? Tiene toda la pinta. Pero Viktor, al igual que todos
nosotros, se ha granjeado un montón de enemigos. Muchos nos quieren ver
muertos para ocupar nuestro sitio.
—¿Quién crees que pudo haber sido? —preguntó Milenka.
Ella era demasiado inocente para sospechar de su futuro marido. Y
Aleksandar decidió que, por respeto, se guardaría sus pensamientos.
—No lo sé —respondió encogiéndose de hombros.

Aleksandar se miró en el espejo del cuarto de baño de su suite en el hotel


Elegance. Se ajustó su corbata de seda. Después de la recepción en honor a
Viktor, en breve los jefes de la mafia europea se reunirían en otra suite. Se
debía elegir quién se encargaba ahora de los negocios en Chequia. Para él
no cabía duda de quién debía ser elegido.
Él mismo.
Ocuparse de Chequia suponía un paso más en su camino hacia la cima
del crimen organizado. La ambición era como una llama que ardía en su
interior desde que empezara en las calles de Belgrado.
Se sirvió una copa de rakia y la sostuvo contra la luz, perdido en sus
pensamientos. Sabía que el desafío era arduo. Cada uno de los líderes tenía
sus propios intereses, pero estaba decidido a unificarlos bajo su férreo
liderazgo.
Llamaron a la puerta. Oyó la voz de Ratko desde el pasillo.
—Aleksandar, ya está todo listo.
Tomó un último sorbo, sintiendo el licor cómo quemaba su garganta
antes de dirigirse hacia la puerta. La copa vacía en la mano era un
recordatorio de la sed de poder que anhelaba. Estaba dispuesto a hacer lo
que fuera necesario para lograrlo… incluso con violencia.
Unos minutos más tarde, llegó a la opulenta suite, un pequeño saloncito
donde el trío de jefes ya estaba reunido. Él llegaba el último a propósito,
como una manera de darse importancia. Les observó con detenimiento
mientras disfrutaban de sus copas y cigarrillos. Una atmósfera de calma
tensa flotaba en el aire.
Matts, el líder alemán, se encontraba en un extremo, con su alta estatura
y su expresión desafiante. Marcel, el francés, lanzaba miradas agudas de
lince a todo lo que se movía. Giovanni, il Padrino, estaba sentado en el
centro, sonreía con falsa despreocupación.
Antes de dar un paso más, los hombres de seguridad registraron a
Aleksandar en busca de cualquier objeto o arma oculta. Nadie se fiaba de
nadie.
—Está limpio —dijo el de seguridad al alemán, quien asintió con la
cabeza mientras daba una calada al puro.
Matts tenía el cabello rubio y unos ojos azules muy fríos. Al igual que
todos, vestía de luto. Sin embargo, su apariencia era algo descuidada. Vestía
un traje de una talla mayor y su camisa se veía arrugada.
—¿Qué quieres tomar? —le preguntó a Aleksandar.
Sobre la mesa habían dispuesto varias botellas de primeras marcas.
—Una copa de rakia —dijo Aleksandar.
—Pues sírvete tú mismo —espetó el alemán.
—Eso es lo que haré.
—Tú siempre dándole al ron —dijo Marcel con su inconfundible acento
del sur, alzando su vaso medio lleno de whisky.
El francés era el mayor de todos. Le llamaban el Oso por su sobrepeso y
porque su vello corporal era muy tupido. Algunos le tachaban de tramposo
con las finanzas, pero Aleksandar no disponía de evidencias que dieran
razón a esos rumores.
—En Serbia tenemos el mejor ron del mundo —dijo sonriendo.
—¿Cómo estás, Aleksandar? —preguntó Giovanni—. Tú eras el que
estaba más unido a Viktor.
Giovanni era una leyenda en el mundo de la mafia. Según se contaba,
construyó su imperio desde la cárcel, empezando muy joven como recadero
de uno de los clanes más influyentes. Poco a poco fue escalando posiciones
y cuando terminó su condena por narcotráfico, siendo ya un treintañero, era
ya el gran jefe.
—Cabreado —dijo sentándose a su lado y justo enfrente del alemán—.
Perdemos mucho más que un socio.
Aleksandar alzó su copa y los cuatro brindaron en honor de Viktor.
Después se instaló un incómodo silencio hasta que el alemán decidió
romperlo.
—¿Se sabe algo de quién está detrás del golpe?
Aleksandar prefirió guardarse sus sospechas sobre Goran. Aún era
demasiado pronto para acusar a nadie.
—Tengo a mis hombres con los oídos pegados a todas partes —dijo
Giovanni.
—Yo he conseguido una pista —dijo el alemán, y de repente fue el
centro de las miradas—. Los turcos llevan tiempo inquietos. Quieren un
trozo del pastel. Cargarse a Viktor es un mensaje para intimidarnos. Me ha
llegado un nombre: Cemal Aydin. Dicen que empezó siendo un confidente
de la policía, y después creó su propia banda.
—Tenemos que proteger nuestros intereses —dijo el Oso.
Los demás asintieron, dándole la razón.
—Por eso es hora de que hablemos sobre quién se encarga del legado de
Viktor —dijo Aleksandar inclinándose hacia la mesa.
Todos intercambiaron miradas. Afuera el cielo de Praga se teñía de un
rojo crepuscular.
—Directo al grano, ¿eh? —dijo el Oso.
—Ya me conoces. Nada de mierdas.
El alemán estalló en una carcajada. Su risa era tan estridente que parecía
la de una bruja.
—Eso es lo que más me gusta de Aleksandar. Trabajo y puro trabajo —
dijo con los ojos brillantes por el alcohol—. Bien, ¿quién quiere llevar las
riendas del negocio de los casinos?
La palabra «casino» no era más que una manera de referirse a las drogas
y las apuestas ilegales. Aleksandar examinó la reacción del Oso e il
Padrino. Ambos se quedaron inmóviles, como si el asunto no fuera con
ellos. La noche antes, Aleksandar había profundizado en sus perfiles, por lo
que no se sorprendió de sus reacciones.
El Oso desconocía el territorio checo con el riesgo que eso conlleva, y
además no deseaba desequilibrar su propia organización con rivalidades
internas. Por su parte, il Padrino se encontraba bajo el foco de los fiscales
italianos, siempre incisivos. Un movimiento erróneo podría ser fatal para
sus intereses.
—Yo voy a encargarme de todo. Tengo gente de confianza que puede
hacer muy bien el trabajo, y con discreción —prometió Aleksandar—.
Respetaré vuestro porcentaje de ganancias, y además pagaré puntualmente
de la manera acostumbrada. A cambio quiero el control de todo.
Aleksandar apretó las mandíbulas mirando a la cara de esos cabrones.
Ya está. Había lanzado su discurso que tanto había preparado en su mente.
Sencillo, directo y práctico.
—No tan rápido, socio. Yo tengo algo que decir —dijo el alemán,
esbozando una sonrisa aceitosa—. Yo también quiero regentar el territorio
de nuestro querido Viktor. Mi éxito me avala, y llevo tiempo deseando
expandirme y me he preparado a conciencia.
Aleksandar se removió en su asiento. Se esperaba la confrontación.
—Mi casa está aseada —continuó el alemán, refiriéndose a su territorio
—. Y mantengo un perfil discreto, gracias a que tengo aliados en todas las
esferas. Hablo de jueces y políticos. Aleksandar, no te ofendas, pero soy un
viejo lobo y tú como quien dice acabas de empezar.
—Subestimar a la juventud es un gran error —dijo Aleksandar
sonriendo, aunque sintió por dentro una corriente de furia.
El alemán tomó una calada de su puro aparentando una calma
inquietante. El ambiente se había cargado de tensión.
—Eso no es suficiente para gestionar un negocio como Dios manda. ¿A
qué no? —preguntó mirando a sus otros socios.
El Oso e il Padrino alzaron sus copas, como para darle razón. En el
fondo, disfrutaban con el espectáculo de contemplar la disputa. Sin
embargo, deseaban que finalizara la reunión cuanto antes para visitar el
prostíbulo que solían frecuentar en sus visitas a Praga.
—Corren nuevos tiempos, querido Matts —dijo Aleksandar con sorna
—. La tecnología lo cambia a todo a cada segundo. El bitcoin ya es una
realidad y el mejor formato para obtener liquidez sin llamar la atención de
la policía. Todos los que no lo sepan quedarán atrás.
—Bitcoin, bitcoin… Gilipolleces —replicó con desdén—. Donde esté
lo que siempre ha funcionado. El dinero contante y sonante. Eso es claro y
no eso del ciberespacio.
Aleksandar procuró que no se reflejara en su rostro la expresión de
absoluto menosprecio que sentía por los hombres obcecados en mirar el
pasado. No, la tecnología era el presente y el futuro, y debían sacarle
provecho antes de que otros lo hicieran.
—Viktor no estaría nada de acuerdo contigo. Su lema era renovarse o
morir. Lo sé porque estábamos en permanente contacto y me contaba cosas
de su territorio.
—Con todo mi cariño hacia el checo, que en paz descanse —dijo el
alemán en tono rutinario—, pero llevaba tiempo más preocupado de que su
hija le diera descendencia que de los negocios. Ya era hora de un relevo, y
no soy el único que lo veía así.
Aleksandar se vio ante una inesperada revelación. Y cada vez que lo
pensaba sentía un creciente palpitar de odio. El alemán era la clase de
persona de abrirse paso a través de la sangre de los socios. ¿Y si Goran fue
su soplón? Humillado por Viktor, acudió a él para deshacerse de su suegro,
a cambio de un buen pellizco de dinero o una promesa de darle poder e
influencia. Sí, tenía sentido.
El alemán recibió a Goran con los brazos abiertos, y organizó el
asesinato de Viktor para que pareciera obra de dos delincuentes de poca
monta. Así, obtendría Chequia sin oposición e incluso parecía que hacía un
favor a los demás. Un negocio cojonudo. Aleksandar pensó que se podía
equivocar, pues no contaba con pruebas sólidas (improbables de conseguir),
pero su intuición era como un faro en mitad de la noche. Alargado y
potente.
—Entonces su muerte ha sido como llovido del cielo, ¿eh? —dijo
Aleksandar clavando mirada en el alemán.
Por un instante, tuvo la impresión de que en el fondo de sus ojos se
había producido un fugaz centelleo de miedo.
—Yo no he dicho eso —replicó, soltando una bocanada de humo.
Aleksandar decidió que se la iba a jugar.
Se levantó y, sonriendo, abrió los brazos.
—Quiero felicitar al nuevo rey de Chequia —dijo sonando como una
felicitación genuina.
Matts parpadeó, confuso por su brusco cambio de actitud. Pero se alegró
de haber vencido la débil oposición del serbio. Aún no estaba llamado a ser
el gran líder de toda la organización, y quizás nunca lo sería. Él se
encargaría de aniquilarlo cuando tuviera ocasión. No soportaba desafíos a
su autoridad.
El Oso e il Padrino intercambiaron una mirada de sorpresa. Ninguno
había imaginado que Aleksandar cediera tan pronto. Para ellos era una
buena noticia porque de esa manera se libraban de expresar sus
inclinaciones hacia uno u otro. Como Suiza, se mantenían neutrales.
El abrazo apenas se extendió lo que dura un suspiro. Aleksandar
aprovechó que el alemán había bajado la guardia para solicitarle una calada
al puro. Parecía que reinaba un ambiente de celebración, pero al final
resultaría falso.
Matts se lo dio sin adivinar lo que sucedería a continuación. Aleksandar
cogió el puro. Un habanero, un clásico mundial. Notó la textura finamente
arrugada de las hojas, aunque no se recreó en exceso. Con la brasa
apuntando hacia el alemán, la estampó en la mejilla y la estrujó unos
segundos.
El grito de dolor del holandés, puso al Oso e il Padrino con los pelos de
punta. Matts se desplomó de rodillas sobre la alfombra, arrastrando en su
caída botellas y vasos. Un par de hombres de seguridad irrumpieron en la
suite, pero el Oso con un gesto les ordenó que se retirasen. Lo solucionarían
entre ellos.
—Esto por cargarte a Viktor, mi buen amigo —dijo Aleksandar con
desprecio.
Mientras el alemán se retorcía en el suelo, los otros jefes se levantaron
de sus asientos.
—¿Estás seguro, Aleksandar? —preguntó el italiano.
—Completamente —respondió sabiendo que era una mentira. Si no era
verdad, ¿qué más le daba? Se quitaba a un competidor de encima—. Goran
le chivó a esta escoria que Viktor salía sin escolta. No he hecho más que
sumar dos y dos.
—¡No es verdad! —exclamó el alemán a duras penas, con la mano en la
mejilla, rojo y con una mirada cargada de odio. Era un hombre roto y
humillado.
—Estás perdido, Matts —dijo Aleksandar con los brazos en jarras—.
En cuanto apretemos un poco a Goran, dirá toda la verdad. Lo conozco, es
un blandengue que se cree un hombre por pegar a las mujeres. Y si
desaparece de repente antes de que hablemos con él, te habrás delatado.
—Has perdido la cabeza —dijo Matts, levantándose poco a poco.
—Te creíste superior a nosotros y has perdido —dijo Aleksandar y se
señaló el pecho—. Ahora Chequia es mía.
Ni el Oso ni il Padrino se atrevieron a contradecirle.
—Y si te ocurre revolverte contra mí, los tres caeremos sobre ti —dijo
Aleksandar con firmeza al alemán.

Aleksandar se encontraba en el ascensor, de vuelta a su suite. La sensación


de euforia recorría su cuerpo. Había logrado imponer a los jefes que era la
elección adecuada para dirigir los negocios en Chequia. La perspectiva de
ampliar su territorio lo hacía sentirse invencible, un titán entre hombres. Sin
embargo, mientras miraba sus manos sintió un cosquilleo inusual, una
pulsión erótica que lo tomó por sorpresa.
¿Qué me está pasando?
Evocó el sugerente cuerpo de Catalina. Aquella mujer, con su belleza
española y sus ojos que parecían esconder secretos profundos, lo había
hechizado desde el primer momento en que se cruzaron. El recuerdo de su
último encuentro ardía en su memoria como una llama insaciable.
Aleksandar estaba atrapado en sus pensamientos. Lamentaba que, junto
a Ratko, debía permanecer un par de días más en Praga para organizar la
toma del control del territorio.
Catalina debía esperar. La línea entre el poder y la lujuria se
desdibujaba, y una sonrisa maliciosa afloró en sus labios. Eran fuerzas
igualmente irresistibles, y en ese momento, ambas lo poseían por completo.
C A P ÍT U L O 1 2

L AS MAÑANAS EN EL C ENTRO DE S ERVICIOS S OCIALES ERAN CASI SIEMPRE


de un trabajo sosegado pero constante. Eso ayudaba a Catalina a distraer la
mente de Aleksandar.
Cada día disfrutaba más de la labor que allí se hacía para ayudar a los
demás. Cuánta razón tenían aquellos que en la carrera hablaban de los
trabajadores sociales como médicos de lo social.
Si los médicos recetaban medicamentos, ellos recetaban medidas
administrativas para ayudar a la persona que acudía a su «consulta». Podía
tratarse de gestionar una ayuda económica para un desempleado de larga
duración, o conseguir asistencia para que un anciano se preparase la comida
en casa.
Ella sentía especial debilidad por los casos de niños necesitados de
padres adoptivos, por eso de momento se alegraba de que el caso de Luca
fuera un éxito. No obstante, aún era pronto para cantar victoria. Hasta que
no transcurrían doce meses no se consideraba una adopción como exitosa.
Agendó una visita a la familia Sotomayor para el siguiente mes.
Albergaba la esperanza de que en el futuro Luca lograra explotar su don
artístico, y así ganarse la vida pintando cuadros. La ayuda de Samuel e
Irene sería determinante, y ella estaría pendiente por si necesitaban su
ayuda.
A veces levantaba la vista de su escritorio, miraba a Sebas y se sentía
afortunada de estar allí, como una más del equipo. El agradable ambiente
que allí se respiraba era una razón más para levantarse todas las mañanas.
En las pausas del café, Sebas le contaba los pormenores de su nueva
casa en las afueras, y que se encontraba agobiado por la mudanza.
Laura le había dejado caer la posibilidad de organizar otra salida a una
discoteca exclusiva. Lo había dejado con el holandés, y le apetecía picotear
en otras «culturas».
Catalina había declinado con elegancia el ofrecimiento. Temía que otro
mafioso sexy se cruzara en su camino. No, con uno ya tenía suficiente.
Necesitaba algo más de «andar por casa».
Dentro de la situación tan compleja y llena de contrastes que vivía con
Aleksandar, al menos había logrado algo positivo. A Vicky le habían
prorrogado tres meses el pago de la deuda. Por lo visto, el mafioso había
cedido un poco y eso que le dijo que todo seguía igual.
—¡Tenemos que celebrarlo! —le había dicho su querida amiga en la
tienda.
El burofax le había llegado a primera hora de la mañana, y cuando lo
leyó casi se desmaya. El karma, tiene que haber sido el karma, pensó Vicky.
Cuando se vieron, su amiga salió corriendo del mostrador y la abrazó
tan fuerte que casi se caen al suelo.
—¡No puedo creerlo! Es la mejor noticia que he escuchado en mucho
tiempo.
Catalina se reía, emocionada por la felicidad que irradiaba su amiga.
Ella nunca sabría la verdad porque de llegar a saberlo, se pondría furiosa.
—Esta noche nos vamos por ahí, tú yo —dijo Vicky.
—¡Vale!
—Te dejo que elijas el vestido que más te guste —dijo abarcando la
tienda con los brazos—, y hechas unos cañonazos salimos por ahí a quemar
la ciudad.
Eso había sucedido a la hora del almuerzo, y ahora Catalina se
encontraba en su piso. Sobre la cama yacía el precioso vestido para la
noche. Era de un tono crema, jaspeado de flores en tono pastel. El escote
era discreto pero sugerente, y le encantaba que la falda fuese holgada.
Aún quedaba un rato antes de quedar con Vicky. Había un tema que le
venía rondando por la cabeza desde su tórrido encuentro con el mafioso. La
ubicación de su villa. Ella había sido conducida con los ojos vendados, pero
con los conocimientos que tenía de la zona y la ayuda de internet, ¿sería
capaz de encontrarla?
Con una cierta avidez recorriendo su espina dorsal, se sentó delante del
portátil conectado a internet. ¿Qué recordaba de aquella noche? La
gasolinera, por supuesto. Situada en las afueras, pegada a la autovía en
dirección a Cádiz. Pequeña, con servicio de autolavado e incluso una
lavandería, que sobre todo usaban turistas.
No le llevó más de diez minutos encontrarla. Sin duda, era la misma.
Aún podía ver en su mente la expresión seria del chófer al girarse hacia ella.
Recordaba, más o menos, la conciencia de tiempo desde el vendaje de
sus ojos hasta que recuperó la visión en el garaje. ¿Cuánto transcurrió?
Catalina, por el amor de Dios, haz memoria.
De una media hora a cuarenta minutos. Sí, creo que sí.
También evocó el sonido metálico de una reja. ¿La de la entrada? Sí,
nos detuvimos un instante. El tiempo suficiente para que se abriera y pasara
el todoterreno. Había un silencio muy profundo. Oí el sonido de las ruedas
crepitando sobre la tierra.
¿Algo más? No, eso había sido todo. Al ser de noche, a través de la
ventana del dormitorio solo pudo ver la luna resplandeciendo en lo alto. El
resto del paisaje era de una oscuridad cerrada, como la boca de un lobo.
Su mente la asaltó con la imagen de ella practicándole la felación. Sintió
que le faltaba aire. Era tan excitante pero a la vez tan… No encontraba la
palabra. Casi se podría decir que él la había apartado de su miembro,
porque de lo contrario ella estaba dispuesta a continuar toda la noche.
Lujuria, vicio, morbo, remordimiento… Todo eso sucedió aquella noche.
Algo dentro de ella le obligaba a resistir.
Se sobrepuso a las eróticas llamas que amenazaban con invadirla, y
siguió con su investigación. No era tan ilusa para pensar que daría con la
villa con tanta sencillez, pero al menos en el mapa había establecido un área
muy amplia, en la serranía de Ronda.
¿Y qué hacer con esta información?
¿Se atrevería a ir a la policía?
¿A decir qué?
Catalina no paraba de dar vueltas por el dormitorio, esforzándose por
aclarar sus ideas. Pero siempre regresaba al punto de salida: solo existía una
solución.
Llamar a la policía.
Marcó el número en su móvil.
—Policía —dijo una voz impersonal.
—¿Es la comisaría, verdad?
—Sí.
—Quisiera hablar con el subinspector Ramírez.
Ramírez había sido quien se encargó de redactar el atestado de la noche
en que su padre murió. Se acordaba de su nombre gracias a que su madre le
había enseñado una documentación al cumplir la mayoría de edad.
—¿De parte de quién?
—No se acordará de mí, pero es importante que hable con él. Me llamo
Catalina Rosales. Él llevó mi caso hace quince años.
—Ahora es el inspector Ramírez.
—Puede ser, sí.
—Deme su número de teléfono y se lo pasaré. No puedo hacer más.
Catalina se lo dio y después colgó. En cuanto lo hizo, se arrepintió de
haber llamado pero ya no había marcha atrás. Seguro que no me devuelve la
llamada, ni se acordará de mí después de tanto tiempo, pensó.
—Esto es todo una tontería —dijo apagando el ordenador de repente—.
¿Qué es lo que voy a conseguir? ¿Yo contra la mafia?
Consultó la hora. Se le hacía tarde a su cita con Vicky. En la ducha se
esforzó en relajarse, olvidarse de todo y disfrutar de la noche con su amiga.
Para ello se concentraría en su ritual para salidas de fiesta.
Reprodujo en los altavoces su playlist de música de Lana del Rey. Se
vistió con la ropa que había dejado sobre la cama y después se miró al
espejo de cuerpo entero. Le encantaba cómo el vestido transmitía elegancia,
ligereza y modernidad. Incluso su tacto era fino y delicado.
Descalza, se maquilló en el cuarto de baño. Se delineó los ojos, se rizó
las pestañas y se pintó los labios de un suave color rojo. La música iba
moldeando su estado de ánimo para llenarla de buenas vibraciones. Al día
siguiente sería sábado y se levantaría tarde, muy tarde.
Había algo en su salida de aquella noche que implicaba gozar de la
libertad. Y notaba la satisfacción de poder hacer lo que deseara, sin
cortapisas. Sin dar explicaciones a nadie. Una sensación maravillosa.
Voy a follarme al primero que me eche los trastos, pensó mirándose al
espejo.
Se entregaría sin reservas en su casa o en la suya, qué más daba. Sería
una zorra si fuera necesario con tal de sumergirse en el placer absoluto.
Porque ella con su cuerpo podía hacer lo que deseara. ¿O se creía
Aleksandar que era de su propiedad?
Él podía chantajearla pero no era su dueño. Debería haberle apuntado
con la pistola no al pecho, sino directamente a la poya.
Al recordar ese momento en el dormitorio, no pudo evitar sentir
admiración por la manera en la que había reaccionado cuando lo encañonó.
Sin el más mínimo pavor, como un valiente que se enfrenta a la muerte
todos los días. No, no era un hombre corriente. Era alguien de un nivel
superior.
No te dejes engatusar, Catalina.
Esta noche bajaría el listón. Necesitaba ese acto de audacia para librarse
de la mirada del gánster, pues sentía que de un momento a otro la llamaría.
Y debía dejarlo todo para complacerle.

En la terraza del bar Mare Nostrum, en el centro del paseo marítimo,


soplaba una brisa veraniega. La luz de la luna se derramaba sobre el
Mediterráneo formando un evocador puente de destellos.
Catalina y Vicky estaban rodeadas del ambiente de la pequeña ciudad
costera, vibrante y único. Eran pasadas las once, una hora excelente para
disfrutar de una amistosa conversación al aire libre. El sofocante calor había
desaparecido, y la temperatura era tan agradable que apetecía seguir
charlando hasta la madrugada.
Vicky levantó su caña bien fresca y brindó con su amiga.
—Por nosotras —dijo sonriendo.
—Y por tu tienda —dijo Catalina guiñando un ojo.
Su amiga asintió. Resultaba inverosímil asimilar lo sucedido. Unos días
antes se veía abocada a cerrar, y ahora gracias al poder infinito del universo
disponía de más tiempo para saldar la deuda.
A pesar de estar bautizada, ella no creía en los milagros hasta que le
llegó el último burofax. Sentía que había tocado fondo y que de ahí solo
podía ascender hasta el cielo.
—Y tú, ¿cómo estás? —le preguntó a Catalina.
—Bien, ¿por qué?
—No sé, te conozco hace siglos, te veo diferente. ¿Algo te preocupa?
Catalina tomó aire. Dudó si contarle lo suyo con el mafioso, pero
decidió que se mantendría fiel a lo que decidió en su momento. Pero algo
debía responderle.
—El trabajo… —dijo haciendo un mohín de disgusto—. Llevo unos
días preocupada por ese niño, Luca. Ahora parece que está a gusto en su
nueva casa y eso es una estupenda noticia, pero como que no quiero
ilusionarme demasiado, ¿sabes?
—Todo saldrá bien, ya verás —le dijo poniendo una mano sobre la suya
—. Eres muy buena en lo tuyo. Si hay problemas, encontrarás la solución.
—Eso espero.
Las mesas de alrededor estaban llenas de jóvenes que calentaban
motores para quemar la noche. Se les oía reír y de vez en cuando lanzaban
miradas a Catalina y Vicky, quienes ya habían empezado otro ronda de
cervezas.
—Esta noche necesito sexo, amiga —le susurró a Vicky.
—A mí no me vendría mal una buena revisión en los bajos. La última
vez me pidió que se la chupara, lo hice y después se marchó de casa el muy
cabrón.
—Hombres, ya sabes. Van a la suyo y a nosotras que nos den.
—Me he comprado unas bolas chinas —dijo y se encogió de hombros
—. Para probar…
—¿Y qué tal?
—Bueno, todavía no las he usado. Me da un poco de reparo, pero me
lanzaré en cualquier momento. Las tengo en el cajón junto al Satisfyer.
Cuando estaban a punto de pedir la cuenta y decidían cuál sería su
siguiente parada, aparecieron dos jóvenes españoles. Se presentaron como
Dani y Bruno. Eran atractivos y cada uno de manera diferente. Dani era
delgado, peinado hacia atrás, de una mirada serena y azulada. Bruno era de
complexión fuerte, con una barba cuidada que le daba un aspecto rudo.
—Os hemos visto y queríamos conoceros —dijo Dani sonriendo de
oreja a oreja—. ¿Nos podemos sentar?
Las amigas intercambiaron una mirada expectante, y, sin pensarlo dos
veces, se apartaron para que cupieran en la mesita. Los dos amigos contaron
que trabajaban en la reforma de un hotel de lujo, y que llevaban viviendo
apenas unos meses en Marbella.
A Catalina le llamó la atención Dani. Su arrojo al acercarse y entablar la
conversación, además de su aspecto un tanto aniñado, le pareció encantador.
Al hablar sonreía con la mirada. Sus gestos eran pausados y transmitían
confianza. Le contó que trabajaban para su padre en el estudio encargado de
la reforma, y que le apasionaba ser arquitecto.
Dani vestía un polo verde de marca, unos pantalones vaqueros y unas
zapatillas deportivas. Sus mejillas lucían coloradas por el efecto de un día
en la playa, y eso acentuaba su aspecto juvenil. Dani le puso una estratégica
mano en su brazo y le preguntó a qué se dedicaba.
¿Cuándo va a decirme que vayamos a su casa?, se preguntó Catalina,
asintiendo con la cabeza repetidas veces a lo que decía Dani, aunque
recorriendo su anatomía con el rabillo del ojo.
Después de una serie de chupitos de tequila en un bar del centro, y
disfrutar de una buena sesión de reguetón en otro bar de moda, Dani le
pidió que se tomaran la última copa donde se alojaba. Podían llegar
andando, estaba muy cerca del paseo marítimo.
Catalina respondió que sí, sintiendo el cosquilleo en el vientre. Su
cuerpo le exigía sexo bestial e intuyó que él se lo podía ofrecer. Además,
ella se podría ir cuando quisiera, mientras que si iban a su piso tendría que
esperar a que él se fuera.
Resultó que Dani disponía de una habitación en un hotel pequeño y
elegante, cuatro estrellas.
—Mientras dure la reforma, viviré aquí —dijo cogiendo a Catalina por
la cintura—. Aunque odio vivir en un hotel. Es muy impersonal.
—Por una temporada tiene que estar bien.
En el ascensor, ella se abalanzó sobre él y le comió la boca con
desesperación. Era como si sintiera la necesidad de encender su libido
cuanto antes. Le excitaba el encuentro de dos desconocidos que de mutuo
acuerdo querían solo follar.
Entraron en la habitación a trompicones, besándose, tropezando y
dejando caer al suelo llaves y bolso. No besaba mal, no, el arquitecto.
Catalina ni siquiera dispuso de un instante para observar la decoración. Pero
si lo hubiera tenido, se habría fijado en la armonía de los colores pastel, las
pesadas cortinas y en el enorme cabecero acolchado.
La cama era suficiente grande para dos personas, con una almohada y
un par de cojines. Catalina se tumbó dejando escapar un suspiro. El alcohol
bullía en sus venas. Notaba cómo su excitación iba en aumento.
Se percató enseguida de que Dani era de los silenciosos, de los que se
concentran en la tarea sin regalar susurros perversos que anticipen el
festival erótico, pero eso no le importó demasiado. Al menos la estaba
magreando de arriba a abajo. ¿En cuánto tiempo lo tendré comiéndome el
coño?
Con el fin de acelerar el proceso, desabrochó los vaqueros y le introdujo
una mano lujuriosa en el paquete. Estaba duro, y eso siempre es una señal
positiva. A ciegas palpó un poco por aquí y allá para concluir que era
tamaño estándar. Nada que ver con aquel tronco de Aleksandar, pero menos
da una piedra.
Catalina se despojó del vestido bohemio que le había prestado Vicky, y
se quedó en ropa interior. Si la noche terminaba como ella esperaba, se lo
compraría sin dudarlo. Sin esperar a quitarse el sujetador, Dani le puso una
mano en el pecho y empezó a masajear.
—¿No prefieres que me lo quite?
—Vale, sí —respondió con el aliento entrecortado.
En cuanto lo hizo, Dani la manoseó, algo que a ella no le excitó ni lo
más mínimo, aunque se lo permitió para que siguiera empalmado. Las
besuqueó e incluso mordió un pezón. Los hombres se volvían locos con sus
pechos, ¿por qué Aleksandar ni los había mirado?
Entonces Dani preguntó algo que la dejó boquiabierta.
—¿Te gusta el sexo anal?
Catalina nunca lo había practicado por temor a que resultara doloroso.
Nunca lo había comentado ni siquiera con Vicky.
—Ahora no me apetece —respondió apoyando los codos en la cama.
—¿Por qué no?
—Porque prefiero que me comas el coño.
—Buf, eso no es lo mío.
Catalina echó la cabeza atrás, como si estuviera a punto de perder la
paciencia.
—Lo que no quiero es hacerte una mamada para que luego te quedes
frito en la cama.
—Ah, no —dijo sonriendo—. No te preocupes por eso. Me gusta
mucho más que me metas un dedo en el culo.
—Qué fijación con el culo. ¿Qué os pasa a los hombres?
—Dicen que ahí está el punto g.
Sí, la g de «garrulos», pensó ella.
—De hecho… —dijo Dani—. Tengo un cinturón con una polla para que
me des por atrás. ¿A qué es genial?
Catalina puso los ojos en blanco. Su noche de indomable lujuria se
estaba torciendo. Tenía delante a un tío que solo pensaba en su único placer.
Su egoísmo era para dedicarle un monumento.
—¿Por qué no pagas a una puta? Creo que te irá mejor.
—Venga, que te cuesta. Si las mujeres podéis correros solas mil veces.
Catalina parpadeó, incrédula ante el surrealismo de la escena. Por un
momento incluso pensó que estaba soñando. Pero no, ahí estaba Dani con
expresión de hablar muy en serio. Decidió que lo inteligente era poner tierra
de por medio, así que se abrochó el sujetador y con la mirada buscó el
vestido.
—¿Qué, ya te vas?
—Eso parece —respondió con un tono apagado.
—Joder —dijo Dani haciendo un gesto de abatimiento con los brazos—.
Ni siquiera hemos empezado.
—Ya se me han quitado las ganas.
—Me has calentado toda la noche para nada. Qué zorra eres.
—¿Qué has dicho? —preguntó fulminándole con la mirada.
—Nada, nada —respondió Dani, intuyendo que estaba dispuesta a
plantarle cara.
Se vistió en silencio aparentando calma, aunque se sentía incómoda y
no veía la hora de salir de ahí. Él bebía de una lata de cafeína para
deportistas que había pillado del minibar. Dani pensó en levantarse y abrirle
la puerta, pero luego se arrepintió. Si ella deseaba marcharse, que no se
esperase ningún gesto caballeroso por su parte.
Se despidieron con frialdad.
Mientras Catalina caminaba por el pasillo en dirección al ascensor, se
sentía confusa y vacía. No acababa de comprender cómo la promesa de una
sesión de sexo se había derrumbado de repente. ¿Cómo había llegado a
esto? La urgencia le impidió ser más selectiva.
La próxima vez no seré tan literal cuando diga que me tiraré al primero
que me eche los trastos.
Llegó al vestíbulo y cruzó la puerta hacia la calle. Eran las cuatro de la
madrugada. A lo lejos oyó voces de los últimos borrachos de la noche.
Enfiló hacia la avenida principal donde tomaría un taxi para regresar a casa.
¿Qué tal le habrá ido a Vicky con el otro?
Le envió un mensaje a su móvil, pero no esperó que respondiera al
momento. Se la imaginó gimiendo de placer como una perra, y no pudo
evitar un latigazo de envidia.
Mañana se despertaría lo más tarde posible. Tenía ante sí todo el fin de
semana. Una vez que pasara la resaca, se dedicaría a retomar lecturas
pendientes y ver alguna película romántica de sobremesa. No deseaba
pensar demasiado en su vida. Solo procurar que su existencia fuese lo más
cómoda posible, al menos durante esos días.
A veces le atraía la simplicidad de estar en casa, de cuidarse a sí misma.
Le encantaba salir de fiesta, pero con un día a la semana le parecía
suficiente. Tenía veintisiete años, un trabajo estable, vivía en un piso de
alquiler y se sentía con una cierta madurez.
La avenida estaba desierta. Encontrar un taxi disponible a esa hora
resultaría misión imposible. Consultó en la aplicación de su móvil por si
lograba solicitar uno. Sin embargo, al estar en la calle y no en su casa,
legalmente no era posible.
Sonó el móvil. Mensaje de Vicky. Sí, todo bien.
Respiró aliviada.
A regañadientes, empezó a caminar en dirección a su piso. Cuando oía
que un coche se acercaba, giraba la cabeza con la esperanza de que fuera un
taxi. Después de unos cinco minutos, un vehículo aminoró la velocidad
hasta situarse a su altura. Cuando giró la cabeza, sintió que el corazón
pegaba un salto mortal. El todoterreno del mafioso. ¿Cómo habían dado con
ella?
La ventanilla del acompañante se bajó lentamente, y apareció la cara
avinagrada de Slatan.
—Sube —ordenó.
—No, me voy a casa.
Slatan hizo un gesto de contrariedad.
—El jefe te está esperando —insistió.
—Me da igual, he dicho que no. ¿Estás sordo?
El todoterreno se detuvo a unos metros delante de ella, en una parada de
autobuses. Pensó que el chófer saldría a por ella y se preparó para resistir lo
que fuera necesario. Pero no ocurrió, así que pasó de largo. A pesar de que
se moría de curiosidad por voltear la cabeza, se contuvo.
Un taxi apareció de repente, aunque la alegría duró un instante al ver
que estaba ocupado. El móvil sonó. Número desconocido.
¿Quién me llama a esta hora?
Echó la vista atrás y vio que el chófer la esperaba afuera del coche con
los brazos cruzados.
Solo podía ser Aleksandar.
Notó un escalofrío recorriendo la espina dorsal. El timbre del móvil
sonó con una insistencia exasperante. No, no iba a responder. Siguió
andando, consciente de que su actitud desdeñosa enfurecería al mafioso
bastardo.
El móvil dejó de sonar, y durante unos minutos pensó que eso sería el
fin de todo. Ella había ganado. No podía estar más equivocada. Le llegó un
mensaje del número desconocido. Tragó saliva y lo abrió.
Eran fotos actuales de su madre en la calle, junto a su número de
teléfono y la dirección de su domicilio en Barcelona. La habían seguido e
investigado. No había ningún texto amenazante, pero se dio cuenta de que
era innecesario. El mensaje de Aleksandar era evidente y casi podía
escucharlo en mitad de la calle.
Sube al jodido coche.
C A P ÍT U L O 1 3

C ATALINA SE DESPERTÓ AÚN CON LA VENDA EN LOS OJOS . E N ALGÚN


momento del trayecto a la villa había sucumbido al sueño. Supuso que
seguiría en el todoterreno. Aguzó el oído. El silencio lo invadía todo.
¿Estaría en el garaje?
De repente, escuchó el sonido de la puerta abriéndose a su izquierda.
—Quítate la venda —ordenó Slatan.
Obedeció. Cuando abrió los ojos vio que el chófer llevaba su bolso.
Algo de alcohol aún corría por sus venas, por lo que se sentía algo aturdida.
Parpadeó varias veces para asegurarse de que lo estaba viviendo era real.
Notó un cosquilleo en el vientre. La idea de ver de nuevo a Aleksandar le
fascinaba y repugnaba a partes iguales, pero ya no había vuelta atrás. Al
pisar sus dominios era como si ya fuera completamente suya.
—Sígueme —le dijo Slatan con un gesto de la cabeza.
A pesar de que la ruta hacia el dormitorio era idéntica a la de la última
vez, ella procuró fijarse en lo que veía a su alrededor por si algún detalle le
parecía distinto.
—Me imagino que no soy la única chica que ha pasado por aquí,
¿verdad? —dijo Catalina.
Slatan carraspeó, molesto por su intención de conversar. Ella era la
única mujer que había traído una segunda vez a la villa, pero se cuidó de no
revelarlo. El jefe lo mataría.
—No deberías preocuparte ahora por eso.
Catalina asintió. Comprendió que nunca obtendría una respuesta franca
de uno de sus lacayos. Todo debía ser rápido y discreto, como si ella nunca
hubiera estado ahí.
Llegaron al rellano y Slatan le dijo que tenía que cachearla. Catalina no
se opuso, ya que intuyó que Aleksandar había dado instrucciones más
precisas para que no entrara con otra arma. A decir verdad, Catalina ni
siquiera había dispuesto de tiempo para pensarlo.
—Levanta los brazos en cruz.
Slatan la palpó de arriba a abajo evitando sus zonas íntimas. Él había
sido quien la había llevado ante Aleksandar aquella noche fatídica en el
beach club. Por su culpa estaba siendo chantajeada. ¿Qué le habría costado
dejarla marchar? Ojalá algún día recibas tu merecido, cabrón, pensó.
—Se te devolverá el bolso y el móvil cuando te marches.
—¿Y si recibo una llamada de emergencia?
—Háblalo con él. Yo solo cumplo órdenes. Ahora entra y espéralo.
Slatan se dio media vuelta y bajó por las escaleras.
Antes de girar el tirador de la puerta, Catalina extendió la mirada por el
pasillo. En su primera visita casi ni se atrevió a alzar la mirada, pero ahora
se aprovechó de que nadie la vigilaba para captar con más detalle lo que
veía.
El pasillo era estrecho y alargado, apenas iluminado por el haz de unas
lámparas cenitales. A lo lejos, sumida en la penumbra, se veía otro rellano
con unas escaleras que conducían a la planta baja. Una ventana alta y
enorme enmarcaba la oscuridad exterior.
Entró al dormitorio y encendió las luces. Sintió un estremecimiento al
evocar el último encuentro con Aleksandar. Su arrebatadora y dominante
presencia. La forma en que su trasero le causaba una profunda lujuria. La
sumisión…
La cama redonda seguía presidiendo la estancia. Se preguntó cuántas
mujeres habrían dormido sobre esas sábanas rojas.
Slatan le había dicho que esperase a Aleksandar. Pero ¿cuánto tiempo?
Se sentó en el sofá pero se levantó enseguida, nerviosa. Ansiaba que
todo sucediera ya para regresar a su piso cuanto antes. Lamentó haberse
dormido por el camino, de lo contrario quizá hubiera podido hallar alguna
pista de por dónde se encontraba.
Vio una puerta al fondo y pensó que se trataba del baño, así que la abrió
y cruzó el umbral. El suave resplandor de una lámpara se proyectaba sobre
una larga fila de trajes. Estaba en el vestidor.
Se maravilló del orden y la pulcritud que transmitían la perfecta
organización del espacio. Todo parecía estar en su sitio. Deslizó las yemas
de sus dedos sobre la tela de las chaquetas, sobre el tejido de las camisas,
sobre el cuero de los zapatos. Aspiró el aroma a perfume que emanaba de
alguna parte. Quizá tuviese un estante con un surtido de primeras marcas.
Se lo imaginó vistiéndose con una de las camisas, y casi pudo oír el crujir
de la ropa almidonada al rozar su fibroso cuerpo.
Pero ¿dónde está el baño?
Cómo ignoraba el tiempo que tardaría Aleksandar en aparecer, decidió
salir del dormitorio ignorando las posibles consecuencias.
Recorrió el pasillo que había visto antes. Intentó abrir varias puertas
pero estaban cerradas. Bajó por las escaleras, siempre con la inquietud de
encontrarse a Slatan o Aleksandar y que la reprenderían por desobedecer.
La primera puerta que consiguió abrir resultó ser una sala de cine.
Estaba equipada con cómodos asientos que se desplegaban en dos filas, y en
cada uno descansaba un cojín a juego. La pantalla casi abarcaba toda la
pared, y las cortinas recogidas a un lado favorecían la idea de estar en
interior de un cine.
Casi por accidente descubrió otra de las estancias. El salón de juegos.
Bajo unas coquetas lámparas de aire antiguo, una lujosa mesa de billar
destacaba en el centro. Había una pequeña barra donde se servirían bebidas
y aperitivos. Descubrió una pequeña nevera y la abrió para saciar una sed
cada vez más acuciante. Sí, Aleksandar tenía pasta, pero podían ser más
considerados con sus invitados.
Cogió una botellita de agua y bebió hasta dejarla por la mitad. Después
la dejó en su sitio y continuó con la búsqueda del baño. La idea era regresar
cuanto antes al dormitorio, pero se estaba retrasando porque más que una
villa parecía encontrarse en un jodido palacio.
Entró en lo que parecía ser un despacho. El escritorio era moderno, de
cristal y en un rincón había un ordenador de sobremesa. Se fijó en un
puñado de fichas de casino, negras y con los bordes dorados. En el centro se
leía «Royale».
¿Qué relación tendría Aleksandar con el casino de Marbella?
Justo delante se alzaba una amplia estantería llena no solo de libros,
sino también de objetos, quizá recuerdos de viajes. Le llamó la atención un
antiguo reproductor de música de CD y al lado, discos de cantantes
completamente desconocidos para ella. Dedujo que serían serbios y por el
aspecto físico que lucían en las carátulas, cantantes de mediana edad
vestidos con ropa sencilla, se dijo que el estilo no sería reguetón ni
electrónico sino más bien un característico folklore. Pensó que era una
bonita manera de seguir vinculado a sus raíces.
¿Por qué se vendría a vivir a España? Supongo que detrás de esa
decisión hay una historia truculenta.
Estaba a punto de marcharse, cuando se percató de una fotografía
apoyada sobre unos libros. Algo en ella atrajo su atención, y no pudo evitar
cogerla con ambas manos.
Eran una niña y un niño que se abrazaban con efusividad. En el niño, de
unos diez años, reconoció las facciones de Aleksandar. A pesar de que
sonreía (y eso nunca lo había visto en él), la mirada color miel y el mentón
afilado eran inconfundibles.
¿Quién podía ser la niña?
Era menor que él, quizá unos cinco años. Llevaba el cabello recogido en
dos coletas y lucía un vestido blanco con encajes. Ella también sonreía y al
hacerlo le faltaba un diente. Había algo en toda la imagen que emanaba
ilusión y felicidad.
Le pareció contradictorio que en una casa siniestra como aquella
hubiera de pronto un destello de luz.
Cuando estaba a punto de colocar la fotografía donde la había
encontrado, oyó la voz de Aleksandar a su espalda.
—¡Deja eso donde estaba!
El corazón le dio un vuelco. La fotografía se escapó de las manos y
cayó al suelo. Se oyó el crujir del cristal. Aleksandar soltó una maldición y
avanzó hacia ella. Catalina, asustada, se apartó, pero lo que hizo fue recoger
la fotografía y contemplar la grieta con el rostro serio.
—¡Mira lo que has hecho!
—¡No haberme asustado!
—¿Quién te ha dado permiso para husmear?
—¡Estaba buscando el baño!
Aleksandar apretó las mandíbulas. Encargarse de Chequia, como no
podía ser de otra forma, le estaba causando un estrés adicional. Al menos
había previsto que al llegar a casa le esperase una noche de infinito placer.
Lo anhelaba después de unos días de trabajo muy intenso.
Sin embargo, lejos de relajarse, su cuerpo seguía tenso. ¿Por qué no
pago por sexo y me olvido de tantos problemas? Como si no tuviera ya
suficientes. Después de esta noche no la volveré a ver más. La echaré a
patadas. No merece la pena. Ya vendrán otras.
Aleksandar suspiró y dejó con cuidado la fotografía sobre la mesa. Ya se
encargaría mañana de ordenar que la arreglasen. Por suerte, solo se había
roto el cristal. La foto con su hermana seguía intacta.
Cogió fuertemente a Catalina de la muñeca y salieron del despacho con
paso vivo.
—¡Me haces daño! —exclamó ella zafándose.
Aleksandar se detuvo con un gesto de impaciencia. Jamás había
conocido a una mujer que le excitase e irritase al mismo tiempo.
—No es para tanto —refunfuñó—. Venga, vamos.
Mientras subían en silencio por las escaleras de vuelta al dormitorio,
Catalina, que iba delante, percibió cómo Aleksandar se fijaba en el
contoneo de su cadera. La falda revoloteaba al aire como una sugerente
exploración de lo oculto. Se imaginó que contemplaba su trasero sin
parpadear, fantaseando con un mundo de placer al alcance de sus manos.
Intuyó que Aleksandar empezaría a sentir un calor por todo su cuerpo. No
se hubiera sorprendido si llega a abalanzarse, incapaz de domar su lujuria.
Seguro que me mira como si ya hubiera arrancado el vestido, y
estuviese completamente desnuda frente a él. Nunca me he sentido tan
deseada por un hombre.
—Túmbate en la cama —le dijo Aleksandar cuando llegaron al
dormitorio.
Ojalá que sea rápido. Quiero irme a casa, pensó ella.
—Bocabajo —ordenó.
Ella cumplió su deseo, pero se quedó apoyada sobre sus antebrazos.
Tenía ante sí el cabecero y encima el espejo circular, por donde veía el
reflejo de Aleksandar.
—¿Esta noche has follado con otro, verdad?
La pregunta le pilló totalmente desprevenida, pero intentó responder lo
antes posible para que no se diera cuenta.
—Sí —respondió mintiendo solo para joderlo.
Aleksandar le despojó de los zapatos, mientras posaba la mirada sobre
sus piernas exquisitamente largas y bronceadas. Notaba sus pulsaciones
cada vez más aceleradas. Después comenzó a levantarle la falda.
—Cuéntamelo —ordenó.
—¿Qué te cuente qué…? —preguntó extrañada girándose hacia él.
—Todo —dijo al tiempo que admiraba sus nalgas firmes y suaves. Su
culo es una provocación continua, pensó, excitado.
—Lo conocí en un bar y después fuimos a su hotel.
—¿Cómo era? —preguntó y recorrió su lengua sobre sus nalgas,
dejando que cada poro de su piel absorbiese su húmedo rastro.
—Alto… y moreno —respondió.
—¿Le hiciste una mamada antes? —preguntó quitándole el tanga.
Ignoraba si sus respuestas lo enfurecían o excitaban, pero decidió seguir
mintiendo.
—Sí, claro.
Escuchó un sonido ronco provenir de la garganta de él que creyó que
era su reacción, como si le disgustara la respuesta, pero no estaba segura.
—¿Y después te penetró?
Se sintió desarmada de repente. A regañadientes, debía admitir que el
juego erótico estaba derribando sus últimas defensas.
—Sí, me penetró —respondió con la voz ahogada.
—¿Por delante o por detrás? —preguntó mientras acariciaba el sexo de
Catalina, que lo notaba caliente y pegajoso.
—Por delante.
—¿Alguna vez te han follado el culo? —preguntó con el deseo
creciendo de forma desmedida.
Ella negó con la cabeza.
—Lo suponía.
—Es que me han dicho que hace daño.
—No, si se hace bien, y yo sé hacerlo bien —dijo con arrogancia, y
entonces la acarició para comprobar la elasticidad—. Los tabúes están para
acabar con ellos. Ya está bien de tanta represión.
Catalina oyó cómo se bajaba los pantalones, y se colocaba un
preservativo. Se agarró al edredón y cerró los ojos. En su mente vio cómo
su pene se dirigía a su trasero. El morbo de lo prohibido no dejaba de
cosquillearla en el vientre.
—Abre más las piernas. Confía en mí, te va a gustar. ¿O es que no
tienes curiosidad?
Lo sintió dentro de ella, muy adentro, como si estuviera a punto de
atravesarla. ¿Cómo lo había hecho?, se preguntó sorprendida.
Instintivamente se contrajo en torno a su miembro. Ahí fue cuando
Aleksandar empezó a bombear, taladrándola con un vigor sublime. El gozo
era tan celestial, único y arrasador que Catalina quedó sumida en una
especie de profundo trance. Era como si él conociera mejor que nadie las
zonas erógenas de su cuerpo. En medio de una bruma intensa de placer,
dejó escapar un largo gemido.
Al escucharla, Aleksandar sintió un súbito estremecimiento desde el
cuello hasta la columna, extendiéndose por todo su ser. Luego se abandonó
al clímax que lo dejó vacío, sin aire y medio muerto.
Otros hombres se hubieran desplomado sobre la cama, y se hubieran
dado por satisfechos por esa noche. No Aleksandar. Su libido era ilimitado.
—Podrás decir lo que quieras, pero te ha gustado —dijo Aleksandar
pasado un instante.
Sí, había llegado al orgasmo y estaba deseando repetir, pero Catalina
guardó silencio. No quería concederle ninguna ventaja.
—Aún no hemos terminado —dijo él de rodillas.
La obligó a colocarse a cuatro patas. Antes de embestirla por detrás,
volvió a manosear sus nalgas para disfrutar de la palpitante tentación que
agitaría su sexo.
—¿Quieres que te azote?
—Termina de una vez, bastardo —espetó ella cuando recuperó el
aliento. Quería abofetearlo pero las fuerzas la habían abandonado.
—¿Quieres que te azote? —repitió.
Ella tragó saliva. Intercambiaron una mirada a través del espejo. Era una
mirada cargada de tentación y odio.
—Sí —respondió ella cerrando los ojos. La respuesta fue más rápida de
lo que hubiera esperado.
—Yo soy quien decide cuándo tocan los azotes. Ahora quiero seguir
follándote… y tú también lo quieres —dijo con una expresión triunfal,
deleitándose en el poder que ostentaba sobre una mujer tan sensual y audaz.
Aleksandar terminó de desnudarse e instó a que ella hiciera lo mismo,
pero al final solo se despojó del vestido. Aunque le hubiera gustado
contemplar su espalda libre de ropa, la visión del sujetador negro resultaba
muy erótico. Ansiaba desabrocharlo y colmar sus manos con sus fabulosos
pechos.
Antes de penetrarla, jugueteó rozando su sexo con su miembro erecto,
recreándose en el calor y la humedad, regocijándose en la manera en que
sus cuerpos se prendían.
Palmeó sus nalgas y sonaron por todo el dormitorio. Tener a Catalina en
su cama era un regalo de los dioses.
Ella se resistía a dejarse arrastrar hasta lo más profundo de la pasión,
pero sabía que tarde o temprano cedería. Si algo nos hace vulnerables es el
placer más absoluto y febril.
Después de una perversa lentitud, Aleksandar pronto imprimió un fuerte
ritmo a las embestidas. Sus manos se apoyaban en los muslos de ella para
fijar el movimiento de su cadera. Le encantó sentir la ardiente suavidad de
su piel en las yemas de los dedos.
Catalina gimió varias veces. Eran gemidos discretos, casi contra su
voluntad. Sin embargo, cada vez que notaba su miembro taladrándola
pensaba que iba a morirse. Debía reconocer que el mafioso bastardo era una
máquina sexual, un hombre de esos que solo con mirarte te corres. El
encuentro en el privado del beach club, en el ascensor, la felación, los
azotes, todo había sido como un largo prolegómeno. Un escalamiento
perfecto físico y mental para activar toda la lascivia de sus cuerpos.
Aleksandar se detuvo. En su interior se abrió la necesidad de cargar aún
más el tórrido ambiente que los envolvía. Salió de ella y acercó su espalda
para desabrocharle el sujetador. La última prenda. Abarcó sus pechos con
las manos y notó su falo más duro que nunca. Aquella mujer… Era una
fuente inagotable de gozo volcánico. Derramarse en ella debía de ser un
privilegio solo para él.
—Los sueños húmedos que tuviste conmigo se están haciendo realidad
—susurró y le fue comiendo sus pezones duros como rocas—. Quiero que
al correrte gimas como nunca has gemido. Ten cuidado, si finges lo sabré.
¿Me has entendido?
Catalina asintió a duras penas con la cabeza. Estaba tan sumida en el
desesperante placer, que las palabras no lograban salir de su garganta. Su
corazón latía a cañonazos. Estaba a merced de Aleksandar. Podía hacer con
ella lo que se le antojase. Y eso era tan excitante…
Necesitaba el sexo para vivir. Y él se lo daba todo. Lo suyo no era
complacer, sino ir más allá. A la desgarradora búsqueda de la esencia de lo
que es sentirse viva.
Aleksandar le dijo que volviera a colocarse de rodillas, apoyándose con
las manos sobre la cama. Se introdujo en ella una vez más, y después
deslizó su mano diestra hasta que encontró el palpitante sexo. Le estimuló
el clítoris con una delicadeza exquisita.
Qué hábil es el cabrón, pensó Catalina a punto de rendirse (otra vez),
seducida por el implacable dominio con que invadía todo su ser.
Cuando ella se corrió y soltó un largo gemido que debió de oírse en toda
la comarca, Aleksandar sintió su cuerpo trémulo pegado el suyo. Así supo
que su orgasmo era auténtico. Eso le produjo una erótica satisfacción que
celebró palmeando las firmes y fascinantes nalgas de Catalina.
Ella cerró los ojos y se quedó tumbada sobre la cama, con los brazos
extendidos y las piernas estiradas; totalmente derrengada, flotando en otra
dimensión cósmica. No quería volver a la Tierra, y permaneció un instante
oyendo solo los latidos de su corazón, que poco a poco recuperaban su
cadencia.
Aleksandar se recuperaba a su manera, con mil ideas bullendo en su
mente mientras se ponía los calzoncillos. Se dio cuenta de que todo el
dormitorio olía a sexo. Guiado por un impulso, giró la cabeza para
contemplar en silencio a Catalina. Había algo en la forma estilizada en que
su cuerpo descansaba sobre la cama, la forma en que sus cabellos caían
sobre sus hombros, que le pareció de una feminidad sublime. Se le ocurrió
acariciarle la espalda, pero se contuvo porque ignoraba cuál sería su
reacción. Entonces se dijo que no tenía suficiente con una noche. Quería
más, mucho más.
—Te vas a quedar aquí el fin de semana —anunció sentado en el borde
de la cama.
—¿Qué? —dijo Catalina volteándose.
—Ya me has oído.
Una súbita rabia se apoderó de ella.
—¡Imposible! ¡Tengo una vida…!
—No estás en posición de elegir —replicó sin alterarse lo más mínimo.
—¡Mi familia, mis amigos… me buscarán!
—Les escribirás diciendo que estás bien y que necesitas descansar.
—Joder, ¿cuánto tiempo va a durar todo esto?
Aleksandar se puso de pie.
—Te recuerdo que puedes irte cuando te dé la gana. Nadie te retiene.
—¡Sí, pero te vengarás! ¡Nos harás la vida imposible, cabrón!
—Si necesitas algo, dímelo y haré que te lo traigan. ¿Estás tomando la
píldora?
Le respondió con una mirada llena de odio.
—¿Estás tomando la píldora, sí o no?—insistió.
—Sí —respondió refunfuñando.
—Bien —y añadió—. Dúchate, y no quiero que olvides una cosa.
Catalina se dio la vuelta, ignorándole, pero a Aleksandar no le importó
que lo desafiase.
—Te guste o no, me perteneces —le dijo—. Eres mía.
Y se marchó.

Catalina se despertó en mitad de la noche. Desde que se durmió apenas


habían transcurrido un par de horas, sin embargo, le pareció que habían sido
muchas más. Miró a su alrededor y, decepcionada, comprobó que seguía en
el dormitorio de Aleksandar, ahora iluminado por la luz de la luna. Él aún
no había vuelto y se preguntó en qué estaría ocupado a esas horas.
Enseguida el anuncio de que debería permanecer el fin de semana en la
villa, regresó a su mente. El estómago se le hizo un nudo, la respuesta física
a la mezcla de deseo y angustia que la gobernaba.
¿Por qué yo? ¿Qué quiere de mí? ¿Cómo me voy a sentir durante el fin
de semana? Creo que al final estaré más confundida de lo que estoy ahora.
Me está chantajeando y, sin embargo, empiezo a notar como una especie de
adicción a ese bastardo. Nunca nadie me ha follado por atrás y él ha sido el
primero, y lo ha hecho tan bien… El placer ha sido abismal. Todavía le noto
dentro de mí. Cómo huele a sexo. ¿Estoy sintiendo una conexión con él, o
solo es una manera de perdonarme? Dios mío, qué perdida estoy.
Debería levantarme y decirle que me marcho. No entiendo por qué no lo
hago. ¿Qué va a pasar el fin de semana? ¿Qué haremos, comeremos juntos?
Quizá esté aquí encerrada y solo vendrá a follarme. Y toda esa tensión que
nos rodea… No, es demasiado intenso y agotador para mí. Yo solo soy una
simple trabajadora social, ¿cómo estoy metida en este lío?
C A P ÍT U L O 1 4

Q UEDABA MUY POCO PARA EL ALBA . D ESDE HACÍA UNAS HORAS ,


Aleksandar se encontraba en su despacho, vestido con una camiseta de
tirantes, que dejaba al aire sus musculosos brazos, y unos pantalones cortos
de algodón. La brisa de la mañana se colaba por la ventana, aliviando una
noche de calor intenso.
Se sirvió un chupito de rakia para mantener la concentración. Ah, no
podía vivir sin su ración diaria, pensó observando la etiqueta de la botella.
Disponía de una caja entera en el almacén para nunca quedarse
desabastecido. Existiendo el ron, no sé cómo a la gente le puede gustar el
whisky o el vodka.
Delante de la pantalla del portátil de última generación, se desplegaban
estadísticas, informes y análisis del casino que estudiaba semanalmente. Era
la cara más aburrida de regentar un negocio, pero resultaba imprescindible
para que se mantuviera próspero.
Recordó que debía enviar un correo electrónico a Adriajna para que se
tomara libre el fin de semana. Deseaba la villa solo para Catalina y él.
Quedaría Slatan para cualquier necesidad urgente, y Ratko que vendría en
breve para una reunión de trabajo.
Reparó en la fotografía con su hermana que la noche anterior había
dejado en un rincón, después de sorprender a Catalina. El trabajo le había
absorbido de tal manera que no se había acordado de que el cristal estaba
agrietado. Cogió la fotografía con delicadeza, como si estuviera a punto de
romperse del todo.
La mirada brillante de Vesna le trajo recuerdos. Su cabello recogido
despejaba un rostro lleno de vida, y su sonrisa irradiaba una luz que siempre
había contrastado con el carácter reservado de Aleksandar. La imagen de
ambos abrazados de frente a la cámara, le recordó un tiempo de ilusión y
esperanza.
¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Veinte años?
Su madre Elena fue quien tomó la fotografía con la vieja cámara de su
padre, en la terraza del piso familiar. Era un día de nubes bajas, en pleno
otoño, según le había contado su madre años después. Su padre estaría en el
trabajo. ¿Dónde si no? Su máxima fue siempre la de mantener un fuerte
compromiso personal con la empresa que permite sustentar a la familia. Lo
que provocó que fuera su madre quien se encargara de la educación de los
hijos.
Si supieran que él se había convertido en el líder de una banda
mafiosa… Para ellos, que aún vivían, está al frente de un reputado casino en
la costa española.
Una notificación en la pantalla de su móvil le sacó de su
ensimismamiento. La aplicación que gestionaba las cámaras de seguridad
de la villa, avisaba de la presencia de alguien. A través de la cámara de la
entrada pudo comprobar que se trataba del coche de Ratko. Un BMW
plateado. Consultó la hora en el ordenador. Bien. Llegaba puntual.
Con los primeros rayos del sol despuntando en el horizonte, Aleksandar
salió de su despacho y fue directo a la cocina. Por un instante pensó en
subir al dormitorio y comprobar que Catalina seguía durmiendo, pero
enseguida descartó la idea. Si quería escapar no se opondría aunque, claro,
que descartase su ayuda para volver a la ciudad. Ella sola debería cruzar
todo el monte hasta encontrar el siguiente pueblo.
Sacó de la nevera la mitad de un burek de carne que había preparado
Adriajna. En su país se podía comer a cualquier hora, pero a él le gustaba en
el desayuno, que era uno de sus momentos favoritos del día. En verano le
gustaba tomarlo en el porche, mirando hacia el jardín y al paisaje agreste
que se extendía más allá. El aroma del café americano y el pastel de su
tierra le estimulaba, hasta el punto de que eran imprescindibles para
empezar el día con un buen ánimo.
Se sirvió dos trozos de burek y preparó el café en la máquina. Cuando
Ratko llegó a la cocina, le hizo un gesto con la cabeza para que cogiera su
ración de pastel y le acompañara al porche. Ratko detestaba el café, así que
cogió un refresco de la nevera, un cenicero, su plato y siguió los pasos de su
jefe y amigo. Tenía varios asuntos que departir y decidió el orden en que los
presentaría. Como uno de ellos era más personal, lo dejó para el final.
Ratko olió el pastel y fue como teletransportarse a Serbia, en concreto a
Novi Sad, su ciudad natal. Allí nació y vivió hasta que a los once años la
familia se mudó a Belgrado, la capital. Abrieron una panadería que llegaría
a ser muy conocida en el barrio por el burek, el cual preparaba su padre con
una receta ancestral pasada de generación en generación.
Le entró una cierta nostalgia, y se dijo que se tomaría unos días al mes
siguiente para visitar a los suyos. A sus padres y sus cuatro hermanos. Ya
tocaba después de unos meses tan estresantes.
En cuanto se sentaron en el porche, los pastores alemanes, fueron a
saludar y llevarse su porción de burek, algo a lo que estaban acostumbrados.
Después se tumbaron a los pies de Aleksandar para disfrutar de la
compañía, y llevarse unas merecidas palmadas en agradecimiento a la
vigilancia de la villa.
—Está delicioso —dijo Ratko, refiriéndose al burek.
—Ahora dirás pero que no tanto como el que hace tu padre.
—Es que es un gran cocinero. ¿O es que ya no te acuerdas?
—¡Claro que me acuerdo!
Una vez que dieron buena cuenta del desayuno, Ratko sacó el paquete
de cigarrillos y se encendió uno. El cielo resplandecía con un rojo vibrante.
Era el momento de hablar de negocios.
Ratko empezó hablando de cómo se había desarrollado la noche en el
casino. La recaudación, espectacular. La única mancha había sido un
incidente con un jugador al que se sorprendió haciendo trampas a las cartas.
Eran personas desesperadas que se creían más listos que el casino, que tenía
ojos por todas partes para detectar alteraciones sospechosas en el juego.
—Me imagino que fue despachado con contundencia —dijo
Aleksandar.
Ratko echó una bocanada de humo, sacó el móvil de su bolsillo,
desbloqueó la pantalla y empezó a reproducir un archivo de vídeo.
—Júzgalo por ti mismo —dijo entregándole el dispositivo.
Las imágenes revelaban un lugar que Aleksandar conocía a la
perfección, el sótano del casino. Allí se almacenaban trastos viejos, como
mesas o sillas que ya no se usaban, los adornos navideños y cajas con cartas
antiguas del restaurante.
El tramposo, un hombre calvo y con sobrepeso, estaba sentado con las
muñecas atadas a los reposabrazos. Balbuceaba, y su frente estaba perlada
de sudor. Se oyó la voz de Ratko.
—¿Sabes por qué estás aquí, verdad?
Asintió repetidas veces. Por si el vídeo caía en las manos equivocadas,
solo aparecía el tramposo para que nadie de su equipo se viera expuesto.
—Tenemos que asegurarnos que aprendes la lección.
La luz fría del fluorescente del techo brillaba en la calva del hombre.
—No hace falta… yo…
—Has querido desafiarnos y has perdido —interrumpió—. Tú, dame la
herramienta.
Ratko debía de dirigirse a Dusan, que formaba parte del equipo de
seguridad del casino. Un tipo desgarbado que presumía de cinturón negro
en judo. Aleksandar lo había contratado a través de amigos comunes en
Belgrado.
La cámara enfocó el puño derecho del tramposo.
—¡Abre la mano! —exclamó Ratko.
—No, por favor, te lo suplico.
—Haberlo pensado bien antes de querer robarnos —dijo Dusan.
—Haré lo que me pidáis —dijo sollozando.
—¡Abre la mano o será peor, hijo de puta!
El tramposo extendió sus dedos rechonchos y temblorosos. Se produjo
un instante de silencio, y entonces el martillo cayó con fuerza. Se oyó un
grito tan desgarrador que los perros alzaron las orejas. Aleksandar tomó un
calmado sorbo de café, mientras el martillo seguía machando los dedos
entre los alaridos de dolor.
El mensaje ha calado hondo en el hombre, pensó satisfecho. Detuvo la
grabación y entregó el móvil a Ratko.
—Ese ya no volverá por el casino —dijo sonriendo—. Buen trabajo.
—Fue un placer.
Como medida de seguridad, Ratko borró el vídeo. Una banda de pájaros
surcó el cielo justo cuando el sol empezaba a ascender. Todo apuntaba a que
sería otro día caluroso. Aleksandar le preguntó si había más novedades.
—Sí —dijo apretando la colilla en el cenicero—. Ha costado, pero
finalmente gracias a los compañeros de Chequia confirmamos la conexión
entre el alemán y Goran. Tenías razón. Todo fue una sucia maniobra.
Aleksandar meditó si el detonante fue la paliza que infligió a Goran en
su bar. Lo descartó enseguida. Carecía de sentido que deseara cargarse a
Viktor por ese motivo. Quizá fuese una idea que llevara madurando desde
hacía tiempo. Viktor era un buen hombre, pero podía llegar a ser cruel y
tiránico con aquellos que no consideraba a la altura de su hija, como Goran.
—Una traición en toda regla —dijo Aleksandar.
—¿Qué hacemos?
—¿Cómo se obtuvo la información, a través del infiltrado?
Desde hacía un tiempo, Aleksandar pagaba con generosidad a la esposa
de un lugarteniente para obtener jugosa información acerca de los planes
del alemán. No siempre era útil, pero a veces obtenían un soplo que
compensaba toda la inversión.
—Sí, y ya se le abonó su tarifa y un plus —dijo Ratko sabiendo que eso
agradaría a su jefe—. ¿Qué hacemos ahora?
—Nada —respondió mirándole.
—¿Nada?
—Hacer algo ahora sería demasiado previsible. Seguro que están
esperando algún movimiento por nuestra parte. De momento, gestionar
Chequia es prioritario y quiero que vayas la semana que viene a supervisar.
Viktor tenía muy bien aleccionado al grupo, pero habrá cambios para
optimizar los ingresos. Hay que modernizarse.
A veces Ratko no compartía su opinión, pero sabía cuál era el sitio de
cada uno. De una forma que no acababa de comprender, Aleksandar
siempre llevaba la razón. Y eso venía ocurriendo desde que forjó su amistad
en Belgrado, cuando presionaban a los tenderos a que pagaran por
protegerles de robos o asaltos. Si algo le gustaba de su amigo, es que era
frío y calculador.
—Además, —continuó Aleksandar— el Oso y il Padrino son mis
aliados. No respondo ante ellos, pero sí que debería mantenerlos al tanto de
mis planes, sobre todo, si implican cargarse a un viejo socio como el
alemán.
Su amigo ladeó la cabeza, como si la respuesta le diera algo sobre lo
que pensar.
—Por cierto, —dijo Ratko sabiendo que iba a sorprenderlo— llevan
días sin saber dónde está Goran. Ha desaparecido de la faz de la Tierra.
¿Crees que se lo ha cargado el alemán?
—¿Por qué haría algo así?
—Quizá porque ya no le servía para sus planes, o por la frustración de
no encargarse de Chequia.
—Puede ser. Ese alemán está loco de remate. Es demasiado impulsivo,
justo la peor actitud para regentar un negocio. Cualquier día aparece su
cadáver en un contenedor de basura —Tomó el último sorbo de café y miró
a Ratko—. Hoy no voy al casino. Ocupa mi lugar y llámame si me
necesitas.
Ratko se felicitó de que el comentario de Aleksandar le diera pie a
expresarle una inquietud, que le rondaba la cabeza desde hacía tiempo.
—¿Qué vas a hacer?
—Me quedo en casa.
—¿Solo?
Aleksandar sonrió astutamente. Sobraban las palabras.
—¿Es la chica del informe que me encargaste? —preguntó Ratko.
Algo en la expresión de su amigo le dijo a Aleksandar que su pregunta
encerraba una intención oculta.
—Te conozco como la palma de la mano —respondió—. Di lo que
cojones sea, Ratko.
Su amigo era consciente de la belleza y exuberancia de Catalina, incluso
solo conociéndola a través de fotografías. Sin embargo, no acababa de
comprender que dejara de lado sus obligaciones. Jamás se había
comportado de esa manera.
—Nunca has faltado un sábado en el casino salvo por una causa de
fuerza mayor. Desde hace unas semanas, estoy preocupado por ti.
—¿Por qué?
—Primero, el informe, y después las visitas de la mujer a la villa. Con
Milanka y las otras fue totalmente distinto.
Aleksandar se levantó, cogió una pelota de tenis y la lanzó para que los
perros la recogieran. Una acción que solo pretendía ganar más tiempo antes
de responder. Tenía en su interior un cúmulo de sensaciones encontradas a
las que costaba dar un único sentido. Catalina le intrigaba, enfurecía y
excitaba al mismo tiempo, como un vendaval de emociones.
—Te agradezco tu interés, viejo amigo, pero no tienes nada por qué
preocuparte —dijo y se giró hacia él—. Es algo pasajero. Una mujer más.
Ratko asintió con la cabeza, aunque no muy convencido. Sí, él también
había repetido con una mujer, pero abonando sus servicios. No veía la
diferencia entre abonar una cena y después follar, o follar y después pagar
la tarifa. Cierto era que la mujer de Aleksandar no entraba en esa categoría.
¿Qué estaba pasando entre ellos?

Cuando Catalina se levantó de la cama, se duchó y al terminar se cubrió con


un albornoz. Aleksandar le había dicho que bastaba con que lo solicitase
para que Slatan acudiera a su piso para traerle ropa. Sin embargo, le
desagradó la idea de que alguien hurgara en su armario. Prefirió quedarse
como estaba, aunque resultara un tanto incómodo pasear por la villa casi
desnuda.
En cuanto viera al mafioso bastardo le exigiría su móvil. Le resultaba
inconcebible permanecer incomunicada durante un fin de semana. ¿Y si su
madre la llamaba? Se preocuparía si no daba señales de vida. Seguramente
se opondrá pero insistiré todo lo que pueda, pensó.
Algo le hizo alzar la cabeza. Allí estaba la bala incrustada en el techo,
aquella que fue dirigida a él. Le extrañó que no lo mandara a arreglar. Quizá
por un descuido o ¿tal vez era deliberado?
Antes de bajar, se detuvo un momento frente a la ventana del
dormitorio. Por primera vez, disponía de la oportunidad de observar con la
claridad del día el paisaje montañoso, que siempre había permanecido
oculto por el manto de la noche.
¿Dónde estaré?, se preguntó al acordarse de la investigación que llevó a
cabo por internet. Y un pensamiento le llevó a otro: ¿Habría recibido el
inspector Ramírez su mensaje? Supuso que pasado tanto tiempo ya no se
acordaría de ella.
Era increíblemente hermoso contemplar, bajo los rayos del sol de la
mañana, el valle iluminado hasta donde la vista podía alcanzar. Le entraron
ganas de pasear y respirar el aire cargado de olor a pino y romero.
Se acordó del campamento que organizó su colegio al final de 1º de
ESO, cuando toda la clase pasó un fin de semana en un caserón de la
montaña. Eran unos días llenos de juegos y diversión. Además, se
disfrutaba de la libertad de estar alejado de los padres.
Fue emocionante contar historias de terror en un claro del bosque. Y
recordó la sensación de sentirse atraída por Óscar, un chico pecoso de ojos
traviesos, que se movía con un desparpajo que dejaba maravilladas a todas
las chicas.
De eso habían transcurrido más de quince años. Ahora con veintisiete se
encontraba prisionera en una cárcel de deseo y lujuria. Un criminal se había
obsesionado con ella. ¿Podía ser su vida más rocambolesca? Lo mejor era
no pensarlo demasiado, pero cuanto más se obligaba a poner la mente en
blanco, con más facilidad surgían las preguntas y la incertidumbre.
Mientras se dirigía a la planta de abajo, fue descubriendo más detalles
de la villa. Los cuadros con pinturas abstractas, las lámparas de diseño y las
paredes decoradas con múltiples espejos enmarcados. Asombraba el lujo de
cada rincón.
Le contrarió darse cuenta de lo mal que estaba repartido el mundo. Con
frecuencia, ella tenía que pelear con el Ayuntamiento para obtener más
recursos económicos y sociales con los que ayudar a los más necesitados.
Sin embargo, la élite vivía sin reparo en la abundancia, ajeno a los
problemas de la gente corriente.
Fue atravesando el silencio que invadía toda la villa hasta que descubrió
a Aleksandar en la terraza. Sobre el vasto jardín, donde brillaba el color
fucsia de las buganvillas, el mafioso jugueteaba con los perros. Lanzaba la
pelota y esperaba que la trajeran de vuelta. Entonces los acariciaba y
felicitaba, y ellos ladraban contentos de la vida. Daba la sensación de que
jugar con los perros formaba parte de una rutina diaria.
Lo observó unos minutos en silencio, entre desconcertada y asombrada
por observar la cotidianidad de un hombre oscuro.
Vestido con una camiseta de tirantes, pantalón corto de lana y descalzo,
todo su magnífico cuerpo era ligero y fuerte. Sus movimientos eran
rotundos e incluso elegantes, llenos de una inagotable energía. En fin, un
hombre escultural que brillaba en una mañana soleada de verano. La
imagen resultaba hipnótica y por un momento se olvidó del chantaje al que
la había sometido.
Si lo hubiera conocido de otra forma, no hubiera podido resistirme a
caer en sus brazos al momento, pensó.
Aleksandar se giró de repente y ella se sobresaltó dando un paso atrás,
avergonzada de haber sido descubierta.
—¡Ahí tienes el desayuno! —exclamó él señalando la mesa, donde un
rato antes había conversado con Ratko, que ya se había marchado.
Catalina se sorprendió al ver un termo de café, una pieza de fruta, un
zumo de naranja y un trozo de pastel de carne. Su estómago gruñó de
hambre. Le vendría bien reponer fuerzas.
Se sentó y empezó a comer con cierta ansiedad. En cuanto los perros se
dieron cuenta de la invitada, curiosos, intentaron acercarse a ella, pero
Aleksandar con una orden tajante se lo impidió.
—¿Necesitas algo más? —preguntó él al acercarse a la mesa.
—Quiero mi móvil.
Aleksandar se dio cuenta de que era la primera vez que la contemplaba
a plena luz del día. Se fijó en su piel lisa como la seda, y pensó en la
cantidad de hombres que atraería una mujer de su belleza y temperamento.
No necesitaba vestidos lustrosos ni maquillaje intenso para que su rostro
brillara por sí mismo.
—¿Por qué?
—Tengo que revisar si me han llamado. Estaba pendiente de que mi
madre me llamara por un tema personal —dijo, lo que era mentira pero le
pareció bien meter presión.
—Te lo daré más tarde.
—¿Cuándo?
A pesar de que encontraba razonable su petición, Aleksandar quería
resistirse a ceder en lo más mínimo, pues él debía ser quien decidiera el
momento de concederlo.
—Cuando yo quiera.
Catalina resopló.
—¿Cuándo va a terminar todo esto?
—¿A qué te refieres?
—No te hagas el tonto, lo sabes muy bien.
—Mañana.
—¿Mañana? —dijo con incredulidad sabiendo que no podía fiarse—.
¿Cómo sé que cumplirás tu promesa?
—Ese no es mi problema.
—¿La deuda de mi amiga quedará saldada, y no molestarás a mi madre?
—Yo no he dicho eso.
—¡Qué cruel eres! ¡No me extraña que seas un criminal! —exclamó
levantándose de pronto de la mesa. Sin terminar el desayuno, volvió al
interior de la casa.
—¡Vuelve! ¡No hemos terminado!
Pero Catalina no obedeció. La vio alejarse por el salón. Aleksandar
cerró los puños y se quedó mascullando a solas.

Aleksandar entró en su despacho y abrió el primer cajón del escritorio.


Cogió el móvil de Catalina y lo examinó. La pantalla mostraba la fotografía
de Vicky y ella posando para la cámara, con las lenguas fuera, en una
actitud divertida y gamberra. Daba la sensación de que el selfi se había
tomado en un lugar público, cerca del mar. Pensó en lo que sería llevar una
vida común, con una pareja estable, un trabajo de lunes a viernes y con un
mes de vacaciones. ¿Podría acostumbrarse a una rutina así? Lo dudaba. La
adicción al poder resultaba demasiado absorbente.
Sin embargo, tener a Catalina en casa le daba una idea de lo que podía
ser mantener una relación. ¿Y si ella estuviese siempre en la villa? No,
imposible retenerla contra su voluntad.
Volvió a fijarse en la foto del móvil. La belleza española siempre la
había considerado muy tentadora. El cabello moreno y la piel bronceada le
parecía digno de enmarcarse, un monumento al erotismo. En Serbia las
mujeres también son hermosas, pero el carácter es muy distinto, pensó.
Exigirle que se quedara el fin de semana en la villa había sido
inesperado incluso para él. No acababa de comprender cómo se había
dejado llevar por el momento. A pesar de que podía desdecirse si se le
antojaba, se prometió que cumpliría con lo que había anunciado.
Le gustaba tenerla a su alcance. La llama no había hecho más que
encenderse. Su buen amigo Ratko le había expresado su inquietud por la
distracción que Catalina suponía para el negocio, pero él tenía la suficiente
confianza en sí mismo para saber que eso no sucedería.
Meditó un instante lo que deseaba hacer con el móvil. Era consciente de
que mantenerla incomunicada durante dos días era un error de bulto, ya que
alguien de su entorno podía llamar a la policía al extrañarse de que no diera
señales de vida. Pensó en entregárselo sin más durante diez minutos para
que despachara sus asuntos privados, aunque él estaría delante con el fin de
que no desvelara detalles sobre él o la villa.
De pronto, una idea se fraguó en su mente. ¿Por qué no sacar un
provecho adicional de la situación? Esos dos años en blanco que reflejaba el
informe que le encargó a Ratko, le intrigaban. Quizá podría sonsacarle algo
más.
Salió del despacho en busca de Catalina. Subió al dormitorio,
expectante. La encontró mirando por la ventana con las manos en el
albornoz, y se preguntó qué encontraría de fascinante en observar el paisaje.
Al acercarse, Catalina se giró hacia él.
—¿Quieres el móvil? —le preguntó.
—Ya te lo he dicho —respondió clavándole la mirada.
—Siéntate —le ordenó señalando el sofá—. Si lo quieres, te lo has de
ganar.
Catalina suspiró con resignación, ya que sabía lo que encerraban esas
palabras.
—No es lo que estás pensando —dijo sentándose frente a ella y con el
móvil en la mano.
—¿Ah, no? Vaya, ¿por qué será? —dijo con ironía.
Aleksandar decidió pasar por alto su insolencia.
—Ya te lo dije. Hice averiguaciones sobre ti, y me extrañó una cosa.
—¿El qué?
—Quiero que me cuentes qué pasó en esos dos años de tu adolescencia.
¿Qué hiciste?
Una alarma se activó en el interior de Catalina. Por nada del mundo
deseaba confesarle al mafioso la razón de ese hueco en su biografía. Quién
sabe lo que haría con ese secreto en sus manos.
—Eso es un tema personal.
—Por eso mismo.
Catalina necesitaba ganar un poco más de tiempo para ofrecer una
respuesta suficientemente elaborada.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Curiosidad.
—Viajé con mi madre por toda España en una autocaravana —dijo y
tendió la mano—. Dame el móvil.
—Ni hablar. Quiero que lo cuentes todo. Más vale que no te dejes
ningún detalle.
Catalina dejó escapar un largo suspiro, como si le causara una enorme
fatiga viajar al pasado. Sin embargo, se sintió obligada a hacerlo ya que
deseaba recuperar el móvil.
—Empezamos en Cádiz, unas playas muy bonitas, paseamos mucho y
comimos muy bien —Sus ojos se desviaron hacia un lado—. Visitamos
también varios pueblos en la montaña, supongo que fue muy divertido,
aunque no me acuerdo con detalle. Después cambiamos de rumbo. No
teníamos un plan fijo, solo ir donde nos diera la gana. Lo que más me gustó
fue la Alhambra. Ya sabes, jardines, palacios, arquitectura, todo eso. Luego
fuimos al norte, hizo mucho frío pero comimos un arroz con leche
maravilloso. En fin, dos años muy chulos de viaje. No hay mucho más que
contar —dijo encogiéndose de hombros.
Aleksandar arqueó las cejas, impresionado por lo que supone que dos
mujeres viajen solas en una autocaravana por todo el país. A la edad de ella,
él apenas había salido de Belgrado.
—¿Por qué tu madre decidió emprender un viaje tan largo?
Tarde o temprano, Catalina supo que esa pregunta llegaría. Por suerte,
estaba preparada y se esforzó en transmitir autenticidad a sus palabras.
—Mi madre estaba cansada de la rutina, y pensó que sería una buena
idea lanzarse a una aventura existencial.
—¿Y el colegio? Qué raro que una madre decida sacar a su hija.
—Para que siguiera educándome preparó un plan cultural.
Monumentos, museos, naturaleza… Además, me obligó a llevar un diario
de viaje —dijo y con brusquedad preguntó:—. ¿Estás satisfecho ya? ¿Me
das el móvil?
Aleksandar frunció los labios como si reflexionara sobre lo que acababa
de escuchar.
—¿Dos años de viaje? —dijo sin acabar de creérselo—. Me parecen
demasiados para una niña de tu edad. No, no estás siendo sincera. Hay algo
más.
—¿Me estás llamando mentirosa?
—¿Y tu padre?
—¿Qué pasa con él?
—¿Qué opinaba del viaje?
Catalina se vio entre la espalda y la pared.
—Nada, había muerto —admitió.
Entonces Aleksandar recordó el contenido del informe, y lo asoció a lo
que Catalina acababa de revelar.
—A la edad en la que hiciste el viaje… Vaya, qué coincidencia.
Catalina se cruzó de brazos, como dando a entender que no deseaba
hablar más del tema. Aleksandar se estaba acercando a su secreto y eso la
hizo sentir incómoda.
—¿No tienes nada más que decirme?
Ella negó con la cabeza. Desvelar su trágico pasado en esas
circunstancias le resultaba imposible. Era demasiado abrumador asomarse a
su abismo personal. Durante quince años lo había mantenido enterrado en
lo más hondo de su corazón.
Aleksandar asintió con la cabeza lentamente. Había tocado un punto
vulnerable de Catalina, y pensó en qué hacer a continuación. ¿Mostrarse
inflexible o aflojar?
Finalmente, le tendió el móvil. Catalina le miró, dubitativa. Ante su
reticencia, le preguntó si lo quería o no. Entonces ella lo cogió con ansia.
—Tienes cinco minutos para hablar. Ni uno más. Y mucho cuidado de
no contar nada más de lo necesario. ¿Está claro, Catalina?
Ella se mordió los labios. Si pensaba que se lo iba a agradecer, estaba
muy equivocado.
—Sí —respondió.
C A P ÍT U L O 1 5

C ATALINA DESBLOQUEÓ LA PANTALLA DE SU MÓVIL . T ENÍA VARIAS


notificaciones. Una de Vicky, otra de su jefa y, lo más extraño, un mensaje
de voz de un número desconocido. Con el rabillo del ojo observó que
Aleksandar consultaba su propio móvil cerca de la ventana. Le daba un
margen para su privacidad, pero no demasiado. Como él se opondría a que
se fuera a otra habitación, empezó leyendo el último de los wasaps de su
amiga.
Tía, ¿dónde te metes? ¿Estás mosqueada o qué?
Antes le había enviado otros mensajes en los que le contaba su noche de
sexo con el arquitecto. Después le preguntaba qué tal le había ido a ella. Al
no responder, claro, se había impacientado.
Catalina escribió que estaba en casa con migraña, y que el móvil se
había quedado sin batería, algo de lo que se había dado cuenta hasta ahora.
Su última hora de conexión no era reciente, así que dedujo que Vicky
estaría durmiendo. Al menos estos mensajes la tranquilizarán, pensó.
Cuando salga de aquí, la llamaré. Ya veré lo que le cuento.
Después reprodujo el audio de Laura. Le sorprendió que fuese de
primera hora de la mañana. Quizá deseara proponerle un plan para la noche.
Al oír el mensaje se le arrugó el entrecejo. No, no era un mensaje para salir,
sino de trabajo.
—Cata, oye, tengo una mala noticia. Es Luca. Se ha escapado de casa.
Me acaban de avisar pero se escapó hace dos días. Tú que lo conoces,
¿tienes alguna idea de dónde puede estar? La Guardia Civil aún no lo ha
encontrado, ¿te lo puedes creer?
Contrariada por la noticia, chasqueó la lengua lo que provocó que
Aleksandar la mirara de reojo. Un detalle que pasó inadvertido para
Catalina, que solo pensaba en el pobre Luca. Se lo imaginó durmiendo en
algún callejón o en un cajero, en peligro constante. ¿Qué había podido ir
mal con Samuel e Irene? ¿Una discusión acalorada? Cuando lo encontraran,
tendría que hablar con él largo y tendido.
Catalina, piensa, ¿dónde puede estar?
Le apasionaba el dibujo. Esa podría ser una pista valiosa. Recordó que
en su expediente figuraba su afición por el grafiti. En sus ratos libres había
«decorado» la ciudad con algunos de sus dibujos, pero si había un lugar que
a él le gustaba frecuentar era la estación de autobuses. Allí, junto a sus
colegas, dibujaban a toda prisa en los vehículos aparcados, y salían
corriendo cuando los vigilantes de seguridad querían darles caza.
Empezó a grabar el audio ofreciendo a Laura esa pista, y finalizó con el
deseo de que lo encontraran pronto. Le pidió que cuando ocurriera le
avisara al momento. Después, lo envió.
Su jefa sabía cuánto le importaba Luca y no dudó de que lo haría. Se
acordó otra vez de Samuel e Irene, e imaginó su angustia después de dos
días sin saber de Luca. Se obligó a ser positiva, y tomarse el problema
como un bache más en un camino que desembocará en una final positivo.
La última notificación era un aviso de que tenía un mensaje de voz. Le
había llegado la noche anterior justo después de una llamada perdida.
Enseguida pensó que nadie de su entorno usaba ya esa costumbre, ni
siquiera su madre. ¿Y si fuese Luca? Quizá llamase desde el móvil de un
desconocido. Se pegó el auricular a la oreja y se dispuso a escuchar.
Aleksandar seguía junto a la ventana, solo que ya no consultaba su móvil,
sino que miraba al jardín, tal vez vigilando a sus perros.
Al principio no reconoció la voz, pero cuando la persona se identificó
tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar un respingo.
Catalina, soy el inspector Ramírez. Perdona que haya tardado en
devolver tu llamada, pero he estado muy ocupado. ¿Todo bien? Este es mi
número personal, así que llámame si necesitas algo.
Procuró mostrarse impasible, pero en su interior sintió un hormigueo.
¿La policía? ¿Qué ocurriría si Aleksandar se enteraba? Nada bueno, seguro.
Llamaría a Ramírez cuando regresara a casa, pero antes decidiría qué
contarle. Ahora no se atrevía a pensar en eso ni un minuto. Estaba
convencida de que su actitud suscitaría dudas en el mafioso bastardo.
—¿Has terminado? —preguntó Aleksandar acercándose.
Ella le entregó el móvil a regañadientes.
—¿Quién es ese Luca? —preguntó.
No le apetecía hablar de ese tema con él. Pero había aprendido que lo
idóneo era aparentar normalidad, aunque maniobraba para acabar con él.
Le explicó con detalle quién era Luca. Él se sentó y siguió preguntando
ya no solo sobre el chico, sino por el trabajo de Catalina. Un tanto
sorprendida por su curiosidad, ella desgranó en qué consistía su labor. La
gestión de ayudas económicas, la coordinación de servicios y la elaboración
de registros de cada caso. Pero sobre todo, el apoyo emocional a las
familias que se enfrentan a graves problemas sociales. Le pareció que el
interés de Aleksandar era genuino.
A través de Catalina, él estaba obteniendo una visión del mundo a la
que no estaba acostumbrado. Los desafíos de la gente trabajadora se
encontraban muy lejos de los suyos, pero sus padres lo eran. Y escucharla
fue una manera de recordar las penurias económicas que pasó su familia en
Belgrado, cuando su padre se quedó sin empleo durante una larga
temporada. No, no fueron buenos tiempos para la familia Masovic. Por
fortuna, eso ya formaba parte del pasado.
—¿Y cómo es el día a día de un mafioso? —le preguntó Catalina una
vez que terminó de exponer las tareas de su oficio.
Aleksandar esbozó una sonrisa irónica. El contraste entre ambos
trabajos era tan abismal que solo podía comprenderse con cierto
escepticismo. ¿Cómo explicar los códigos de la violencia más cruel a una
persona normal?
—Estresante —respondió escuetamente.
—¿Qué se siente al matar? —preguntó de sopetón, sin pensarlo. Incluso
ella misma se sorprendió.
El rostro de Aleksandar se ensombreció, y el ambiente se cargó de
tensión. No era algo en lo que pensara con asiduidad, así que supuso un
profundo esfuerzo de introspección.
—Acabar con la vida de una persona… —dijo lentamente, y Catalina se
fijó en que huía de la palabra «matar»—… nunca se olvida. Vive contigo
las veinticuatro horas. A veces no te das cuenta y sigues con tu vida, otras
notas el peso sobre tus hombros. Y lo curioso es que no importa el motivo,
ya sea por venganza, traición o en defensa propia, la jodida sensación es la
misma.
Era evidente su tormento interior. A ella le sorprendió descubrir un
rastro de humanidad en Aleksandar. Intrigada, decidió profundizar.
—¿A cuántos has matado?
La miró con desconfianza, como si quisiera calibrar qué iba a hacer ella
con la respuesta.
—Eso no se pregunta —dijo finalmente con un tono de irritación, y se
levantó.
Fue al vestidor, abrió la caja fuerte y lo guardó junto a la pistola y las
bragas de su primera noche. Sin poder evitarlo, las rozó con las yemas de
los dedos. Fue una manera de abstraerse de la Catalina que estaba
empezando a conocer, la mujer con una vida personal, una trabajadora al
servicio de los demás. En el fondo, la admiraba. Al rozar la tela sintió como
si de repente un interruptor interno hubiera despertado la libido.
Quería llevarla al límite, y para ese fin se requería una actitud
implacable que no se dejara ablandar con facilidad. El chantaje solo fue el
principio del camino. Tarde o temprano ella sucumbiría a la intimidad de la
lujuria, y entonces le rogaría que la follara hasta reventarla.
Alargó la mano hasta el fondo de la caja fuerte y cogió el estuche de
madera. Había llegado el momento de la acción. Lo abrió. Allí estaba la
paleta de cuero comprada en un sex shop de Praga. Los azotes serían
precisos y, lo más relevante, estimulantes.
Ah, Catalina…
Regresó al dormitorio y delante de ella esbozó una sonrisa llena de
perversión.
—Quítate el albornoz —ordenó.
Catalina se dio cuenta de que se había equivocado al pensar que el sexo
solo sería por la noche. ¿Qué llevaba en la mano? ¿Un atizador?
—Ahora no me apetece —dijo desganada.
—¿Y quién te ha preguntado? ¡Yo soy quien está al mando! ¿O es que
aún no te has enterado?
—¡Bastardo!
—¡A la cama! ¡Quiero verte desnuda!
—¡Hijo de puta!
—¡Catalina, no me lo hagas repetir dos veces!
—Si pudiera matarte… —dijo ella con la rabia asomando en sus ojos.
—¡Hazme caso de una puta vez!
—¡Que te den! —exclamó dirigiéndose hacia la puerta.
Pero antes de que la abriera para huir solo Dios sabe dónde, Aleksandar
se lo impidió cerrando de un portazo. Ella no se rindió e intentó con todas
sus fuerzas girar el tirador. Aleksandar aspiraba el aroma excitante de su
cabello y que amenazaba con desquiciarlo. Entonces la rodeó con un brazo
por el vientre, y le susurró al oído:
—Asume tu posición, Catalina —dijo lentamente—. Cuanto antes lo
hagas, antes empezaré a follarte, y te volverás tan loca que al terminar no
sabrás ni cómo te llamas.
Su grave y excitante voz con acento del este, se fue derramando poco a
poco en el interior de ella, como lava arrasando sus inhibiciones. Se quedó
inmóvil, un tanto desconcertada por cómo reaccionaba su cuerpo, con un
hormigueo inquietante y lascivo.
Aleksandar vio que cerraba los ojos y respiraba por la boca. Está
preparada, pensó. La condujo en silencio hasta la cama.
—Desnúdate y ponte bocarriba.
Activó el asistente virtual mediante la voz, y le ordenó que bajara la
persiana hasta un poco más de la mitad. La luz del sol se fue desvaneciendo
hasta que el ambiente quedó reducido a una lánguida penumbra. El cuerpo
de Catalina, majestuoso y provocador, parecía aún más terso y apetecible.
Abrió un cajón de la mesita de noche. Sacó la venda que Catalina había
usado durante el trayecto en coche a la villa.
—Póntela —dijo entregándosela.
Al ver que la reconocía, Aleksandar sonrió. Sin saberlo, ella se había
estado entrenando para ese momento.
Él se despojó de la camiseta, los pantalones y los calzoncillos. A pesar
de que deseaba no fijarse, Catalina no pude resistir la tentación de deleitarse
con sus firmes pectorales. Era la primera vez que tenía la oportunidad de
apreciar al completo su prodigio físico, y con la mirada repasó cada
formidable músculo. Su cuerpo era una promesa de fuerza bruta capaz
incluso de satisfacer a varias mujeres al mismo tiempo.
Reparó en que su miembro aún no había alcanzado su máximo
esplendor, pero en reposo su tamaño ya era asombroso. Evocó la
embriagadora sensación de placer cuando la penetró por atrás la otra noche,
y notó ahora un temblor en el vientre. ¿Cómo un hombre podía desatar en
ella tal cantidad de lascivia? Volvió a pensar que en otras circunstancias, ya
se hubiera rendido al criminal, ¿o no lo había hecho ya?
Se puso la venda y todo a su alrededor se apagó.
—Sube las piernas —oyó que le ordenaba.
Ella obedeció. Él las sujetó con una mano por las rodillas y las inclinó
ligeramente hacia atrás. Su pelvis se alzó para mostrar su coño entre los
muslos. Contuvo sus ganas de comérselo. Con la pala de cuero fue
acariciando la piel, como un preludio de lo que iba a suceder a
continuación. Se alejaba y acercaba.
El primer azote en el trasero sonó de manera contundente. Plas. Catalina
soltó un respingo y se quejó por lo bajo. Después vino un segundo y un
tercero, más ligeros y en la otra nalga. La piel se enrojeció levemente. Se
fijó en que los pezones de ella estaban erectos.
—¿Te gusta, verdad? —dijo invitando a que su respuesta fuera
afirmativa.
Ella asintió con la cabeza, pero él no se conformó.
—Dilo.
—Sí, me gusta —dijo con un hilo de voz.
La oscuridad en Catalina era total, por lo que las emociones se
intensificaron. Su sumisión estaba cargada de un profundo e imprevisible
erotismo. Además, para su sorpresa su capacidad de fantasear se disparó.
Sin saber muy bien cómo, se imaginó que se encontraba en las entrañas
de un castillo medieval en plena Edad Media, tumbada en una mesa de
madera e iluminada por una serie de antorchas. El hombre que la atizaba
estaba envuelto en una capa púrpura y su rostro oculto por una capucha.
Los azotes resonaban por las paredes de roca. ¿Estaban en una
mazmorra? Sí, ¿por qué no? Notó un escozor en las nalgas, pero justo
cuando se esperaba otro golpe, sintió la mano experta del hombre
apoderándose de su vulva ya húmeda. La acarició, la masajeó, jugando con
diferentes ritmos y rotaciones. Las ardientes sensaciones la estimulaban
cada vez más.
De pronto, del hombre encapuchado brotó una voz extranjera, con cierta
similitud al ruso. No comprendía ni una palabra pero lejos de disgustarla,
alimentó la fantasía de la mazmorra. La voz sonaba como una letanía
antigua y susurrante que penetraba en su subconsciente. Era tan excitante…
Se sentía observada y deseada de una manera que jamás había
experimentado.
—Ay… —suspiró cuando notó que el orgasmo se le venía encima para
arrasar y hacerla pedazos. Disfrutó de ese instante previo en el que su sexo
se contrajo, y su cuerpo se preparó para el glorioso clímax.
Entonces el hombre encapuchado le separó las piernas y enseguida
sintió su portentoso, firme y caliente, miembro introduciéndose en su
vagina. Con las muñecas aprisionadas contra la cama, quedó inmovilizada
en cuanto se echó sobre ella. Su cuerpo era duro como una roca. La
abrumaba tanto poder físico.
El hombre volvió a hablar en el idioma extranjero. Ella fantaseó con que
las palabras eran sucias promesas de sexo febril y volcánico. ¿Qué le pasaba
a su mente? De repente había perdido la razón.
Movió la cabeza aun lado y otro, mientras gemía contra su voluntad. A
pesar de que estaba a oscuras, imaginó cómo el hombre encapuchado se
deleitaba observando el vaivén de sus pechos. Quería resistirse a la lujuria,
pero en el fondo sabía que resultaba imposible. Era una fuerza superior a
ella.
—¿Hay algo que quieras decirme? —preguntó Aleksandar
deteniéndose.
Ella se quedó un tanto desconcertada.
—¿Eh? No… nada —respondió ella, balbuceando, casi sin aire.
—¿Segura?
No respondió. Entonces Aleksandar salió de ella, y se bajó de la cama.
Catalina tardó en reaccionar, pensaba que formaba parte del juego. Pero
cuando transcurrieron unos segundos sin que nada sucediese, se quitó la
venda. Para su sorpresa, Aleksandar se estaba vistiendo. ¿Qué había
pasado?
Su primer impulso fue recriminarle que la hubiera dejado a medias, pero
se contuvo. Una voz dentro de ella le dijo que era inapropiado. ¿Se suponía
que ella debía decirle algo, que debía provocarle a él? ¿No tenía suficiente
con chantajearla? Si él creía que le preguntaría el motivo por el que había
interrumpido el sexo, había perdido el juicio.
Se quedó de piedra cuando él, de espaldas, le dijo:
—Vístete. Slatan te llevará a tu casa. No te quiero más en mi casa.
La rabia se apoderó de ella porque se sentía despreciada, aunque al
mismo tiempo se alegró porque recuperaría su libertad. No sabía qué pensar
o qué sentir. Todo era tan contradictorio que le causaba un dolor de cabeza.
Aleksandar se marchó, cerrando de un portazo. Le oyó alejarse por el
pasillo. Ni siquiera le había dedicado una mirada de odio para despedirse.
Mejor para mí, se dijo. Ella se colocó en posición fetal hacia la ventana,
como si buscara algo de intimidad. Necesitaba bajar las revoluciones de su
cuerpo antes de vestirse, o al menos es lo que ella creyó en un principio.
Sin embargo, cerró los ojos y la inundó el olor a sexo que desprendían
las sábanas.
Joder, qué caliente estoy.
Como en las veces anteriores, sintió que el pene de Aleksandar largo y
duro seguía dentro de ella. Era tan portentoso que dejaba huella. Apretó las
piernas y deslizó su mano hasta su sexo aún húmedo. Empezó a frotarse
lentamente con la palma, después con más viveza.
—Aleksandar… —musitó con ansia, fantaseando con que esa bestia la
empotraba salvajemente.
Su cuerpo estaba blando y ardiente, así que no tardó en llegar al
orgasmo. Su gemido fue tan largo y estruendoso que le pareció que resonó
en toda la villa.
Maldito bastardo, te odio por lograr que te desee con desesperación,
pensó una vez recuperó el aliento.

Catalina se vistió, salió del dormitorio y bajó por las escaleras. Antes de
marcharse, quería hablar con Aleksandar para preguntarle si estaba obligada
a volver. Si por fin su madre y Vicky estarían libres de cualquier represalia,
si ella se negaba a regresar. Le exigiría una respuesta clara porque detestaría
vivir con la incertidumbre.
Atravesando un silencio incómodo, le buscó por el jardín, el salón y el
despacho, pero no lo encontró. Era como si hubiera desaparecido de
repente. ¿Habría alguna consecuencia para ella a causa de haberle irritado?
La inquietud palpitaba en su corazón.
Aguzó el oído en busca de algún ruido que delatase la presencia del
mafioso. Resignada a marcharse sin hablar con él, bajó hasta el garaje. Allí
le estaba esperando Slatan, sacando brillo con una gamuza a la carrocería
del todoterreno.
—¿Dónde está Aleksandar? —le preguntó—. Necesito hablar con él.
Slatan la miró con cierta impaciencia, mientras dejaba la gamuza en un
estante junto a otros utensilios de limpieza.
—No te preocupes por eso ahora. Tengo órdenes de llevarte a casa.
—Quiero hablar con él —insistió.
—Te he dicho que no —dijo con firmeza—. Sube al coche.
A regañadientes abrió la puerta de atrás y se sentó, negando repetidas
veces con la cabeza. No, no le gustaba marcharse de esa manera. Sobre el
asiento descansaba su móvil. Alexander se lo habría entregado al chófer.
Lo cogió, revisó sus mensajes por encima y después lo metió en su
bolso. Cuando llegara a casa dispondría de tiempo para leerlos con calma y
a solas.
Mediante un control remoto, Slatan abrió la puerta del garaje y la luz
del día entró a raudales. Se intuía que el calor caería a plomo sobre ellos, así
que el chófer encendió el aire acondicionado.
Tuvo la sensación de que el viaje sería interminable. No veía la hora de
llegar a su piso, ducharse y cambiarse de ropa.
El todoterreno dio marcha atrás y salió del garaje suavemente. No tardó
en percatarse de que Slatan no le había exigido que se vendara los ojos. ¿Se
trataba de un descuido? Aprovechó para observar a través de las ventanillas.
Se encontraban en un camino empedrado y más allá reparó en una franja del
jardín, donde lucían unos esplendorosos arbustos y helechos.
El coche cambió de sentido y se dirigió a la salida, por lo que Catalina
se giró hacia atrás para fijarse con detenimiento en la villa. La fachada se
fue abriendo a sus ojos a medida que se alejaba. Era grande, hermosa y
moderna. Pintada de un blanco luminoso, con los balcones abriéndose al
cielo malagueño. Entonces se sobresaltó cuando creyó ver una figura
sombreada en una de las ventanas, junto a la cortina. ¿Sería Aleksandar? La
altura y la corpulencia correspondían a sus características. Sí, debía de ser
él. Si era su forma de despedirse, era un poco escalofriante.
Miró hacia delante y se encontró con los ojos felinos de Slatan.
—¿Te sorprende que no vayas vendada? —le preguntó.
—¿Qué quieres decir? —dijo ella con el ceño fruncido.
—Algo has hecho bien, porque el jefe me ha dicho que no era necesario.
Eso significa que confía en ti.
Catalina se tomó esas palabras con cierto escepticismo. ¿Que
Aleksandar confiaba en ella? ¿Entonces por qué la había echado de esa
manera tan fría? ¿Es que esperaba que le dijese algo?
Ya en su piso, después de ducharse, Catalina se vistió con un top de tirantes
para estar en casa y unos vaqueros cortos. Almorzó una ensalada de arroz,
que devoró viendo una serie de televisión. Agradeció despejar su mente de
tantas subidas y bajadas emocionales. La serie trataba de unos cazadores de
zombies que de pronto se ponían a cantar, cosa que a ella le fascinaba. Ya
estaban en la segunda temporada. El móvil recibió un buen puñado de
wasaps, pero ella esperó hasta que terminó de almorzar y ver la serie para
responder.
Después de chatear con su madre y Vicky sobre asuntos de menor
importancia, ya que no deseaba revelarles lo que estaba viviendo con el
mafioso, encendió su portátil. A veces guardaba informes que se llevaba a
casa, así evitaba que por accidente se borraran en el ordenador del trabajo.
Abrió varias carpetas hasta que dio con el informe de Luca. Buscó el
número de teléfono de Irene, uno de los padres adoptivos. La llamó
sabiendo que escucharía la voz de una mujer angustiada. La madre descolgó
al primer tono.
—Hola, Irene, soy Catalina —dijo suavemente—. ¿Alguna novedad?
—Ah, hola —dijo y en su voz se percibió un deje de decepción, como si
hubiera esperado oír a Luca—. No, ninguna. Seguimos esperando con el
corazón en un puño.
—Ayer Laura me envió un mensaje, pero no me contó mucho más.
¿Qué pasó? ¿Por qué se fue?
Irene suspiró largamente.
—Discutimos porque no le veíamos estudiar —respondió, cansada—.
Cuando llegaba del instituto se encerraba en su cuarto, se ponía los
auriculares y se pasaba la tarde con el móvil o dibujando. Samuel y yo le
dijimos que tenía que hacer los deberes, pero nada, ni caso, y claro, al final
Miguel y él discutieron. Se fue por la noche cuando estábamos durmiendo.
Si es que a lo mejor no estamos preparados para ser padres…
Catalina había estudiado con detenimiento el perfil de los padres, y
siempre había apostado por ellos.
—Irene, por favor, no te culpes. Luca es un chico especial, y no está
acostumbrado a que se preocupen por él.
—Ya… —dijo con resignación.
—¿Tenéis alguna idea de por dónde puede estar?
—La verdad es que no. La Guardia Civil dice que ya ha preguntado a
todos sus compañeros del instituto. Ay, ya han pasado más de tres días y
estoy en un sinvivir, Catalina.
—¿Cómo está Samuel?
—Arrepentido de la discusión. El pobre, si es que es más bueno que el
pan. Sale con el coche a buscarlo por ahí, a ver si lo ve. Yo me quedo en
casa por si Luca llama al fijo. Llevamos sin pegar ojo, bueno, ni lo sé.
—Irene, va a aparecer, seguro. Lo van a encontrar o él decidirá regresar
—dijo intentando transmitir confianza en sus palabras—. Estará con algún
amigo que no conocemos.
—Eso espero.
Después de colgar, Catalina se quedó preocupada, y se culpó de no
haber estado más pendiente del chico. La pregunta era evidente. ¿Qué podía
hacer ella? La Guardia Civil se ocupaba de la búsqueda, incluso Samuel
patrullaba la ciudad. Ella solo podía cruzar los dedos y esperar.
Era la primera vez que le sucedía algo así. Lo habitual era que no se
prolongara más allá de unas escasas horas. Las suficientes para que el chico
o la chica se diera cuenta de que su lugar en el mundo estaba con sus padres
adoptivos. Sí, Luca era inteligente y volvería.
De repente, el móvil sonó en su mano. Por un instante, pensó que se
trataba de Irene, pero no reconoció el número en la pantalla. Intrigada,
respondió.
—¿Diga?
—Hola, Catalina —dijo un hombre al otro lado de la línea—. Soy el
inspector Manuel Ramírez.
C A P ÍT U L O 1 6

E L SOL SE ALEJABA HACIA LAS MONTAÑAS . L A GENTE APROVECHABA PARA


pasear en esas horas previas al anochecer en las que el calor da una tregua.
Algunos habían disfrutado de un día en la playa, y otros se habían
encerrado en sus casas con el aire acondicionado a tope. En otras partes del
interior del país la temperatura había llegado a los cuarenta grados, pero en
Marbella el clima era más suave, por eso se llenaba de turistas y residentes
durante el verano.
Catalina llegaba un poco tarde a su cita con el inspector Ramírez, por lo
que le envió un mensaje de texto para decirle que estaba a punto de llegar.
Caminaba con viveza, sintiéndose nerviosa por el retraso, y por el
reencuentro con el policía que la ayudó en el peor momento de su vida.
En la conversación telefónica del día anterior, no habían profundizado
en el motivo por el que Catalina le dejó un mensaje para que contactara con
ella. Era algo demasiado íntimo que debía ser tratado en persona. A pesar
del tiempo que llevaban sin estar en contacto, el hecho de que devolviera su
llamada significaba que no la había olvidado.
Cuando entró en la cafetería, extendió la mirada para encontrar a
Ramírez. Pero hasta que no vio una mano agitándose, pensó que se había
equivocado de lugar o que el policía se había marchado. Le costó
reconocerle. Los quince años transcurridos habían hecho mella. Había
perdido pelo, algo de peso y llevaba gafas. Ella se acercó esbozando una
sonrisa.
—Me alegro mucho de verte —dijo Ramírez levantándose de la mesa.
Se abrazaron. Luego el policía la tomó de los codos, y se inclinó un
poco hacia atrás para obtener una mejor perspectiva de su cara.
—Vaya, te has convertido en una mujer guapísima —dijo después de
quedarse boquiabierto.
—Gracias —dijo ella ruborizándose.
Ramírez no se había olvidado ni de su madre ni de ella, pues fue uno de
los casos más dramáticos de su carrera. Que una niña de doce años
disparase a su padre y acabase con su vida, jamás se borra de la memoria.
En cuanto le pasaron el mensaje de Catalina, había recordado todo lo que
envolvió ese trágico suceso.
Las primeras sospechas recayeron en Carmen. Nada más llegar a la
escena del crimen, su compañero de entonces se aventuró a afirmar que la
madre había matado a su marido. Sin embargo, Ramírez observó que el
orificio de la bala estaba a la altura del vientre, así que la persona que
disparó debía de ser de menor estatura. Unas horas después, la prueba de la
parafina realizada a ambas, concluyó la existencia de partículas de pólvora
en la mano derecha de Catalina, por lo tanto, ella había apretado el gatillo.
—Y a tu madre, ¿cómo le van las cosas? —preguntó Ramírez, después
de que Catalina pidiera al camarero una botella de agua mineral.
—Vive en Barcelona desde hace unos años. Es funcionaria,
administrativa del Estado. Le gusta mucho la ciudad, le encanta pasear y
salir con las amigas. Nos vemos sobre todo en Navidades y en verano, que
es cuando me pillo unas semanas para verla.
Ramírez recordó la mirada de absoluto miedo de Carmen y la forma en
que abrazaba a su hija, como si quisiera protegerla de todo lo que se les
venía encima. Ambas eran la viva imagen del desamparo y la fragilidad. El
crimen tuvo una cierta repercusión mediática, pero él se ocupó de que la
prensa no accediera a la información más sensible, así protegía su
anonimato. Lo último que supo de ellas fue que la madre había decidido
embarcarse en un viaje en autocaravana por todo el país. En un principio le
pareció extravagante, pero comprendió que ambas necesitaban un espacio
íntimo y alejado de todo para curar sus heridas.
—Cuando puedas, me gustaría que le dieras un saludo de mi parte —
dijo sonriendo con calidez, con la cerveza en la mano.
—Claro que sí. Le hará mucha ilusión. Siempre agradeció todo el apoyo
que nos diste.
Con el tiempo, su madre le había revelado algunos detalles del sumario
que llevó a cabo el juez, apoyándose en la investigación de la policía que
concluyó que el disparo fue en defensa propia. Además, la edad de Catalina
la hacía imputable de cualquier delito. La prioridad de todos fue que a ella
no le quedaran huellas significativas del trauma.
—Solo cumplía con mi trabajo —dijo con modestia, pero con los ojos
brillantes de agradecimiento.
Catalina le habló con pasión de su labor como trabajadora social para el
Ayuntamiento. Ramírez se preguntó en qué momento de su vida ella se
percató de la enorme influencia de Isabel en su vocación. La trabajadora
social fue quien removió cielo y tierra no solo para conseguir ayudas
económicas con la mayor brevedad posible, sino también un lugar digno
donde vivir hasta que Carmen pudiera valerse por sí misma.
Cuando terminaron de ponerse al día, se instaló un silencio incómodo.
Catalina bebió un sorbo fresco de agua, y decidió que había llegado la hora
de revelar el motivo del reencuentro.
—Manuel, estoy hecha un lío.
—¿Qué ocurre? —preguntó Ramírez temiendo que hubiera cometido un
delito.
Siguió un nuevo silencio. Ahora que por fin tenía delante al policía, le
costaba arrancar.
—Hace unas semanas, de noche, vi cómo pegaban a un hombre en la
playa delante del Ocean Beats —dijo mirando a Ramírez—. Eran dos y le
dieron una paliza brutal. Quise llamar a la policía, pero no me atreví, pero
cuando me iba me cogieron y me llevaron delante del jefe, que era uno de
los que habían dado la paliza.
Ramírez se removió en su silla, inquieto. Nunca hubiera adivinado que
esa fuera la causa de la llamada.
—¿Te amenazaron?
Catalina asintió con la cabeza. Por pudor no quería contar la historia
completa, así que decidió que solo desvelaría una parte.
—¿Te hicieron algo?
—Solo me asustaron.
—¿Los conocías?
—No los había visto en mi vida, pero uno de ellos se llama Aleksander.
—¿Aleksander? Es un nombre que origina de Serbia. ¿Qué más sabe de
ellos?
—Poca cosa. Aleksander es el jefe. Se comportaban como una mafia.
—En la Costa del Sol hay muchas operando. Les encanta vivir por aquí,
tienen clima, lujo y privacidad. Hace poco la UDYCO desmanteló una
banda de suecos.
—La UDYCO es…
—Se encargan del investigar el crimen organizado, ya sabes, las mafias
—dijo encogiéndose de hombros—. Son gente muy peligrosa, Catalina. Ese
Aleksandar, ¿se ha puesto en contacto contigo?
—Bueno, alguna vez me han seguido.
Ramírez se recostó sobre el asiento y dejó caer las manos sobre el borde
la mesa, como si fuera evidente la necesidad de actuar.
—Tienes que declarar. Mis compañeros te protegerán.
—¿Qué me puede pasar?
—Si no declaras, cualquier cosa. Además, es tu deber como ciudadana.
Si todos se esconden cuando son testigos de un delito o son amenazados,
ellos siempre camparán a sus anchas.
—¿No puedes decirles lo que sé y ya está? ¿Es suficiente con eso?
—Así no funcionan las cosas, Catalina —respondió con cierta
impaciencia—. Se necesita una autorización judicial para que ellos puedan
actuar. Incluso los criminales tienen sus derechos.
—Claro, tiene sentido.
—Si quieres te acompaño ahora a la comisaría a hacer la declaración.
Tienes que hacerlo —dijo tocando la mesa repetidas veces con el índice de
su mano.
Catalina guardó silencio. Solo entonces se dio cuenta de lo ingenua que
había sido al contactar con Ramírez. De repente, sintió un dolor de cabeza
al imaginar que su vida daría otra vez un giro de ciento ochenta grados. Su
madre y amiga se enterarían de todo. ¿Sería como en las películas en las
que tiene que cambiar de identidad y todo eso?
Después de meditarlo un instante, le respondió:
—No sé, tengo que pensarlo, Manuel.
Ramírez era consciente de que no se trataba de una decisión sencilla.
Sin embargo, su obligación como policía nacional era animar a que
declarara.
—Cuanto más lo pienses, será peor.
—Lo sé, lo sé —dijo sintiendo miedo de que todo el mundo se enterara
de sus encuentros sexuales con Aleksandar—. Pero tengo que pensarlo,
no… puedo lanzarme así, de repente. Es muy arriesgado para mí… para mi
madre también.
Recordó la mirada dura y fría de Aleksander cuando le prometió que
haría la vida imposible a Vicky y a su madre. ¿Por qué le tenía que pasar a
ella?
—Lo comprendo. No todo el mundo puede hacerlo, se necesitan
muchas agallas —dijo y le puso su mano sobre la de ella—. Solo quiero que
sepas que estaré a tu lado como aquella vez, y que entre todos os
protegeremos.
Catalina suspiró.
—Gracias, Manuel, pero tengo que pensarlo.

Catalina regresó a casa hecha un lío. ¿Debía declarar o no? Una cosa era su
obligación como ciudadana y otra asumir las peligrosas consecuencias.
Era tan abrumador el dilema que decidió llamar a su madre. Le vendría
bien escuchar su voz. Sin embargo, antes de hablar con ella meditó qué iba
a contar y qué no, cómo hizo para la cita con Ramírez.
Se imaginó la expresión de Aleksandar cuando se enterara de que había
declarado en su contra. Esa cara tan atractiva y salvaje se crisparía. En sus
ojos bulliría el rencor y la furia.
Se lo merecía.
Sí, ese bastardo se lo merecía.
Se cambió de ropa, se puso algo cómodo y se sentó en el sofá, dispuesta
a mantener una larga conversación por teléfono.
Su madre descolgó enseguida. Estaba a punto de llegar a su casa,
después de pasar la tarde con unas amigas en la presentación de un libro.
Catalina fue al grano y le dijo lo mismo que a Ramírez. Que había sido
testigo de una paliza a un hombre y el jefe de la banda la había amenazado
si acudía a la policía.
La reacción de Carmen fue la que ella se esperaba. Le pidió un minuto
para sentarse porque el corazón se le había acelerado. Dejó el bolso en la
mesa y se dejó caer sobre el sillón. Catalina se arrepintió de haberla
llamado, pero después pensó que era su madre y debía saberlo. ¿Para qué
está la familia si no?
Carmen vivía en un moderno estudio que se había comprado al vender
la casa de sus padres. Cuando terminaron su viaje en autocaravana
volvieron a Marbella, pero después se instalaron en Barcelona, donde su
madre nació. Su deseo era dejar atrás el oscuro pasado y construir un
brillante futuro desde cero. Nunca se había arrepentido de la decisión de
abandonar Marbella, aunque resultó doloroso separarse de su querida hija
cuando ella decidió regresar a «su tierra», como ella llamaba a Marbella.
Carmen intentó persuadirla de que se quedara con ella, pero Catalina
ansiaba vivir en un lugar mucho más calmado que la vorágine de una gran
ciudad, así que empezó sus estudios universitarios en Málaga.
—Se lo he contado a Ramírez —dijo Catalina—, el policía que nos
ayudó cuando pasó «eso».
—¿Y qué te ha dicho?
—Que declare.
—Ni se te ocurra, Cata. Déjalo estar, sigue con tu vida, que ya ha tenido
suficientes sobresaltos.
El mayor deseo de Carmen había sido que su hija no sufriera secuelas
de las circunstancias que rodearon la muerte de su padre, y que todo ese
episodio violento quedara atrás. Se sentía tan orgullosa de que llevara una
vida próspera y sana, que temió que se viniera abajo de un soplido.
—Pero…
—¿Por qué tienes esa necesidad de complicarte? No lo entiendo. A
saber lo que pasará contigo. Puede ser traumático.
—Alguien tiene que hacerlo.
—¿Por qué tú? Deja que lo hagan otros.
Su madre se la imaginó frunciendo los labios, lo que significaba que
meditaba su decisión.
—Dime qué vas a hacer —la apremió.
—¡Todavía no lo sé, mamá!
—Catalina, por favor, sé sensata, piensa en ti —rogó—. Si vas a seguir
adelante, dímelo, que cojo el primer vuelo para Málaga. No te pienso dejar
sola.
Catalina sonrió, agradecida. Sabía que siempre podía contar con el
instinto de protección de su madre.
—Tengo que reflexionarlo un poco más. Ya te diré lo que sea.
Era de noche, pasadas las diez. En el centro de la ciudad de Cádiz, Luca,
Toni y sus colegas se habían reunido en la pista de skate. Un lugar habitual
para echar un rato antes de regresar a casa. El calor era agobiante, pero lo
soportaban. Sentados en un banco, fumaban porros, bebían refrescos de
cafeína y observaban a los skaters subir y bajar por las acusadas rampas.
Resultaba fascinante cómo se movían de un lado a otro, con qué facilidad.
Había una sensación de libertad en sus caras que emocionaba.
Toni decidió contar a los colegas sus últimas hazañas callejeras con
Luca. A toda prisa había pintado un grafiti en un autobús urbano que
esperaba a que el semáforo se pusiera en verde. Luca lo mostró en vídeo, ya
que lo habían grabado con el móvil y subido a una red social. Les había
dado tiempo incluso a firmar, lo que para ellos era una señal de orgullo.
Luca llevaba tres días fuera de casa y los había disfrutado al máximo.
No lo había planeado, sino que de repente salió de casa enfurecido por la
reprimenda de sus padres adoptivos, y decidió que no quería regresar. Así
de simple. El ansia de aventura lo había empujado a lanzarse sin mirar atrás.
Haciendo autostop llegó a Cádiz, donde residía su viejo amigo Toni, quien
lo recibió con los brazos abiertos.
—Quédate en mi casa —le dijo a Luca—. Vivo con mi abuela y no se
entera de nada.
La alegría de volver a ver a Toni borró el arrepentimiento de fugarse.
Desde entonces habían sido inseparables, unidos por su deseo de hacer lo
que se les antoje en cualquier momento.
El porro pasó de mano en mano hasta que llegó a Luca, quien inhaló el
humo hasta que se llenaron los pulmones. Se había acordado de Catalina, la
trabajadora social, y supuso que ya se habría enterado de su desaparición.
Ella se portó de maravilla, pero Luca solo respondía ante sí mismo. Al fin y
al cabo, para esa mujer era solo un trabajo. Poco le importaba lo que le
sucediera a él de verdad.
¿Samuel e Irene estarían preocupados? ¿Le echarían de menos? Lo
dudaba. Seguramente se alegrarían de quitarse una responsabilidad de
encima. En el fondo le debían estar agradecidos por marcharse.
Se quedaría con Toni un tiempo hasta que empezara el instituto,
entonces ya pensaría qué hacer. Quizá encontrar un trabajo para ganar
dinero y dirigirse a otro lugar del país.
Toni le dio un golpe amistoso en el hombro y le ofreció bebida, de la
que tomó un largo sorbo. Después cogió un monopatín y se lanzó a la pista,
aprovechando que ya estaba desocupada. No pudo evitar sonreír cuando
notó la velocidad en todo su cuerpo. A sus trece años, casi catorce, en ese
momento la vida para él era pura adrenalina y aventura.
Un rato después, cuando estaban a punto de marcharse a casa, se acercó
un hombre bajo y fornido, de unos cuarenta años.
—Hola —dijo con una sonrisa comedida y acento de Europa del este—.
Necesito descargar unas cosas del coche. Os daré diez euros a cada uno si
me echáis una mano.
Para ganarse su confianza, el hombre sacó su billetera del bolsillo del
pantalón y mostró varios billetes. Los chicos se miraron entre sí, gratamente
sorprendidos ante la posibilidad de conseguir dinero con suma facilidad.
—¿Dónde está el coche? —preguntó Luca.
—Ahí —respondió el hombre señalando con el dedo a un todoterreno
aparcado en doble fila, a unos cincuenta de metros.
—¿Qué hay qué descargar? —preguntó Toni.
—Unas cajas llenas de baldosas. Pesan mucho. Estoy de mudanza, y me
acaban de operar de la espalda. Solo hay que dejarlos en la acera. Será cosa
de unos pocos minutos.
—Danos el dinero por adelantado —dijo Luca.
—Me parece bien —dijo encogiéndose de hombros.
—Yo paso —dijo uno de ellos.
El hombre entregó el dinero a Luca, quien lo repartió a Toni y a otro de
los colegas. Cada uno se guardó el billete en el pantalón, y le siguieron
entre murmullos y risas. Hacía calor y no les apetecía sudar a mares, pero
estaban dispuestos a sacrificarse.
Las luces de emergencia del todoterreno parpadeaban. No era una calle
muy concurrida, así que podrían llevar a cabo la tarea sin contratiempo.
Luca silbó admirando el tamaño y el brillo lujoso que desprendía la
carrocería del vehículo. Lo que daría por conducir una bestia como esa
cuando fuera mayor de edad. Se preguntó cuál sería el trabajo de aquel
hombre para permitirse un coche así.
—Tú y tú, al maletero —dijo el hombre señalando a Toni y su colega,
después señaló a Luca—. Tú, abre la puerta de atrás. Tengo ahí otra caja.
—Vale —dijo Luca.
El hombre se sentó frente al volante, y todos pensaron que iba a
desbloquear la cerradura del maletero. Mientras tanto, Luca abrió la puerta
y se asomó al interior. Se extrañó. No había ninguna caja. ¿Había
comprendido mal las instrucciones? No dispuso de tiempo para más, ya que
una mano poderosa le agarró del brazo y tiró hacia dentro.
—¿Eh? ¿Qué coño está…? —dijo Luca sobresaltado.
—Luca, cállate —espetó una voz que no era la del hombre que le había
entregado el dinero.
El chico se quedó desconcertado al oír su nombre. Al fijarse bien,
descubrió a un hombre joven sentado delante de él. Vestía una chaqueta
elegante y su acento también era del este.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó mientras intentaba zafarse.
—Lo sé todo sobre ti.
Toni y su colega sospecharon de que algo no iba a bien. Fueron a ver
qué pasaba.
—Slatan, ¡arranca! —exclamó Aleksandar, quien los vio acercarse por
el rabillo del ojo.
El todoterreno salió disparado. Aleksandar se inclinó y cerró la puerta,
lo que no fue sencillo porque Luca se resistía. Inmediatamente después,
Slatan activó el seguro para que el chico no se escapara.
—¡Déjame salir! —exclamó Luca con el miedo atenazando su cuerpo.
—Tranquilo, no te va a pasar nada —dijo Aleksandar arreglándose la
camisa—. Solo quiero hablar contigo.
—¿Quién coño eres?
—Digamos que un amigo.
—¡Que te den por el culo, tío!
Aleksandar negó con la cabeza, irritado por la falta de respeto. Si
hubiera sido un adulto, ya le habría arrancado la cabeza.
—Escucha, niñato, te guste o no me vas a oír —dijo alzando la voz—.
Voy a llevarte a casa de tus padres.
—¿Qué? ¡Ni de coña! —exclamó e intentó abrir la puerta, pero cuando
se percató de que era imposible pegó un puñetazo a la ventanilla.
—No te estoy preguntando si quieres o no. Vas a ir porque lo digo yo.
—¿Quién eres? ¿A ti qué te importa?
—Alguien que quiere ayudarte.
—No necesito tu ayuda.
A Aleksandar le hubiera gustado confesarle que comprendía el ímpetu
de rebeldía que anidaba en su interior. Con una edad similar, a él también le
apasionaba pasar el tiempo en la calle con Ratko. Sentir que eran los reyes
del mundo porque se movían a su antojo, desafiando a sus padres y la
autoridad. Cada día, una aventura nueva.
Sin embargo, ese estilo de vida entrañaba una serie de riesgos
considerables. Si él hubiese dispuesto de un mentor, quizá su hermana
siguiera viva o aún seguiría viviendo en Belgrado junto a su familia. Era
consciente de que Luca no iba a escucharle, que cualquier consejo lo
recibiría como un sermón de un «viejo». No se lo podía reprochar, con su
edad él hubiera reaccionado de idéntica manera.
—Sí que la necesitas, Luca —le advirtió mirándole con fijeza—. Estás
completamente perdido y escapar de casa no es la solución. Tus padres
murieron en un accidente y eso es una putada, pero tienes que enfrentarte a
la vida con inteligencia, no como un capullo.
Luca no salía de su asombro. ¿Cómo era posible que supiera tantas
cosas sobre él? ¿Era un policía? Y esa forma de hablarle tan clara y
directa…
—No me conoces, tío —dijo con arrogancia.
—No se necesita conocer a una persona para saber que está tirando su
vida, y tú lo estás haciendo. La policía te va a encontrar tarde o temprano,
¿y qué vas a hacer, te vas a volver a escapar como un idiota?
El todoterreno ya había salido de la ciudad, y tomado la autovía de
regreso a la provincia de Málaga. Aleksandar metió la mano en el bolsillo
interior de la chaqueta, sacó su cartera de piel y le tendió un par de billetes
de cincuenta euros.
—Es para ti. Un regalo —dijo Aleksandar sonriendo—. Gástalo en lo
que quieras
Luca miró al serbio y después al dinero. Para un adolescente era una
cantidad desorbitada. Podría comprarse unas zapatillas nuevas. Finalmente,
lo aceptó a regañadientes.
Pero aún había más.
Aleksandar abrió la cremallera de un pequeño bolsillo de la cartera.
Sacó una ficha de su casino y se la mostró a Luca.
—¿Lo ves? Esto es para ti —dijo y se la depositó en la mano.
El chico la examinó. Era redonda, negra, y no especificaba su valor
económico, sino que anunciaba el nombre del casino en relieve. Royale. En
los bordes tenía ribetes dorados.
—Cuando cumplas los quince, ven a verme al casino. Si te preguntan
para qué, enseñas la ficha. Tendré un trabajo para ti de aprendiz con el que
podrás pagarte los estudios o lo que quieras. ¿Lo has entendido?
—Sí —respondió agachando la cabeza.
—Solo hay una condición —dijo con tono serio.
Luca le miró expectante.
—Si me entero de que te has escapado otra vez, te volveré a encontrar y
juro que te arrepentirás. ¿Me has entendido?
—Sí.
El todoterreno se detuvo en el aparcamiento de un restaurante de
carretera de menús baratos. Un taxi de color blanco con el piloto encendido
estaba aparcado justo enfrente de la entrada.
—¿Ves ese taxi? —le preguntó Aleksandar.
—Sí —respondió cada vez más intimidado.
—Te vas a subir a él y vas a ir a tu casa. El taxista ya sabe la dirección,
y ha recibido órdenes de no pararse bajo ningún concepto. Cuando llegues,
das un abrazo a tus padres y pides perdón. ¿Está claro?
—Sí.
—Y no digas a nadie esto que ha pasado entre nosotros, y mucho menos
a la policía. ¿Está claro?
Luca tragó saliva.
—Sí.
—Ahora bájate —dijo desviando la vista.
Luca abrió la puerta, lanzó una última ojeada a Aleksandar y se bajó en
silencio. Avanzó hacia el taxi y al oír el motor del todoterreno, se giró para
ver cómo se alejaba. Entre aliviado y desconcertado, no acababa de
comprender del todo lo que había sucedido, pero supo que debía obedecer.
Había algo en ese hombre que transmitía amenaza y poder.
C A P ÍT U L O 1 7

L A COMISARÍA DE M ARBELLA ERA UN EDIFICIO ROBUSTO PERO ANTICUADO ,


ubicado algo lejos del centro de la ciudad. Era primera hora de la mañana y
el tráfico en la calle era notable.
Catalina subió la enorme escalinata que conducía a la entrada,
custodiada por un policía. Después de informar del motivo de su visita, otro
policía la condujo a la segunda planta.
—Espere aquí, ahora le avisan.
Ella se sentó en un banco del pasillo y sacó el móvil de su bolso para
entretenerse. Los nervios la carcomían por dentro, pero deseaba transmitir
calma y dominio cuando estuviera delante de Ramírez. Sintió que si no la
recibía pronto, se marcharía y difícilmente iba a regresar. Estaba ahí guiada
por un impulso, pero como todos los impulsos de la vida, su efecto era
limitado.
Unos minutos después, oyó la voz de Ramírez del interior de su
despacho invitándola a entrar. Ya no había vuelta atrás. Ella tomó aire, lo
dejó escapar y se levantó.
Lo encontró revisando unos documentos en su escritorio. En una
esquina, un vaso de plástico humeaba, seguramente café. El policía alzó la
vista, sonrió y le señaló la silla de enfrente. Su oficina era pequeña, pero la
ventana era amplia y ofrecía una agradable vista del barrio.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó Ramírez.
Catalina asintió con la cabeza. Había pasado la noche en vela
decidiendo qué hacer, y lo que anhelaba era declarar y seguir con su vida.
—Sí, estoy segura —respondió cruzando las piernas.
Después de su encuentro en la cafetería, Ramírez había apostado a que
ella no seguiría adelante, pues es el comportamiento habitual de los testigos.
La mayoría no desea verse implicados con la policía. Sin embargo, Catalina
demostraba que era distinta, y se preguntó cuánto de ese carácter lleno de
arrojo procedía de ese hecho violento que marcó su vida para siempre.
—Me parece muy valiente lo que estás haciendo —dijo asintiendo con
la cabeza—. No te preocupes, cuidaremos de ti.
Ramírez abrió un documento nuevo en el programa informático que
contenía el formulario, y empezó a rellenarlo con los datos que ya conocía.
Después le pidió el DNI con objeto de copiar su nombre completo y la
dirección de su domicilio. Una vez terminado, se lo devolvió y entonces le
pidió que contara el incidente de la playa.
Catalina se recostó sobre la silla y empezó desde el principio, aunque
esta vez con más detalles que en la cafetería. Ramírez transcribía
diligentemente, concentrado en que nada se escapase. A veces el policía la
interrumpía con el fin de aclarar algún punto, o asegurarse de que lo había
comprendido bien. Catalina omitió a propósito su tórrida relación con
Aleksandar. Había algo en desvelarlo que la incomodaba, y sobre todo
temía ser juzgada por ser mujer.
Se esforzó en describir con los máximos detalles lo que ocurrió en el
reservado, apuntando a Aleksandar como el líder de la banda y quien la
amenazó de muerte. Ramírez le preguntó cuánto tiempo estuvo allí, y le
pidió que recordara con precisión lo que se dijo, algo que a Catalina le costó
ya que había transcurrido casi un mes.
—Te amenazó. ¿Y algo más? —le preguntó Ramírez.
Catalina se cruzó de brazos.
—No.
Una vez que terminó su relato, el policía le imprimió una copia para que
lo leyese con detenimiento. Ahora era el momento de rectificar o añadir lo
que ella considerara oportuno. Mientras leía el texto, su mente evocaba las
escenas de sexo brutal del mafioso y ella en el ascensor y en su dormitorio.
¿Todo eso se había acabado?
—Está bien —dijo ella dejando la copia sobre el escritorio.
—Fírmalo —dijo Ramírez entregándole un bolígrafo.
Estampó su firma al final del documento, y después le preguntó qué
pasaría a partir de ese instante.
—Esta declaración ha de llegar a la UDYCO, y ellos valorarán si la
información ayuda a su caso. Seguramente querrán hablar contigo.
Catalina se puso de pie. Llegaba tarde al trabajo. Ramírez se levantó,
rodeó la mesa y le entregó una copia para ella.
—Te lo repito una vez más. Es admirable lo que haces. Mis
felicitaciones por dar un paso adelante.
—Gracias, Manuel —dijo ella agradecida.
Se despidieron con un beso en la mejilla. Catalina salió de la comisaría
extrañamente tranquila, como si acabara de realizar un trámite rutinario.
Pero acababa de denunciar a un mafioso por pegar a otro hombre, y por
amenazarla de muerte. Pensó que su vida estaba llena de momentos
surrealistas. ¿Cuál sería el siguiente?
Su móvil sonó de repente. Lo cogió y leyó el nombre de la pantalla. Su
jefa. Ahora me echará la bronca por llegar tarde, pero no le puedo decir
dónde he estado.
Descolgó con la intención de decirle que se le habían pegado las
sábanas, pero antes de que pudiera abrir la boca, Laura se adelantó con una
noticia inesperada.
—¡Luca ha vuelto a casa! —exclamó tan fuerte que tuvo que apartar el
teléfono de la oreja.
—¿Cómo?
—Me acaba de llamar Irene para decirme que ayer por la tarde apareció
en casa.
—¿Dónde ha estado?
—En Cádiz con un amigo, ¿te lo puedes creer? —dijo sin entender
cómo la Guardia Civil no lo había encontrado—. ¿Por qué no te pasas por
su casa? Será importante saber qué pasó de verdad y cómo está Luca.
—Por supuesto, voy por allá.
—Vale, les llamo para decirles que estás de camino.
Colgó y enseguida su rostro dibujó una sonrisa luminosa. Luca ya
estaba en casa, a salvo. Ahora sus padres adoptivos deberían trabajar con
ahínco para que no volviera a suceder. Se acercó a la parada de taxis y se
subió a uno. Qué ganas de reencontrarse con Luca.
La vivienda de los Sotomayor se encontraba encima de una venta muy
célebre por su carne. Pagó la carrera, se bajó del taxi y llamó al telefonillo.
Aún se notaba el frescor de la mañana, aunque esa temperatura agradable se
acabaría en breve. El potente sol de julio ya empezaba a colgarse del cielo.
Como en la última ocasión, Samuel e Irene la recibieron con una
amabilidad exquisita. Le preguntaron si había desayunado y aunque
Catalina respondió que sí, le prepararon una taza de café. En sus caras se
reflejaba el júbilo del regreso de Luca.
Mientras Irene le servía el café en la mesa del salón, Samuel fue a
buscar a Luca, que aún dormía a pierna suelta. Por si le apetecía a Catalina,
Irene no pudo resistirse a servir una bandeja de bollería. Pidió disculpas por
no estar muy presentable (según ella); y se atusó su cabello moreno con
alguna cana que otra. A Catalina no le sorprendió la sencillez y la humildad
del matrimonio.
—El café huele de maravilla —dijo Catalina, y carraspeó porque
deseaba preguntarles por el chico—. Entonces, apareció de repente, ¿no?
—Vaya sorpresa. Estábamos a punto de irnos a la cama, y llamaron al
timbre. A ver… ¿como qué hora sería?… Pues como las once de la noche.
Se me encogió el corazón. Samuel dijo que sería un vecino, pero yo sabía
que era Luca, no sé por qué.
En ese momento regresó su marido, y dijo que Luca vendría enseguida.
Se sentó en la mesa y cogió una pieza de bollería. Samuel tenía el cabello
algo revuelto, y una de esas miradas lánguidas que revelaba el anhelo de
una buena noche de sueño.
—¿Y qué os contó? —preguntó Catalina.
Samuel e Irene intercambiaron una mirada de desconcierto.
—No mucho, la verdad —dijo él—. Que había estado en Cádiz con
Toni, un antiguo compañero del colegio con el que hizo muy buenas migas.
Se había quedado en su casa. Nos pidió perdón y pidió irse a la cama, que
estaba muy cansado.
—¿Nada más?
—Nada más —respondió Irene—. Tampoco quisimos presionarle
demasiado. Por fin estaba en casa, que era lo importante. Le dimos de cenar
y se fue a su cama.
—Hubo una cosa que me extrañó… —dijo Samuel rascándose el cuello
—. Cuando le preguntamos cómo había venido, nos respondió que en taxi.
Y yo le pregunté: ¿Cuánto ha costado la carrera?
—¡Y no lo sabía! —exclamó Irene encogiéndose de hombros.
Catalina miraba a uno y otro, dando pequeños sorbos al café. A lo lejos
oyó el ruido de alguien duchándose.
—Exacto, ¿qué raro, no? —dijo Samuel con la frente arrugada—. Dijo
que Toni le dio el dinero al taxista. En fin, no sabemos qué pensar. Ojalá
que con el tiempo nos dé una respuesta más lógica. A saber lo que ha estado
haciendo estos días.
—Catalina, nosotros solo queríamos que aprovechara el tiempo para
estudiar —dijo Irene, temiendo que la fuga de Luca fuera percibida por los
trabajadores sociales como una negligencia.
—No te preocupes por eso ahora —dijo Catalina apoyando su mano en
el antebrazo de ella—. Solo quiero hablar con él a solas y ya os dejo
tranquilos. Siempre hay un tiempo de adaptación, a veces largo, otras veces
corto. Estad tranquilos.
Samuel asintió con la cabeza, e Irene se llevó la mano al pecho. Parecía
que les hubiera quitado un peso de encima.
—¿Algo más que me queráis contar? —preguntó Catalina procurando
dar un tono informal.
Samuel negó con la cabeza, pero Irene pareció tener por un instante la
mirada perdida.
—¿Irene? —dijo Catalina inclinándose hacia ella.
—Bueno, no sé si es importante —dijo Irene indecisa—. Pero justo hace
unos minutos, entré en el dormitorio para recoger la ropa sucia y poner la
lavadora. Cogí los vaqueros que estaban echados de mala manera sobre una
silla, y antes de llevármelos palpé los bolsillos por si acaso. Encontré una
ficha de casino.
—¿Cómo? No me has dicho nada —reprochó Samuel.
—No me ha dado tiempo, cariño —replicó Irene.
—¿De qué casino? —preguntó Catalina pensando que quizá fuera de
algún juego de mesa, o se la hubiera encontrado en la calle.
—No me fijé.
Aprovechando que Luca se estaba duchando fue a por la ficha, que
había dejado sobre la mesita de noche. Cuando regresó, se la ofreció
directamente a Catalina, quien la estudió en silencio. No era experta en el
tema, pero por el peso, el diseño y que parecía nueva, llegó a la conclusión
de que era auténtica. Al darla la vuelta leyó el nombre: Royale. Sintió un
cosquilleo en el estómago. Se acordó dónde había visto una similar: en el
despacho de la casa de Aleksandar.
—¿Estás bien, Catalina? —preguntó Samuel al ver que se había puesto
pálida.
—Sí, sí… —respondió ella titubeando.
La cabeza le daba mil vueltas. ¿Qué significaba que Luca tuviera una
ficha de ese casino en concreto? ¿Era una casualidad? ¿O estaba Aleksandar
involucrado en la fuga de Luca? ¿Qué tenía qué hacer ella ahora?
Una hora después, Catalina se encontraba en el Centro, en el despacho
de Laura, reportando su visita a la familia. Su jefa tenía una pila enorme de
documentos que despachar esa mañana, por lo que notaba una cierta prisa
por retomar sus tareas pendientes. Después de comentarle su charla con los
padres, Catalina le contó también el descubrimiento de la ficha del casino.
Laura se quedó a cuadros.
—¿Y qué te contó Luca? —preguntó su jefa, interesada en el pequeño
enigma, una vez supo que el chico se encontraba bien.
En la casa de los Sotomayor, Luca y Catalina hablaron en privado en el
salón, mientras que Samuel e Irene se fueron a la cocina. Catalina había
encontrado al chico de muy buen ánimo, como si hubiera pasado el fin de
semana en un campamento. Se vio en la obligación de reprenderlo con
mucho tacto, ya que necesitaba saber el enorme susto que había causado a
todos, incluido a ella. Luca se mostró arrepentido, aunque tampoco dijo que
no lo volvería a hacer.
—Que se la había encontrado en la calle —respondió Catalina.
—¿Será eso verdad? —preguntó entornando los ojos, desconfiada.
—No lo sé. O se lo encontró o alguien se lo dio.
Laura cruzó las manos sobre su mesa.
—Espero que no esté metido en apuestas y cosas así —dijo con un
mohín de disgusto—. Ese es un mundo muy peligroso y adictivo para un
menor.
Catalina había intentado sonsacarle a Luca más información, no solo
con objeto de escribirlo en el informe, sino también porque ansiaba saber si
Aleksandar estaba de alguna forma relacionado con Luca. Sin embargo, el
chico se aferró a que se había encontrado la ficha en la calle, y se la había
guardado porque le parecía chula. Nada más.
—Tenemos que creerle, ¿no crees? —preguntó Laura.
—No nos queda otra. Lo importante es que está en casa, donde tiene
que estar.
Después de terminar la breve reunión, Catalina regresó a su puesto con
una extraña sensación en el cuerpo. Horas antes había declarado contra
Aleksandar y al poco apareció Luca, como si fuera una señal.
Entonces recordó algo que significaba una pista. Aleksandar
seguramente la había escuchado cuando Laura la llamó para informarle de
la fuga de Luca. Si la Guardia Civil no lo había localizado, ¿había sido él?

—¿Qué?
Vicky se quedó de piedra, mirando incrédula a Catalina que le acababa
de confesar su ardiente relación con Aleksandar. Ya no había podido
ocultarlo más. Desde unos días atrás, ansiaba contárselo a su mejor amiga.
—Pero, ¿cómo? —continuó Vicky, incapaz de articular más palabras.
Se encontraban en la tienda de ropa. Como siempre, Catalina se había
acercado en su hora del almuerzo.
Cuando medio se recompuso, Vicky se dirigió a la puerta y dio la vuelta
al cartelito que anunciaba que estaba abierto. Era evidente que necesitaban
un tiempo a solas para que le aclarara lo que acababa de soltar, así sin más.
La llevó de la mano a la trastienda, y allí se sentaron, entre perchas,
innumerables cajas de ropa y carpetas de facturas de los proveedores.
—Anda, cuéntamelo todo —animó Vicky, que vestía con una blusa
veraniega de estampados florales. Llevaba el cabello sujeto por un pañuelo
de colores suaves.
Catalina le detalló que había sido testigo de una paliza a un hombre, y
que de esta manera entró en contacto con el mafioso. Después que habían
acudido a su villa para follar como animales salvajes. Por último, había
declarado en su contra porque sentía que era su deber como ciudadana.
A medida que iba conociendo más detalles, la boca de Vicky se abría de
asombro cada vez más. Lo que Catalina ocultó fue que Aleksandar había
comprado la deuda de la tienda como una medida de presión más. No
deseaba que su amiga se sintiera culpable.
Al terminar, se sintió aliviada. Vicky no la juzgaría, solo la escucharía y
le diría que contase con ella para lo que fuese, como así fue.
—Hay otra cosa que quiero contarte —dijo Catalina.
—¿Más? Madre mía… Tu vida es un culebrón venezolano —dijo y
ambas rieron.
Catalina compartió las sospechas de que Aleksandar podía estar detrás
del regreso de Luca. La ficha del casino era una pista muy evidente, aunque
el chico negaba que alguien se la hubiera entregado.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Vicky.
—No tengo ni idea —dijo agachando la cabeza—. Empiezo a tener
remordimientos.
—¿Por ir a la comisaría?
Asintió lentamente con la cabeza.
—Hiciste bien. Es un criminal, Cata. Yo hubiera hecho lo mismo.
Entonces Catalina guardó silencio, entornó los párpados y desvió la
mirada. Pensó en Aleksandar y en lo que le hacía sentir. Sin querer, esbozó
una sonrisa ensimismada.
—Uy, te conozco como si te hubiera parido —dijo Vicky llevándose las
manos a la boca—. ¿Sientes algo por él, verdad?
—No. Sí. No lo sé —dijo de pronto—. Me intriga. Soy una tonta, lo
admito. A veces pienso que le jodan, pero otras me apetece muchísimo
verlo.
—Llámale. ¿Tienes su número?
—¿Y qué le digo? ¿Hola-qué tal todo-bien? Pues ¿sabes una cosa muy
graciosa? Te he acusado a la policía. Venga, hasta luego. No, no lo pienso
llamar. Además, fue él quien me echó de mala manera de su casa.
—Ya…
—Que se joda.
—¿Y si salimos esta noche?
—¿Esta noche? Buf, no me apetece mucho.
Vicky se levantó de golpe. Se le había ocurrido una idea magistral.
—¿Y si vamos al casino?
Catalina ladeó la cabeza, interesada.
—A lo mejor te encuentras con él, y si no está a lo mejor encuentras
otro mafioso más interesante. ¿Qué te parece el plan?
—Maravilloso —dijo sonriendo con ironía—. Eres una genio.
—Cata, que lo digo en serio.
—¿Qué? ¿Estás de coña, verdad?
Pues no. Cuando Vicky cerró la tienda por la tarde, se fue derecha al
piso de Catalina con varios vestidos para la velada en el casino. Dedicaron
un buen rato a probarse varias combinaciones, mientras reproducían una
playlist para contagiarse del ánimo festivo. Era una música variada pero
sobre todo pop, con Beyoncé marcando el ritmo.
Al cabo de un rato, ya estaban listas para debutar en el Casino Royale
de Marbella. Ambas lucían vestidos cortos, con unas blusas de tirantes que
dejaba ver sus pieles bronceadas. Para el maquillaje se decantaron por una
base ligera, con un toque de colorete en las mejillas.
Antes de marcharse del piso, se tomaron una foto con los móviles
delante del espejo de cuerpo entero. Estaban arrebatadoras. Sonrieron con
ilusión, preparadas para disfrutar de una emocionante noche de verano.
A pesar de que el casino era uno de los lugares emblemáticos de la
ciudad, sobre todo en verano, a Catalina y Vicky nunca les había apetecido
conocerlo. Quizá porque el juego no les atraía demasiado ni tampoco el
ambiente de recargada opulencia.
Sin embargo, nada más entrar las embargó un sentimiento de intrépida
aventura que las excitó de arriba abajo. Una multitud de personas
engalanadas poblaban las mesas: algunos jugaban, otros solo observaban.
Se oyeron gritos de júbilo pero también de decepción. Los camareros
llevaban bandejas cargadas de bebidas para servir a clientes de todas las
partes del mundo.
—Lo primero es cambiar dinero por algunas fichas —sugirió Catalina.
—Vale, y después vamos a la ruleta —dijo Vicky cogiéndola del brazo.
Caminaron junto a una fila de máquinas de apuestas, donde los
jugadores estaban cómodamente sentados, hipnotizados por la musiquita
electrónica. Daba la sensación de que algunos llevaban horas sin levantarse.
La relación de Catalina con el juego se limitaba a los billetes de lotería
que su madre le compraba en Navidad. Nunca había comprendido el interés
por apostar dinero, ya que las posibilidades de ganar son ínfimas.
—¿Cuánto te quieres gastar esta noche? —preguntó Catalina, fijándose
en una chica asiática muy guapa que se hacía un selfie con su pareja.
—Lo mínimo posible. ¿Veinte euros?
Catalina ladeó la cabeza, no muy convencida.
—Que sean cincuenta, que un día es un día.
—Vale, pero me lo pones tú —dijo Vicky sonriendo con picardía—, que
eres la que está forrada.
—¿Yo? Bueno, venga.
—¿Ves por alguna parte al mafioso?
Echó una ojeada a su alrededor. Muchas caras pero ninguna conocida.
—No, de momento no.
En cuanto canjearon el dinero por fichas se dirigieron a la mesa de la
ruleta, que estaba llena de jugadores. Observaron con interés la cara
concentrada de algunos, mientras que otros parecían mucho más relajados.
La única impasible era la de la empleada del casino, que estaba más tiesa
que un palo.
Catalina estudió las fichas rojas y verdes que tenía en la palma de la
mano. Eran similares a la de Luca. La única diferencia era el color y que
llevaban inscritas el valor económico. Se preguntó si la del chico sería
alguna ficha especial que se entregara a personas selectas.
Entre el aliento contenido de los jugadores, la bolita rebotaba a lo loco
sobre las casillas rojas y negras. Finalmente, la ruleta se detuvo y la bolita
selló el destino afortunado de una pareja extranjera que lo celebró con un
intenso abrazo.
—No parece tan difícil, ¿no? —dijo Vicky con ironía.
—Claro, eso es lo que quieren que pienses —dijo Catalina.
—Bien dicho —dijo una voz a sus espaldas.
Ambas se giraron para descubrir a un joven de aspecto latino, de piel
tostada y labios carnosos. Tenía el cabello ensortijado, húmedo y
abundante, lo que le daba un aire exótico. En las manos sostenía una copa
medio llena, y Catalina se fijó en que llevaba un anillo bañado en oro.
—Como se suele decir, el casino siempre gana porque hace trampas —
continuó el joven, con un marcado acento latino.
—¿Trampas, de qué clase? —preguntó Catalina.
—Inclinan ligeramente la ruleta hacia un lado. Es imperceptible, pero
así es más probable que caiga en un rango de números determinado.
—Pero ¿qué más les da? Lo que se apuesta es el dinero de otros
jugadores.
—Sí, pero si nadie gana, se lo lleva la casa —dijo arqueando una ceja
—. Ahí está el negocio para ellos. Como es lógico, han de ser discretos.
Ganan un poquito por aquí, otro por allá. Y si localizan a un profesional, lo
echan sin llamar la atención.
—Bueno, nosotras no tenemos nada de qué preocuparnos. Somos
aficionadas —dijo Vicky—. Cata, apuesta tú.
Percibiendo las miradas interesadas del sector masculino, Catalina se
inclinó sobre el tapete verde que contenía los números y colores. Los
jugadores iban colocando montoncitos de fichas según les pareciese. Ella
eligió el negro y el número 2.
—Es mejor si repartes las fichas, así hay más probabilidades —aconsejó
el joven.
—Me gusta así. Todo o nada —replicó Catalina segura de sí misma.
Mientras el joven seguía conversando sobre las maniobras traicioneras
de los casinos, Catalina paseó la vista por el segundo piso donde había más
mesas de juego. Reparó en que en lo alto de varias columnas colgaban
cámaras de seguridad. Se preguntó si Aleksandar estaría en alguna parte del
casino. Quizá incluso ahora mismo la observaba.
C A P ÍT U L O 1 8

M IENTRAS TANTO , ESA MISMA NOCHE , A LEKSANDAR Y R ATKO CENABAN CON


Giovanni, il Padrino, en el lujoso restaurante del casino llamado The Strip,
en homenaje a la legendaria avenida de Las Vegas, el reino del juego.
Llamaba la atención el techo poblado de espejos, enmarcados por luces
de neón de diferentes tonalidades. Las columnas presentaban un
recubrimiento metalizado que también actuaba como espejo, y que a su vez
daba un aire moderno. Las paredes lucían un acabado en madera pulida y
brillante, que combinaba a la perfección con la mantelería de las mesas de
un blanco inmaculado. A lo lejos se oía el bullicio de la sala principal del
casino.
Una camarera se acercó para servir más vino a los comensales, quienes
interrumpieron su conversación. Il Padrino había acudido unos días de
visita a la ciudad con su familia, aunque en realidad era una visita de
negocios. Su esposa y sus hijos estaban en el cine mientras él discutía
asuntos con los serbios. Estaban preocupados por un tema en el territorio de
Praga.
—Ese cretino de Goran sigue armando mucho jaleo —dijo Giovanni—.
Se ha cargado a dos de los vuestros.
Aleksandar asintió con resignación. Se trataba de bajas muy importantes
para la organización. Hombres de incuestionable valía que siempre habían
sido leales. Como era costumbre, a través de un miembro envió un sobre
con dinero en metálico a sus respectivas familias. Era una indemnización
por los servicios prestados, una costumbre en la mafia.
—No irá muy lejos —dijo Aleksandar con firmeza, sabiendo que Il
Padrino buscaba resquicios en su gestión de Praga.
—Antes de un mes será un fiambre —afirmó Ratko con gesto serio.
—Dudar de vosotros sería una locura —dijo Il Padrino escrutando el
vino como si fuera un entendido—, pero por lo que he oído Goran está
buscando alianzas, gente que tuviera cuentas pendientes con Viktor. Yo
tendría cuidado.
—No es necesaria tu advertencia, Giovanni —dijo Aleksandar—. Nadie
dijo que sería fácil, y entraba dentro de nuestros planes encontrarnos
problemas.
Il Padrino alzó las manos a la defensiva.
—Tú mandas en Praga, Aleksandar —dijo con una sonrisa astuta—.
¿Sabes? Goran me recuerda a un tipo que conocí en la cárcel de Milán. Un
libanés que lo encarcelaron porque le pillaron con droga en el aeropuerto.
Parecía una mosquita muerta, pero en seis meses consiguió la protección de
los albaneses. ¡Hasta aprendió su idioma!
A Aleksandar la conversación con Il Padrino le estaba resultando
soporífera, y no veía la hora de perderlo de vista. Sin embargo, la mención
del libanés le llevó al recuerdo de su paso por la cárcel de Belgrado, poco
antes de asentarse en España.
Durante su condena hubo un antes y un después, un incidente que le
marcaría de por vida. Era una tarde en la que el frío mordía los huesos.
Llevaban varios días sin comer decentemente por culpa de una huelga de
vigilantes. Una multitud de coléricos reclusos se congregó en el patio.
Dos bandas rivales se enfrentaban por el control de las provisiones del
almacén. Aleksandar llevaba una semana dentro a causa del robo de un
automóvil, que empotró contra la luna de una joyería para asaltarla. Las
alarmas se activaron y la policía se presentó antes de lo previsto. Ratko
pudo escapar pero él no. Le cayó un año.
Gracias a sus contactos con el exterior, una de las bandas le acogió bajo
sus alas. Sin embargo, debía probar que era digno de pertenecer a ella, así
que cuando se desató la pelea, él fue de los primeros en salir a por la banda
rival. Pero había algo que aún ignoraba, que la crueldad era el arma más
poderosa.
Su banda capturó a unos cuantos, a los que infligieron un sinfín de
torturas, desde aplicarles hierro candente en el pecho hasta colgarles
bocabajo y golpearles los testículos. Algunos de los chillidos de dolor
helaban la sangre. Todo valía para demostrar quién dominaba la prisión. La
mente de Aleksandar se llenó de unas imágenes tan perturbadoras que
procuró siempre mantenerlas ocultas en la memoria.
—Ese Goran debería estar ya muerto —dijo Aleksandar pensando en las
palizas que había propinado a su ex amante—. Le dejé vivir porque debía
casarse con Milanka. Solo quería darle una lección que no olvidara nunca.
Ratko recordaba el estruendo del cuerpo de Goran contra la estantería
de botellas. Las caras de absoluto pánico de la gente. Ese tipo de acciones
definían a su amigo. Una tormenta furiosa cuando alguien se cruzaba en su
camino.
—¿Habéis pensado en llegar a Goran a través de Milanka? —preguntó
il Padrino.
—La tenemos vigilada —respondió Ratko.
La camarera trajo un pastel de limón con una pinta deliciosa, y repartió
un trozo a cada uno. Preguntó si deseaban algo más y después se retiró con
discreción.
—Ella sigue de duelo por la muerte de su padre —dijo Aleksandar—.
No sale de casa. Parece que no hay mucha relación entre ellos, al menos de
momento.
Se produjo un momento de silencio en el que los tres mafiosos probaron
el postre. Era una obra maestra de la alta cocina, con una capa de merengue
italiano tostado con un soplete y por encima una lluvia de azúcar glas.
—Lo importante es que Praga ya está empezando a producir beneficios
para todos —dijo Ratko pensando en que habían optimizado la venta de
droga, ya que se habían ahorrado intermediarios. Una idea que fue suya.
—Tienes razón —dijo Aleksandar, satisfecho por la buena labor que
estaba demostrando su mano derecha—. Ganamos un catorce por ciento
más que hace unos meses. Estarás contento, Giovanni.
—Este pastel es un milagro del cielo, está riquísimo —dijo el italiano, y
se limpió los labios con la servilleta—. Sí, os felicito por ese incremento del
negocio. Además, ha sido en poco tiempo. Si esto sigue así, habrá que
pensar en…
—¿Expandirse? Ya estamos en ello —interrumpió Aleksandar,
satisfecho de ir un paso por delante—. Estamos pensando en Portugal, con
eso te lo digo todo.
Il Padrino ladeó la cabeza, admirando la gestión de Aleksandar. Era
joven y ambicioso, la familia podía considerarse afortunada por contar con
él como uno de los líderes.
Una vez que terminaron la cena, fueron al despacho a tomarse una copa.
Aleksandar contaba con un mueble bar importado de Italia, fabricado con
madera de nogal y acero inoxidable. Se sentía orgulloso de su selección de
distinguidas marcas.
Sirvió a su invitado una copa del mejor ron traído de Cuba, y para Ratko
un vaso con hielo de whisky escocés. Para él se reservó un chupito de rakia,
pues le costaba un mundo probar otras bebidas.
Mientras que il Padrino y su lugarteniente conversaban sobre las
bondades de vivir en Marbella, Aleksandar se permitió el lujo de apartarse
ligeramente y acercarse a la ventana, que ofrecía una visión panorámica de
la sala principal de juego.
Como el máximo responsable del negocio, le gustaba comprobar el
pulso del casino a través de la afluencia de jugadores, que llenaban las
mesas con esa mezcla de excitación y ganas de dejarse ver con sus mejores
galas.
Siete años antes, al poco de llegar de Serbia fue contratado como
personal de seguridad por la pareja de dueños, dos ingleses millonarios ya
mayores, que deseaban sacar a flote el casino sin gastar mucho dinero. Su
experiencia, forjada en las calles marginales de Belgrado, en resolver
problemas de manera contundente lo convirtieron en un miembro valioso en
muy poco tiempo.
En menos de un año, ya era el responsable de seguridad del casino. Los
dueños veían en él a un empleado de confianza, lo que les ayudaba a
centrarse en otras áreas del negocio.
Sin embargo, un día mientras revisaba las grabaciones de las cámaras de
seguridad en busca de un estafador profesional, Aleksandar descubrió una
conversación comprometida entre los dueños.
Hablaban sin tapujos del asesinato de la esposa de uno de ellos que
encargaron a un sicario. La policía cerró el caso como un suicidio.
Aleksandar vio una oportunidad de oro para ascender y les pidió una
reunión de emergencia. Entre al asombro y el pánico de los ingleses, les
propuso un trato: él se encargaría de gestionar el casino como lo considerara
oportuno, a cambio de no entregar la grabación a la policía. Los ingleses
aceptaron de mala gana.
Desde entonces, con la ayuda de Ratko, él había dirigido el día a día sin
interferencias. Así pudo blanquear el dinero que le llegaba de vender droga
en la calle. Primero las cantidades eran pequeñas, hasta que sus socios del
extranjero se dieron cuenta de que era un método eficaz, por lo que fueron
aportando mayores cantidades. Un negocio redondo para todos.
Entre la multitud distinguió una pareja joven. Él vestía de manera
impecable, con traje y corbata; y ella, espectacular con un vestido corto de
lentejuelas, le sujetaba por un brazo. Se dirigían a la mesa de blackjack. Él
la tomó por la cintura. No se separaban el uno del otro ni un instante.
¿Cuánto tiempo llevarían juntos?
El amor siempre me ha intrigado, pensó. Parece un sentimiento que crea
debilidad en los hombres, que nos hace blandos y sujetos al dominio de la
mujer. ¿O es una excusa para no comprometernos? Mi vida ha sido tan
turbulenta que apenas he sentido el llamado, y si lo he sentido lo he
ignorado. ¿Para qué? El amor es intimidad y nunca he querido dar
explicaciones a nadie. Sí, el amor está sobrevalorado. Solo necesito el sexo
y eso nunca me ha faltado. Pero entonces ¿por qué sigo pensando en
Catalina? Joder, es como una obsesión.
La voz de su amigo le interrumpió de sus pensamientos.
—Aleksandar, ¿me oyes?
Se giró hacia él. Ocultó su molestia por dejar de pensar en lo excitante
que era Catalina.
—Sí, claro.
—A Giovanni le apetece jugar a las slot machines. Quiere algo de
diversión antes de irse al hotel.
—Dale unas fichas, acompáñale y que se lo pase bien.
Il Padrino se despidió del serbio con un abrazo amistoso y, junto a
Ratko, abandonó el despacho, dejando a Aleksandar con sus pensamientos.
Se sirvió otra ronda de rakia para amenizar su soledad, y volvió a situarse
frente a la ventana. Su lugar favorito del casino.
Si tuviera que hacer un balance de los últimos años, no me puedo
quejar, pensó. Pero no bajes la guardia, Aleksandar, no te confíes porque en
cualquier momento pueden venir a por ti. Este mundo es despiadado y bastó
un despiste para acabar como Viktor.
El rakia casi se le atraganta cuando, entre la gente, reparó en Catalina.
Al igual que en el beach club, fue como una revelación. Ella en la mesa de
la ruleta junto a una chica rubia, que parecía ser su amiga de la que tanto se
había preocupado. A pesar de la distancia que los separaba, apreció que
Catalina refulgía como una estrella en la noche. Era la mujer más atractiva
que había en el casino, y ese pensamiento le encendió.
Ha venido. Se ha dado cuenta de que me necesita. Casualidad o no, está
aquí. Eso es lo importante. Sí, quiere que la folle otra vez pero ¿me lo
pedirá?
Ambas estaban rodeadas de hombres que esperaban su turno para
seducirlas. Sintió un acceso de celos que le sorprendió. Cogió el móvil y
llamó a un empleado de seguridad, al que dictó órdenes para que se
acercara a Catalina y le dijera que debía subir al despacho del gerente.

Una vez perdido el dinero en la ruleta, Catalina y Vicky decidieron que esa
noche no apostarían más. Se dedicarían a observar a los demás jugadores, y
dejarse contagiar por la excitación del juego que mostraban sin descaro.
Sin embargo, a los pocos minutos Catalina pensó que el ambiente estaba
cargado de cierta frivolidad. Con la cantidad de problemas que había por el
mundo, resultaba decepcionante crear estas fiestas para despilfarrar dinero.
Durante la semana en el Centro recibía a muchas personas con necesidades
vitales, y no pudo evitar tener la sensación de que el casino no era un lugar
al que le gustaría volver. Al igual que en la villa, pensó que el mundo estaba
mal repartido.
—¿Qué te pasa, Cata? —preguntó Vicky—. Te veo seria.
—Nada, cosas mías.
—Venga, es una noche diferente, para divertirse. A veces viene bien
distraerse, ¿a que sí?
Catalina le dio la razón. La tienda de ropa estaba en números rojos, y su
querida amiga sonreía de oreja a oreja, como si mañana fueran a
solucionarse todos los problemas. Supuso que las personas ansiaban
evadirse de su día a día, al menos por unas horas, y nadie se lo podía
reprochar. Un pensamiento le llevó a otro. Miró a su alrededor, pero no vio
al mafioso y no supo si era bueno o malo.
El joven de aspecto latino y labios carnosos volvió a acercarse. Esta vez
para pedirles que eligieran un número al azar. Catalina dijo el 3 y Vicky el
24. Con una gran soltura, el joven se abrió paso entre la gente y dejó un
montoncito en cada número de la mesa. En unos segundos, el tapete se
había llenado de fichas y todos se miraban unos a otros, expectantes.
Entre un silencio tenso, la empleada lanzó la bolita sobre la ruleta. Al
momento de caer en uno de los casilleros, se sucedieron al mismo tiempo
expresiones de júbilo y gestos de desilusión.
—Lo siento, no te hemos traído suerte —dijo Vicky al joven.
—No te preocupes, aún queda noche por delante —replicó él, guiñando
un ojo.
Catalina estaba a punto de decir algo, pero un empleado de seguridad,
un hombre muy delgado de pelo moreno con un pinganillo en la oreja, se
acercó a ella. Le dijo que el gerente del casino deseaba verla. Al principio
se sorprendió y pensó en negarse, aunque cuando el empleado apuntó con el
dedo hacia la planta superior, ella se volvió y descubrió a una figura
solemne mirándola a lo lejos.
No podía ser otro que Aleksandar. Estaba de pie, solo, con las manos en
los bolsillos, como si fuera un rey examinando sus dominios en lo alto de su
castillo. Era excitante y poderoso.
—A mi amiga no la puedo dejar sola —dijo Catalina.
—Claro que sí, tonta —dijo Vicky, que les había escuchado y con una
sonrisa pícara añadió:—. Yo te espero aquí. Me gusta el ambiente.
Y dicho esto, se agarró del brazo del latino y se acercaron a la mesa con
la intención de apostar de nuevo. Catalina siguió al hombre de seguridad,
que la condujo hasta un ascensor acristalado. Su rostro pétreo no admitía
preguntas.
Sintió un hormigueo en el vientre al imaginar su encuentro con el
mafioso. Sería la primera vez que iba a verlo desde que fue a la comisaría.
¿Era prudente decírselo o guardar silencio? Tomaría la decisión una vez se
vieran las caras.
Tenía claro que no diría una palabra sobre el regreso de Luca. Si
pensaba que ella se arrodillaría para bendecir su generosidad, estaba muy
equivocado. Lo que le salvaba no era que el chico omitiese su nombre, sino
que todo había sido una deducción tras otra después de que su madre
hubiera encontrado la ficha. Si él le preguntaba, respondería que, según los
padres, había sido la Guardia Civil quien lo trajo a casa.
Al salir del ascensor, notó una súbita corriente de miedo, como una leve
descarga eléctrica. Cuanto más alejada había estado de Aleksandar, más
liberada se había sentido. Pero ahora que se estaba aproximando a él,
notaba la influencia de su poder mucho más que en su villa, lo que le
pareció extraño. Aleksandar era un hombre al margen de la ley, y se
preguntó si eso era lo que de verdad le atraía de él. Era alguien fuera de lo
convencional, excitante pero también… oscuro.
El de seguridad llamó a la puerta del despacho. Catalina se acomodó
varias veces el tirador del bolso sobre el hombro. Una voz grave surgió del
interior. Adelante. El de seguridad abrió la puerta, la dejó entrar y se
marchó pensando en la suerte de su jefe por estar rodeado siempre de bellas
mujeres.
Catalina se quedó de pie, echando una ojeada a su alrededor. En cuanto
Aleksandar ocupó su cargo como gerente, ordenó remodelarlo por
completo. Sustituyeron los muebles viejos por otros modernos y exclusivos.
Aleksandar estaba de espaldas, sirviéndose un chupito de rakia en el
mueble bar. La miró de refilón y dijo sin dejar entrever ninguna emoción.
—Has vuelto.
—Qué observador —dijo ella con ironía.
—¿Quieres tomar algo?
—No.
—Lo suponía.
Él se sentó en el sofá. Cruzó las piernas con una sonrisa de satisfacción
que refulgía tanto como la pantalla de las slots machines.
—¿Te vas a quedar ahí parada como un pasmarote? —preguntó,
sintiendo que el alcohol de su tierra corría dulcemente por sus venas.
—¿Qué es lo que quieres ahora? —preguntó ella sin moverse.
—Tú eres la que ha venido a mi casino.
—No sabía que este es tu casino —dijo consciente de que mentía como
una bellaca.
—Claro que lo sabías. Lo sabe todo el mundo —replicó con una sonrisa
arrogante.
Ella se acercó hasta la mesa, desde donde pudo contemplar la visión
panorámica de la sala. Era difícil sustraerse a la idea de un dios
observándolo todo. Seguro que a Aleksandar le apasionaba sentirse así,
como un dios omnipresente. Sin embargo, algunas divinidades no son
perfectas.
—¿La policía también?
Aleksandar arqueó una ceja, extrañado de lo que encerraba esa pregunta
pero enseguida se recompuso.
—¿Qué quieres decir?
Ella se giró y se apoyó en el borde del escritorio, una mesa ovalada de
cristal, decorada con remates plateados en los bordes. En una esquina, al
lado de un paquete de cartas, destacaba el ordenador de sobremesa con un
diseño fino y ligero.
—Fui a la comisaría —dijo cruzándose de brazos, cada vez más segura
de sí misma.
Aleksandar asintió lentamente. Sí, le había sorprendido. Era una mujer
con agallas. La contempló durante un instante, imaginándola sin el vestido,
alimentando viejas fantasías.
—¿Por qué has hecho una estupidez así?
A pesar de la distancia que los separaba, ella pudo sentir las oleadas
eróticas que surgían de él, casi podía palparlas con la mano. Su traje se le
ajustaba al cuerpo de una manera tan sexy, que revelaba unos bíceps bien
contorneados. El serbio era la masculinidad personificada.
—Lo que hiciste estuvo mal y has de pagar por ello —dijo ella.
Aleksandar echó la cabeza atrás y estalló en una carcajada. Esa mujer
cada vez le gustaba más: no solo era un cuerpo apoteósico con el que
disfrutar de un sexo morboso, sino que además tenía una marcada
personalidad.
—¿Qué es lo que he hecho mal? —preguntó invadido por las tórridas
imágenes de ambos en la cama, aquel espectáculo de fiebre, placer y
oscuridad.
—Lo sabes tan bien como yo —respondió mirándole por encima.
La gravedad con la que hablaba no hacía más que excitar a Aleksandar.
Había un cambio en ella, la manera en la que la hablaba era diferente, aún
más desafiante.
—Pero me gustaría oírtelo decir —dijo.
Su móvil vibró en el bolsillo. Lo cogió y leyó en la pantalla que era
Ratko. Sin contestar, colgó la llamada. Ahora tenía un asunto más
importante que atender.
—La policía vendrá, te buscará y te llevará a la cárcel —dijo ella.
—Lo dudo mucho.
—Ya veo que no me crees —dijo, y sacó de su bolso la copia de la
declaración jurada y se la estampó en el pecho.
—¿Qué es esto?
—Léelo.
Aleksandar suspiró, contrariado. Leyó la declaración con el ceño
fruncido, mientras ella lo observaba con los brazos cruzados. Estaba
deseando ver su reacción, pues era evidente que la había subestimado.
—¿Me quieres joder bien, verdad? —gruñó Aleksandar arrugando el
papel y tirándolo al suelo—. ¡No sabes lo que has hecho!
—Tú empezaste todo esto. Solo me estoy defendiendo.
Aleksandar ladeó la cabeza. La policía iba a ser un problema más.
Ahora tenía que cubrirse cuanto antes las espaldas.
—Venganza, así que es eso lo que estás buscando…
—No, justicia.
—Es lo mismo —replicó—. Sé muy bien de lo que hablo. Por eso vivo
en tu país y no en Serbia. Tuve que marcharme deprisa, dejar todo atrás.
Fue por una cuestión de justicia.
Ella también tuvo que marcharse junto a su madre para olvidar el
turbulento pasado en Marbella. ¿Sería posible que tuvieran mucho más en
común de lo que había pensado en un principio?
Abrumada por la intensidad de los recuerdos, Catalina bajó la cabeza.
Sentía un nudo en la garganta. De repente, le entró la urgencia de regresar
con Vicky.
—¿Estás bien? —preguntó él.
—¿A ti qué te importa? —espetó, y se incorporó ajustándose la correa
del bolso—. Me marcho. Solo he venido a decirte que espero te pudras en la
cárcel.
Él se levantó como empujado por un resorte, y se interpuso en su
camino.
—No vas a irte, Catalina.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo me lo vas a impedir?
Se mantenían a dos metros de distancia, pero aun así sentían la fuerte
atracción como una marea que los arrastraba. Aleksandar supo en ese
momento que no conseguiría nada si no cambiaba de plan, si no se abría
más a ella.
—¿Quieres saber por qué me marché de Serbia?
Ella dudó un instante. Sí, quería saberlo, lo ansiaba, pero una voz
interior le advirtió de que una vez que lo supiera, no habría vuelta atrás.
Estaría atrapada en él para siempre.
—No me interesa, Aleksandar —respondió, y pasó de largo en dirección
a la puerta.
Él la agarró del brazo. El móvil volvió a vibrar con insistencia en su
bolsillo. Ratko no podía ser más inoportuno. Sea lo que sea, tenía que
esperar.
—Claro que te interesa, Catalina —le dijo al oído—. Admítelo, deja de
engañarte a ti misma. Tú y yo tenemos una conexión especial, algo que nos
hace únicos.
—Suéltame —dijo evitando mirarle, notando que el vello de la nuca se
le erizaba.
Aleksandar alzó lentamente la barbilla de Catalina. Poco a poco sus ojos
se fueron encontrando y se quedaron enganchados. A él le fascinaba la
oscuridad de su iris, y ella quedó subyugada por el color miel de su mirada.
Era tan único y cautivador que sintió que su cuerpo se deshacía en mil
pedazos.
Catalina se quedó inmóvil y entreabrió la boca, húmeda, dejándose
invadir por su viril perfume de limón y madera.
Esta mujer es la fantasía de cualquier hombre, pensó Aleksandar. Y
entonces inclinó la cabeza y cerró los ojos ante la inminencia de la tierra
prometida. El beso que sellaría sus destinos. Porque no hay nada más
íntimo que un beso apasionado.
Más que besarse, se devoraron el uno al otro con un ansia animal. Fue
como si necesitaran la boca del otro para seguir respirando. Entre ellos no
corría el aire, sino una pasión que desataba sus instintos primarios. Se
apretujaron para sentir el cuerpo del otro, para contagiarse del calor y darse
cuenta de que nada los separaba.
—No puedo… —musitó Catalina, apartándose.
Pero ella deseaba más y más, así que volvió a reclamar la boca de
Aleksandar para sumergirse en un nuevo y ávido beso. Después, él la
mordisqueó en el cuello y ella soltó un gemido desesperado.
—Quiero follarte aquí mismo —susurró en el oído.
Catalina estaba al borde del delirio. Sin embargo, ocurrió algo que
obligó a ocuparse de la realidad del momento. Llamaban a la puerta con
insistencia a la vez que uno de los empleados gritaba.
—¡Sr. Aleksandar, es urgente!
—¿Qué cojones pasa? —dijo irritado hasta la médula.
—El Sr. Ratko ha intentado llamarle varias veces.
—¿Qué quiere?
—Que le llame ahora mismo.
Aleksandar dejó escapar un suspiro de frustración. De mala gana, cogió
el móvil del bolsillo del pantalón y llamó a Ratko. Catalina dio unos pasos
hacia atrás. Se humedeció los labios, que aún conservaban el sabor intenso
y viril del serbio. Se le pasó por la cabeza marcharse porque estaba a punto
de cometer una locura.
Ratko descolgó al primer tono.
—Joder, más vale que sea import… —dijo Aleksandar.
—Acabo de ver a Goran —interrumpió Ratko.
—¿Cómo? —dijo frunciendo el ceño.
—Goran está aquí en el casino. Y va armado.
C A P ÍT U L O 1 9

U NA ALARMA INTERIOR SE ACTIVÓ AL INSTANTE EN A LEKSANDAR . G ORAN .


¿Aquí, en mi casino? ¿Cómo era eso posible? ¿De qué forma había logrado
pasar desapercibido hasta llegar a Marbella? Lo que en principio fue la
sospecha de una amenaza, se había convertido en algo mucho más serio.
Con su presencia, Goran revelaba que todas sus maniobras anteriores en la
sombra iban en realidad dirigidas a él.
—Neutralízalo como sea y llévalo al almacén —ordenó a Ratko por el
móvil.
Lo primero era evitar que campara a sus anchas por el casino. La
seguridad del público y empleados estaba en peligro.
—De acuerdo.
—Procura ser lo más discreto que puedas. No quiero que cunda el
pánico, ¿me oyes?
—Descuida, así lo haremos —dijo Ratko y colgó.
De repente, la magia del beso se había evaporado de un plumazo.
Catalina ignoraba qué estaba sucediendo, pero la expresión de Aleksandar
era tan crispada que intuyó que se enfrentaba a un gran problema.
—¿Qué ocurre?
Aleksandar no respondió en el acto. Estaba con los brazos en jarras, con
la mirada en el infinito, pensando a mil revoluciones por segundo.
—Márchate, Catalina —le dijo al fin—. Voy a ordenar que te lleven en
mi coche a tu casa o dónde tú quieras.
Catalina parpadeó, estupefacta.
—¿Qué pasa?
—Nada, pero es una medida de precaución.
—Estoy asustada, Aleksandar.
—No tienes por qué. No tiene nada que ver contigo —dijo caminando
hacia el escritorio, donde levantó el auricular del fijo y marcó una extensión
—. Mándame a Pablo. Ahora.
Aleksandar la rodeó por la cintura y la acompañó hasta la puerta. Casi
sin darse cuenta, estaba protegiendo lo que más le importaba del casino.
—Continuaremos con lo nuestro más adelante —dijo él esforzándose
para que sus palabras sonaran tranquilizadoras.
—¿Y qué pasa con mi amiga?
—¿A qué te refieres?
—Quiero que se venga conmigo.
—Díselo a Pablo —dijo abriendo la puerta—. Él la buscará.
Miró con desconfianza hacia un lado y a otro. Al fondo del pasillo vio
cómo Pablo se acercaba. Al haber nacido en Marbella conocía bien la Costa
del Sol. Él la llevaría a cualquier parte que ella pidiera. Además, era uno de
sus empleados de seguridad en quien más confiaba. Fue de los primeros que
contrató él mismo después de hacerse con la gestión del casino.
Aleksandar y Pablo intercambiaron brevemente unas palabras. Antes de
separarse, el serbio se despidió de ella con un gesto seco de la cabeza.
—Seguiremos en contacto —dijo recuperando la máscara pétrea con la
que se dirigía al mundo.
—Está bien —dijo ella conteniendo la emoción.
Después, junto a Pablo, se dirigieron hacia el aparcamiento subterráneo
del casino. Catalina, aún desconcertada por lo que acababa de suceder en el
despacho. El alucinante beso. Se humedeció los labios, como si deseara
retener el sabor de Aleksandar todo lo que fuera posible. ¿Cómo era posible
que hubiera ocurrido de esa manera? De una manera tan imprevista pero al
mismo tiempo esperada. Parecía como si él fuera capaz de leer su mente. La
intimidad del sexo había logrado derribar barreras, acercar pensamientos,
crear vínculos. No, no estoy sintiendo nada por él. Es solo morbo. Un juego
erótico desde el principio.
Se giró hacia atrás. A unos veinte metros vio a Aleksandar de pie frente
a la puerta del despacho. Su cara reflejó por un instante preocupación y
después se fue alejando.
Pablo y ella entraron en el ascensor.
—Mi amiga se llama Vicky, y quiero que venga conmigo —dijo
Catalina.
Pablo asintió con la cabeza. Le pidió que le indicara más detalles sobre
Vicky: su aspecto físico, cómo iba vestida y por dónde podía estar, a lo que
Catalina respondió con los máximos detalles posibles.
—Vale —dijo él secamente, sin ganas de entablar conversación.
El aparcamiento estaba situado una planta por debajo del casino, y se
accedía a él mediante unas escaleras. Lo primero de lo que se dio cuenta
Catalina fue de la considerable cantidad de vehículos de lujo. Parecía un
concesionario. Ferraris, Lamborghinis, Mercedes… Más allá encontró el
todoterreno de Aleksandar, negro y brillante bajo las luces de neón. Esperó
encontrarse al chófer habitual, Slatan, pero no estaba. Pablo le abrió la
puerta trasera y ella se sentó, aún algo nerviosa.
—Voy a por tu amiga —dijo y se marchó con apremio.
Catalina cogió el móvil de su bolso y escribió un mensaje a Vicky.
¿Dónde estás? Tenemos que marcharnos. Alguien del casino va a
buscarte para que nos vayamos juntas. Luego te cuento.
Se fijó en la parte superior de la pantalla, pero no aparecía el estado
escribiendo… ¿Qué estaría haciendo?, se preguntó.
Se sintió sola y desprotegida. Se inclinó hacia el salpicadero y buscó el
botón para cerrar todas las puertas con pestillo. Le llevó unos segundos
encontrarlo, pero cuando lo activó y oyó el abrupto y breve sonido se
tranquilizó. Ahora solo tenía que esperar a que Vicky apareciera lo antes
posible.

Unos minutos antes, Ratko acompañaba al il Padrino en una de las mesas


habilitadas para el juego de los dados, llamado craps. Era una de las mesas
más concurridas, por lo que costó hacerse un espacio cerca de los
jugadores.
Ratko intercambió una mirada con una de las empleadas que controlaba
las apuestas, una mujer de experiencia contrastada. Previamente, ella le
había facilitado unos dados trucados para que se los entregara al capo
italiano. Aleksandar le había dicho que debían controlar el juego de
Giovanni, ya que era muy compulsivo y con tendencia a irritarse, así que
con esos dados se aseguraban que no se excedía con las apuestas.
A su alrededor, la gente jaleaba al il Padrino para que apostara más
dinero y así el juego fuera mucho más emocionante. A Ratko le pareció
divertido observarle cómo se ilusionaba como un niño al lanzar los dados
sobre el tapete. Rebotaron con un suspense de película hasta que por fin se
quedaron quietos revelando una pareja de doses. Il Padrino y el público
soltaron un oh decepcionante. El dinero apostado fue para las arcas del
casino.
Había sido una idea brillante de Aleksandar la de controlar su ansia por
el juego. Una más de tantas que se le habían ocurrido a su viejo amigo. En
poco tiempo había convertido un casino aburrido y decadente, en uno
provechoso y lleno de glamur. Ratko no se arrepentía ni por un segundo de
abandonar Belgrado para seguirlo a Marbella, una ciudad llena de libertad y
encantos. Vivían como reyes.
Se despertaba temprano, desayunaba en una cafetería y se ponía a
trabajar. Cada día era distinto al anterior, e incluso con frecuencia viajaba a
Praga para supervisar el territorio. Si cuando Aleksandar y él no eran más
que unos adolescentes, alguien les hubiera dicho que acabarían en España
dirigiendo una organización criminal, no lo hubieran creído.
Fiel a su costumbre de vigilar el casino, Ratko echó una ojeada a su
alrededor mientras seguía enfrascado en sus pensamientos. Descubrió una
cara que le resultaba familiar, aunque no la acababa de ubicar. ¿Quizá fuera
un jugador habitual? Tenía un pelo encrespado, unas cejas pobladas y los
ojos hundidos detrás de unas gafas. Parecía solo y cojeaba ligeramente,
detalles que le llamaron la atención.
—Chicos, vigilad a un sujeto cerca de las mesas de póker —dijo
hablando al equipo de seguridad a través del pinganillo—. Viste con traje y
corbata, y sostiene una jarra de cerveza. ¿Lo tenéis?
Transcurrieron unos segundos hasta que llegó la respuesta.
—Lo tenemos, sí.
Se volvió de espaldas y siguió prestando atención al italiano, quien
seguía perdiendo modestas cantidades de dinero, aunque no parecía muy
disgustado.
Entonces Ratko cayó en la cuenta de quién era ese hombre que le
resultaba familiar. A pesar del disfraz, lo había reconocido.
Goran.
Detrás de esas gafas, recordó a aquel tipo asustado en el antro ese de
Praga. ¿Qué hace aquí? Tengo que avisar a Aleksandar lo antes posible.
Le llamó varias veces al móvil, pero no contestó. Soltó por lo bajo unas
cuantas palabrotas en serbio. Como no quería quitarle ojo a Goran, por el
pinganillo ordenó que alguien fuera a avisarle al despacho.
Goran se apartó de las mesas y Ratko lo siguió, dejando a il Padrino
con los dados. Se palpó la pistola en la espalda. No pensaba usarla, sin
embargo, Goran se había convertido en una peligrosa amenaza y no quería
confiarse.
Su móvil vibró en el bolsillo interior de la chaqueta. Por fin, Aleksandar
devolvía la llamada.
Después de hablar con él, colgó y se decidió a cumplir sus instrucciones
a rajatabla. Se acercó a Goran y, con toda la discreción del mundo, sacó su
arma de fuego y le tocó suavemente la espalda con el cañón.
—¿Qué crees que estás haciendo? —susurró.
Goran irguió la espalda y giró la cabeza. No se inmutó lo más mínimo.
Apestaba a alcohol.
—Solo vengo a jugar tranquilamente —respondió con indiferencia,
sabiendo que hablaba con la mano derecha de Aleksandar.
—Sí, sobre todo eso, tranquilamente —replicó Ratko con ironía.
—Soy un turista. Nada más —insistió Goran echando una ficha en la
slot machine.
Ratko miró a su alrededor. Le parecía extraño que Goran se presentara
solo, sin escolta. Nadie se había percatado de la tensión que reinaba entre
ambos, y eso le animó a seguir con la conversación.
—Me vas a acompañar —dijo guardando el arma—. Sin armar ningún
jaleo. ¿Estamos?
—Como quieras.
Lo agarró con fuerza del brazo para que no pudiera escapar. Intercambió
miradas con su equipo de seguridad en diferentes áreas de la sala de juego,
para que así estuviera atento a los movimientos de Goran. Había demasiada
gente inocente que corría un riesgo, por lo que debían extremar las
precauciones.
Ratko y Goran doblaron por una esquina, y bajaron por unas escaleras
que conducían al montacargas. Atrás quedaba la sala de juego, el murmullo
y los sonidos hipnóticos de las máquinas recreativas.
Dio un fuerte empujón a Goran para que caminara más deprisa.
Entraron al montacargas y en completo silencio bajaron hasta el almacén,
donde una serie de muebles viejos y cajas polvorientas se acumulaban como
testigos de una vida pasada.
Aleksandar no tardó en llegar. Se encontró a Goran sentado en una silla
junto a Ratko, que estaba de pie.
—¿Qué coño haces aquí? —preguntó a Goran a bocajarro.
—Pasar un rato divertido entre amigos —respondió con ironía.
Como no disponía de tiempo para bromas, Aleksandar le cruzó la cara
con puñetazo que hizo que se tambalease en la silla. Un hilillo de sangre
empezó a brotar en la comisura del labio.
—¿Qué coño haces aquí? —repitió Aleksandar.
Goran, sin dejar de mirarle, escupió la sangre al suelo.
—Devolverte la visita, hijo de puta —respondió con un destello de odio
en el fondo de sus ojos.
A Aleksandar le repugnaba cada vez más.
—Este es mi territorio, sabandija —dijo cogiéndole de las solapas y
acercándose a su cara—. Aquí ni se mea ni se caga sin mi permiso. ¿Lo
tienes claro?
Lo echó sobre la silla como si fuera un saco de patatas.
—No hiciste lo mismo en Praga —dijo Goran—. Fuiste y cogiste lo que
era nuestro.
—Era lo mejor para todos. De lo contrario, hubiera caído en manos de
aficionados —dijo Ratko.
—No hablo con lacayos —espetó Goran.
Cabreado hasta la médula, Ratko volcó la silla de una patada y Goran
cayó al suelo. Ratko intercambió una mirada con Aleksandar como diciendo
«dime que lo haga y le descerrajaré ahora mismo un disparo entre ceja y
ceja». Sin embargo, él negó con la cabeza. Aún no.
Entonces Goran recibió una buena serie de patadas. Lo más extrañó
para Aleksandar era que el tipo no dejaba de sonreír como un estúpido. Lo
percibía como una persona diferente a la que había apalizado en Praga. Y
eso empezó a preocuparle.
—¿Con quién has venido? —preguntó a Goran.
—Solo —respondió y después tosió sangre varias veces—. No quería
llamar mucho la atención.
—¿Vienes de parte del alemán?
Goran no respondió hasta que Ratko le puso el cañón de la pistola en la
cabeza.
—Tarde o temprano, Marbella será de su dominio. Quiere hacerte una
propuesta.
—¿De qué mierda estás hablando?
A través del pinganillo en el oído, Ratko recibió un mensaje de Pablo,
del equipo de seguridad. Se apartó unos pasos y le pidió que lo repitiese.
Una vez que lo escuchó, cortó la comunicación e hizo un gesto a
Aleksandar para hablar en privado. Urgente.
—¿Qué ocurre?
—Es la mujer con la que estás.
—¿Catalina?
—Se niega a irse sin su amiga. Ahora mismo aún está en el garaje.
Aleksandar suspiró largamente. Qué tozuda es, pensó. No era un buen
momento para distraerse. Sin embargo, la sensación de que ella estuviera
expuesta y nerviosa le causaba una gran inquietud.
—¿Dónde está su amiga?
—No la encontramos.
Después de mirar con desprecio a Goran, soltó un gruñido y dijo a
Ratko que volvería en un minuto. Necesitaba encargarse personalmente de
calmar a Catalina.
Ratko le respondió que vigilaría a Goran el tiempo que fuera necesario,
así que Aleksandar se marchó a paso vivo, decidido a regresar a los pocos
minutos. Subió al montacargas. Le diría a Catalina que él mismo se
encargará de encontrar a su amiga.
Cruzó la sala de juego sin detenerse, sabiendo que era importante que
volviese al almacén cuanto antes. Solo tenía en mente a Catalina. Bajó por
las escaleras que conducían al aparcamiento privado. Abrió la puerta con un
código y entró sin esperar a que se cerrara del todo. Enseguida notó cómo el
silencio lo invadía todo y sin saber muy bien por qué, notó un escalofrío.
Si hubiera mirado a su derecha, habría descubierto algo sin duda
amenazante. Una sombra que se movía. Detrás de una de las anchas
columnas de cemento, un sicario enviado por su antiguo socio, Matts, el
alemán, le esperaba desde hacía un rato. Un joven espigado, con orejas
grandes y pendientes. El mismo que había asesinado a Viktor Kuznetsov en
las calles de Praga, así que sabía de primera mano lo que era asesinar. Y no
le temblaba el pulso si le pagaban bien por ello.
Aleksandar se acercó a su flamante y oscuro todoterreno, donde le
esperaba Catalina y un tembloroso Pablo, que era consciente de que había
decepcionado a su jefe.
—Ella no quiere entrar en razón —dijo Pablo.
Aleksandar hizo un gesto con la mano de que no deseaba saber nada
más. Abrió la puerta de atrás y vio a Catalina cruzada de brazos, mirándole.
—¿Y Vicky? —preguntó ella, ansiosa.
—No lo sabemos, pero confía en mí. Me encargaré personalmente de
buscarla. Ahora vete a casa, y no te lo estoy pidiendo, es una orden.
Catalina estalló de los nervios acumulados.
—¡A mí no me hables así! ¡Yo no soy uno de tus empleados! ¿No ves
que estoy preocupada?
—¡Te hablo como me da la gana! —exclamó furioso—. ¡Joder, tu amiga
está bien, se estará divirtiendo con alguien que ha conocido!
—Me bajo —dijo Catalina acercándose a la puerta—. Yo misma voy a
buscarla, ya que nadie en este casino es capaz de hacerlo.
—¡Ni hablar! —exclamó dispuesto a no dejarla pasar—. ¡Catalina, no
me desafíes!
Entonces llegó el primer disparo. Resonó en todo el aparcamiento.
Por el rabillo del ojo, Aleksandar vio cómo el cuerpo de Pablo se
desplomaba. Al girarse, descubrió al sicario. Estaba a unos cinco metros. Su
corazón empezó a latir con fuerza. ¿Sería su final?
Ahora lo comprendía todo. Había caído en la trampa. Goran había sido
una distracción. Su equipo de seguridad se había concentrado en un sujeto,
por lo que el sicario se encontró el camino despejado.
—¡Agáchate! —le gritó a Catalina quien, presa del miedo, obedeció al
momento.
En el momento de darse la vuelta, Aleksandar recibió un disparo en un
costado. Soltó un gruñido. Se dejó caer al suelo con la idea de esconderse
bajo el coche, pero recibió otra bala en la pierna. Notó cómo la sangre
humedecía al instante su ropa.
Oyó unos pasos apresurados, seguramente el sicario se acercaba para
rematar la faena. Apenas había podido fijarse en la cara de ese cabrón.
Como pudo, alargó la mano hacia Pablo que estaba tumbado, inmóvil, y
cogió su pistola. Antes de morir, quizá mientras agonizaba, el vigilante la
había sacado de su funda.
Era una Glock, eficiente y compacta.
Solo disponía de una oportunidad. Si fallaba, moriría. Y también
Catalina, al ser testigo de los crímenes. El sicario sabía de primera mano
que bajo ningún concepto debía dejar cabos sueltos.
A causa de la pérdida de sangre, notó cómo un sudor frío corría por la
frente. Como pudo, estiró el brazo. Cuando el sicario se agachó para
localizarle bajo el coche y matarlo, Aleksandar le disparó antes a la cara.
Bang. Cayó muerto.
Sin fuerzas, Aleksandar cerró los ojos y abrazó la oscuridad.

Al cabo de unos minutos, Aleksandar se despertó sin saber dónde estaba.


Solo notaba que estaba en movimiento. Al alzar la vista lo primero que vio
fue a Catalina, que lo sostenía en su regazo. Hablaba con alguien pero no la
entendía, como si su voz sonara muy lejana. La expresión de su rostro era
de absoluta tensión. Por la ventanilla aparecían farolas a toda velocidad. Se
dio cuenta de que estaba en su todoterreno. Sintió un dolor agudo en el
costado y dejó escapar un discreto gemido.
—¡Está consciente! —exclamó Catalina con la cara pálida.
—¡Bien! —dijo Ratko, que estaba al volante concentrado en la
carretera.
Catalina buscó la mirada de Aleksandar para transmitirle fuerza y
esperanza. Él comprendió que lo llevaban a alguna parte. Se oía el silbido
del viento colándose por la ventanilla y el ruido del motor a la máxima
potencia.
—¡Aleksandar, escúchame! —gritó Ratko—. ¡Estamos llegando a la
casa del doctor! ¡Él te curará!
Las palabras de su amigo encontraron eco en su cabeza. El doctor. Él te
curará. Sí, sabía de lo que estaba hablando. Pagaban a un médico jubilado
para que estuviera disponible para ellos en caso de heridas mortales. De esta
manera, evitaban el paso por el hospital, ya que dejaba un rastro para la
policía o sus enemigos. La discreción era un factor clave para mantenerse
en el poder. Pero la pregunta era ¿llegarían a tiempo?
En el aparcamiento del casino, Catalina había presionado a Ratko para
que acudieran al hospital. Cualquier otra alternativa le parecía absurda, sin
embargo, se negó con rotundidad sin darle mayores explicaciones. Eso no
hizo más que aumentar su nerviosismo. Estaba siendo la noche más horrible
de su vida.
—Estamos llegando, Aleksandar —dijo ella con voz frágil, intentando
sonreír—. Aguanta, ¿vale?…
Ratko agarraba el volante con ambas manos y miraba fijamente la
carretera. Adelantaba a todos los coches que se interponían de un lado u
otro. El velocímetro marcaba los 150 km/hora. Si corrían a más velocidad,
se estrellarían. Estaba determinado a llegar a la casa del doctor lo antes
posible.
Conocía el camino de memoria porque había estado en una ocasión,
después de que le clavaran un cuchillo en una pelea. El doctor había sido
muy eficiente, lo que no le sorprendió. Le pagaban un dineral por su
experiencia y sobre todo por estar callado como una tumba.
Tomaron un desvío hacia la montaña, y los faros alumbraron una
carretera precaria con numerosos baches. Estaban rodeados de una densa
oscuridad. Mediante un comando de voz en el móvil, Ratko había avisado
al doctor. A lo lejos divisó una solitaria luz de una casa y supo que era ahí.
En poco tiempo, Aleksandar recibiría atención médica y eso le animó.
La luna resplandecía en lo alto cuando detuvieron el todoterreno frente a
la casa. Era una vivienda grande de dos plantas, paredes blancas y un
porche amplio. En la puerta el doctor y su esposa esperaban con
impaciencia.
—Primero tengo que examinarle —dijo él cuando vio a Ratko bajar del
coche.
El doctor llevaba una camiseta de tirantes y un pantalón corto,
seguramente la ropa con la que dormía para aguantar el calor. Su barba
estaba desaliñada. Abrió la puerta y estudió a Aleksandar. Al ver la sangre,
hizo una mueca de disgusto que no pasó desapercibida para Catalina.
—Deprisa, hay que bajarlo al sótano —dijo el doctor a Ratko—. Está
todo preparado.
Ratko, Catalina y la esposa ayudaron a Aleksandar, quien apenas podía
sostenerse en pie. Entraron en la casa y bajaron deprisa por unas escaleras
muy estrechas. El tiempo apremiaba.
El sótano estaba equipado con una camilla rudimentaria cubierta con
sábanas esterilizadas, una mesa con instrumentos (pinzas, gasas, jeringuilla,
etc.), una lámpara quirúrgica y un monitor de actividad cardíaca.
—Tienen que esperar arriba —dijo la esposa que, con el cabello
alborotado, también parecía recién salida de la cama.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Catalina echando un último vistazo
mientras el doctor se enfundaba la bata.
—No lo sabemos —respondió la esposa mientras los acompañaba a las
escaleras.
Catalina y Ratko se sentaron en el salón, decorado con muebles rústicos
aunque bien conservados. Ella empezó a pasear, nerviosa, mientras que
Ratko se sentó y se cruzó de brazos. Desde ese momento cada minuto les
parecería una eternidad.
Ella aún no creía del todo lo que acababa de suceder. Su mente estaba
bloqueada. Un momento antes había disfrutado de un beso con Aleksandar,
arrebatador, único, cargado de morbo. Y ahora él se debatía entre la vida y
la muerte.
—Se pondrá bien —dijo Ratko para calmarla.
—¿Tú crees?
—Claro que sí. Es fuerte. Sobrevivirá —dijo asintiendo con la cabeza.
Catalina se sentó en una silla de madera, pero se volvió a levantar.
—¿Qué ha pasado? ¿Quién era ese que disparó?
Ratko comprendía su curiosidad, pero bajo ningún concepto iba a
desvelar nombres o hechos. Ella ya debía de saber en el mundo en el que se
había involucrado.
—No te lo puedo decir —dijo mirándola—. Sería meterme en un
problema. Digamos que era un asunto de negocios.
A Catalina no le extrañó la respuesta, es más, se la esperaba. De nuevo,
todo lo ocurrido en el aparcamiento volvió a meterse en su cabeza a cámara
lenta. En el coche pensó que ella también iba a morir. Sintió un escalofrío
de horror en la espina dorsal.
—Si no me hubiera puesto pesada por lo de mi amiga… —se lamentó.
—¿Qué quieres decir?
Y entonces ella le explicó su insistencia de no marcharse sin Vicky,
hasta el punto de que Aleksandar se presentó en el aparcamiento para
convencerla de que se marchara a casa.
—Bobadas, olvídalo —zanjó Ratko con un gesto de desdén con la mano
—. Todo esto empezó mucho antes en Praga, así que no te rayes.
Catalina suspiró largamente, deseando que para ella fuera tan sencillo
no sentir remordimiento alguno. Si moría Aleksandar, ¿cómo iba a
sobreponerse a esa tragedia?
C A P ÍT U L O 2 0

A LREDEDOR DE UNA MEDIA HORA DESPUÉS , SOBRE LA UNA , EL DOCTOR


apareció en el salón. Se había despojado de la bata, y su mirada reflejaba un
cierto cansancio. Catalina y Ratko se levantaron de golpe del sofá y se
acercaron, ansiosos por escucharle.
—Está estable —anunció con una gran serenidad.
—¿Podemos verle? —preguntó Catalina.
—Le hemos suministrado una dosis de un potente sedante para que
duerma como un tronco, así que será complicado que hable.
—Pero me lo tengo que llevar —dijo Ratko—. Tengo que buscarle un
lugar seguro.
—No lo recomiendo de ninguna manera, y si se marcha de aquí y le
sucede algo no es mi responsabilidad —dijo con un gesto tajante—. Al
menos tiene que pasar aquí la noche.
Ratko chasqueó la lengua, contrariado. Debía volver al casino cuanto
antes y gestionar el problema de los cadáveres en el aparcamiento. Si se
mantenía al lado de su viejo amigo sin que nadie se encargara, podría traer
consecuencias irreparables. Sí, había dejado gente al cargo, pero si algo
había aprendido a lo largo de los años es que no podía dar nada por sentado.
—Yo me quedaré con él —dijo Catalina.
A Ratko se le abrió el cielo.
—¿Estás segura?
—Sí.
Fue en ese momento cuando Ratko empezó a cambiar la opinión que se
había forjado de ella. No era una mujer cualquiera que se follaba
Aleksandar y nada más. Había un vínculo singular entre ellos. Si él había
querido protegerla ante el peligro, significaba que confiaba en ella.
—Regresaré lo antes posible —dijo en un tono que dejaba claro que
cumpliría con su promesa—. Dame tu número de teléfono.
Ella se lo dio y él lo guardó en su móvil. A los pocos minutos, ya se
había subido al todoterreno y metía primera en dirección al casino. Catalina
bajó al sótano, donde estaba la mujer cuidando de Aleksandar. Al verle
durmiendo en la camilla, sintió que se quitaba un peso de encima.
La esposa, enfermera también jubilada, se aseguraba que el vendaje
resistiría toda la noche. Había sido una operación complicada aunque bien
resulta por su marido. Ambas mujeres intercambiaron una mirada. Catalina
sonrió con timidez, como si quisiera agradecer su labor. La mujer le sonrió
a su vez. Era la primera vez desde que se ganaban un dinero extra con la
mafia que veía a una mujer con un herido. Dedujo que sería la pareja del
paciente.
—Todo ha salido bien —dijo a Catalina.
—Sí, menos mal.
—Mi marido le ha extraído las dos balas. Además es joven, se repondrá
sin secuelas.
—Gracias —dijo en voz baja, como si temiera despertar a Aleksandar.
La esposa, delgadita como un junco, deseaba preguntarle qué había
ocurrido, pero era consciente que no debía. Ellos solo estaban para ayudar.
—Si vas a pasar la noche aquí, puedes usar ese sillón —dijo
señalándolo con el dedo—. Es reclinable. Te traeré un cojín para que estés
cómoda.
Después de asegurarse que Catalina no tenía preguntas, decidió subir a
la cocina para prepararle algo ligero para comer. Consideró que tal vez ella
tuviera apetito después de un suceso tan dramático.
Solo cuando la mujer se marchó y pudo meditarlo, Catalina se dio
cuenta de la situación en la que se encontraba. En un lugar desconocido
junto a un mafioso al que habían disparado. Y ella, ¿qué pintaba en todo
esto?
Aleksandar parecía dormir con absoluta placidez. Le acarició el brazo
deseando que sus ojos se abrieran para maravillarse con el color miel de su
iris. Estudió su cara, esas facciones tan rudas pero al mismo tiempo
atractivas. La nariz recta y alargada, los pómulos marcados y esos labios
carnosos que había besado con pasión.
¿Estoy sintiendo algo por él? Catalina evocó el momento en el
aparcamiento en el que le dijo que se agachara. Eso solo podía significar
que se preocupaba de verdad por ella. Todo su arrogancia no era más que
una fachada.
Se sorprendió al caer en la cuenta de que no conocía mucho sobre sus
raíces. Nunca había estado en Serbia, y no solían llegar noticias de lo que
pasaba en la zona de los Balcanes. Gracias a la conexión de internet del
móvil, descubrió que Serbia era un país donde la modernidad se unía con la
historia. Estaba poblado de monasterios ortodoxos y su música tradicional
sonaba como un lamento profundo y sentido, como el flamenco.
Como tantos países, Serbia tenía cicatrices por muchos años de guerras
milenarias, bombardeos y destrucciones. Por eso, Belgrado era conocida
como la ciudad más reconstruida de la historia. Catalina pensó que un
detalle tan contundente como ese marca a sus habitantes. Dedujo que la
personalidad de Aleksandar debía de ser así, un hombre aguerrido,
perseverante, que siempre se reinventa a sí mismo. En definitiva, alguien
que no teme a los desafíos.
Al cabo de unos minutos, la esposa del doctor bajó con el cojín y una
bandeja en la que llevaba un taza de leche, un emparedado tostado de jamón
y queso, y una pieza de fruta.
—Algo tendrás que comer —le dijo a Catalina, dejando la bandeja en
una mesita cerca del sillón.
—La verdad es que mi estómago acaba de gruñir.
La mujer, antes de marcharse, volvió a comprobar los signos vitales en
el monitor cardíaco. Todo correcto. Catalina quitó el pan del emparedado y
se quedó con el fiambre, que fue comiendo poco a poco.
Se preguntó si la mujer estaba siendo tan amable con ella porque era de
naturaleza bondadosa, o se figuraba que pertenecía también a la mafia. El
pensamiento la dejó un poco paralizada y prefirió alejarlo de su mente.
Por inercia consultó el móvil, y se sorprendió de haber recibido un
mensaje de audio de Vicky. Al fin, ¿dónde se había metido?
—Cata, acabo de ver tus mensajes, perdona, me lié con el tío de la
ruleta que conocimos… Me volví loca y lo hicimos en el baño… Además,
me quedé sin batería… ¡Ya sabes que soy un desastre! ¿Qué me he
perdido? ¿Estás bien?
Que qué me he perdido, dice la cabrona, pensó Catalina sonriendo y
negando con la cabeza. Y yo preocupada. Le envió un mensaje de audio
diciendo que estaba bien, y que mañana ya hablarían.
Sentada en el sillón, apoyó la cabeza a un lado y extendió las piernas,
como preparándose para dormir. Le vendría bien descansar un poco.
Ansiaba que fuera ya el día siguiente. Quería dejar atrás para siempre la
pesadilla que acababa de vivir.
Aleksandar parece un bello durmiente, pensó. ¿Seré yo la princesa que
lo revivirá con un beso?
Al cabo de unos minutos, se sumergió en un sueño muy profundo. Se
encontraba en un aeropuerto gigantesco y bullicioso, probablemente de
alguna capital europea. Corría a toda prisa llevando una mochila a la
espalda, sorteando a la gente con carros y maletas. En la megafonía se
anunciaban los vuelos siguientes y la puerta de embarque. No importaba
cuánta velocidad imprimía a sus piernas, daba la sensación de que el pasillo
era interminable.
No lograba recordar adónde viajaba, pero sí que debía coger el vuelo a
tiempo porque de lo contrario se quedaría tirada. Cada minuto era una lucha
constante por llegar. Por fin, atisbó la puerta de embarque. Sin embargo, vio
con espanto que una azafata cerraba el mostrador y colocaba una cinta
impidiendo el paso.
Catalina gritó que la esperasen pero nadie la escuchó. Iba a perder el
vuelo. La rabia se apoderó de ella. Entonces oyó que alguien pronunciaba
una palabra que le sonó extraña, de otro país. Abrió los ojos y descubrió
que Aleksandar, aún dormido, murmuraba algo en su idioma.
Catalina se levantó y se acercó a la cama. Él movía la cabeza de un lado
a otro, como si sufriese también una pesadilla.
—Vesna, Vesna… —musitó.
¿Vesna? ¿Qué significa?, se preguntó ella extrañada.
Justo en ese instante oyó cómo alguien bajaba con pasos suaves por las
escaleras. Era el doctor, con el cabello aún más revuelto. Sin duda, había
dormitado un rato después de la operación. Llevaba un maletín en la mano.
—Debería descansar —dijo el doctor al ver a Catalina despierta.
—Lo intento.
El doctor inspeccionó en silencio y con esmero las heridas, buscando
algún signo de infección.
—Estaba murmurando algo —dijo ella.
El hombre asintió. Después se fijó en el monitor que reflejaba la
temperatura corporal, y la anotó en una libreta que había sacado del
maletín. Luego ajustó el suero intravenoso para asegurarse que Aleksandar
recibía la cantidad necesaria. Su cara reflejaba seriedad y concentración en
todos los pasos.
Ante la mirada interrogativa de Catalina, el médico se atusó la barba y
le dijo:
—Todo bien.
A pesar del cansancio que sentía, Catalina sonrió ampliamente. Las
buenas noticias siempre son bienvenidas.
—¿Necesita algo? —preguntó el doctor.
—Su mujer ya me trajo comida. Fue muy amable. Gracias.
Se despidieron con cordialidad, y Catalina volvió a quedarse a solas con
Aleksandar. Consultó el reloj. Aún quedaban unas cuantas horas para el
amanecer. Se acomodó de nuevo en el sillón y se dejó arrullar por el
silencio que invadía la casa.
Las palabras que había susurrado Aleksandar volvieron a ella: Vesna,
Vesna… De repente le sonó como el nombre de una mujer. ¿Quién sería?

Las primeras luces del alba se colaron por el ventanuco del sótano.
Aleksandar abrió los ojos y parpadeó. Lo primero que vio fue un techo
blanco descascarillado. Su instinto de supervivencia, hizo que su cuerpo se
llenara de tensión.
¿Dónde estoy?
A un lado, reparó en Catalina. Estaba en el sillón, profundamente
dormida en la postura de quien lleva toda la noche velando. Entonces
recordó llegar en el todoterreno y bajar las escaleras con una gran ansiedad.
Le vino una sucesión de imágenes de una considerable cantidad de sangre,
en su ropa, por el suelo del aparcamiento del casino, en la tapicería del
coche…
Recordó la cara sombría del sicario. Una cara huesuda, de mirada
penetrante y esa expresión vacía, ya muerto. El agujero de bala en la frente.
El tatuaje de una lagartija en el cuello. En ese momento bajo el coche,
Aleksandar recordó sus ganas de vivir, empujado por una fuerza misteriosa
que le obligó a responder al ataque, a apurar con desesperación su última
oportunidad.
La muerte le había rozado con la yema de los dedos, aunque por suerte
había pasado de largo. Una vez más, cuando ya notaba su aliento en la nuca,
había ganado el duelo. Un hormigueo de euforia se instaló en su vientre.
Quería bajarse ya de la cama y empezar el día. Sin embargo, sintió el
dolor y calmó el anhelo de ver la puesta de sol. Se fijó en los vendajes en el
costado y la rodilla. Le apretaban.
Volvió a fijarse en Catalina. Debía de estar agotada después de una
noche aterradora. Se imaginó lo que había pasado y cerró los ojos,
lamentándose de que todo hubiera sucedido por su culpa, a causa de picar el
anzuelo que ese malnacido de Goran les había tendido.
Y, sin embargo, ella estaba ahí, junto a él.
Ellos habían cruzado un umbral en su relación, y tenía una enorme
curiosidad de saber lo que venía a continuación.
Incluso en esa postura tan incómoda y poco favorecedora, medio
despatarrada en un sillón viejo, Catalina continuaba siendo una mujer
espectacular, y no pudo evitar el deseo de deslizar sus labios por su piel
morena. Así de fuerte era su atracción.
Catalina movió lentamente un brazo y luego otro, se estaba despertando.
Aleksandar la miró entre curioso y divertido. Ella parpadeó y fijó la vista en
un rincón mientras su conciencia se activaba. Se le escapó un bostezo y
Aleksandar rio por lo bajo, fue entonces cuando ella se percató de dónde
estaba.
—Buenos días, bella durmiente —dijo él.
—Hola —dijo ella estirando los brazos. A pesar de que el sillón era
cómodo, tenía el cuerpo entumecido. Como pudo, se arregló la melena con
las manos. Un gesto de coquetería.
—¿Has dormido bien?
Ella aún no estaba despierta del todo. Se la notaba un poco ausente y era
cierto, no sabía ni la hora ni qué día era.
—Bueno… —dijo acercándose a la cama—. Y tú, ¿cómo estás?
Al verla más de cerca, Aleksandar se alegró.
—Muy bien, aunque cansado —dijo y buscó su mano para cogerla,
ansioso por tocarla, y ella se la ofreció—. Deberías estar en tu casa, este no
es un lugar para ti. Hablaré con Ratko.
—No es culpa suya, yo me ofrecí.
—Pues no debería haberte hecho caso.
—Tampoco es que hubiese mucho más opciones. Salió a toda prisa de
vuelta al casino.
La mención del casino hizo caer a Aleksandar en la cuenta de algo.
—¿Dónde están mis cosas? —preguntó mirando a su alrededor.
—Ratko tiene el móvil y la cartera. La ropa supongo que la tendrán
ellos —dijo señalando con la cabeza el piso superior.
—No pienso estar mucho más tiempo aquí —dijo e hizo el ademán de
apartar la sábana, pero Catalina se lo impidió.
—Espera, voy a buscar al doctor. Él te dirá si puedes.
—Me da igual lo que diga —espetó—. ¿Cuándo viene Ratko?
Catalina se encogió de hombros.
—Llámalo. Dile que venga ya.
Ella cogió su móvil del bolso y se lo entregó.
—Hazlo tú mismo. No soy tu secretaria.
Aleksandar la miró contrariado, y después marcó el número de su amigo
que se sabía de memoria. Por el rabillo del ojo observó cómo ella se iba a
buscar al doctor.
Ratko descolgó al primer tono.
—Hola, soy yo. ¿Todo bien por ahí? —preguntó Aleksandar.
—Todo bien —respondió contento de oírle—. Tengo mucho que
contarte. Oye, pensé que te ibas al otro barrio.
—Ya sabes lo que dicen, mala hierba nunca muere.
Ambos rieron con ganas. Esta sería una batalla más que contarían a sus
nietos.
—Ven a por nosotros. Ya sabes dónde.
—Eso está hecho.
Aleksandar colgó y luego regresó Catalina para anunciar que el doctor
bajaría en unos minutos. Ven, le dijo él, y volvió a tenderle la mano para
que ella la cogiera.
—Quiero follarte. Ahora.
—¿Qué? ¿Has perdido la cabeza?
—Va a ser algo rápido —dijo con urgencia—. Quítate las bragas, quiero
estar dentro de ti.
—El doctor está a punto de bajar.
—Me importa una mierda, que se espere para eso le pago.
—Te acaban de pegar dos tiros, Aleksandar.
—Por eso mismo, porque nunca sabes cuánto te queda de vida. No
quiero morirme sin follarte otra vez.
Las palabras volaron y aterrizaron de pleno en el corazón de Catalina.
Jamás la habían deseado de ese modo tan febril y ardiente. Todo con él
estaba siendo tan loco que no se pudo resistir.
Se quitó las bragas y las guardó en el bolso. No pensaba tirarlas para
que el doctor y la esposa las encontrasen. Aleksandar apoyó la espalda en el
cabecero, apartó la sábana y se bajó los calzoncillos para que ella saludara a
su potente erección.
—Sí, ya estás mejor —dijo ella arqueando una ceja.
—Cuidado, no puedo moverme mucho.
Los muelles de la cama crujieron cuando Catalina se subió. Se abrió de
piernas y sin preámbulos se la metió dentro. Apoyada con ambas manos en
la pared, empezó a menear la cadera con una deliciosa lentitud.
—Así, muy bien —dijo Aleksandar cerrando los ojos y agarrando su
culo bajo la falda, apretándola contra él.
El olor de su piel lo embriagaba por completo. Sintió un profundo
placer concentrado en su miembro. Cada segundo en su interior, era como
una bocanada de aire fresco.
Catalina ya estaba muy caliente. Se mordió los labios y cerró los ojos
porque así el sexo era más intenso. Ahora ella se lo estaba follando y no al
revés. Y con gente que estaba a punto de bajar todo era más morboso. La
respiración de ambos era cada vez más acelerada.
Ella abrió los ojos y disfrutó al descubrir la expresión de la cara de
Aleksandar, que parecía que agonizaba, que estaba a punto de soltar su
último aliento. Cuanto más lograba excitarle, más se excitaba ella.
El ritmo se fue acelerando hasta que el sótano se llenó de cortos
suspiros. Susurraron sus nombres como solo dos amantes lo hacen, con una
sensualidad abrumadora. La cadera de Catalina se movía con una
maravillosa destreza, implacable y ardiente, mientras contraía la vagina
para sentir aún más ese enorme falo que la estaba poseyendo.
—Quiero correrme dentro de ti —musitó Aleksandar.
Catalina pensó que solo con esa voz de marcado acento del este, ella ya
se pondría de rodillas a su servicio. Y con esas manos fuertes y poderosas
que se agarraban a su cintura, guiándola hacia el camino del éxtasis.
Cuando él se corrió, ella sostuvo su cara con las manos y le besó en los
labios. Después Aleksandar, temblando, se apoyó en su pecho, y ella lo
abrazó.
—Descansa, corazón, descansa… —le dijo.
Entre ambos convirtieron un sótano frío e impersonal, en un lugar
cálido y memorable. ¿Cómo explicar si no ese halo que los rodeaba de
irresistible atracción?
Era más que un polvo deprisa y corriendo, era una manera de celebrar
su nueva intimidad, su nueva y perturbadora intimidad. Pero había algo más
que Catalina no sabía cómo describirlo. Sentía que su cuerpo ya no era solo
suyo, sino también de Aleksandar, su oscuro mafioso.
Y mientras él se apoyaba en su pecho y la abrazaba con fuerza, aun sin
recuperar el aire en sus pulmones, sintió que ella se rendía más allá de la
pasión y el delirio, y que el horizonte para los dos era vibrante y único.

Después de despedirse del matrimonio, Catalina y Aleksandar se dirigieron


a la villa con Ratko al volante del todoterreno. Era una mañana de cielo
despejado y un azul sobrecogedor, veraniego y con el ambiente cargado del
frescor del campo. El sol empezaba a ascender proyectando una luz suave y
envolvente.
Aleksandar estaba sentado en el asiento del copiloto, en una postura
algo rígida a causa de las heridas y el efecto de los medicamentos. Aún no
estaba completamente recuperado y, según el doctor, no lo estaría hasta
pasados unos días. Catalina, en el asiento de atrás, hundía su mirada en el
paisaje de ondulantes y vastos campos.
Ratko estaba relatando a su amigo todo lo que había sucedido la noche
anterior. Aleksandar estaba consternado por la muerte de Pablo. Se
prometió que asistiría al funeral, además de agilizar los trámites para que la
familia cobrara cuanto antes la indemnización del seguro. Negó con la
cabeza repetidas veces, como si no acabara de creer la tragedia.
—Qué lástima. Era un muchacho excelente con un gran futuro —se
lamentó—. Me encargaré personalmente de que a los suyos no les falte de
nada.
Ratko le informó también de la presencia de la policía en el casino.
—Pidieron las grabaciones de las cámaras de vigilancia, pero les dije
que por desgracia no funcionaban.
—Bien hecho —dijo Aleksandar, sabiendo que Ratko las habría borrado
con el fin de que la policía no supiera más que lo esencial.
—Me remití a la versión de que un desconocido le pegó dos tiros a
Pablo, y este debió de matarlo cuando estaba agonizando. No sé si se
mantendrá en pie después de que estudien la escena.
—La policía querrá cerrar el caso cuanto antes para evitar que se
propague el miedo. Los asesinatos son mala prensa para la ciudad, y
Marbella vive del turismo. Me preocupa otra cosa —dijo y apretó las
mandíbulas.
—Goran —dijo su amigo.
Aleksandar asintió mientras extendía la vista más allá de la ventanilla.
Una manera de apaciguar la rabia que anidaba en su interior.
—Hay que poner precio a su cabeza —dijo Aleksandar.
Ratko miró por el retrovisor a Catalina. A pesar de que parecía
ensimismada, era obvio que escuchaba la conversación. Algo que al parecer
no molestaba a su amigo. ¿Tanto confiaba en ella? ¿No era demasiado
arriesgado? Lo cierto era que ya no le sorprendía.
—Cuando me avisaron los de seguridad que había un incidente, tuve
que dejarlo marchar —dijo Ratko.
—Yo hubiera hecho lo mismo —dijo Aleksandar y de repente lo miró
—. ¿Sabes de lo que me he acordado?
—¿De qué?
—Del tatuaje del cuello, la lagartija. Milanka me dijo que el que mató a
su padre tenía uno similar. Debe de ser el mismo hijo de puta. ¿Por dónde
andarán? Se habrán escondido, claro.
—Estarán de camino a Praga —dijo Ratko—. Y supongo que viajarán
en coche, las fronteras no son tan rigurosas como en los aeropuertos. Quizá
podamos pillarlos en Francia.
—También pueden escapar por Tarifa —dijo Catalina de repente.
Aleksandar y Ratko intercambiaron una mirada de asombro. Ninguno se
esperaba que ella pudiera aportar una pista en una conversación entre
profesionales del crimen.
—¿A qué te refieres? —preguntó Aleksandar.
—Pueden coger un ferry desde Tarifa hasta Tánger. La aduana tiene
menos personal.
—¿Cómo lo sabes?
—El año pasado pasé unos días con Vicky en Marruecos. Un viaje
organizado por Tánger, Marrakech y Casablanca.
—Pregunta a nuestros contactos en Tánger si han visto algo sospechoso
—dijo Aleksandar mirando a Ratko—. Nunca se sabe.
Esta mujer no me deja de sorprender, pensó Aleksandar.
Unos minutos después, su esplendorosa villa apareció ante sus ojos, y
sonrió mientras pensaba: Por fin en casa. Recibió un mensaje en el móvil,
que guardaba en el bolsillo del pantalón. Alzó las cejas al leer que el
remitente era Catalina. Se giró y ella le sonrió con un cierto misterio. Por lo
visto necesitaba decirle algo en privado. Al leerlo, se le escapó una sonrisa
traviesa.
Cuando lleguemos a casa quiero que me comas el coño.
C A P ÍT U L O 2 1

—¿E STÁ CLARO LO QUE TENEMOS QUE HACER ? — PREGUNTÓ EL JEFE DEL
grupo UDYCO de la Policía, Luis Cuadrado, mirando fijamente a sus
hombres.
—Sí —respondieron todos con seguridad.
Se hizo un silencio en la sala número doce de la jefatura provincial de
Málaga. Era una estancia pequeña compuesta por una mesa ovalada y un
proyector donde se veía un mapa de Marbella. Se miraron unos a otros.
Nadie habló. Afuera era noche cerrada, con la media luna en lo más alto.
—Bien —dijo al fin dando una palmada, complacido de que el plan que
les acababa de explicar no generara dudas—. ¡En marcha!
El grupo formado por seis hombres incluido él, bajaron al aparcamiento
con paso apremiante y se subieron a uno de los furgones policiales. Había
cuatro más lleno de refuerzos, pero nadie salvo ellos sabían a dónde se
dirigían y a quién iban a detener.
Cuadrado, un hombre de mirada recia y curtido en mil batallas, cogió su
móvil y llamó al inspector Ramírez para avisarle. No tenía por qué hacerlo,
pero le debía esa cortesía profesional, ya que a través de él lograron una
pista muy valiosa que les había ayudado a acercarse a Aleksandar Masovic,
el líder de la banda mafiosa «los Serbios».
—Ramírez —dijo a modo de saludo, sin disculparse por la intempestiva
hora—. Ya vamos a por él. Ahora mismo. Es algo tarde, pero así les
pillamos totalmente desprevenidos.
—¿Cómo? —dijo Ramírez medio adormilado.
—Vamos a por Masovic, el serbio —dijo mirando hacia atrás,
asegurándose de que los furgones iban en fila india—. Esta noche dormirá
en el confortable calabozo de los juzgados.
—Ah, Cuadrado, eres tú —dijo aún aturdido por el sueño—. Me alegro.
¿De cuántos hombres es el operativo?
—Somos tres grupos, bien armados por si acaso.
—Ojalá ese delincuente esté una buena temporada a la sombra.
—Yo también lo espero. Se lo merece.
El furgón abandonó la comisaría y tomó la autovía del Mediterráneo
hacia Marbella. Apenas había tráfico. Les esperaba un viaje de unos
cuarenta minutos con máxima tensión.
—Dime, al final, ¿hablasteis con la chica, con Catalina Rosales?
Cuadrado hizo memoria. El número de nombres implicados en la
investigación era tan apabullante que necesitó esforzarse.
—No, no hizo falta. Con la información de la declaración jurada que
nos pasaste fue suficiente. Estudiamos las cámaras de seguridad de esa
noche en el beach club. Vimos a Masovic y conocimos a sus secuaces, un
tal Ratko y el chófer. Nos sirvió para poner cara a muchos de esos nombres.
Una información muy valiosa. Y si apretamos las tuercas al hombre que
golpearon, quizá se vuelva nuestro confidente.
—Buen trabajo, compañero.
—A las nueve pon la tele, quizá nos veas en las noticias.
—No me lo perderé —dijo con una voz ya totalmente despejada.
El grupo con Cuadrado a la cabeza llevaba un mes detrás del serbio. El
artículo en la prensa sobre la organización criminal había molestado en las
altas esferas. Sonaron teléfonos en despachos importantes y al poco se
decidió investigar a fondo.
Cuadrado casi ni había pasado por su casa en todo ese tiempo, solo un
par de veces para almorzar con la familia y poco más. Tampoco podía
compartir con su esposa el motivo de su prolongada ausencia, ya que
debido a la información confidencial que manejaban se les estaba
prohibido.
Por fin, tanto esfuerzo volcado en investigar a Aleksandar Masovic se
vería recompensado. Llegarían a la villa, ese lugar medio escondido en la
sierra y arrestarían a todo el mundo. Dentro de un rato, un criminal menos
paseando por las calles.
Catalina se corrió una vez más y se dejó caer de espaldas sobre la cama.
Durante unos segundos eternos y bestiales, acababa de ver el paraíso en
todo su esplendor. Aún con la respiración entrecortada bajó la vista, y le
pareció lo más erótico del mundo ver la lengua de Aleksandar jugueteando
con el clítoris. Si no podía embestirla por el riesgo de que se abrieran los
puntos, al menos su boca seguía en plena forma, lamiendo, succionado,
provocando un nuevo clímax con su habilidad magistral.
Finalmente, él se tumbó con sumo cuidado a su lado y se quedaron en
silencio recuperando fuerzas. Estaban desnudos, agotados y sudorosos. La
persiana estaba a medio echar y se colaba una deliciosa penumbra. La hora
de la siesta caía a plomo sobre la villa.
Antes almorzaron con apetito un vaso de gazpacho, y una rica y fresca
ensalada andaluza. Al terminar, Ratko regresó al casino para atar los
últimos cabos. Al ser fin de semana, ni Adriajna ni Konstantin trabajaban,
así que en la villa solo estaban ellos.
Él cerró los ojos y su respiración se volvió algo más lenta. ¿Estaría a
punto de dormirse por la modorra?, se preguntó ella. No se lo podía
reprochar, ya que era típico de los hombres.
Sonrió al recordar la expresión de sorpresa cuando en el todoterreno él
leyó en silencio su mensaje provocativo. Cómeme el coño. Desde que se
conocieron era la primera vez que ella se proponía, y no hubiera ocurrido si
su relación no hubiera cambiado de arriba abajo. Lejos quedaban las ganas
de destruirlo por su chantaje y amenazas. Ahora les unía algo muy diferente
y más profundo. Se sentía segura y deseada.
Ahí sigue la bala, se dijo mirando hacia el techo. El recuerdo de nuestra
primera noche de juegos y sexo. Yo quería irme pero una parte de mí, la
oscura, gozaba como nunca.
Posó una mano sobre su rudo pecho y acarició su pezón. Después
recorrió con la mirada el resto del fenomenal cuerpo del mafioso. No se
cansaba de Aleksandar, siempre quería más. Su pene estaba en modo
reposo, aunque continuaba siendo de un tamaño colosal.
De repente sintió ganas de ser azotada y luego penetrada como en esos
primeros días en que se conocieron. Lo que este hombre ha sido capaz de
sacar de mí, pensó. Ignoraba que yo escondía tanta perversidad y erotismo.
Y esto es solo el principio. Voy a acabar contigo, Aleksandar, pero a polvos,
sí, y que no sean convencionales, por favor.
Como si la hubiera escuchado, él abrió los ojos, giró la cabeza y le
dedicó una luminosa sonrisa. Ella se alegró de que se hubiera despertado.
Le apetecía seguir junto a él.
—Tenemos suerte de seguir con vida —dijo Aleksandar, y se inclinó
hacia ella para besarle el hombro.
—Sabía que me protegerías —dijo ella deslizando una pierna
perezosamente sobre la suya.
—Por supuesto —dijo mirando el destello oscuro de sus ojos—. Yo
siempre voy a protegerte. Eres mi prioridad.
Era tan dulce oír el murmullo de su voz…
—Y tú la mía.
—¿Crees que podrías vivir en mi mundo? —le dijo él de repente, sin
pensarlo.
—¿En tu mundo? —Se quedó pensativa—. No lo sé
Aleksandar asintió, comprensivo, pero enseguida se lanzó al ataque.
—¿De verdad crees que voy a dejar escapar a una mujer como tú? A mi
lado estarás mucho mejor.
Y ahí aparece su lado arrogante, pensó ella. Entonces lanzó un
contraataque imprevisto.
—¿Quién es Vesna? —preguntó de sopetón, cambiando de tema.
La sorpresa se reflejó en el rostro de Aleksandar.
—Te oí murmurar su nombre mientras dormías en el sótano —aclaró
ella.
Él tomó aire y lo soltó tranquilamente, como si necesitara un instante
para asimilar lo que venía a continuación.
—Es mi hermana.
—¿La que vi en la fotografía de tu despacho?
Él asintió. Catalina evocó el rostro dulce de la niña, y la cara pícara de
Aleksandar. Después guardó silencio, como invitándole a compartir sus
recuerdos.
—Murió cuando tenía diecisiete años, y murió en mis brazos —dijo con
un nudo en la garganta.
Ella abrió la boca, conmovida, y se acercó un poco más para abrazarlo.
Se imaginó la magnitud de la desgracia y sintió un escalofrío. No, la vida
no era justa.
—Lo siento mucho, Aleksandar —susurró—. Si no quieres hablar de
ello, lo comprenderé.
—Está bien. Fue hace mucho tiempo.
Catalina le besó en los labios. Fue un beso largo y tierno.
—¿Cómo murió?
—En una calle de Belgrado, una bala que iba dirigida a mí seguramente.
La maldita y jodida casualidad… Ella apareció de repente, me vio y se
acercó —dijo y chasqueó la lengua—. Su vida se me escurrió entre las
manos. Recuerdo tener una sensación de rabia e impotencia.
Ella alzó la cabeza y se fijó en la crispación de su cara, en su mirada
opaca, las mandíbulas apretadas. Lo estaba viviendo de nuevo. Él estaba
allí, en esa calle, a solas con ella, el horror. Desde entonces habría llevado
esa carga sobre sus hombros. Ella sabía a la perfección lo que era eso.
Jamás se olvida, sino que se aprende a convivir con ello.
—Me tomé cumplida venganza de todo eso —dijo con cierta dureza—,
y pensé que me sentiría mejor, pero no fue así.
Catalina entendió que había asesinado al hombre que disparó a su
hermana. Se había tomado la justicia por su mano. En cierta forma, al igual
que ella cuando disparó a su padre para evitar que violase a su madre. Fue
jueza y verdugo. Notó un estremecimiento, como si todo encajara entre
ellos, y se preguntó si había una buena razón para que esas dos almas
heridas cruzaran sus caminos.
—Hay algo que tienes que saber de mí —dijo ella con la cabeza de
nuevo apoyada en su pecho firme y desnudo.
Él intuyó que iban a más, que ambos se encontraban en un momento
significativo de su intimidad.
—Te escucho, cariño.
Antes de hablar, Catalina apoyó la barbilla en su mano y le miró a los
ojos, a esos ojos miel capaces de derretir el acero. Ansiaba estudiar su
expresión cuando le revelara su secreto, ese que había guardado bajo llave
en el fondo de su corazón. Entonces le contó la maldad que anidaba en el
interior de su padre, sus formas despóticas y violentas. El sufrimiento de
madre e hija, pero sobre todo el de su madre. Y cómo ella, siendo apenas
una niña, había sostenido una pistola y disparado para acabar de una vez
por todas con el dolor, antes de que acabara con ellas.
Aleksandar la escuchó sin interrumpirla, observando el terror y la
amargura que la envolvía al recordar ese fatídico día. Era un relato
escalofriante, pero al mismo tiempo lleno de esperanza.
—¿Por eso os fuisteis de viaje durante dos años en esa autocaravana,
verdad?
Ella asintió con la cabeza repetidas veces, emocionada.
—Ven aquí —le dijo y la estrechó entre sus brazos.
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Catalina. Los sentimientos a
flor de piel. La lágrima llegó hasta el hombro de Aleksandar, que sintió la
leve humedad.
—Creo que no puedo imaginar lo duro que debió de ser para tu madre y
para ti.
—No se lo desearía a nadie —dijo notando el calor de su cuerpo.
Se besaron lentamente, sin prisas.
—Es asombroso —dijo él pensativo.
—¿El qué?
—La casualidad. Los dos tuvimos que alejarnos de aquello que nos
perseguía.
Ella asintió. Ya lo había pensado en su momento. Tenían razón, cada
uno se refugió como pudo para salir adelante en la vida. ¿Habría más
casualidades entre ellos?
Aleksandar le preguntó si su padre le había enseñado a usar armas de
fuego.
—Sí —respondió ella—. A veces, cuando tenía unos diez años, me
llevaba al campo para enseñarme a cargarla, a atornillarla, a sujetarla con
las manos y todo eso. Me gustaba mucho, pero con el tiempo pensé que era
porque pasaba tiempo con él, no porque me gustasen las pistolas —Hizo
una pausa, y él la besó otra vez en los labios—. Mi padre me repetía: no se
lo digas a mamá, no se lo digas a mamá. Y hacer eso en secreto, sin saberlo,
me unía más a él.
—Hasta que abriste los ojos y viste cómo era él en realidad.
Ella asintió.
—Crecí a marchas forzadas. Sí, eso fue lo que pasó. Cuando vas
creciendo ves el mundo como es, con luces y sombras, aunque aún no las
entiendas.
Cuando Catalina se despertó, la luz de la luna lamía el suelo del dormitorio.
El silencio inundaba la villa. Aleksandar dormía a su lado. Entre la
penumbra se intuía el contorno de su espalda y su trasero respingón, que
parecía decir «acaríciame». Hacía calor, más de lo habitual, porque antes de
dormir apagaron el aire para evitar enfriarse durante la noche.
Quizá sería buena idea bajar a la cocina para beber un trago de agua
fresca. ¿Qué hora es? Y se fijó que, sobre la mesita de noche, había un
discreto, pero sofisticado altavoz anunciando las dos de la madrugada. No
había dormido mucho, pero aun así se sentía extrañamente despejada.
A pesar de las limitaciones físicas de Aleksandar, habían follado con la
misma pasión de siempre. Tanto era así que le dolían los músculos de todo
su cuerpo. Un orgasmo más y necesitaría acudir al fisio durante una
semana. Notaba su cuerpo húmedo de sudor y se decidió a levantarse en
sigilo de la cama. Prefería evitar que él se despertara, pues necesitaba
descansar mucho más.
Como estaban solos en la casa, decidió bajar desnuda. Además, no sabía
ni dónde había dejado su ropa. Mientras caminaba por el pasillo, pensó en
los días en los que percibía la villa como un lugar hostil. Ahora se movía
con una cierta comodidad, y se preguntó si podía acostumbrarse a la rutina
de vivir con Aleksandar. Solo de imaginarlo notó un fuerte latido del
corazón.
Ambos tenían un pasado en común, y no solo se entendían a la
perfección en la cama. Soy algo más para él, se dijo. Confía en mí. Estoy
empezando a darme cuenta de que si no estoy con él me falta algo vital.
¿Estoy enamorada? Es una pregunta demasiado fuerte para responder
ahora. Tengo miedo de sentir algo profundo y significativo por un mafioso.
Pero, Cata, ser un mafioso es su trabajo, lo que importa es la persona.
Además, crees que Aleksandar fue la persona que ayudó a Luca y no se
vanaglorió. Él no sabe que yo lo intuyo. ¿Se lo diré algún día? Seguro que
sí, pero ya encontraré el momento.
Me dijo que yo era de su prioridad. Ahora tú también eres de la mía,
Aleksandar.
De pronto, algo le llamó la atención. Dirigió la mirada a la amplia
ventana situada por encima de la escalera. Un extraño y leve resplandor rojo
y azul parecía llegar de afuera.
¿Qué son esas luces? ¿Qué está pasando?
Desconcertada, se asomó a la ventana. Lo que vio la dejó sin aliento.
Una fila de furgonetas de la policía estaba delante de la reja de entrada. La
fuerte impresión que se llevó le impidió contarlas, pero debían de ser cuatro
o cinco, y sus luces parpadeantes iluminaban la oscuridad. No tuvo tiempo
para más. Enseguida regresó corriendo sobre sus pasos. Solo tenía una idea
en la cabeza: Avisar a Aleksandar.
—¡Despierta, despierta! —exclamó ya en el dormitorio.
Presa del nerviosismo, lo zarandeó por los hombros. Aleksandar abrió
los ojos al momento, pero su voz sonaba adormilada.
—¿Qué pasa, joder, qué pasa?
—¡La policía está aquí! ¡La policía!
—¿Cómo? —dijo mucho más despierto.
—¡Están fuera! ¡Van a entrar de un momento a otro!
—¿La policía? —dijo asombrado, tomando conciencia de lo que
suponía—. ¿Qué hacen aquí?
—¡Y yo qué sé!
—¡Vístete!
El apremiante timbre de la puerta sonó por todos los rincones. Se oyó
una voz ruda gritando que era la policía, que tenía que abrir la puerta. Tanto
si querían como si no, su entrada era inminente. No había mucho tiempo
para pensar con calma.
El primer impulso de Aleksandar fue levantarse a toda prisa para
deshacerse de un disco duro que lo incriminaría. Sin embargo, las heridas
eran demasiado recientes y notó un dolor agudo en el costado. No,
necesitaba ayuda desesperadamente. Si ese disco acababa en las manos de
la policía, le caería una sentencia larga y sombría.
—¡Cata, rápido, ve al vestidor y abre la caja fuerte! ¡Necesito el disco
duro!
—¡No sé dónde está!
—¡Yo te lo digo!
La tensión iba en aumento. Vestida ya con un top de tirantes y unos
leggings, obedeció. Aleksandar la fue guiando desde la cama. Le dijo que
detrás de las chaquetas la encontraría. Le dijo también el código secreto. La
policía ya había abierto la reja y ahora intentaban derrumbar la puerta de la
entrada con un ariete. En cuestión de segundos se presentarían en el
dormitorio.
—¿Lo tienes? —preguntó él con ansia.
Ella no respondió.
En el disco duro guardaba toda la contabilidad secreta de su
organización. Los sobornos a la policía local, políticos y concejales del
Ayuntamiento. Aunque los nombres estaban registrados como iniciales, sin
duda la policía los acabaría identificando a todos o a parte.
—¿Lo tienes? —insistió impaciente.
—¡Sí! —respondió ya en el dormitorio, enseñando una cajita negra.
Catalina se lo entregó y Aleksandar lo tiró al suelo, cerca de la cama.
Para sorpresa de ella, de un manotazo barrió la lámpara y el altavoz de la
mesita de noche. Después extrajo la pesada repisa de mármol, con la que
golpeó repetidas veces el disco duro. Hubo un momento en que gruñó por el
dolor de las heridas. No podía continuar, así que Catalina cogió la repisa y
le atizó un par de golpes más. El disco quedó inservible, descompuesto en
varios pedazos.
Justo en ese momento irrumpió la policía.
A Catalina casi le da un infarto. Era un grupo intimidante de hombres,
uniformados y armados con metralletas. Entraron ordenando a grito pelado
que se tumbaran en el suelo. Obedecieron sin rechistar.
Al poco, llegó con paso resuelto el jefe Cuadrado para anunciar que el
serbio estaba detenido, y que iban a registrar la villa de arriba abajo.
Cuadrado esbozó una sonrisa de superioridad. La operación había resultado
perfecta e intuyó que el serbio acabaría con sus huesos en la cárcel. Dejó la
orden judicial en una silla y ordenó a sus hombres que iniciaran el registro.
Al ver el disco duro roto, se agachó y mandó que recogieran los pedazos
para guardarlo en una bolsa.
—Que los técnicos se pongan a arreglarlo, a ver si consiguen extraer la
información —dijo sin mostrarse sorprendido o decepcionado.
Después se dirigió a Catalina y le pidió el DNI. Disimuló su
contrariedad por no saber quién era ni su relación con el serbio. Parecía que
había surgido de la nada. Algo había fallado en el seguimiento.
—Está en el bolso —dijo con un hilo de voz.
Mientras Cuadrado iba a por él, ella notó que alguien le tocaba
levemente la muñeca. Al girarse vio a Aleksandar quien le susurró que
estuviese tranquila.
—¡Silencio! —ordenó Cuadrado.
No le llevó más de unos segundos encontrar el DNI. Al leer su nombre
sintió un estremecimiento. ¿Dónde lo había visto? Frunció los labios en
actitud pensativa. Al recordar donde había leído el nombre, sorprendido, se
dirigió a uno de sus hombres.
—Que el serbio se vista y os lo lleváis a otra habitación —le dijo—.
Tengo que hablar con ella.
Después de entregarle a Aleksandar una camiseta y un pantalón que
encontraron en el vestidor, lo esposaron y se lo llevaron bajo la atenta
mirada de Catalina. Cuadrado le hizo un gesto con la mano a ella para que
se levantase y se sentara en el borde de la cama.
—Tú eres la testigo de lo que sucedió en la playa del beach club el mes
pasado —dijo Cuadrado—. Hablaste con Ramírez, ¿verdad?
Ella tragó saliva y asintió con la cabeza.
—¿Te ha retenido contra tu voluntad?
—No —dijo alzando la vista.
—¿Entonces qué cojones haces aquí?
Catalina miró hacia otro lado. Se dio cuenta de que nadie iba a entender
lo suyo con Aleksandar.
C A P ÍT U L O 2 2

A L SALIR DE LOS JUZGADOS DE M ARBELLA EN PLENA MADRUGADA ,


Catalina tenía la sensación de que había pasado una eternidad. La
declaración ante el juez Torres había sido larga y tediosa. No tuvo más
remedio que ofrecer una explicación sincera de su presencia en la villa. Sí,
había comenzado una relación con Aleksandar desde el pasado mes. Sí, la
misma mujer que había presentado una declaración jurada.
El juez, un hombre joven, delgado y de mirada aguda, no se quedó ahí,
sino que le exigió que contara su relación desde el principio, dónde se
conocieron y cuantas veces se habían visto. Catalina, después de una crisis
nerviosa por la irrupción de la policía en la villa, había recuperado la calma,
lo que le permitió tomar conciencia de que se jugaba mucho. Estaba delante
de una autoridad que podía mandarla a la cárcel, así que debía mostrarse
segura en sus respuestas.
Solo había una cosa que tenía muy presente: No iba a traicionar a
Aleksandar. Y cuando se dio cuenta de que jamás lo haría, bajo ningún
concepto, supo que estaba enamorada de él.
Probablemente, había sucedido mientras le cuidaba en el sótano. Su
vulnerabilidad le había tocado muy profundamente, y de una manera
silenciosa la droga del amor se había apoderado de ella. ¿Sentiría él lo
mismo? Casi era lo único que le preocupaba.
Uno de los momentos más tensos con el juez, fue cuando tuvo que
explicar por qué había contactado con Ramírez para contarle lo que vio en
la playa del beach club. Catalina se mordió los labios y bajó la vista, pues
sabía que de alguna manera había contribuido a que apresaran al hombre
que amaba.
—En ese momento pensé que era lo correcto —dijo procurando dejar a
un lado las emociones y sentimientos que bullían en su interior.
El juez se recostó en su silla y la miró fijamente. Su mesa estaba repleta
de carpetas con documentos.
—Pero siguió manteniendo una relación con el Sr. Masovic.
—Ayudó a encontrar a un chico huérfano que se había escapado de su
casa de acogida. Fui al casino para agradecérselo —dijo, y le contó los
detalles del caso de Luca.
El juez no pareció muy impresionado, si acaso el contrario, lleno de
desconfianza. Por eso ordenó a la secretaria judicial, una mujer de mediana
edad con gafas, que confirmara los datos a la mayor brevedad posible.
—Así que el Sr. Masovic es un benefactor —dijo con una sonrisa
sarcástica.
—Le estoy diciendo la verdad —replicó Catalina.
—¿Se lo dijo él?
—No, lo averigüé yo misma.
El juez asintió.
—¿Mantienen una relación sexual? —preguntó de repente.
—Eso no es de su incumbencia.
—Se está jugando la cárcel, señorita. Primero, afirma que lo vio
involucrado en una paliza, y después que es su novio. Me parece que usted
es una ilusa. Ese hombre es el líder de una banda de mafiosos que opera en
la Costa del Sol, que extorsiona, corrompe y mata a gente. ¿Cómo puede
estar tan ciega?
Catalina guardó silencio y desvió la mirada.
—Ese hombre al que apalizaron y que hemos sabido por su declaración
que se trata de un tal… —revisó uno de sus papeles— Carlos Pastrana,
sigue sin aparecer, es como si se lo hubiera tragado la tierra. Probablemente
esté muerto. ¿Sabe que podría acusarla de obstrucción a la justicia y de ser
cómplice?
—Yo no he hecho nada —respondió encogiéndose de hombros.
El juez se cruzó de brazos, frustrado. Se había equivocado por completo
con respecto a esa chica. Cuando la vio pensó que si la apretaba un poco,
confesaría algún detalle que pudiera servirles para la causa contra el
mafioso. Sin embargo, se mostraba como una roca, impenetrable.
—Márchese, señorita, ya me ha hecho perder suficiente tiempo —dijo
el juez sin mirarla—. No salga de la ciudad hasta nuevo aviso.
Al salir del juzgado, Vicky la esperaba. La llamó para que viniera a
recogerla, y su amiga no la había dejado en la estacada. Catalina tenía el
cabello revuelto y una cara de preocupación que asustaba. Bajo la mirada de
los policías que custodiaban la entrada, se abrazaron como si no se hubieran
visto en mil años.
—¿Cómo estás? —le preguntó a Catalina, frotándole el brazo con
cariño.
La noche era calurosa y un silencio invadía la tranquila ciudad costera.
Las calles estaban vacías, todos estaban durmiendo para afrontar el día
siguiente.
—He estado mejor —respondió con un mohín de disgusto.
—¿Quieres que te lleve a casa? He aparcado el coche justo detrás.
—No sé si me apetece estar sola esta noche.
—Pues vamos a la mía. Te prepararé un vaso de leche caliente y, si
tienes ganas, hablamos de todo.
—Estoy muy cansada, y me duele la cabeza. Además, no te quiero
molestar mucho. Mañana tienes que currar.
—No te preocupes por mí, Cata —dijo y la enganchó con un brazo por
el codo—. Lo bueno de ser dueña de un negocio es que no tienes que dar
explicaciones. Ahora lo importante eres tú.
Las cálidas palabras de su amiga fueron como un bálsamo. Necesitaba
cariño y paz después de la tormenta.
—No sé qué haría sin ti.
—Ni yo sin ti.
Llegaron al coche y en poco más de quince minutos se encontraban en
el piso de Vicky, el cual compartía con una amiga de la universidad. Vivían
en una urbanización con piscina que en verano se llenaba de extranjeros, y
que el resto del año estaba medio vacía. A Catalina le entusiasmaban los
jardines, siempre cuidados y poblados con bancos de madera. Era como un
pequeño paraíso.
El mobiliario provenía de una búsqueda incesante en mercadillos de
segunda mano, pero restaurados a mano, lo que daba al salón un carácter
muy peculiar. Se notaba que era el estilo de Vicky, vintage pero elegante, al
igual que su tienda de ropa.
El mueble favorito de Catalina era una cómoda de madera maciza, con
tiradores de un bronce desgastado y decorado con formas sinuosas y
florales que evocaban un cierto romanticismo. Sobre la repisa, había un
jarro de cristal con flores de colores vivos.
—¿Está tu compañera? —preguntó Catalina con voz baja por temor a
despertarla.
—La muy cabrona se ha ido a Ibiza. Vuelve la semana que viene, así
que tenemos el piso para las dos —dijo sonriendo—. Venga, voy a traer una
sábana y una almohada. Vas a dormir como una reina.
Catalina agradeció que su amiga no la interrogara acerca de lo que había
sucedido esa noche. La conocía muy bien. Cuando se sintiera con fuerzas se
lo contaría todo. Ahora solo le apetecía dormir y olvidarse de un día odioso.
Un pensamiento la asaltó.
¿Cómo estará Aleksandar?
Sintió una enorme inquietud por él. ¿Habría declarado ya ante el juez?
Consultó su móvil. Eran las cuatro. ¿Pasaría la noche en los calabozos de
los juzgados? ¿Qué pasaría con él al final? ¿Acabaría en la cárcel?
¿Cuidaría alguien de sus heridas?
Era un hombre de recursos que había construido un imperio, así que se
sintió confiada de que sabría encontrar un camino para la salvación. Con
todo el dinero del que podía disponer, contrataría al mejor abogado de la
ciudad y, como tantas otras veces, saldría del grave problema en el que
estaba inmerso.
Cerró los ojos y se imaginó que volvía al momento antes de que
apareciera la policía. Ambos en la cama, desnudos, saciados el uno del otro
después de un sexo arrollador y único. Si hubieran sabido que los iban a
separar, habrían aprovechado cada segundo para seguir follando como
animales. ¿Sería esa la última vez que lo sentiría tan profundamente dentro
de ella?
En el sofá, el sueño poco a poco la fue venciendo, y los músculos de su
cuerpo se fueron relajando. Su respiración se volvió más pausada y, sin
darse cuenta, se quedó dormida en posición fetal.

A la mañana siguiente se despertó temprano y envió un mensaje a su jefa


para decirle que llegaría un poco tarde. No entró en detalles, como si
prometiera después aclarar el motivo. Debía pasar por casa, ducharse y
prepararse para volver a la rutina. ¿Cómo era eso posible? ¿Cómo podía
vivir una aventura tan excitante y volver al trabajo como si nada?
Oyó a Vicky que se metía en la ducha. A pesar de que no eran ni las
ocho de la mañana, el sol ya ascendía por un cielo despejado y de un azul
radiante. Como un acto reflejo, consultó el móvil.
La notificación de un mensaje. ¿Aleksandar?
Enseguida salió de dudas. Se trataba de su madre.
Llámame cuando puedas. Es urgente.
Catalina se preocupó. ¿Qué más podía suceder en su vida? ¿No era
suficiente con ser interrogada por un juez? Pulsó el contacto de su madre y
la llamó por videoconferencia. Ellas lo preferían a la llamada de audio, pues
al verse se sentían más cercanas. Los tonos se sucedieron mientras la
angustia se acrecentaba. Como le haya pasado algo grave me muero, pensó.
—Hija… —contestó su madre.
—Mamá, ¿qué pasa? Me tienes asustada con ese mensaje.
Carmen estaba en la cocina. Sus ojeras revelaban que no había dormido
bien.
—Dímelo tú, Catalina —le dijo con un tono severo.
—¿Decirte el qué?
Su madre se apretó los labios. De fondo se oía un ligero ruido de la
calle. Barcelona también empezaba a desperezarse.
—He hablado con Ramírez.
—¿Cómo?
—Me ha llamado. Estaba preocupado por ti.
Traidor, pensó Catalina.
—¿Cómo se atreve? —dijo enrabietada, levantándose del sofá de golpe
—. No soy una niña pequeña.
—Es un buen hombre. Se preocupa por ti.
—¿Qué te ha contado?
—Todo —dijo con énfasis y repitió—. Todo, todo y todo.
—Mamá…
—Hija, ¿se puede saber qué tienes en la cabeza?
Catalina suspiró. Detestaba saber que ahora tendrían esa clase de
conversación.
—Es complicado.
—No me vengas con esas. Soy tu madre.
—Ya.
—Catalina, por Dios santo, ese hombre es peligroso.
—¿Lo conoces? —preguntó sabiendo la respuesta.
—¡Claro que no! ¡Ni quiero!
—Entonces no lo juzgues, yo sí lo conozco. Es un hombre con corazón.
—Te han lavado el cerebro, hija.
—Voy a colgar.
—¿Eh? Como me cuelgues cojo el primer vuelo y me planto ahí mismo.
—Estoy bien.
—Eso es lo que yo decía cuando estaba casada con tu padre.
—No es lo mismo. Jamás me ha puesto la mano encima.
—Debía haberme quedado contigo en Marbella. Es culpa mía.
—Estamos enamorados —dijo Catalina y se sorprendió de la
contundencia con la que se expresó.
—Ay, Dios mío —dijo su madre sentándose—. Podías estar con el
hombre que quisieras y…
—No lo conoces. Nadie lo conoce.
—Va a acabar en la cárcel —dijo con un nudo en la garganta—. ¿Es la
relación que quieres?
—Claro que no —admitió y apartó la vista del móvil.
Carmen suspiró, frustrada.
—Olvídate de él. Soy tu madre y sé lo que te conviene. ¿Se lo has
contado a Vicky?
—Más o menos.
—Si es una buena amiga, te dirá lo mismo que yo.
Catalina insistió en que tenía que marcharse a casa, y se despidió
fríamente. Quería a su madre con toda su alma, pero ahora estaba furiosa
con ella. Ya volverían a hablar más adelante. Ahora necesitaba un poco de
normalidad en su vida.
—Me vas a matar —dijo Vicky, que había escuchado la conversación.
—¿Por qué?
Se acercó hasta el sofá cama y se sentó en el borde. Se acababa de
duchar y el cabello estaba húmedo.
—Estoy con tu madre, Cata —dijo sabiendo que no era lo que su amiga
deseaba oír—. Este juego se ha pasado de la raya.
—¿Tú también? ¿De verdad?
—Tienes que reaccionar.
—¿Sabes que él compró la deuda de tu tienda?
—¿Qué?
—Compró la deuda para llegar a mí, pero después le pedí que aflojara y
lo hizo. Su estilo de vida es peligroso, pero eso no quiere decir que sea una
mala persona. Es su trabajo.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—No lo sé, Vicky. Yo… Supongo… Quería protegerte.
—Mi tienda en manos de unos mafiosos. ¡No lo entiendo!
—Él quería usarlo para establecer un vínculo entre nosotros, una
manera de presionarme.
—¿Para qué?
—Es difícil de explicar. Olvídalo. No lo entenderías, ni yo misma lo
entendí en su momento.
—Estoy preocupada.
—No tienes por qué. Solo hay que seguir pagando las cuotas como
antes. Además, hablaré con él para que te perdone la deuda.
—¿Y crees que eso cambia las cosas? ¿Supones que por eso ese hombre
es un benefactor? —dijo con ironía.
—No es un criminal que mata gente porque sí. Solo lo hace cuando le
atacan.
—Estás equivocada, Cata.
—No, no lo estoy.
—Estoy de acuerdo con tu madre. Debes dejar a ese hombre.
—Mira, me voy a casa a cambiarme y después al trabajo. Necesito
tiempo para pensar. Nos vemos, Vicky.
Pasó como una exhalación a su lado, abrió la puerta y se marchó. En el
rellano, apretó con rabia varias veces el pulsador del ascensor. ¿Por qué
todo el mundo estaba en contra de ellos?

Aleksandar se despertó en el calabozo de los juzgados. El ruido de la calle y


de otros detenidos le había impedido pegar ojo durante la noche. El catre
chirrió cuando se incorporó para levantarse. Aún seguía con molestias en el
costado y la rodilla, aunque al menos le habían cambiado las vendas. Se
había repuesto con rapidez gracias a su juventud y fortaleza, le había dicho
el enfermero. En unos días podría llevar a cabo una vida normal.
¿Normal? Aleksandar se preguntó a qué se refería, ya que le esperaba
un periodo de tiempo lleno de incertidumbre. El interrogatorio del juez
Torres se había extendido a lo largo de varias horas. A pesar de su actitud
hostil, supo defenderse de sus acusaciones con sentido común e
inteligencia. Su mayor ventaja es que no le tenía miedo a ese hombre con
gafas y aspecto cansado. Tampoco le atemorizaba la cárcel. Ya la había
conocido en Belgrado. Pero aún quedaba mucho para eso, antes de rendirse
pelearía con todas sus armas.
Lamentó el dinero que había gastado en sobornar a policías de alto
rango para que después fuera inútil en los momentos decisivos. Le habían
detenido de improviso y eso le jodía. Una vez que pasara todo, se plantearía
desprenderse de algunas sabandijas que lo único que hacían era chupar
sangre.
¿Qué tenían en contra él? Apenas una tercera parte de lo que formaba su
negocio en la sombra. Habían captado conversaciones telefónicas con sus
subalternos, en las que se mencionan las operaciones a realizar para
blanquear el dinero en el casino que llegaba a espuertas de las drogas. Se
suponía que esos teléfonos estaban encriptados, pero de alguna manera la
policía había logrado saltarse la protección. Maldijo su descuido.
Su abogada, una mujer de cincuenta y tantos, vestida con ropa de
primeras marcas y de origen libanés, peleó para que el juez estableciera una
fianza. De esta manera hubiera podido dormir en casa, pero se opuso. Dijo
que había riesgo de fuga al ser de nacionalidad serbia.
Antes de marcharse, la abogada le había preguntado si necesitaba algo.
Aleksandar respondió que arreglara una cita con Ratko lo antes posible.
Después pensó en pedirle llamar a Catalina con su móvil, pero ignoraba el
número, así que le dijo a la abogada una última cosa.
—Si lo necesita, quiero que ayudes a Catalina. Ratko puede darte toda
la información sobre ella.
—¿Es tu novia? —preguntó con un marcado acento árabe.
A Aleksandar le pilló desprevenido. ¿Novia? ¿Catalina era su novia?
Buscó la respuesta en su interior y enseguida lo vio claro.
—Sí, lo es —dijo con firmeza.
—Descuida, cuidaremos de ella —dijo despidiéndose con un gesto seco
de la cabeza—. Ahora, descansa. Necesitarás toda la fuerza para lo que
viene. Será duro.
—Abogada, ¿hay micrófonos en las celdas?
—No, eso sería ilegal —dijo y se marchó.
«Novia». Sentado en el catre, reflexionó a solas lo que esa palabra
significaba para él. Antes había visto a las mujeres como un medio para
satisfacer sus deseos más primitivos, pero con Catalina había ido más allá.
Era especial y única, y sentía la frustración de no estar con ella. Se dio
cuenta de que la necesitaba. ¿Eso era el amor? Anhelaba dejarse arrastrar
por el sonido de su voz, y la manera en que lo mira cuando está excitada.
Notaba las palmas de sus manos rugosas y vacías, como si solo tuvieran
sentido cuando acariciaban su piel desnuda y morena.
Uno de los policías le trajo el desayuno en una bandeja, que consistía en
una magdalena de aspecto lamentable y un frío café servido en una taza de
cartón. Aleksandar hizo un gesto de desdén.
—Vaya, vaya —dijo el vigilante esbozando una sonrisa de superioridad
—. Parece que no estamos acostumbrados a las penurias, ¿eh? Pues yo de
usted me iría preparando para el menú de la cárcel.
—Vete a tomar por el culo —le espetó.
El vigilante estalló en una sonora carcajada y se alejó alegremente.
Aleksandar cogió la bandeja y la dejó caer al suelo. El café se desparramó
en una mancha oscura. Algunos de los que ocupaban el resto de celdas,
aplaudieron el gesto como una manera de rebelarse contra la autoridad.
—¡Ya te pillaré fuera de aquí! —le dijo al policía.
Empezó a moverse como un león enjaulado. Por el ventanuco enrejado
se colaba un chorro de luz. Acercó la mano y dejó que el sol de la mañana
la acariciara. Nunca había hecho un gesto así, tan inocente, pero le ayudó a
calmarse.
Un par de horas después, apareció Ratko. Se había hecho pasar como
ayudante de la abogada para que no le denegaran el paso. Otro policía abrió
la reja, dejó que pasara Ratko y la volvió a cerrar. Les dijo que disponían de
una hora.
Aleksandar y Ratko se abrazaron fraternalmente.
—Vaya putada —dijo el lugarteniente, sentándose en el catre.
Ratko llegaba con escasas horas de sueño. La policía le había puesto en
alerta, y se pasó casi toda la noche destruyendo pruebas en el despacho del
casino. Según había escuchado en la radio no se descartaban nuevas
detenciones, por lo que se dijo que debía estar en alerta máxima.
—Hay que centrarse en salir de aquí cuanto antes, pero lo que me
preocupa es el negocio.
—Está en orden. No te preocupes por eso.
Aleksandar confiaba ciegamente en él, y eso le generaba una calma que
le permitía centrarse en otros problemas.
—Lo sé. Sé qué contigo la organización está a salvo —dijo dándole una
palmada en el hombro—. Quiero que hables con il Padrino y el Oso. Ya se
habrán enterado de que la policía me ha trincado. Diles que no cambia nada,
que seguirán recibiendo su comisión de Praga, que es lo único que interesa
a esos cabrones.
—Dalo por hecho. En cuanto salga de aquí les llamo.
—Otra cosa más —dijo como si tuviera en la mente una lista de las
tareas pendientes—. ¿Cómo está la familia de Pablo?
—Destrozada —dijo con resignación—. Era el mayor de una familia
trabajadora.
—¿Tienen ya la ayuda?
Ratko asintió. A través de un mensajero de confianza les había llegado
un sobre con abundante dinero en metálico, como una especie de adelante
de la indemnización del seguro.
—Nos vengaremos —dijo Aleksandar apretando los puños—, pero lo
haremos a su debido tiempo.
—¿Seguro? Puede dar la impresión de que somos débiles.
—Mejor, así se confiarán —dijo entornando los ojos, y después bajó la
voz—. Lo que haremos será devolver el golpe pero multiplicado por cien.
Vamos a por ellos y que no quede ni uno. El alemán va a sufrir y mucho, ya
lo verás.
A Ratko no le sorprendió ver a su jefe y amigo lleno de motivación.
Otros se hubieran debilitado e incluso hubieran colaborado con la policía,
pero a Aleksandar le pasaba todo lo contrario: tenía más hambre de poder.
—Pasemos al siguiente asunto —dijo poniéndose en pie y cruzándose
de brazos.
Ratko le miró expectante.
—Si no hacemos algo para evitarlo, me va a caer una condena larga —
dijo con aire reflexivo.
—Hay que enviar un mensaje.
—¡Exacto! —dijo chasqueando los dedos, después miró a un lado y a
otro del pasillo para asegurarse que nadie les escuchaba, y le habló pegado
a la oreja—. Hay que dar un buen susto a ese cretino del juez Torres.
Los ojos de Ratko centellearon. Había llegado el momento de actuar
con contundencia.
—¿Un sicario?
—Eso es demasiado violento, se nos echarían encima. Hay que ser más
sutil —dijo Aleksandar—. Busca a alguien que corte el cable de los frenos,
que parezca un accidente con el coche. Eso será suficiente para que los
jueces sospechen que es un aviso de nuestra parte.
Ratko se quedó pensativo. Le llevaría un par de días encontrar al
hombre indicado para el encargo.
—Una vez fuera del mapa —continuó Aleksandar—, cuando llegue el
juicio el fiscal y el juez de la sala sabrán lo que les espera si no me
sentencian a una condena suave, muy suave.
—Pronto estarás libre —dijo su amigo, esperanzado—. ¿Y Catalina?
Aleksandar se llevó las manos a los bolsillos y tomó aire. Qué sencillo
resultaba ordenar, organizarse, matar. Sin embargo, tenía que reconocer que
esa mujer le sobrepasaba. Se sentía desbordado por las emociones.
Su abogada le había informado de que la policía había encontrado a
Carlos Pastrana, y que había reconocido que fueron los Serbios quienes le
rompieron la crisma. Un delito más que se sumaría a la instrucción del juez.
Catalina se lo advirtió en el casino. Se lo había confesado a la cara, y su
maniobra entraba dentro de su juego de erotismo y poder. Estaba más
cabreado consigo mismo que con ella.
—Tengo que verla cuanto antes, pero ahora no es el momento. No
quiero que se vea involucrada todavía más.
—¿Quieres que le diga algo de tu parte?
—Solo que cuando se tranquilicen las cosas, nos veremos. Vigila que
ningún idiota se acerque a ella, pero no la atosigues. Quiero que cuides de
ella en la sombra.
Ratko sonrió.
—Esa te tiene bien cogido por los huevos.
—No la conoces como yo. No es solo sexo, hemos conectado a todos
los niveles. Llevaba esperando mucho tiempo una mujer que me atrajese
por su físico y su oscuridad.
—No puedo creerlo. ¿Estás hablando de amor, tú?
Aleksandar carraspeó, algo incómodo.
—Supongo que sí.
Ratko silbó, impresionado. Su amigo parecía otro, y entonces quiso
preguntarle algo de vital importancia, algo en lo que quizás él no había
caído.
—¿Crees que ella aceptará vivir en nuestro mundo?
Se hizo un silencio. Se oyeron gritos que provenían del interior de los
juzgados. Algún detenido que protestaba para llamar la atención.
Aleksandar se dio cuenta de que había evitado formularse esa pregunta casi
desde el principio. Se había centrado en disfrutar cada segundo con ella,
pero ahora tocaba mirar hacia el futuro.
—No lo sé, Ratko, no lo sé. Ojalá que sí.
C A P ÍT U L O 2 3

D URANTE LAS SEMANAS SIGUIENTES , C ATALINA SE VOLCÓ EN SU TRABAJO EN


el Centro. Nunca faltaba algo que hacer: redactar un proyecto de
intervención social, visitar una casa de acogida, tramitar una ayuda
económica, encontrar techo a un desahuciado o revisar casos, como el de
Luca…
Las últimas informaciones que le habían llegado eran muy positivas. No
se había vuelto a escapar y aunque sus notas seguían bajas, al menos se
apreciaba una ligera mejoría. Se acordó de sus padres, Samuel e Irene, y se
imaginó que vivirían con más calma.
Catalina se esforzaba en no pensar en Aleksandar las veinticuatro horas
del día. Pero le costaba un mundo.
Las noticias sobre el caso estaban por todas partes. En internet, en la
televisión y en los corrillos del Centro. Marbella se había visto sacudida por
la noticia de la detención del líder de una organización mafiosa, y eso
generaba una gran cantidad de rumores. El nombre de Catalina no había
saltado a los medios de comunicación, aunque sí habían informado que la
pareja del mafioso era una mujer española.
Sentía que él pensaba en ella.
Con frecuencia fantaseaba con que Aleksandar se escaparía de la cárcel
solo por verla una última vez. Ella la recibiría con los brazos abiertos,
abrumada por ese gesto romántico, y follarían hasta el amanecer. Sin
embargo, la realidad era otra.
Su madre se había instalado en su piso en contra de su voluntad.
Carmen no pensaba dejar que su hija tomara una mala decisión. La quería
demasiado para quedarse en Barcelona con los brazos cruzados. Sabía
cuánto había sufrido y sintió que era su obligación hacer que recapacitara.
La vida estaba llena de hombres que merecían la pena. Ella misma había
conocido uno. El amor no era tan complicado como afirman las películas o
las novelas. A veces basta que dos nobles corazones se unan por un
flechazo de Cupido.
Lo que jamás madre e hija hubieran imaginado era que una de esas
mañanas de agosto, en las que Catalina se preparaba para marcharse al
trabajo, se viera sacudida por una noticia escalofriante. Catalina la leyó en
la pantalla de su móvil mientras tomaba el desayuno. Casi se le atraganta el
tazón de cereales al leer el titular de la noticia.
—¿Qué ocurre, hija? —preguntó Carmen, alarmada.
Era una mañana con el cielo de un color grisáceo, las nubes bajas
cubriendo la sierra y el aire cargado con cierta humedad, todo ello parecía
una señal de que el verano estaba a punto de finalizar.
Catalina le mostró el móvil con las manos temblorosas.
«El juez Torres sufre un alarmante accidente de coche».
Un impactante suceso ha dejado conmovida a la opinión pública y a la
comunidad jurídica, el juez Manuel Torres de 56 años ha sufrido un
aparatoso accidente. El suceso tuvo lugar en la madrugada del día de ayer,
entre las dos y las tres, en la autovía del Mediterráneo, a la altura del hotel
Puente Romano. El coche, un Audi, se estrelló contra un árbol sin que de
momento se conozcan las causas, aunque todo a punta a un fallo del
motor».
—El juez Torres lleva la causa contra Aleksandar —aclaró Catalina.
—¡Dios mío! ¡Pobre hombre, qué fatalidad! Y ahora, ¿qué va a pasar?
—Aquí dice que el Tribunal Superior de Justicia se reunirá de urgencia
para designar a otro magistrado, y que el juez está ingresado en el hospital.
Se espera que con el tiempo se recupere de las fracturas.
Catalina dejó el móvil sobre la mesa. No quería leer más. Tenía el
estómago revuelto. Le dijo a su madre que iba al baño, pero cuando cerró la
puerta se sentó sobre la tapa del váter y apoyó la frente en sus manos.
Ha sido Aleksandar, pensó. Estoy segura. Mi madre se creerá que fue un
accidente porque lo dice el periódico, pero yo no.
A pesar de que el periódico insinuara que se trataba de un fallo
mecánico del coche, ella intuyó que había sido la mafia serbia. ¿Qué había
hecho el juez? Solo cumplir con su trabajo. ¿Le sorprendía? Le asustó saber
que la respuesta era que no, que no le sorprendía ni lo más mínimo.
En poco tiempo había aprendido lo suficiente para saber que eran
capaces de cualquier acción con tal de derrotar al enemigo, sobre todo
cuando se sienten atacados.
Y después de esto, ¿cómo encajaba ella en el mundo de Aleksandar?
Por primera vez comprendió que Vicky y su madre insistieran en que debía
alejarse de él. Desde que lo conociera había sido testigo de una paliza
mortal, y había presenciado con sus propios ojos cómo morían dos hombres
en el aparcamiento del casino. Y ahora un tercero grave en el hospital.
¿Y tengo que hacer como si nada y seguir con mi vida? ¿Y si Vicky y
mi madre tienen razón?
Como si la hubiese invocado solo con pensar en ella, le llegó al móvil
un mensaje de su amiga. Antes de leerlo sabía qué iba a decirle.
Te has enterado, ¿no?
Sí, muy fuerte.
Supongo que te dará mucho en qué pensar.
Claro.
¿Ya lo sabe tu madre?
Se lo he dicho yo.
Ven a la tienda a la hora del almuerzo, ¿vale? Así hablamos.
Vale.
¿Estás bien?
Sí, bueno, más o menos. Estoy confundida.
Normal.
Catalina dejó el móvil a un lado y se miró en el espejo. Confundida… se
repitió a sí misma. Sí, es justo cómo me siento. Tenía miedo, pero al mismo
tiempo se moría de ganas de estar junto a Aleksandar. ¿No era una locura?
Entre ambos generaban una intimidad que casi ni necesitaban hablar para
comunicarse, y eso lo echaba de menos. Su voz grave y arrogante; sus ojos
del color de la miel pura; la manera en cómo la poseía y protegía, todo eso
lo volvía un hombre irresistible y encantador.
—Hija, ¿estás bien? —se oyó a su madre preguntarle desde el salón.
—Sí, mamá —respondió atusándose la melena.
—Pensé que te había dado algo.
Catalina regresó junto a su madre, quien recogía los platos del
desayuno. Al verla sintió un enorme amor hacia ella. Ella lo había dejado
todo para estar al lado de su hija.
—Mamá, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Claro, faltaría más.
—¿Estabas muy enamorada de papá?
Carmen se quedó un momento paralizada, pues no se esperaba la
pregunta. A lo largo de los años Catalina apenas si le había preguntado por
él, y a ella le parecía muy bien que borrase de la mente a ese desgraciado.
—Al principio sí, antes de que se convirtiera en un monstruo —
respondió fregando los cacharros—. Él era la razón por la que todos los días
me levantaba con una sonrisa de oreja a oreja. Nunca me había sentido tan
feliz, era tan detallista, que si unas flores, que si unos bombones. Cata, hija,
no creerías cómo era, pero después, ya sabes, cambió y no sabes cuánto me
arrepiento de no haber sido valiente y dejarle plantado en su momento.
Catalina comprendió que su madre creía que Aleksandar, al vivir al
margen de la ley, sería como su padre y que todo acabaría en una tragedia.
¿Quién podía culparla por pensar así? Ella solo quería proteger a su hija.
—No era sencillo —dijo Catalina rodeándola por la cintura, notando el
aura maternal como un sol que la iluminaba—. Papá tenía todo el poder.
—Gracias, hija —respondió sonriendo con timidez—. No sabes lo
orgullosa que estoy de cómo has encauzado tu vida ayudando a los demás.
Catalina apoyó la cabeza sobre el hombro de su madre, y observó en
silencio cómo seguía lavando los platos. Había algo en esa sencilla acción
que le traía buenos recuerdos de cuando vivían juntas en la autocaravana.

Ese mismo día, al anochecer, Catalina regresó del trabajo y como de


costumbre dejó su coche en el aparcamiento. Su madre había salido a cenar
a un tablao flamenco con algunas de las amistades que aún conservaba en
Marbella.
La vitalidad de su madre era contagiosa y deseó ser igual que ella
cuando tuviera su edad. Se veía a sí misma cenando en algún restaurante del
paseo marítimo con Vicky y su futuro marido, fuese quien fuese, alguien
que mereciera a una joya como su amiga. Ambas eran conscientes de que
cuando se casaran una sería la madrina de la otra. Nunca lo habían
mencionado pero resultaba innecesario, ya que su grado de amistad lo
dejaba claro de antemano.
Una voz a su espalda le hizo soltar un grito. Al girarse vio a Ratko
apoyado en una columna, tan campante. ¿Por qué todos los mafiosos
elegían los aparcamientos para aparecer de repente? La próxima vez
aparcaría en la calle.
—Hola —dijo con su acento del este.
—¡Me has asustado! —exclamó ella aún con la mano en el corazón.
—No era mi intención —dijo mostrando las palmas de la mano, como si
quisiera demostrar que no ocultaba nada.
Ratko vestía con una camiseta gris de cuello abierto. Por debajo de una
de las mangas, sobresalía un tatuaje formado por palabras. Las formas
recordaban el cirílico, el idioma que usan en Serbia. Aunque ya había
hablado con él en otras ocasiones, era la primera vez que disponía de la
calma para estudiar su físico. Sin duda, era atractivo pero de una forma muy
diferente a Aleksandar. No era su tipo de hombre.
—¿Qué haces aquí, qué quieres? —preguntó Catalina y sin poder
evitarlo miró a su alrededor. En el aparcamiento solo estaban ella y él.
—Me envía Aleksandar.
—¿Cómo se encuentra, está bien?
Ratko se encogió de hombros.
—Digamos que lo lleva mejor que al principio —dijo y dio unos pasos
hacia ella—. Escucha, no tengo mucho tiempo. Si no se ha puesto en
contacto contigo por teléfono ha sido para no involucrarte. Seguramente lo
tendrás pinchado.
—Vale, lo comprendo.
Ratko consultó su reloj de pulsera. Llegaba un poco tarde a una reunión
en el casino, pero debía cumplir con el recado de su amigo.
—Dice que vayas a verle.
Catalina se mordió los labios. Sintió que un latido del corazón
retumbaba en su interior. No esperaba que esas palabras la emocionaran,
pero fue así.
—Le han trasladado a la cárcel a la espera del juicio —continuó—. Te
ha apuntado en la lista de personas que pueden visitarle.
—¿Qué es lo que quiere?
—No lo sé. Ya te lo dirá cuando te vea. ¿Cuándo vas a ir?
Catalina se cruzó de brazos. De repente se sintió abrumada por la
urgencia que transmitían sus palabras.
—Me lo voy a pensar.
Ratko frunció el ceño. No se esperaba esa respuesta, y eso disgustaría a
Aleksandar.
—¿Por qué?
—Porque lo necesito después del supuesto accidente del juez Torres.
—¿Qué tiene que ver eso? Dice la prensa que ha sido un accidente —
dijo sabiendo que mentía descaradamente—. Le puede pasar a cualquiera.
Ratko había enviado a Slatan, el fiel chófer, para que manipulara los
cables del freno del coche de Torres. Lo había hecho de una forma sutil,
para que los expertos de la policía concluyeran que la rotura había sido por
desgaste.
—¿Te piensas que soy tonta?
—Aleksandar quiere verte —dijo eludiendo la pregunta—, y te sugiero
que lo hagas.
—¿Y si me niego? ¿Me vais a matar?
Ratko sacó un paquete de cigarros del bolsillo de sus vaqueros. Cogió
uno y lo prendió con un encendedor de metal. Tomó una calada y expulsó el
humo. A diario se decía a sí mismo que sería el último.
—No me tientes, Catalina —dijo y dio media vuelta y se alejó entre los
coches hasta que las sombras lo engulleron.
Ella tragó saliva y enfiló hacia el ascensor, pensativa. ¿Algún día estaría
preparada para visitarlo en la cárcel?

Aleksandar llevaba ya unos días en la cárcel de Alhaurín de la Torre, en las


afueras de Málaga. Sin embargo, no se acababa de habituar a las rutinas,
pues eran demasiado férreas para su gusto. Detestaba que las luces se
apagaran tan pronto, a las diez, como si fueran niños que necesitaran
descansar. La comida era poco variada y el postre siempre era una maldita
pieza de fruta, por lo que había adelgazado ya un par de kilos.
La única buena noticia había sido que el juez Torres estaba fuera del
tablero. Un trabajo impecable de los míos, pensó. Sonrió al imaginar las
caras de los policías que lo apresaron, aunque eso no era lo relevante. El
mensaje enviado a los jueces encargados de establecer su condena era alto y
claro. O tienen un gesto conmigo o acabarán igual que Torres.
Su abogada libanesa se lo había confesado en una de sus reuniones en
privado a las que tenía derecho como preso. A causa de las pruebas que
obraban en poder de la policía, era imposible que fuera absuelto, pero si el
juez usaba alguna maniobra legal, como la colaboración, la pena podría
reducirse notablemente. ¿Cuánto? No se sabría hasta la sentencia. Quedaba
un proceso largo y tortuoso.
Al menos tenía buenas sensaciones con respecto a la convivencia con el
resto de presos. Su estatus como jefe de los Serbios le convertía en alguien
intocable. Aun así se prometió no confiarse, siempre había una manzana
podrida en todas las cestas.
En el calendario colgado en la pared de su celda que debió de pertenecer
al anterior preso, iba tachando los días con un lápiz diminuto que le había
vendido el típico preso que consigue de todo. Tenía pensado en comprarle
más objetos, como una libreta, pero debía tomárselo con calma. ¿Para qué
las prisas?
Sobre la mesa descansaban las carpetas llenas de documentos sobre la
instrucción de su causa. Era un material complejo y denso al que debería
dedicar numerosas horas de estudio, bajo la supervisión de su abogada. Allí
estaba todo desglosado con nombres, fechas y lugares.
—Debe aprendérselo tan bien como se lo aprenderán el fiscal y el nuevo
juez —le dijo la abogada en una de las reuniones—. Ellos sabrán hasta
cuantas comas hay en cada página. Estúdielo para poder pillarles en
cualquier error que cometan. Yo soy su abogada, no una especie de maga
que lo sabe todo. Ahora dispone de todo el tiempo del mundo.
Aleksandar asintió con la cabeza. Había acertado con su contratación y
decidió que seguiría confiando en ella. Sumando todas las acciones que
formaban su ofensiva, pretendía que le cayese una sentencia lo más leve
posible. Las ganas de recuperar su libertad para estar con Catalina era un
estímulo, aunque a veces se torturara al imaginar que estaba al alcance de
cualquier baboso.
Si se acerca alguien a ella, mandaré que lo maten, pensó, rabioso.
Sintió un inesperado e inexplicable arrebato de celos. Dentro de la
cárcel su poder era limitado, por eso querer controlarla sería imposible. Ella
ya le había demostrado que era una mujer que no se dejaba amedrentar con
facilidad.
¿Ratko ya le habría transmitido el mensaje de que viniera? Joder,
maldita incertidumbre, me está matando.
Un poco más tarde, cuando estaba en mitad de sus ejercicios de
estiramiento, oyó unos pasos. Un guarda alto y fornido de expresión
aburrida apareció de repente.
—Masovic, tienes visita —dijo con desgana.
—¿Quién?
—No lo sé —respondió encogiéndose de hombros.
Aleksandar detuvo su rutina y se puso la camiseta. La abogada no
trabajaba los fines de semana. Ha de ser ella. Catalina. Ratko le ha pasado
el mensaje y ha venido lo antes posible.
—Venga, date prisa —apremió el guarda dando golpecitos en la reja.
Aleksandar le miró de soslayo con una expresión hostil. Le disgustaba
que le trataran como si fuera un preso cualquiera. Él no era como los
demás. El guarda bajó la mirada, avergonzado.
Fueron recorriendo el frío pasillo iluminado con fluorescentes colgados
del techo. Un preso de origen colombiano, con el que había intercambiado
algunas palabras, le saludó con un gesto respetuoso de la cabeza. En pocos
días se había extendido el rumor de que Aleksandar era un hombre al que
había que temer.
Pero su mente estaba centrada en Catalina. Su obsesión. En lo que le
diría y sentiría al verla. ¿Cuántos días llevaba sin verla? Demasiados.
Recorrieron más pasillos, rejas que se abrían y cerraban con un ruido
sordo, pasos que iban y venían, voces y gritos que provenían de las entrañas
de la cárcel. Por fin llegaron hasta una puerta que Aleksandar reconoció
enseguida. La sala de visitas.
Otro guarda tomó el relevo y le condujo a través de otro pasillo, en
cuyas paredes colgaban letreros con las normas de conducta. Al entrar en la
sala, su mirada ansiosa hizo un recorrido por todos los visitantes.
Catalina no estaba.
—¿Dónde está mi visita? —preguntó girándose hacia el guarda—. No la
veo.
—Sí, ahí está —respondió señalando con la mano a una mujer sentada
al otro lado de la mampara.
Aleksandar jamás la había visto. Se giró al guarda y le dijo que debía de
haber un error.
—No hay ningún error. Si no quieres hablar con ella, te llevamos de
vuelta a la celda.
Aleksandar aceptó a regañadientes. Avanzó hacia la mujer con cierto
escepticismo. ¿Trabajaría para su abogada? Lo dudaba, pero no cabía otra
explicación.
A medida que se acercaba, los rasgos de la mujer se fueron definiendo.
Tenía unos cuarenta y pocos años. Llevaba una blusa de colores suaves y
varios collares finos y bañados en oro.
—¿Quién eres? —preguntó Aleksander.
La mujer le miró fijamente.
—Soy la madre de Catalina.
Desconcertado, Aleksandar se quedó de piedra y un súbito escalofrío
recorrió su espina dorsal.
—¿Le ha ocurrido algo? —preguntó con el corazón en vilo.
—Ella está bien gracias a Dios.
Aleksandar se dejó caer en el asiento al tiempo que suspiraba de alivio.
Por un instante había sentido un miedo atroz. Le resultaba inconcebible
imaginar su vida sin Catalina.
—¿Cómo le han dejado pasar?
—Nunca subestime el poder de una madre cuando piensa que su hija
tiene un problema gordo —dijo enigmáticamente.
Aleksandar comprobó de dónde había heredado Catalina su belleza. A
pesar de que su cabello era castaño y ondulado, y el de Catalina oscuro
como el azabache, el parecido en lo demás resultaba evidente. Sobre todo
en las cejas y los ojos, también oscuros. Fue una revelación inesperada pero
que agradeció para sí mismo. Estar ahí, delante de su madre, era como si se
sintiera aún más cerca de ella.
—¿Para qué ha venido?
Carmen estudió el rostro del hombre que amaba su hija. Su mirada
penetrante, su nariz recta y sus labios sensuales. A decir verdad, no era
como se lo había imaginado. No tenía un aspecto siniestro, no. Era atractivo
y se sorprendió al pensar que ambos encajaban como pareja, pero Carmen
había acudido a la cárcel para averiguar algo más de él.
—Has metido a mi hija en un buen lío —dijo con expresión seria.
Aleksandar sonrió levemente al intuir el motivo de la visita. Echarle la
bronca. Al igual que Catalina, se veía que era una mujer con carácter.
—No le veo la gracia —dijo ella.
—Perdone —dijo respetuosamente—. Es que esperaba que viniese ella
y estoy sorprendido. Eso es todo.
—Quería venir pero yo le pedí venir primero. Quiero hablar contigo,
conocerte.
—Pues ya me tiene delante —dijo sonriendo de la manera más
seductora posible.
—¿Es verdad de todo eso que te acusan?
—Claro que no. Soy un hombre de negocios. Llevo un casino. ¿Se lo ha
contado su hija?
—Sí, pero también me ha dicho que sus negocios son ilegales. Y a mí
eso no me gusta nada.
—Depende del punto de vista. Hoy en día todo el mundo hace lo
posible por ganar menos impuestos. ¿Eso lo convierte en criminales?
—Me quiere confundir —dijo sin alterarse.
Aleksandar dio un golpe sobre la mesa con el puño. Los demás presos y
visitantes se callaron de pronto y les miraron, expectantes.
—Señora, usted es la madre de Catalina y la respeto —dijo ignorando
que fueran el centro de atención—, pero también me ha de respetar a mí.
A Carmen le entraron ganas de marcharse, sin embargo, antes tenía que
soltar lo que llevaba rondando en su cabeza desde que se enteró de la
relación.
—Tengo miedo de que a mi hija le pase algo —dijo al borde las
lágrimas.
Aleksandar sintió compasión por una mujer que demostraba valentía y
amor por su hija. Sabía que en ese momento él se la jugaba, que ella lo
juzgaría para siempre por lo que dijera a continuación.
—No le he preguntado por su nombre —dijo él.
—Carmen —dijo secando una lágrima con la mano.
—Carmen, escúcheme bien —dijo mirándola con fijeza, para que ella se
diera cuenta de que hablaba en serio—. Jamás permitiré que a Catalina le
suceda algo malo. Siempre, siempre será mi prioridad. Cuidaré de ella
como si fuera mi propia vida.
Carmen sintió que le quitaban un peso de encima. No era una mujer
ilusa, la vida le había enseñado a encontrar un equilibrio entre la esperanza
y la realidad, pero al menos tenía algo en lo que apoyarse. Una especie de
juramento. Si había un amor tan grande entre su hija y ese hombre, ella ya
no se opondría.
—Quédese tranquila —insistió Aleksandar, viendo que Carmen
guardaba silencio.
Ella asintió levemente con la cabeza. Cuando volviera a casa, su hija le
preguntaría acerca de su charla con él. No entraría en detalles, sino que le
diría que al menos le pareció un hombre de palabra.
—¿Cuánto tiempo va a estar aquí? —preguntó Carmen después de un
instante, abarcando la cárcel con los brazos.
—En cualquier momento saldré en libertad y le confesaré una cosa:
cuando lo haga voy a casarme con ella.
EPÍLOGO

UN AÑO DESPUÉS …

Aleksandar abrió la bolsa de deporte, y empezó a guardar las pertenencias


que había ido acumulando. Artículos de aseo, ropa interior, calzado, pesas,
documentos personales y un par de libros de escritores serbios. Lo hizo con
calma, disfrutando de la despedida de las cuatro paredes que lo habían
acompañado durante tanto tiempo.
Descolgó de la pared las fotografías que Catalina le había mandado, o
incluso entregado personalmente en los vis a vis. Eran sobre todo selfis en
los que su sonrisa deslumbraba. Las guardó con sumo cuidado en un
bolsillo aparte. Tampoco podía olvidarse de las cartas que ella le había
escrito. Cartas largas, emotivas, románticas que había releído cientos de
veces hasta sabérselas de memoria.
Él le había respondido con gran esfuerzo al principio, ya que no era un
hombre de letras sino de acción. Primero con textos breves, pero después su
mano se soltó y acabó llenando varios folios en los que explicaba sus
rutinas, sus pensamientos, sus sueños… Entendió el poder de la escritura
como una especie de terapia que ayudaba a llenar la distancia entre los dos.
—¿Listo? —le preguntó el guarda, esperándole en el umbral de la reja.
Aleksandar asintió con la cabeza, cogió su bolsa y salió sin mirar hacia
atrás, pero con la promesa de que jamás volverían a encerrarle. Si un año le
había parecido una eternidad sin Catalina, otra condena sería insoportable
lejos de la mujer que amaba.
No se lo confesaría a nadie, pero hubo un momento en que se preguntó
si debía abandonar la mafia por ella. Su respuesta fue inmediata. No. A
pesar de que haría por Catalina cualquier cosa en el mundo, renunciar a su
organización era renunciar a su esencia. Además de que deberían
esconderse en algún lugar recóndito del mundo, con el fin de que ninguno
de sus grandes enemigos les encontrasen para matarlos.
Durante su recorrido por el pasillo se despidió de algunos presos, los
más allegados, con los que había sobrevivido a la cárcel casi sin ningún
contratiempo. A los más avispados les prometió trabajo cuando cumplieran
sus penas. Si él no les daba una oportunidad, ¿quién lo haría?
En la garita de entrada firmó una serie de papeles, y después le
entregaron los objetos personales requisados en su primer día. Su reloj de
oro, la cartera de piel de cocodrilo, dinero en efectivo y su móvil de última
generación. Los guardias se despidieron de él con cordialidad y le abrieron
la puerta de par en par. Por fin era un hombre libre.
Nunca se alegró tanto de presenciar el sol en lo alto del cielo en medio
de unas nubes vaporosas. Una banda de pájaros volaba en dirección al
noroeste hacia la sierra. El clima era primaveral a pesar de que se
encontraban a finales de septiembre. Sonrió y empezó a caminar, pero
enseguida se detuvo para girarse hacia la cárcel y dedicarle una peineta.
Su viejo y fiel amigo Ratko le esperaba con los brazos cruzados y
apoyado en el capó del todoterreno. Vestía traje, corbata y llevaba unos
zapatos negros y brillantes. Podía haber mandado a Slatan a recogerle, pero
era un momento muy significativo y no se lo quiso perder.
Se abrazaron con fuerza. Aleksandar le agradeció toda la labor hecha en
su ausencia. Su hermandad continuaba sólida como un roble.
—¿Has traído mi ropa? —preguntó a Ratko.
—Claro, está en el maletero —respondió señalando con un gesto de la
cabeza.
Aleksandar consultó su reloj. Iban bien de tiempo. Antes de presentarse
en la iglesia, pararían en un hotel donde Ratko había alquilado una suite
para que su amigo se duchara, afeitara y vistiera con comodidad.
—Pues en marcha.
—¿Nervioso?
—En absoluto —dijo sonriendo, y ambos estallaron en una sonora
carcajada.
Ratko se puso al frente del volante, arrancó el motor y salieron
disparados. Aleksandar bajó la ventanilla y asomó la cabeza para que el
viento lamiera su rostro. Resultaba increíble como había echado de menos
esos pequeños detalles de la vida. Son insignificantes, aunque cargados de
una importancia que a diario pasa desapercibido para la gente.
—¿Traes el anillo? —preguntó Aleksandar acordándose de repente.
A modo de respuesta, Ratko se golpeó el bolsillo interior de la chaqueta.
Aleksandar sonrió. Solo de imaginar que se presentaba en la iglesia sin el
anillo de compromiso, le revolvía el estómago. Un detalle imprevisto podía
estropear la ilusión de Catalina, por eso no lo iba a consentir. En el día más
importante de sus vidas, todo debía salir perfecto.
Evocó el momento en el que pidió que se casara con él. Sí, de acuerdo,
el escenario —en la cárcel, una sala pequeña y mal ventilada con un catre
precario, y con los guardias esperando fuera— no había sido muy
romántico que digamos. Pero las condiciones fueron las que fueron.
A través de su abogada había obtenido el anillo de compromiso, y se lo
había guardado hasta el siguiente vis a vis con Catalina, algo que fue
sucediendo una vez al mes. Como mandan los cánones, se había arrodillado
mostrando la gema, una piedra fabulosa que simbolizaba el amor que sentía
por ella.
—Amor mío, eres la mujer de mi vida —dijo emocionado—. Sin ti no
existo. ¿Quieres casarte conmigo?
Catalina se llevó las manos a la boca; la emoción la embargaba por
completo. A duras penas asintió con la cabeza. Lleno de felicidad, él se
levantó y le ajustó la joya en el anular de la mano derecha en lugar de la
izquierda, pues es la tradición en Serbia.
Aleksandar, para sellar el mágico momento, la rodeó por la cintura y la
besó en los labios. Primero de una manera fugaz, como para calentar
motores. Después llegó el beso más profundo y voraz. Sin duda, supo de
una manera especial. Marcaba un antes y un después en su relación, y
señalaba un futuro lleno de felicidad y esplendor.
—Será la primera vez que pise una iglesia católica —dijo Ratko
sacando a su amigo del ensimismamiento.
Ambos habían crecido bajo el mandato de la religión ortodoxa, muy
similar a la católica en las creencias fundamentales. Sus diferencias son
sobre todo litúrgicas.
—Yo también —dijo Aleksandar hundiendo la mirada en la franja de
mar que se veía a lo lejos—, pero he pensado que más adelante iremos a
Serbia y nos volveremos a casar.
—Tu familia se alegrará mucho.
—Por eso lo hago.
—Escucha, Aleksandar —dijo mirándolo de refilón—. Antes de que te
marches de luna de miel al Caribe, he de hablarte de algunos asuntos
pendientes.
—Dispara.
Durante unos diez minutos, Ratko le puso al día de sus turbios negocios
en el casino y de las nuevas operaciones en Praga. Durante la estancia en la
cárcel, habían mantenido un contacto estrecho gracias a que Aleksandar
escondía un móvil rudimentario en su celda. A pesar de encontrarse en la
cárcel, siguió tomando decisiones relevantes para el buen funcionamiento
de su organización.
Una de ellas fue eliminar a Goran. La cumplida venganza por intentar
matarle.
Sin darse cuenta, consultó de nuevo su reloj. Calculó que dentro de un
par de horas Catalina sería su esposa. No veía la hora de que su sueño se
convirtiera en realidad.

No muy lejos de dónde estaban Aleksandar y Ratko, Catalina se


contemplaba en el espejo vestida de novia. Los nervios la comían por
dentro. Justo detrás Carmen y Vicky no dejaban de piropearla.
El vestido lucía un escote palabra de honor que dejaba ver la armonía de
sus hombros. La falda de tul se desplegaba con un encanto especial en cada
uno de sus pliegues. Todo en ella, reflejaba un romanticismo y esplendor
que dejaba mudo de asombro a cualquiera.
—Por fin voy a casarme —dijo Catalina, y pronunciar esas palabras no
hizo más que aumentar su nerviosismo.
No habían sido un año sencillo de espera. La distancia que le separaba
de Aleksandar había resultado ser un desafío más difícil de lo que habían
creído. Hubo momentos en los que lloró de tristeza, a solas, tumbada en la
cama de su dormitorio, deseando que acabara por fin el martirio de la
ausencia del hombre de su vida. Ahora todo ese sufrimiento quedaba atrás y
notaba en el vientre el cosquilleo de la felicidad.
—¿Ya habrán salido de la cárcel, verdad? —preguntó Catalina.
—Estarán en el hotel, preparándose —respondió su amiga y también
madrina de la boda.
Vicky había logrado saldar la deuda de la tienda gracias a que sus ventas
habían subido, y también porque Aleksandar le perdonó una parte
importante. Ya era la dueña legítima de Ocean Chic.
—Me muero de ganas de verle —dijo Catalina volviendo a estudiar el
maquillaje—. Por fin se acabaron los vis a vis.
Muchas cosas iban a cambiar después de la boda. Catalina había
solicitado una excedencia en su trabajo. Necesitaba tiempo para organizar
su nueva vida junto al hombre que amaba. Su labor dentro de la ilegalidad
podría acarrearle problemas. Pero ¿era justo renunciar a su vocación de
ayudar a los necesitados?
Por eso Aleksandar le había propuesto que fundara y dirigiera una
organización sin ánimo de lucro, ya que Catalina le había dejado claro que
no sería una mujer florero. La ayudaría con donaciones que salieran de los
bolsillos de la gente más pudiente de Marbella. La labor al frente del casino
le había puesto en contacto con las clases altas. A pesar de que su estancia
en la cárcel había dañado ligeramente su imagen, se repondría a base de
organizar fiestas exclusivas.
—Además, tendremos niños. Un montón, cinco o seis —le dijo
Aleksandar un día de visita.
—¿Cómo? ¿Cinco o seis? ¿Estás loco?
—¡Quiero una familia numerosa!
A Catalina le encantó el centelleo de ilusión que atisbó en el fondo de
sus ojos de miel.
—Bueno, empezamos por uno y después vamos viendo —dijo ella.
—Con cinco me conformo.
—Cinco bofetadas es lo que voy a darte —dijo mirándole con falsa
indignación.
—Cariño, ya sabes que eso me pone.
Ya en la iglesia de Nuestra Señora de la Encarnación, un primo de su
madre la conducía al altar bajo la atenta mirada de familiares e invitados,
entre los que se encontraban Laura y Sebas. Al fondo vio a Aleksandar y su
corazón empezó a latir más deprisa. Intercambiaron una sonrisa cómplice.
Tuvo que reprimir el ímpetu de correr y estrujarlo entre sus brazos.
Cuando estuvieron juntos frente al cura, ella pudo deleitarse con la
elegancia de Aleksandar. Lucía un impecable chaqué oscuro y debajo un
chaleco de color gris. Una rosa colgaba del ojal dando un toque distinguido.
—Qué guapísimo que estás —susurró Catalina.
—Lo sé —dijo él, socarrón—. Tú también estás muy guapa.
—Lo sé.
Ambos rieron por lo bajo. El cura, bajito y de unos sesenta años, ladeó
la cabeza como pidiendo compostura en la casa del Señor. Después
comenzó la ceremonia con gran solemnidad.
Qué ganas de que llegue la noche, pensó Aleksandar.

Y la noche acabó de llegar a la villa de Aleksandar, donde dormirían antes


de marcharse de luna de miel a Cancún. A pesar del agotamiento por la
boda, la lujuria y del amor no tardó en desatarse en el dormitorio del ya
matrimonio Masovic.
No habían pensado en otra cosa en todo el día. Por fin follarían donde
comenzó todo, lejos de esos encuentros breves y desangelados en la cárcel.
En un abrir y cerrar de ojos se encontraron desnudos sobre la cama redonda,
la ropa tirada de cualquier manera. Se besaron con una desesperación que al
mismo tiempo encerraba la promesa de un sexo brutal y perturbador.
Aleksandar acarició sus pechos con una lascivia que ascendía a toda
velocidad desde su entrepierna. Se miraban con devoción y les excitaba oír
los jadeos del otro. Después de tantos contratiempos, por fin disfrutaban de
una noche de absoluta liberación. Ya nada se interpondría entre ellos.
—En cuanto me tocas, me vuelvo loca —musitó Catalina, sintiendo las
posesivas manos de él vibrando sobre su piel—. Quiero que me folles así
todos los días.
Aleksandar conocía tan bien el cuerpo de su esposa, que sabía por
dónde atacar hasta que ella quedara completamente a su merced.
—Te prometo que esto será así siempre, amor mío —le dijo y azotó su
trasero con la palma de la mano bien abierta.
A cada golpe, Catalina lo animaba con una sonrisa lasciva. Aleksandar
estaba fascinado por cómo sus nalgas se tensaban, y sus gemidos se volvían
más acelerados.
El elegante cuello de princesa, las sensuales curvas de su cadera, sus
pechos tersos y suntuosos… El cuerpo de Catalina causaba estallidos de
fuego. Solo él era capaz de extraer la pasión que anidaba en su interior, pues
nadie comprendía como él la oscuridad de su corazón.
—Sabes lo que me gusta —susurró ella entre jadeos, levantando el culo
ligeramente enrojecido—. Dámelo ya o te mataré.
Aleksandar, totalmente empalmado, le separó sus espléndidas nalgas.
Sus ojos brillaron ante la revelación del paraíso carnal.
—Si tengo que morir… que sea mientras te follo.
Catalina sintió el asombro y el gozo cuando su enorme falo la poseyó.
Ah, una deliciosa locura.
Bajo la pálida y otoñal luz de la luna que llegaba hasta el dormitorio,
eran dos amantes insaciables que anhelaban fundir su llameante delirio en
uno solo. Llevaban esperando mucho tiempo un momento como ese, de
plena química, intimidad y erotismo. Todo sabía nuevo y a la vez diferente.
—Más, quiero más —ordenó ella.
El ritmo que él imponía era veloz e implacable, y Catalina se lanzó
hacia el éxtasis, mientras que Aleksandar se deleitaba al verla abrumada por
su propio ardor. Juntos notaron un temblor por todo el cuerpo y la sensación
de que perdían la consciencia, de que caían en un abismo eterno.
Unos minutos después, se instaló un silencio, ya que cada uno
necesitaba un tiempo para resucitar. Era de madrugada y la villa permanecía
sumergida en la oscuridad. Aleksandar se giró hacia ella y se sorprendió al
ver cómo brillaban sus ojos, como si estuviera a punto de llorar.
—¿Qué te ocurre, estás bien?
Ella asintió y se volvió hacia él para que sus miradas se entrelazaran.
—Ha sido un día de muchas emociones —dijo ella, sonriendo y
apoyando una pierna encima del robusto muslo de Aleksandar.
—Quiero que estemos juntos toda la vida —murmuró, acercándola aún
más a él.
Catalina sintió un hormigueo en el vientre. ¿Podían existir palabras más
dulces?
—Siempre quise preguntarte una cosa —dijo ella—, pero en los vis a
vis teníamos tan poco tiempo…
—Dime, corazón.
—¿Cómo encontraste a Luca?
—¿Luca, qué Luca?
—El chico que se escapó de casa.
Aleksandar fingió que se esforzaba en recordar.
—No sé de que estás hablando —dijo sin poder evitar sonreír.
—Qué mal mientes. Sé que fuiste tú.
—Creo que se te ha subido un poquitín el champaña a la cabeza, cariño.
Catalina deslizó lentamente sus dedos por la frente de Aleksandar, sobre
sus labios, alrededor de sus ojos y finalmente acomodó con gracia su
cabello revuelto.

FIN

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