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ROBYN HILL
ÍNDICE
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Epílogo
PRÓLOGO
Catalina notó que se quedaba sin aire. Luchó consigo misma para no
desmayarse ahí mismo, en el ascensor. Aleksandar la miraba con fijeza,
como si quisiera leer sus pensamientos. Las líneas duras y frías de su
mandíbula marcaban la tensión en su rostro. Cada gesto y cada mirada
transmitían una amenaza silenciosa que la hacía sentir al igual que una
presa en una trampa mortal. Como pudo, reunió el valor suficiente para
hablar.
—¡No he hablado con nadie, te lo prometo! —exclamó con la
respiración agitada, dando un paso hacia atrás y sintiendo el espejo de la
pared en su espalda.
Aleksandar sonrió astutamente; parecía disfrutar con la situación. Sin
decir nada más, apretó el número del piso. El 7.º. Catalina se preguntó
cómo podía saber el número del piso en el que vivía. Las puertas del
ascensor se cerraron lentamente y empezaron a ascender en medio de un
ruido mecánico.
—Lo sé —dijo con seriedad—. Sé que no has hablado con policía.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó ella.
Sacó las llaves del bolso pensando que podía usarlas como arma para
defenderse. Sería inútil intentar coger el móvil y llamar a la policía. Se lo
impediría con una facilidad pasmosa.
Aleksandar no respondió. Se acercó a ella transmitiendo una absoluta
calma.
—¿Te crees que voy a hacerte daño? —preguntó.
El sexy aroma del perfume que llevaba Aleksandar la envolvió, lo que
dejó a Catalina totalmente desconcertada. No sabía qué sentir, si atracción o
miedo, ¿o quizá era ambas cosas las que pugnaban por abrirse paso en su
interior?
—Te he hecho una pregunta, ¿qué es lo que quieres? —insistió Catalina,
sin saber de dónde había salido esa fuerza y descaro que impulsaron sus
palabras.
Aleksandar soltó una carcajada y al hacerlo, sus hoyuelos se marcaron
aún más. La luz del ascensor intensificaba el color miel de sus pupilas.
¿Cómo puede ser tan guapo?, se preguntó ella.
—Sé que has pensado en mí todo este tiempo —dijo Aleksandar—.
Nadie te ha puesto tan cachonda como yo.
Catalina sintió el deseo de que todo fuera un sueño. No acababa de creer
lo que estaba sucediendo. Los latidos de su corazón resonaban por todo su
cuerpo. Deseaba que ese hombre se marchara lo antes posible, pero su
orgullo le impedía demostrar inseguridad.
—¿Es así como tratas a todas las mujeres? —dijo con el rostro crispado.
Aleksandar estaba tan cerca de ella que no corría el aire.
—Vaya… no me decepcionas, Catalina. Eres una mujer con carácter.
Sin duda, tienes algo especial —dijo transmitiendo un cierto respeto hacia
ella.
El ascensor seguía ascendiendo. Catalina pensó que tardaría una
eternidad en llegar hasta el séptimo piso.
—¿Qué dices? No me conoces de nada.
La fuerte mano de Aleksandar se apoyó en su antebrazo. Ella sintió una
leve sacudida eléctrica por todo su cuerpo, y enseguida, asustada, se zafó
con un gesto enérgico.
—Te equivocas, sé mucho acerca de tu vida —dijo él con sutileza—.
Mucho más de lo que imaginas.
Catalina sintió un escalofrío por su espina dorsal. Entonces que me
vigilaban por la calle era verdad, pensó.
—Me has espiado —dijo negando con la cabeza, como reprobando su
comportamiento.
—No —dijo con una sonrisa amplia—. Otros lo han hecho por mí.
—¿Cuál es la diferencia?
Aleksandar arqueó una ceja. No estaba dispuesto a que ella llevara la
iniciativa de la conversación, así que decidió darle un giro.
—Me gusta mucho la ropa que llevas, pero me gusta mucho más el
vestido negro de la otra noche. ¿Aún lo tienes, verdad?
—Tú sabrás, eres tú quien me ha estado espiando. ¿No dices que lo
sabes todo de mí?
Aleksandar volvió a reír. A cada instante le gustaba aún más esa mujer.
Tenía una insolencia que jamás había experimentado en otra. Pero él se
guardaba un as en la manga.
—Es verdad, veamos qué tal lo he hecho —dijo y se arrimó tanto a ella
que le llegó el aroma de su piel—. Catalina Rosales. Veintisiete años.
Trabajadora social. Graduada brillantemente por la Universidad de Málaga.
Llevas un año en tu actual puesto de trabajo. Una mujer volcada en ayudar a
los demás. Tu relación más duradera fue de seis meses con un tal Martín,
que me lo imagino un don nadie. No has tenido mucha suerte en el amor,
aunque yo diría que tampoco lo has buscado con mucho interés. Follas y
después no quieres saber nada más…
Mientras lo escuchaba, Catalina se debatía entre la curiosidad y la
indignación por airear los detalles privados de su vida. No le sorprendió que
un criminal como Aleksandar tuviera acceso a tanta información. Dirigió la
mirada hacia el panel del ascensor, aún quedaba hasta llegar a su piso. Rezó
para que algún vecino detuviera el ascensor y se subiera.
—Vives de alquiler, aunque estás ahorrando para en el futuro ser dueña
de un piso —continuó Aleksandar con su acento característico del este—.
Aquí viene lo más interesante. Tu madre se llama Carmen, y ahora vive en
Barcelona. Os llamáis con mucha frecuencia, por lo que es evidente que
estáis muy unidas. Además, tu mejor amiga se llama Victoria, y es dueña de
una tienda de ropa que pasa por apuros económicos. Pero hay algo en tu
historia que no me encaja.
—¿Y qué es, tío listo?
—Hay un hueco de dos años desde los doce a los catorce en el que no se
sabe nada de ti. Ni fuiste al colegio, ni viviste en tu casa. Es como si
hubieras desaparecido de la Tierra durante ese tiempo. ¿Qué pasó, dónde
estuviste?
Sintió que las rodillas le temblaban. Por nada del mundo le confesaría
ese tenebroso episodio de su pasado, porque cada día luchaba por dejarlo
atrás definitivamente.
—No es de tu incumbencia —espetó.
Quizá por ese atrevimiento, Aleksandar notó qué su libido se
concentraba en su miembro, que sentía cada vez más erecto y duro. Imaginó
que la penetraba ahí mismo, y fantaseó con la expresión de puro placer de
ella. Tenía conciencia de que había follado más de una vez en un ascensor,
pero no recordaba con quién, las caras de las mujeres se mezclaban en un
carrusel. Ninguna le transmitía un mínimo de emoción.
—Así que ocurrió algo interesante… Un secreto para todo el mundo.
¿Guardas muchos más secretos? —preguntó clavándole la mirada.
Catalina se sintió incapaz de fijarse en otra parte. Se sentía subyugada al
majestuoso poder de sus ojos color miel. Tragó saliva y de nuevo, reunió el
valor suficiente para plantarle cara.
—¡Di de una vez lo que quieres de mí, y déjame en paz! —dijo alzando
el tono, procurando transmitir odio que es lo que sentía hacia ese hombre
que la tenía cautivada.
Alexandre sonrió de una manera arrogante. Le gustaba ejercer su
dominio.
—Vas a cenar conmigo —dijo, y al sonreír con arrogancia mostró sus
dientes blancos y perfectos.
Catalina comprendió lo que quería y sintió miedo de que una parte de
ella estaba dispuesto a concedérselo, porque en el fondo también lo
deseaba.
—¿Contigo? Ni de coña. Antes muerta que cenar con alguien que usa la
violencia como modo de vida.
—No te he preguntado si quieres. Te he dicho que vas a cenar conmigo.
Se oyó el timbre que anunciaba el piso. Habían llegado al séptimo. Las
puertas se abrieron con parsimonia.
—Como no me dejes marchar, gritaré —dijo ella.
—No voy a retenerte contra tu voluntad, al menos no hoy —dijo con un
tono ambiguo, sin dejar claro si hablaba en serio o en broma.
Catalina dudó un instante qué hacer. Podía tratarse de una trampa. Con
ese hombre, marcharse no podía resultar tan sencillo.
—¿Qué ocurre? ¿Quieres quedarte en el ascensor para siempre?
Por fin, su cuerpo obedeció a su mente y dio el primer paso hacia la
salida. Súbitamente Aleksandar alargó la mano y ella se detuvo, inquieta.
Su cuerpo se quedó rígido como una estatua. Pero suspiró discretamente, al
darse cuenta de que él solo quería evitar que las puertas se cerrasen
automáticamente.
Justo al cruzar el umbral, cuando pensaba que iba a recuperar su
libertad, Aleksandar le habló.
—El viernes pasará un coche a recogerte a las diez —dijo y apretó el
botón del aparcamiento—. Ah, y ponte el vestido que ya sabes que me
gusta.
Catalina frunció el ceño. De repente sintió cómo la ira la dominaba. Sin
pensarlo dos veces avanzó hacia él y, para sorpresa de Aleksandar, lo
empujó con fuerza hacia atrás.
—¡No soy tu puta! —exclamó al tiempo que, furiosa, lo golpeaba con
las manos.
Aleksandar la cogió por las muñecas. Ella forcejaba para recuperar sus
movimientos, pero sus manos parecían de hierro.
—¡Puedo tener las que quiera y sin pagar! —gruñó él sin soltarla.
Catalina sintió cómo sus pezones se endurecían. Solo había bastado con
que él se fijase en sus pechos para que se pusieran erectos.
—¡Jamás, maldito bastardo! —exclamó, intentando zafarse de nuevo de
sus garras.
Las puertas del ascensor se volvieron a cerrar. Volvían a estar
encerrados.
—Estás loca si crees que estás en posición de elegir —dijo, disfrutando
al observar cómo el cuerpo de ella reaccionaba a sus palabras. Era
consciente de su gran capacidad de seducción.
—¡Suéltame, hijo de puta! Antes muerta que… —dijo ella,
desafiándole.
—Sabes que lo deseas tanto como yo —susurró.
Le soltó un brazo y después el otro. El bolso cayó al suelo. Por encima
de los leggings, puso la mano en el llameante sexo de ella.
—¿Lo tienes ya húmedo, verdad?
La mente de Catalina le ordenaba que saliera ya de allí, sin embargo, su
cuerpo no obedecía. Quería abofetearle, pero sabía que era lo que él
buscaba. La provocación.
—Sé lo que necesitas, cómo hacerte gritar de placer hasta morir —dijo
él frotando su mano con habilidad sobre su sexo—. Libera tus instintos y
atrévete a gozar del sexo de tu vida. En una noche te correrás más veces que
en toda tu vida.
Un instante antes de que llegara el orgasmo, Catalina se apartó
violentamente. Ya tuvo suficiente con lo que pasó en el reservado del beach
club. Después se sentiría arrepentida. A pesar de que Aleksandar le
producía una agitación increíble, se obligó a mantener el control de sus
emociones. Un pensamiento la asaltó de repente sin saber por qué. ¿Era ella
una reprimida? ¿Por eso se empeñaba en decir que no? No, era absurdo. Lo
que pasaba era que él ejercía sobre ella una presión abrumadora.
—Deberías avergonzarte de ti mismo —dijo Catalina con desprecio.
Él negó con la cabeza.
—Soy fiel a mis instintos y sé lo que quiero, por eso estoy donde estoy.
—¿Te refieres a que eres un hombre violento?
—Solo cuando me atacan.
—Excusas… —dijo sin apartar la vista de sus bellas pupilas, que
lograban que su cuerpo ardiese con un simple pestañeo.
Aleksandar volvió a esbozar una sonrisa astuta. Era consciente de que
había logrado plantarse en la mente de Catalina. Su intuición le decía que
ella llevaba varios días pensando en él y que pensaría en él los siguientes.
Ella desprendía un fuego que ansiaba ser liberado con absoluta
desesperación. Y eso era uno de los retos que al serbio le hacían sentir vivo.
—Recuerda que el viernes un coche pasará por ti —dijo procurando ser
muy claro en sus intenciones—. No hace falta que te diga lo que ocurrirá si
no obedeces.
Ella dudó y Aleksandar intuyó lo que estaba pensando.
—Llamar a la policía será el error de tu vida —dijo alzando un dedo
amenazador delante de su cara—. Lo lamentarás tan profundamente que
desearás no haber vivido.
—Eso está por ver —replicó.
Aleksandar agarró su barbilla con la mano. Estaba empezando a
cansarse de su actitud. Cualquier testigo de sus actos delictivos que pudiera
ser un inconveniente a sus intereses, estaría enterrado a dos metros bajo
tierra. Sin importar que fuera hombre o mujer. Si con Catalina era diferente
se debía a su espectacular físico y a algo más que no sabía bien lo que era,
pero que le motivaba a prestarse a este juego de seducción, como le gustaba
llamarlo.
Cuando terminara de follársela hasta la extenuación, cuando ya no
pudiera más de las veces que se correría en ella, cuando su boca se saciara
de comerle los pechos, al instante ¿como siempre se olvidaría del nombre
de la mujer y pasaría a la siguiente?
—Déjate de juegos estúpidos —dijo él.
—El viernes tengo planes.
—Pues los cancelas —dijo con un centelleo de hostilidad en su mirada
—. ¿Está claro?
Catalina se quedó callada. Aleksandar se inclinó y apretó uno de los
botones del panel. Las puertas del ascensor se abrieron. Se apoyó en el
espejo y cruzó los brazos, como dando por terminada la conversación.
Ella le lanzó una mirada de desprecio antes de marcharse. Cogió su
bolso del suelo y se marchó. Mientras se dirigía a su piso por el pasillo,
volteó la mirada al sentir que él la acechaba, pero se dio cuenta de que
había sido su imaginación.
Catalina metió la llave en la puerta de su piso. Abrió, entró y después de
cerrar apoyó la espalda. Sintió cómo el ambiente reconfortante de su casa la
envolvía y la aislaba de la tensión. El encuentro con Aleksandar había
dejado un rastro vibrante en su piel.
Cuando pudo volver a respirar con calma, dejó su bolso en el sofá. En la
cocina se sirvió vino tinto en una copa de cristal. El alcohol remató los
últimos nervios que bullían en su estómago. Suspiró de nuevo
profundamente. De repente, oyó la voz de Aleksandar en su mente.
«Sé lo que necesitas, cómo hacerte gritar de placer hasta morir».
Este hombre está plantado en mi cabeza. Tengo que hacer algo para
quitármelo de en medio. ¿A quién puedo llamar? ¿A Vicky, a mi madre?
Pero antes debo calmarme. Sí, creo que me voy a dar una ducha. Necesito
eliminar todo huella de ese criminal.
«Libera tus instintos y atrévete a gozar del sexo de tu vida».
Quiere follarme, pero yo no soy una de sus putas. ¿Quién se ha creído
que soy? ¿Será capaz de cumplir su amenaza si no me echa un polvo?
¿Tengo que llamar a la policía? Sí, eso es lo que tengo que hacer. Lo más
sensato. No permitiré que ese tipejo me mangonee como a una cualquiera.
Unos minutos después se encontraba desnuda bajo la ducha. El agua
caía sobre su cabeza como una cascada. Cerró los ojos, dejando que las
gotas se deslizaran por su piel, llevándose consigo la angustia y el
desconcierto.
Pero los recuerdos no eran fáciles de borrar. La imagen de los ojos
penetrantes de Aleksandar la asaltó de repente. Evocó el modo en que la
había mirado, como si pudiera leer sus pensamientos más profundos. La
tensión entre ellos era evidente, como una corriente de alto voltaje con
peligro de muerte.
Apoyó sus manos húmedas en la pared de la ducha, dejando que el agua
le acariciara la espalda. Cerró los ojos nuevamente y fantaseó que las manos
de Aleksandar recorrían con ansia su cuerpo. Era como una promesa de
algo más, algo excitante, aunque no sabía si estaba dispuesta a aceptarla.
El suave aroma del jabón llenaba el baño, e imaginó que era su aroma,
una mezcla de misterio y seducción que estimulaba sus pechos. Se mojó la
cara intentando controlar las emociones que empezaban a embargarla.
Quiero controlarme, pero no puedo aguantar más, creo que voy a
estallar.
Las manos de Aleksandar, grandes, viriles y pulcras recorrían su vientre
y su sexo. Después acarició el interior de sus muslos, incluso llegó a
cogerse de las nalgas y hundió sus dedos en ellas, como si fuera dos
personas a la vez. Cómo deseaba a ese hombre. Lo suyo era pura lujuria.
—Aleksandar… —musitó enredada en el fresco murmullo del agua.
Con una mano se acarició con lascivia un pecho y con la palma se frotó
el clítoris, fantaseando con que Aleksandar la embestía por detrás una y otra
vez. Se vio a ella misma en el ascensor, apoyándose en el espejo con
Aleksandar justo detrás de ella, follándosela sin piedad.
—Eres mía —le decía, su lengua lamiendo su oído en un
estremecimiento que le hizo soltar un gemido largo y profundo.
—Soy… tuya —dijo ella entre jadeos, sintiendo que el morbo se
apoderaba de ella y amenazaba con destruirla de placer.
Con su cuerpo mojado y envuelta en el aroma del jabón, llegó al clímax
mordiéndose los labios. El corazón se desbocó y tuvo que esperar unos
segundos para recuperarse. Alzó la cara para que el agua masajeara sus
facciones. Disfrutó dejando la mente en blanco, simplemente dejándose
llevar.
Pero enseguida sintió una punzada de remordimiento.
Estás mal de la cabeza, Catalina. Ahora fantaseas con mafiosos. No, no
puede volver a pasar.
Cerró el grifo y salió de la ducha cubriendo su cuerpo con una toalla.
Limpió el vaho del espejo con la mano. Se quedó mirando su reflejo. Su
mirada transmitía vulnerabilidad y determinación. Aunque se había
cobijado en casa para escapar de las emociones tumultuosas que Aleksandar
le había despertado, ahora se daba cuenta de que no podía, que estaba
atrapada en el deseo.
Catalina se vistió con una camiseta de tirantes y unos shorts. Se dejó
caer en el sofá, sosteniendo su copa de vino entre las manos. Mientras bebía
un sorbo no pudo evitar revivir una vez más la tórrida escena en el ascensor.
Joder, qué obsesión.
Aleksandar seguía siendo un enigma que la intrigaba y la asustaba por
igual, un dilema que no sabía si estaba preparada para resolver.
C A P ÍT U L O 7
El sol derramaba sus intensos rayos sobre las calles de Marbella. Aún le
quedaban unos cuarenta minutos para regresar al Centro, así que Catalina
decidió pasarse por la tienda de Vicky. Quería contarle todo sobre el
mafioso. Cómo lo deseaba y temía a la vez. Ella era su mejor amiga. Debía
saberlo.
Al entrar, la campanilla tintineó suavemente. Se sintió mecida por el
aroma de incienso y telas. Sus ojos se posaron en las paredes adornadas con
coloridos tapices y mandalas. Prendas de colores vibrantes colgaban en las
estanterías y en los maniquíes, capturando la esencia bohemia que
caracterizaba a Ocean Chic.
La atmósfera relajada y amigable le infundieron una inesperada calma.
Las vitrinas exhibían accesorios únicos, desde collares de cuentas hasta
diademas de flores. Cada rincón parecía contar historias lejanas de paz y
amor a la naturaleza. Pero le extrañó no ver como siempre a su amiga detrás
del mostrador.
—¿Vicky?
Silencio. Quizá se ha marchado para hacer algún recado, pensó. Sus
pasos inquietos la llevaron al corazón de la tienda, una especie de despacho
y almacén desde donde su amiga llevaba las cuentas del negocio.
—¿Vicky? —insistió.
Con cierto nerviosismo, siguió avanzando. Su mente le traicionó
imaginando que algo grave le había sucedido. ¿Y si Aleksandar le hubiera
hecho daño? Solo de pensarlo sintió una corriente de angustia atenazando
su pecho. Si algo le ocurría no se lo perdonaría jamás.
Cuando vio a su amiga de espaldas, suspiró aliviada.
—Ah, Vicky, estás ahí… —dijo sonriendo—. ¿Tía, por qué no me
respondes, es que no me has oído?
Al girarse, Catalina descubrió que su rostro estaba algo hinchado y sus
mejillas tenían un color rojizo. Estaba llorando.
—Dios mío, ¿qué te ocurre? —preguntó llevándose una mano al pecho.
Vicky abrió los brazos y ambas se fundieron en un abrazo.
—Ay, amiga… —dijo Victoria entre sollozos—. Qué desastre todo.
—¿Se puede saber qué pasa?
—Esto es lo que pasa —dijo mostrando una carta.
Antes de empezar a leerla sintió una punzada de advertencia, como si ya
supiera lo que decía.
«Estimada Victoria Fuentes,
Por medio de la presente, queremos informarle que la deuda
correspondiente al contrato 25692234 con fecha de 18 de agosto de 2022
está próxima a vencer. Lamentablemente, hasta la fecha actual no hemos
recibido el pago correspondiente a dicha deuda, a pesar de los recordatorios
y notificaciones previas.
Le recordamos que, de acuerdo con los términos y condiciones
establecidos en el contrato, el vencimiento de la deuda conlleva la
activación de la cláusula de desahucio. Dado que el impago ha persistido y
no se ha alcanzado una resolución satisfactoria, nos vemos en la obligación
de informarle que el proceso de desahucio será llevado a cabo en un plazo
de un mes a partir de la recepción de esta carta. Es imprescindible que se
abone esta deuda antes de la fecha límite mencionada».
En cuanto terminó de leerla supo que Aleksandar estaba detrás de la
sucia maniobra. Si había cualquier atisbo de que su amenaza fuera un farol,
ahora se demostraba que ese bastardo estaba dispuesto a todo con tal de que
se acostara con él.
Sintió el ímpetu de arrugar la carta, tirársela a la cara y escupirle, sin
embargo, se contuvo de expresar su odio delante de su amiga.
—No sabía que habías pedido un préstamo —dijo procurando evitar que
sonara a reproche.
—Ningún banco quería concederme uno, las cuentas iban regular, así
que tuve que acudir a una empresa de préstamos. Pedían un interés muy
elevado, pero no vi otra salida. Parecía tan fácil.
A Catalina se le encogió el corazón. Le dolía en lo más hondo ver a su
amiga en ese estado de sufrimiento.
—Me lo podías haber contado. Somos amigas, ¿no?
—No quería aburrirte con mis problemas.
—Anda, ven aquí —dijo abrazándola de nuevo.
—Qué tonta fui. Debería haber buscado otras formas. No lo entiendo,
Cata, todo iba bien y, de repente, me exigen el dinero pero ya. ¿A qué viene
tanta prisa? De verdad, no lo entiendo.
Catalina se quedó pensativa. ¿Tendría Aleksandar algo que ver? Qué
coincidencia más extraña.
—Escúchame, bien —dijo mirándola fijamente—. Saldrás de esta.
Puedo prestarte un poco de dinero. ¿De cuánto es la deuda?
—Quince mil euros —respondió secándose las lágrimas con la mano.
—Joder… —masculló—. Es mucho dinero.
—Ya… —dijo bajando la cabeza—. Estoy metida en un buen lío.
Catalina decidió cambiar de planes y no desvelarle el motivo de su
visita. Resultaba preferible no añadir más presión a sus problemas
económicos. Sin embargo, seguía teniendo la sospecha de que el mafioso
estaba detrás de la carta, manejando los hilos en la sombra. Recordó que él
había nombrado a Vicky cuando se vieron la última vez. Era como si
quisiera enviarle un mensaje amenazante.
El avión se elevó sobre las nubes y Aleksandar se sumió en sus
pensamientos. El vuelo a Praga duraría unas tres horas, tiempo más que
suficiente para repasar todo lo que debía decirle a Milanka. Básicamente
que él no deseaba casarse.
No quería herir sus sentimientos, pero le exigiría una prueba de que el
hijo era suyo. Y si lo era, se haría cargo de los gastos del embarazo y la
manutención. Nada más.
En lo más hondo de su interior, sabía que no sería un buen padre. Aún
no estaba preparado. Su estilo de vida resultaba demasiado peligroso para
criar a un niño. Además, en cuanto sus enemigos lo descubrieran su
organización tendría un punto vulnerable.
Debía convencerla de que casarse sería un error para ambos, de esta
forma si ella estaba de acuerdo, Viktor, su padre, no se sentiría ofendido y
evitaría desatar hostilidades en su contra.
Había algo más. Aleksandar se sentía incapaz de dejar de lado sus
propios sentimientos. Comprometerse con alguien a quien no amaba, era un
error muy grave. Sin duda, el matrimonio se acabaría convirtiendo en una
cárcel. ¿No lo eran todos?
Y luego estaba Catalina.
De no haber tenido la necesidad de viajar, esa misma noche ya se la
hubiera follado. Este viaje sucede en el peor momento, pensó. Solo con
fantasear un poco con ella notaba su miembro pugnando por salir de su ropa
interior. Su curiosidad por explorar salvajemente su cuerpo le tenía
inquieto, como un león enjaulado.
Si todo va bien en Praga, dentro de dos noches serás mía, pensó.
Y se fijó en sus manos, elegantes, fuertes, capaces de matar pero
también de sentir el placer de un cuerpo femenino. Dentro de muy poco se
adueñarían de los pechos de Catalina, los acariciaría de una forma que se
correría solo con eso.
—Deja de pensar en ella —dijo Ratko.
—¿Eh?
Su amigo le conocía tan bien que a veces adivinaba sus pensamientos.
Se lo había llevado como consejero, por si acaso ocurría algún incidente
con la familia de Viktor. A pesar de que confiaba en los Kuznetsov, ser
precavido era una de las enseñanzas de su padre que nunca había olvidado.
—Estás en el limbo, como en otro planeta —dijo con un deje de
sorpresa en su voz.
—Ha de ser mía a toda costa, Ratko.
—Y lo será.
Aleksandar sonrió y después se giró hacia la ventanilla. Con la mirada
perdida en el cielo azul, poblado de nubes, evocó el vínculo que se había
forjado con Ratko en las agresivas calles de Belgrado, cuando eran dos
chiquillos traviesos. Aquellos días de complicidad seguían grabados en su
mente, recordándole que incluso los caminos más oscuros podían contener
algo de luz.
Una escena en particular la recordaba con viveza. Un atardecer frío, los
edificios toscos y serios de Belgrado adquirían tonos metálicos mientras el
sol se hundía en el horizonte. Ambos estaban en un callejón estrecho,
rodeados de cajas de cartón y paredes enmohecidas. Habían descubierto una
pila de neumáticos abandonados con la que crear su propio reino.
—¡Mira esto, Aleksandar! —exclamó Ratko alzando como una espada
un viejo bastón abandonado—. ¡Somos valientes caballeros defendiendo
nuestro castillo!
Aleksandar cogió el palo de una escoba que sobresalía de una de las
cajas. Se enfrentaron a enemigos imaginarios, mientras agitaban sus
improvisadas armas.
—¡Juntos ganaremos, Ratko! ¡Soy el mejor espadachín de todos los
tiempos! —exclamó Aleksandar fingiendo que esquivaba un golpe.
Ratko fingió indignación, moviéndose ágilmente.
—¡Pues yo el más valiente! ¡Están subestimando mi habilidad secreta!
¡A por ellos!
Las risas llenaron el callejón mientras seguían con su juego de fantasía
medieval, olvidando por un momento las preocupaciones de la vida
cotidiana. Esa escena reflejaba la esencia de su amistad: el apoyo y la
lealtad incondicional.
Ahora, más de veinte años después, esa amistad persistía. Juntos habían
entrado en el mundo del crimen, llevando su complicidad a un nivel
superior. A pesar de los horrores a los que se habían enfrentado, Aleksandar
encontraba consuelo en saber que tenía a Ratko a su lado como un hermano
de sangre. El brillo de su amistad seguía refulgiendo, recordándole que la
verdadera amistad nunca se desvanece.
—¿Echas de menos Belgrado? —le había preguntado Aleksandar no
hacía mucho tiempo.
—Sí. ¿Y tú?
—También.
Siete años atrás ignoraban por completo que acabarían viviendo en la
Costa del Sol, liderando una organización mafiosa. Su exilio había sido
forzado. Si hubieran permanecido más tiempo en Belgrado, sin duda la
muerte les habría alcanzado a la vuelta de la esquina.
Todo empezó con su hermana Vesna.
Aleksandar cerró los ojos al revivir el dolor que le causó la muerte de su
hermana. Él tenía veintipocos años. Recordó con claridad cómo sostuvo a
su hermana, quien había sido alcanzada por un disparo en plena calle.
Vesna, apenas una adolescente cerca de la mayoría de edad, luchaba en sus
brazos por aferrarse a la vida. Se agarraba a su camisa, murmurando
palabras incomprensibles. Sus manos se mancharon con la sangre que
manaba del vientre, mientras los pensamientos de venganza de Aleksandar
crecían con cada latido de su corazón.
Miró a su alrededor, buscando frenéticamente al responsable del
disparo. Vesna tosió débilmente, y un hilillo de sangre brotó de la comisura
de la boca. Sus ojos se encontraron con los de Aleksandar, una mirada de
súplica y miedo antes del último suspiro. Él prometió en silencio que
encontraría al responsable, que no descansaría hasta vengarse de lo que le
habían arrebatado.
La muerte de su querida hermana lo había dejado con un corazón
herido, y una necesidad imperante de ajustar cuentas. Cada detalle de su
obsesiva investigación por saber quién había sido el asesino estuvo marcada
por una determinación implacable. Era pleno invierno, mediados de 2016.
Su búsqueda los llevó a un discreto barrio en las afueras donde
comenzaron a formular preguntas discretas, tratando de recolectar
información sin atraer excesivas miradas. Sobornos a camareros en bares de
poca monta y seguimientos a sospechosos, se convirtieron en su rutina.
Alguien les habló de un hombre tatuado que disparaba primero y
preguntaba después, que se llamaba la Sombra. Averiguaron que el tatuaje
de una pistola en su muñeca derecha era una marca distintiva de una banda
criminal emergente. Este grupo llamado Bojcka, había estado ganando
terreno en el mundo criminal, cometiendo actos violentos y sembrando el
caos en la ciudad. El tatuaje era un símbolo de lealtad a la banda.
Con esta nueva información, Aleksandar y Ratko continuaron su
búsqueda, enfrentándose cada vez mayores riesgos. La conexión con Bojcka
no solo los acercaba a la verdad detrás de la muerte de Vesna, sino que
también los sumergía aún más en el turbio mundo criminal.
Después de sobornar a varios informantes y presionar a las personas
indicadas, finalmente un nombre comenzó a surgir con más frecuencia:
Nadia Petrovic, la matriarca de una banda criminal enemiga acérrima de la
«Bojcka». Su reputación la precedía: era astuta, peligrosa y tenía acceso a
información valiosa. Ella podría darles la pista definitiva del paradero de la
Sombra.
Aleksandar y Ratko entendieron que debían actuar con cautela al
acercarse a Nadia. Utilizando los contactos que habían establecido, lograron
concertar un encuentro en un bar sombrío.
Una copiosa nevada caía sobre Belgrado cuando entraron al bar, y se
sentaron delante de Nadia. Era una mujer frisando la cincuentena, con el
cabello alborotado y las mejillas rechonchas. Bebía un frío vaso de rakia, y
sobre la mesa había un plato rebosante de empanadas. Sin duda, su apetito
era voraz.
—¿Qué queréis? —espetó nada más verlos.
—Información —respondió Aleksandar con firmeza.
—La información no es gratis —dijo y bebió el ron de un solo trago.
Después de negociar la tarifa, Nadia accedió a compartir lo que sabía.
Aleksandar metió la mano en el interior de su abrigo y sacó un fajo de
billetes, que dejó sobre la mesa. La mujer se mojó un dedo con la lengua y
empezó a contarlos. Una vez satisfecha, guardó el dinero. En una servilleta
escribió el domicilio de la Sombra, que entregó a Aleksandar.
La venganza estaba cada vez más cerca.
C A P ÍT U L O 8
El todoterreno por fin se detuvo. A pesar del esfuerzo por orientarse durante
el trayecto, Catalina ignoraba dónde se encontraba. Dedujo por el tiempo
que habían invertido en llegar, que estaban en algún punto de la montaña.
Cuando oyó la voz de Slatan, el corazón martilleó su pecho:
—Puede quitarse la venda.
Catalina obedeció con lentitud, permitiendo que sus ojos se ajustaron a
la nueva luminosidad. A través de la ventanilla, contempló un garaje amplio
y sofisticado lleno de lujosos automóviles, entre ellos un Porsche.
—¿Dónde estoy? —preguntó parpadeando.
—Todo a su debido tiempo —respondió Slatan con expresión seria—.
Por ahora está exactamente donde debe estar. Venga conmigo.
Bajaron del coche y salieron del garaje por una puerta lateral. Catalina
siguió a Slatan por unas escaleras. No pudo evitar maravillarse por la
opulencia de la decoración. El vestíbulo parecía sacado de una revista de
millonarios.
Llegaron a la segunda planta y se detuvieron frente a una puerta cerrada
de aspecto sólido. Slatan se volvió hacia ella.
—Deme su móvil —dijo extendiendo la mano.
—¿Por qué?
Slatan suspiró, impaciente, como si quisiera decir «¿de verdad se lo
tengo que explicar?». Catalina lo sacó del bolso y se lo entregó. El chófer se
lo guardó en el bolsillo del pantalón, pero aún quería algo más.
—Abra el bolso —dijo—. Enséñeme lo que hay dentro.
—¿Es que no se cansa? ¿Es este su trabajo?
—Le he dicho que abra el bolso.
Catalina supo que sería inútil resistir, así que se lo entregó de mala gana.
—Míralo tú.
Slatan la miró con cierto desafío. No le había gustado el gesto, pero se
contuvo. Buscó cualquier objeto sospechoso entre sus pertenencias: un
monedero de cuero, un paquete de chicles de menta, un tampón, un lápiz
labial rojo casi agotado, las llaves de casa y un paquete de pañuelos.
No, pensó ella con satisfacción, no vas a encontrar nada. ¿O te crees que
soy tan tonta de guardar la pistola en el bolso?
Slatan se lo devolvió, se dio medio vuelta y, sin más, se alejó por el
pasillo alfombrado. Catalina dedujo que debía llamar a la puerta, pero antes
tomó aire.
Llamó con los nudillos. Toc, toc.
Apenas unos segundos después oyó una voz desde el interior.
—Adelante.
Catalina giró el tirador bañado en oro y abrió lentamente.
Al entrar, pestañeó. Lo primero en lo que reparó fue en una cama
redonda y grandiosa de sábanas rojas. Las almohadas, todas de un mismo
tamaño, se acumulaban formando un mullido y sensual cabecero. Había
algo que llamaba a tumbarse para dejarse abrazar por la comodidad y el
placer.
Al lado de la cama, unas amplias ventanas se abrían hacia la majestuosa
vista de las montañas, ahora bañadas por la luz de la luna. Varias lámparas
de pie con magníficos remates plateados, ubicadas en los rincones, emitían
una fina luz. Delante de la chimenea apagada, había un moderno sofá y una
mesita de madera. Todo reflejaba una abrumadora opulencia.
—Llegas tarde —dijo Aleksandar.
Estaba sentado en un sillón de patas gruesas y cortas que desprendía un
aire sofisticado. Su postura transmitía una calma y un control perturbador.
La luz oscurecía un lado de su rostro y el otro lo iluminaba débilmente. Su
cabello parecía húmedo por efecto de la gomina. Llevaba una camisa
arremangada de color azul marino y unos pantalones negros. Catalina pensó
que era el hombre más atractivo que había conocido en su vida.
—Estoy aquí —dijo ella como dando a entender que no iba a
disculparse.
—No vienes maquillada.
Se mantenían a distancia. Ninguno se movía de su sitio. Solo se oía el
suave murmullo del aire acondicionado.
—¿Por qué iba a hacerlo? Solo me maquillo cuando me apetece.
Aleksandar apretó las mandíbulas. Su arrogancia le causaba fascinación
y odio a partes iguales. Detestaba verla con el cabello recogido, como si
quisiera reservar para otro el poder de su sensualidad.
Al menos la había complacido luciendo el vestido negro que tanto le
había excitado en el beach club. Desde que ella había cruzado el umbral de
su dormitorio, notaba su miembro cada vez más duro.
—Deja el bolso y acércate —ordenó con un gesto de la mano.
Catalina se obligó a controlar sus emociones. Su cuerpo anhelaba
avanzar, pero su mente bloqueó cualquier movimiento. Necesitaba ganar
tiempo.
—¿Te excita ordenar a las mujeres? —preguntó cruzándose de brazos
—. ¿Es así cómo consigues follar?
Aleksandar sonrió con astucia, acariciándose la barbilla pulcramente
afeitada. Comprendió en el acto sus intenciones.
—Si lo que quieres es cabrearme, vas por buen camino, pero tú no
quieres verme cabreado. Deja ya esa actitud de soberbia que es solo una
fachada —dijo barriendo el aire con la mano—. Te he dicho que te
acerques.
Catalina recordó el momento en que descubrió a Vicky sollozando con
la carta del desahucio en la mano. Ojalá algún día supiera lo que estaba
dispuesto a hacer por ella. Aún con el bolso, dio unos pasos hasta recorrer
la mitad de la distancia que los separaba.
Aleksandar se inclinó hacia delante, como si quisiera contemplarla con
ojos nuevos. El vestido negro ceñía su generoso pecho y marcaba las curvas
de la cadera. Reprimió el impulso de abalanzarse sobre ella. Por su
dormitorio habían pasado infinidad de mujeres, pero ninguna había sido
capaz de dejarle sin aliento.
—¿Con cuántos hombres has estado?
Ella se acomodó la correa del bolso sobre el hombro. Entonces él se
levantó, cogió el bolso con brusquedad, lo arrojó a una esquina y se volvió
a sentar. Joder, un segundo más y hubiera perdido la paciencia, pensó.
—Responde a la pregunta.
Catalina escondió las manos detrás de la espalda, donde había ocultado
la pistola, fijándola con el elástico de las bragas. A cada instante, su
respiración se aceleraba.
—¿Qué más da?
—¿Dos, tres, cuatro?
Ella guardó silencio.
—Lo que suponía —dijo volviendo a sonreír—. Y seguro que los
dejaste porque no te follaban como querías. Ellos se corrían y tú no.
Después sin que ellos te vieran, a escondidas, tenías que correrte usando tu
dedo o un vibrador.
Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Catalina. ¿Cómo había
averiguado ese cabrón todo eso de mí?
—A partir de esta noche vas a saber lo que es un hombre.
—Lo dudo mucho.
—Te equivocas.
Aleksandar decidió que ya era el momento para el siguiente paso. El
ambiente ya estaba cargado de suficiente tensión sexual. Así que alzó la
barbilla y con una voz potente y firme, le ordenó:
—Quítate el vestido.
—Pensé que íbamos a cenar.
—Cambio de planes.
Ella tragó saliva. Sí, había llegado el momento.
Bajó la cremallera lateral, movió las caderas y el vestido cayó
mansamente a sus pies. El pulso de Aleksandar se aceleró al contemplarla
en ropa interior. El sujetador y las bragas no hacían más que resaltar su
incomparable feminidad. Ser consciente de que su sexo solo estaba oculto
por una fina tela de algodón, a escasa distancia de él, provocó que su libido
se disparase.
Fue entonces cuando Catalina sacó la pistola.
El pulso le tembló ligeramente, y rezó para que no se percatara.
Para su sorpresa, él no se inmutó.
—Dame el contrato de préstamo de Victoria o te juro que dispararé.
A Aleksandar no le extrañó que hubiera supuesto que él estaba detrás
del envío de la carta. Fue sencillo comprar la empresa de préstamos a
particulares, bastó con una llamada. Así, guardaba un as bajo la manga para
sorprender Catalina.
—¿De qué estás hablando? —preguntó con una sonrisa irónica.
—No te hagas el idiota. Lo voy a romper delante de tus narices —dijo y
a continuación tragó saliva—.Y te haré firmar uno en el que dices que la
deuda está saldada.
Con absoluta calma, Aleksandar se fijó en el arma. Era una Colt Phyton
calibre 357 y cañón de 4,25. Pequeña y contundente. Después se fijó en la
expresión de Catalina, en su mirada felina. No era la primera vez que
alguien lo amenazaba de muerte sosteniendo una pistola, pero sí era la
primera que se trataba de una mujer. Lejos de amedrentarle, le excitó aun
más.
Aleksandar se apoyó en los reposabrazos y se levantó sin dejar de
mirarla. Sonrió al suponer que eso la pondría más nerviosa. Caminó hacia
ella con las manos levantadas a media altura.
Catalina apretó la empuñadura de la pistola. Jamás se hubiera esperado
la reacción de Aleksandar, de absoluto dominio de la situación.
—No te muevas, cabrón.
Pero Aleksandar no obedeció.
Siguió acercándose y a cada instante que se reducía la distancia, su
abrumadora presencia la afectaba más y más.
—Quédate ahí —dijo ella con el corazón a mil por hora—. Te recuerdo
que fui testigo de la paliza que disteis a ese hombre en la playa. Puedo ir a
la policía y hundirte.
Aleksandar negó con la cabeza, sorprendido por su ingenuidad.
—No te atreverás.
Ella dio un paso atrás. Sintió cómo su aroma de hombre de peligro
empezaba a envolverla. Aún no la había tocado, y su cuerpo reaccionaba
con una palpitación irregular pero creciente.
—Aléjate —dijo ella.
La erección de Aleksandar era ya de una contundencia que exigía pasar
a la acción. Solo necesitaba terminar los prolegómenos para que se desatara
la fiebre por la carne. Una mujer explosiva en ropa interior, sujetando un
arma que le apuntaba directo al corazón y su ferviente deseo de matarle.
¿Hay algo más excitante en la vida?
—Dispara —dijo encogiéndose de hombros.
Qué hombre, pensó ella, cada vez más impresionada y… húmeda.
Sin embargo, una parte de su interior se resistía aún a ceder el control.
La parte más lógica y fría de su cerebro le ordenaba que pusiera a ese
criminal en su sitio.
—Estás loco —musitó ella.
El cañón de la pistola estaba ya a un metro de Aleksandar. Atrás, le dijo
Catalina una vez más. Pero él hizo todo lo contrario, dar un paso hacia ella.
En ese instante, Catalina se sorprendió por primera vez de tomar conciencia
de su altura, casi los dos metros. Siempre había pensado que los hombres de
esa envergadura la destrozarían en la cama.
Aleksandar se humedeció los labios, y abrió la boca para pronunciar las
palabras más sexy de la noche.
—Voy a follarte como nadie te ha follado en tu vida —susurró
Aleksandar clavando en ella su oscura y libidinosa mirada.
Ella sintió un estremecimiento por toda su espalda. Era como si esa voz
firme, pero sedosa a la vez la hubiera acariciado su zona más erógena. Una
llamarada de calor vibró en su sexo.
Él estiró la mano y desvió bruscamente el cañón de la pistola. Catalina,
con la adrenalina a tope, se resistió. Forcejearon. Era una pugna desigual,
pero ella no se amilanó, espoleada por el intenso odio hacia Aleksandar.
Entonces se oyó un disparo.
C A P ÍT U L O 1 0
Catalina se vistió, salió del dormitorio y bajó por las escaleras. Antes de
marcharse, quería hablar con Aleksandar para preguntarle si estaba obligada
a volver. Si por fin su madre y Vicky estarían libres de cualquier represalia,
si ella se negaba a regresar. Le exigiría una respuesta clara porque detestaría
vivir con la incertidumbre.
Atravesando un silencio incómodo, le buscó por el jardín, el salón y el
despacho, pero no lo encontró. Era como si hubiera desaparecido de
repente. ¿Habría alguna consecuencia para ella a causa de haberle irritado?
La inquietud palpitaba en su corazón.
Aguzó el oído en busca de algún ruido que delatase la presencia del
mafioso. Resignada a marcharse sin hablar con él, bajó hasta el garaje. Allí
le estaba esperando Slatan, sacando brillo con una gamuza a la carrocería
del todoterreno.
—¿Dónde está Aleksandar? —le preguntó—. Necesito hablar con él.
Slatan la miró con cierta impaciencia, mientras dejaba la gamuza en un
estante junto a otros utensilios de limpieza.
—No te preocupes por eso ahora. Tengo órdenes de llevarte a casa.
—Quiero hablar con él —insistió.
—Te he dicho que no —dijo con firmeza—. Sube al coche.
A regañadientes abrió la puerta de atrás y se sentó, negando repetidas
veces con la cabeza. No, no le gustaba marcharse de esa manera. Sobre el
asiento descansaba su móvil. Alexander se lo habría entregado al chófer.
Lo cogió, revisó sus mensajes por encima y después lo metió en su
bolso. Cuando llegara a casa dispondría de tiempo para leerlos con calma y
a solas.
Mediante un control remoto, Slatan abrió la puerta del garaje y la luz
del día entró a raudales. Se intuía que el calor caería a plomo sobre ellos, así
que el chófer encendió el aire acondicionado.
Tuvo la sensación de que el viaje sería interminable. No veía la hora de
llegar a su piso, ducharse y cambiarse de ropa.
El todoterreno dio marcha atrás y salió del garaje suavemente. No tardó
en percatarse de que Slatan no le había exigido que se vendara los ojos. ¿Se
trataba de un descuido? Aprovechó para observar a través de las ventanillas.
Se encontraban en un camino empedrado y más allá reparó en una franja del
jardín, donde lucían unos esplendorosos arbustos y helechos.
El coche cambió de sentido y se dirigió a la salida, por lo que Catalina
se giró hacia atrás para fijarse con detenimiento en la villa. La fachada se
fue abriendo a sus ojos a medida que se alejaba. Era grande, hermosa y
moderna. Pintada de un blanco luminoso, con los balcones abriéndose al
cielo malagueño. Entonces se sobresaltó cuando creyó ver una figura
sombreada en una de las ventanas, junto a la cortina. ¿Sería Aleksandar? La
altura y la corpulencia correspondían a sus características. Sí, debía de ser
él. Si era su forma de despedirse, era un poco escalofriante.
Miró hacia delante y se encontró con los ojos felinos de Slatan.
—¿Te sorprende que no vayas vendada? —le preguntó.
—¿Qué quieres decir? —dijo ella con el ceño fruncido.
—Algo has hecho bien, porque el jefe me ha dicho que no era necesario.
Eso significa que confía en ti.
Catalina se tomó esas palabras con cierto escepticismo. ¿Que
Aleksandar confiaba en ella? ¿Entonces por qué la había echado de esa
manera tan fría? ¿Es que esperaba que le dijese algo?
Ya en su piso, después de ducharse, Catalina se vistió con un top de tirantes
para estar en casa y unos vaqueros cortos. Almorzó una ensalada de arroz,
que devoró viendo una serie de televisión. Agradeció despejar su mente de
tantas subidas y bajadas emocionales. La serie trataba de unos cazadores de
zombies que de pronto se ponían a cantar, cosa que a ella le fascinaba. Ya
estaban en la segunda temporada. El móvil recibió un buen puñado de
wasaps, pero ella esperó hasta que terminó de almorzar y ver la serie para
responder.
Después de chatear con su madre y Vicky sobre asuntos de menor
importancia, ya que no deseaba revelarles lo que estaba viviendo con el
mafioso, encendió su portátil. A veces guardaba informes que se llevaba a
casa, así evitaba que por accidente se borraran en el ordenador del trabajo.
Abrió varias carpetas hasta que dio con el informe de Luca. Buscó el
número de teléfono de Irene, uno de los padres adoptivos. La llamó
sabiendo que escucharía la voz de una mujer angustiada. La madre descolgó
al primer tono.
—Hola, Irene, soy Catalina —dijo suavemente—. ¿Alguna novedad?
—Ah, hola —dijo y en su voz se percibió un deje de decepción, como si
hubiera esperado oír a Luca—. No, ninguna. Seguimos esperando con el
corazón en un puño.
—Ayer Laura me envió un mensaje, pero no me contó mucho más.
¿Qué pasó? ¿Por qué se fue?
Irene suspiró largamente.
—Discutimos porque no le veíamos estudiar —respondió, cansada—.
Cuando llegaba del instituto se encerraba en su cuarto, se ponía los
auriculares y se pasaba la tarde con el móvil o dibujando. Samuel y yo le
dijimos que tenía que hacer los deberes, pero nada, ni caso, y claro, al final
Miguel y él discutieron. Se fue por la noche cuando estábamos durmiendo.
Si es que a lo mejor no estamos preparados para ser padres…
Catalina había estudiado con detenimiento el perfil de los padres, y
siempre había apostado por ellos.
—Irene, por favor, no te culpes. Luca es un chico especial, y no está
acostumbrado a que se preocupen por él.
—Ya… —dijo con resignación.
—¿Tenéis alguna idea de por dónde puede estar?
—La verdad es que no. La Guardia Civil dice que ya ha preguntado a
todos sus compañeros del instituto. Ay, ya han pasado más de tres días y
estoy en un sinvivir, Catalina.
—¿Cómo está Samuel?
—Arrepentido de la discusión. El pobre, si es que es más bueno que el
pan. Sale con el coche a buscarlo por ahí, a ver si lo ve. Yo me quedo en
casa por si Luca llama al fijo. Llevamos sin pegar ojo, bueno, ni lo sé.
—Irene, va a aparecer, seguro. Lo van a encontrar o él decidirá regresar
—dijo intentando transmitir confianza en sus palabras—. Estará con algún
amigo que no conocemos.
—Eso espero.
Después de colgar, Catalina se quedó preocupada, y se culpó de no
haber estado más pendiente del chico. La pregunta era evidente. ¿Qué podía
hacer ella? La Guardia Civil se ocupaba de la búsqueda, incluso Samuel
patrullaba la ciudad. Ella solo podía cruzar los dedos y esperar.
Era la primera vez que le sucedía algo así. Lo habitual era que no se
prolongara más allá de unas escasas horas. Las suficientes para que el chico
o la chica se diera cuenta de que su lugar en el mundo estaba con sus padres
adoptivos. Sí, Luca era inteligente y volvería.
De repente, el móvil sonó en su mano. Por un instante, pensó que se
trataba de Irene, pero no reconoció el número en la pantalla. Intrigada,
respondió.
—¿Diga?
—Hola, Catalina —dijo un hombre al otro lado de la línea—. Soy el
inspector Manuel Ramírez.
C A P ÍT U L O 1 6
Catalina regresó a casa hecha un lío. ¿Debía declarar o no? Una cosa era su
obligación como ciudadana y otra asumir las peligrosas consecuencias.
Era tan abrumador el dilema que decidió llamar a su madre. Le vendría
bien escuchar su voz. Sin embargo, antes de hablar con ella meditó qué iba
a contar y qué no, cómo hizo para la cita con Ramírez.
Se imaginó la expresión de Aleksandar cuando se enterara de que había
declarado en su contra. Esa cara tan atractiva y salvaje se crisparía. En sus
ojos bulliría el rencor y la furia.
Se lo merecía.
Sí, ese bastardo se lo merecía.
Se cambió de ropa, se puso algo cómodo y se sentó en el sofá, dispuesta
a mantener una larga conversación por teléfono.
Su madre descolgó enseguida. Estaba a punto de llegar a su casa,
después de pasar la tarde con unas amigas en la presentación de un libro.
Catalina fue al grano y le dijo lo mismo que a Ramírez. Que había sido
testigo de una paliza a un hombre y el jefe de la banda la había amenazado
si acudía a la policía.
La reacción de Carmen fue la que ella se esperaba. Le pidió un minuto
para sentarse porque el corazón se le había acelerado. Dejó el bolso en la
mesa y se dejó caer sobre el sillón. Catalina se arrepintió de haberla
llamado, pero después pensó que era su madre y debía saberlo. ¿Para qué
está la familia si no?
Carmen vivía en un moderno estudio que se había comprado al vender
la casa de sus padres. Cuando terminaron su viaje en autocaravana
volvieron a Marbella, pero después se instalaron en Barcelona, donde su
madre nació. Su deseo era dejar atrás el oscuro pasado y construir un
brillante futuro desde cero. Nunca se había arrepentido de la decisión de
abandonar Marbella, aunque resultó doloroso separarse de su querida hija
cuando ella decidió regresar a «su tierra», como ella llamaba a Marbella.
Carmen intentó persuadirla de que se quedara con ella, pero Catalina
ansiaba vivir en un lugar mucho más calmado que la vorágine de una gran
ciudad, así que empezó sus estudios universitarios en Málaga.
—Se lo he contado a Ramírez —dijo Catalina—, el policía que nos
ayudó cuando pasó «eso».
—¿Y qué te ha dicho?
—Que declare.
—Ni se te ocurra, Cata. Déjalo estar, sigue con tu vida, que ya ha tenido
suficientes sobresaltos.
El mayor deseo de Carmen había sido que su hija no sufriera secuelas
de las circunstancias que rodearon la muerte de su padre, y que todo ese
episodio violento quedara atrás. Se sentía tan orgullosa de que llevara una
vida próspera y sana, que temió que se viniera abajo de un soplido.
—Pero…
—¿Por qué tienes esa necesidad de complicarte? No lo entiendo. A
saber lo que pasará contigo. Puede ser traumático.
—Alguien tiene que hacerlo.
—¿Por qué tú? Deja que lo hagan otros.
Su madre se la imaginó frunciendo los labios, lo que significaba que
meditaba su decisión.
—Dime qué vas a hacer —la apremió.
—¡Todavía no lo sé, mamá!
—Catalina, por favor, sé sensata, piensa en ti —rogó—. Si vas a seguir
adelante, dímelo, que cojo el primer vuelo para Málaga. No te pienso dejar
sola.
Catalina sonrió, agradecida. Sabía que siempre podía contar con el
instinto de protección de su madre.
—Tengo que reflexionarlo un poco más. Ya te diré lo que sea.
Era de noche, pasadas las diez. En el centro de la ciudad de Cádiz, Luca,
Toni y sus colegas se habían reunido en la pista de skate. Un lugar habitual
para echar un rato antes de regresar a casa. El calor era agobiante, pero lo
soportaban. Sentados en un banco, fumaban porros, bebían refrescos de
cafeína y observaban a los skaters subir y bajar por las acusadas rampas.
Resultaba fascinante cómo se movían de un lado a otro, con qué facilidad.
Había una sensación de libertad en sus caras que emocionaba.
Toni decidió contar a los colegas sus últimas hazañas callejeras con
Luca. A toda prisa había pintado un grafiti en un autobús urbano que
esperaba a que el semáforo se pusiera en verde. Luca lo mostró en vídeo, ya
que lo habían grabado con el móvil y subido a una red social. Les había
dado tiempo incluso a firmar, lo que para ellos era una señal de orgullo.
Luca llevaba tres días fuera de casa y los había disfrutado al máximo.
No lo había planeado, sino que de repente salió de casa enfurecido por la
reprimenda de sus padres adoptivos, y decidió que no quería regresar. Así
de simple. El ansia de aventura lo había empujado a lanzarse sin mirar atrás.
Haciendo autostop llegó a Cádiz, donde residía su viejo amigo Toni, quien
lo recibió con los brazos abiertos.
—Quédate en mi casa —le dijo a Luca—. Vivo con mi abuela y no se
entera de nada.
La alegría de volver a ver a Toni borró el arrepentimiento de fugarse.
Desde entonces habían sido inseparables, unidos por su deseo de hacer lo
que se les antoje en cualquier momento.
El porro pasó de mano en mano hasta que llegó a Luca, quien inhaló el
humo hasta que se llenaron los pulmones. Se había acordado de Catalina, la
trabajadora social, y supuso que ya se habría enterado de su desaparición.
Ella se portó de maravilla, pero Luca solo respondía ante sí mismo. Al fin y
al cabo, para esa mujer era solo un trabajo. Poco le importaba lo que le
sucediera a él de verdad.
¿Samuel e Irene estarían preocupados? ¿Le echarían de menos? Lo
dudaba. Seguramente se alegrarían de quitarse una responsabilidad de
encima. En el fondo le debían estar agradecidos por marcharse.
Se quedaría con Toni un tiempo hasta que empezara el instituto,
entonces ya pensaría qué hacer. Quizá encontrar un trabajo para ganar
dinero y dirigirse a otro lugar del país.
Toni le dio un golpe amistoso en el hombro y le ofreció bebida, de la
que tomó un largo sorbo. Después cogió un monopatín y se lanzó a la pista,
aprovechando que ya estaba desocupada. No pudo evitar sonreír cuando
notó la velocidad en todo su cuerpo. A sus trece años, casi catorce, en ese
momento la vida para él era pura adrenalina y aventura.
Un rato después, cuando estaban a punto de marcharse a casa, se acercó
un hombre bajo y fornido, de unos cuarenta años.
—Hola —dijo con una sonrisa comedida y acento de Europa del este—.
Necesito descargar unas cosas del coche. Os daré diez euros a cada uno si
me echáis una mano.
Para ganarse su confianza, el hombre sacó su billetera del bolsillo del
pantalón y mostró varios billetes. Los chicos se miraron entre sí, gratamente
sorprendidos ante la posibilidad de conseguir dinero con suma facilidad.
—¿Dónde está el coche? —preguntó Luca.
—Ahí —respondió el hombre señalando con el dedo a un todoterreno
aparcado en doble fila, a unos cincuenta de metros.
—¿Qué hay qué descargar? —preguntó Toni.
—Unas cajas llenas de baldosas. Pesan mucho. Estoy de mudanza, y me
acaban de operar de la espalda. Solo hay que dejarlos en la acera. Será cosa
de unos pocos minutos.
—Danos el dinero por adelantado —dijo Luca.
—Me parece bien —dijo encogiéndose de hombros.
—Yo paso —dijo uno de ellos.
El hombre entregó el dinero a Luca, quien lo repartió a Toni y a otro de
los colegas. Cada uno se guardó el billete en el pantalón, y le siguieron
entre murmullos y risas. Hacía calor y no les apetecía sudar a mares, pero
estaban dispuestos a sacrificarse.
Las luces de emergencia del todoterreno parpadeaban. No era una calle
muy concurrida, así que podrían llevar a cabo la tarea sin contratiempo.
Luca silbó admirando el tamaño y el brillo lujoso que desprendía la
carrocería del vehículo. Lo que daría por conducir una bestia como esa
cuando fuera mayor de edad. Se preguntó cuál sería el trabajo de aquel
hombre para permitirse un coche así.
—Tú y tú, al maletero —dijo el hombre señalando a Toni y su colega,
después señaló a Luca—. Tú, abre la puerta de atrás. Tengo ahí otra caja.
—Vale —dijo Luca.
El hombre se sentó frente al volante, y todos pensaron que iba a
desbloquear la cerradura del maletero. Mientras tanto, Luca abrió la puerta
y se asomó al interior. Se extrañó. No había ninguna caja. ¿Había
comprendido mal las instrucciones? No dispuso de tiempo para más, ya que
una mano poderosa le agarró del brazo y tiró hacia dentro.
—¿Eh? ¿Qué coño está…? —dijo Luca sobresaltado.
—Luca, cállate —espetó una voz que no era la del hombre que le había
entregado el dinero.
El chico se quedó desconcertado al oír su nombre. Al fijarse bien,
descubrió a un hombre joven sentado delante de él. Vestía una chaqueta
elegante y su acento también era del este.
—¿Cómo sabes mi nombre? —preguntó mientras intentaba zafarse.
—Lo sé todo sobre ti.
Toni y su colega sospecharon de que algo no iba a bien. Fueron a ver
qué pasaba.
—Slatan, ¡arranca! —exclamó Aleksandar, quien los vio acercarse por
el rabillo del ojo.
El todoterreno salió disparado. Aleksandar se inclinó y cerró la puerta,
lo que no fue sencillo porque Luca se resistía. Inmediatamente después,
Slatan activó el seguro para que el chico no se escapara.
—¡Déjame salir! —exclamó Luca con el miedo atenazando su cuerpo.
—Tranquilo, no te va a pasar nada —dijo Aleksandar arreglándose la
camisa—. Solo quiero hablar contigo.
—¿Quién coño eres?
—Digamos que un amigo.
—¡Que te den por el culo, tío!
Aleksandar negó con la cabeza, irritado por la falta de respeto. Si
hubiera sido un adulto, ya le habría arrancado la cabeza.
—Escucha, niñato, te guste o no me vas a oír —dijo alzando la voz—.
Voy a llevarte a casa de tus padres.
—¿Qué? ¡Ni de coña! —exclamó e intentó abrir la puerta, pero cuando
se percató de que era imposible pegó un puñetazo a la ventanilla.
—No te estoy preguntando si quieres o no. Vas a ir porque lo digo yo.
—¿Quién eres? ¿A ti qué te importa?
—Alguien que quiere ayudarte.
—No necesito tu ayuda.
A Aleksandar le hubiera gustado confesarle que comprendía el ímpetu
de rebeldía que anidaba en su interior. Con una edad similar, a él también le
apasionaba pasar el tiempo en la calle con Ratko. Sentir que eran los reyes
del mundo porque se movían a su antojo, desafiando a sus padres y la
autoridad. Cada día, una aventura nueva.
Sin embargo, ese estilo de vida entrañaba una serie de riesgos
considerables. Si él hubiese dispuesto de un mentor, quizá su hermana
siguiera viva o aún seguiría viviendo en Belgrado junto a su familia. Era
consciente de que Luca no iba a escucharle, que cualquier consejo lo
recibiría como un sermón de un «viejo». No se lo podía reprochar, con su
edad él hubiera reaccionado de idéntica manera.
—Sí que la necesitas, Luca —le advirtió mirándole con fijeza—. Estás
completamente perdido y escapar de casa no es la solución. Tus padres
murieron en un accidente y eso es una putada, pero tienes que enfrentarte a
la vida con inteligencia, no como un capullo.
Luca no salía de su asombro. ¿Cómo era posible que supiera tantas
cosas sobre él? ¿Era un policía? Y esa forma de hablarle tan clara y
directa…
—No me conoces, tío —dijo con arrogancia.
—No se necesita conocer a una persona para saber que está tirando su
vida, y tú lo estás haciendo. La policía te va a encontrar tarde o temprano,
¿y qué vas a hacer, te vas a volver a escapar como un idiota?
El todoterreno ya había salido de la ciudad, y tomado la autovía de
regreso a la provincia de Málaga. Aleksandar metió la mano en el bolsillo
interior de la chaqueta, sacó su cartera de piel y le tendió un par de billetes
de cincuenta euros.
—Es para ti. Un regalo —dijo Aleksandar sonriendo—. Gástalo en lo
que quieras
Luca miró al serbio y después al dinero. Para un adolescente era una
cantidad desorbitada. Podría comprarse unas zapatillas nuevas. Finalmente,
lo aceptó a regañadientes.
Pero aún había más.
Aleksandar abrió la cremallera de un pequeño bolsillo de la cartera.
Sacó una ficha de su casino y se la mostró a Luca.
—¿Lo ves? Esto es para ti —dijo y se la depositó en la mano.
El chico la examinó. Era redonda, negra, y no especificaba su valor
económico, sino que anunciaba el nombre del casino en relieve. Royale. En
los bordes tenía ribetes dorados.
—Cuando cumplas los quince, ven a verme al casino. Si te preguntan
para qué, enseñas la ficha. Tendré un trabajo para ti de aprendiz con el que
podrás pagarte los estudios o lo que quieras. ¿Lo has entendido?
—Sí —respondió agachando la cabeza.
—Solo hay una condición —dijo con tono serio.
Luca le miró expectante.
—Si me entero de que te has escapado otra vez, te volveré a encontrar y
juro que te arrepentirás. ¿Me has entendido?
—Sí.
El todoterreno se detuvo en el aparcamiento de un restaurante de
carretera de menús baratos. Un taxi de color blanco con el piloto encendido
estaba aparcado justo enfrente de la entrada.
—¿Ves ese taxi? —le preguntó Aleksandar.
—Sí —respondió cada vez más intimidado.
—Te vas a subir a él y vas a ir a tu casa. El taxista ya sabe la dirección,
y ha recibido órdenes de no pararse bajo ningún concepto. Cuando llegues,
das un abrazo a tus padres y pides perdón. ¿Está claro?
—Sí.
—Y no digas a nadie esto que ha pasado entre nosotros, y mucho menos
a la policía. ¿Está claro?
Luca tragó saliva.
—Sí.
—Ahora bájate —dijo desviando la vista.
Luca abrió la puerta, lanzó una última ojeada a Aleksandar y se bajó en
silencio. Avanzó hacia el taxi y al oír el motor del todoterreno, se giró para
ver cómo se alejaba. Entre aliviado y desconcertado, no acababa de
comprender del todo lo que había sucedido, pero supo que debía obedecer.
Había algo en ese hombre que transmitía amenaza y poder.
C A P ÍT U L O 1 7
—¿Qué?
Vicky se quedó de piedra, mirando incrédula a Catalina que le acababa
de confesar su ardiente relación con Aleksandar. Ya no había podido
ocultarlo más. Desde unos días atrás, ansiaba contárselo a su mejor amiga.
—Pero, ¿cómo? —continuó Vicky, incapaz de articular más palabras.
Se encontraban en la tienda de ropa. Como siempre, Catalina se había
acercado en su hora del almuerzo.
Cuando medio se recompuso, Vicky se dirigió a la puerta y dio la vuelta
al cartelito que anunciaba que estaba abierto. Era evidente que necesitaban
un tiempo a solas para que le aclarara lo que acababa de soltar, así sin más.
La llevó de la mano a la trastienda, y allí se sentaron, entre perchas,
innumerables cajas de ropa y carpetas de facturas de los proveedores.
—Anda, cuéntamelo todo —animó Vicky, que vestía con una blusa
veraniega de estampados florales. Llevaba el cabello sujeto por un pañuelo
de colores suaves.
Catalina le detalló que había sido testigo de una paliza a un hombre, y
que de esta manera entró en contacto con el mafioso. Después que habían
acudido a su villa para follar como animales salvajes. Por último, había
declarado en su contra porque sentía que era su deber como ciudadana.
A medida que iba conociendo más detalles, la boca de Vicky se abría de
asombro cada vez más. Lo que Catalina ocultó fue que Aleksandar había
comprado la deuda de la tienda como una medida de presión más. No
deseaba que su amiga se sintiera culpable.
Al terminar, se sintió aliviada. Vicky no la juzgaría, solo la escucharía y
le diría que contase con ella para lo que fuese, como así fue.
—Hay otra cosa que quiero contarte —dijo Catalina.
—¿Más? Madre mía… Tu vida es un culebrón venezolano —dijo y
ambas rieron.
Catalina compartió las sospechas de que Aleksandar podía estar detrás
del regreso de Luca. La ficha del casino era una pista muy evidente, aunque
el chico negaba que alguien se la hubiera entregado.
—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Vicky.
—No tengo ni idea —dijo agachando la cabeza—. Empiezo a tener
remordimientos.
—¿Por ir a la comisaría?
Asintió lentamente con la cabeza.
—Hiciste bien. Es un criminal, Cata. Yo hubiera hecho lo mismo.
Entonces Catalina guardó silencio, entornó los párpados y desvió la
mirada. Pensó en Aleksandar y en lo que le hacía sentir. Sin querer, esbozó
una sonrisa ensimismada.
—Uy, te conozco como si te hubiera parido —dijo Vicky llevándose las
manos a la boca—. ¿Sientes algo por él, verdad?
—No. Sí. No lo sé —dijo de pronto—. Me intriga. Soy una tonta, lo
admito. A veces pienso que le jodan, pero otras me apetece muchísimo
verlo.
—Llámale. ¿Tienes su número?
—¿Y qué le digo? ¿Hola-qué tal todo-bien? Pues ¿sabes una cosa muy
graciosa? Te he acusado a la policía. Venga, hasta luego. No, no lo pienso
llamar. Además, fue él quien me echó de mala manera de su casa.
—Ya…
—Que se joda.
—¿Y si salimos esta noche?
—¿Esta noche? Buf, no me apetece mucho.
Vicky se levantó de golpe. Se le había ocurrido una idea magistral.
—¿Y si vamos al casino?
Catalina ladeó la cabeza, interesada.
—A lo mejor te encuentras con él, y si no está a lo mejor encuentras
otro mafioso más interesante. ¿Qué te parece el plan?
—Maravilloso —dijo sonriendo con ironía—. Eres una genio.
—Cata, que lo digo en serio.
—¿Qué? ¿Estás de coña, verdad?
Pues no. Cuando Vicky cerró la tienda por la tarde, se fue derecha al
piso de Catalina con varios vestidos para la velada en el casino. Dedicaron
un buen rato a probarse varias combinaciones, mientras reproducían una
playlist para contagiarse del ánimo festivo. Era una música variada pero
sobre todo pop, con Beyoncé marcando el ritmo.
Al cabo de un rato, ya estaban listas para debutar en el Casino Royale
de Marbella. Ambas lucían vestidos cortos, con unas blusas de tirantes que
dejaba ver sus pieles bronceadas. Para el maquillaje se decantaron por una
base ligera, con un toque de colorete en las mejillas.
Antes de marcharse del piso, se tomaron una foto con los móviles
delante del espejo de cuerpo entero. Estaban arrebatadoras. Sonrieron con
ilusión, preparadas para disfrutar de una emocionante noche de verano.
A pesar de que el casino era uno de los lugares emblemáticos de la
ciudad, sobre todo en verano, a Catalina y Vicky nunca les había apetecido
conocerlo. Quizá porque el juego no les atraía demasiado ni tampoco el
ambiente de recargada opulencia.
Sin embargo, nada más entrar las embargó un sentimiento de intrépida
aventura que las excitó de arriba abajo. Una multitud de personas
engalanadas poblaban las mesas: algunos jugaban, otros solo observaban.
Se oyeron gritos de júbilo pero también de decepción. Los camareros
llevaban bandejas cargadas de bebidas para servir a clientes de todas las
partes del mundo.
—Lo primero es cambiar dinero por algunas fichas —sugirió Catalina.
—Vale, y después vamos a la ruleta —dijo Vicky cogiéndola del brazo.
Caminaron junto a una fila de máquinas de apuestas, donde los
jugadores estaban cómodamente sentados, hipnotizados por la musiquita
electrónica. Daba la sensación de que algunos llevaban horas sin levantarse.
La relación de Catalina con el juego se limitaba a los billetes de lotería
que su madre le compraba en Navidad. Nunca había comprendido el interés
por apostar dinero, ya que las posibilidades de ganar son ínfimas.
—¿Cuánto te quieres gastar esta noche? —preguntó Catalina, fijándose
en una chica asiática muy guapa que se hacía un selfie con su pareja.
—Lo mínimo posible. ¿Veinte euros?
Catalina ladeó la cabeza, no muy convencida.
—Que sean cincuenta, que un día es un día.
—Vale, pero me lo pones tú —dijo Vicky sonriendo con picardía—, que
eres la que está forrada.
—¿Yo? Bueno, venga.
—¿Ves por alguna parte al mafioso?
Echó una ojeada a su alrededor. Muchas caras pero ninguna conocida.
—No, de momento no.
En cuanto canjearon el dinero por fichas se dirigieron a la mesa de la
ruleta, que estaba llena de jugadores. Observaron con interés la cara
concentrada de algunos, mientras que otros parecían mucho más relajados.
La única impasible era la de la empleada del casino, que estaba más tiesa
que un palo.
Catalina estudió las fichas rojas y verdes que tenía en la palma de la
mano. Eran similares a la de Luca. La única diferencia era el color y que
llevaban inscritas el valor económico. Se preguntó si la del chico sería
alguna ficha especial que se entregara a personas selectas.
Entre el aliento contenido de los jugadores, la bolita rebotaba a lo loco
sobre las casillas rojas y negras. Finalmente, la ruleta se detuvo y la bolita
selló el destino afortunado de una pareja extranjera que lo celebró con un
intenso abrazo.
—No parece tan difícil, ¿no? —dijo Vicky con ironía.
—Claro, eso es lo que quieren que pienses —dijo Catalina.
—Bien dicho —dijo una voz a sus espaldas.
Ambas se giraron para descubrir a un joven de aspecto latino, de piel
tostada y labios carnosos. Tenía el cabello ensortijado, húmedo y
abundante, lo que le daba un aire exótico. En las manos sostenía una copa
medio llena, y Catalina se fijó en que llevaba un anillo bañado en oro.
—Como se suele decir, el casino siempre gana porque hace trampas —
continuó el joven, con un marcado acento latino.
—¿Trampas, de qué clase? —preguntó Catalina.
—Inclinan ligeramente la ruleta hacia un lado. Es imperceptible, pero
así es más probable que caiga en un rango de números determinado.
—Pero ¿qué más les da? Lo que se apuesta es el dinero de otros
jugadores.
—Sí, pero si nadie gana, se lo lleva la casa —dijo arqueando una ceja
—. Ahí está el negocio para ellos. Como es lógico, han de ser discretos.
Ganan un poquito por aquí, otro por allá. Y si localizan a un profesional, lo
echan sin llamar la atención.
—Bueno, nosotras no tenemos nada de qué preocuparnos. Somos
aficionadas —dijo Vicky—. Cata, apuesta tú.
Percibiendo las miradas interesadas del sector masculino, Catalina se
inclinó sobre el tapete verde que contenía los números y colores. Los
jugadores iban colocando montoncitos de fichas según les pareciese. Ella
eligió el negro y el número 2.
—Es mejor si repartes las fichas, así hay más probabilidades —aconsejó
el joven.
—Me gusta así. Todo o nada —replicó Catalina segura de sí misma.
Mientras el joven seguía conversando sobre las maniobras traicioneras
de los casinos, Catalina paseó la vista por el segundo piso donde había más
mesas de juego. Reparó en que en lo alto de varias columnas colgaban
cámaras de seguridad. Se preguntó si Aleksandar estaría en alguna parte del
casino. Quizá incluso ahora mismo la observaba.
C A P ÍT U L O 1 8
Una vez perdido el dinero en la ruleta, Catalina y Vicky decidieron que esa
noche no apostarían más. Se dedicarían a observar a los demás jugadores, y
dejarse contagiar por la excitación del juego que mostraban sin descaro.
Sin embargo, a los pocos minutos Catalina pensó que el ambiente estaba
cargado de cierta frivolidad. Con la cantidad de problemas que había por el
mundo, resultaba decepcionante crear estas fiestas para despilfarrar dinero.
Durante la semana en el Centro recibía a muchas personas con necesidades
vitales, y no pudo evitar tener la sensación de que el casino no era un lugar
al que le gustaría volver. Al igual que en la villa, pensó que el mundo estaba
mal repartido.
—¿Qué te pasa, Cata? —preguntó Vicky—. Te veo seria.
—Nada, cosas mías.
—Venga, es una noche diferente, para divertirse. A veces viene bien
distraerse, ¿a que sí?
Catalina le dio la razón. La tienda de ropa estaba en números rojos, y su
querida amiga sonreía de oreja a oreja, como si mañana fueran a
solucionarse todos los problemas. Supuso que las personas ansiaban
evadirse de su día a día, al menos por unas horas, y nadie se lo podía
reprochar. Un pensamiento le llevó a otro. Miró a su alrededor, pero no vio
al mafioso y no supo si era bueno o malo.
El joven de aspecto latino y labios carnosos volvió a acercarse. Esta vez
para pedirles que eligieran un número al azar. Catalina dijo el 3 y Vicky el
24. Con una gran soltura, el joven se abrió paso entre la gente y dejó un
montoncito en cada número de la mesa. En unos segundos, el tapete se
había llenado de fichas y todos se miraban unos a otros, expectantes.
Entre un silencio tenso, la empleada lanzó la bolita sobre la ruleta. Al
momento de caer en uno de los casilleros, se sucedieron al mismo tiempo
expresiones de júbilo y gestos de desilusión.
—Lo siento, no te hemos traído suerte —dijo Vicky al joven.
—No te preocupes, aún queda noche por delante —replicó él, guiñando
un ojo.
Catalina estaba a punto de decir algo, pero un empleado de seguridad,
un hombre muy delgado de pelo moreno con un pinganillo en la oreja, se
acercó a ella. Le dijo que el gerente del casino deseaba verla. Al principio
se sorprendió y pensó en negarse, aunque cuando el empleado apuntó con el
dedo hacia la planta superior, ella se volvió y descubrió a una figura
solemne mirándola a lo lejos.
No podía ser otro que Aleksandar. Estaba de pie, solo, con las manos en
los bolsillos, como si fuera un rey examinando sus dominios en lo alto de su
castillo. Era excitante y poderoso.
—A mi amiga no la puedo dejar sola —dijo Catalina.
—Claro que sí, tonta —dijo Vicky, que les había escuchado y con una
sonrisa pícara añadió:—. Yo te espero aquí. Me gusta el ambiente.
Y dicho esto, se agarró del brazo del latino y se acercaron a la mesa con
la intención de apostar de nuevo. Catalina siguió al hombre de seguridad,
que la condujo hasta un ascensor acristalado. Su rostro pétreo no admitía
preguntas.
Sintió un hormigueo en el vientre al imaginar su encuentro con el
mafioso. Sería la primera vez que iba a verlo desde que fue a la comisaría.
¿Era prudente decírselo o guardar silencio? Tomaría la decisión una vez se
vieran las caras.
Tenía claro que no diría una palabra sobre el regreso de Luca. Si
pensaba que ella se arrodillaría para bendecir su generosidad, estaba muy
equivocado. Lo que le salvaba no era que el chico omitiese su nombre, sino
que todo había sido una deducción tras otra después de que su madre
hubiera encontrado la ficha. Si él le preguntaba, respondería que, según los
padres, había sido la Guardia Civil quien lo trajo a casa.
Al salir del ascensor, notó una súbita corriente de miedo, como una leve
descarga eléctrica. Cuanto más alejada había estado de Aleksandar, más
liberada se había sentido. Pero ahora que se estaba aproximando a él,
notaba la influencia de su poder mucho más que en su villa, lo que le
pareció extraño. Aleksandar era un hombre al margen de la ley, y se
preguntó si eso era lo que de verdad le atraía de él. Era alguien fuera de lo
convencional, excitante pero también… oscuro.
El de seguridad llamó a la puerta del despacho. Catalina se acomodó
varias veces el tirador del bolso sobre el hombro. Una voz grave surgió del
interior. Adelante. El de seguridad abrió la puerta, la dejó entrar y se
marchó pensando en la suerte de su jefe por estar rodeado siempre de bellas
mujeres.
Catalina se quedó de pie, echando una ojeada a su alrededor. En cuanto
Aleksandar ocupó su cargo como gerente, ordenó remodelarlo por
completo. Sustituyeron los muebles viejos por otros modernos y exclusivos.
Aleksandar estaba de espaldas, sirviéndose un chupito de rakia en el
mueble bar. La miró de refilón y dijo sin dejar entrever ninguna emoción.
—Has vuelto.
—Qué observador —dijo ella con ironía.
—¿Quieres tomar algo?
—No.
—Lo suponía.
Él se sentó en el sofá. Cruzó las piernas con una sonrisa de satisfacción
que refulgía tanto como la pantalla de las slots machines.
—¿Te vas a quedar ahí parada como un pasmarote? —preguntó,
sintiendo que el alcohol de su tierra corría dulcemente por sus venas.
—¿Qué es lo que quieres ahora? —preguntó ella sin moverse.
—Tú eres la que ha venido a mi casino.
—No sabía que este es tu casino —dijo consciente de que mentía como
una bellaca.
—Claro que lo sabías. Lo sabe todo el mundo —replicó con una sonrisa
arrogante.
Ella se acercó hasta la mesa, desde donde pudo contemplar la visión
panorámica de la sala. Era difícil sustraerse a la idea de un dios
observándolo todo. Seguro que a Aleksandar le apasionaba sentirse así,
como un dios omnipresente. Sin embargo, algunas divinidades no son
perfectas.
—¿La policía también?
Aleksandar arqueó una ceja, extrañado de lo que encerraba esa pregunta
pero enseguida se recompuso.
—¿Qué quieres decir?
Ella se giró y se apoyó en el borde del escritorio, una mesa ovalada de
cristal, decorada con remates plateados en los bordes. En una esquina, al
lado de un paquete de cartas, destacaba el ordenador de sobremesa con un
diseño fino y ligero.
—Fui a la comisaría —dijo cruzándose de brazos, cada vez más segura
de sí misma.
Aleksandar asintió lentamente. Sí, le había sorprendido. Era una mujer
con agallas. La contempló durante un instante, imaginándola sin el vestido,
alimentando viejas fantasías.
—¿Por qué has hecho una estupidez así?
A pesar de la distancia que los separaba, ella pudo sentir las oleadas
eróticas que surgían de él, casi podía palparlas con la mano. Su traje se le
ajustaba al cuerpo de una manera tan sexy, que revelaba unos bíceps bien
contorneados. El serbio era la masculinidad personificada.
—Lo que hiciste estuvo mal y has de pagar por ello —dijo ella.
Aleksandar echó la cabeza atrás y estalló en una carcajada. Esa mujer
cada vez le gustaba más: no solo era un cuerpo apoteósico con el que
disfrutar de un sexo morboso, sino que además tenía una marcada
personalidad.
—¿Qué es lo que he hecho mal? —preguntó invadido por las tórridas
imágenes de ambos en la cama, aquel espectáculo de fiebre, placer y
oscuridad.
—Lo sabes tan bien como yo —respondió mirándole por encima.
La gravedad con la que hablaba no hacía más que excitar a Aleksandar.
Había un cambio en ella, la manera en la que la hablaba era diferente, aún
más desafiante.
—Pero me gustaría oírtelo decir —dijo.
Su móvil vibró en el bolsillo. Lo cogió y leyó en la pantalla que era
Ratko. Sin contestar, colgó la llamada. Ahora tenía un asunto más
importante que atender.
—La policía vendrá, te buscará y te llevará a la cárcel —dijo ella.
—Lo dudo mucho.
—Ya veo que no me crees —dijo, y sacó de su bolso la copia de la
declaración jurada y se la estampó en el pecho.
—¿Qué es esto?
—Léelo.
Aleksandar suspiró, contrariado. Leyó la declaración con el ceño
fruncido, mientras ella lo observaba con los brazos cruzados. Estaba
deseando ver su reacción, pues era evidente que la había subestimado.
—¿Me quieres joder bien, verdad? —gruñó Aleksandar arrugando el
papel y tirándolo al suelo—. ¡No sabes lo que has hecho!
—Tú empezaste todo esto. Solo me estoy defendiendo.
Aleksandar ladeó la cabeza. La policía iba a ser un problema más.
Ahora tenía que cubrirse cuanto antes las espaldas.
—Venganza, así que es eso lo que estás buscando…
—No, justicia.
—Es lo mismo —replicó—. Sé muy bien de lo que hablo. Por eso vivo
en tu país y no en Serbia. Tuve que marcharme deprisa, dejar todo atrás.
Fue por una cuestión de justicia.
Ella también tuvo que marcharse junto a su madre para olvidar el
turbulento pasado en Marbella. ¿Sería posible que tuvieran mucho más en
común de lo que había pensado en un principio?
Abrumada por la intensidad de los recuerdos, Catalina bajó la cabeza.
Sentía un nudo en la garganta. De repente, le entró la urgencia de regresar
con Vicky.
—¿Estás bien? —preguntó él.
—¿A ti qué te importa? —espetó, y se incorporó ajustándose la correa
del bolso—. Me marcho. Solo he venido a decirte que espero te pudras en la
cárcel.
Él se levantó como empujado por un resorte, y se interpuso en su
camino.
—No vas a irte, Catalina.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo me lo vas a impedir?
Se mantenían a dos metros de distancia, pero aun así sentían la fuerte
atracción como una marea que los arrastraba. Aleksandar supo en ese
momento que no conseguiría nada si no cambiaba de plan, si no se abría
más a ella.
—¿Quieres saber por qué me marché de Serbia?
Ella dudó un instante. Sí, quería saberlo, lo ansiaba, pero una voz
interior le advirtió de que una vez que lo supiera, no habría vuelta atrás.
Estaría atrapada en él para siempre.
—No me interesa, Aleksandar —respondió, y pasó de largo en dirección
a la puerta.
Él la agarró del brazo. El móvil volvió a vibrar con insistencia en su
bolsillo. Ratko no podía ser más inoportuno. Sea lo que sea, tenía que
esperar.
—Claro que te interesa, Catalina —le dijo al oído—. Admítelo, deja de
engañarte a ti misma. Tú y yo tenemos una conexión especial, algo que nos
hace únicos.
—Suéltame —dijo evitando mirarle, notando que el vello de la nuca se
le erizaba.
Aleksandar alzó lentamente la barbilla de Catalina. Poco a poco sus ojos
se fueron encontrando y se quedaron enganchados. A él le fascinaba la
oscuridad de su iris, y ella quedó subyugada por el color miel de su mirada.
Era tan único y cautivador que sintió que su cuerpo se deshacía en mil
pedazos.
Catalina se quedó inmóvil y entreabrió la boca, húmeda, dejándose
invadir por su viril perfume de limón y madera.
Esta mujer es la fantasía de cualquier hombre, pensó Aleksandar. Y
entonces inclinó la cabeza y cerró los ojos ante la inminencia de la tierra
prometida. El beso que sellaría sus destinos. Porque no hay nada más
íntimo que un beso apasionado.
Más que besarse, se devoraron el uno al otro con un ansia animal. Fue
como si necesitaran la boca del otro para seguir respirando. Entre ellos no
corría el aire, sino una pasión que desataba sus instintos primarios. Se
apretujaron para sentir el cuerpo del otro, para contagiarse del calor y darse
cuenta de que nada los separaba.
—No puedo… —musitó Catalina, apartándose.
Pero ella deseaba más y más, así que volvió a reclamar la boca de
Aleksandar para sumergirse en un nuevo y ávido beso. Después, él la
mordisqueó en el cuello y ella soltó un gemido desesperado.
—Quiero follarte aquí mismo —susurró en el oído.
Catalina estaba al borde del delirio. Sin embargo, ocurrió algo que
obligó a ocuparse de la realidad del momento. Llamaban a la puerta con
insistencia a la vez que uno de los empleados gritaba.
—¡Sr. Aleksandar, es urgente!
—¿Qué cojones pasa? —dijo irritado hasta la médula.
—El Sr. Ratko ha intentado llamarle varias veces.
—¿Qué quiere?
—Que le llame ahora mismo.
Aleksandar dejó escapar un suspiro de frustración. De mala gana, cogió
el móvil del bolsillo del pantalón y llamó a Ratko. Catalina dio unos pasos
hacia atrás. Se humedeció los labios, que aún conservaban el sabor intenso
y viril del serbio. Se le pasó por la cabeza marcharse porque estaba a punto
de cometer una locura.
Ratko descolgó al primer tono.
—Joder, más vale que sea import… —dijo Aleksandar.
—Acabo de ver a Goran —interrumpió Ratko.
—¿Cómo? —dijo frunciendo el ceño.
—Goran está aquí en el casino. Y va armado.
C A P ÍT U L O 1 9
Las primeras luces del alba se colaron por el ventanuco del sótano.
Aleksandar abrió los ojos y parpadeó. Lo primero que vio fue un techo
blanco descascarillado. Su instinto de supervivencia, hizo que su cuerpo se
llenara de tensión.
¿Dónde estoy?
A un lado, reparó en Catalina. Estaba en el sillón, profundamente
dormida en la postura de quien lleva toda la noche velando. Entonces
recordó llegar en el todoterreno y bajar las escaleras con una gran ansiedad.
Le vino una sucesión de imágenes de una considerable cantidad de sangre,
en su ropa, por el suelo del aparcamiento del casino, en la tapicería del
coche…
Recordó la cara sombría del sicario. Una cara huesuda, de mirada
penetrante y esa expresión vacía, ya muerto. El agujero de bala en la frente.
El tatuaje de una lagartija en el cuello. En ese momento bajo el coche,
Aleksandar recordó sus ganas de vivir, empujado por una fuerza misteriosa
que le obligó a responder al ataque, a apurar con desesperación su última
oportunidad.
La muerte le había rozado con la yema de los dedos, aunque por suerte
había pasado de largo. Una vez más, cuando ya notaba su aliento en la nuca,
había ganado el duelo. Un hormigueo de euforia se instaló en su vientre.
Quería bajarse ya de la cama y empezar el día. Sin embargo, sintió el
dolor y calmó el anhelo de ver la puesta de sol. Se fijó en los vendajes en el
costado y la rodilla. Le apretaban.
Volvió a fijarse en Catalina. Debía de estar agotada después de una
noche aterradora. Se imaginó lo que había pasado y cerró los ojos,
lamentándose de que todo hubiera sucedido por su culpa, a causa de picar el
anzuelo que ese malnacido de Goran les había tendido.
Y, sin embargo, ella estaba ahí, junto a él.
Ellos habían cruzado un umbral en su relación, y tenía una enorme
curiosidad de saber lo que venía a continuación.
Incluso en esa postura tan incómoda y poco favorecedora, medio
despatarrada en un sillón viejo, Catalina continuaba siendo una mujer
espectacular, y no pudo evitar el deseo de deslizar sus labios por su piel
morena. Así de fuerte era su atracción.
Catalina movió lentamente un brazo y luego otro, se estaba despertando.
Aleksandar la miró entre curioso y divertido. Ella parpadeó y fijó la vista en
un rincón mientras su conciencia se activaba. Se le escapó un bostezo y
Aleksandar rio por lo bajo, fue entonces cuando ella se percató de dónde
estaba.
—Buenos días, bella durmiente —dijo él.
—Hola —dijo ella estirando los brazos. A pesar de que el sillón era
cómodo, tenía el cuerpo entumecido. Como pudo, se arregló la melena con
las manos. Un gesto de coquetería.
—¿Has dormido bien?
Ella aún no estaba despierta del todo. Se la notaba un poco ausente y era
cierto, no sabía ni la hora ni qué día era.
—Bueno… —dijo acercándose a la cama—. Y tú, ¿cómo estás?
Al verla más de cerca, Aleksandar se alegró.
—Muy bien, aunque cansado —dijo y buscó su mano para cogerla,
ansioso por tocarla, y ella se la ofreció—. Deberías estar en tu casa, este no
es un lugar para ti. Hablaré con Ratko.
—No es culpa suya, yo me ofrecí.
—Pues no debería haberte hecho caso.
—Tampoco es que hubiese mucho más opciones. Salió a toda prisa de
vuelta al casino.
La mención del casino hizo caer a Aleksandar en la cuenta de algo.
—¿Dónde están mis cosas? —preguntó mirando a su alrededor.
—Ratko tiene el móvil y la cartera. La ropa supongo que la tendrán
ellos —dijo señalando con la cabeza el piso superior.
—No pienso estar mucho más tiempo aquí —dijo e hizo el ademán de
apartar la sábana, pero Catalina se lo impidió.
—Espera, voy a buscar al doctor. Él te dirá si puedes.
—Me da igual lo que diga —espetó—. ¿Cuándo viene Ratko?
Catalina se encogió de hombros.
—Llámalo. Dile que venga ya.
Ella cogió su móvil del bolso y se lo entregó.
—Hazlo tú mismo. No soy tu secretaria.
Aleksandar la miró contrariado, y después marcó el número de su amigo
que se sabía de memoria. Por el rabillo del ojo observó cómo ella se iba a
buscar al doctor.
Ratko descolgó al primer tono.
—Hola, soy yo. ¿Todo bien por ahí? —preguntó Aleksandar.
—Todo bien —respondió contento de oírle—. Tengo mucho que
contarte. Oye, pensé que te ibas al otro barrio.
—Ya sabes lo que dicen, mala hierba nunca muere.
Ambos rieron con ganas. Esta sería una batalla más que contarían a sus
nietos.
—Ven a por nosotros. Ya sabes dónde.
—Eso está hecho.
Aleksandar colgó y luego regresó Catalina para anunciar que el doctor
bajaría en unos minutos. Ven, le dijo él, y volvió a tenderle la mano para
que ella la cogiera.
—Quiero follarte. Ahora.
—¿Qué? ¿Has perdido la cabeza?
—Va a ser algo rápido —dijo con urgencia—. Quítate las bragas, quiero
estar dentro de ti.
—El doctor está a punto de bajar.
—Me importa una mierda, que se espere para eso le pago.
—Te acaban de pegar dos tiros, Aleksandar.
—Por eso mismo, porque nunca sabes cuánto te queda de vida. No
quiero morirme sin follarte otra vez.
Las palabras volaron y aterrizaron de pleno en el corazón de Catalina.
Jamás la habían deseado de ese modo tan febril y ardiente. Todo con él
estaba siendo tan loco que no se pudo resistir.
Se quitó las bragas y las guardó en el bolso. No pensaba tirarlas para
que el doctor y la esposa las encontrasen. Aleksandar apoyó la espalda en el
cabecero, apartó la sábana y se bajó los calzoncillos para que ella saludara a
su potente erección.
—Sí, ya estás mejor —dijo ella arqueando una ceja.
—Cuidado, no puedo moverme mucho.
Los muelles de la cama crujieron cuando Catalina se subió. Se abrió de
piernas y sin preámbulos se la metió dentro. Apoyada con ambas manos en
la pared, empezó a menear la cadera con una deliciosa lentitud.
—Así, muy bien —dijo Aleksandar cerrando los ojos y agarrando su
culo bajo la falda, apretándola contra él.
El olor de su piel lo embriagaba por completo. Sintió un profundo
placer concentrado en su miembro. Cada segundo en su interior, era como
una bocanada de aire fresco.
Catalina ya estaba muy caliente. Se mordió los labios y cerró los ojos
porque así el sexo era más intenso. Ahora ella se lo estaba follando y no al
revés. Y con gente que estaba a punto de bajar todo era más morboso. La
respiración de ambos era cada vez más acelerada.
Ella abrió los ojos y disfrutó al descubrir la expresión de la cara de
Aleksandar, que parecía que agonizaba, que estaba a punto de soltar su
último aliento. Cuanto más lograba excitarle, más se excitaba ella.
El ritmo se fue acelerando hasta que el sótano se llenó de cortos
suspiros. Susurraron sus nombres como solo dos amantes lo hacen, con una
sensualidad abrumadora. La cadera de Catalina se movía con una
maravillosa destreza, implacable y ardiente, mientras contraía la vagina
para sentir aún más ese enorme falo que la estaba poseyendo.
—Quiero correrme dentro de ti —musitó Aleksandar.
Catalina pensó que solo con esa voz de marcado acento del este, ella ya
se pondría de rodillas a su servicio. Y con esas manos fuertes y poderosas
que se agarraban a su cintura, guiándola hacia el camino del éxtasis.
Cuando él se corrió, ella sostuvo su cara con las manos y le besó en los
labios. Después Aleksandar, temblando, se apoyó en su pecho, y ella lo
abrazó.
—Descansa, corazón, descansa… —le dijo.
Entre ambos convirtieron un sótano frío e impersonal, en un lugar
cálido y memorable. ¿Cómo explicar si no ese halo que los rodeaba de
irresistible atracción?
Era más que un polvo deprisa y corriendo, era una manera de celebrar
su nueva intimidad, su nueva y perturbadora intimidad. Pero había algo más
que Catalina no sabía cómo describirlo. Sentía que su cuerpo ya no era solo
suyo, sino también de Aleksandar, su oscuro mafioso.
Y mientras él se apoyaba en su pecho y la abrazaba con fuerza, aun sin
recuperar el aire en sus pulmones, sintió que ella se rendía más allá de la
pasión y el delirio, y que el horizonte para los dos era vibrante y único.
—¿E STÁ CLARO LO QUE TENEMOS QUE HACER ? — PREGUNTÓ EL JEFE DEL
grupo UDYCO de la Policía, Luis Cuadrado, mirando fijamente a sus
hombres.
—Sí —respondieron todos con seguridad.
Se hizo un silencio en la sala número doce de la jefatura provincial de
Málaga. Era una estancia pequeña compuesta por una mesa ovalada y un
proyector donde se veía un mapa de Marbella. Se miraron unos a otros.
Nadie habló. Afuera era noche cerrada, con la media luna en lo más alto.
—Bien —dijo al fin dando una palmada, complacido de que el plan que
les acababa de explicar no generara dudas—. ¡En marcha!
El grupo formado por seis hombres incluido él, bajaron al aparcamiento
con paso apremiante y se subieron a uno de los furgones policiales. Había
cuatro más lleno de refuerzos, pero nadie salvo ellos sabían a dónde se
dirigían y a quién iban a detener.
Cuadrado, un hombre de mirada recia y curtido en mil batallas, cogió su
móvil y llamó al inspector Ramírez para avisarle. No tenía por qué hacerlo,
pero le debía esa cortesía profesional, ya que a través de él lograron una
pista muy valiosa que les había ayudado a acercarse a Aleksandar Masovic,
el líder de la banda mafiosa «los Serbios».
—Ramírez —dijo a modo de saludo, sin disculparse por la intempestiva
hora—. Ya vamos a por él. Ahora mismo. Es algo tarde, pero así les
pillamos totalmente desprevenidos.
—¿Cómo? —dijo Ramírez medio adormilado.
—Vamos a por Masovic, el serbio —dijo mirando hacia atrás,
asegurándose de que los furgones iban en fila india—. Esta noche dormirá
en el confortable calabozo de los juzgados.
—Ah, Cuadrado, eres tú —dijo aún aturdido por el sueño—. Me alegro.
¿De cuántos hombres es el operativo?
—Somos tres grupos, bien armados por si acaso.
—Ojalá ese delincuente esté una buena temporada a la sombra.
—Yo también lo espero. Se lo merece.
El furgón abandonó la comisaría y tomó la autovía del Mediterráneo
hacia Marbella. Apenas había tráfico. Les esperaba un viaje de unos
cuarenta minutos con máxima tensión.
—Dime, al final, ¿hablasteis con la chica, con Catalina Rosales?
Cuadrado hizo memoria. El número de nombres implicados en la
investigación era tan apabullante que necesitó esforzarse.
—No, no hizo falta. Con la información de la declaración jurada que
nos pasaste fue suficiente. Estudiamos las cámaras de seguridad de esa
noche en el beach club. Vimos a Masovic y conocimos a sus secuaces, un
tal Ratko y el chófer. Nos sirvió para poner cara a muchos de esos nombres.
Una información muy valiosa. Y si apretamos las tuercas al hombre que
golpearon, quizá se vuelva nuestro confidente.
—Buen trabajo, compañero.
—A las nueve pon la tele, quizá nos veas en las noticias.
—No me lo perderé —dijo con una voz ya totalmente despejada.
El grupo con Cuadrado a la cabeza llevaba un mes detrás del serbio. El
artículo en la prensa sobre la organización criminal había molestado en las
altas esferas. Sonaron teléfonos en despachos importantes y al poco se
decidió investigar a fondo.
Cuadrado casi ni había pasado por su casa en todo ese tiempo, solo un
par de veces para almorzar con la familia y poco más. Tampoco podía
compartir con su esposa el motivo de su prolongada ausencia, ya que
debido a la información confidencial que manejaban se les estaba
prohibido.
Por fin, tanto esfuerzo volcado en investigar a Aleksandar Masovic se
vería recompensado. Llegarían a la villa, ese lugar medio escondido en la
sierra y arrestarían a todo el mundo. Dentro de un rato, un criminal menos
paseando por las calles.
Catalina se corrió una vez más y se dejó caer de espaldas sobre la cama.
Durante unos segundos eternos y bestiales, acababa de ver el paraíso en
todo su esplendor. Aún con la respiración entrecortada bajó la vista, y le
pareció lo más erótico del mundo ver la lengua de Aleksandar jugueteando
con el clítoris. Si no podía embestirla por el riesgo de que se abrieran los
puntos, al menos su boca seguía en plena forma, lamiendo, succionado,
provocando un nuevo clímax con su habilidad magistral.
Finalmente, él se tumbó con sumo cuidado a su lado y se quedaron en
silencio recuperando fuerzas. Estaban desnudos, agotados y sudorosos. La
persiana estaba a medio echar y se colaba una deliciosa penumbra. La hora
de la siesta caía a plomo sobre la villa.
Antes almorzaron con apetito un vaso de gazpacho, y una rica y fresca
ensalada andaluza. Al terminar, Ratko regresó al casino para atar los
últimos cabos. Al ser fin de semana, ni Adriajna ni Konstantin trabajaban,
así que en la villa solo estaban ellos.
Él cerró los ojos y su respiración se volvió algo más lenta. ¿Estaría a
punto de dormirse por la modorra?, se preguntó ella. No se lo podía
reprochar, ya que era típico de los hombres.
Sonrió al recordar la expresión de sorpresa cuando en el todoterreno él
leyó en silencio su mensaje provocativo. Cómeme el coño. Desde que se
conocieron era la primera vez que ella se proponía, y no hubiera ocurrido si
su relación no hubiera cambiado de arriba abajo. Lejos quedaban las ganas
de destruirlo por su chantaje y amenazas. Ahora les unía algo muy diferente
y más profundo. Se sentía segura y deseada.
Ahí sigue la bala, se dijo mirando hacia el techo. El recuerdo de nuestra
primera noche de juegos y sexo. Yo quería irme pero una parte de mí, la
oscura, gozaba como nunca.
Posó una mano sobre su rudo pecho y acarició su pezón. Después
recorrió con la mirada el resto del fenomenal cuerpo del mafioso. No se
cansaba de Aleksandar, siempre quería más. Su pene estaba en modo
reposo, aunque continuaba siendo de un tamaño colosal.
De repente sintió ganas de ser azotada y luego penetrada como en esos
primeros días en que se conocieron. Lo que este hombre ha sido capaz de
sacar de mí, pensó. Ignoraba que yo escondía tanta perversidad y erotismo.
Y esto es solo el principio. Voy a acabar contigo, Aleksandar, pero a polvos,
sí, y que no sean convencionales, por favor.
Como si la hubiera escuchado, él abrió los ojos, giró la cabeza y le
dedicó una luminosa sonrisa. Ella se alegró de que se hubiera despertado.
Le apetecía seguir junto a él.
—Tenemos suerte de seguir con vida —dijo Aleksandar, y se inclinó
hacia ella para besarle el hombro.
—Sabía que me protegerías —dijo ella deslizando una pierna
perezosamente sobre la suya.
—Por supuesto —dijo mirando el destello oscuro de sus ojos—. Yo
siempre voy a protegerte. Eres mi prioridad.
Era tan dulce oír el murmullo de su voz…
—Y tú la mía.
—¿Crees que podrías vivir en mi mundo? —le dijo él de repente, sin
pensarlo.
—¿En tu mundo? —Se quedó pensativa—. No lo sé
Aleksandar asintió, comprensivo, pero enseguida se lanzó al ataque.
—¿De verdad crees que voy a dejar escapar a una mujer como tú? A mi
lado estarás mucho mejor.
Y ahí aparece su lado arrogante, pensó ella. Entonces lanzó un
contraataque imprevisto.
—¿Quién es Vesna? —preguntó de sopetón, cambiando de tema.
La sorpresa se reflejó en el rostro de Aleksandar.
—Te oí murmurar su nombre mientras dormías en el sótano —aclaró
ella.
Él tomó aire y lo soltó tranquilamente, como si necesitara un instante
para asimilar lo que venía a continuación.
—Es mi hermana.
—¿La que vi en la fotografía de tu despacho?
Él asintió. Catalina evocó el rostro dulce de la niña, y la cara pícara de
Aleksandar. Después guardó silencio, como invitándole a compartir sus
recuerdos.
—Murió cuando tenía diecisiete años, y murió en mis brazos —dijo con
un nudo en la garganta.
Ella abrió la boca, conmovida, y se acercó un poco más para abrazarlo.
Se imaginó la magnitud de la desgracia y sintió un escalofrío. No, la vida
no era justa.
—Lo siento mucho, Aleksandar —susurró—. Si no quieres hablar de
ello, lo comprenderé.
—Está bien. Fue hace mucho tiempo.
Catalina le besó en los labios. Fue un beso largo y tierno.
—¿Cómo murió?
—En una calle de Belgrado, una bala que iba dirigida a mí seguramente.
La maldita y jodida casualidad… Ella apareció de repente, me vio y se
acercó —dijo y chasqueó la lengua—. Su vida se me escurrió entre las
manos. Recuerdo tener una sensación de rabia e impotencia.
Ella alzó la cabeza y se fijó en la crispación de su cara, en su mirada
opaca, las mandíbulas apretadas. Lo estaba viviendo de nuevo. Él estaba
allí, en esa calle, a solas con ella, el horror. Desde entonces habría llevado
esa carga sobre sus hombros. Ella sabía a la perfección lo que era eso.
Jamás se olvida, sino que se aprende a convivir con ello.
—Me tomé cumplida venganza de todo eso —dijo con cierta dureza—,
y pensé que me sentiría mejor, pero no fue así.
Catalina entendió que había asesinado al hombre que disparó a su
hermana. Se había tomado la justicia por su mano. En cierta forma, al igual
que ella cuando disparó a su padre para evitar que violase a su madre. Fue
jueza y verdugo. Notó un estremecimiento, como si todo encajara entre
ellos, y se preguntó si había una buena razón para que esas dos almas
heridas cruzaran sus caminos.
—Hay algo que tienes que saber de mí —dijo ella con la cabeza de
nuevo apoyada en su pecho firme y desnudo.
Él intuyó que iban a más, que ambos se encontraban en un momento
significativo de su intimidad.
—Te escucho, cariño.
Antes de hablar, Catalina apoyó la barbilla en su mano y le miró a los
ojos, a esos ojos miel capaces de derretir el acero. Ansiaba estudiar su
expresión cuando le revelara su secreto, ese que había guardado bajo llave
en el fondo de su corazón. Entonces le contó la maldad que anidaba en el
interior de su padre, sus formas despóticas y violentas. El sufrimiento de
madre e hija, pero sobre todo el de su madre. Y cómo ella, siendo apenas
una niña, había sostenido una pistola y disparado para acabar de una vez
por todas con el dolor, antes de que acabara con ellas.
Aleksandar la escuchó sin interrumpirla, observando el terror y la
amargura que la envolvía al recordar ese fatídico día. Era un relato
escalofriante, pero al mismo tiempo lleno de esperanza.
—¿Por eso os fuisteis de viaje durante dos años en esa autocaravana,
verdad?
Ella asintió con la cabeza repetidas veces, emocionada.
—Ven aquí —le dijo y la estrechó entre sus brazos.
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Catalina. Los sentimientos a
flor de piel. La lágrima llegó hasta el hombro de Aleksandar, que sintió la
leve humedad.
—Creo que no puedo imaginar lo duro que debió de ser para tu madre y
para ti.
—No se lo desearía a nadie —dijo notando el calor de su cuerpo.
Se besaron lentamente, sin prisas.
—Es asombroso —dijo él pensativo.
—¿El qué?
—La casualidad. Los dos tuvimos que alejarnos de aquello que nos
perseguía.
Ella asintió. Ya lo había pensado en su momento. Tenían razón, cada
uno se refugió como pudo para salir adelante en la vida. ¿Habría más
casualidades entre ellos?
Aleksandar le preguntó si su padre le había enseñado a usar armas de
fuego.
—Sí —respondió ella—. A veces, cuando tenía unos diez años, me
llevaba al campo para enseñarme a cargarla, a atornillarla, a sujetarla con
las manos y todo eso. Me gustaba mucho, pero con el tiempo pensé que era
porque pasaba tiempo con él, no porque me gustasen las pistolas —Hizo
una pausa, y él la besó otra vez en los labios—. Mi padre me repetía: no se
lo digas a mamá, no se lo digas a mamá. Y hacer eso en secreto, sin saberlo,
me unía más a él.
—Hasta que abriste los ojos y viste cómo era él en realidad.
Ella asintió.
—Crecí a marchas forzadas. Sí, eso fue lo que pasó. Cuando vas
creciendo ves el mundo como es, con luces y sombras, aunque aún no las
entiendas.
Cuando Catalina se despertó, la luz de la luna lamía el suelo del dormitorio.
El silencio inundaba la villa. Aleksandar dormía a su lado. Entre la
penumbra se intuía el contorno de su espalda y su trasero respingón, que
parecía decir «acaríciame». Hacía calor, más de lo habitual, porque antes de
dormir apagaron el aire para evitar enfriarse durante la noche.
Quizá sería buena idea bajar a la cocina para beber un trago de agua
fresca. ¿Qué hora es? Y se fijó que, sobre la mesita de noche, había un
discreto, pero sofisticado altavoz anunciando las dos de la madrugada. No
había dormido mucho, pero aun así se sentía extrañamente despejada.
A pesar de las limitaciones físicas de Aleksandar, habían follado con la
misma pasión de siempre. Tanto era así que le dolían los músculos de todo
su cuerpo. Un orgasmo más y necesitaría acudir al fisio durante una
semana. Notaba su cuerpo húmedo de sudor y se decidió a levantarse en
sigilo de la cama. Prefería evitar que él se despertara, pues necesitaba
descansar mucho más.
Como estaban solos en la casa, decidió bajar desnuda. Además, no sabía
ni dónde había dejado su ropa. Mientras caminaba por el pasillo, pensó en
los días en los que percibía la villa como un lugar hostil. Ahora se movía
con una cierta comodidad, y se preguntó si podía acostumbrarse a la rutina
de vivir con Aleksandar. Solo de imaginarlo notó un fuerte latido del
corazón.
Ambos tenían un pasado en común, y no solo se entendían a la
perfección en la cama. Soy algo más para él, se dijo. Confía en mí. Estoy
empezando a darme cuenta de que si no estoy con él me falta algo vital.
¿Estoy enamorada? Es una pregunta demasiado fuerte para responder
ahora. Tengo miedo de sentir algo profundo y significativo por un mafioso.
Pero, Cata, ser un mafioso es su trabajo, lo que importa es la persona.
Además, crees que Aleksandar fue la persona que ayudó a Luca y no se
vanaglorió. Él no sabe que yo lo intuyo. ¿Se lo diré algún día? Seguro que
sí, pero ya encontraré el momento.
Me dijo que yo era de su prioridad. Ahora tú también eres de la mía,
Aleksandar.
De pronto, algo le llamó la atención. Dirigió la mirada a la amplia
ventana situada por encima de la escalera. Un extraño y leve resplandor rojo
y azul parecía llegar de afuera.
¿Qué son esas luces? ¿Qué está pasando?
Desconcertada, se asomó a la ventana. Lo que vio la dejó sin aliento.
Una fila de furgonetas de la policía estaba delante de la reja de entrada. La
fuerte impresión que se llevó le impidió contarlas, pero debían de ser cuatro
o cinco, y sus luces parpadeantes iluminaban la oscuridad. No tuvo tiempo
para más. Enseguida regresó corriendo sobre sus pasos. Solo tenía una idea
en la cabeza: Avisar a Aleksandar.
—¡Despierta, despierta! —exclamó ya en el dormitorio.
Presa del nerviosismo, lo zarandeó por los hombros. Aleksandar abrió
los ojos al momento, pero su voz sonaba adormilada.
—¿Qué pasa, joder, qué pasa?
—¡La policía está aquí! ¡La policía!
—¿Cómo? —dijo mucho más despierto.
—¡Están fuera! ¡Van a entrar de un momento a otro!
—¿La policía? —dijo asombrado, tomando conciencia de lo que
suponía—. ¿Qué hacen aquí?
—¡Y yo qué sé!
—¡Vístete!
El apremiante timbre de la puerta sonó por todos los rincones. Se oyó
una voz ruda gritando que era la policía, que tenía que abrir la puerta. Tanto
si querían como si no, su entrada era inminente. No había mucho tiempo
para pensar con calma.
El primer impulso de Aleksandar fue levantarse a toda prisa para
deshacerse de un disco duro que lo incriminaría. Sin embargo, las heridas
eran demasiado recientes y notó un dolor agudo en el costado. No,
necesitaba ayuda desesperadamente. Si ese disco acababa en las manos de
la policía, le caería una sentencia larga y sombría.
—¡Cata, rápido, ve al vestidor y abre la caja fuerte! ¡Necesito el disco
duro!
—¡No sé dónde está!
—¡Yo te lo digo!
La tensión iba en aumento. Vestida ya con un top de tirantes y unos
leggings, obedeció. Aleksandar la fue guiando desde la cama. Le dijo que
detrás de las chaquetas la encontraría. Le dijo también el código secreto. La
policía ya había abierto la reja y ahora intentaban derrumbar la puerta de la
entrada con un ariete. En cuestión de segundos se presentarían en el
dormitorio.
—¿Lo tienes? —preguntó él con ansia.
Ella no respondió.
En el disco duro guardaba toda la contabilidad secreta de su
organización. Los sobornos a la policía local, políticos y concejales del
Ayuntamiento. Aunque los nombres estaban registrados como iniciales, sin
duda la policía los acabaría identificando a todos o a parte.
—¿Lo tienes? —insistió impaciente.
—¡Sí! —respondió ya en el dormitorio, enseñando una cajita negra.
Catalina se lo entregó y Aleksandar lo tiró al suelo, cerca de la cama.
Para sorpresa de ella, de un manotazo barrió la lámpara y el altavoz de la
mesita de noche. Después extrajo la pesada repisa de mármol, con la que
golpeó repetidas veces el disco duro. Hubo un momento en que gruñó por el
dolor de las heridas. No podía continuar, así que Catalina cogió la repisa y
le atizó un par de golpes más. El disco quedó inservible, descompuesto en
varios pedazos.
Justo en ese momento irrumpió la policía.
A Catalina casi le da un infarto. Era un grupo intimidante de hombres,
uniformados y armados con metralletas. Entraron ordenando a grito pelado
que se tumbaran en el suelo. Obedecieron sin rechistar.
Al poco, llegó con paso resuelto el jefe Cuadrado para anunciar que el
serbio estaba detenido, y que iban a registrar la villa de arriba abajo.
Cuadrado esbozó una sonrisa de superioridad. La operación había resultado
perfecta e intuyó que el serbio acabaría con sus huesos en la cárcel. Dejó la
orden judicial en una silla y ordenó a sus hombres que iniciaran el registro.
Al ver el disco duro roto, se agachó y mandó que recogieran los pedazos
para guardarlo en una bolsa.
—Que los técnicos se pongan a arreglarlo, a ver si consiguen extraer la
información —dijo sin mostrarse sorprendido o decepcionado.
Después se dirigió a Catalina y le pidió el DNI. Disimuló su
contrariedad por no saber quién era ni su relación con el serbio. Parecía que
había surgido de la nada. Algo había fallado en el seguimiento.
—Está en el bolso —dijo con un hilo de voz.
Mientras Cuadrado iba a por él, ella notó que alguien le tocaba
levemente la muñeca. Al girarse vio a Aleksandar quien le susurró que
estuviese tranquila.
—¡Silencio! —ordenó Cuadrado.
No le llevó más de unos segundos encontrar el DNI. Al leer su nombre
sintió un estremecimiento. ¿Dónde lo había visto? Frunció los labios en
actitud pensativa. Al recordar donde había leído el nombre, sorprendido, se
dirigió a uno de sus hombres.
—Que el serbio se vista y os lo lleváis a otra habitación —le dijo—.
Tengo que hablar con ella.
Después de entregarle a Aleksandar una camiseta y un pantalón que
encontraron en el vestidor, lo esposaron y se lo llevaron bajo la atenta
mirada de Catalina. Cuadrado le hizo un gesto con la mano a ella para que
se levantase y se sentara en el borde de la cama.
—Tú eres la testigo de lo que sucedió en la playa del beach club el mes
pasado —dijo Cuadrado—. Hablaste con Ramírez, ¿verdad?
Ella tragó saliva y asintió con la cabeza.
—¿Te ha retenido contra tu voluntad?
—No —dijo alzando la vista.
—¿Entonces qué cojones haces aquí?
Catalina miró hacia otro lado. Se dio cuenta de que nadie iba a entender
lo suyo con Aleksandar.
C A P ÍT U L O 2 2
UN AÑO DESPUÉS …
FIN