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INFORME DE LECTURA

Ana Sofia Echeverri Giraldo


11°1

Artística
Stiven Bohórquez

Institución educativa Fe y Alegría Granizal


Medellín, Colombia 08 marzo 2024
Hasta mediados del siglo XIX, las mujeres se construyeron en Medellín siguiendo o
reaccionando contra varias normas regulativas, cuyas manifestaciones más comunes
fueron las patriarcales, representadas en la familia, la religión y la educación, así como las
formas más extremas, como escarnios públicos, torturas, violaciones y múltiples formas de
violencia política. Muchas de estas violencias se naturalizaron en la cultura cotidiana,
normalizando ciertos comportamientos y ocultando otros. Las mujeres no solo fueron
objeto de violencia estructural y directa, como el maltrato o la violación, sino también de
una violencia cultural o simbólica transmitida en la religión, la ideología, el lenguaje, el
arte y la ciencia. Estas formas de violencia no operaban de manera aislada, sino que se
entrelazaban y reforzaban mutuamente, como señala el sociólogo Johan Galtung en su
obra "Paz por medios pacíficos. Paz y conflicto, desarrollo y civilización" (2003).

El patriarcado, al igual que otras formaciones sociales profundamente violentas, mezcla


violencia directa, estructural y cultural en un ciclo vicioso. Esta violencia puede fluir en
todas las direcciones, pero el flujo principal va de la violencia cultural a la violencia directa,
pasando por la violencia estructural. Por ejemplo, la desvalorización simbólica de la mujer
históricamente la relegó a un estatus de subordinación y exclusión institucional, lo que a
su vez propició su vulnerabilidad y exposición a abusos físicos.

El control y disciplinamiento del cuerpo femenino fue fundamental para la consolidación


de una sociedad moderna. Los discursos relacionados con la higiene, el rendimiento y la
productividad corporal se infiltraron en las instituciones sociales y moldearon un ideal de
vida urbana que exigía que la mayoría de la población adoptara actitudes y mentalidades
consideradas cultas y modernas. La higiene se convirtió en un instrumento de intervención
del cuerpo de los individuos y de muchos espacios urbanos. La ciudad debía modernizarse,
industrializarse y urbanizarse, y la higiene era parte fundamental de este proyecto, junto
con la familia y la escuela. La higiene configuró una serie de principios estéticos y morales
tendientes a mantener la supremacía masculina sobre la femenina, delimitando o
diferenciando entre cuerpos normales y anormales.

Las mujeres estaban expuestas a abusos y explotaciones, y su participación en la vida


activa, social, política y religiosa estaba sujeta a la aprobación masculina. La difícil
situación de las mujeres en Medellín desde finales del siglo XIX hasta principios del siglo
XX se caracterizaba por un estado de vulnerabilidad que se ocultaba bajo una aparente
paternidad protectora. Las mujeres eran descritas como sujetos, pero no sujetos de
acción, sino como sujetos a: dominar, controlar, educar, guiar, etc.
Las representaciones artísticas de principios del siglo XX reflejaron estas divisiones y
dualidades culturales y sociales, reproduciendo la dualidad prototípica de la cultura
occidental: las mujeres como santas y putas, brujas y niñas, burguesas y campesinas,
diosas y demonios, y como figuras pasivas subordinadas a un universo configurado según
las necesidades masculinas. Las obras de Francisco Antonio Cano, Marco Tobón Mejía, Luis
Eduardo Vieco y Rafael Sáenz ejemplifican estas representaciones.

La pregunta que surge es cómo se tradujeron estas discusiones sobre la mujer en el arte
regional, qué tipo de iconografía generaron los artistas sobre el cuerpo femenino, qué rol
se le asignó a la mujer en la cultura visual local de principios del siglo XX, y bajo qué
estrategias formales representaron los espacios de la feminidad. En Medellín, las
representaciones artísticas no distaron mucho de las del arte occidental desde el siglo XV o
XVI. Las mujeres se representaron con características prototípicas, en roles pasivos y
subordinados a la hegemonía masculina.

Relacionadas con la mujer virginal y angelical, obediente, sumisa, sacrificada y virtuosa en


las labores domésticas, sin embargo, con la exigencia que se dio en la ciudad entre la
década del veinte y el cuarenta de una formación más culta para ser una mejor
compañera, pero sin dejar de atender sus deberes de madre y esposa, se resaltaron otros
hábitos o comportamientos, entre ellos, el de la lectura. Así, frente a mujeres
eminentemente blancas o mestizas pertenecientes a un sector de la burguesía local, se
presentan otros roles como los de criada, campesina, prostituta o vendedora de mercado,
modelos que no representan los ideales de la sociedad pero que su presencia en
numerosas obras pictóricas distingue, diferencia y legitima el papel privilegiado que se le
atribuía a las mujeres de élite. No se incurre entonces en una caprichosa generalización si
se afirma que, respondiendo al academicismo decimonónico, muchos artistas antioqueños
de principios de siglo XX desempeñaron un papel fundamental en la creación y difusión de
determinados estereotipos femeninos de carácter prescriptivo que actuaron como
mecanismos de regulación de las conductas mediante las cuales se adoctrinaba a las
mujeres sobre aquellos roles que debían representar (virgen, madre, amante, esposa) y
aquellos que debían, a toda costa, rechazar y negar (prostituta, bruja, mujer fatal).

Expresado de otra manera, la representación visual de la mujer parecía tensionada de


forma tácita entre dos polos: Eva y María. De un lado, Eva encarnaba el peligro femenino
que la misoginia religiosa se encargó de evocar una y otra vez: el travestismo del diablo en
muchacha, la serpiente tentadora con rostro de mujer, la larga cabellera de la Magdalena
arrepentida o la representación de la lujuria como una figura con cuerpo femenino -por
citar sólo un par de las imágenes usadas para su representación). De otro lado, María
representaba, como bien lo asegura Chiara Frugoni, más que un modelo de feminidad
alternativo, una propuesta inimitable, en la medida en que su imagen negaba ante todo el
cuerpo de la mujer y sus funciones: la Inmaculada Concepción la identifica como el único
ser exento del estigma del pecado original, y la Anunciación, la Visitación y el Nacimiento
del Niño, subrayan su carácter espiritual y el mantenimiento de su estado virginal. Ambas
formas de representación femenina encontraran su traducción, por decirlo de alguna
manera, en representaciones que intentaban responder al contexto local con una
intención didáctica o transgresiva.

Así, por ejemplo, en sintonía con un ambiente más urbano que se transformaba
rápidamente gracias al comercio, la figura de la Virgen María se superpuso a otro tipo de
representaciones que retrataban a las mujeres inmersas en ocupaciones cotidianas, se
trataba de labores casi siempre asociadas al ámbito familiar, como tejer, cuidar los hijos,
cocinar, organizar la casa.

Sin embargo, en ocasiones las virtudes domésticas se transferían al terreno público. El


despegue urbano y la intensa actividad comercial hacían que el trabajo de las mujeres se
especializara y se diversificara: aparecen, así, obras en las que se puede observar a
mujeres de mercaderes dirigiendo los negocios en ausencia de sus maridos, esto es,
mujeres que venden pan o pescado; mujeres que se dedican a coser vestidos, como
aprendices, en la tienda de un sastre; mujeres atendiendo a enfermos en hospicios u
hospitales; o, por último, mujeres copistas, a las que se ve trabajando mientras escriben y
componen e, incluso, leen. No se trató, como podría pensarse, de un cambio en la función
de la mujer, sino todo lo contrario: su reforzamiento como ángel del hogar en cuadros
narrativos que describen episodios extraídos de la vida cotidiana de la época.

Estas formas de representación visual de la mujer adquieren una violencia simbólico-


cultural particular en la tradición pictórica y escultórica local en una situación recurrente
en la forma de titular las imágenes: no identificar a sus modelos. Así, en lugar de
nominarlas con un nombre que las particularizara, era muy común usar expresiones más
generales: "Mujer con Piel" (1927) y "Retrato de Dama" (Sin Fecha), de Eladio Vélez;
"Detalles de estudio" (1923), "Chapoleras" (1924) y "La Florista" (1926), de Humberto
Chaves; "Desnudo, mujer sentada" (Sin Fecha) y "Dama con pocillo" (Sin Fecha), de Luis
Eduardo Vieco; o, por último, "Desnudo Femenino" (Sin Fecha) y "La última gota" (1908),
de Francisco Antonio Cano. Esta forma de nombrar no era solo frecuente en el arte, sino
que permeó un amplio abanico de propuestas de la cultura visual. En la publicidad de
cigarrillos, por citar solo un campo, solían producirse todo tipo de imágenes que
presentaban mujeres promocionando el producto sin individualizarlas o reseñarlas. La
campaña de Cigarrillos Victoria de 1905 es más que elocuente a este respecto, diseñada
por Fotografía Rodríguez, una particular sociedad formada por Horacio Marino y Melitón
Rodríguez, la publicidad se enfocó en crear dos mosaicos fotográficos de figuras
masculinas y femeninas pertenecientes a la alta sociedad de la ciudad. El mosaico
conformado por retratos masculinos proporcionaba información con el nombre, el apellido
y la profesión del personaje: Dr. J.V. Maldonado, Dr. Nepomuceno Jiménez, Dr. Braulio
Mejía, Dr. Gil J. Gil, Dr. Eduardo Zuleta, Abel Uribe (Dentista), José María Jaramillo
(Ingeniero), Nicanor González (Oculista), por citar solo algunos. En contraste, en el mosaico
femenino ninguna mujer era identificada o nombrada. Con posterioridad, este tipo de
imágenes que vendían productos para las “reinas del hogar “.

El desafío de la prostitución y la representación de la mujer "perdida" llevó a una ruptura


con los arquetipos tradicionales de feminidad en el arte colombiano del siglo XX. Uno de
los nombres más destacados en esta subversión fue el de Débora Arango, una artista que
desafió los convencionalismos sociales y estéticos de su época a través de su obra
provocativa y crítica.

Débora Arango pintó una serie de obras que retratan la realidad cruda y desgarradora de
la prostitución y la vida urbana marginal. Sus pinturas no solo desafiaron las normas
estéticas y morales de su tiempo, sino que también cuestionaron las representaciones
idealizadas de la mujer en el arte. En lugar de retratar a la mujer como virginal, angelical y
sumisa, Arango mostró a mujeres empoderadas pero marginadas, luchando por sobrevivir
en un mundo dominado por hombres.

Una de las obras más emblemáticas de Débora Arango es su serie de pinturas titulada "Las
Putas", donde representa a las trabajadoras sexuales en escenas cotidianas de su vida.
Estas pinturas son crudas, directas y sin adornos, mostrando la realidad brutal de la
prostitución y la explotación de las mujeres en la sociedad colombiana. A través de su arte,
Arango desafió los estereotipos de género y puso de manifiesto las injusticias y
desigualdades que enfrentaban las mujeres en su tiempo.

El legado de Débora Arango va más allá de su contribución al arte colombiano; su obra


representa un acto de resistencia contra las normas opresivas y patriarcales que limitaban
la libertad y la autonomía de las mujeres. Su valentía para desafiar el status quo y su
compromiso con la verdad y la justicia social la convierten en una figura inspiradora para
las generaciones futuras de artistas y activistas.
En conclusión, el arte del siglo XX en Colombia fue testigo de una transformación radical
en la representación de la mujer, desde los arquetipos tradicionales de feminidad hasta
una visión más cruda y realista de la vida urbana. Artistas como Débora Arango desafiaron
los convencionalismos sociales y estéticos de su época, abriendo camino a nuevas formas
de expresión artística y contribuyendo a la lucha por la igualdad de género y la justicia
social.

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