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Los estereotipos en la literatura

A lo largo de la historia, se le ha dado un valor a la figura femenina y masculina e la literatura y


han asumido ciertos roles o funciones, que – muchas veces – están determinadas por su sexo.
Esto queda reafirmado en el siguiente texto, extraído de la Revista Humanitas, en su
publicación número siete, con el comentario de Jutta Burggraf:
“Cada sexo tiene rasgos que lo caracterizan: cada uno es superior al otro, en un determinado
ámbito. Naturalmente, el hombre y la mujer no se diferencian en el grado de sus cualidades
intelectuales o morales; pero sí, en un aspecto ontológico elemental, como es la posibilidad de
ser padre o madre y en aquellas capacidades que de ello se derivan. Es sorprendente que un
hecho tan simple como éste, haya causado tantos extravíos y confusiones.”
En nuestra cultura, la de occidente, se ha asociado siempre la imagen de la mujer y del hombre
a ciertos personajes literarios, que han sido conocidos y heredados de la tradición clásica, los
que tienen modos de comportamiento que se asocian a un determinado estereotipo, sean
porque son retratos preestablecidos o roles preasignados, que se han ido reiterando a lo largo
de la historia, a causa del contexto y entorno socio-cultural. Es así que se tiende a relacionar a
la mujer con una imagen sensible, mucho más emocional, sobria, recatada, pudorosa; a veces
remitida al tema de la reproducción y que debe ser sumisa.
En contraste, el rol del hombre se ha fijado a lo racional, frío o insensible, inteligente y creativo,
sostenedor, cercano al poder, entre otros. Sin embargo, durante los últimos siglos, más
específicamente desde los siglos XIX y XX (con mayor auge en el XXI) esto se ha revertido
paulatinamente, ya que la mujer comenzó a tener más y mayor participación social, su rol se
tornó activo en el sector público y ya no es vista como frágil; asimismo, el hombre ha empezado
a expresar más abiertamente sus sentimientos y emociones, liberándose del estigma que debe
responder a un canon rudo o frío.
Esto tiene que ver con lo que la tradición ha impuesto por moldes: que el hombre es racional y
la mujer responde a la emocionalidad, que el primero es activo y la segunda pasiva. Es así, que
lo masculino es sinónimo de poder, conocimiento y progreso, en oposición a la imagen
femenina, que posee una dualidad: por una parte es la mujer abnegada y protectora, pero por
otro lado es vista como la mujer mala, pues se atreve a desafiar lo que la tradición ha instituido
y se vuelve independiente y ya no al arbitrio de lo que diga o determine el hombre. Estos
estereotipos no han quedado ajenos al mundo de la literatura, la que ha reproducido las
imágenes de cada género y ha difundido estas ideas. Asimismo, gracias a la literatura se ha
diversificado la perspectiva de pensamiento, en el sentido de que la manifestación artística
permite la posibilidad del cuestionamiento.
LA IMAGEN FEMENINA EN LA LITERATURA UNIVERSAL
A lo largo de la historia de la literatura han existido estereotipos ligados a la imagen masculina,
como por ejemplo la figura del conquistador o el héroe; asimismo, la mujer ha estado cercana a
la figura de una persona débil y servicial o de la esposa abnegada, así como de la mujer fatal. En
algunas obras, se encuentra a un hombre, que tiene un perfil de héroe, acompañado de su fiel
mujer, la que espera y obedece lo que designe su esposo; él es activo, batallador y buen padre,
ella es buena dueña de casa y cuida a sus hijos, no posee vida ni decisiones propias y está al
arbitrio de lo que el hombre desee. Con el paso del tiempo la mujer fue cambiando a una
imagen de cortesana, donde tenía una imagen idealizada – por una parte – y una figura cercana
a lo grotesco, donde la femineidad estaba en pugna con actitudes ahombradas y ejecutaban
acciones viciosas; para ellas los hombres eran un objeto de placer y entretención, tal como ellos
las utilizaban a ellas.
La imagen de mujer idealizada aparece de la mano de la obra Don Juan Tenorio de José Zorrilla,
donde esta figura la encarna doña Inés, que es una mujer inmaculada, quien salva a Don Juan
del abismo del libertinaje, gracias al profundo amor que siente por él. Por otro lado, en el siglo
XV, existe la imagen de la mala mujer, que comienza con La Tragicomedia de Calisto y Melibea,
que se hizo famosa con el nombre de La Celestina de Fernando de Rojas. Esta imagen se forjó a
partir de una figura de mujer alcahueta, que es una especie de mensajera, pues lleva y trae
mensajes de amor entre una pareja y utiliza recursos mágicos para poder enlazarlos; es astuta y
sagaz, pero a medida que se desarrolla la trama va cayendo presa de sus propias artimañas, a
consecuencia de su falta de ética y moral.
Esta obra cobra gran relevancia, pues fusiona elementos del mundo medieval y del
renacentista, ya que combina la pesadumbre y pesimismo medieval – que tiene mucho que ver
con el sentimiento de una vida trágica – con la exaltación o idealización de la mujer, asociado al
espíritu del Renacimiento, que tendía a la divinización y llegó a ser considerado como un acto
pagano. La idealización de la imagen femenina continúa en la obra de Miguel de Cervantes y
Saavedra: El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, donde se hace una exaltación de la
figura de Dulcinea, que responde al prototipo de mujer ideal, sublime y frágil. En esta obra se
hace más evidente esta idealización, pues Dulcinea se llamaba Aldonza y no correspondía a la
imagen expresada, ya que la mujer real era todo lo opuesto: brusca, con actitudes ahombradas
y con mucha fuerza. Cervantes utiliza el componente de la imagen ideal no sólo con Dulcinea,
sino también se hace patente este recurso a lo largo de toda la novela. Es así que “confunde” a
mujeres vulgares y de vida fácil con doncellas y damas de alta alcurnia. He aquí un fragmento:
“No huyan las vuestras mercedes, ni teman desaguisado alguno; que la orden de caballería que
profeso no toca ni ataña hacerle a ninguno daño, cuanto más a tan altas doncellas. Mirábanle
las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro que la mala visera le encubría; mas
como se oyeron llamar doncellas, y cosa tan fuera de su profesión, no pudieron detener la risa
(…) Téntale la camisa y, aunque ella era de arpillera, a él le pareció de finísimo cendal… Los
cabellos, que en alguna manera tiraban a erizar, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de
Arabia… y el aliento que, sin duda alguna, olía a ensalada fiambre y trasnochada, a él le pareció
que arrojaba de su boca un olor suave y aromático. Finalmente él la pintó en su imaginación de
la misma traza y modo que lo había leído en sus libros de la otra princesa que vino a ver al mal
herido caballero”.
Podemos ver que el Quijote idealizaba de una manera increíble, pues hasta los olores no gratos
los sentía aromáticos, causando una mayor admiración de sus “musas”. Con el paso de los años,
llegamos al tiempo del Romanticismo, donde predomina el sentimiento de libertad, que venía
de la mano de la Revolución Francesa, donde se iniciaron una serie de cambios de ideología. En
este periodo la mujer comienza a luchar tenazmente por sus derechos, exige la posibilidad de
crear, de tener parte en la obra artística, de escribir y poder publicar sus textos. El problema
radicaba en que la sociedad de ese entonces no estaba en condiciones de recibir a esta “nueva”
mujer ni menos para soportar más cambios radicales, que implicaban una nueva posición de la
mujer en la sociedad y un trueque de roles asociados, por tradición, a los hombres. Fue por esa
razón que las autoras tuvieron que publicar bajo un seudónimo que ocultara su real identidad.
En el tiempo del Realismo, mitad del siglo XIX, se buscó la representación objetiva de la
realidad, de lo que sucedía, es por ello que con esta corriente emerge un nuevo tipo de imagen
femenina, que fue la mujer anulada y oprimida por la sociedad. Esta mujer se rebela contra lo
establecido, cansada de ser incomprendida y utilizada, se deja llevar por sus pasiones e
impulsos y rompe con los cánones impuestos por la sociedad tradicional, que tendía a lo
puritano. Es así que en este tiempo emerge la figura de la mujer infiel o adúltera, que obedece
a sus deseos íntimos por sobre la razón, con la finalidad de alcanzar el éxito de su proyecto de
vida y para ello lucha contra el machismo imperante, que reinaba hasta en las mentes
femeninas, que veían al hombre como ser supremo y a quien se debía respetar por sobre todas
las cosas. Esto queda en evidencia en la obra La Casa de Bernarda Alba de Federico García
Lorca, donde la imagen materna adquiere atisbos de machismo y reprime a las hijas, con la idea
de mantener el honor de la familia y no quebrantar las reglas impuestas por la sociedad de ese
entonces, anulando la posibilidad de realización personal de cada una de las integrantes del
hogar.
Estereotipos, somatotipos y creación de personajes literarios
Posted on 12 septiembre, 2016

¿De dónde vienen los personajes tipo? ¿Por qué es tan difícil resistirse a ellos cuando
escribimos una obra de ficción? Rastrear su origen es un ejercicio fascinante, un proceso de
deconstrucción literaria, una investigación histórica y antropológica sobre cómo otras artes,
ciencias, o incluso algunas paraciencias han dado lugar a estereotipos que cientos de años
después asumimos sin demasiadas reticencias.
Los personajes no son personas, a pesar de que algunos escritores insistan en considerarlos
como tales. Por el contrario, un personaje es la ilusión de una persona. Es como una
marioneta; está fabricado de tela, madera y cartón. Los hilos con los que se manipula siempre
están a la vista. Si el artista es bueno, sin embargo, el espectador se olvida de todo lo demás: de
los hilos, de la felpa y, sobre todo, del propio marionetista. Mientras dure la función, el títere
estará vivo.
Los personajes de una obra de ficción son, en definitiva, simplificaciones más o menos
estandarizadas de personas de carne y hueso. Son la reducción mínima de una persona, la
representación de características suficientes de modo que pueda reconstruirse de forma
creíble. Nuestros pequeños homúnculos imaginarios.
Es en esta simplificación necesaria donde tienen su origen los temidos estereotipos (o, si
queremos ser algo más correctos, los «personajes tipo»). Por ese motivo aparecen de forma
recurrente una y otra vez. El detective fracasado y alcohólico de la novela negra, el científico
loco de la literatura de terror, la femme fatale, el rebelde sin causa, el friki granujiento con
problemas sociales… Todos ellos son plantillas de personajes, atajos más o menos burdos hacia
la imaginación del receptor. Acostumbrado al truco, el lector rellenará de forma inconsciente
los espacios que el escritor no haya podido o querido cubrir a lo largo de la narración.
Los estereotipos nadan siempre en la misma dirección. En cambio, las personas reales son
complejas y muchas veces manifiestan emociones contradictorias.
Son como los clichés. Y, del mismo modo que los clichés, pululan a sus anchas por la literatura
de género, pues los estereotipos, las fórmulas y las convenciones son elementos que suelen ir
de la mano. Forman parte intrínseca de la definición de «género», y en buena parte esto es así
porque sirven para cumplir las expectativas del lector que busca el libro en la estantería
correspondiente.
En el fondo, los personajes tipo son fruto de la pereza del escritor, una comodidad más. Pero,
por otro lado, también son la sombra de arquetipos poderosos anclados en nuestro
subconsciente y que hunden sus raíces en las historias más antiguas que existen, los mitos, las
leyendas y las tradiciones populares.
Cada estereotipo tiene su historia, por supuesto. Tarzán, Mowgli, Pocahontas, Atreyu y los
Neytiri son personajes que tienen su origen en el mito del «buen salvaje», por ejemplo, y han
derivado en estereotipos nuevos, como el magical negro o incluso el magical latino. Otros
provienen de las representaciones teatrales del mundo griego y romano o de la Commedia
dell’Arte. También hay estereotipos muy recientes: La Manic Pixie Dream Girl es una invención
moderna que quizá está relacionada de algún modo con las nuevas perspectivas de género o
con sus malinterpretaciones.
Sin embargo, la idea para escribir sobre esta cuestión acudió a mí tras leer sobre William H.
Sheldon y los somatotipos masculinos. Sheldon fue un psicólogo que durante los años
cuarenta desarrolló una hipótesis para clasificar a todos los hombres (solo hombres, no
mujeres) en tres «formas básicas»: Endomórfico, mesomórfico y ectomórfico. Cada una de
estas formas corporales se correspondería con una serie de rasgos de personalidad:
El endomórfico es el hombre gordito y fofo, y su personalidad corresponde a la de alguien
bonachón, sociable, relajado, tolerante y moderado.
El mesomórfico tiene un aspecto maduro, erguido y musculoso. Es el típico líder, dominador,
aventurero, competitivo y valiente.
El ectomórfico es delgado, delicado y de apariencia juvenil. Está relacionado con las personas
introvertidas y con problemas de sociabilidad, artísticas o intelectuales.
A nivel literario, la hipótesis de los somatotipos no es más que una forma de hacer una
descripción etopéyica a partir de una descripción prosopográfica, un modo de poner en
práctica eso de: «muestra, no cuentes». A primera vista funciona, sí. Asociamos al gordito con
una vida relajada, al tipo musculoso con el clásico héroe de acción o el alpinista experimentado,
y al delgaducho asocial con el genio detective o el hacker informático. Pero después de
pensarlo un poco, me he dado cuenta de que los dichosos somatotipos se han convertido
en una fórmula constante en la ficción que consumimos a todas horas.
Evidentemente nuestro cuerpo dice muchas cosas de nosotros. Sin embargo, hay una gran
diferencia entre sugerir y forzar. El estereotipo cae con mucha frecuencia en la caricatura, y
entonces la ilusión se desvanece. El personaje se transforma en marioneta; asoman las costuras
y el lector se vuelve de pronto consciente de que detrás de esa historia hay un escritor. La
magia se ha terminado y Pinocho vuelve a ser un muñeco de madera.
Para los escritores resulta muy difícil escapar de la influencia de los personajes tipo. La
tendencia hoy en día es intentar dar la vuelta al estereotipo, y por eso la ficción se ha poblado
de antihéroes y jovencitas deslenguadas. Eso está muy bien, pero no hay que olvidar que, en el
fondo, los escritores seguimos jugando al mismo juego de siempre, utilizando las mismas
reglas. Dar una vuelta a un estereotipo quizá vuelve a tu personaje algo más interesante
(aunque como ocurre con todo, también se está abusando de la inversión del cliché), pero hay
que tenerlo claro: Eso, por sí solo, no lo hace más realista.
No creo que se pueda huir del todo de los personajes tipo (los de tu novela, inevitablemente
caerán en el rango de uno o en el de otro), pero sí se pueden evitar sus efectos más perniciosos
si tratamos de crear personajes complejos utilizando la realidad como modelo.
Quizá los estereotipos deberían ser como el «tema» de una obra. Deberían salir a la luz cuando
el libro se termina, no ser como figuras troqueladas que el escritor recorta de una novela para
pegarlos directamente en la siguiente.

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