Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
PERSONA
DIEZ RELATOS
INSPIRADORES CONTADOS
POR SUS PROTAGONISTAS
AGRADECIMIENTOS
Este libro llega a tus manos gracias a la generosidad de personas, hombres y mujeres, que
nos han abierto su corazón para contarnos en primera persona algo que cambió sus vidas de
manera significativa.
Desde aquí, por tanto, nuestro más sincero agradecimiento a María, Pedro, Nancy, Lorenzo,
Karla, Alfredo, Kepa, Dahiana, Pili y Rodrigo, cuyas historias nos han conmovido.
© Santos Tejedor & Luis Ramos
EN PRIMERA PERSONA Tampoco nos olvidamos de Aingeru, autor de la portada que acompaña el libro, de Joel,
quien, con paciencia y dedicación, ha hecho posible la revisión del texto, y de Fernando, artífice
de toda la maquetación.
ISBN: 978-84-09-25659-4
A todos ellos, gracias.
Impreso en España
Por Gráficas Parra - Pol. Valdeconsejo
Tel.: 976 421 184 - CUARTE (Zaragoza)
EPÍLOGO 83
6 EN PRIMERA PERSONA 7
PRÓLOGO
Cuenta la historia que hubo un hombre llamado Saulo, originario de la ciudad de Tarso. Este
hombre se convirtió, desde el principio, en un feroz perseguidor de aquellos que abrazaban la
nueva fe en el hijo de un carpintero de Nazaret, llamado Jesús y al que las tropas romanas asenta-
das en Palestina habían dado muerte como si de un malhechor se tratara. A estos que insistían
una y otra vez en que Jesús había resucitado de los muertos, es a los que el citado Saulo perse-
guía aun fuera de sus fronteras, y fue cerca de la ciudad de Damasco donde nuestro personaje
tuvo una experiencia que lo transformó de manera radical. Pasó de perseguir a los seguidores de
Jesús a convertirse en un vocero de su realidad y, cada vez que pudo y ante aquellos que se lo
demandaban, no perdió la ocasión de darles cuenta de su propio testimonio personal.
Estimado lector, fueron historias como las de Saulo y otras muchas las que nos inspiraron
para llevar a cabo la edición del libro que tienes en tus manos y al que hemos titulado
«En primera persona», porque pensamos que el testimonio personal, contado desde la verdad y
la honestidad, tiene el poder de llegar al corazón de las personas.
«En primera persona» es una recopilación de diez historias personales, cada una de ellas dis-
tinta de la anterior. Todos sus protagonistas vienen de diferentes contextos tanto familiares
como sociales, y aun culturales y religiosos. Son historias que nos narran una parte de sus vidas,
episodios íntimos y personales, que les marcaron de manera significativa. No son, por tanto, per-
sonajes de ficción; son personas de carne y hueso, como tú o yo. Nuestra humilde pluma lo
único que ha hecho es darles forma para que su lectura sea más amena, pero siempre respetando
la esencia de lo que cada uno ha querido contar.
Las canciones referidas en algunos de los relatos, tienen que ver con situaciones y momentos
vividos por sus protagonistas, por si el lector está familiarizado con alguna de ellas.
10 EN PRIMERA PERSONA
Además, el reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo,
el cual un hombre encuentra y lo esconde de nuevo;
y contento por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo.
(Mateo 13:44)
Eran las ocho de la tarde de un martes de febrero. Para casi todos los asistentes a aquella reu-
nión, era un día más, pero no para mí. En mis 59 años de vida, no recordaba haberme encontra-
do tan nervioso como en ese momento, salvo, quizás, en el día de nuestra boda. No había más
de veinte personas en la sala, pero eran suficientes para despertar mi miedo escénico: parecían
una multitud, todos miraban expectantes.
Siempre he sido aficionado a la fotografía y también tenía inquietudes literarias. Por eso,
aquel reto, aunque me generara cierta ansiedad, me resultaba tan estimulante… «No me llevo
muy bien con las nuevas tecnologías», exclamé con una sonrisa nerviosa. Traté de ponerme las
gafas de leer y abrir el portafolios del manuscrito al mismo tiempo. No funcionó, se me caye-
ron todas las hojas al suelo y, al tratar de impedirlo, perdí también las gafas; un desastre. Hubo
quienes se apiadaron de mí y colaboraron en recoger los desperdigados folios. Les di las gracias
ruborizado. Quise justificarme atribuyendo el desaguisado a los nervios, pero no creo que
aquella excusa resultara muy creíble. Cuando acabé de reordenar el manuscrito, sentí la necesi-
dad de aspirar profundamente, como si me faltara el aire. En aquel momento intervino Jagoba,
el profesor de aquel taller «¿Te encuentras bien, Pedro? ¿Quieres que le demos el turno a
otro?». Pensé que la imagen que estaba dando debía de ser bastante patética, reuní la suficiente
entereza como para poder retomar el control de la situación y, sonriendo, respondí que no
hacía falta, que estaba todo en orden. Volví a enfundarme las gafas y me dirigí de esta forma a
mis sufridos oyentes:
—En mi vida ha habido dos aficiones que me han acompañado desde niño: la fotografía y la
literatura. Por circunstancias, no he tenido la posibilidad de formarme académicamente en nin-
guna de ellas, pero siempre que he podido lo he ido haciendo de forma autodidacta, y así es
como me apunté a este taller de literatura. Soy consciente de mis limitaciones, por lo que puedo
disfrutar de lo que hago sin ningún tipo de presión. Por eso, también acepté el desafío que plan-
teó Jagoba, el responsable del taller, de presentar un relato breve. Entiendo que va a ser expuesto
a la crítica de la clase, y lo acepto de buen grado.
»Es una autobiografía. Espero que no os resulte pesada ni os aburra. Mi vida la dividiría en
cuatro capítulos, utilizando el símil de un largo viaje emprendido por una tribu nómada. El pri-
mero ocupa desde la más tierna infancia hasta la preadolescencia. He puesto mucho empeño en
hacerlo ameno; espero haberlo conseguido.
»En las noches de cielo raso, mis amigos y yo discutíamos sobre la inmensidad del cosmos. »Por aquel entonces, comencé a trabajar como recepcionista en un hotel. Cuando me toca-
Nos hacíamos muchas preguntas: «¿Hay algo más?». Cada uno daba su propia versión. Curio- ba turno de noche, como apenas había actividad, aprovechaba para leer diferentes tipos de litera-
samente, nunca se nos pasó por la cabeza acudir al párroco. A esa edad, aquella casilla estaba tura: ensayos, novelas cortas… Sobre todo ciencia ficción. Lo hacía con el afán interior de hallar
ya superada. respuestas en alguna parte.
»La versión religiosa de la vida me resultaba excesivamente infantil y ñoña, además de abu- »Una de aquellas noches de lectura, llegó a mis manos una especie de folleto que hablaba de
rrida y gris. Esto complicaba las cosas, pues en aquel entonces no existía ninguna otra alternativa un gurú que hacía figuras de arcilla a las que luego daba vida soplando sobre ellas. Al día siguien-
para una persona de mi edad: o acataba la fe católica, o era un escéptico resignado. Me sentía te se lo conté a José Pedro, hablamos de ello y decidimos ahorrar durante un año para ir a visitar
frustrado ante semejante dicotomía. Cuando observaba a las madres cuidando de sus pequeños, a este gurú.
me resistía a aceptar que todo se redujera a eso; nacer, crecer, reproducirse y morir. Entonces…
¡Qué cruel destino! Tener una vida cuyo significado no alcanzas a ver y, por si eso no fuera poco, »Viajamos hasta Nancy, una pequeña ciudad en la frontera franco-alemana, al nordeste del
preocuparte por ello… «¿Por qué te complicas tanto?», me decían en casa. país galo. El viaje fue largo y duro. Lo hicimos íntegramente en ferrocarril, aunque llevábamos
CAPÍTULO 2
está en calma, se nota en todo cuanto hace. Sé que estoy en paz con Dios, y eso me aporta una
seguridad tan grande que ni siquiera tengo miedo a la muerte, pues sé que Él me acompañará
también cuando tenga que afrontar ese trance.
MARÍA, ADIÓS AL TEMOR
Cuando terminé de leer mi texto hubo un largo silencio; nadie articuló una palabra, nadie se
movió. Por fin, una joven se atrevió a romper el hielo: «¿Todo eso es real?» —preguntó. «Hasta
la última coma» —respondí.
Jagoba, mirándome con franqueza, exclamó: «Pedro, al principio te he dicho que dejaras
que el propio texto hablara, que ya lo juzgaríamos nosotros. No obstante, yo no quiero juzgar
literariamente una historia tan hermosa; creo que debería ser cada uno quien hiciera su propia
valoración personal. Es un texto cuyo fin, entiendo, no es el de ganar ningún certamen. Has que-
rido confesar tu propia experiencia vital. Gracias por tu sinceridad y por compartirlo con noso-
tros». De esa manera, el profesor dio por finalizada la clase de aquel día. En cuanto a mí, siento
que aún me quedan muchos más capítulos por añadir, pero, gracias a Dios, ya no soy yo el prota-
gonista de esta historia.
18 EN PRIMERA PERSONA
No temas, porque yo estoy contigo;
del oriente traeré tu generación, y del occidente te recogeré.
(Isaías 43:5)
Me llamo María, un nombre muy común entre la generación de mujeres que ya hemos pasa-
do de los 40. Aunque… no sé si esta es la mejor forma de comenzar un texto; puede que no
resulte muy estimulante para cualquier lector potencial, pero es que no puedo evitarlo, siempre
he sido así de directa y franca.
Me gustaría hablar de mi vida durante estas breves líneas, no porque me crea alguien espe-
cial, ni porque me lo hayan aconsejado como terapia, tampoco porque me sobre el tiempo y no
tenga otra cosa que hacer. En realidad, en lo básico, no soy muy diferente al resto de los seres
humanos. Estoy felizmente casada y soy madre de dos hijas maravillosas. Me siento realizada
con mi trabajo, tengo muy buenos amigos y una familia que me valora y me quiere. Disfruto de
buena salud tanto en el plano físico como en el emocional, y colaboro con algunos proyectos de
índole social. Lo que me lleva a pararme delante del ordenador y escribir estas líneas es el hecho
de sentirme en deuda. Sí, soy consciente de que cada ser humano tiene la posibilidad de aportar
algo que enriquezca a los demás, o lo contrario. A mi modo de ver, el mundo se divide entre los
que se sienten en deuda con sus semejantes y aquellos que piensan que es la sociedad la que está
en deuda con ellos. Siempre he procurado identificarme con el primer grupo.
Yo era la mayor de cuatro hermanos. Nuestros padres trabajaban los dos. Mi madre, a causa
de su trabajo, pasaba muchas horas fuera. No recuerdo la cantidad de tiempo que pasé asomada
a la ventana, esperando a que llegara, incluso en invierno, cuando las tardes ya eran noches pre-
maturas y me sorprendían allí, apoyada, con la cara helada y llena de ansiedad. Mi madre era una
buena mujer, muy sacrificada y trabajadora, como muchas de las de aquella generación. Ella que-
ría que estudiáramos, y yo era bastante aplicada, hasta que llegué a la adolescencia.
Como decía, el sentimiento predominante en mi infancia fue el miedo, que, con el paso del
tiempo, fue acompañado por la soledad. Resulta paradójico, pues tenía muchos amigos y todos
me consideraban una chica muy extravertida y alegre. Solo yo sabía bien lo que pasaba dentro de
24 EN PRIMERA PERSONA
Y hoy, yo te he soltado de las cadenas que tenías en tus manos.
(Jeremías 40:4)
Hace tiempo que deseaba tener una conversación con vosotras. ¿Sorprendidas? Seguramente
pensaréis que por qué no he aprovechado una de las centenas de oportunidades que se nos pre-
sentan cada día, en vez de recurrir a un método tan «atrasado» como lo es una carta. Lo sé, ade-
más, no permite a las partes interactuar en tiempo real, como ocurre con las redes sociales. ¡Qué
queréis que os diga! No me veo utilizando el WhatsApp para hablar de algo tan personal e íntimo.
Escribo porque entiendo que ha llegado el momento de hacerlo. Porque quiero que conoz-
cáis de primera mano una parte de mi historia, de la cual hemos hablado poco. En realidad,
siempre me habéis conocido de adulto, por lo que siento la necesidad de contaros cómo fueron
los años de la niñez y la juventud. Sí, ¿acaso lo dudabais? ¡Hace muchos años, yo también fui
niño! y ¡no hace tanto que dejé de ser un jovenzuelo! Pero dejadme que os cuente.
Mi infancia se desarrolló en Málaga, la más bella ciudad, y el mejor sitio para vivir, por cierto
(aquí iría bien el emoticono del guiño, supongo). Yo era un niño muy movido, inquieto e inde-
pendiente, muy «echao p’alante» (coloquialmente hablando). Éramos cuatro hermanos, como
ya sabéis.
Si tuviera que destacar una figura por la que yo sintiera auténtica veneración, sería la de mi
padre. Compartí con él las mejores experiencias de aquella época. Me enseñó a andar en bicicleta,
a jugar al futbol o me llevaba de caza. Era un hombre con mucho carisma, muy gracioso y una
gran persona. Estaba muy orgulloso de ser su hijo. Me llenaba de satisfacción cada vez que conta-
ba conmigo para algo. Estábamos muy unidos y me sentía muy seguro junto a él. Resumiendo, lo
mismo que me pasa con Málaga, me pasaba con mi padre. Para mí, era el mejor padre del mundo.
Pero aquellos días de luz y colores brillantes se disiparon rápido. No tardaron en aparecer en
mi cielo los oscuros nubarrones de la desdicha.
No había muchos pacientes en aquel centro. La mayoría le pidieron al director que se busca-
ra un momento del día para que les hablara de Dios. Se sentían bien al oír esas palabras. Al poco
32 EN PRIMERA PERSONA
Cuando Jesús la vio, la llamó y le dijo: Mujer, eres libre de tu enfermedad
(Lucas 13:12)
Nancy siempre había sido una buena estudiante. A sus veintidós años, había conseguido ter-
minar la carrera de enfermería y no le había costado mucho encontrar un trabajo. Llevaba una
vida independiente, tenía amigos y le encantaba divertirse e ir de fiesta. Vamos, como cualquier
joven a su edad.
Vivía en su propio piso, en una zona céntrica de la ciudad. Ello le permitía llevar la vida que le
gustaba, sin necesidad de tener que estar dándole explicaciones a nadie. Huía de los temas tras-
cendentales. Según decía ella, la vida era para poder disfrutarla y no complicarse con asuntos
que no tenían respuesta. Si le preguntaban, siempre respondía que era agnóstica. Era como decir
que le valía casi todo cuando, en realidad, no le valía casi nada y, así, zanjaba cualquier posibilidad
de debate al respecto.
Llevaba tiempo sintiéndose muy cansada, había adelgazado mucho y padecía desmayos.
Eran cuadros lo suficientemente serios como para dejarlos pasar sin más, pensaba. Se puso en
manos de los médicos. Le realizaron infinidad de pruebas. Ese martes, sentada en la consulta,
conoció los resultados: leucemia linfoblástica aguda en fase muy avanzada. La ingresaron aquel
mismo día y comenzaron a realizarle nuevas pruebas para someterla a tratamiento. No quiso
decirle nada a su familia.
La enfermedad fue avanzando y las medicinas no surtían efecto. Su aspecto físico fue dete-
riorándose a pasos agigantados. Durante ese tiempo alternaba temporadas de ingreso hospitala-
rio con atención domiciliaria. Cierto día, el responsable de la planta de hematología se dirigió a
ella con gesto serio: «Nancy —le dijo—, he de ser franco contigo; la enfermedad ha avanzado
tanto que las terapias ya no pueden aportar nada, solo podemos aplicarte tratamientos paliativos
para que lo puedas llevar mejor». Como sanitaria, Nancy sabía lo que significaba aquello. Tenía
veintidós años y, de repente, le acababan de anunciar que su vida se estaba terminando.
¿Cómo encajar una situación así? Miraba a su alrededor y no veía nadie capacitado para ayu-
darla. Se estaba muriendo con solo veintidós años y nada podía impedirlo. ¡Cómo lamentaba el
tiempo perdido! ¡Qué vacío tan grande sentía en su alma! Se le habían ido cerrando una a una
todas las puertas, todas las posibilidades. Fue cayendo en un estado depresivo y oscuro. Se ence-
rraba en sí misma y lloraba muy a menudo. A veces, explotaba en su desesperación y se pregun-
Nancy interpretó aquella maravillosa curación como una respuesta de Dios a la oración de
los cristianos. Se animó a visitar la iglesia que había estado orando por ella. Asistió a una de sus
reuniones y les agradeció sus oraciones. Sintió la necesidad de saber más acerca de Dios. Allí le
hablaron de un concepto que le pareció muy profundo: el perdón. Comprendió que en su vida
había rencor. ¡Nunca se lo habría imaginado! Sin embargo, ahora era capaz de ver el resenti-
miento que había ido guardando hacia algunas personas cercanas. También se vio a sí misma
como un ser rebelde; rebelde en contra de Dios. Se sintió sucia e indigna. Alguien le dijo que
Dios la amaba y que no le guardaba rencor, que, si su arrepentimiento era sincero, sería perdona-
da y borradas todas sus ofensas. Nancy lo creyó y se reconcilió con su Creador. Aprendió a per-
donar ella también y experimentó una paz muy profunda y maravillosa. Hoy Nancy camina con
Dios y es una mujer equilibrada y feliz.
38 EN PRIMERA PERSONA
Fui buscado por los que no preguntaban por mí; fui hallado por los que no me buscaban.
Dije a gente que no invocaba mi nombre: Estoy aquí, estoy aquí.
(Isaías 65:1)
Me llamo Kepa, tengo 53 años, soy pastor evangélico y vivo en Madrid, aunque nací en
San Sebastián.
En mi adolescencia, fui una persona extravertida, aunque, como buen vasco, muy vergonzo-
so para algunos aspectos como el de relacionarme con las chicas. Pertenezco a una familia de
clase obrera, y soy el mayor de cuatro hermanos. Mis primeros años los pasé en un barrio de
Donosti, donde las madres estaban en casa y los padres, después del trabajo, se reunían con los
amigos a tomar vinos en diferentes bares, antes de llegar al hogar. Los jóvenes estábamos siem-
pre en la calle con nuestra cuadrilla y nos sentíamos poderosos y fuertes al estar rodeados de
nuestros amigos. Mi padre era muy estricto, por lo que mi relación con él no era muy fluida.
En esos tiempos, la heroína, conocida también como «caballo», era muy común entre los
chavales de nuestra edad. De hecho, muchos murieron por causa de ella a través de los años. En
mi caso, algo tan simple como que me mareo cuando veo una jeringuilla me libró de probarla.
Sin embargo, todos en la cuadrilla fumábamos y consumíamos hachís normalmente.
Mi madre se puso a trabajar fuera de casa, y eso, unido a fuertes discusiones en el hogar por
causa de la bebida, hizo que mi vida transcurriera sin rumbo ni metas. No achaco rotundamente
mi forma de ser a mi situación socio-familiar, pero, indudablemente, tuvo mucho que ver, pues
creo que ese entorno lo marca todo en la adolescencia. Mi relación con Dios en esos años se
limitó a ir a misa, pues mi madre no me daba la paga si no lo hacía.
Cuando tenía catorce años, mis padres se separaron. Fue un duro golpe para mí y un punto
de inflexión en mi vida. El hogar es donde nos sentimos seguros, así que, al romperse el mío, me
volqué mucho más en mis amigos y en evadirme de la realidad fumando hachís. Tuvimos que
cambiarnos de barrio y todo mi castillo de naipes se derrumbó. Mi padre dejó de ser un referen-
te, y su lugar lo ocuparon algunos amigos algo mayores que yo, que trabajaban, por lo que mane-
jaban cantidades de dinero que no estaban a mi alcance.
Pasaba mucho tiempo con dichas compañías, y no siempre ocupado en cosas útiles. Recuer-
do un día en el que nos fuimos a un monte cercano a fumar de forma clandestina. Allí, tontean-
do con las cerillas, el asunto se nos fue de las manos y acabamos provocando, de forma involun-
taria, un conato de incendio que estuvo a punto de terminar en tragedia ecológica y personal.
Menos mal que había gente por la zona que, al percatarse, supo reaccionar. Gracias a su interven-
ción y esfuerzo todo quedó en un susto.
CAPÍTULO 6
vacío que intentamos llenar con cosas o personas, pero no acabamos de sentirnos totalmente
satisfechos; el vacío siempre continúa ahí».
Entendí que Dios había estado esperando a que yo me aproximase, pero que el pecado me KARLA, EN BUSCA DE LA FELICIDAD
había impedido acercarme a Él. «¿Quieres decir que el vacío es la ausencia de Dios en nuestra
vida?», pregunté. El misionero se me quedó mirando fijamente. Después, dirigiéndose hacia el
resto del grupo, exclamó: «Así es».
Disimuladamente, salí de allí, y corrí por las calles sin un rumbo fijo. Corría y lloraba. Lloré,
sí. Soy hombre, y lloré desde el corazón y con lágrimas. Corría porque afloraban todas mis frus-
traciones, heridas e incomprensiones. Lloraba porque mi corazón estaba roto. Corría, pero no
huía, pues, en realidad, estaba regresando a Dios con los pedazos que quedaban de mí. Le pedí
perdón y le rogué que tomara las riendas de mi vida, que quería vivir con y para Él. Y me escu-
chó. Nunca se había apartado de mí, aunque yo sí de Él. Al morir en la cruz, había abierto un
camino para que las personas pudiéramos comunicarnos con nuestro Creador. Lo acepté como
mi Señor. Una alegría profunda embargó mi interior; sentí un gozo impresionante. Jesús me dio
fe en Él cuando me acerqué de corazón, sin barreras ni condiciones.
Nadie me obligó. Yo decidí dar ese paso. Y tengo que decir que nunca me he arrepentido de
hacerlo. Pasé de considerarme una víctima de las circunstancias a afrontar mi responsabilidad.
Entre otras cosas, le pedí perdón a mi madre por no haber sido ese hijo mayor en el que poder
apoyarse. Ya no tenía miedo de estar solo, porque Él estaba conmigo. Mis miedos y temores se
fueron para dar paso a la esperanza.
Acercarme a Dios me llevó a comenzar un viaje maravilloso que dura hasta el día de hoy.
¿Tengo problemas? Sí. ¿He tenido dificultades? Sí. No estoy en una urna de cristal donde no me
pasa nada malo, pero tengo esperanza. Dios me da fuerzas cada día. Vivo el presente y sé que el
futuro está en sus manos. Yo no puedo controlar las cosas, pero un día decidí dar mi vida a Jesús
para que Él lo hiciera, y siento que lo hace.
44 EN PRIMERA PERSONA
Aunque tu madre y tu padre te dejaren, con todo yo te recogeré.
(Salmos 27:10)
Me llamo Karla, soy nicaragüense y he decidido relatar una parte de mi historia. Sinceramen-
te, creo que la misma no es más especial que otras narraciones vitales, pero, al mismo tiempo,
pienso que puede resultar útil para algunas personas. No sé, que lo juzguen mis lectores.
Yo era una niña sensible que sufrió algunas carencias. En efecto, a mi pesar, tuve que acos-
tumbrarme a pasar muy poco tiempo con mis padres. Ambos eran enfermeros y sus turnos de
trabajo no facilitaban las cosas. Podría decirse que pertenecía a una familia disfuncional, pues
dentro de mi núcleo familiar no se daban las condiciones para que hubiera una mínima interre-
lación entre sus miembros. Pienso, igualmente, que no todo era atribuible a la profesión y a los
turnos de mis padres; probablemente su concepción de lo que debía ser una familia también
tuvo algo que ver. Mis necesidades físicas y materiales sí estaban bien cubiertas, pero las emocio-
nales y las afectivas apenas eran atendidas. En esas circunstancias, crecí con un bajo nivel de
autoestima, mucha inseguridad y mucha timidez.
Pasada la adolescencia, comencé a salir con un chico, pero resultó ser una experiencia nefas-
ta. Me faltaba mucho al respeto y me humillaba. Para una chica con un problema de autoestima
tan grande como el que yo arrastraba, resultó demoledor. Caí en una depresión muy profunda, y
no fue hasta ese momento que mi madre se centró en ayudarme. Rompí con aquel chico y reto-
mé mis estudios en la universidad, que había aparcado por su causa.
Allí, entablé nuevas amistades, lo que también me ayudó a sobreponerme. Pasado un tiem-
po, uno de mis hermanos me presentó a un amigo suyo, Eduardo, con el que enseguida conge-
nié. Eduardo se mostró como una persona muy atenta y considerada con respecto a mí, al
menos comparándolo con la experiencia vivida anteriormente.
Por su lado, mi madre, después de haberme visto sufrir tanto, se había vuelto más sensible y
dispuesta para conmigo. Sin embargo, a ella no le gustaba mucho mi nueva relación, pues
pensaba que Eduardo, por no haber superado ni la secundaria, no estaba a la altura de una
universitaria como yo. En lo que a mí respectaba, sin embargo, no estaba nada de acuerdo con
su diagnóstico.
50 EN PRIMERA PERSONA
En tu mano están mis tiempos;
líbrame de la mano de mis enemigos y de mis perseguidores.
(Salmos 31:15)
Hola, Héctor; hace tiempo que, de manera recurrente, no dejo de pensar en ti. Tal vez sea
cosa de la edad, que me va haciendo más reflexivo. Por lo demás, tampoco es que tenga mucho
sentido el escribir una carta a alguien del que no sé nada desde hace más de dieciséis años. A lo
mejor es que, sin darme cuenta, estoy personalizando en ti a todo un grupo de gente que tuvo
un papel muy relevante durante mi infancia y adolescencia.
Como decía, el afecto que mi madre te mostraba me fue volviendo cada vez más envidioso.
No es que no fuese cariñosa conmigo, sino que yo no quería compartir su cariño con nadie, y
menos contigo. Disculpa que sea tan directo, pero para qué me voy a andar con eufemismos si
ya sabemos de lo que estamos hablando. Era un niño egoísta como la mayoría, y, puestos a
rivalizar por mi madre, tú tenías todas las de perder. Yo lo sabía, pero necesitaba dejártelo claro a
ti también.
Recuerdo aquella ocasión. Tú, como cada día, viniste a por tu croissant, que mi madre te
tenía preparado. Yo estaba en la tienda. ¡Cómo odiaba oír tu nombre en sus labios, y observar la
ternura con la que te lo entregaba! Sin embargo, lo peor llegaba cuando respondías a sus atencio-
nes con esa sonrisa de gratitud y satisfacción. Aquel día te demoraste más de la cuenta respon-
diendo a las preguntas de mi madre, o eso me pareció a mí. El caso es que decidí que había que
zanjar aquello de una vez, así que exploté: «¡Vete ya, niño sin padres!», grité, lleno de cólera. Tú
te quedaste callado, sin expresar nada. Mi madre me agarró del brazo y me llevó a la trastienda,
donde me dio un buen meneo. Lo que más me dolió no fue el tirón de orejas que recibí, sino el
disgusto que noté en sus palabras: «¡Cómo has podido ser tan cruel! Héctor no tiene tanta suer-
te como tú. Ahora vas a volver ahí y le vas a pedir perdón». Cuando regresamos al mostrador, tú
ya te habías ido. No sé adónde fuiste a comprar tu croissant desde entonces.
Llegué a la conclusión de que yo me había buscado todo aquello por ser tan cruel y descon- Todo volvía a comenzar con el inicio del curso. Allí, estaba solo. Lo único que podía hacer
siderado contigo. Por eso, al principio encajaba las palizas y las humillaciones como una especie era apretar los dientes, encajar los golpes y esperar que la temporada pasara rápido. Pero uno no
de penitencia, como si se tratara de una extraña ley de la compensación a la que yo me sometía. tiene toda la capacidad de resistencia que le gustaría. Un curso es muy largo y, agresión tras agre-
Esa es la razón de que me mostrara tan dócil contigo; no por miedo, sino por un sentimiento sión, burla tras burla, el ánimo se va quebrando. Sientes que ese es tu destino. Te das cuenta de
de culpa. que no puedes contra él.
Probablemente, tú olvidaste aquel suceso en la tienda de mi madre mucho antes que yo. Ya Recuerdo, el caso de un chico que se suicidó porque ya no podía soportar el acoso y las bur-
no te movía el despecho ni el afán de venganza, simplemente le cogiste el gusto a tenerme sub- las continuas a las que era sometido en su colegio. Los profesores no querían problemas; ningu-
yugado, a maltratarme o a incitar a otros para que lo hicieran. Tú y tus camaradas os habías con- no aceptaba asumir el rol del represor, era mejor mirar hacia otro lado. Los padres de los acosa-
vertido en el grupo dominante, los matones que hacían lo que se les antojaba con los demás. dores tampoco ayudaron mucho; para ellos, eran «cosas de chavales». La familia del chico
Conmigo lo teníais bien fácil. acabó desquiciada y desesperada por el relativismo y la condescendencia de los responsables del
centro escolar, y también por la nula disposición de las familias de los agresores. Se sintieron
En los recreos, procuraba buscarme algún escondite donde pasar desapercibido, pero no muy solos e impotentes. Aquello fue una tragedia; nadie percibió el alcance y la magnitud del
siempre era posible. Durante la clase ya habíais planificado la diversión para ese día y yo, como sufrimiento de aquel chico hasta que ya fue demasiado tarde. La prensa se hizo eco de aquel trá-
casi siempre, sería la principal atracción, por lo que me buscabais hasta debajo de las piedras. gico suceso. Muchos se indignaron y llovieron las críticas hacia aquel colegio. Sin embargo, his-
Para mi desgracia, vuestros planes siempre se cumplían: si no me localizabais durante el recreo, torias como esta se repiten continuamente en muchos otros lugares; a veces más cerca de lo que
os organizabais para esperarme a la salida. Así fue durante tres años. Finalmente, como no podía imaginamos. Algo debemos estar haciendo mal cuando un adolescente, con toda una vida por
ser de otra manera, mis padres acabaron enterándose, y, después de hablar conmigo, decidieron delante, se siente tan desdichado que decide acabar con ella. Es antinatural. Nos debería
cambiarme de instituto. Yo pensaba que, al alejarme de ti, mis pesadillas terminarían. No fue así. hacer reflexionar.
En el nuevo centro donde me matriculé, yo era de los más nuevos. La mayoría se conocían He puesto este ejemplo para ilustrar, de alguna forma, a lo que podría estar abocada a llegar
desde primaria, y, por lo que se ve, el rol de friki estaba vacante en aquella nueva clase. Yo lo lleva- cierta gente en mi situación. No solo es la humillación constante, sino también el miedo, el sen-
ba escrito en la frente. Era como si una maldición me persiguiera. Intentara lo que intentara, tirte perseguido.
nunca conseguía ganarme la aceptación del grupo dominante. A veces, me hacía el malote, pero
era como vestir de torero a un levantador de piedra, un auténtico despropósito; solo conseguía Tal vez el momento en el que peor lo pasé ocurrió un día al salir de clase, cursando ya la
provocar risa. Otras veces, iba de simpático y extravertido, a pesar del dolor y de las ganas de ais- secundaria. Aquella jornada, el grupo de matones había corrido la voz por todas las aulas de que
CAPÍTULO 8
navega hasta tu orilla. Si algún día, paseando por la playa con tus hijos, ves, por casualidad, una
botella, no la devuelvas al mar; ábrela, puede que sea este mensaje. Si no, quién sabe, siempre nos
quedarán las redes sociales. Recuerda: siempre habrá un croissant fresco reservado para ti en el
mismo lugar. PILI, UNA CHICA NORMAL
Afectuosamente,
Rodrigo
58 EN PRIMERA PERSONA
Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor.
(Lucas 1:45)
Me llamo María Pilar, pero, entre los que me conocen, siempre he sido Pili. Nací a principios
de la década de los 60, en la época del «baby boom», en una pequeña ciudad del corazón de
Bizkaia. Era la mayor de seis hermanos, por lo que, desde muy niña, colaboraba en las tareas de la
casa y en el cuidado de los más peques. Eso forjó mi carácter. Crecí con una gran conciencia de
la responsabilidad y el trabajo. Aquello me hizo madurar pronto. Lo considero algo muy positi-
vo, a pesar de que no fue fácil aprenderlo. A veces, cuando desatendía alguna de esas responsabi-
lidades, me quedaba sin la paga del domingo, sin ver la tele o sin salir los fines de semana.
Pero no todo era trabajo y disciplina. Recuerdo haber disfrutado mucho jugando en la calle.
Cuando llegaba la hora de poner la mesa para cenar o se hacía de noche, ama (así llamamos a las
madres en euskera) nos reclamaba desde el balcón, llamándonos varias veces hasta que nos
dábamos por aludidos. Volvíamos totalmente mimetizados (por usar un eufemismo), envueltos
de la grava del terreno donde habíamos estado jugando. Solo había que mirarnos la ropa, las
manos o la cara para darse cuenta de lo bien que nos lo habíamos pasado, y eso, a veces, era
directamente proporcional a lo mal que lo íbamos a pasar en cuanto cruzáramos la puerta con
aquellas pintas. «Estos niños sí que son hijos de la tierra», comentaba con socarronería mi
padre. Evidentemente, a mi madre no le hacía tanta gracia como a él. En fin, tuve una infancia
exigente pero a la vez muy feliz, llena de juegos y diversión al aire libre.
Mi relación con los estudios fue buena; me gustaba ir al cole, aunque a veces pasara ratos
difíciles. Siempre me ha gustado aprender y relacionarme con la gente. Si tuviera que destacar
alguna asignatura del instituto, sin duda serían dos: literatura y filosofía.
De pequeña quería ser escritora y maestra. Tendría unos ocho años cuando me regalaron mi
primer libro, del cual recuerdo perfectamente el título: Segundo curso en Santa Clara, de Enid
Blynton. ¡Lo leí tantas veces! Con el tiempo, le fueron sucediendo otros libros de la misma auto-
ra. Acabó convirtiéndose en mi escritora favorita, con aquellas historias repletas de naturaleza y
aventura. Ese fue mi primer contacto con la literatura, pero, poco a poco, se fueron incorporan-
Las preguntas, cuando son vitales y no encuentran una respuesta adecuada, pueden provo- Cierto día, me hallaba sentada en uno de los bancos de la iglesia, pensando en todo esto. En
car cierta inseguridad en una persona inmadura. Yo me volví algo miedosa. No me gustaba estar aquel momento, no había ninguna ceremonia, tan solo unos pocos feligreses dispersos por aquí
sola en casa, ir al baño por las noches, o bajar las escaleras para ir a comprar la bebida a la bode- y por allá. Entonces, observé uno de esos gigantescos crucifijos con la imagen doliente de Jesús
guilla que estaba al lado de mi casa. ¿Cuántas botellas rompí? Muchas, pues volaba al bajar y en su agonía, y me vino a la mente «La saeta», poema machadiano interpretado por Serrat.
corría al subir, antes de que se apagara la luz de la escalera. El miedo siempre paraliza y limita a Comprendí que había sido educada en una fe que recurrentemente celebraba la muerte de Cris-
las personas. to, hasta casi recrearse en ella. Era como si, para mis mayores, Dios siempre estuviese muerto, y
así me habían trasladado su fe; una fe muerta depositada en un Dios ausente.
A los dieciséis años, unos jóvenes me entregaron un folleto en la calle que comenzaba
diciendo: «Para ti, amigo, que buscas propósito para tu vida…». Era una época en la que resul- Cuando regresé a casa, busqué entre los cajones de mi armario, y, al encontrar aquel folleto,
taba habitual encontrarse gente que repartía folletos. Normalmente, eran manifiestos políticos, y, escribí a la dirección que adjuntaba. Pasados unos días, recibí por correo un Evangelio de San
si no, propaganda de grupos pseudoreligiosos o sectarios. Sin embargo, en este caso, se trataba Juan de tamaño mini junto a un librito que iba explicando los pasajes del mismo. Se trataba de
del testimonio de un joven que sostenía la idea de que se podía conocer personalmente a Dios. un sencillo estudio del texto que ayudaba a comprenderlo y a captar el sentido de las enseñanzas
Tengo que confesar que me llamó grandemente la atención, pues yo era una jovencita que se del apóstol. A partir de entonces, los solía llevar en el bolsillo de los vaqueros, y aprovechaba
consideraba creyente. De hecho, era catequista de niños… Pero no me sentía capaz de afirmar cualquier hueco en mi tiempo para leerlos, los devoraba. Me nutrían, me hablaban de un Salva-
Un día, decidí ir a esa Comunidad Cristiana de Bilbao (así se llamaba la iglesia evangélica Llegó un momento en que me vi tal como era, pecadora, y entendí que por eso no había
que me había hecho llegar el folleto y el librito) con mis amigas. Era sábado por la tarde y, preci- podido avanzar en mi vida con Dios a pesar de ir a misa o ser catequista. De forma sincera, pedí
samente, celebraban su reunión de jóvenes. Eran muchos, y sus reuniones resultaban muy diná- perdón por mis pecados y le entregué a Dios mi vida por completo. Así, comencé a entender lo
micas, ya que carecían de formalismos y liturgias. Cantaban acompañados de guitarras, y com- que Jesús hizo en la cruz por mí, que no era un pobrecito, sino mi Salvador. Realmente, hizo
partían pasajes de la Biblia de una forma muy peculiar, pues lo hacían con una familiaridad y una todo aquello para ocupar mi lugar y pagar el precio que mi pecado merecía.
cercanía que sorprendía a alguien que, como yo, entendía la Biblia como un libro sagrado, lejano
y casi intocable. Igualmente, iban interviniendo para contar, de forma espontánea pero no caóti- Inmediatamente, sentí una libertad interior inexplicable, la cual yo no me inventé; Dios me la
ca ni desordenada, sus experiencias con Dios. Asimismo, oraban de la misma forma que habla- dio. Me llenó de una paz que me acompañaba en los momentos difíciles, en los que llegaba a
ban de la Biblia, con espontaneidad y familiaridad, sin rezos aprendidos ni repetitivos, todo de preguntarle: «Señor, ¿de qué manera me vas a sorprender esta vez?». Además, el miedo desapa-
cosecha propia, salido del corazón del que estaba orando. Me resultaba sorprendente ver a un reció de mi vida, enfrentándome a la soledad sin temores de ningún tipo.
grupo tan numeroso de jóvenes hablar bien de Dios y vivir la fe de esa manera tan auténtica.
Observaba el gozo con el que contaban sus experiencias y cómo Jesús estaba presente en su día Desde entonces, y han pasado ya cuarenta y dos años, hay un gozo en mi interior que me man-
a día. Quería para mí aquello que vi en esos jóvenes. Yo era catequista, tenía necesidad de Dios, tiene segura y con esperanza. Con Jesús comenzó la aventura más fascinante de mi vida, para la cual
pero no lo conocía. di un paso que puedo afirmar que merece la pena. Todo adquiere sentido con Él, la vida deja de ser
un absurdo. Él llena el vacío del corazón, y escucha los ruegos, las preguntas y las dudas.
Cuando llegué a mi casa, hablé con Dios a solas, tal y como les había visto hacer a ellos. Entre
otras cosas, le pedí que, si era verdad lo que había visto y oído aquel día, me permitiera experi- Por supuesto, caminar con Dios en la vida no me libró de problemas. Momentos difíciles
mentarlo a mí también. nos llegan a todos, a creyentes y no creyentes, pues forman parte de la existencia. A modo de
ejemplo, recuerdo que mi hija mayor tenía cinco meses cuando, en 1983, vivimos las inundacio-
Cada sábado que podíamos, Edurne y yo íbamos a Bilbao. Siempre regresábamos pletóricas. nes en el País Vasco. El río Ibaizabal se desbordó a causa de las lluvias y de la pleamar, lo que pro-
Las enseñanzas de Jesús eran prácticas, tenían sentido, penetraban hasta lo más hondo de nues- vocó que, a su vez, el Nervión retrocediese su abundante caudal e inundase Bilbao y otros pue-
tra mente y corazón (si es que no son lo mismo), y nos confrontaban de tal manera que nos veía- blos. Nuestra furgoneta estaba en un garaje subterráneo que permaneció anegado durante tres
mos como reflejadas en un espejo. Descubrí que no era la niña buena que me creía. Me explico; días hasta que pudieron bombear el agua. Acabábamos de comprarla. Eran tiempos difíciles en
a aquellos que no nos emborrachamos, ni fumamos, ni hemos robado ni matado a nadie, nos lo económico, no había mucho trabajo, éramos una pareja joven que, aunque tenía formación y
cuesta reconocer que somos pecadores, porque nos creemos buenas personas, y… los buenos estudios, no encontraba el modo de trabajar en aquello para lo que nos habíamos preparado, y,
van al cielo, ¿no? Sin embargo, cuando te ves cotejada con la realidad como Dios la ve y la ense- por eso, decidimos invertir nuestros pocos ahorros en ese vehículo y en ropa para vender por los
ña, entonces, descubres que no das la talla delante de Él, que has fallado a todos y cada uno de mercadillos hasta que encontráramos otra cosa. El caso es que la furgoneta estaba llena de géne-
los mandamientos, si no en la práctica, sí en tu mente. Además, adviertes que no amas a Dios por ro cuando se inundó. Fue nuestra ruina, nos quedamos sin trabajo y con deudas. Fueron tiem-
encima de todas las cosas, sino que, aunque no tengas duda de su existencia, Él no forma parte pos duros.
de tu vida, pues no le tienes en cuenta a la hora de tomar decisiones ni de construir tu sistema de
valores y comportamientos. Dios es únicamente el recurso para los malos momentos, la persona Tras las inundaciones, muchas empresas cerraron porque renovar la maquinaria deteriorada
a la que pedir socorro, a la que acudir cuando nada tiene sentido. Descubres también que deso- suponía mucho gasto. Mi marido estuvo bastante tiempo sin trabajo, alternando unos pocos
bedeces a tus padres, que eres rebelde, que mientes para salir airosa de las situaciones, que no contratos temporales, nada estable. Situaciones como esta te llevan a cuestionarte muchas cosas.
asumes la responsabilidad de lo que haces y que te escondes detrás de mentiras «piadosas». Se Cuesta entenderlo, parece contradictorio. Era como si Dios hubiese desaparecido cuando más le
CAPÍTULO 9
daba una salida? ¿Nos había abandonado? ¿Qué iba a ser de nosotros? Para entonces ya había
nacido nuestra segunda hija, ¿qué futuro podíamos darle?
Retrospectivamente, hoy entiendo que fue un tiempo para aprender y conocer más a Dios, ALFREDO, UN ALMA SEDIENTA
confiando en Él pasase lo que pasase. Recuerdo que un martes oré de manera especial en casa.
«Señor, ¿hasta cuándo vamos a estar sin trabajo? ¡Señor, te necesitamos!». Me sentía desespera-
da. Aquel día me levanté, pero experimenté tal frialdad que mis palabras parecía que no habían
pasado del techo. Los sentimientos a veces nos juegan malas pasadas. No se trata de cómo me
siento, sino de quién es Dios. A su tiempo, aparecieron las oportunidades. Los dos acabamos tra-
bajando en aquello para lo que un día nos preparamos, y no solo eso, sino que hoy podemos
ayudar a los que lo necesitan, tal y como otros lo hicieron con nosotros en su momento. Podría
añadir muchas otras respuestas de Dios más detalladamente. Como dije al principio, al leer un
libro se establece un interacción con el autor, y con la Biblia me sucede lo mismo. Es en ella
donde he encontrado consuelo y dirección muchas veces. También me aporta seguridad y espe-
ranza. Es la forma que Dios utiliza para comunicarse con nosotros; su legado, su carta de amor
para la humanidad. He incorporado a mi mundo la propuesta que Dios nos hace en este libro y
el resultado ha sido como el de un cuadro sin color al que una mano mágica se lo va añadiendo,
llenándolo así de matices y contrastes, aunque sin arrebatarle su esencia más personal y auténti-
ca. Desde entonces, soy como un lienzo que huele a óleo y a vida.
66 EN PRIMERA PERSONA
El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva.
(Juan 7:38)
Era una mañana de esas frías y lluviosas, tan habituales durante el invierno en mi ciudad. Yo
estaba sentado en la mesa de una cafetería, junto a la cristalera que daba a la plaza. A esas horas,
debería estar en la clase de farmacología. Cursaba cuarto de medicina. Los estudios no se me
daban nada mal; había llegado hasta ahí sin repetir curso y sin haber dejado ninguna asignatura
de un año para otro. Aparentemente, tenía todo lo que se puede soñar para ser feliz. Estaba muy
enamorado de mi novia, con la que llevaba saliendo más de tres años. Además, mi familia era
bien reconocida en la ciudad y yo tenía muy buena relación con mis padres y mis cinco herma-
nos. Tampoco me faltaban amigos. Asimismo, podía practicar mis aficiones favoritas: me gusta-
ba la poesía (para entonces ya había escrito varios libros de poemas) y era músico (tuve ocasión
de actuar como cantautor en unos cuantos festivales). También practicaba deporte; era cinturón
negro de judo, cosa que me resultó muy útil para disponer de cierta autonomía financiera, pues,
en los pocos ratos que me quedaban libres, me sacaba un dinerillo trabajando de instructor de
artes marciales y de árbitro federado. No obstante, la cosa que más me motivaba y en la que más
entusiasmo ponía, era mi papel de monitor en un grupo de Boy Scouts. Me encantaba llevar a los
chicos de acampada, hacer excursiones, enseñarles destrezas en la naturaleza y, a través de ello,
impartirles lecciones acerca de la vida. Era muy religioso, pues así me lo habían inculcado mis
padres. No faltaba nunca a misa y, además, lo hacía sinceramente y de buena gana.
Como decía al principio, tenía todo cuanto se requería para ser feliz. Sin embargo, no lo era.
Resultaba paradójico, pero así era mi realidad, y no todo el mundo era capaz de entenderlo. Me
explico; en cierta ocasión, hablando de este mismo tema con un grupo de amigos, uno de ellos,
Santi, me dijo que mi problema era de aburrimiento. «Acláramelo por favor» —le respondí.
«Tienes tanto que no sabes valorarlo, y por eso siempre estás insatisfecho» —me explicó.
Semejante diagnóstico, soltado así, tan a la ligera, no me hizo mucha gracia, puesto que obviaba
que aquellos logros me los había «currado» con bastante esfuerzo, disciplina y sentido de la res-
ponsabilidad. Sin embargo, era inútil convencerle de ello, nunca escuchaba. «No te esfuerces,
Alfredo —me decía con sorna—. A todos nos queda claro que tu insatisfacción se reduce a que
eres demasiado caprichoso; es evidente». «No te equivoques —argumenté—; tan solo soy
una persona inquieta y responsable con todo aquello que emprende, lo que pasa es que no me
gusta la mediocridad». Pensé que con esa respuesta sería suficiente, pero Santi tenía el día tonto
y no se dio por vencido: «Te lo repito; lo que a ti te pasa es que no tienes problemas de verdad,
por eso te puedes dar el lujo de sentirte insatisfecho. Lo tuyo no es más que el aburrimiento de
un burgués egoísta». «Vuelves a equivocarte», señalé. «Pues, si no es eso, se le parece mucho»,
continuó». «Sí, como un huevo a una castaña», pensé para mí. Al final, empezaron a aparecer
risitas en el grupo, y me di cuenta de que por ahí no iba a ninguna parte. A Santi le resbalaban
todas mis respuestas, por lo que preferí zanjar el tema como mejor se me ocurrió, pero no sin
Antes de nacer de nuevo, yo mismo estaba en el centro de mi vida gobernando todas las
áreas y dedicaciones (deporte, trabajo, estudios, novia, amigos, familia, aficiones musicales, afi-
CAPÍTULO 10
ciones literarias, Boy Scouts, etc.), y entre ellas, estaba también Dios, como una más. Tras la expe- DAHIANA, PRISIONERA DE LA ESPERANZA
riencia de mi conversión, el panorama cambió: Dios pasó a ser el centro de mi vida y todo el
resto de áreas se supeditaron a Él. De esa manera, todo era diferente.
La verdad es que mi encuentro con Jesús, sin duda, trajo muchos cambios a mi vida. El prin-
cipal fue que por fin me reubiqué y encontré la paz. Pero, por otro lado, también tuvo su peaje.
Mi familia, con la que siempre me había llevado muy bien, no aceptaba mi nueva postura religio-
sa. Tampoco mi novia entendió jamás el cambio que se estaba produciendo en mi vida, en vista
de lo cual, decidimos dar por terminada nuestra relación. En cuanto a mis amigos, con la mayo-
ría se fue creando un distanciamiento que antes no existía. De repente, muchas de las cosas por
las que tantas veces había dado gracias se fueron cayendo.
Desde fuera, se podría pensar que había salido perjudicado con aquella decisión de seguir a
Jesús, pero yo estaba seguro de lo contrario. Metafóricamente hablando, es como si, paseando
por el monte, hubiera encontrado un tesoro y, para poder quedarme con él, hubiera tenido que
vender todo lo que tenía para comprar el terreno donde lo había encontrado. Muchos pensarán
que el terreno no vale ni la décima parte de lo que había pagado, que me habían engañado, que
aquella operación había sido un despropósito. Lo que ignoran, sin embargo, es que allí, en ese
terreno tan baldío, hay un tesoro de valor incalculable.
Hoy en día sigo disfrutando de aquel descubrimiento. Puedo asegurar que Dios es la mayor
aspiración y el hallazgo más asombroso. La relación con Él supera, con mucho, a cualquier otra
bendición que pueda darse en esta vida.
74 EN PRIMERA PERSONA
Volveos a la fortaleza, oh prisioneros de esperanza;
hoy también os anuncio que os restauraré el doble.
(Zacarías 9:12)
Era domingo por la mañana y el grupo de música góspel se encontraba ya formado al frente
mientras la gente iba entrando a la iglesia. «Dahiana —dijo la directora—, recuerda: primero
entra Carlos con el teclado y, a continuación, comienzas tú, ¿de acuerdo?». Dahiana asintió. Para
ella, ese iba a ser su estreno como voz principal, por lo que estaba nerviosa y emocionada. Mira-
ba impaciente cómo, poco a poco, los asientos se iban completando. De pronto, lo vio entrar.
Venía solo. No la reconoció, pero ella a él, sí. El corazón le empezó a palpitar, sentía que le faltaba
el aire. Al pastor, que se encontraba cerca de ella, le llamó la atención cómo el rostro de la joven
iba palideciendo. «¿Estás bien, Dahiana?», le preguntó. Pero ella fue incapaz de hablar. La direc-
tora también notó algo raro. La tomó aparte y trató de calmarla: «No te preocupes, es solo
miedo escénico, nos pasa a todos. Verás cómo, una vez que comiences a cantar, desaparece».
Dahiana respondió que no era eso. Entre sollozos, le pidió a la directora que oraran por ella por-
que no se veía con fuerzas para poder cantar aquel día.
Dahiana era originaria de Cali, una de las tres ciudades más importantes de Colombia. Fue
una niña muy feliz hasta el día en que su padre abandonó a su familia. Aquel hecho condicionó
de forma dramática todas las decisiones y experiencias por las que tuvo que pasar a partir
de entonces.
Su madre trató de mantener cierto orden dentro de la familia, además de proveer el sustento
para ella y sus hermanos. Sin embargo, era una tarea demasiado grande como para que la llevara
una sola persona. Con apenas doce años, Dahiana comenzó a relacionarse con gente mayor que
ella. Su madre trataba de alejarla de aquellos ambientes, pero no era fácil, pues, de alguna mane-
ra, aquellos chicos y chicas habían ido ocupando en la vida de la niña el hueco que dejó su padre.
La situación económica en el hogar era muy apurada. Después de darle muchas vueltas al
tema, Sara (así llamaremos a la madre de Dahiana) optó por probar suerte en Europa. Muchos
compatriotas suyos ya lo habían hecho y las noticias que llegaban eran bien alentadoras. Tuvo
que pedir dinero prestado para poder costearse el vuelo y disponer de un remanente con el que
subsistir mientras encontraba un trabajo en su nuevo destino. Dejó a los niños al cuidado de su
abuela y se despidió de ellos con la promesa de volver pronto. Así, con el corazón encogido, par-
tió rumbo a España.
No necesitó que nadie le confirmara que su petición había sido respondida. Hay conviccio- «Cambio de planes —dijo la directora—. Comenzaremos con otra canción». «¿Cuál?»,
nes muy profundas, inexplicables, pero muy reales. Eso mismo experimentó Dahiana aquel día preguntó alguien. «Ruinas Gloriosas», respondió.
mientras oraba a solas en su habitación. Se sintió una persona renovada, como si acabara de
nacer a una nueva vida, como si las cosas viejas hubieran pasado. Sabía que había tenido un Aquel día el coro cantó como si todos fueran Dahiana. El chico cuya irrupción había provo-
encuentro con Dios y el resultado era ese. Pero, sobre todo, se sentía amada de una manera cado su temor no volvió a aparecer. Quién sabe, tal vez tan solo fue una cruel reminiscencia de
indescriptible. A partir de entonces, su vida dio un giro de 180º. Su pareja no fue capaz de acep- un pasado doloroso que se resistía a morir. Hoy Dahiana es una joven libre y felizmente casada,
tar ese cambio en su forma de vivir y la abandonó, pero ya no volvió a sentirse sola nunca más, esta vez sí, con un hombre que la merece. Todo aquello la volvió más fuerte, pues, según le gusta
pues sabía y percibía que Dios estaba con ella. Acabó integrándose en aquella iglesia y, con el decir a ella misma siguiendo el versículo bíblico de Romanos 8:28: «A los que aman a Dios,
tiempo, formó parte del coro góspel de la misma. todas las cosas les ayudan a bien».
Sin embargo, a veces pensamos que, al cambiar nosotros, el mundo también lo hace. Esto es
un error, pues Dios no te saca del mundo, aunque sí te ayuda a vivir en él. Por eso, aquel domin-
go, Dahiana se quedó sin fuerzas al ver a aquel chico entrar. Aún guardaba un secreto que nadie
en la iglesia conocía. «Cuéntanoslo —le dijo la directora del coro—. No podremos orar por ti
si no sabemos el motivo de tu congoja». Dahiana asintió y comenzó a relatar una experiencia
que había vivido antes de conocer al padre de su hijo. Tenía que ver con Efialtes, aquel novio que
tuvo nada más llegar a España y que se marchó de regreso a su país. Tuvo lugar durante el fin de
semana que pasaron juntos antes de su partida, allí donde se juraron amor eterno y se dijeron
frases hermosas. Ese chico había estado grabándolo todo mientras mantenían relaciones. Luego,
cuando ya estaba en su país, lo colgó en las redes. No obstante, Dahiana siguió con su vida, igno-
rante de todo, pues desconocía cómo había sido utilizada. Sin embargo, un día, una de sus ami-
gas la tomó aparte. Se sorprendió de que no estuviera al corriente de aquellos vídeos y acabó
contándoselo todo. Dahiana pudo acceder a las grabaciones, que estaban a disposición de todo
el mundo. Aquello la trituró emocionalmente. Intentó quitarse la vida. Hubo que tenerla bajo
vigilancia continua para evitar que lo lograra. Con mucha paciencia por parte de su madre, con
ayuda profesional y poniendo el asunto en manos de abogados, se logró que los vídeos fueran
eliminados. Dahiana salió poco a poco de aquel oscuro pozo, pero con profundas secuelas. A
Efialtes no se le pudo echar mano, había sabido cubrirse las espaldas. El chico que había entrado
en la iglesia ese domingo era uno de los muchos que vieron los vídeos y se burlaron de ella.
Cuando terminó de contar todo su secreto, Dahiana rompió a llorar, y todo el grupo, abraza-
do, lloró con ella. Hicieron una oración pidiendo a Dios que todo aquello no volviera a paralizar
No podemos poner fin a estos relatos sin invitarte, amigo lector, a tomar tu propia decisión.
Como has podido comprobar, cada uno de nuestros protagonistas experimentó en primera per-
sona el amor de Dios. Sí, Dios también está interesado en tu vida, y su mayor deseo es que tu pue-
das conocerlo a Él. «¿Y cómo podré yo conocer a Dios?», te preguntaras. La Biblia, el libro de
Dios, declara que de tal manera amó Dios a su mundo, que envió a su propio Hijo Jesucristo a
morir en la cruz por nuestros pecados. Sí, nos guste o no, son nuestros pecados los que nos sepa-
ran de Dios y además nos sumergen en un bucle sin fin del que no podemos salir por nosotros
mismos. Todos los testimonios que has leído declaran que el momento más importante de sus
vidas fue el día que aceptaron el mensaje de perdón y reconciliación que Jesucristo les ofrecía.
Ahora es tu momento, hoy es tu día. Allí donde te encuentres, sea el momento que estés
viviendo, acércate a Jesús, pídele con tus palabras que venga a tu vida, que perdone tus pecados,
que transforme tu interior, y te aseguramos que lo hará, porque como Él mismo dijo:«Al que a
mí viene, yo no lo echo fuera».
Para hacernos llegar tus comentarios, o si deseas adquirir más ejemplares para su distribu-
ción, escríbenos a la siguiente dirección de correo electrónico y nos pondremos en contacto
contigo lo antes posible.
INFOENPRIMERAPERSONA@GMAIL.COM