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ISSN: 2796-9274

- LOS DOMINIOS DE LA SIESTA -


Daniel Teobaldi | Juan José Burzi | Celso Lunghi | Flor Canosa | Nelson Specchia
| Debret Viana | Fabián García | Cezary Novek | Sergio Mansur | Claudio Rojo
Cesca | Alejandro Jallaza | Sergio Iturbe | Emiliano Salto

Revista - Letras e ideas en la crisis | Número 1 | Primavera-Verano 2021-2022


Clarice – Letras e ideas en la crisis
Revista literaria cuatrimestral

Año I – Número 1
Primavera-Verano 2021-2022

Director:
Nelson Specchia - nelson.specchia@gmail.com

Secretario de redacción:
Cezary Novek - cezarynovek@gmail.com

Diseño editorial:
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ISSN: 2796-9274
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©2021 - 2022
CLARICE - NÚMERO 1 – PRIMAVERA-VERANO 2021-2022

SUMARIO

1 Daniel Teobaldi
La omisión
2 Juan José Burzi
Como gotas de polen
3 Celso Lunghi
Líder
4 Flor Canosa
Fagia
5 Nelson Specchia
Sábanas húmedas
6 Debret Viana
Una ficción infecciosa
7 Fabián García
El panda implacable
8 Cezary Novek
Te le parecés tanto
9 Sergio Mansur
Bad Omen
10 Claudio Rojo Cesca
He visto un sol atornillado a una encía
11 Alejandro Jallaza
Testimonio
12 Sergio Iturbe
Parkinson
13 Emiliano Salto
Pozo acumulado

Sobre les autores


UN HOMENAJE A LA BRAVA LISPECTOR

El Año de la Peste apagó vidas y haciendas; también habilitó


recursos latentes, defensas escondidas en las grietas de la
memoria, en papeles borroneados y olvidados, en los márgenes
de las agendas -de pronto tan vanas e inútiles. Intuyo que una
de esas apelaciones de defensa frente al dolor y la monotonía
haya sido la narrativa.

Aun desde antes de esta pandemia que ha marcado nuestra


generación el cuento, entre nosotros, gozaba ya de una salud
desbordante, enérgica. En los años recientes, en los concursos
y certámenes en que he tenido que actuar como jurado me ha
sorprendido el volumen de postulaciones, así como la altura y el
vuelo creativo de los escritos, reflejado en el número de relatos
que cruzan la vara de la preselección, y en la dificultad final de
la definición de apenas dos o tres para conformar el premio.
5
Siempre, en esa instancia, es habitual con las y los colegas
jurados lamentarse por lo mucho bueno que obligadamente
ha de dejarse en el camino, sabiendo, además, las escasas
alternativas que tendrán de alcanzar a ser publicados y leídos.
En parte fueron esos cuentos perdidos que van quedando
en el camino los que nos llevaron a recuperar, también en un
escenario de defensa colectiva frente al embate aislador de
la Peste, la vieja y recurrente idea de alimentar una revista de
cuentos entre nosotros.

Chaya Pinjasovna Lispector nació, bajo el signo de Sagitario,


en Chechelniuk, Ucrania, el 10 de diciembre de 1920; tuvo que
huir de allí cuando era apenas una niña; una vez en el destierro
brasileño que ella convertiría en su hogar y en el centro de
su creación literaria, cambió el Chaya por un nuevo nombre:
Clarice. Y con ese nombre firmó sus reportajes y crónicas
periodísticas, sus traducciones, sus novelas, sus múltiples

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cuentos, sus poemas: una obra diversa, de una complejidad y de
una riqueza aun a medio descubrir. Clarice, la sagitariana, murió
bajo esas mismas estrellas en Rio de Janeiro el 9 de diciembre
de 1977; mientras borroneábamos los proyectos de esta revista,
también era un diciembre americano y caluroso y se cumplía el
centenario de Lispector: decidimos que, en su homenaje -que
lo es asimismo, por extensión, a las bravas mujeres de nuestra
tierra- la revista llevase su nombre.

Debemos preservar el cuento, y no sólo por motivos anacrónicos,


históricos, que hacen a nuestra tradición común. También, pero
no solamente. Debemos hacerlo porque esta original mixtura
entre fantasía y realidad modela nuestra relación con el mundo
que nos rodea. Y está bien que así sea. Bienvenidos a Clarice.

N. S. 6

Diciembre de 2021

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EL MOMENTO MÁS NOCTURNO DEL DÍA

Todo recorte es arbitrario, parcial, caprichoso. De alguna


manera, tomar una muestra, seleccionar un conjunto, implica
una suerte de edición de la realidad. Es decidir las medidas
y el cristal de la ventana por la que se invitará a mirar a los
destinatarios de ese paisaje.
Entonces, Los dominios de la siesta.
Porque la idea de siesta persiste en nuestro inconsciente
colectivo como un territorio mágico, porque es un espacio de
tiempo suspendido y, por lo tanto, el segmento más nocturno
del día. La porción de tiempo más predispuesta a la fantasía y
a la sed de historias. Es la franja horaria en la que el Pombero
hace de las suyas, pero también cuando Caperucita visita a su
abuela o cuando Hansel y Gretel encuentran la casa de la bruja.
Es el instante en que los adultos duermen y los niños escapan
a jugar, pero también el escondite temporal buscado por los
7
adolescentes que buscan sumergirse en las aguas tibias del
erotismo. Es un lugar mítico, impreciso. Que no existe, pero sí.
Los relatos que componen Los dominios de la siesta abarcan
temas y estilos en apariencia disímiles pero que, en relación,
se convierten en los ingredientes de un delicioso menú:
terror, humor, erotismo, misterio, escenas mitológicas,
vínculos retorcidos, situaciones cotidianas que abren las
puertas a lo inverosímil, recuerdos de calurosas siestas de
provincias, infancias que vuelven, fetichismos insólitos, seres
bidimensionales que cobran vida para transmitir un mensaje,
obsesiones bizarras, sinestesias extremas, profecías ambiguas,
nostalgias injertadas. Algunos cuentos fueron escritos ad hoc,
otros fueron premiados y luego publicados por editoriales
independientes que se ocupan de mantener viva la llama.
Algunos son inéditos. Todas las firmas presentes son también
una postal de lo que se está escribiendo aquí y ahora, una
evidencia de la buena salud que goza el género breve en

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nuestro territorio. Como la instantánea de una marcha sacada
por un peatón al paso.
Sean bienvenidos, entonces, a Los dominios de la siesta. No
hace falta cerrar la tranquera, hay más invitados en camino. Les
deseamos un grato paseo por estas tierras.

Cezary Novek

Córdoba, 31 de Diciembre de 2021

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La omisión
DANIEL TEOBALDI

Solo bastó un espejo y una distracción.


Afuera, el viento arreciaba las ramas de los árboles. Las hojas
eran frágiles fantasmas que fulguraban en el silencio y en la
sombra.
La luna asomaba su medallón negro atrás de unas nubes, cuyas
formas cambiaban permanentemente, denotando el grosor y el
peligro.
Como si estuviera invitando al miedo.
La luna parecía surgir de la entraña misma del cerro, cargando
con ella todos los secretos y todas la melodías, los sones, las
tragedias, los paraísos.
9
El cerro era el viejo sabio que nadie se atrevía a conquistar.
Por la noche, las laderas del cerro parecían ornadas con las luces
de los pobres desgraciados que habían intentado llegar hasta lo
más alto.
Y allí habían quedado.
Solo una noche al año, las luces bajaban al pueblo y compartían
sus historias con los parroquianos.
Después regresaban a su lugar, a esperar que se cumpliera un
ciclo más para volver.
Afuera, el viento era un juez que ordenaba a todos con su voz
poderosa, desde el silencio y la sombra.

La caravana se detuvo y nadie dijo nada en señal de queja.


Esa noche, los descuidos iban a ser la ausencia necesaria.
Había que continuar con vida.

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La omisión
DANIEL TEOBALDI

La historia corría desde siempre en el pueblo.


Un tridente de fuego y de sangre se movió por la llanura hasta el
confín de la aldea.
Los más ancianos habían decidido permanecer en sus casas,
mientras la noche cobijara los signos del terror.
Los más aviesos, que nada tenían para perder, se quedaron en la
galería del bar, esperando que todo ocurriera, acompañados por
la guitarra y el aguardiente.
En un momento, todo fue un lóbrego mutismo.
La noche se tornó oscura. La luna, ese fantasma gris y deficiente,
ya no estaba. Una brisa en tremolina parecía haber borrado las
estrellas del cielo.
Los insectos y sabandijas que andaban canturreando por las
oscuridades habían hecho un silencio en favor del misterio.
Muy a lo lejos, se escuchó un ruido, como el paso estrepitoso de
un tren descarrilado.
Metal contra metal. 10
Y después fue un mugido que no era de este mundo.
Los que estaban en la galería del bar se dispersaron a la carrera.
Al otro día, encontrarían a algunos deambulando por las calles
con las miradas perdidas, sin saber quiénes eran; a otros les
darían sepultura, por haberlos hallado en el fondo de las tumbas
abiertas del cementerio.
Porque muchas tumbas, esa noche, se habían abierto.
Nunca nadie supo por qué.

Solo un espejo y una distracción, dijo el viejo.

Santisa preparó café.


El aroma oscuro y amargo hizo que me despertara.
Pude enderezarme en el jergón con alguna dificultad.
Me mojé la cara con agua helada de la jofaina que encontré sobre

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La omisión
DANIEL TEOBALDI

la vieja cómoda y fui a la mesa.


Café, pan casero y miel de monte.
Santisa me dijo que iba al rancho de Oscar a buscar una gallina.
Prefiero elegirla yo antes de que me den una vieja bataraza y
después tenga que estar horas hirviéndola hasta que se ablande.
Asentí a lo que me dijo y se fue.
No pude decirle nada porque tenía una porción de pan con miel
en la boca.
Afuera, el cielo estaba apenas cubierto con una capa traslúcida
de nubes defectuosas.
El viento teñía los objetos de un color claro y hacía que todo
fuera apacible.
El silencio se esparcía como una capa sutil que dejaba que los
sonidos del campo se destacaran, alejando los excesos de la voz
humana, innecesarios para la naturaleza.
El canto de una calandria, en el fondo del monte cercano, era la
encarnadura de la belleza. 11
Todo era suficiente para reencontrarse con lo más puro.

Mañana todo será diferente.


En la plaza del pueblo había un monumento a los caídos en las
Islas Malvinas.
Era una mujer que tenía en brazos a un soldado muerto, con un
friso, atrás, que tenía dibujado el contorno de las islas, delineadas
con puntos de pintura celeste en un mar blanco.
Celeste y blanco.
El conjunto parecía una mater dolorosa laica. La mater tenía el
rostro aindiado de una adolescente.
Un descenso de la cruz de la inocencia a la tierra de los héroes.
Mañana todo será diferente, me dijo Rosario.
Me lo dijo en la plaza del pueblo, junto al monumento blanco
y lejano.

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La omisión
DANIEL TEOBALDI

Desde lejos, pude escuchar el llamado de Santisa.


Había llegado un paquete desde no sabía dónde.
Tenía mi nombre en uno de los lados.
Cuando lo abrí, encontré una daga y un cuaderno.
Sabía quién me lo había enviado.
Permanecí todo el día leyendo lo que estaba anotado en el
cuaderno.
Santisa me trajo un jarro con café y un poco de pan hecho por
ella esa mañana.
A esa hora, ya no había luna.
El estertor de la tarde se agotaba en el canto de las chicharras
ciegas.
¿Qué vas a hacer mañana?, me preguntó.
Apenas si la miré.

Del cerro venía el aire fresco, que aromaba la mañana con el 12


perfume del romero que crecía guacho entre las piedras.
Todos tenían la seguridad de que el cerro había sido testigo
añejo de los desmanes que había cometido el viento.
El viento que procedía con la voz del trueno.
Santisa había regresado y buscó el fuego entre las cenizas.
Recuerdo algunas palabras que dijo antes de poner la olla sobre
el fuego renacido. Son palabras que guardaré en el secreto de
mi memoria para cuando el fuego ya no sea fuego y el sol haya
apagado sus cenizas.
El cerro fue el confidente de mi memoria secreta.

Del cerro vino la voz.


Y con la voz el silencio.
Rosario había salido del camino que lleva al arroyo.
Traía en sus manos la miel que le había dado su madre.
El tío Pascual tiene sus abejas entre los eucaliptos. Buena miel,

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La omisión
DANIEL TEOBALDI

me dijo Santisa, antes de que Rosario llegara.


El cerro tiene la voz de la memoria.
El cerro tiene el silencio de la memoria.

Solo bastó un espejo y una distracción.


La luna nueva se había hecho con viento.


La noche era un manto oscuro que caía sobre el lugar.
La Sombra merodeaba la casa de Diego.
Esa mañana, Diego había matado un cordero, y del costado
donde había hecho la incisión manó sangre y agua.
La Sombra se enfureció.
A la noche, después de haber cenado el cordero, Diego salió
borracho a buscar más vino, se resbaló y cayó en el zanjón, que
lleva agua de la vertiente al arroyo. 13
La sangre y el agua del cordero huyeron por el arroyo.
El arroyo se perdió en la Fuente de Luz.
Diego era carpintero. Tenía que llevar, a la mañana, una puerta
nueva a Santisa.
Rosario le avisó a Santisa que Diego había muerto.

El cuerpo estaba en la cama.


Era una cama matrimonial que el mismo Diego había construido.
Mueble fuerte. Madera fuerte.
Hombre fuerte.
La esposa de Diego permanecía en la cocina.
No quiero ir a verlo, le dijo a Santisa.
La muerte es un paso, dijo Santisa. Después te tocará.
Afuera, en el pequeño jardín, había otra gente.
Rosario me pidió que me quedara un rato más.
Mabel se va a resignar, me dijo Rosario.

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La omisión
DANIEL TEOBALDI

¿Quién la va a ayudar ahora que ha quedado viuda?, le pregunté.


Nosotros. Todos nosotros, me respondió casi con naturalidad.

Esa noche, la Sombra anduvo merodeando la casa de Diego.


Pero no pudo entrar porque había Luz.

La furia del viento.


De nuevo.
Tengo la mano inmóvil por el dolor. Es un movimiento que no
debí hacer mientras ayudaba a Santisa con la bomba de agua
esta mañana.
Una venda ajustada me ofrece algún alivio.
Santisa me puso un ungüento que parecía quemar la mano,
después el brazo, después el cuerpo entero.
Quedé dormido. Ella me dejó. 14
Pucha, qué flojos que son estos hombres, le oí decir antes de
que todo fuera una bruma oscura.
Lo dijo saliendo del rancho.
Cuando desperté, solo me quedaba el dolor en un punto de la
mano. Eso era necesario para que la mantuviera quieta.
Para colmo, la derecha.
La mano derecha.
Con la que escribo.
Afuera, el viento desata toda su furia.
Santisa entró y cerró la puerta de golpe. Parecía asustada.
Pasa algo, pregunté mientras me incorporaba.
El viento, m´hijo. El viento. Pero quédese ahí. Mañana se habrá
olvidado de su dolor. Deje la mano en su costado. Mañana no
tendrá nada.
Santisa encendió un sol de noche.
La electricidad se cortó y hay que esperar que pase el viento,
me dijo.

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La omisión
DANIEL TEOBALDI

La Sombra andaba merodeando la noche.


El Viento la buscaba huracanado.


El aroma del café me despertó.
Santisa sacó del rescoldo dos panes. Partió uno y lo dejó junto al
jarro que puso sobre la mesa.
Después, vino con un recipiente en cuyo interior había vellones
de lana recién lavados. Empezó a hilar lana.
Mientras, me senté a tomar mi desayuno.
El silencio era una presencia entre ella y yo. No me atrevía a
quebrarlo.
El viento se había calmado. Esa fue la excusa para preguntar
a Santisa.
-Santisa, ¿tiene hijos?
La vieja, sin apartar la mirada de lo que estaba haciendo, me
contestó: 15
-Tengo muchos hijos, ¿sabe? Usted es uno. No son de mi sangre,
pero la sangre verdadera corre por las entrañas de la tierra. Y
todos venimos de la tierra y a ella volveremos, para que otros
nazcan y el ciclo no se acabe. Por eso la tierra me ha dado en
custodia muchos hijos que ahora andan dispersos por ahí, por
donde deben estar.
Cuando terminó, levantó los ojos y me dijo:
-¿Vio lo que le dije anoche? Hoy ni se iba a acordar del dolor.
Lo dijo señalando mi mano, que, en ese momento, estaba
tomando el asa del jarro cargado con café.
Como si nada me hubiera ocurrido.
El dolor es solamente un recuerdo.

Solo un espejo y una distracción, dijo Santisa.

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La omisión
DANIEL TEOBALDI

El Cerro era la molicie perpetua.


El Viento era el vigía sagrado.
La Sombra era la conjura de los muertos.

Rosario me dijo que la luna era el espejo del sol. Estaba ahí para
que los hombres no nos olvidáramos del sol.
La memoria del hombre es pequeña, me dijo Rosario. Por eso
tenemos que recordar todas estas cosas.
¿Por qué murió Diego?, le pregunté.
Los ojos de Rosario parecieron iluminarse.
El Viento se distrajo, me respondió.
Lo dijo como quien desliza un aserto natural.

Por momentos me costaba pensar que todo lo que creían lo


creían de verdad. 16
Pero eran sus vidas.


Fue hasta el arroyo.
En la orilla, se quedó mirando unos árboles que había al otro lado.
Entre todos se destacaba un alto y poderoso aguaribay.
Detrás del aguaribay se escondía un sol que buscaba inundar
todo con su luz.
Dejó que el sonido leve del agua, castañeteando entre las
piedras, desplazara su propio silencio.
Dejó que el arroyo entrara en su silencio.
Dejó que el agua fresca fuera parte de él.
Había cerrado los ojos.
Dejó que el sol lo iluminara por dentro.

Sólo un espejo y una distracción, pensé junto a la Fuente de Luz.

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Esteban Bondone, serie Azul, número 50

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Como gotas de polen
JUAN JOSÉ BURZI

Virginia se para frente al espejo. Lo que el espejo le devuelve


es la geografía de su cuerpo, un cuerpo reducido al límite de lo
esencial.
Algo dice Virginia. La voz es áspera y reseca, son las primeras
palabras que pronuncia en días. Lo que dice, que es muy breve,
está dirigido a su imagen. Lo que dice se pierde en la habitación,
el sonido bailotea en el espejo como si fueran ondas y resbala
hacia el suelo y el techo.
Mirando las líneas de las piernas que parecen clavarse en la
amplia pollera, Virginia piensa en achicar toda su ropa. Es
algo que sabe antes de mirarse en el espejo. Siente cómo la
18
tela estorba en su cuerpo. Por eso se la saca. Una vez sin ropa,
encuentra esa armonía tan buscada en la forma pura de la tibia,
rectilínea, vacía de grasa, en la piel que se aplasta contra las
costillas y en los espacios que hay entre ellas.
Virginia se marea. Retrocede dos pasos y se sienta a los pies de la
cama. Piensa en la hora y se imagina que no falta mucho para la
comida de la noche.
Algo en el estómago se revela.

Con la rutina de la abstinencia llegaron los mareos y los


desvanecimientos. Despertaba en lugares de la casa al que no
recordaba haber ido y descubría moretones sin procedencia
justificable.
Virginia se oponía a nutrir un cuerpo destinado a la corrupción.
Sus días se orientaban hacia un lento peregrinaje a lo etéreo.
Las formas se extendían más allá de lo que ella resistía,
sentía sus brazos obesos y su rostro hinchado. El lugar que

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Como gotas de polen
JUAN JOSÉ BURZI

había estado ocupando le parecía innecesario y obsceno.


El deseo de desaparecer, ese impulso casi instintivo que
la llevó a abandonar lo que antes consideraba alimento, le
fue descubriendo lo sublime que hay oculto en las formas
humanas: un descubrimiento revelador.

Sopa al mediodía y té a la noche. A eso fue reduciendo lo que


ingresaba a su cuerpo. No aceptaba más materia ajena a ella.
Buscaba existir por y desde ella misma, depurarse de todo
organismo foráneo, muerto o vivo. Esa era una causa más de
la fascinación que le provocaba contemplarse: la Pureza casi
perfecta. Y a la vez podía apreciar cómo la nada que la rodeaba
y la definía iba cercenando los contornos cada vez más exiguos
del cuerpo.
La memoria también retrocedía como lo hacía su carne. Para
los pedidos de sopa y té al supermercado, a veces debía mirar
el número de teléfono en la agenda. Meses atrás lo marcaba de 19
memoria. Esos pedidos telefónicos eran una ayuda para apartarse
del mundo, para no tener que salir a la calle y cruzarse con otros
individuos. Le disgustaba ser tomada por una enferma, como si
fuera una adolescente que necesitaba ayuda. Sabía con precisión
lo que buscaba. La gordura, la moda o ser aceptada dentro del
canon estético de los demás eran cosas que no le preocupaban.
Quienes la encasillaban como enferma lo hacían en un intento
de comprenderla. Además, tampoco salía a la calle, porque
solamente soportaba la visión de cierto tipo físico de persona,
como las que había visto en ese libro sobre la Segunda Guerra.
Hombres y mujeres en sus formas más puras. Tenía muy presente
la silueta de una pareja y sus dos niños acostados en el suelo,
con apenas un poco de tela cubriéndolos. Era una foto sacada
por un soldado aliado, al final de la guerra. Virginia no entendía
la indignación que causaban a los demás. El estado en el que se
encontraban era una especie de summum de belleza. Eran como
gotas de polen que aromatizan un frasco de perfume, en donde

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Como gotas de polen
JUAN JOSÉ BURZI

los demás componentes solo apaciguan el aroma y, en definitiva,


lo banalizan.
Virginia recordaba, y eso era de lo poco que aún permanecía
nítido y firme en su memoria, que esa misma noche, cuando
se acostó, se había encontrado con esas personas en un sueño.
Los veía desde la cama. Era la misma pareja con los dos chicos.
Estaban parados en el marco de la puerta con sus ropas raídas y
el pelo cortado al ras de sus cráneos. Simplemente la miraban,
un poco encorvados, doblegados tal vez por el precio que exigía
esa belleza tan particular. Porque si Virginia de algo estaba
segura era de que todo tenía un precio. Era ilógico buscar que lo
sublime perdure. Una vez que se alcanza cierto punto, solo resta
replegarse o dejar de ser. Ese hecho no la atormentaba.

Las líneas de su cara estaban desprovistas de redondeces. Los


pómulos sobresalían con una violencia afilada. Las órbitas de
los ojos parecían haberse agrandado, sus dientes jamás habían
20
lucido tan nobles.
Virginia miraba en el espejo su eco desnudo. Los pechos romos
y solo reconocibles por los pezones, la forma ósea de la pelvis
que se imponía en el sector medio del cuerpo. Todo lo que veía
la deleitaba. Hacía meses que no menstruaba, y la ausencia de
esa sangre espesa y pegajosa le producía alivio, tal vez porque
relacionaba cada período con la posibilidad de ser madre. Nada
la hubiera trastornado más que estar embarazada, imaginarse
con el vientre hinchado a reventar era una especie de pesadilla
que la perturbaba.
Virginia vuelve a mirarse, es lo único que se permite mirar en todo
el día. El resto de las cosas eran vistas, pero no miradas. No puede
precisar en qué momento resolvió estar siempre desnuda. Tal vez
fuera por la simple razón de que no tenía en mente volver a salir a
la calle. Para qué ocultar el cuerpo, mucho más ahora.
La imagen sobre el espejo se vuelve difusa, se le nubla el mundo
repentinamente. Conoce los síntomas; estira los brazos hacia

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Como gotas de polen
JUAN JOSÉ BURZI

atrás y se deja caer sobre la cama. Arrastrándose boca arriba, se


acomoda mejor hasta poder apoyar la cabeza en la almohada.
Los mareos se estaban volviendo más frecuentes. Moverse
encerraba un esfuerzo desmedido para su condición, por eso
calculaba y dosificaba al mínimo cada desplazamiento por la casa.
Pasados varios minutos, la sed la incita a levantarse. El agua era
la única ingestión de la que no había prescindido. La sed la hizo
pensar en el té y en la sopa, hacía días que no los consumía. La
última vez que intentó tomar sopa, su estómago la rechazó. Las
arcadas la habían decidido: no podía tomarla si no tenía deseo de
hacerlo.
Virginia estira el brazo derecho con la intención de agarrar
el borde de la cama y darse envión para poder levantarse. El
brazo le pesa, siente cómo le tiembla por el esfuerzo que está
haciendo. Deja el brazo flojo, apenas corrido del lugar que antes
estaba ocupando. Cierra los ojos y se abandona al paso de los
minutos lentos y coagulados, que la acarician como si fueran
21
hilos de mar. Cuando vuelve a abrirlos, posa la vista en el techo
en donde, por primera vez en años, descubre unos arabescos
indefinibles, casi como ella misma. Los recorre poco a poco, le
gustaría llegar hasta el techo y tocarlos..., pero sus fantasías se
interrumpen porque se sabe observada. No necesita bajar la
vista para saber de quiénes se trata. Están parados en el umbral
de la puerta, observándola en silencio con los hombros caídos
hacia delante. Es como en aquel sueño, pero esta vez los dos
niños se separan de sus padres y se acercan a ella; no sonríen,
pero son dueños de una seriedad alegre. Desea ser tocada por
ellos. El hombre y la mujer siguen en su lugar, sus contornos son
difusos, los ojos del hombre la comprenden. Y los niños la tocan.
Virginia se maravilla de esos dedos pequeños y precisos como
serpientes, dedos que recrean las formas del techo sobre su piel.
Abandonando la cama sin ningún impedimento, Virginia se
deja guiar por los paisajes del sueño, hacia ellos y sus voces
que no entiende, pero que le prometen, sin embargo, una
inmensa felicidad.

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Esteban Bondone, serie Azul, número 39

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Líder
CELSO LUNGHI

—Los amigos son ciclos —disparó Gustavo y se alejó.


Ninguno de nosotros amagó a detenerlo. Gerónimo y yo, por lo
menos, ya habíamos intentado explicarle (los dos juntos y cada
uno por separado), ya le habíamos expuesto nuestros motivos, y
él había elegido no dar el brazo a torcer.
Fue su decisión.
Daniel, en cambio, se había llamado a silencio. Él, en definitiva,
había sido el de la idea.
—Una lista —había propuesto—. Hagamos una lista y que el
orden defina las prioridades.
Y ese había sido el principio del fin.
23
Estábamos de vacaciones en la costa. Era el verano del 2005,
el último antes de terminar el secundario. Nos habíamos
decidido a viajar porque el siguiente nos iba a encontrar con
la cabeza puesta en la facultad. Gustavo y yo nos íbamos a La
Plata y Daniel y Gerónimo, a Capital. Gustavo se iba a anotar
en ingeniería; Daniel, en Sistemas; Gerónimo, en Medicina y
yo, en Letras. Los cuatro estábamos decididos, decididísimos,
y ninguno de los cuatro terminó recibiéndose. A pesar de que,
apenas volvimos de esas vacaciones, nunca más nos dirigimos
la palabra, yo sé que ninguno de ellos se recibió. Me enteré a los
pocos años, cuando apareció el Facebook, cuando me hice una
cuenta falsa pura y exclusivamente para averiguar qué había
sido de sus vidas o, mejor dicho, cómo habían podido seguir con
sus vidas, si es que habían podido, porque yo, honestamente, no
pude: permanezco atado al recuerdo de lo que pasó ese verano.
Y de las consecuencias que tuvo.
Pero esta historia no admite la primera del singular. Durante

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Líder
CELSO LUNGHI

aquel año nos habíamos convertido en un grupo compacto. Nos


habíamos conocido en inglés (los cuatro habíamos arrancado
de grandes: bastante tarde, sobra aclarar, por cierto) y enseguida
nos habíamos vuelto inseparables. Quizás en ningún otro
periodo las amistades se experimenten con mayor intensidad
que en la adolescencia. Uno dispone de las veinticuatro horas
del día para dedicarse a los amigos. O, en rigor, a lo que sea. Y
nosotros estábamos juntos prácticamente las veinticuatro horas
del día. Éramos un bloque. O eso era lo que creíamos.
—Ustedes me dejan de lado —se despachó Daniel, una tarde, de
la nada, en la playa.
El resto no entendíamos a qué se refería.
—¿Qué decís? —lo increpó Gerónimo—. ¿Te volviste loco?
—Me dejan de lado —repitió—. ¿No se dan cuenta? Lo hicieron
desde el principio. Todo el puto año me dejaron de lado —enfatizó.
O nuestras caras de asombro fueron lo suficientemente
elocuentes o él, una vez que había arrancado, no fue capaz de 24
detenerse. La cosa es que explotó y aprovechó la oportunidad
para escupirnos la rabia que venía acumulando.
En los grupos siempre hay un líder. Siempre. Eso es inevitable.
Y, en el nuestro, el líder era yo. A las dos o tres semanas se había
hecho evidente. Lo que yo no había dimensionado (tuvo que
pasar lo que pasó para que lo hiciera y, en algún punto, me
consuela pensar que lo que pasó tuvo un sentido, que no fue en
vano) es que, al haber un líder, hay una jerarquía completa y, por
lo tanto, alguien ocupa el último puesto. Y Daniel suponía que
era él. Había demostrado, innegablemente, ser el más sensible
de los cuatro y, tanto para Gerónimo como para mí (era un tema
que no habíamos tocado con Gustavo: esos pequeños detalles
me ofrecen la pauta de cuánta razón encerraron las últimas
palabras que pronunció), sensibilidad era sinónimo de puto. Por
eso no me sorprendió ver en Facebook que se había radicado en
Bahía Blanca y que había formado pareja con un chico. El que sí
me sorprendió fue Gerónimo.

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Líder
CELSO LUNGHI

—¿No se dan cuenta de que hablan entre ustedes tres, de que


yo me quedo aparte, de que me excluyen de las conversaciones?
¿Para qué carajo me trajeron a Mar del Plata? ¿Para hacérmela
pasar mal?
—Nadie te trajo, chiquito. Vos elegiste venir. Ninguno de
nosotros te obligó —saltó Gerónimo, que se caracterizaba por ir
al choque.
—Dani —intervine yo, con afán conciliador—, ¿en serio la estás
pasando mal?
—La estoy pasando pésimo —nos dijo. Estaba al borde de las
lágrimas—. Hace una hora que están hablando ustedes, que a
mí ni me miran, que no me escuchan, que me dan la espalda. Y
eso es lo que viene pasando desde que nos conocimos.
—¿Y recién ahora lo decís? —le retrucó Gerónimo—. ¿Por qué no
hablaste antes?
Gustavo se mantenía al margen. La verdad es que, en ese
momento, ni siquiera reparé en él. Mi única preocupación era 25
evitar la discusión. Daniel estaba desbordado, nunca lo había
visto así, y me daba miedo.
No me percaté de que el miedo, de que el auténtico miedo,
radicaba en otra parte.
Silencio.
—Dani —volví a intervenir yo—, te pregunto lo mismo que
Gerónimo: ¿por qué no lo planteaste antes?
Silencio.
No sabía qué contestar.
—¿Ves que armás quilombo al pedo? —le reprochó Gerónimo—.
Qué ganas de arruinar las vacaciones.
Gerónimo cifró, en esa frase, una gran verdad: la relación no iba
a ser la misma después de ese episodio.
Daniel estaba impávido.
—¿Mejor? —le pregunté yo, que esperaba que haberlo largado lo
hubiera aliviado.
Tampoco me contestó.

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CELSO LUNGHI

—Me digan lo que me digan, yo lo siento así —insistió—. Soy


el último orejón del tarro. Soy, de los cuatro, al que menos se
bancan, al que menos quieren.
—Pero no seas maricón —lo frenó Gerónimo, Daniel se levantó y
salió disparado hacia él, Gerónimo hizo lo propio, yo frené a uno
y Gustavo al otro, y no bien logramos tranquilizarlos, me dispuse
a poner paños fríos a la situación.
—Dani, si te hicimos sentir así, disculpanos, pero te garantizo
que estás equivocado —le aseguré.
—Entonces demuéstrenmelo —nos desafió.
—¿Cómo…?
—Entonces demuéstrenme que me equivoco.
Y nos propuso que cada uno armara una lista.
La idea era que, anónimamente, cada uno definiera su ranking
dentro del grupo.
—Vos estás enfermo—deslizó Gerónimo.
Fue Gustavo el que nos impulsó a que lo hiciéramos. 26
—Si eso ayuda a que se sienta mejor, vamos para adelante —nos
alentó y Daniel sonrió.
Lo que Gustavo no se imaginaba era que él iba a quedar último,
que, en esa nómina de simpatías y de afinidades, iba a ocupar el
último puesto.
Me acuerdo de que el propio Daniel se encargó de cortar los
papelitos, de repartirlos, de surtirnos de lapiceras y de indicarnos
que tratáramos de disimular nuestra letra.
—Para evitar inconvenientes —dijo el muy cínico.
¿Cuál era el objetivo que perseguía? ¿Por qué nosotros le
hicimos caso? ¿Por qué accedimos a su pedido? Por más que
me enrosque y me enrosque, esas preguntas siguen teniendo
una respuesta invariable: porque éramos adolescentes.
Habremos tardado quince minutos en depositar los papelitos
en manos de Daniel. Nunca sabré si los demás votaron a
consciencia o si los tres lo ubicamos primero para evitarnos
otra escenita. La cuestión es que, en los tres casos, el que venía

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CELSO LUNGHI

último era Gustavo. Ninguno lo puso ni siquiera en el medio: sin


dudarlo, directo al final.
—Boludo, fue por descarte —se justificó Gerónimo.
—Claro —lo acompañé yo.
—No me den explicaciones —nos interrumpió él—. A ustedes los
une un vínculo más fuerte. Eso es innegable.
—¿Ves? —increpó Gerónimo a Daniel—. ¿Ves lo que conseguiste?
¿Estás contento ahora?
Daniel se hacía el disimulado, pero, en el fondo, lo estaba
disfrutando. Estoy convencido de que lo disfrutaba.
Gustavo no perdió la calma. Como si las circunstancias no lo
hubieran afectado. Ni el registro de la voz le cambió.
Su voz ocupa un rol fundamental en esta historia y yo no la
recuerdo: dicen que es lo primero que uno se olvida de la gente
que ya no está.
—Los amigos son ciclos —se despachó entonces—. ¿O acaso vos
te pensás que sos el único que se siente de lado? —interpeló a 27
Daniel—. En este grupo fueron siempre Lisandro y Gerónimo. Y
yo te busqué. Vos ni me registrabas, porque estabas demasiado
concentrado en captar la atención de ellos dos, pero yo te
busqué. En síntesis: los tres me rechazaron. Jugaste, chiquito, un
papel tristísimo —le tiró y se fue a armar el bolso.
Gerónimo y yo estábamos desconcertados y, de a uno, corrimos
detrás de Gustavo.
—No hay caso —salió al rato él, entré yo y, al salir, no fue
necesario que abriera la boca.
Daniel continuó con la cabeza gacha incluso cuando Gustavo se
acercó a nosotros con el bolso en la mano y nos volvió a repetir
esa frase que me viene torturando desde hace diez años y que
no me permitió, en todo este tiempo (y, casi podría asegurar, que
no me permitirá), construir una sola relación sólida.
—Los amigos son ciclos.
Dos días más habremos aguantado en la costa. Algo se había
quebrado.

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Líder
CELSO LUNGHI

Lo bueno fue que los cuatro íbamos a escuelas distintas y que, por
suerte, no nos volvimos a cruzar. Físicamente, digo, porque, en las
ciudades chicas, de una manera u otra, cruzarse es inevitable.
—¿Y Daniel?
—¿Y Gerónimo?
—¿Y Gonzalo?
—Me pareció verlo en.
—Estaba con.
—Me comentaron que.
A mí, sinceramente, que de Gerónimo y Daniel no me interesaba
mucho lo que tuvieran para contarme, pero Gustavo me tenía
intrigadísimo. Desde el primer minuto me había parecido
una persona inquietante y quizás eso era lo que me impedía
acercarme a él. Era parco y distante. Y usaba unos términos que
nos dejaban helados: derrochaba, en su discurso, una madurez
que nos descolocaba.
Me acuerdo que esa mañana me había levantado temprano a 28
estudiar. Era mi tercer año en Capital, me había anotado en una
carrera que a los dos meses de cursada me había dado cuenta
que odiaba y no me animaba a decirle a mis viejos que me
quería cambiar, no había logrado hacer amigos y, encima, no
me había traído ninguno de Junín. Desayunaba con el televisor
de fondo y la foto de Gustavo en la pantalla me obligó a subir el
volumen. Era imposible. Gustavo no podía haber hecho eso. O,
en realidad, sí. Eso era lo trágico. Que, en realidad, sí.
Mi reacción inmediata fue rastrear en Face a Gerónimo y a
Daniel y estuve a punto de mandarles una solicitud de amistad,
pero me frené a tiempo. Hubo algo, mejor dicho (no podría
especificar qué), que me frenó a tiempo. ¿Hice bien? ¿Hice mal?
¿Es tarde para localizarlos? ¿Ellos se habrán contactado y me
habrán excluido? ¿Chatearán con regularidad? ¿Habrán arribado
a la misma conclusión que yo? Esas preguntas todavía me
persiguen.
La poca información que pude rastrear acerca de ellos fue a

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Líder
CELSO LUNGHI

partir de las dos o tres fotos que cada uno tiene visibles y de
lo que me han transmitido personas en común. Daniel duró
dos semestres en La Plata y, en la facultad, conoció a un chico
de Bahía, donde se radicaron y él trabaja de administrativo
y Gerónimo se fue a Capital, se puso de novio con una chica,
tuvieron un nene y, a los tres meses, se separaron y él se fue para
Córdoba y no lo vio más.
Me ahorro las consideraciones que se tomaron la libertad de
formular con respecto a ellos quienes me brindaron estos datos.
En cuanto a mí, a las dos semanas de haber escuchado la
noticia, me tomé un micro a Junín, resignado a que es mi
lugar en el mundo, y casi estoy en condiciones de afirmar que,
si ninguno de los tres hizo el esfuerzo por retomar el diálogo
con los otros (aunque, en mi paranoia, me pregunte si ellos se
comunicarán), es porque pretendemos ignorar que, con sus
actos, Gustavo nos estaba interpelando directamente a nosotros.
Los tres (arriesgo) sabemos que reclutó a esas setenta y cuatro 29
personas rumbo a la Patagonia y que formó esa comunidad y
que las convenció de ingerir cianuro para demostrarnos que
podía ser líder.

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30

Esteban Bondone, serie Azul, número 41

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Fagia
FLOR CANOSA

1.
Extraño mucho a mamá, aunque ya hayan pasado varios años.
Aguantó lo justo y necesario para darme una mejor vida y
dejarme listo para comenzar mi supervivencia.

Después del abandono, tuvo que servir de sustento de los dos:


de ella misma y de mí. A mis dieciocho años estoy en muy
buenas condiciones, mucho mejor que otros muchachos de mi
edad. Tengo mi brazo derecho prácticamente entero.

Algunos son demasiado voraces y sé que no les queda tiempo,


31
igual que mi última novia, que se comía por las noches,
a escondidas. No creo que haya sobrado mucho de ella
actualmente. Agradezco que la naturaleza física no nos permita
comernos los unos a los otros, como me comentaron que
sucedía antes, previo a que la ciencia notara que lo único que
nos permite sobrevivir es nuestra propia genética, que lo ajeno
nos envenena. Eso dicen, yo no sé qué creer.
Mamá quiso preservarme tan entero como fuese posible,
incluso me siguió alimentando con su cuerpo aun cuando
ya podía empezar a comerme yo solo. La pobre no llegó a
los veinticinco. Me entrenó para cortarme solo los pedacitos
necesarios, para que fuese adaptándome a mi propio sabor,
pero continuó dándome su cuerpo como principal sustento.
Seguí sus consejos y comí primero los dedos de mis pies,
después la carne superficial de mis muslos, las orejas y la mano
izquierda, con la cual no soy tan hábil.
La cuestión es que todavía la extraño y casi todas las noches

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Fagia
FLOR CANOSA

sueño con las empanadas que, al parecer, se podían rellenar


con queso, con choclo, con pollo. Todos esos nombres suenan
raros, ni siquiera me creo capaz de intuir a qué sabían. ¿Una
empanada puede estar rellena con las mejillas de mamá y su
carne del interior, que es gordita y sabrosa? No estoy seguro de
que soñar algo así sea legal.
Mi mamá no solo me ayudó a sobrevivir casi intacto, también
me transmitió el gen de la sospecha, pero de la sospecha
embozada. Por eso desconfío de todos los relatos y de todas las
personas.

2.
Papá vino de sorpresa el otro día. Muy poco quedaba de él. Dejó
el carrito en la puerta y reptó sobre su pecho abierto. Quería
que lo ayudase a vivir un poco más, que le regalara mi pierna,
la que menos me gustara. Pero mamá ya me había advertido
de que esto podía suceder. No logró alcanzarme. Se movía con 32
los deltoides, pues ya se había comido los brazos hasta encima
del músculo braquial. No es el primero que trata de comerme:
un primo intentó emboscarme una noche, no previendo que
estoy entero, que soy sano y rápido. Nunca hubiese perseguido
a nadie de mi árbol genealógico, pero cuando lo intentan y los
venzo, no dudo en convertirlos en provisiones. He leído que
existían árboles de verdad, que daban frutos, que podíamos
alimentarnos.
Mentiras.
La única certeza que tengo es que nadie puede confiarse. No
aporto nada nuevo diciendo que ir a trabajar es un deporte
de riesgo, que nunca se sabe si volveremos enteros, pero la
costumbre nos ha vuelto mansos y alertas.

3.
Papá no es tan tierno ni tan fresco como lo era mamá, pero así
son las cuestiones de la genética y creo encontrar ahora en los

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Fagia
FLOR CANOSA

agujeros de sus ojos su comprensión. Algún día seré yo el que


esté en su lugar. Sé que podré darle a mi hijito un poco más de
tiempo, porque mi esposa también está bastante completa,
aunque haya tomado algunas decisiones desafortunadas
respecto a las partes imprescindibles. Aún conserva su belleza
lo mejor que puede, pero lo importante es que ambos estamos
dispuestos a alimentar juntos al niño.
Temía que el pequeño Mirko no aceptara la carne del abuelo. Mi
padre no compartía los mismos valores que mamá, se negaba a
mutilarse por mi bienestar. Ahora no tiene opción. No lo culpo.
Somos rara avis, si es que ese término tiene algún sentido para
el resto, porque para mí nunca lo tuvo. Me enseñaron latín con
saña, como si se tratase de una lengua viva. Pero para mí, la
única lengua que vale es la que se come.
Mirko aceptó el sabor de su abuelo, a quien dejamos con ese hilo
de vida que mantenía su carne palpitante. Mientras cortaba las
láminas, se lo expliqué a papá e intentó negarse pero, lo lamento, 33
la lengua es un alimento muy preciado y delicioso si se corta
a tiempo, y papá volvió en el momento justo. No me agradaba
observar cómo Mirna se desintegraba para alimentar al niño.
Ella sufría porque pensaba que el pequeño no se alimentaba
correctamente, pero Mirko crecía, gordito y rosado. Demasiado
gordito y rosado para su propio bien: había que protegerlo de
los parientes. Lo importante es que nuestra entereza mantuvo
al niño a salvo de los depredadores consanguíneos. Mirna y
yo conservamos ambas piernas y un brazo entero cada uno,
con el índice y pulgar completos, suficiente para alejar a los
atacantes. Mirko está por cumplir diez años y hemos decidido
que su madre se hará cargo de su subsistencia. Hemos tenido
largas discusiones al respecto; peleado, llorado e intercambiado
insultos por este motivo. De sus piernas no quedaba nada, y la
mayoría de sus órganos internos funcionaban con lo mínimo. Yo
era más robusto y estaba más completo, conmigo el niño estaría
a salvo. Conversamos mucho con Mirko acerca de nuestras

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Fagia
FLOR CANOSA

decisiones, lo hablamos desde que comenzó a comprender el


mundo y hacer preguntas, porque sus amigos fragmentados no
lo trataban de la misma manera. Creo que le transmití el gen de
la sospecha.

4.
Yo he salido a cazar a unos sobrinos que he descubierto
acechando a Mirko, creo que pronto los atraparé y con su carne
viviremos algunos meses. Intento emboscarlos, pero no es
sencillo. Son jóvenes y rápidos. Pero sé que mi experiencia puede
más.

5.
No fue fácil despedirme de Mirna, pero Mirko ya es casi
un hombre y su turno ha comenzado. Con el tiempo he
desarrollado la capacidad de alimentarme con lo mínimo
indispensable: bebiendo mi propia orina hay días en que no
34
necesito engullir nada sólido, y con eso puedo proveer a mi hijo
lo que necesita.
También le estoy enseñando a cazar y a defenderse. Los
parientes no son tantos, pero de vez en cuando aparecen a
buscarnos. Lo codician a él, que luce más saludable, que está
entero, a excepción de la falange que le comió una tía en un
descuido. Le enseñé a contener la respiración para oír el sonido
de las tripas del enemigo, a identificar qué nivel de mutilación
tiene nuestro perseguidor pero, sobre todo, a mantener las
presas vivas y sanas hasta el último bocado.

6.
Mirko la trajo a casa y me la presentó. Ella se agachó para
saludarme. Se llama Muriel y está completa. La revisé y no le falta
ni un dedo del pie. Su numerosa familia ha colaborado para que
los más pequeños tengan un crecimiento similar al de mi hijo.
Muriel es, además, una excelente cazadora, veloz e inteligente.

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Fagia
FLOR CANOSA

Creo que mi hijo tendrá que aprender de ella y alcanzar su nivel,


si es que quiere ser el último en irse.

7.
Ayer Mirko me dijo que sería abuelo, que creen que será una
niña. Finalmente, llegó mi turno. Tendré que hablarle de
empanadas de queso, de pollo, de choclo. Tendrá que aprender
a no soñarme.

35

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36

Esteban Bondone, serie Azul, número 46

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Sábanas húmedas
NELSON SPECCHIA

En la Isla Grande, en el archipiélago de Chiloé, llueve siempre.


A veces con parsimonia, otras con violencia, pero la lluvia
es una presencia tan inalterable como la bruma lechosa
que viene desde la abertura colosal del Pacífico, o el aire
arremolinado que baja desde las alturas andinas. La tierra ha
debido adaptarse a esa pluviometría tan pertinaz: el suelo es
blando y arenoso, surcado de acequias naturales, canalones,
inclinaciones y cunetas por donde las riadas de la lluvia corren
o se filtran. El verde, amén de las latitudes tan australes y del
frío que envuelve todo, surge de cada esquina, aun a su pesar:
el agua tira de él hacia arriba, despliega las hojas más variadas,
los tallos envolventes. Rosalía atiende la cocina. La cocina no 37
debe enfriarse nunca: es la defensa contra esa humedad que
cala las paredes de piedra lisa y las maderas de las tejas de los
techos a dos aguas. Como en Roma o en Cartago, en Chiloé
la cocina es el centro de la casa. Cuando una pareja joven
piensa en casarse, la primera preocupación es agenciarse una
buena cocina. Además de los obvios usos para la cocción de
los alimentos, el armatoste de hierro de fundición tendrá que
calefaccionar y secar. Sobre ella se armarán unas estanterías,
tablones y rieles, adonde irán, por turnos, los cacharros, la
ropa lavada, los plumones de las camas y la larga lista de
herramientas que, lejos de la cocina, tienden a compenetrarse
con esa humedad eterna que circunda los ambientes.

Y un buen fuego en la cocina también mantiene lejos al


Millalobo y a su mujer, la Huenchula, que gobiernan juntos el
mar, las lluvias y las tormentas. Su gobierno es húmedo, por
eso quien está a la intemperie, está a su alcance y arbitrio; en
cambio quien se seca junto a la cocina queda más retirado,

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Sábanas húmedas
NELSON SPECCHIA

aislado de estos dos reyes terribles, que desde el fondo del mar
y desde su superficie imponen sus caprichos.

Rosalía intenta que siempre un tronco grueso arda en el
hornillo central de la cocina. Se lo enseñó su madre, en un
aparato parecido a este que ella tiene en su casa, aunque más
modesto y antiguo.

La cocina de Rosalía tiene cuatro hornallas, con tres círculos de
acero cada una; un horno seco donde cocina el pan, y a veces
algún asado. Y hasta tiene un serpentín que rodea el hornillo, y
que permite tener agua caliente. Esa es una novedad tremenda
respecto de la casa de su madre, donde siempre las mujeres
lavaron todo con ese agua helada que quema las palmas de las
manos hasta dejarlas en un solo callo rojizo, insensible y duro.

Su madre le advirtió contra los caprichos de la Huenchula,
que suele cebarse en las mujeres más que su marido, el gran
38
Millalobo. Éste se queda a veces con algunos hombres, que
no regresan a tierra tras la faena de la pesca, porque el barco
fantasma, El Caleuche, los embistió en medio de la neblina; o una
ola súbita envolvió sus botes y los llevó hacia el trono del Millalobo.

La Huenchula también arma olas, pero es más común encontrarla
en las ráfagas de viento con agua, cuando las mujeres están
cortando la leña, recogiendo las papas de los surcos arenosos, o
trayendo las cestas de verduras desde las huertas.

Cuando el viento es desapacible, Rosalía se queda cerca de la
cocina, intenta no salir de su casa. Su madre le contó que las
malas artes traicioneras de la Huenchula vienen desde muy
antiguo, desde que las dos serpientes lucharon: la Trentren Vilu,
que era la madre de las montañas y de los volcanes, se enzarzó
en una lucha a muerte con la Caicai Vilu, la madre de todas las
aguas del mundo. Y ambas titanes, golpeándose y forcejeando,
armaron la marejada más grande que hubo: la tierra se movió

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Sábanas húmedas
NELSON SPECCHIA

en todos los sentidos. Algunas montañas altas desaparecieron


de la vista; extensiones larguísimas de tierra se hundieron para
siempre en el fondo del mar. Tras el diluvio, cuando la Trentren
Vilu logró que la titán marina -mitad serpiente y mitad pez- se
alejara de las costas, la tierra quedó toda partida, seccionada,
mutilada en innumerables islas e islotes. Esta tierra herida es el
archipiélago de Chiloé.

La Caicai aceptó retirarse de las costas, pero, a cambio, dejó al
Millalobo como señor del agua.

Y la Huenchula, de joven, había sido hermosa, con el pelo
largo y renegrido, hija de una importante machi de la costa
del mar. Como todas las mujeres, debía dedicar una parte del
día a acarrear agua dulce, recoger las papas de los surcos y
las demás verduras. Pero le gustaba que todos admiraran su
belleza: no pasaba mucho tiempo junto a la seca y caliente
cocina, sino que daba largos paseos por la costa y los bordes
39
del lago del que extraía el agua para beber. Esa actitud suya
fue aprovechada por el gran Millalobo, que la raptó y la llevó
a su trono, en el fondo del mar. La rabia de la Huenchula
viene desde entonces: ella quisiera que todo eso sea mar,
que esos pedazos de tierra que quedaron sobre la superficie
desaparecieran, y se desquita empujando y enloqueciendo a
las mujeres solas, a golpes de viento y de agua.

Algunas mañanas, cuando amanece con esa ventisca que no
deja caminar y mueve todo lo que hay sobre la superficie (con
la única excepción, quizás, de los dos enormes bueyes atados al
yugo, que permanecen firmes y ajenos a todo en el medio del
patio), Rosalía se encomienda al cañipoñi, que nunca deja de
llevar en el bolsillo de su delantal. Y cuando se acuesta lo ubica
bajo su almohada.

A su cañipoñi también se lo dio su madre, cuando ella tuvo
su primer sangrado. El cañipoñi es un gusano gris y largo; las

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Sábanas húmedas
NELSON SPECCHIA

mujeres los juntan de los tallos de las plantas de papas que


cruzan en surcos parejos toda la superficie de la Isla Grande
de Chiloé. Los gusanos se alimentan con leche hasta que
son adultos; cuando se mueren, se secan y se convierten en
amuletos que alientan la fertilidad en las madres y las protegen
contra las inclemencias del viento y del agua.

A Rosalía no se le ocurriría alejarse de la seca cocina y salir de
su casa sin el cañipoñi en el bolsillo del delantal, y noche a
noche pone la larga cascarita gris bajo su almohada. Cuando
su hombre le levanta el camisón de algodón y se sube encima
de ella, Rosalía hunde los dedos bajo la almohada y busca a
tientas, hasta que toca con las puntas el cuerpo del gusanito.
Le pide al cañipoñi que esa sea la noche: que la semilla entre
en ella y su vientre comience a abultar, empujado por su hijo
creciendo dentro.

Pero la envidiosa Huenchula la debe haber fallado en un
40
golpe de viento, porque los embates de su hombre –bestiales,
alcohólicos, sudorosos– se acaban aflojando sin dejar semillas.

Rosalía está decidida. Si para cuando vuelva la luna su vientre
no ha comenzado a crecer, entrará al agua, andando despacio,
a buscar al Millalobo. Su vagina no será el único lugar seco de
todo Chiloé.

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41

Esteban Bondone, serie Azul, número 56

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Una ficción infecciosa
DEBRET VIANA

Desvío
Despertar otra vez a mitad de la noche después de un sueño
extraño para ya no poder dormir. Sentarme en la cama para
tratar de escribirlo e ir notando, mientras las palabras no
aparecen, que lo pensable de ese sueño era muy poco y el resto
(allí donde puedo hacer pie) se desmorona.

La ficción penitente
Es una dolencia a la que me acostumbré. Cada vez que quiero
relatar algo que vi o me pasó, me saltan a la cara abismos,
grietas, agujeros entre las secuencias del evento que no puedo
42
suplir salvo falsificando sucesos y detalles circunstanciales.
Pronto, la cosa que quiero decir, en el mismo gesto de decirla, se
me vuelve ficción. Si yo tratara de sostener una lealtad estricta
a “lo que realmente pasó” estaría condenado al balbuceo, a
la errancia, al soliloquio ininteligible. Suelo pensar que quien
produce ficción no es ya alguien en posesión de un don o de
una vocación: es la constancia del fracaso permanente de
reponer lo real.

Reincidencia
Trato –con mucho esfuerzo– de registrar algo. Me entristece
(y fascina) el hecho de que, al despertar, el sueño me parecía
comunicable, pero en el momento en que quise explicármelo
(cuando me pregunté: ¿qué fue lo que pasó?) salieron a mi
encuentro lagunas que no pude resolver, y mucho más de la
mitad del sueño se me hizo irrecuperable. La otra mitad (o
poco menos) se volvió elusiva, pantanosa, entrevista a través

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Una ficción infecciosa
DEBRET VIANA

de nieblas y densas ramas de árboles de un bosque nocturno e


irresoluble.

Detalles verosimilizantes
Me siento en la cama. No prendo la luz. Ágata duerme y no
quiero despertarla otra vez, como en el sueño. Modigliani,
cuando ve que me despierto, se acerca y se viene a acostar sobre
mis piernas. Se acurruca y se queda ahí mientras escribo esto.
Hasta que estornudo y se va. Lo oigo dar un leve maullido de
reproche desde el pasillo. En algún punto, vuelve.
Me siento en la cama, escribo: despertar otra vez a mitad de la
noche después de un sueño extraño para ya no poder dormir.
Escribo: otra vez un sueño dentro de otro. Sueño una cosa y
despierto falsamente a otro sueño (que ya no considero sueño
sino territorio despierto). Y lo más terrible del caso es que en este
segundo sueño tengo plena conciencia del sueño anterior. A ver.
Algo así. 43

Algo así
El primer sueño es de orden fantástico. La mayor parte la
olvidé. Resta su influjo. Lo que más o menos recuerdo ya no
es lexicable. Tenía sentido en la sucesión de imágenes. Pero
en su recuperación es incoherente. No sé cómo comienza. Sé
que es la casa de mis abuelos. Desde luego, es y no es la casa
de mis abuelos (es más grande, mis abuelos no están, hay otra
gente, yo no soy yo, etc.) Hay niños jugando en el jardín –que
es rectangular y muy alargado, con forma de boulevard, con
dos largos pasillos. Atardeció y la puerta ya no se distingue. No
sé cómo contar lo que ocurre porque no lo comprendo. Llegó
un texto en una carta que alarma a todos y, sin embargo, nadie
entiende. Lo piensan, lo discuten pero

El enigma
No logran descifrarlo. Hay mucha gente, tal vez treinta personas

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Una ficción infecciosa
DEBRET VIANA

aparte de los chicos. Tiene algo que ver con los libros.
Precisamente con el lugar donde están ubicados los números
de las páginas. Hay algo que preocupa a todos de esta carta
(que no recuerdo y que no sé si supe) y, si bien guardan un cierto
temor, terminan decidiendo que es un balbuceo que no pueden
penetrar, algo escrito por un loco que no tiene ningún sentido, y
lo dejan estar.

Plot
La escena progresa, se come algo, se habla de cosas. Ningún
sobresalto. Los niños, que habían sido llamados a la casa hasta
que se resolviese el enigma, insisten con que los dejen salir a
jugar. Salimos todos al jardín y los niños corren.
–Vamos a jugar a las escondidas –dice alguien. El clima es sereno
y festivo.
Pronto ya no se distingue ningún niño.
El personaje que encarna el Yo del sueño (desde el que veo las 44
escenas transcurrir) sonríe desde la puerta de la casa, tal vez
divertido. Luego comprende.
El acto de comprender es en él como si le golpeasen con un
palo en la cabeza. Y su cara se desfigura de horror. Comprende
mucho más que yo, que no termino de hacer visible lo que pasó,
pero siento trepar la angustia.
–Era tan obvio –dice.
Cómo no se dieron cuenta antes: el diablo habita en los números
(no en todos: solo en ciertas figuras: ¿cuáles?) de las páginas de
los libros.
No sé qué significa esto, pero en el sueño este personaje
comprende, transfigurado por el pánico, que eso implica que
el diablo se está llevando a todos los que estuviesen detenidos
en alguna oscuridad, bajo alguna sombra. Parece que va a decir
algo, pero siente que es demasiado tarde.
El silencio que queda es un silencio sin niños.

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Una ficción infecciosa
DEBRET VIANA

La mismidad de lo otro
Y me despierto. A otro sueño. Quisiera ser enfático con esto
porque se trata de un asunto que me pasó muchas veces y
nunca dejó de preocuparme. En este otro sueño soy yo (y es
mi cama, mi ropa tirada a un costado, los mismos muebles).
Y estoy despertando del sueño anterior. Estoy en la cama,
Ágata duerme. Es una versión de mi habitación. Trato de no
despertarla, pero estoy inquieto. El sueño anterior me dejó
atemorizado (como si lo hubiese comprendido). Tratando de
no abrir aun los ojos, avanzo a tientas en la reconstrucción de
lo soñado. Percibo que puedo ver imágenes del sueño, pero
cuando quiero nombrarlo o busco traducir lo que pasó a una
oración inteligible, ya no encuentro nada.

La palabra y el devenir eco


Este Yo del segundo sueño sabe que soñó con una ficción suya.
Él escribió ese sueño a modo de cuento, y parece ser que ese
45
cuento se vengó regresando como pesadilla. Sin embargo, hay
algunas diferencias. El sueño perfeccionó el cuento. Algo que
parecía arbitrario en el cuento, en el sueño resulta armonioso y
natural. Y este otro Debret, obsesivo, se dice a sí mismo: tengo
que registrar ese sueño antes de que lo pierda; lo importante
es el cuento: tengo que capturarlo todo, salvar cada detalle, no
importa de dónde haya venido.

Escribir naufragar despertar


Debret se sienta sobre su cama, toma una libreta y escribe. Toma
notas como un maníaco. Cuanto más escribe, más miedo tiene.
Lo veo: se queda quieto, se muerde el labio inferior, niega con la
cabeza, suspira.
Yo quedo un poco afuera de esto. No sé bien qué pasa, pero
Debret ya no puede seguir escribiendo. Deja la libreta y abraza
a Ágata. Busca refugio en el calor de su cuerpo dormido. Pero el
miedo se le vuelve un sufrimiento físico, da vueltas en la cama,

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Una ficción infecciosa
DEBRET VIANA

murmura sin sentido. Ágata despierta.


–¿Qué te pasa? –le pregunta.
Debret quiere explicarle, pero no sabe cómo. Casi iba a tratar, pero
no confía en las personas como confía en las libretas. Se calla.
Todo se enrarece: el sueño trastabilla y empieza a revelar su
condición de sueño, abandonando de una vez su inusual
verosimilitud. Debret se levanta, busca su celular y, cuando lo
encuentra, está mojado. Todavía funciona (hay un mensaje de
un número desconocido que dice “no abras la puerta”), pero él
culpa a Ágata.
–¡Ahogaste mi celular, perra!
Discuten. Modigliani huye. Ágata se ofende y sale de la
habitación. Debret la sigue. Entra a una habitación inmensa
llena de camas. Más de veinte camas. Una de las paredes es de
vidrio y da a una autopista colmada de autos velocísimos. Ágata
está ahí, lo está esperando con una sierra eléctrica en las manos,
y Mario Barakus entra en la escena y le quiere explicar cuál es la 46
mejor manera de untar tostadas. Pasan cosas que no recuerdo,
la narración se derrapa, inconsistente y vertiginosa. Despierto.

Fetch
Esta vez despierto aquí. Prefiero evitar la trillada inquietud de
los soñadores soñados. Estoy en el mismo lugar desde donde
escribo este texto: mi vida.
Me siento oprimido por el horror del primer sueño. Me digo
para mí que tengo que tomar notas para corregir mi cuento,
tengo que salvarlo todo. Pero cuando trato de pensar en el
sueño, noto que no tengo idea qué significa. El “todo” es una
mera sensación, y las partes que me quedan a mano son pocas
y arcanas. Siento pena, como siempre que extravío una trama, y
noto que tampoco escribí un relato ni remotamente vinculado
al primer sueño.
Ahí caigo en cuenta de que es el segundo sueño el perturbador.
Donde mis cosas estaban duplicadas y vivía una versión mía. El

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Una ficción infecciosa
DEBRET VIANA

solo hecho de que un sueño mío sueñe algo, despierte y logre


hacer un relato de lo soñado (tenga conciencia y memoria de
su sueño y encima lo comprenda mejor que yo) es algo que me
espanta (me induce a sospechar un carácter oscuro y relativo en
la vigilia, y con esto la gratuidad de cada cosa, la dádiva del azar
que es cada segundo).

An ode to the dream shaper


Claro que sería hipócrita que justo yo reniegue de los sueños.
Debo buena parte de mis relatos a tramas que se insinuaron
en ese espacio onírico. Tal vez fui mezquino y abusé de ese
puente y traje demasiadas cosas de ese otro lado, y en uno de
esos trayectos algo mío se cayó y quedó allá, y su nostalgia de
este lado con el tiempo se hizo sueño, y soñó, para consolarse,
con todo lo que había aquí, creando espejismos y duplicaciones
aproximadas: de todo, hasta de mí mismo.
No lo sé. 47
No sé nada.
Me parecería imprudente que no existiese una sanción severa
para aquel que hace visible lo que ve en el territorio onírico.
Es algo tan poco noble como el comercio con los muertos.
Temo incluso que los objetos de la casa sean cosas largamente
dormidas que en cualquier momento pueden despertar. Y
recuerdo a las estatuas, siento su petrificación como un longevo
sueño donde traman la venganza.
Fui arrastrado hasta la paranoia de las cosas quietas.

Habría que haber terminado este relato antes


Ágata duerme, inmune a mi sueño. Todo lo que ese sueño
movió en mí, todo lo que desesperó pasó sin que ella sintiese
siquiera el más leve roce de las imágenes que visité. Me
pregunto –detenido un instante mientras busco las pantuflas
de Bugs Bunny que Modigliani siempre lleva debajo de la
cama– si también ella será el sueño de alguien. ¿Alguien estará

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Una ficción infecciosa
DEBRET VIANA

soñando con algo bellísimo que duerme para que yo, creyendo
que vivo, me detenga a contemplar semejante acontecimiento
estético en mi cama? Un cuerpo que sueña, ¿no es un cuerpo
deshabitado, una vasija?
Divagues de un diletante insomne que todavía no sorbió el
oscuro néctar reparador del primer café del día.

En lugar de un final, divagar


La máquina exprime la última gota de los granos molidos.
El aroma llena la cocina. Modigliani irrumpe de un salto a la
mesada para investigar los ruidos de la cafetera. Lo que no
logro superar del todo es la nostalgia de ese cuento que el otro
Debret escribió y que voy a ignorar siempre. Pienso en volver.
Quiero espiar un poco la libreta del otro. ¿Su prosa respira
como la mía? ¿Qué tramas ensambla su literatura? ¿Puede
todo ese otro mundo insinuado ser apenas una ocasión de mi
interioridad? 48
Pavadas. Una maladie de nocturnidad. Obsesionado con la
ficción infecté también mis sueños y ahora veo, como siempre
vi, lo que no hay. Miro a Modigliani y Modigliani me mira. Lo
acaricio y se gira, enredando su cola en mi brazo.
–Mirá si sos un gato imaginario –le digo.
–Tu abuela es imaginaria –me responde.
Por un momento quedo paralizado. Se me pasa enseguida
porque recuerdo que es cierto. Yo había tenido una abuela
imaginaria.

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49

Esteban Bondone, serie Azul, número 48

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El panda implacable
FABÍAN GARCÍA

–¿Mariano Chasco? –preguntó Andrés Sonsoni–. Chasco, ¿verdad?


Ante la mención brusca, el que estaba a punto de subir al
Porsche giró. Paseó la vista con indiferencia felina por la figura
mínima que lo interpelaba; después contestó, casi en un susurro:
–Sí.
El traje, de seguro carísimo, que cubría su cuerpo enorme,
brillaba. Sus ojos, verdes y hostiles, brillaban también.
Sonsoni recordaba esos ojos de tigre, los recordaba demasiado
bien. Tosió para disimular que tragaba saliva y enarcó una ceja
mientras torcía los labios. Trataba de aparentar rudeza, pero dio
en rigor la impresión de espantar una mosca invisible en su cara.
50
–Mirá vos– dijo y adelantó una pierna en un esbozo de la posición
de guardia–. A esta altura...venir a cruzarnos.
El otro, que lo miraba como a un objeto de pésimo diseño,
sacudió con suavidad la cabeza: su melena, tan espesa y áurea
como siempre, onduló sobre los hombros anchos.
Sonsoni, en cambio, llevaba mucho tiempo calvo.
–Soy Andrés Sonsoni –dijo–. Fuimos compañeros en el colegio.
Seguro que te acordás.
Los labios de Chasco, anchos y quizá demasiado rojos, se
curvaron en una sonrisa mínima; una de sus cejas doradas se
elevó en la frente, con una gracia viril que el otro no lograría
jamás.
–¡Claro que te acordás! –dijo Sonsoni–. Tenías muchos apodos
para mí. El lerdo. La momia. El meón.
Chasqueó la lengua y quiso acercarse a la melena, al traje, pero
su trémula voluntad no consiguió disciplinar al cuerpo, que dió
por su cuenta un paso atrás.

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El panda implacable
FABIÁN GARCÍA

–Creatividad no te faltaba –siguió–. Ni para los apodos, ni para


tus famosos castigos. Te divertía humillarme. Ni te importaba
que los maestros te vieran hacerlo. Total...eras el niño bonito y
te los guardabas a todos en el bolsillo. Una vez me quejé de tus
maltratos y me pusieron en penitencia a mí.
Hundido su pecho, indagó con sus ojos de roedor en el verdor
helado de los de Chasco, como si esperase apenas una tardía
disculpa; al instante, con un breve gruñido, protrusionó el tórax
otra vez.
–¡Claro que te acordás! –dijo–. Me hacías tomar tinta china,
pegabas machetes a mi camisa en los exámenes para que los
profesores creyeran que me copiaba, te robabas los sánguches
que preparaba mi mamá. Hasta te reías de los inconvenientes
que tu propio acoso me generaba. Y seguro que nunca te
arrepentiste de toda esa crueldad, ¿o me equivoco?
Con lentitud casi adormecida, Chasco apoyó sobre la puerta
entreabierta del auto una mano inmensa, una magnífica zarpa 51
de macho alfa con dedos musculosos y uñas como escudos, tan
brillantes como la ropa y los ojos. Sonsoni estrujó las suyas, que
tenían el tamaño de las de un púber, dentro de los bolsillos de su
campera.
–Yo no sabía defenderme entonces –continuó–. Era muy débil,
no me daban las fuerzas para plantarme. A los trece años pesaba
treinta kilos, tenía problemas digestivos, articulares… ¡qué no
tenía! Y vos abusabas de eso. Pero las cosas cambian, ¿sabés?
La mano inmensa en la puerta del Porsche adelantó los nudillos,
se contrajo como una fiera expectante. En el anular había un
anillo inmenso sobre el que se alzaba un racimo de piedras
oscuras. Sonsoni, que no vio el anillo porque había elegido mirar
de Chasco la corbata, se quitó la campera de cuerina roja y la
dejó caer a sus pies.
Debajo había una musculosa lila, tan ajustada que debía
tratarse de un talle infantil. Sobre el pecho, la prenda tenía un
estampado tosco: rezaba “Shaolín Revenge” y mostraba a un

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El panda implacable
FABIÁN GARCÍA

monje tan calvo como él mismo en el acto de dar una acrobática


patada a lo que parecía un zombi.
–Uno crece –dijo Sonsoni–. Mejora.
Alzó los brazos e hizo un doble de bíceps.
Parecía cubierto de tiras de embutidos, enrolladas a su
esqueleto como si fueran las vendas de una momia; sobre los
cilindros de carne tensa se extendían redes de venas blancuzcas,
similares a lombrices albinas. Como sus huesos eran estrechos,
frágiles, la masa muscular no lograba expandirse hacia ambos
lados del torso; no formaba, por ende, la V combaba que todo
aficionado a los fierros anhela. Se comprimía, en cambio,
sobre una estrecha sección tubular, dando la impresión de
una malformación genética, de una reconstrucción médica
o una inflamación... de cualquier cosa menos de vigor. Los
únicos en saltar la cerca eran los bíceps, que habían recibido un
tratamiento especial a base de inyecciones y se alzaban sobre
el húmero, turgentes aunque en precario equilibrio. Tenían 52
el tamaño de una teta promedio y eran, quedaba claro, muy
apreciados por Sonsoni, que los miraba como a sus hijos.
–Entrenamiento de guerra, Chasco –dijo–. Sistema Ray
Misshapen de potenciamiento extremo. Tres sesiones diarias:
una de fuerza bruta, otra de resistencia y la última, antes de
dormir, de calistenia aeróbica. Dieta a base de batidos proteicos,
súper barras Misshapen y croquetas de grillo. No es para
cualquiera, ¿sabés? Pero mirá qué resultado….
Con una de sus manos de infante alzó la musculosa. Debajo,
ordenadas en forma horizontal entre el esternón y el ombligo,
tenía dos hileras de músculos idénticos a salchichas de copetín.
–Que sorpresa, ¿no? –dijo.
Sonrió, pero al instante recordó lo inútiles que habían sido sus
años de ortodoncia y comprimió los labios.
Chasco conocía aquel gesto. Sus labios anchos se combaron otro
poco y una franja de su dentadura perfecta brilló altiva frente a
los labios de esfínter de Sonsoni. Después entrecerró los ojos,

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El panda implacable
FABIÁN GARCÍA

como si le dañara ver lo que veía, y sacudió sus bucles dorados.


Era un león magnífico, un macho obscenamente victorioso.
El cuerpo de Sonsoni retrocedió otro paso, pero al segundo la
voluntad se impuso, y con un resoplido incrementó su posición
de guardia. No podía volverse atrás, había ensayado aquel
encuentro por años.
–Eso no es todo –dijo. Su tono, de por sí poco espeso, se afinaba
segundo a segundo–. De poco sirve la fuerza sin el auxilio sabio
de la técnica. Después de años de esfuerzos, alcancé el escalafón
máximo en Kung Fu en la escuela del Bambú del Norte. Fui
Perro Doméstico primero, Cabra de Monte después, más tarde
Jabalí Intrépido. ¡Hoy, Chasco, soy Panda Implacable!
Con las ínfimas manos crispadas inició una secuencia de
aspavientos, una especie de histérico lenguaje de señas que
acompañó de gruñidos átonos y chasquidos de lengua.
–Estoy listo –dijo al detener su alharaca–. Y vine a buscarte.
Tenemos que ajustar cuentas. 53
La mano inmensa sobre la puerta del Porsche contrajo sus
dedos hasta hundir en la palma los escudos. Después se movió
en dirección a Sonsoni.
No hubo en aquel golpe belleza ni técnica, no hizo
falta… Cargaba con tanta crueldad invicta, con tanta
autocomplacencia y deleite, que podía pasar la técnica por
alto. Los que creen que podrían perder alguna vez, que alguna
vez perdieron, son los que se aferran a pautas, a métodos.
Chasco no era del grupo.
Las piedras negras del anillo se hundieron en la cara de
Sonsoni. Con nuevos y frenéticos aspavientos, el Panda
Implacable consiguió mantenerse en pie, pero un segundo
golpe, aplicado por Chasco sin esfuerzo aparente, empeoró en
forma notable la condición de sus dientes. Cayó de espaldas
sobre la vereda con la remera alzada y las dos tiras de
salchichas expuestas.
En dos pasos, Chasco estuvo encima de Sonsoni justo a la

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El panda implacable
FABIÁN GARCÍA

altura del manantial que había creado en su boca; desde su


altura suntuosa expuso al caído su excelsa dentadura. Sus
garras alisaron la ropa para librarla de improbable polvo,
con lo que las piedras del anillo gotearon sobre el caído, lo
marcaron con su propio púrpura.
–Sonsoni puto –dijo–. Diente de lata, meón.
Desde su no tan novedosa posición, Sonsoni vio a los bucles
dorados danzar contra el azul del cielo. Después oyó el cierre del
pantalón carísimo y entrevió el monstruo rosáceo; como años
atrás, cerró de inmediato los ojos, la boca destrozada.
Chasco orinaba sobre el otro en plena calle, a la vista de todos, tan
relajado como si se hallara en su propio y desmesurado baño.
De su aparato excesivo brotaba un chorro humeante, un látigo
del mismo color de sus ojos, con el que hacía dibujos sobre la
cara fruncida de Sonsoni. La oportunidad que su ex compañero
le había ofrecido lo colmaba de felicidad, lo llevaba otra vez
al amado patio del colegio. Las crueldades de la adultez 54
suelen ser distantes, abstractas...llevaba años privándose de
actividades tan gratas.
La zona era concurrida. Mucha gente vio el cuadro, pero nadie
se quejó ni intervino. Era tanta la belleza brutal de Chasco, de
pie junto a su auto inalcanzable, con sus dientes brillantes y su
dotación monstruosa, que los peatones, en el más decoroso de
los casos, fingieron observarse los zapatos o recibir llamadas,
aunque no fueron pocos los aplausos, las invitaciones.
La micción duró mucho: Chasco venía de uno de sus habituales
encuentros de negocios en los que nunca faltaban buenos
espumantes.
Vaciada la vejiga, la bestia fue reingresada no sin dificultad,
porque la humillación ajena la elongaba siempre. Chasco se
subió al Porsche y, sin mirar atrás ni a los lados, manejó hasta el
barrio amurallado en que vivía. No perdió la sonrisa en muchas
horas, ni se lavó la mano ensangrentada hasta que empezó a
oler mal.

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El panda implacable
FABIÁN GARCÍA

Sonsoni cerró los párpados con fuerza, se colocó de lado sobre


la vereda y, poco a poco, encogió el torso y las piernas hasta
hacer de su cuerpo inflamado un ovillo. Después, se llevó el
pulgar a la boca.
De su magro, escasamente ventilado aparato brotó, en
homenaje a su apodo infantil, un chorro de orina que no tuvo
la fuerza ni el olor brutal del que empapó su cara. Fue una
descarga lenta, entrecortada y clara como el agua que empapó
primero el pantalón de lino, que se había puesto para dar
patadas con comodidad, y se expandió después sobre su sangre
y el orín de Chasco. Al conjunto, que formó un círculo azafranado
en torno a sus rodillas, lo evaporó el Sol sin que él deshiciera el
ovillo. Permaneció inmóvil con los ojos cerrados y el dedo pulgar
entre los dientes hasta que la noche alejó el golpe de los pasos,
de las risas ajenas.

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Esteban Bondone, serie Azul, número 44

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Te le parecés tanto
CEZARY NOVEK

Cuando ella llegó, él fumaba acodado en la baranda del puente


Jujuy. La vio venir por el rabillo del ojo y pudo notar que traía
puesta una falda con un texto escrito con pincel. Tenía una
camiseta negra de mangas cortas que, según el ángulo, realzaba
o disimulaba el protagonismo de sus pechos. Llevaba el pelo
recogido con una media cola que exhibía la frente prolija a la vez
que enmarcaba la cara en la cascada de pelo rubio ondulado
que caía por los hombros y la espalda. Quiso mirar más, pero
prefirió disimular y hacerse el interesante fumando de perfil
hasta que ella llegara a él. Y cuando lo hizo, se paró al lado y
sonrió ladeando la cabeza un poco hacia la izquierda.
57
“Es diez veces más linda que en fotos”, pensó. En lugar de decírselo,
le preguntó por el texto de su falda. “Es Nietzsche”, dijo ella. Y como
estaba en alemán, no tuvo otra alternativa que creerle.
Mientras caminaban hacia la sala, se dio cuenta de que tenía los
ojos celestes en lugar de verdes, como había creído. “Estamos en
hora, ¿no?”, dijo ella. “Sí, y ya compré las entradas por internet,
así que pasamos directo”.
La obra se llamaba El énfasis. Era la adaptación libre de una
novela de un autor checo contemporáneo, Milosz Votul. Cuando
ella le contó eso, él dijo que hoy en día todas las obras de
teatro independiente eran versiones libres porque, si llegaban
a cometer la locura de usar el texto original, les podían caer
multas altísimas e incluso demandas. Y que por eso el público
universitario que se jactaba de haber visto obras de Harold
Pinter en realidad nunca iba a poder acceder a dichas obras a
menos que las vea representadas en Inglaterra o en algún otro
lugar en el que la libra esterlina no equivaliera a cien veces la

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Te le parecés tanto
CEZARY NOVEK

moneda del grupo intérprete. Imaginate –dijo– pagar un millón


de pesos para comprar los derechos de una obra que, como
mucho, generará dos mil de ganancias. Ella bostezó. Él cambió
de tema.
En la entrada, la chica que controlaba los nombres de la lista era
aún más linda que ella. Pálida, pelo negro carré y labios carmín
con remera a rayas blancas y negras. Apenas los vio, revisó la
lista. No encontró lo que buscaba, pero no le quitó la vista de
encima a él, como si temiera disgustarlo. Sonrió de oreja a oreja y
les dijo “Por acá, chiques, por favor”. El resto de las personas que
estaba en la fila se apartó respetuosamente y él se sorprendió
de que nadie se quejara por eso. Los sentaron en primera fila.
Luego cuchicheó algo con otra chica y los señalaron. Él se
encogió de hombros y le sonrió a ella. Qué linda era, por favor. Y
ella lo miraba embobada como si pensara lo mismo de él.
Empezó la obra. Eran cinco personajes, cuatro chicas y un varón.
Un grupo de amigos que compartían un loft supuestamente 58
para trabajar por turnos en diferentes actividades relacionadas
al arte, la moda o el diseño. Todo parecía andar de manera
más o menos armoniosa al principio, pero –de manera casual
y sin haberse puesto de acuerdo previamente– terminaban
usando el lugar como bulín y locación de sus más sucios
deseos. En algún momento, alguien se escondió y sacó fotos.
En otro momento, alguien llegó por error. Más adelante, dos
o más personajes se encontraron in fraganti y combinaron
sus fantasías. Sobre el final, hubo algo parecido a un intento
de orgía que terminó en masacre. La excusa perfecta para
que los actores se desnudaran y embadurnaran en sustancias
viscosas color rojo, marrón y amarillo. Mientras se revolcaban
por el piso acariciándose y untándose mutuamente hasta
parecer una misma masa amorfa de múltiples cabezas y
extremidades, declamaron por turnos –completando cada uno
la frase del otro en un admirable alarde de coordinación– una
suerte de manifiesto poético filosófico respecto de las virtudes

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Te le parecés tanto
CEZARY NOVEK

del poliamor y lo difuso que se vuelven las fronteras físicas


que imponen los cuerpos cuando se comulga en una sola
conciencia colectiva.
Él se revolvió en la butaca y cruzó las piernas para tratar de
disimular la manera en la obra lo había sugestionado. Ella le
puso la mano directamente en el medio y apretó. Cuando él la
miró, ella lo besó como lo haría un león que le arranca un pedazo
de carne a la presa de un solo mordisco desesperado. La obra
terminó en ese momento.
Cuando prendieron las luces, los actores se tomaron de la mano
y saludaron al público. Luego hicieron un gesto con las manos
en reverencia a él y volvieron a inclinarse. El público se puso de
pie y comenzó a aplaudir. Los actores también. No aplaudían a
los actores o al público. Lo aplaudían a él, que cruzó rápido las
piernas de nuevo. Ella también lo aplaudía.
El protagonista se acercó sonriendo –desnudo, embadurnado
en las sustancias de utilería– y lo tomó de la mano, invitándolo al 59
centro de la escena. Él la miró a ella, que le puso las manos sobre
la espalda, empujándolo suavemente en esa dirección mientras
le daba un beso y le sonreía con orgullo, luego lo aplaudió.
En el centro del escenario, las otras actrices se le acercaron –
desnudas, embadurnadas en las sustancias de utilería– y lo
besaron por turnos sin dejar de aplaudirlo. Luego lo abrazaron
entre todas. El protagonista lo señaló con las manos abiertas y
una sonrisa total, luego abrió los brazos al público. “Es un orgullo
enorme…tenerlo aquí…entre nosotros…por favor, un aplauso más
fuerte… esta función se la dedicamos a él”, dijo.
Él, aún de pie, intentaba disimular echando la cadera hacia
atrás mientras las actrices lo abrazaban y le pasaban la mano
por el pecho. Buscaba con la mirada a ella, que lo miraba desde
la primera fila mientras le dedicaba la más amplia sonrisa de
la que era capaz. El resto del público también. El técnico de
sonido prendió las luces y anunció por el micrófono: “es un
orgullo para nuestra sala. En quince años de trayectoria nunca

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Te le parecés tanto
CEZARY NOVEK

tuvimos un espectador tan ilustre… una verdadera inspiración,


no solo para la gente de teatro, sino para todos los que
trabajamos para hacer de este un mundo mejor”. El aplauso
subió. Muchos sacaron sus celulares y comenzaron a sacar
fotos, a filmar. “El dueño de la sala quiere obsequiarlos con un
vernissage improvisado con las reservas que teníamos para
celebrar nuestro aniversario ahora en diciembre. Qué tanto, es
un gusto invitarlos… Pedro, por favor…”
Las luces bajaron gradualmente hasta quedar todo en a
oscuras, con algunos conos de luz cálida en ciertos rincones.
La música del final, Sopor Aeternus, dio paso a Princess
Chelsea. Aparecieron tres empleados del elenco estable de la
sala repartiendo bocaditos mientras el tal Pedro en persona
descorchaba varias botellas de vino tinto que fue colocando
sobre una mesa que era parte del mobiliario del loft ficticio de
la adaptación libre de El énfasis. La gente del público se fue
acercando a la mesa a buscar cada uno su copa para luego 60
ir a saludarlo a él. Casi todos lo saludaron con un reverencial
beso en la boca. Las actrices no se separaban de él. Ella volvió a
acercarse. “Cuando me invitaste a salir, ni yo lo pude creer. Y aquí
estamos. Sabía que esto podría pasar”, dijo. “Pero si yo…” y ella
le interrumpió con un beso largo y lento que fue acompañado
de un aplauso discreto. Ella miró a los demás y luego hacia
la cabina “Sé que tengo que compartirlo, pero quiero ser la
primera. Supongo que no les molestará, soñé toda mi vida con
este momento”, dijo. El director de la obra, que se recortaba
a contraluz desde la cabina, asintió de manera ceremoniosa,
como muy de acuerdo con ella. Él apretó un puño, clavándose
las uñas en la palma de la mano para ver si estaba soñando,
pero todo siguió igual. Ella le puso la mano entre las piernas y
apretó mientras lo besaba. Las actrices comenzaron a besarlo
en el cuello. Sintió bocas y lenguas en sus manos, en los tobillos.
El cosquilleo general fue adormeciéndolo mientras los conos de
luces fueron afinándose muy de a poco hasta que la multitud de

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Te le parecés tanto
CEZARY NOVEK

ojos quedaron relampagueando en la oscuridad total desde la


que empezó a emerger un tenue ronroneo que terminó siendo
ensordecedor.

61

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62

Esteban Bondone, serie Azul, número 37

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Bad Omen
SERGIO MANSUR

(I)
Desde pequeño, cuando Herminia no estaba, Anselmo podía
sentir su olor, su mirada, la voz monocorde. Cuando la tenía
cerca, experimentaba la sensación de estar sobre un tobogán,
boca abajo, cabeza abajo, administrando las pocas energías que
le quedaban para mantenerse allí, quieto, evitando deslizarse
cada vez más velozmente hacia la profundidad del vacío.
En varias ocasiones había logrado eludir lo ineludible huyendo,
alejándose súbitamente para luego hundirse durante horas
en sus pensamientos. Como una manera de ir debilitando
sus impulsos, de ir lentamente silenciando los gritos de su
63
extraña naturaleza, estudiaba las formas en que ocurriría. Iba
armando un mecanismo de posibilidades, simulando diálogos,
amenazas y defensas posibles, solamente por si en algún
momento no podía evitarlo. Pensaba, sin tomar conciencia de
que ese insistente pensamiento alimentaba al más formidable
de sus monstruos, al más implacable de sus destinos. Sin
tomar conciencia de que la mejor manera de permitir que algo
verdaderamente suceda es simplemente dedicarle tiempo a
gestar los acontecimientos desde adentro, desde las débiles y
desconocidas fibras de nuestra tormentosa existencia.
Cada vez que se estremecía por ese designio, estaba frente a
él todo lo que había pronunciado durante cincuenta años de
vida, todo lo que había callado por no poder decirlo y todo lo
que había oído. Estaban las perversas bocas de los otros, las
sarmentosas y grotescas manos de los otros. Todo lo que habían
dejado de darle, lo que no había tocado y todo lo que había
detestado por tocarlo. Pero ese Lunes era distinto. Anselmo

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Bad homen
SERGIO MANSUR

se sentía definitivamente poseído por ese lejano deseo que


buscaba su objeto, como el metal frío de un arma que aguarda
la mano de un asesino. Como el vaso que espera el inevitable
camino hacia la boca de un alcohólico.
Sin saberlo, Anselmo estaba frente al comienzo y el fin de todos
sus padecimientos, el inicio y el epílogo del espiralado recorrido
que lo llevaría a encontrarse en el mismo infierno, rendido, sin
horizontes, para emprender luego el definitivo camino de la
redención, de la libertad sin límites.

(II)
Desde temprano, Herminia, con casi ochenta años y casi lo
mismo en kilos, comenzaba a moverse inquietamente en
la cama como intuyendo que el barrio ya estaba ofreciendo
algunos detalles importantes, que de perdérselos podían
transformarla en una vecina desinformada. Conocía a todos.
A nadie por nombres, sino por alguna circunstancia. Los 64
caracterizaba más o menos de la siguiente manera: la hija de,
la esposa del doctor, el doctor, la de al lado de la farmacia, el
amante de la hija de la de enfrente del carnicero, el chico que se
accidentó trabajando y que es hijo de la que es de Cáritas; y así,
como si los personajes de su mundo fueran menos relevantes
que los sucesos que, por fortuna o desgracia, tenían que vivir.
Pobre hijo mío, pobrecito, pobrecito, decía de manera frecuente.
Ya levantada, se instalaba junto al ventanal, mitad de su atención
puesta en sus trabajos de costura y la otra en la calle. Todos la
conocían. Si apenas movía la cabeza hacia abajo y cerraba por
un momento los párpados antes de retornar a la posición inicial,
significaba que simplemente había saludado, pero si inclinaba
el cuerpo hacia adelante estirando su mano derecha cerrada
hacia el vidrio del ventanal, con el dedo índice apenas separado
del resto como quien va a golpear (pero nunca golpeaba), todos
sabían que eso significaba que había disposición para el diálogo.
Había urgencia, digamos. Entonces el transeúnte se asomaba

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Bad homen
SERGIO MANSUR

y sobrevenía el segundo gesto indicando que la puerta estaba


abierta. Conversación va, conversación viene, que esto y que
aquello, mitad de su atención puesta en el interlocutor y la otra
en la calle.
Con frecuencia tenía la oportunidad de sugerir una medicación
frente a alguna dolencia de la circunstancial visita. Si no sabía
qué recomendar, proponía que se la consultara un par de horas
más tarde, dándole tiempo para acudir al teléfono y pedir a su
sobrina médica la información necesaria.
Después retornaba a sus agujas, a las de tejer y a las de coser.
A partir de lo que aprendía en TV respecto de la moda iba
modificando su ropa. Pedazo de tela aquí, pedazo por allá, color
así, color asá, iba incorporando las sugerencias siempre sobre
la misma ropa, sobre la ropa de siempre. Y como las modas
pasaban y retornaban, a veces la tarea se reducía a quitar
retazos y todo volvía a ser como entonces.
Almorzaba y dormía una siesta breve con la persiana
entreabierta. Y regresaba a su silla, a su ventanal, a su mangrullo,
como un ampayer sobre esa jugosa cancha de cemento que era
la calle. 65

(III)
Ese lunes, Anselmo, desnudo, miró su cuerpo en el espejo de
arriba abajo buscando respuestas. La soledad que lo abrazaba, el
silencio de la tarde, el tiempo zigzagueando como una serpiente
dorada comenzaban a mover por primera vez los invisibles hilos
unidos a sus extremidades.
Frotó fuertemente con su mano la parte superior del pecho
próxima a la garganta, intentando aliviar el ahogo que sentía.
Abrió la ducha y miró el reloj.

(IV)
A medida que iban pasando las horas, como la noche, a
Herminia la nostalgia le caía encima junto a los nombres de
sus parientes vivos y muertos. Los recorría de a uno. La calle se
apagaba. El rito era siempre el mismo, solo variaba el primer
nombre.

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Bad homen
SERGIO MANSUR

Excepto los domingos, con el rosario entre las manos rezaba


fundamentalmente por los muertos, los suyos y algunos ajenos,
depositarios circunstanciales de sus ruegos que incorporaba
durante la semana por comentarios. Sus muertos eran los de
todos los días, los muertos fijos. Solo los domingos llevaba su
oración a la misa de las veinte horas, con su cartera de cuando
era maestra. Pero era lunes.
Quizá venga, quizá pueda perdonarme, susurró.

(V)
Anselmo dejó el auto en una cochera a unos cuatrocientos
metros. Cuando recibió el comprobante, controló la hora y
el número de la patente impresos. Faltaban quince minutos,
tiempo suficiente para fumar un cigarrillo. Después de avanzar
unos metros, notó que a su derecha con el mismo ritmo
caminaba un pequeño perro. Estimó que tenía unos diez años
por el desgaste y color de los dientes. Era de color negro, estaba 66
bien alimentado y limpio.
Cuando se detuvo para pisar el cigarrillo, el perro aún seguía a su
lado, quieto, esperando reiniciar la marcha. Le hizo un gesto para
que se alejara. Anselmo creyó reconocer la mirada de alguien
en la mirada de ese perro, pensó que algo tenía para decirle,
para advertirle. Siempre le daba una importancia superlativa
a ese tipo de circunstancias. Con un bad omen a media voz
marcaba esos momentos. Fervientemente confiaba en que
existían poderosas y desconocidas fuerzas que se mostraban
a los ojos de los mortales de una forma encubierta, disfrazada
para no causar pánico. Ese perro era algo más que un perro, solo
debía mantener la calma para descifrar el mensaje que llevaba
consigo. Pero una vez más no supo si el significado indicaba que
debía seguir avanzando o que debía detenerse.
Siguió impulsado por esa incomprensible fuerza que produce
la misericordia. El perro se detuvo en el enrejado de entrada
a la casa de Herminia. Volvió a mirarlo y se acostó ubicando el

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Bad homen
SERGIO MANSUR

hocico sobre el piso entre sus dos patas delanteras.


Tres horas más tarde, Anselmo atravesó el pasillo lateral,
y cuando estuvo sobre la vereda cerró los ojos y respiró
profundamente. El perro aún estaba allí, en la misma posición.
Se incorporó y se acercó tanto que Anselmo pudo sentirlo
presionando su pierna, como a punto de guiar a un ciego.
Juntos, hombre y animal, tan juntos que daban la sensación de
ser solo uno, desandaron el camino hasta el auto sin cambiar
siquiera una leve mirada.

(VI)
Escuchó la sentencia en silencio, indiferente. Lo condenaron
a perpetua. Cada tanto, con el rostro desencajado, Anselmo
recuerda a su madre sangrando por decenas de pequeños
orificios. Imitando la voz y los gestos de un niño, murmura: ¿te
gustaron las agujas de tejer que te llevé de regalo, mamita
Herminia? Después se pone tenso con los ojos fijos en un rosario 67
que pende de una lámpara. ¡Vieja nazi!, dice, antes de encender
un cigarrillo.

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68

Esteban Bondone, serie Azul, número 57

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He visto un sol atornillado
a una encía
CLAUDIO ROJO CESCA

Me encanta pasar el tiempo solo en mi balconcito. Heredé hace


muchos años una reposera de mi abuela materna. La tengo
siempre en el balcón para acostarme y olvidarme de todo
mientras miro el cielo. Mi abuela era una persona muy particular.
Fue ella la que me enseñó a mirar el sol, porque al sol, decía, hay
que aprender a mirarlo, y mal hace quien lo da por sentado.
Mi abuela también me hacía ver cómo cazaba pajaritos en el
fondo de su casa. El sistema era bien sencillo: un canasto de
bicicleta puesto al revés y levantado, en uno de sus lados, por
un palo cualquiera. La altura del ángulo daba justo para que el
animal pudiese entrar sin agachar la cabeza. En el centro de la
69
trampera dejaba un puñado de migas de pan. El pájaro entraba
a buscar las migas y, cuando daba con el palito, la trampa caía
y lo encerraba en el canasto. Después, mi abuela lo dejaba ahí,
metido en la trampera, hasta que se moría deshidratado. Por lo
general, los pájaros no duraban más de dos días.
Ella me decía: vete, fijate si el bichito ya se ha muerto. Yo iba
y me fijaba. Si el pájaro estaba muerto, cavábamos un pozo y
lo enterrábamos. Con el tiempo, el fondo de la casa se llenó de
pozos. Una vez me ganó la culpa e intenté liberar un pichón que
todavía aleteaba dentro del canasto. Sacaba el pico y chillaba
pidiendo auxilio. Levanté la trampa y salió volando por encima
de la tapia. Le dije a mi abuela que el pájaro parecía muerto,
pero que, al remover la trampa, dio un saltito y emprendió la
huida. La abuela abrió la heladera, sacó un puñado de las sobras
de comida que le daba a Nataniel, el perro de la casa, y la puso
en mi plato, sobre el bife con puré. Esperó a mi lado hasta que
me comí todo. Una vez que vacié el plato, vomité todo en el piso.

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He visto un sol atornillado a una encía
CLAUDIO ROJO CESCA

Abrile a Nataniel, dijo con su voz rasposa.


El perro lamió el vómito hasta dejar una huella semitransparente
y aceitosa que mi abuela y yo limpiamos con un trapo.
También debo decir que su reposera le era muy querida. Se
acostaba y me decía: algún día vas a tener una casa que sea
tuya y, si yo no estoy viva, la reposera va a ir con vos. Y así fue
que un día fui adulto y me mudé con Rebeca, mi novia, a un
departamento con balcón, como siempre quise.
Ahora miro el sol desde aquí, acostado, lejos de la fiebre que es
la ciudad.
He mirado soles de varias clases: soles con pestañas postizas,
soles recortados por nubes, soles con un iris abierto como una
herida reluciente de fuego vivo. He visto soles con lentes oscuros
y sonrisa humana, como los que dibujaba en mi cuaderno de la
escuela. A veces el sol me saca la lengua y conversa de películas
conmigo. Me cuenta cosas, me pide que no revele nada, así que
no voy a decirlas, ni aquí ni en ningún lado. 70
También me gusta pintar los soles que veo con felpas de colores.
Amarillo para el contorno y el relleno, negro para los rasgos de
la cara. Si tiene un piercing en la nariz o en la boca, lo dibujo con
gris. Si quiero que se note mucho, le agrego líneas plateadas,
trazos veloces y descuidados para simular el destello metálico.
Porque los soles que veo tienen boca y nariz y, a veces, pelo. El
pelo todo el tiempo le crece de nuevo, porque el calor del fuego
lo quema. Otras veces le dibujo un diente de oro, como el diente
de oro de Rebeca, que me da un poco de miedo y trato de no
prestarle demasiada atención a su sonrisa.
Al comienzo, cuando Rebeca y yo empezamos a vernos, el diente
de oro era lo que más me gustaba de ella. Luego nos mudamos
juntos. Ella necesitaba saber que yo estaba bien y a salvo
durante el día. Dicen los que me conocen que es una buena idea
que alguien viva conmigo en este departamento con balcón,
donde cada tanto me deprimo y hablo solo, sentado en la cama.
Tengo amigos que me visitan cada tanto y me cuentan

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He visto un sol atornillado a una encía
CLAUDIO ROJO CESCA

historias que no me importan para nada. Yo los escucho como


si me interesara, porque es lo correcto. A veces me traen libros.
Rebeca hace de aduana en la puerta de entrada. Algunos los
hace quedar ella.
Mejor no, dice. Y los guarda en un cajón con llave.
Según ella hay libros que no me van a hacer bien. Hay amigos
que no toleran su filtro y no vuelven más. Ella los excusa: se
acordó que tenía que hacer algo importante. Yo pienso: algo
importante que no significa estar conmigo.
Ella, Rebeca, es la única que ha visto los dibujos de los soles
que yo veo. Se los muestro cuando ya tengo ocho o nueve
dibujos terminados. Se sienta en el borde de la reposera y pasa
las páginas. Las va poniendo una detrás de otra. Hace girar las
que le llaman más la atención. Miro con desagrado cuando sus
pulgares sucios dejan huellas en la superficie blanca del papel.
Son puros soles, me dice.
Otras veces me pide que le explique lo que no entiende. 71
Eso es un orzuelo, le contesté una vez. Yo también tuve un
orzuelo. Entonces, al verlo igual que yo, supe que el sol entendía
mi dolencia. Y lo dibujé así, como me hubiera dibujado a mí
mismo: el párpado hinchado con una punta de pus.
¿Y por qué no te dibujas a vos?, quiso saber.
Porque el sol es una criatura perfecta.
Un día, en lugar de dibujar al sol, hice una lista de todo lo que
veía en él. La lista quedó más o menos así:
Una nariz donde debería estar cada ojo. Los ojos dentro de
la boca. El sol abre la boca y me mira desde el fondo de su
garganta. Le pregunto por qué es así y me contesta que es para
mirar lo que se come mientras lo mastica.
Un sol vacío, con nada dentro del contorno. Al cabo de un rato
miro con más atención y descubro que hay una pequeña ciudad
incendiándose. Veo un hospital en llamas, gente escapando,
enfermeras haciendo señas desde la terraza. Nadie las ayuda.
El sol sonriente de mis dibujos infantiles. Le han crecido brazos y

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He visto un sol atornillado a una encía
CLAUDIO ROJO CESCA

manos con dedos. Los dedos están hechos de gente. La gente-


dedo parece feliz. A su vez, están disfrazados. Llevan puestas
caretas de payaso o pintadas de mimo. Uno solo, el meñique de
la mano izquierda, tiene la cara lavada y bien visible. Me intenta
decir algo, pero no logro entender.
Un lobo de fuego, vestido con camisón, acostado en una
cama muy antigua con respaldo de bronce. La habitación es
amarilla, los muebles y adornos son amarillos. El lobo se hace
el indiferente conmigo. Al rato, alguien entra a la habitación.
Es un niño. Le ofrece al lobo algo para comer. Miro con más
detenimiento y veo que la comida consiste en una cabeza
humana. Más que una cabeza, me recuerda a un globo. Tiene el
cuello rebanado y de la base le gotea sangre de color amarillo.
En medio del sol, la cara de mi abuela. Tiene la boca más grande
de lo que yo recordaba, y los ojos parecen haberse salido un
poco de las cuencas. Estoy esperando que hable. El calor es más
intenso que nunca. Siento que voy a derretirme y fundirme con 72
la reposera. Siento que todo se apagará de repente. La luz, el
tráfico, Rebeca, yo. Habrá una gran explosión y el sol será como
un carbón gigante con nada que alumbrar.

Le muestro la lista a Rebeca. La lee atenta.


¿Empeoraste la letra a propósito?, me pregunta.
Le sonrío. Dice que quiere estar conmigo toda una tarde en el
balcón, para que le cuente lo que veo. Hacemos el ensayo al día
siguiente. Ella acomoda una silla junto a la reposera. Pone una
bandeja con mate, termo y galletas. No veo nada. El sol, cuando
estoy con Rebeca, es un adoquín caliente suspendido en la
sábana de la tarde. Quiere saber si veo algo.
Sí, le miento. Digo que veo un gato queriéndose subir a las
nubes, esperando. Tiene los pelos del lomo crispados, como si
estuviera molesto.
Me gustan los gatitos, dice ella.
Ya sé, digo yo.

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He visto un sol atornillado a una encía
CLAUDIO ROJO CESCA

Durante muchos días sigo sin ver nada. El sol ha sido


reemplazado por una imitación muy evidente. Cuando dibujo,
me salen puros agujeros rojos. Agujeros rojos flotando en los
confines del papel, gente con agujeros rojos en el cuerpo,
edificios altos, sin ventanas, grafiteados y rotos. Edificios así con
agujeros rojos en las paredes rajadas a punto de desmoronarse.
Ya no tengo motivos para salir al balcón. Trato de escribir cosas
que necesito para sentirme más tranquilo. La palabra SOL
aparece en todos los renglones, una y otra vez, repetida con
distintas caligrafías. Algo enciende la luz allá afuera, en el cielo
celeste. Algo provoca sombras aquí abajo y yo no sé qué es. Le
pregunto a Rebeca si ella sabe.
El Sol, qué más va a ser, me contesta.
Pero yo sé que no puede ser verdad. El sol ha desaparecido. Lo
que hay en el cielo es un señuelo barato y mal elaborado, algo
que va a caerse en cualquier momento e incendiar nuestro
barrio, nuestro departamento, a nosotros. 73
Una noche de verano, Rebeca y yo estamos en la cama. Ella se
gira hacia mí y me acaricia la espalda. Su tacto suave es como
el alivio de un vientito de otoño. La sensación me crispa y estoy
completamente despierto y deseoso de ella. Me vuelvo para
acariciarle el pecho. Estoy sobre ella. El camisón le esconde parte
de las cicatrices que le dejó un accidente de auto hace muchos
años. Nudosas líneas de piel brillosa ascienden bajo la tela
floreada del camisón hasta la clavícula, donde se amontonan
mis besos. La piel suya y la piel mía se rozan a través de la ropa.
Rebeca entreabre la boca y veo su diente de oro iluminado
desde la raíz, latiendo, como si algo vivo retumbara y se calmara
y volviera a retumbar. Escucho una voz saliéndole desde adentro
del diente. Una voz rancia de persona vieja. La voz de mi abuela
haciendo balbucear al sol.
¿Cómo es posible que Rebeca haya metido algo tan grande
como el sol en algo tan pequeño como un diente?
La voz se atora en mi cabeza. Veo una versión diminuta de

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He visto un sol atornillado a una encía
CLAUDIO ROJO CESCA

la cara de mi abuela formarse en la superficie del diente. Me


levanto de la cama y corro hasta la cocina. Abro el último cajón
del armario, donde guardamos las herramientas. Mis manos
rebuscan en el montón de metales. Por fin encuentro lo que
necesito.
Al otro lado del departamento, Rebeca ríe como si algo le
hubiera embrujado la garganta. Ríe con la voz de mi abuela
fundida en la voz de ella. Sé que faltan muchas horas para que
amanezca, pero ¿cómo sería el brillo repentino de un sol pleno
en medio de la madrugada? ¿Alguien lo ha visto alguna vez?
¿Alguien sabe realmente qué significa abrir una boca humana y
descubrir que toda la luz puede liberarse de un solo tirón?
Regreso a la habitación y Rebeca está ahí, en la cama,
mirándome. En cualquier momento va a preguntarme qué
hago con un martillo en una mano y una llave inglesa en la otra.
En cualquier momento va a querer escaparse de mí, con el sol
atrapado en su diente. Su diente de oro lleno de luz y de las 74
cosas que veo cuando me acuesto en la reposera a mirar el cielo,
como me enseñaron cuando era chico.

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Esteban Bondone, serie Azul, número 34

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Testimonio
ALEJANDRO JALLAZA

La señora Claudina es una creyente eminentemente práctica: “Si


no creyera me quedo mirando las novelas y listo, ¿no?”.
No fue siempre creyente, pero con fervor suple las lagunas
de formación y estolidez presentes en otras creyentes,
contemporáneas a la señora Claudina.
Ella no lo oculta: “Aquí donde me ve, con esta pinta de abuelita
buena, yo era mala, estaba del lado de la maldad. Pero Dios me
rescató. Y si lo hizo por mí, que era muy mala, ¿cómo no lo va a
hacer por usted?”.
El comentario puede parecer chocante (y lo es). Por regla
general, la señora Claudina presupone que el resto del mundo
76
necesita ser salvado. Es muy difícil convencerla de lo contrario,
más bien tiende a interpretarlo como un error de juicio o
autoindulgencia; no tiene inconvenientes con hacerlo saber.
La señora Claudina, amparada por la verdadera fe, prefiere ser
sincera a ser correcta o amable con los demás.
Cuando se le pide que dé ejemplo de su anterior grado de
maldad, la señora Claudina nos deja saber con severidad que eso
no nos debería interesar, que prefiere no hurgar en esa “bolsa” e
insiste que ha cambiado.
Porque la señora Claudina, desde hace cuatro años, se dedica
con pasión y fervor a predicar la palabra, la Buena Nueva,
ininterrumpidamente junto con otros cuarenta y cinco
compañeros de su congregación.
Y sin embargo, entre toda la masa de creyentes de distintos
pelajes, la señora Claudina es motivo de interés especial, porque
la señora Claudina tuvo una experiencia de primera mano con la
Divinidad.

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Testimonio
ALEJANDRO JALLAZA

El trato para que la señora Claudina hable es no solo recibirle


la literatura de su congregación, hay que prometer leerla. La
señora Claudina asegura, con cierto dejo mesiánico, que quien
lea y (la) escuche creerá. Creer implica ser salvado. No se sabe en
qué forma.
Antes nos aclaró que su religión no es la misma del Papa,
aunque es bastante parecida. No se turba al hacernos saber que
el Papa está equivocado. Basa su preeminencia en que ella fue
real-men-te salvada por su fe. Y no tuvo que esperar a morirse,
recalca.
Por enésima vez nos asegura la señora Claudina que, cuando
termine de contarnos lo que nos contará, también nosotros nos
sentiremos compelidos a creer.
Un día de verano de muchísimo calor, en horas de la tarde,
la señora Claudina recorría un barrio poco recomendable en
compañía de dos jóvenes recientemente convertidos, uno de
ellos liberado del flagelo de las drogas, un alma tambaleante 77
aún.
Se desprende del testimonio de la señora Claudina que ese día
no pintaba bien para la prédica. Cuenta: “no había nadie en la
calle y la mayoría no nos atendía la puerta. Una maleducada
me gritó: ‘No ves que hoy termina la novela, vieja de mierda,
nadie te va a atender’. Me dio tanta, tanta bronca que mejor,
mejor que no me atendió. Así no se salva esa maleducada.
Porque la salvación no puede ser para todos”.
Evitamos polemizar mientras nos describe el modus operandi:
“Hicimos una cuadra, yo de una vereda, Analía y el chico de la
otra. Llamábamos en todas las casas. En la siguiente, la dejé a
Analía sola para que se vaya fogueando y yo fui con el chico.
Y cuando nos acercábamos a la esquina los vi y ahí supe que
iba a haber problemas.
Una barrita de diez muchachones tomando una cerveza a la
sombra de una tapia.”
Cuando interrumpimos a la señora Claudina para apuntar que

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Testimonio
ALEJANDRO JALLAZA

diez es mucha gente para una cerveza, ella contesta rápido, con
la gimnasia aprendida en las discusiones teológicas que a diario
enfrenta, “bueno, sería más de una cerveza, no las conté. Esas
son estadísticas que lleva el Maligno, ¿no?”
“Nada más verla a Analía le empezaron a gritar guarangadas,
y mire que la pobre iba de blusa y una pollera larguísima. Yo
la hice cruzar para mi vereda y los reté, les dije bien clarito lo
que les podía pasar y dónde estarían mejor que chupando y
fumando porquerías.
¡Para qué! Se la agarraron conmigo y le empezaron a gritar
“pollerudo” y esas cosas a Rodrigo, que la verdad es bastante
pollerudo.
Decidí cortar por lo sano y nos volvimos. Pero ya se habían
encorajinado, se nos vinieron detrás gritándonos y ahí lo oí
clarito decir al que traía la botella: ‘Dale, si total no hay nadie…’
Corrimos como pudimos, doblamos la esquina, pero nos
alcanzaron. Nos rodearon a mí y a Analía. Rodrigo ya estaba 78
lejos y ni lo intentaron seguir. Después dijo que corría para pedir
ayuda.
Uno la intentó manosear a Analía y le metí un carterazo, tenía
muchos números nuevos de la revistita, así que estaba pesada,
pero me la sacaron y me revolearon una cachetada que me tiró
al piso. Escuché que Analía gritaba.
Y entonces, doblando la esquina, apareció”.
La señora Claudina hace una pausa que se pretende dramática,
pero se demora demasiado. El relato queda estancado hasta que
este cronista se aviva y da el pie requerido: “¿Quién apareció?”
“Apareció Él.
Apareció Jesús. En serio le digo. En carne y hueso.
Apareció Jesús y nos salvó a las dos.
No, no hizo un milagro. ¿Qué se cree? ¿Que apareció en la cruz, se
bajó e hizo alguna magia como con los demonios o con Lázaro?”
La señora Claudina se enreda con la incredulidad del cronista.
“¿Me va a dejar que le cuente yo?

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Testimonio
ALEJANDRO JALLAZA

Apareció caminando con un bastoncito en la mano. Siempre


mirando al piso les dijo en voz baja: ‘Déjenlas’. Y escribió algo
con el bastoncito en la tierra de la calle que después borró de
un pisotón.
Yo fui la primera que me di cuenta de que era Él porque venía
con un manto rojo encarnado, pero sobre todo por la corona
de espinas en la cabeza y la barba. Así que le grité ‘Jesús, Jesús,
sálvanos’.
Los matoncitos eran de la peor gente sin fe y empezaron a
burlarse: ‘Ah, bueno, parece que se adelantó el Vía crucis’
decían. Creían que era un loco disfrazado.
Después de reírse a más no poder le dijeron que desapareciera
si no quería que le metieran la corona en el…” La señora
Claudina explicita el talante de la sugerencia. Prosigue:
“Y ahí fue que Nuestro Señor se enojó, parece, porque se sacó
despacio la túnica y la dobló con cuidado a pesar de estar
toda rotosa. Debajo llevaba el torso desnudo, un pantalón 79
largo de gimnasia y las sandalias. Pudimos verle la marca de
la lanza en el costado. También los huecos de los clavos en
las manos. Estaba flaquito, flaquito pero fibroso. ¡Noooo, no lo
mire así! ¡Qué se piensa!
El bastoncito no era un bastón, escondía un nunchaku. ¿Sabe
qué es un nunchaku? Es el arma que usaba Bruce Lee, esto
me lo dijo Rodrigo, yo ni sabía quién era Bruce Lee. Jesús hizo
un par de movimientos como de calentamiento, se persignó
(¡sí, igual que hacemos nosotros en su nombre!), movió los
brazos, las piernas, pegó un grito agudo y se puso en una
posición de combate.
Sí, como le cuento. Le digo más, hizo un gesto con los dedos
de la mano extendida invitándolos a los matoncitos a que lo
atacaran. Eso también lo hacía Bruce Lee.
Los tipos, se imagina, se le fueron al humo y Nuestro Señor los
aporreó de lo lindo, los hizo re-cagar. Se movía rapidísimo, como
si bailara. Ellos no llegaron a pegarle ni un solo golpe.

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Testimonio
ALEJANDRO JALLAZA

En menos de dos minutos estaban todos en el piso.


Y entonces uno de los matoncitos apaleados hizo sonar
un silbato. No sé cómo, no sé de dónde, pero de repente
empezaron a llegar más y más malvados. Vinieron de los cuatro
lados. Un río de gente. Con palos, cuchillos, cadenas.
Yo, la verdad un poco de miedo me dio por Él, pero Jesús
no se movió. Estaba con los brazos extendidos y las piernas
flexionadas. Cuando lo atacaron de los cuatro lados pensé ‘Zas,
hasta aquí llegó nuestra religión’... porque una tampoco es de
piedra, también tiene sus momentos de duda.
Pero nada que ver: empezó a girar como una veleta, pegando
patadas, piñas, saltando; ¡usted viera!”
La señora Claudina se entusiasma y ejecuta un par de pataditas
y golpes ejemplificadores de la batalla que está contando.
“¡Usted viera! ¡Volaban negros para todos lados! ¡Y seguían
viniendo! ¡Y más los golpeaba! Los amontonaba en dos pilas Yo
creo que a Él ni lo tocaron. Hacía unas cosas raras, se suspendía 80
en el aire y desde ahí les pegaba”.
La señora Claudina no vio Matrix, así que no puede establecer el
parecido, advierte a este cronista que la corte con interrumpir.
Más adelante nos hará saber sobre sus gustos cinematográficos,
religiosos o basadas en hechos reales.
“Cien habrán sido, le aseguro. Y a todos los hizo resonar. Cuando
paró estaban todos en el suelo, lamiéndose las heridas estaban.
Algunos lloraban, se ayudaban para retirarse, había muchos
huesos rotos y heridos por salpicadura de Su Sudor bendito,
que parecía letal. A algunos pocos se los veía de rodillas. Claro,
esos se habían dado cuenta de quién se trataba y empezaban
a convertirse. Analía, rápida como el rayo, aprovechó y les
distribuyó la literatura de nuestra congregación”.
La mencionada literatura es una hoja doblada a la mitad
impresa en offset. Eso no fue todo.
“Nuestro Señor se quedó duro, como en guardia, a lo sumo
cuatro tozudos habrán intentado golpearlo de nuevo, pero se

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Testimonio
ALEJANDRO JALLAZA

imagina que los despachó sin mirarlos”.


“Yo comencé a cantar ‘Gloria, Aleluya’ pero quedé petrificada
de terror. Porque llegaban más tipos, en moto, con pistolas
y ametralladoras. Lo rodearon y le apuntaron. Ahí también
vaciló mi Fe.
Sí, la segunda vez. Es que eran muchos. Y todos tenían armas
de fuego.
Le dijeron que se rindiera, que pusiera las manos donde
pudieran verlas.
Creí que Nuestro Señor se rendía, porque levantó las manos
muy despacio.
Pero en realidad se sacó la corona de espinas y se las arrojó,
como un boomerang.
Para mí que la manejaba con la mente, porque la corona voló
y a todos les sacó el arma, a varios les cortó el brazo o la mano,
vi a uno que se le clavó en el ojo, a la mayoría le hizo cortes en
las piernas, con lo que se vinieron abajo. También la usaba de 81
protección, la corona voladora desviaba los disparos que le
hacían.
Lo miré en ese momento a Nuestro Señor. Pobrecito, sin la
corona parecía desnudo. Hasta daba pudor verlo.
Y así terminó. La esquina estaba llena de sangre y de dedos
cortados, también. Mucha gente gritando de dolor. Nuestro
Señor volvió a calzarse la corona de espinas, se acercó a
nosotras, siempre mirando el piso y nos dijo que no tuviéramos
miedo, nos agradeció lo que hacíamos por Él y nos bendijo.
Yo caí de rodillas, como en los pesebres, y juro que casi que le
podía ver el aura en la cabeza.
Por lo general soy muy suelta de palabra, pero no supe qué
decirle. Tenía muchas cosas que pedirle, que preguntarle, que
recomendarle.
Nuestro Señor recogió su manto y, sin ponérselo, se fue
doblando por la misma esquina por la que había venido.
No nos dejó ninguna profecía, ninguna parábola.

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Testimonio
ALEJANDRO JALLAZA

¿Los choritos? Muchos se convirtieron. Están siendo


adoctrinados por Analía. Son muy útiles. Cuando salen, dan
testimonio”.
La señora Claudina se queda un momento mirando el piso,
reflexiva. Luego, sin levantar la vista, le dice a este cronista con
voz más tenue, de secreto:
“Siento que no me cree. Podría traerle a la Analía. Podría traerle
a alguno de los chicos para que les pregunte, pero tengo algo
mejor. Abra la mano”.
La señora Claudina deja caer cinco espinas de algún árbol,
largas, crueles.
“Se cayeron de la corona mientras luchaba. Las encontré de
casualidad. Son muy poderosas. Yo le recé a una que me curara
de los dolores de la cintura y funcionó. Si quiere, puedo venderle
una, no más”.

82

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83

Esteban Bondone, serie Azul, número 35

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Parkinson
SERGIO ITURBE

Me di cuenta de su enfermedad, paradójicamente, una vez


que caí en cama por una gripe, recuerdo. Me despertó de una
pesadilla provocada por la fiebre, me abrazó, y luego me dio una
bandeja de madera con café y medialunas.
Era invierno, pero el calor que sentía era insoportable. Debajo de
muchas frazadas yacía mi cuerpo sudoroso y temblequeante.
El frío, sin embargo, me atornillaba las articulaciones no bien
trataba de despegarme las sábanas.
Cuando se alejó de mí para buscar la bandeja, que había puesto
en la mesa de luz para no tirar las cosas al despertarme, noté
un leve esfuerzo de ella para lograr sostener el equilibrio. Me
84
extrañó en una persona con pulso de neurocirujano.
A partir de ese momento, todo empezó a empeorar. Llegó un
punto en el que todos sus miembros comenzaron a retraerse
sobre sí mismos, como pasa con las arañas muertas.
Su columna se arqueó como un fósforo consumido.
Su mentón se apretaba con fuerza contra el hombro derecho.
Después de que hablé con el médico, estuvimos preparados
para la más perfecta enfermedad, diseñada para destruir
progresiva y minuciosamente el sistema nervioso: temblor en
reposo, ausencia de expresión facial, marcha característica,
flexión anterior del tronco, rigidez y debilidad muscular,
incontinencia, terminando en un lento paro cardiorrespiratorio
por rigidez del músculo diafragma.
Uno a uno los síntomas fueron sucediéndose. Los espasmos de
dolor eran insoportables, y eso que sólo los escuchábamos. Los
gritos que emite una persona con esta enfermedad son muy
particulares: suenan como si alguien le estuviera tapando la

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Parkinson
SERGIO ITURBE

boca, ya que por la rigidez de los músculos faciales terminan


apretando la mandíbula, no pudiendo emitir más que sonidos
guturales bastante aleatorios.
Según el médico, estar en esa etapa de la enfermedad es como
notar la rigidez muscular originada por un susto muy grande.
Aunque de manera permanente.
El descanso, me decía, es una formalidad. No existe el descanso
para una persona con esa enfermedad, me decía. Condenada a
la vigilia. Dolor permanente.
Yo dormía en una habitación más apartada, hasta que tuve que
moverme a la del lado. Por si acaso.
En la etapa más álgida de su enfermedad, cuando ya no podía
mejorar sino en una nada sin sufrimiento, seguía durmiendo
en la cama matrimonial con mi padre. Con el tiempo, la porción
de colchón que ocupaba ella fue aceptando su ergonomía
alterada. Se podía ver, cuando la luz estaba prendida, un hueco
en la mitad de la cama, un círculo de ochenta centímetros de 85
diámetro. Un hundimiento. Ese círculo era la marca que dejaba
su cuerpo encorvado. En los alrededores de la figura se solían
ver manchas rojas o anaranjadas. Azuladas, algunas. Vómitos
y emanaciones de los medicamentos. Relajante muscular.
Mesilato de benzotropina.
Una noche, a la madrugada, el volumen de los gritos aumentó.
Me desperté y corrí a la habitación contigua. Abrí la puerta.
Mi padre, para evitar inconvenientes, había atado los brazos y
piernas de mi madre a las puntas de la cama. Para ello, se había
valido de numerosos cintos de cuero. Entré en el momento
en que mi padre eyaculaba sobre las rugosidades que dejaba
la atrofia muscular en la piel, a la altura de la rodilla medio
flexionada. Mi madre trató, inútilmente, de soltarse. Marcas de
color violáceas, degradando en rosa, en sus muñecas y tobillos.
Había un pedazo de mierda en el vértice que generaban las
piernas atadas. Una parte de la leche había caído en la mierda,
también.

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Parkinson
SERGIO ITURBE

No dije nada.
Qué iba a decir.
Al tiempo nos dimos cuenta de que estaba embarazada. Saqué la
cuenta y supe que había asistido a la concepción.
La rigidez se sostenía. Una araña muerta.
Sobre que no podía hablar, el daño neurológico empezó a actuar
sobre el razonamiento. Sonaba como una homilía. En latín.
Aunque no entendíamos, nos llegaba algo en el tono, en la
cadencia, en esa manifestación tan visceral de sufrimiento. No se
escuchaba como sufrimiento, pero sabíamos que era sufrimiento.
Mátenme, creí escuchar una vez entre balbuceos.
A veces es difícil obedecer a los padres.
Al año siguiente empezó el trabajo de parto. Optamos por sacar
al chico de la misma manera como había entrado: le atamos
los pies y las manos a cada punta de la cama. De otra manera,
la contracción muscular no hubiera dejado despejar la zona
afectada. 86
Cuando salió la cabeza, en medio de vociferaciones horrendas,
uno de los cintos que sostenía la mano derecha se rajó,
yéndose directamente hacia la cabeza del bebé. No tardaron en
romperse también las otras cintas sujetadoras.
La tarea era imposible. El bebé, mi hermano, estaba muriendo.
Ante esa situación, el médico ordenó la amputación inmediata
de los cuatro miembros. Los gritos que efectuó, cuando la sierra
eléctrica empezó a hacer su trabajo, no diferían en mucho de los
gritos a que estábamos acostumbrados. Escénicamente, eso sí,
era distinto. Algo más espectacular. Las sábanas eran blancas.
Pensamos, correctamente, que el dolor no sería
descabelladamente mayor. De hecho, el médico decía que para
una paciente con esta enfermedad, era un alivio librarse de sus
miembros, ya que la tensión hace insoportable el músculo más
chico e insignificante.
La lengua, me decía el doctor, termina corroyendo la parte
superior del paladar. Tanta es la fuerza de la contracción.

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Parkinson
SERGIO ITURBE

Sólo así pudo nacer mi hermano. Los miembros amputados de


mi madre estuvieron largas horas luego del nacimiento. Estaban
distribuidos en varias bolsas de supermercado en la cocina,
hasta que un camión de Recolección de Residuos Patógenos
pasó a buscarlas. Yo entregué la bolsa como quien le da ropa al
tintorero.Nunca más se habló del tema, aunque uno llegaba a
recordarlo cuando veía esa masa informe reposando en la cama,
arqueada como un feto, mutilada como un fiambre.
A las regurgitaciones de los medicamentos, a la mierda que se
derramaba por el pañal para adultos se les sumaban, ahora, las
frecuentes manchas de sangre coagulada que manaban de los
muñones.
Los gritos, hay que decirlo, disminuyeron a partir del momento
de las amputaciones. Una noche, escuché nuevamente un leve
elevamiento en el tono. Como siempre, me levanté a ver qué
pasaba. Para ayudar.
Corrí hacia la habitación contigua. Pude ver que mi padre seguía 87
haciendo de las suyas, aunque estaba a oscuras. La luz entraba
desde el hall de distribución. Ataduras, muñones, mierda,
sangre, leche.
Me indigné. Prendí la luz. Esta vez tenía algo que decir.
Avanzando hacia la cabecera de la cama, saqué a mi padre de
encima de mi madre, tirándolo al piso. Luego grité:

- ¡Basta, hijo de mil putas! ¿No ves que es un torso indefenso?


Mi madre, como alegrándose, frunció el gesto deforme de
su rostro hasta esbozar lo que parecía un estremecimiento.
Mientras acariciaba su húmeda frente supe que, pese a mi
interrupción, el orgasmo era inminente.
No dije nada.
Qué iba a decir.

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88

Esteban Bondone, serie Azul, número 45

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Pozo acumulado
EMILIANO SALTO

—Macarena, la resonancia muestra una masa que crece en esta


parte del cerebro, ¿ves? Eso es un carcinoma de plexo coroideo.
¿Carcinoma?
—Un tumor.
¿Un tumor?
—Sí.
—Pero yo me siento bien. Algún que otro mareo de vez en
cuando…
—Esto explica los mareos y las náuseas. Es bastante raro, la
verdad. Generalmente vemos esto en chicos muy chicos, no
en gente de tu edad. Está avanzado, pero podemos probar
89
de reducirlo con tratamiento antes de tener que ir a cirugía.
Deberíamos arrancar la quimio lo más pronto posible.
—Esto se cura, ¿no?
—Dame cinco minutos. Voy a buscar unos folletos sobre el tema
para que vayas leyendo. Mientras, si querés, podés llamar a
alguien para que te acompañe.
Lo escucharon al doctor, ¿no, amiguis? Macarena anda muy
mal. Y no solo del cuerpo. Pero bueno, por eso estoy yo acá y
ustedes viéndome en vivo desde sus casas. Por eso les pido
que colaboren. Donen lo que puedan, chiquis. Sabemos que las
enfermedades son jodidas, y con sus aportes podemos ayudar a
Macarena en este momento difícil. Vamos a estar siguiendo en
directo, desde este canal, todo lo que le pase a nuestra amiga.
Vamos a ver de todo: compras de medicamentos, el fin de una
relación y muchas cosas más. Así que busquen esos pesitos y
hagan una colaboración desde el link que está en la descripción
de este video. No se olviden de suscribirse al canal, darle me

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Pozo acumulado
EMILIANO SALTO

gusta y hacer click en la campanita para las notificaciones.


Depende de nosotros que Macarena mejore o empeore. Y
hablando de nuestra amiga, vamos a ver qué está haciendo
ahora.
¿Te sentís bien, Maca? Te veo más flaca.
— ¿Estaba más linda cuando empezamos a salir?
—Te digo en serio. ¿Estás comiendo bien?
—Dejate de joder, Santiago.
—Está bien. Mirá, esta semana paso con el flete para terminar
de sacar mis cosas del departamento. No hace falta que estés.
Te puedo dejar mi copia de la llave con la encargada cuando me
vaya. Ah, también le voy a tener que dar de baja a internet.
¿Cómo?
—Es por mi hermana. Viste que la cuenta está a su nombre.
Tiene miedo de que se le acumule deuda, ahora que no voy a
estar yo.
—Te vas y me dejás sin internet. 90
—Maca…, ahora la cosa es así. Pero podes seguir usando la
cuenta de Netflix.
Pobre Maca. Es un bajón que te dejen. Igual, Santiago tiene un
poco de razón, nuestra amiga está desmejorada. Miren esas
orejas, chiquis. Onda, ¿se acuerdan de La momia? Con el chabón
que era un cadáver y se ponía más bueno mientras más gente
comía. Maca está así, pero al revés. Saludamos a YaelYael en el
chat que nos dice “yo fui con Macarena al colegio y siempre fue
mala onda. Me da pena, pero entiendo que Santiago se la quiera
sacar de encima”. No sean malos, estamos acá para ayudar, no
para bardear. Acuérdense de donar esos pesitos. Vamos que el
contador todavía está bajo y Maca necesita ayuda. Susanafusión
nos saluda desde el trabajo y dice “no hace falta sentirse bien
verse bien. Yo estuve enferma y me arreglaba todos los días”.
Bueno, Susana, es difícil mantenerse bien en estos momentos.
De paso les comento que la semana pasada saqué un video
con diez tips para verse espectacular mientras estás saliendo de

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Pozo acumulado
EMILIANO SALTO

una relación. Lo pueden ver entrando en el canal. Y hablando


del canal, saben que no se mantiene solo. Hoy nos acompañan
los amigos de Medita Ahora. Para vos que estás del otro lado
y se te murió un familiar, estás sin trabajo o estás aburrido, no
te preocupes. Entrá a meditarahora.com y arrancá el plan de
165 clases online. Maestros de todos lados te están esperando
para enseñarte a respirar. Medita Ahora y que el resto se prenda
fuego. Volvamos con Maca, ¿eh? Miren ese cuerpo, se puso
medio gris. El pelo: le aparecieron unos lamparones bárbaros en
la cabeza. ¡Uy! Banquen que está en la farmacia.
—No reconoce la receta.
— ¿Cómo no? El tratamiento está cubierto al cien por la obra
social. Me fijé.
—Pasa esto a veces. Puede ser porque el medicamento que te
dieron es nuevo, más caro. Se hacen los vivos.
¿Cuánto sale sin la cobertura?
—Es carito. Te queda a diez mil. 91
—No tengo esa guita.
—Mirá, podés ir a quejarte, hacer un reclamo en Servicios
de Salud. Eso lleva tiempo, igual. No sé. Capaz que con las
donaciones de Youtube llegás.
¿Qué donaciones?
¡Diez mil! Gente, no estamos ni cerca de ese número. Pónganse
las pilas con las donaciones. Vamos que no es solo por Maca.
Miren lo que es el hermano. Tiene cara de buen tipo, ¿no? No
lo vamos a dejar sin familia. Revuelvan todos los cajones, den
vuelta los bolsillos de las camperas y manden unos pesos, que
los medicamentos de Maca no se pagan solos. Y hablando de
pagar cosas, este canal tampoco se paga solo: saludamos a los
amigos de Crossfit Life, el centro de perfeccionamiento físico
que ya cuenta con más de veinte sucursales en todo el país.
Empezá a correr por la ciudad si no podes correr de la gente que
vive en tu cabeza, da vuelta neumáticos de camiones antes que
dar vuelta de una trompada al primero que te mira mal, levanta

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Pozo acumulado
EMILIANO SALTO

bolsas de arena antes de levantar la ansiedad galopante que


tenes. Entrá a crossfitlife.com, poné el código que aparece en la
descripción de este video y tenés veinte por ciento de descuento
en tu primer mes de entrenamiento.
—Calmate, calmate. Tranquilo.
¿Qué cáncer tenés? ¿Cómo se llama?
—No me acuerdo bien. De cerebro. Un tumor de cerebro.
¿Te dieron los estudios? ¿Las radiografías? Mostrame.
—No los tengo.
¿Cómo no? Te tienen que dar los estudios. Quiero ver. Los vamos
a buscar ya.
—Calmate, me los dieron, pero no los ando cargando.
¿De cuánto estás?
—¿Cómo?
—El cáncer, boluda. ¿Qué tamaño tiene?
—Parece que está avanzado, pero dicen que tengo una chance
si empiezo rápido el tratamiento. 92
—Bueno, entonces no es tan malo.
¿Te parece?
—Sí, sí. Vos no te preocupes, ahora los tratamientos son mejores
que antes. La gente vive un montón con cáncer, y se recupera.
Como el hijo de la amiga de mamá, ¿te acordás? Venía a casa a
jugar cuando éramos chicos.
—Ese pibe tenía alopecia, no cáncer.
¿El hijo de la amiga de mamá? ¿Tenía alopecia?
—Sí.
—Qué hijo de puta. Y yo que lo trataba re bien. Bueno, no
importa. Vos vas a zafar.
—Claro.
Eso es un hermano, chiquis. Aprendan. ¿Y cómo vamos
nosotros? ¿500 pesos? ¿Eso es lo que juntamos? Qué mal te veo,
Maca, qué mal te veo. ElMétodo comenta en el chat: “yo hice
un curso con esta piba y se notaba que le costaba. Es una pena
lo que le pasa, pero todos nos hacemos desde abajo laburando

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Pozo acumulado
EMILIANO SALTO

y poniéndole ganas. Yo no le pedí nada a nadie”. Marianavivi


responde: “todos necesitamos ayuda de vez en cuando, y se ve
que se quieren con el hermano”. Gracias Mari por tu comentario
y gracias por la donación de cincuenta pesos. Juanko se suma
y dice: “lo banco al hermano, me cae bien. Espero que la piba
mejore, por él”. Juanko colabora con cien pesos. Muchas gracias,
chiquis. Vamos que poquito a poco estamos remontando. ¡Ah!
Les tengo unos anuncitos: por unas semanas no va a haber vivo.
Igual, no se preocupen, voy a subir algunos rankings y cositas al
canal.

***

¡Chiquis! Me desaparecí un rato. Necesitaba comprar equipos


nuevos; luces, cámaras y tal. Por eso no estuve subiendo videos
al canal. En unos días me voy a estar mudando de estudio
definitivamente, así que vamos a tener otro break, pero por 93
ahora, veamos en qué anda Maca. No hay mucho acumulado en
el pozo, pero todavía tenemos tiempo. Atentos, atentos, chiquis,
parece que tenemos charla con el hermano. Nos encanta, ¿no?
Él da para un spin off.
—No te pongas triste. Ya lo estoy aceptando.
—No tenés que aceptar una mierda. Todavía queda tiempo.
—Sé lo que me pasa. Me pueden decir otra cosa, pero yo sé lo
que me pasa.
—Podés durar. Un año… o más.
¿Un año así?
—Yo te voy a acompañar. No vas a estar sola.
—Ya sé, pero me acuerdo de la abuela, de lo que tardó en
morirse. No me gusta eso. Y no me quiero morir, pero me
tengo que preparar. Escuchame, yo estuve haciendo los
trámites de papá. Los papeles y las indicaciones están en mi
pieza, en el primer cajón de la cómoda.
—Pará un poco, Maca.

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Pozo acumulado
EMILIANO SALTO

—Mirá, si me muero va a ser todo un quilombo, y el pa no se


puede encargar de nada, ¿entendés?
—Sí…
—¡Ey!
—¿Qué?
—Sos lo más, y te quiero un montón.
¡Ufff! Durísimo, ¿no? Vamos, chiquis. Si eso no les llegó, no tienen
alma. Si parece sacada de una peli. ¡Y las donaciones están
llegando! ¡Cómo pegó esta escena! Gracias a ustedes el contador
está subiendo y nos acercamos a la meta para colaborar con
el tratamiento de Maca. Y yo me preparo para la mudanza. La
próxima vez que nos veamos ya voy a estar en estudio nuevo.
Besitos, mis hermosos.

***

Los extrañé un montón, chiquis. Muchísimas gracias a todos los 94


que mandaron buena onda y energía por las redes. Ya estamos
en estudio nuevo, y miren lo que es. Mucho más grande y lleno
de luces. Les dije a los chicos de producción que esta nueva
etapa del canal tiene que brillar. ¿Y nosotros? ¿Vamos a brillar
con Maca? Pocas donaciones mientras no estuve, ¿no? No sé si
tenemos tiempo ya. A ver.
—Pobrecita. Debe haber sido linda antes. ¿El de la sala de
espera es el novio?
—El hermano. Un amor el chico. Todos los días, desde que la piba
está así, pasa por enfermería y nos deja medialunas, alfajores. Un
amor.
—Qué pena. Y tener que bancarse esto de tan joven. Es lo que
siempre le digo a la doctora, dejarlos así es lo peor. ¿Para qué les
vas a inducir un coma? Si ya está, con esta piba no hay nada que
hacer. Va a empeorar, la familia la va a pasar mal, nosotras vamos
a seguir controlando todo, lavando y cambiando las sábanas, ¿y
para qué?

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Pozo acumulado
EMILIANO SALTO

—La verdad, no sé. ¿Ya terminás el turno?


—En media hora. Estoy destruida.
¿Salen a algún lado con el otro?
—No. Capaz mañana. Hoy llego a casa y me pongo a meditar
un rato.
¿Cómo?
—No te conté. Empecé un curso online.
Upa…, parece que llegamos tarde. Todavía nos falta bastante
para llegar a la meta y no creo que Maca salga de esa cama.
Pero bueno, no nos tiremos abajo, lindos. Hay gente que vive
y hay gente que no. Pobre el hermano de nuestra amiga, va a
tener unos meses jodidos. Por suerte nos acaban de llegar unas
cajas de ginebra de los amigos de Guanma, nuevos sponsors del
canal. Y ahora mismo le vamos a mandar una caja al hermano
de Maca. En unos meses lo podremos seguir a él. ¿Qué le vamos
a hacer? Se consigue lo que se puede, no lo que se quiere, y
lo que puedo ahora es terminar el vivo. Les agradezco que me 95
hayan acompañado y que sigan bancando esta comunidad
megusteando todo y compartiendo los videos. Por ahora les
mando besos y abrazos. Chau, chau.

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96

Esteban Bondone, serie Azul, número 38

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Sobre les autores

DANIEL TEOBALDI
(Córdoba, 1962). Doctor en Letras Modernas, profesor
universitario y escritor. Sus trabajos de investigación
fueron publicados en medios académicos nacionales
e internacionales. Publicó el poemario Ser en la Luz
(2005); los libros de cuentos Los oficios inciertos
(2000), La otra mirada (2007), Escrito en el aire (2008),
El hilo del viento (2019) y La vacilación (2020). Además,
es autor de las novelas Un lento crepúsculo (2005), El
final de la noche (2010), El testigo impenitente (2012),
La sombra del adiós (2014) y El fulgor de la niebla
(2014). Participó de varias antologías, como Somos
memoria y Territorio negro. Cuentos bajo sospecha I
(2015) y II (2016).

JUAN JOSÉ BURZI 97


(Lanús, Provincia de Buenos Aires, 1976) Publicó los
libros de cuentos Un dios demasiado pequeño (2009,
3er Premio Municipal), Sueños del hombre elefante
(2012), “Los deseantes” (2015), “Mundos oscuros” (2016,
2do Premio Municipal), y “Shibari” (2018). La mirada
en las sombras (2019, 1er Premio Municipal) es un
libro de ensayos sobre la vida y obra del pintor italiano
Caravaggio. En el campo de la literatura infantil, publicó:
Miedo a la oscuridad (2007) y Tres deseos (2019)
Es director de la revista de opinión literaria Los
Asesinos Timidos ( www.losasesinostimidos.com.ar) y
además dirige el sello Zona Borde.
Profesor Nacional de Inglés, también ha traducido a
clásicos como H.P.Lovecraft, G.K.Cherteston y Henry
James, entre otros.

CELSO LUNGHI
(Pehuajó, 1988). Estudió Letras en la UBA. En
2013, publicó Me verás volver, su primera novela,
ganadora de la segunda edición del Premio Nueva
Novela del diario Página/12. En 2015 participó de
las colecciones Mala sangre y Entre dientes y de la
antología de novela Beso Negro, las tres en el marco
de la colección Pelos de Punta. En 2016 publicó Seis
Buitres, su segunda novela, por La Otra Gemela.

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FLOR CANOSA
(Buenos Aires, 1978) es guionista y montajista de cine
y TV, egresada de la ENERC en ambas especialidades.
Hace 20 años se desempeña como Jefa de trabajos
prácticos en el CePIA (Centro de Producción
e Investigación Audiovisual) de la Facultad de
Ciencias Sociales (UBA). Ganó el Premio X de Novela
Contemporánea 2015 de Editorial El Cuervo (Bolivia)
y Suburbano (EEUU) con su primera novela Lolas y
luego publicó tres más: Bolas (2017, Editorial Zona
Borde), Pulpa (2019) y Los accidentes geográficos
(2021), éstas dos últimas con editorial Obloshka. Sus
cuentos y poesías han formado parte de antologías
de Argentina, Uruguay, España y EEUU, como parte
de libros y en diarios, revistas y sitios web. Como
guionista, trabaja con la productora Navajo Films
para proyectos de cine y TV para cadenas como Star,
Amazon y HBO. También para Canal Encuentro,
TV Pública y organismos como ONU, junto a otras
productoras. Además, escribe cómics, hace radio, lee
compulsivamente y navega en las redes.

NELSON SPECCHIA
(Las Breñas, Chaco, 1964) Vivió en Santiago de 98
Chile, Buenos Aires, Estados Unidos y Barcelona, y
actualmente reside en Córdoba. Alterna la creación
de ficciones con la cátedra universitaria y las
columnas en los periódicos. Entre otras distinciones
recibió el Premio Internacional Max Aub de literatura
por “La cena de Electra” (Valencia, 2015); el Julio
Cortázar de cuento (La Habana, 2020); la mención de
honor en el Ricardo Rojas (Buenos Aires, 2021); y el
Jerónimo Luis de Cabrera por el conjunto de su obra.
Es autor de la novela “Giuseppe” (Barcelona, 2001),
de los cuentos de “Cómo un vaso sin whisky entre
las manos” (Buenos Aires, 2021), de nueve títulos en
poesía publicados en América y Europa, y de una
obra ensayística en política internacional de dos
docenas de volúmenes.

DEBRET VIANA
(Buenos Aires, 1981) Escritor y librero. Estudió Letras y
Artes Combinadas en UBA y Bellas Artes en el Museo
de Bellas Artes. Publicó el libro de relatos Menos (Edit.
Minúscula, 2010), la nouvelle Otro, la novela Deslinde
(Hojas del Sur, 2019) y el poemario Últimas pasiones
preapocalípticas (Hojas del Sur, 2020).
Autor del blog https://fictofilia.wordpress.com/

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FABIÁN GARCÍA
(Buenos Aires, 1973) Vive en Ramos Mejía. Publicó los
libros de cuentos La lengua de los geckos (Muerde
Muertos, 2019) y No juegues con eso (Miércoles 14,
2021). Forma parte de las antologías de cuentos de la
revista La Balandra y el ciclo Vivos de Miedo, ambas
del 2020.

CEZARY NOVEK
(La Paz, Entre Ríos, 1982). Docente y periodista
cultural. Coautor de El vaso ruso. Verdad, compromiso
y batahola (Postales japonesas, 2010) y Letra muerta.
Una novela en la argentina postapocalíptica (Llanto
de Mudo, Fan, 2012). Autor de Ropa Sucia (2011),
Comidos (2014, La Sofía cartonera, UNC), Los colores
que no vemos (2015, Colección Leer es Futuro,
Ministerio de Cultura Presidencia de la Nación), La
configuración del silencio (Contamusa, 2018; Color
Ciego Ediciones, 2019; Austrobórea Editores, Chile,
2019; Yammal Contenidos, 2022), Cada día es un
pájaro que se muere (Color Ciego Ediciones, 2019),
Alguien te busca (Yammal Contenidos, 2021) y El
veneno siempre está al final (Zona Borde, 2021).
Participó de las antologías Mala sangre (Colección
Pelos de Punta, 2015), Muertos (de amor y de miedo) 99
(Ediciones de la Terraza, 2016), Literatura barata
y discos de goma (Color Ciego Ediciones, 2017),
Mare Monstrum (Austrobórea, Chile, 2017), El foso.
Historias desde el abismo (Austrobórea, Chile, 2018),
Espeluznante (Postales Japonesas, 2020), Peralta
Ramos/Berni.Socios del desorden (Lafarium, 2020) y
Ray Bradbury, El hombre centenario (Catalpa, 2020).
Colabora con los diarios Hoy Día Córdoba y Marcha
Noticias, entre otros.
Mail: cezarynovek@gmail.com
FB/Twitter/Instagram: Cezary Novek

SERGIO MANSUR
(Reconquista, 1967) Ingeniero, docente, investigador.
Editor y autor de publicaciones técnicas y literarias.
Recibió algunos premios. Integrante del Círculo de la
Serpiente. Vive en Mendiolaza, Córdoba.

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CLAUDIO ROJO CESCA
(Santiago del Estero, 1984) Publicó los poemarios
Fotos de mi chonga desnuda dentro de una nave
espacial (Larvas Marcianas, 2015), Horas que pasé
dentro del frasco antes de la mutación (Minibús,
2016) y Sombra Kamikaze (2018); y los libros de relatos
Viñetas del insomnio no resuelto (Ministerio de
Cultura de la Nación, Colección es futuro, 2015) y El
montaje obsceno (Nudista, 2018). En 2015 co-fundó
la editorial Larvas Marcianas. Actualmente forma
parte de Chernobyl Ediciones y lleva adelante el sello
editorial El Dedo de Pumpido.

ALEJANDRO JALLAZA
(Córdoba, 1970). Ingeniero en Sistemas. Es integrante
del Círculo de la Serpiente. En 2016, su texto Cuento
con gata ganó una Mención en la Tercera Edición del
Concurso de Narrativa Microrrelatos.

SERGIO A. ITURBE
(Córdoba, 1984) Corrector, traductor, asesor teórico y
escritor. Estudió Letras Modernas en la Universidad 100
Nacional de Córdoba y actualmente se dedica a
asesorar a tesistas de posgrado. Publicó en diversas
antologías de Córdoba, Chile y Buenos Aires,
además de participar en diversos medios gráficos.
Dirige la Editorial Hielo Nueve y la empresa Córdoba
Correcciones.

EMILIANO SALTO
(Neuquén, 1987) Estudió Letras Modernas en la
UNC. Es docente. Participó de las antologías de
cuentos Entre Dientes (La otra gemela, 2015);
Muertos (de amor y de miedo) (Ediciones La terraza,
2016); Sonda cartonera (Larvas Marcianas, 2017)
Publicó el libro de relatos No todo cierra (Llanto
de mudo, 2014) y la novela corta de ciencia ficción
PreFab (Borde Perdido Editora, 2019). Fue premiado
en los certámenes Manuel de Falla, Certamen
General Cabrera y en el concurso Cuentos a la calle,
organizado por Una brecha.

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Lispector
Los pogromos de las tierras de Oriente
dibujaron el incierto marítimo
hacia el Sur: América, hacia el Poniente
de tapires, leones y el legítimo
uso de la palabra sin barreras;
el Brasil fue el puerto y lecho amarillo
del papel, sillón, tinta y cigarrillo
para un texto sin cauce ni fronteras.
Blancas cuentas contando la garganta,
ónix la pupila, entre hereje y santa,
tanto calla como proclama y dice
del cuento su cábala y algoritmo,
del verso su densidad y su ritmo.
Todo fluye entre sus dedos, Clarice.

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