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Año I – Número 1
Primavera-Verano 2021-2022
Director:
Nelson Specchia - nelson.specchia@gmail.com
Secretario de redacción:
Cezary Novek - cezarynovek@gmail.com
Diseño editorial:
Gustavo Figueroa-Oroná - gustavodario.f@gmail.com
Diseño blog:
Matías Castro Sahilices - matcast@gmail.com
Corrección:
Sergio A. Iturbe - cordobacorrecciones@gmail.com
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ISSN: 2796-9274
Registro DNDA: RL-2022-26816136-APN-DNDA#MJ
©2021 - 2022
CLARICE - NÚMERO 1 – PRIMAVERA-VERANO 2021-2022
SUMARIO
1 Daniel Teobaldi
La omisión
2 Juan José Burzi
Como gotas de polen
3 Celso Lunghi
Líder
4 Flor Canosa
Fagia
5 Nelson Specchia
Sábanas húmedas
6 Debret Viana
Una ficción infecciosa
7 Fabián García
El panda implacable
8 Cezary Novek
Te le parecés tanto
9 Sergio Mansur
Bad Omen
10 Claudio Rojo Cesca
He visto un sol atornillado a una encía
11 Alejandro Jallaza
Testimonio
12 Sergio Iturbe
Parkinson
13 Emiliano Salto
Pozo acumulado
N. S. 6
Diciembre de 2021
Cezary Novek
El aroma del café me despertó.
Santisa sacó del rescoldo dos panes. Partió uno y lo dejó junto al
jarro que puso sobre la mesa.
Después, vino con un recipiente en cuyo interior había vellones
de lana recién lavados. Empezó a hilar lana.
Mientras, me senté a tomar mi desayuno.
El silencio era una presencia entre ella y yo. No me atrevía a
quebrarlo.
El viento se había calmado. Esa fue la excusa para preguntar
a Santisa.
-Santisa, ¿tiene hijos?
La vieja, sin apartar la mirada de lo que estaba haciendo, me
contestó: 15
-Tengo muchos hijos, ¿sabe? Usted es uno. No son de mi sangre,
pero la sangre verdadera corre por las entrañas de la tierra. Y
todos venimos de la tierra y a ella volveremos, para que otros
nazcan y el ciclo no se acabe. Por eso la tierra me ha dado en
custodia muchos hijos que ahora andan dispersos por ahí, por
donde deben estar.
Cuando terminó, levantó los ojos y me dijo:
-¿Vio lo que le dije anoche? Hoy ni se iba a acordar del dolor.
Lo dijo señalando mi mano, que, en ese momento, estaba
tomando el asa del jarro cargado con café.
Como si nada me hubiera ocurrido.
El dolor es solamente un recuerdo.
Rosario me dijo que la luna era el espejo del sol. Estaba ahí para
que los hombres no nos olvidáramos del sol.
La memoria del hombre es pequeña, me dijo Rosario. Por eso
tenemos que recordar todas estas cosas.
¿Por qué murió Diego?, le pregunté.
Los ojos de Rosario parecieron iluminarse.
El Viento se distrajo, me respondió.
Lo dijo como quien desliza un aserto natural.
Fue hasta el arroyo.
En la orilla, se quedó mirando unos árboles que había al otro lado.
Entre todos se destacaba un alto y poderoso aguaribay.
Detrás del aguaribay se escondía un sol que buscaba inundar
todo con su luz.
Dejó que el sonido leve del agua, castañeteando entre las
piedras, desplazara su propio silencio.
Dejó que el arroyo entrara en su silencio.
Dejó que el agua fresca fuera parte de él.
Había cerrado los ojos.
Dejó que el sol lo iluminara por dentro.
Lo bueno fue que los cuatro íbamos a escuelas distintas y que, por
suerte, no nos volvimos a cruzar. Físicamente, digo, porque, en las
ciudades chicas, de una manera u otra, cruzarse es inevitable.
—¿Y Daniel?
—¿Y Gerónimo?
—¿Y Gonzalo?
—Me pareció verlo en.
—Estaba con.
—Me comentaron que.
A mí, sinceramente, que de Gerónimo y Daniel no me interesaba
mucho lo que tuvieran para contarme, pero Gustavo me tenía
intrigadísimo. Desde el primer minuto me había parecido
una persona inquietante y quizás eso era lo que me impedía
acercarme a él. Era parco y distante. Y usaba unos términos que
nos dejaban helados: derrochaba, en su discurso, una madurez
que nos descolocaba.
Me acuerdo que esa mañana me había levantado temprano a 28
estudiar. Era mi tercer año en Capital, me había anotado en una
carrera que a los dos meses de cursada me había dado cuenta
que odiaba y no me animaba a decirle a mis viejos que me
quería cambiar, no había logrado hacer amigos y, encima, no
me había traído ninguno de Junín. Desayunaba con el televisor
de fondo y la foto de Gustavo en la pantalla me obligó a subir el
volumen. Era imposible. Gustavo no podía haber hecho eso. O,
en realidad, sí. Eso era lo trágico. Que, en realidad, sí.
Mi reacción inmediata fue rastrear en Face a Gerónimo y a
Daniel y estuve a punto de mandarles una solicitud de amistad,
pero me frené a tiempo. Hubo algo, mejor dicho (no podría
especificar qué), que me frenó a tiempo. ¿Hice bien? ¿Hice mal?
¿Es tarde para localizarlos? ¿Ellos se habrán contactado y me
habrán excluido? ¿Chatearán con regularidad? ¿Habrán arribado
a la misma conclusión que yo? Esas preguntas todavía me
persiguen.
La poca información que pude rastrear acerca de ellos fue a
partir de las dos o tres fotos que cada uno tiene visibles y de
lo que me han transmitido personas en común. Daniel duró
dos semestres en La Plata y, en la facultad, conoció a un chico
de Bahía, donde se radicaron y él trabaja de administrativo
y Gerónimo se fue a Capital, se puso de novio con una chica,
tuvieron un nene y, a los tres meses, se separaron y él se fue para
Córdoba y no lo vio más.
Me ahorro las consideraciones que se tomaron la libertad de
formular con respecto a ellos quienes me brindaron estos datos.
En cuanto a mí, a las dos semanas de haber escuchado la
noticia, me tomé un micro a Junín, resignado a que es mi
lugar en el mundo, y casi estoy en condiciones de afirmar que,
si ninguno de los tres hizo el esfuerzo por retomar el diálogo
con los otros (aunque, en mi paranoia, me pregunte si ellos se
comunicarán), es porque pretendemos ignorar que, con sus
actos, Gustavo nos estaba interpelando directamente a nosotros.
Los tres (arriesgo) sabemos que reclutó a esas setenta y cuatro 29
personas rumbo a la Patagonia y que formó esa comunidad y
que las convenció de ingerir cianuro para demostrarnos que
podía ser líder.
1.
Extraño mucho a mamá, aunque ya hayan pasado varios años.
Aguantó lo justo y necesario para darme una mejor vida y
dejarme listo para comenzar mi supervivencia.
2.
Papá vino de sorpresa el otro día. Muy poco quedaba de él. Dejó
el carrito en la puerta y reptó sobre su pecho abierto. Quería
que lo ayudase a vivir un poco más, que le regalara mi pierna,
la que menos me gustara. Pero mamá ya me había advertido
de que esto podía suceder. No logró alcanzarme. Se movía con 32
los deltoides, pues ya se había comido los brazos hasta encima
del músculo braquial. No es el primero que trata de comerme:
un primo intentó emboscarme una noche, no previendo que
estoy entero, que soy sano y rápido. Nunca hubiese perseguido
a nadie de mi árbol genealógico, pero cuando lo intentan y los
venzo, no dudo en convertirlos en provisiones. He leído que
existían árboles de verdad, que daban frutos, que podíamos
alimentarnos.
Mentiras.
La única certeza que tengo es que nadie puede confiarse. No
aporto nada nuevo diciendo que ir a trabajar es un deporte
de riesgo, que nunca se sabe si volveremos enteros, pero la
costumbre nos ha vuelto mansos y alertas.
3.
Papá no es tan tierno ni tan fresco como lo era mamá, pero así
son las cuestiones de la genética y creo encontrar ahora en los
4.
Yo he salido a cazar a unos sobrinos que he descubierto
acechando a Mirko, creo que pronto los atraparé y con su carne
viviremos algunos meses. Intento emboscarlos, pero no es
sencillo. Son jóvenes y rápidos. Pero sé que mi experiencia puede
más.
5.
No fue fácil despedirme de Mirna, pero Mirko ya es casi
un hombre y su turno ha comenzado. Con el tiempo he
desarrollado la capacidad de alimentarme con lo mínimo
indispensable: bebiendo mi propia orina hay días en que no
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necesito engullir nada sólido, y con eso puedo proveer a mi hijo
lo que necesita.
También le estoy enseñando a cazar y a defenderse. Los
parientes no son tantos, pero de vez en cuando aparecen a
buscarnos. Lo codician a él, que luce más saludable, que está
entero, a excepción de la falange que le comió una tía en un
descuido. Le enseñé a contener la respiración para oír el sonido
de las tripas del enemigo, a identificar qué nivel de mutilación
tiene nuestro perseguidor pero, sobre todo, a mantener las
presas vivas y sanas hasta el último bocado.
6.
Mirko la trajo a casa y me la presentó. Ella se agachó para
saludarme. Se llama Muriel y está completa. La revisé y no le falta
ni un dedo del pie. Su numerosa familia ha colaborado para que
los más pequeños tengan un crecimiento similar al de mi hijo.
Muriel es, además, una excelente cazadora, veloz e inteligente.
7.
Ayer Mirko me dijo que sería abuelo, que creen que será una
niña. Finalmente, llegó mi turno. Tendré que hablarle de
empanadas de queso, de pollo, de choclo. Tendrá que aprender
a no soñarme.
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aislado de estos dos reyes terribles, que desde el fondo del mar
y desde su superficie imponen sus caprichos.
Rosalía intenta que siempre un tronco grueso arda en el
hornillo central de la cocina. Se lo enseñó su madre, en un
aparato parecido a este que ella tiene en su casa, aunque más
modesto y antiguo.
La cocina de Rosalía tiene cuatro hornallas, con tres círculos de
acero cada una; un horno seco donde cocina el pan, y a veces
algún asado. Y hasta tiene un serpentín que rodea el hornillo, y
que permite tener agua caliente. Esa es una novedad tremenda
respecto de la casa de su madre, donde siempre las mujeres
lavaron todo con ese agua helada que quema las palmas de las
manos hasta dejarlas en un solo callo rojizo, insensible y duro.
Su madre le advirtió contra los caprichos de la Huenchula,
que suele cebarse en las mujeres más que su marido, el gran
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Millalobo. Éste se queda a veces con algunos hombres, que
no regresan a tierra tras la faena de la pesca, porque el barco
fantasma, El Caleuche, los embistió en medio de la neblina; o una
ola súbita envolvió sus botes y los llevó hacia el trono del Millalobo.
La Huenchula también arma olas, pero es más común encontrarla
en las ráfagas de viento con agua, cuando las mujeres están
cortando la leña, recogiendo las papas de los surcos arenosos, o
trayendo las cestas de verduras desde las huertas.
Cuando el viento es desapacible, Rosalía se queda cerca de la
cocina, intenta no salir de su casa. Su madre le contó que las
malas artes traicioneras de la Huenchula vienen desde muy
antiguo, desde que las dos serpientes lucharon: la Trentren Vilu,
que era la madre de las montañas y de los volcanes, se enzarzó
en una lucha a muerte con la Caicai Vilu, la madre de todas las
aguas del mundo. Y ambas titanes, golpeándose y forcejeando,
armaron la marejada más grande que hubo: la tierra se movió
Desvío
Despertar otra vez a mitad de la noche después de un sueño
extraño para ya no poder dormir. Sentarme en la cama para
tratar de escribirlo e ir notando, mientras las palabras no
aparecen, que lo pensable de ese sueño era muy poco y el resto
(allí donde puedo hacer pie) se desmorona.
La ficción penitente
Es una dolencia a la que me acostumbré. Cada vez que quiero
relatar algo que vi o me pasó, me saltan a la cara abismos,
grietas, agujeros entre las secuencias del evento que no puedo
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suplir salvo falsificando sucesos y detalles circunstanciales.
Pronto, la cosa que quiero decir, en el mismo gesto de decirla, se
me vuelve ficción. Si yo tratara de sostener una lealtad estricta
a “lo que realmente pasó” estaría condenado al balbuceo, a
la errancia, al soliloquio ininteligible. Suelo pensar que quien
produce ficción no es ya alguien en posesión de un don o de
una vocación: es la constancia del fracaso permanente de
reponer lo real.
Reincidencia
Trato –con mucho esfuerzo– de registrar algo. Me entristece
(y fascina) el hecho de que, al despertar, el sueño me parecía
comunicable, pero en el momento en que quise explicármelo
(cuando me pregunté: ¿qué fue lo que pasó?) salieron a mi
encuentro lagunas que no pude resolver, y mucho más de la
mitad del sueño se me hizo irrecuperable. La otra mitad (o
poco menos) se volvió elusiva, pantanosa, entrevista a través
Detalles verosimilizantes
Me siento en la cama. No prendo la luz. Ágata duerme y no
quiero despertarla otra vez, como en el sueño. Modigliani,
cuando ve que me despierto, se acerca y se viene a acostar sobre
mis piernas. Se acurruca y se queda ahí mientras escribo esto.
Hasta que estornudo y se va. Lo oigo dar un leve maullido de
reproche desde el pasillo. En algún punto, vuelve.
Me siento en la cama, escribo: despertar otra vez a mitad de la
noche después de un sueño extraño para ya no poder dormir.
Escribo: otra vez un sueño dentro de otro. Sueño una cosa y
despierto falsamente a otro sueño (que ya no considero sueño
sino territorio despierto). Y lo más terrible del caso es que en este
segundo sueño tengo plena conciencia del sueño anterior. A ver.
Algo así. 43
Algo así
El primer sueño es de orden fantástico. La mayor parte la
olvidé. Resta su influjo. Lo que más o menos recuerdo ya no
es lexicable. Tenía sentido en la sucesión de imágenes. Pero
en su recuperación es incoherente. No sé cómo comienza. Sé
que es la casa de mis abuelos. Desde luego, es y no es la casa
de mis abuelos (es más grande, mis abuelos no están, hay otra
gente, yo no soy yo, etc.) Hay niños jugando en el jardín –que
es rectangular y muy alargado, con forma de boulevard, con
dos largos pasillos. Atardeció y la puerta ya no se distingue. No
sé cómo contar lo que ocurre porque no lo comprendo. Llegó
un texto en una carta que alarma a todos y, sin embargo, nadie
entiende. Lo piensan, lo discuten pero
El enigma
No logran descifrarlo. Hay mucha gente, tal vez treinta personas
aparte de los chicos. Tiene algo que ver con los libros.
Precisamente con el lugar donde están ubicados los números
de las páginas. Hay algo que preocupa a todos de esta carta
(que no recuerdo y que no sé si supe) y, si bien guardan un cierto
temor, terminan decidiendo que es un balbuceo que no pueden
penetrar, algo escrito por un loco que no tiene ningún sentido, y
lo dejan estar.
Plot
La escena progresa, se come algo, se habla de cosas. Ningún
sobresalto. Los niños, que habían sido llamados a la casa hasta
que se resolviese el enigma, insisten con que los dejen salir a
jugar. Salimos todos al jardín y los niños corren.
–Vamos a jugar a las escondidas –dice alguien. El clima es sereno
y festivo.
Pronto ya no se distingue ningún niño.
El personaje que encarna el Yo del sueño (desde el que veo las 44
escenas transcurrir) sonríe desde la puerta de la casa, tal vez
divertido. Luego comprende.
El acto de comprender es en él como si le golpeasen con un
palo en la cabeza. Y su cara se desfigura de horror. Comprende
mucho más que yo, que no termino de hacer visible lo que pasó,
pero siento trepar la angustia.
–Era tan obvio –dice.
Cómo no se dieron cuenta antes: el diablo habita en los números
(no en todos: solo en ciertas figuras: ¿cuáles?) de las páginas de
los libros.
No sé qué significa esto, pero en el sueño este personaje
comprende, transfigurado por el pánico, que eso implica que
el diablo se está llevando a todos los que estuviesen detenidos
en alguna oscuridad, bajo alguna sombra. Parece que va a decir
algo, pero siente que es demasiado tarde.
El silencio que queda es un silencio sin niños.
La mismidad de lo otro
Y me despierto. A otro sueño. Quisiera ser enfático con esto
porque se trata de un asunto que me pasó muchas veces y
nunca dejó de preocuparme. En este otro sueño soy yo (y es
mi cama, mi ropa tirada a un costado, los mismos muebles).
Y estoy despertando del sueño anterior. Estoy en la cama,
Ágata duerme. Es una versión de mi habitación. Trato de no
despertarla, pero estoy inquieto. El sueño anterior me dejó
atemorizado (como si lo hubiese comprendido). Tratando de
no abrir aun los ojos, avanzo a tientas en la reconstrucción de
lo soñado. Percibo que puedo ver imágenes del sueño, pero
cuando quiero nombrarlo o busco traducir lo que pasó a una
oración inteligible, ya no encuentro nada.
Fetch
Esta vez despierto aquí. Prefiero evitar la trillada inquietud de
los soñadores soñados. Estoy en el mismo lugar desde donde
escribo este texto: mi vida.
Me siento oprimido por el horror del primer sueño. Me digo
para mí que tengo que tomar notas para corregir mi cuento,
tengo que salvarlo todo. Pero cuando trato de pensar en el
sueño, noto que no tengo idea qué significa. El “todo” es una
mera sensación, y las partes que me quedan a mano son pocas
y arcanas. Siento pena, como siempre que extravío una trama, y
noto que tampoco escribí un relato ni remotamente vinculado
al primer sueño.
Ahí caigo en cuenta de que es el segundo sueño el perturbador.
Donde mis cosas estaban duplicadas y vivía una versión mía. El
soñando con algo bellísimo que duerme para que yo, creyendo
que vivo, me detenga a contemplar semejante acontecimiento
estético en mi cama? Un cuerpo que sueña, ¿no es un cuerpo
deshabitado, una vasija?
Divagues de un diletante insomne que todavía no sorbió el
oscuro néctar reparador del primer café del día.
55
61
(I)
Desde pequeño, cuando Herminia no estaba, Anselmo podía
sentir su olor, su mirada, la voz monocorde. Cuando la tenía
cerca, experimentaba la sensación de estar sobre un tobogán,
boca abajo, cabeza abajo, administrando las pocas energías que
le quedaban para mantenerse allí, quieto, evitando deslizarse
cada vez más velozmente hacia la profundidad del vacío.
En varias ocasiones había logrado eludir lo ineludible huyendo,
alejándose súbitamente para luego hundirse durante horas
en sus pensamientos. Como una manera de ir debilitando
sus impulsos, de ir lentamente silenciando los gritos de su
63
extraña naturaleza, estudiaba las formas en que ocurriría. Iba
armando un mecanismo de posibilidades, simulando diálogos,
amenazas y defensas posibles, solamente por si en algún
momento no podía evitarlo. Pensaba, sin tomar conciencia de
que ese insistente pensamiento alimentaba al más formidable
de sus monstruos, al más implacable de sus destinos. Sin
tomar conciencia de que la mejor manera de permitir que algo
verdaderamente suceda es simplemente dedicarle tiempo a
gestar los acontecimientos desde adentro, desde las débiles y
desconocidas fibras de nuestra tormentosa existencia.
Cada vez que se estremecía por ese designio, estaba frente a
él todo lo que había pronunciado durante cincuenta años de
vida, todo lo que había callado por no poder decirlo y todo lo
que había oído. Estaban las perversas bocas de los otros, las
sarmentosas y grotescas manos de los otros. Todo lo que habían
dejado de darle, lo que no había tocado y todo lo que había
detestado por tocarlo. Pero ese Lunes era distinto. Anselmo
(II)
Desde temprano, Herminia, con casi ochenta años y casi lo
mismo en kilos, comenzaba a moverse inquietamente en
la cama como intuyendo que el barrio ya estaba ofreciendo
algunos detalles importantes, que de perdérselos podían
transformarla en una vecina desinformada. Conocía a todos.
A nadie por nombres, sino por alguna circunstancia. Los 64
caracterizaba más o menos de la siguiente manera: la hija de,
la esposa del doctor, el doctor, la de al lado de la farmacia, el
amante de la hija de la de enfrente del carnicero, el chico que se
accidentó trabajando y que es hijo de la que es de Cáritas; y así,
como si los personajes de su mundo fueran menos relevantes
que los sucesos que, por fortuna o desgracia, tenían que vivir.
Pobre hijo mío, pobrecito, pobrecito, decía de manera frecuente.
Ya levantada, se instalaba junto al ventanal, mitad de su atención
puesta en sus trabajos de costura y la otra en la calle. Todos la
conocían. Si apenas movía la cabeza hacia abajo y cerraba por
un momento los párpados antes de retornar a la posición inicial,
significaba que simplemente había saludado, pero si inclinaba
el cuerpo hacia adelante estirando su mano derecha cerrada
hacia el vidrio del ventanal, con el dedo índice apenas separado
del resto como quien va a golpear (pero nunca golpeaba), todos
sabían que eso significaba que había disposición para el diálogo.
Había urgencia, digamos. Entonces el transeúnte se asomaba
(III)
Ese lunes, Anselmo, desnudo, miró su cuerpo en el espejo de
arriba abajo buscando respuestas. La soledad que lo abrazaba, el
silencio de la tarde, el tiempo zigzagueando como una serpiente
dorada comenzaban a mover por primera vez los invisibles hilos
unidos a sus extremidades.
Frotó fuertemente con su mano la parte superior del pecho
próxima a la garganta, intentando aliviar el ahogo que sentía.
Abrió la ducha y miró el reloj.
(IV)
A medida que iban pasando las horas, como la noche, a
Herminia la nostalgia le caía encima junto a los nombres de
sus parientes vivos y muertos. Los recorría de a uno. La calle se
apagaba. El rito era siempre el mismo, solo variaba el primer
nombre.
(V)
Anselmo dejó el auto en una cochera a unos cuatrocientos
metros. Cuando recibió el comprobante, controló la hora y
el número de la patente impresos. Faltaban quince minutos,
tiempo suficiente para fumar un cigarrillo. Después de avanzar
unos metros, notó que a su derecha con el mismo ritmo
caminaba un pequeño perro. Estimó que tenía unos diez años
por el desgaste y color de los dientes. Era de color negro, estaba 66
bien alimentado y limpio.
Cuando se detuvo para pisar el cigarrillo, el perro aún seguía a su
lado, quieto, esperando reiniciar la marcha. Le hizo un gesto para
que se alejara. Anselmo creyó reconocer la mirada de alguien
en la mirada de ese perro, pensó que algo tenía para decirle,
para advertirle. Siempre le daba una importancia superlativa
a ese tipo de circunstancias. Con un bad omen a media voz
marcaba esos momentos. Fervientemente confiaba en que
existían poderosas y desconocidas fuerzas que se mostraban
a los ojos de los mortales de una forma encubierta, disfrazada
para no causar pánico. Ese perro era algo más que un perro, solo
debía mantener la calma para descifrar el mensaje que llevaba
consigo. Pero una vez más no supo si el significado indicaba que
debía seguir avanzando o que debía detenerse.
Siguió impulsado por esa incomprensible fuerza que produce
la misericordia. El perro se detuvo en el enrejado de entrada
a la casa de Herminia. Volvió a mirarlo y se acostó ubicando el
(VI)
Escuchó la sentencia en silencio, indiferente. Lo condenaron
a perpetua. Cada tanto, con el rostro desencajado, Anselmo
recuerda a su madre sangrando por decenas de pequeños
orificios. Imitando la voz y los gestos de un niño, murmura: ¿te
gustaron las agujas de tejer que te llevé de regalo, mamita
Herminia? Después se pone tenso con los ojos fijos en un rosario 67
que pende de una lámpara. ¡Vieja nazi!, dice, antes de encender
un cigarrillo.
diez es mucha gente para una cerveza, ella contesta rápido, con
la gimnasia aprendida en las discusiones teológicas que a diario
enfrenta, “bueno, sería más de una cerveza, no las conté. Esas
son estadísticas que lleva el Maligno, ¿no?”
“Nada más verla a Analía le empezaron a gritar guarangadas,
y mire que la pobre iba de blusa y una pollera larguísima. Yo
la hice cruzar para mi vereda y los reté, les dije bien clarito lo
que les podía pasar y dónde estarían mejor que chupando y
fumando porquerías.
¡Para qué! Se la agarraron conmigo y le empezaron a gritar
“pollerudo” y esas cosas a Rodrigo, que la verdad es bastante
pollerudo.
Decidí cortar por lo sano y nos volvimos. Pero ya se habían
encorajinado, se nos vinieron detrás gritándonos y ahí lo oí
clarito decir al que traía la botella: ‘Dale, si total no hay nadie…’
Corrimos como pudimos, doblamos la esquina, pero nos
alcanzaron. Nos rodearon a mí y a Analía. Rodrigo ya estaba 78
lejos y ni lo intentaron seguir. Después dijo que corría para pedir
ayuda.
Uno la intentó manosear a Analía y le metí un carterazo, tenía
muchos números nuevos de la revistita, así que estaba pesada,
pero me la sacaron y me revolearon una cachetada que me tiró
al piso. Escuché que Analía gritaba.
Y entonces, doblando la esquina, apareció”.
La señora Claudina hace una pausa que se pretende dramática,
pero se demora demasiado. El relato queda estancado hasta que
este cronista se aviva y da el pie requerido: “¿Quién apareció?”
“Apareció Él.
Apareció Jesús. En serio le digo. En carne y hueso.
Apareció Jesús y nos salvó a las dos.
No, no hizo un milagro. ¿Qué se cree? ¿Que apareció en la cruz, se
bajó e hizo alguna magia como con los demonios o con Lázaro?”
La señora Claudina se enreda con la incredulidad del cronista.
“¿Me va a dejar que le cuente yo?
82
No dije nada.
Qué iba a decir.
Al tiempo nos dimos cuenta de que estaba embarazada. Saqué la
cuenta y supe que había asistido a la concepción.
La rigidez se sostenía. Una araña muerta.
Sobre que no podía hablar, el daño neurológico empezó a actuar
sobre el razonamiento. Sonaba como una homilía. En latín.
Aunque no entendíamos, nos llegaba algo en el tono, en la
cadencia, en esa manifestación tan visceral de sufrimiento. No se
escuchaba como sufrimiento, pero sabíamos que era sufrimiento.
Mátenme, creí escuchar una vez entre balbuceos.
A veces es difícil obedecer a los padres.
Al año siguiente empezó el trabajo de parto. Optamos por sacar
al chico de la misma manera como había entrado: le atamos
los pies y las manos a cada punta de la cama. De otra manera,
la contracción muscular no hubiera dejado despejar la zona
afectada. 86
Cuando salió la cabeza, en medio de vociferaciones horrendas,
uno de los cintos que sostenía la mano derecha se rajó,
yéndose directamente hacia la cabeza del bebé. No tardaron en
romperse también las otras cintas sujetadoras.
La tarea era imposible. El bebé, mi hermano, estaba muriendo.
Ante esa situación, el médico ordenó la amputación inmediata
de los cuatro miembros. Los gritos que efectuó, cuando la sierra
eléctrica empezó a hacer su trabajo, no diferían en mucho de los
gritos a que estábamos acostumbrados. Escénicamente, eso sí,
era distinto. Algo más espectacular. Las sábanas eran blancas.
Pensamos, correctamente, que el dolor no sería
descabelladamente mayor. De hecho, el médico decía que para
una paciente con esta enfermedad, era un alivio librarse de sus
miembros, ya que la tensión hace insoportable el músculo más
chico e insignificante.
La lengua, me decía el doctor, termina corroyendo la parte
superior del paladar. Tanta es la fuerza de la contracción.
***
***
DANIEL TEOBALDI
(Córdoba, 1962). Doctor en Letras Modernas, profesor
universitario y escritor. Sus trabajos de investigación
fueron publicados en medios académicos nacionales
e internacionales. Publicó el poemario Ser en la Luz
(2005); los libros de cuentos Los oficios inciertos
(2000), La otra mirada (2007), Escrito en el aire (2008),
El hilo del viento (2019) y La vacilación (2020). Además,
es autor de las novelas Un lento crepúsculo (2005), El
final de la noche (2010), El testigo impenitente (2012),
La sombra del adiós (2014) y El fulgor de la niebla
(2014). Participó de varias antologías, como Somos
memoria y Territorio negro. Cuentos bajo sospecha I
(2015) y II (2016).
CELSO LUNGHI
(Pehuajó, 1988). Estudió Letras en la UBA. En
2013, publicó Me verás volver, su primera novela,
ganadora de la segunda edición del Premio Nueva
Novela del diario Página/12. En 2015 participó de
las colecciones Mala sangre y Entre dientes y de la
antología de novela Beso Negro, las tres en el marco
de la colección Pelos de Punta. En 2016 publicó Seis
Buitres, su segunda novela, por La Otra Gemela.
NELSON SPECCHIA
(Las Breñas, Chaco, 1964) Vivió en Santiago de 98
Chile, Buenos Aires, Estados Unidos y Barcelona, y
actualmente reside en Córdoba. Alterna la creación
de ficciones con la cátedra universitaria y las
columnas en los periódicos. Entre otras distinciones
recibió el Premio Internacional Max Aub de literatura
por “La cena de Electra” (Valencia, 2015); el Julio
Cortázar de cuento (La Habana, 2020); la mención de
honor en el Ricardo Rojas (Buenos Aires, 2021); y el
Jerónimo Luis de Cabrera por el conjunto de su obra.
Es autor de la novela “Giuseppe” (Barcelona, 2001),
de los cuentos de “Cómo un vaso sin whisky entre
las manos” (Buenos Aires, 2021), de nueve títulos en
poesía publicados en América y Europa, y de una
obra ensayística en política internacional de dos
docenas de volúmenes.
DEBRET VIANA
(Buenos Aires, 1981) Escritor y librero. Estudió Letras y
Artes Combinadas en UBA y Bellas Artes en el Museo
de Bellas Artes. Publicó el libro de relatos Menos (Edit.
Minúscula, 2010), la nouvelle Otro, la novela Deslinde
(Hojas del Sur, 2019) y el poemario Últimas pasiones
preapocalípticas (Hojas del Sur, 2020).
Autor del blog https://fictofilia.wordpress.com/
CEZARY NOVEK
(La Paz, Entre Ríos, 1982). Docente y periodista
cultural. Coautor de El vaso ruso. Verdad, compromiso
y batahola (Postales japonesas, 2010) y Letra muerta.
Una novela en la argentina postapocalíptica (Llanto
de Mudo, Fan, 2012). Autor de Ropa Sucia (2011),
Comidos (2014, La Sofía cartonera, UNC), Los colores
que no vemos (2015, Colección Leer es Futuro,
Ministerio de Cultura Presidencia de la Nación), La
configuración del silencio (Contamusa, 2018; Color
Ciego Ediciones, 2019; Austrobórea Editores, Chile,
2019; Yammal Contenidos, 2022), Cada día es un
pájaro que se muere (Color Ciego Ediciones, 2019),
Alguien te busca (Yammal Contenidos, 2021) y El
veneno siempre está al final (Zona Borde, 2021).
Participó de las antologías Mala sangre (Colección
Pelos de Punta, 2015), Muertos (de amor y de miedo) 99
(Ediciones de la Terraza, 2016), Literatura barata
y discos de goma (Color Ciego Ediciones, 2017),
Mare Monstrum (Austrobórea, Chile, 2017), El foso.
Historias desde el abismo (Austrobórea, Chile, 2018),
Espeluznante (Postales Japonesas, 2020), Peralta
Ramos/Berni.Socios del desorden (Lafarium, 2020) y
Ray Bradbury, El hombre centenario (Catalpa, 2020).
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Noticias, entre otros.
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FB/Twitter/Instagram: Cezary Novek
SERGIO MANSUR
(Reconquista, 1967) Ingeniero, docente, investigador.
Editor y autor de publicaciones técnicas y literarias.
Recibió algunos premios. Integrante del Círculo de la
Serpiente. Vive en Mendiolaza, Córdoba.
ALEJANDRO JALLAZA
(Córdoba, 1970). Ingeniero en Sistemas. Es integrante
del Círculo de la Serpiente. En 2016, su texto Cuento
con gata ganó una Mención en la Tercera Edición del
Concurso de Narrativa Microrrelatos.
SERGIO A. ITURBE
(Córdoba, 1984) Corrector, traductor, asesor teórico y
escritor. Estudió Letras Modernas en la Universidad 100
Nacional de Córdoba y actualmente se dedica a
asesorar a tesistas de posgrado. Publicó en diversas
antologías de Córdoba, Chile y Buenos Aires,
además de participar en diversos medios gráficos.
Dirige la Editorial Hielo Nueve y la empresa Córdoba
Correcciones.
EMILIANO SALTO
(Neuquén, 1987) Estudió Letras Modernas en la
UNC. Es docente. Participó de las antologías de
cuentos Entre Dientes (La otra gemela, 2015);
Muertos (de amor y de miedo) (Ediciones La terraza,
2016); Sonda cartonera (Larvas Marcianas, 2017)
Publicó el libro de relatos No todo cierra (Llanto
de mudo, 2014) y la novela corta de ciencia ficción
PreFab (Borde Perdido Editora, 2019). Fue premiado
en los certámenes Manuel de Falla, Certamen
General Cabrera y en el concurso Cuentos a la calle,
organizado por Una brecha.