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LA NIEBLA
IMAGINARIOS, LEYENDAS Y FICCIÓN

Por
Fernando Jorge Soto Roland*

Paisaje con niebla

INTRODUCCIÓN

27 de Julio de 1998
Ututo, a orillas del río Pampaconas, Perú
19:00 horas

TODO EL PERÚ DEBERÍA estar preparándose para el festejo. Podía imaginar las bengalas
listas, las serpentinas y el papel picado, la cerveza y la chicha enfriándose en las heladeras. En
menos de cinco horas empezarían los festejos más tempranos y hordas de circunstanciales patriotas
saldrían a las calles a emborracharse conmemorando la independencia, declarada en 1821. Es que
en las tierras del antiguo Tahuantinsuyo la ruptura definitiva con España se celebra comunitaria y
desenfrenadamente.
Pero en aquel rincón aislado y húmedo de la ceja de selva, en la que estábamos los miembros
de la expedición, todo era silencio. Los últimos rayos de luz se escondían por detrás de las
montañas. El cansancio agarrotaba las piernas. Tras casi diez horas de caminata, subiendo y bajando
cerros, siguiendo los restos del viejo Qapac Ñam, sorteando arroyos y puentes imposibles,
soportando temperaturas que alcanzaban lo 30 grados, finalmente habíamos detenido la marcha y
organizado el campamento.

*
Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la UNMdP (Argentina).
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Un guiso de fideos y charque se cocía a fuego lento en tanto los miembros del grupo apenas
balbuceábamos alguna que otra palabra. Estábamos cansados y, en lo que a mí respecta, con dos
heridas muy molestas en la mano y en el pie derecho (ambos en carne viva, producto del roce del
bastón y de un borceguí mal puesto).
Transpirados, agotados física y mentalmente, empezamos a sentir frío por primera vez en todo
el día. Nos abrigamos y, en tanto la cena se hacía esperar, nos pusimos a escribir los respectivos
diarios de viaje. Entonces, como en las viejas películas de aventuras Clase B, fuimos testigos de un
espectáculo extraordinario y sobrecogedor.
A lo lejos, más allá de la ceja de selva que se levantaba a orillas del río Pampaconas, desde las
altísimas cordilleras, una espesa y blanquísima niebla empezó a bajar por la cima. Recorrió las
escarpadas laderas a velocidad increíble y en menos de media hora nos alcanzó.
Literalmente devorados, la niebla nos envolvió como si fuera un celofán opaco, húmedo y
helado. Cubrió todo el campamento. El paisaje se desvaneció a nuestro alrededor. Apenas podíamos
ver a menos de 4 o 5 metros de distancia.
Prendimos las linternas. Sus rayos de luz parecían compactos, casi materiales. Espadas láser,
semejantes a las de Star Wars.
En muy poco tiempo el entorno se volvió misterioso. Era como estar en un sueño extraño.
Nuestras siluetas, iluminadas al cruzar por delante de los ases de luz, reflejaban sus contornos sobre
esa evanescente y movediza pared neblinosa. Parecían fantasmas. Espectros venidos de otro mundo.
Me resultó imposible no recordar las escenas del film The Fog (La Niebla, 1980) de John
Carpenter.
Íbamos en pos de las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”, la última capital de los incas tras la
invasión peninsular. Por tanto, era aquel el contexto ideal en donde mezclar historia y fantasía. La
selva, el misterio que rodeaba la zona y la niebla generaban un ambiente exótico. Un toque de
distinción. Una pincelada de romanticismo que aún recuerdo perfectamente, a pesar de las dos
décadas transcurridas.
Esta vieja experiencia, los ricos comentarios realizados en el programa español El Secreto de
la Caverna (conducido y producido por mi querido amigo Samuel Hernández) y la lectura de un
libro, recientemente salido de la imprenta en Rosario (Detrás de la Niebla. La Historia real de un
encuentro extraordinario) fueron los que me impulsaron a escribir este breve artículo.1

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Berlanda, Néstor, Detrás de la Niebla. La historia real de un encuentro extraordinario, Editorial Elipsis, Rosario,
2018.
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CONTEXTOS

Ni un molino, ni un sendero, ni siquiera un barco son lo mismo envueltos en niebla

NADA PUEDE SER completamente entendido fuera de su contexto. Sea éste cronológico,
espacial, emocional, social o histórico, el contexto lo es todo. Es una de las primeras cosas que nos
enseñan cuando estudiamos historia. Descontextuado, cualquier acontecimiento pierde sentido. Sus
límites se difuminan y el error se hace presente. Historiar algo es contextuarlo correctamente. Fijar
sus marcos. Crear las coordenadas que permitan explicar y comprender comportamientos e
ideologías. Entender el porqué de una cosmovisión, los sentimientos que entran en juego y conocer
sus causas y consecuencias.
Cualquier relato, sin contexto, carece de valor informativo, más allá de lo interesante que
pueda resultar en sí mismo. Algo semejante ocurre con los objetos arqueológicos. Cuando los
quitamos del contexto espacial en donde se encuentran, sin un previo análisis y pormenorizado
registro, su valor arqueológico se desvanece. El contexto es el que le da sentido. Sin él, una
cerámica precolombina ―por poner un ejemplo― es sólo un huaco con valor relativo, incluso en el
tan extendido mercado negro de antigüedades.
La descontextualización conduce al anacronismo y éste, irremediablemente, al error. Texto y
contexto van de la mano. Uno sin el otro implica dar manotazos de ahogados; y todos sabemos que
con una situación límite aparecen las explicaciones estrambóticas, las conjeturas fantásticas y
desesperadamente delirantes. El pensamiento crítico se pierde y el sentido común deja de guiar la
búsqueda de respuestas. Incluso esas explicaciones irracionales deberían analizarse dentro de una
determinada trama contextual, a menos que queramos seguir fallando y alimentado errores o
mentiras.
La guerra, la paz, el hambre, las crisis económicas, moldean el marco de las cosas. Incluso las
condiciones geológicas influyen en el modo de ser de un grupo. No es lo mismo vivir y crecer en
una zona inestable, de terremotos, que en una región por completo ajena a ellos. Las posturas ante
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las catástrofes o frente a la muerte son distintas. La vida no se vive de la misma manera. El
contexto, claramente, moldea todo.
Explicar muchos misterios ―o pseudo-misterios, como el lector prefiera― necesariamente
requiere del conocimiento contextuado de los mismos. Los ovnis, los fantasmas, los monstruos, las
eternas conspiraciones y locas creencias que pululan en la actualidad, pueden ser racional e
históricamente explicadas conociendo el entorno.
También el decorado influye. Es parte innegable de la ecuación. Sugestiona. Altera las
percepciones y el significado de las cosas. La emoción suplanta a la razón. Lo extraordinario
irrumpe y las fronteras que separan lo real de lo ficticio se vuelven permeables. Liminales. Las
maravillas de antaño se hacen posibles y una epistemología cuasi-medieval posibilita la
convivencia con el milagro y la magia.
Las cosas no son lo mismo de día que de noche. Se perciben distintas. La luz y la oscuridad
condicionan el modo de interpretar el entorno. Manipulan las cosmovisiones y, como animales
emocionales que somos, tendemos a impregnar todo con nuestros sentimientos y presentimientos.
La emoción emerge sin esfuerzo alguno. El deseo por objetivar racionalmente las cosas se
desecha y la ardua tarea por explicar el mundo desde una perspectiva cientificista no sólo se
descarta sino que se la denuesta y critica. Los argumentos del romanticismo, muchas veces en
detrimento de la lógica, el sentido común y la fría experiencia, cargan a la ciencia con juicios
negativos (por más que apelan a ella), acusándola de quitarle la magia al mundo. Evitándole “la sal
de la vida”. Pero lo que no dice es que, en ocasiones, salamos demasiado el plato. Lo arruinamos.
El uso desmesurado de sal, por otra parte, no es bueno. Hace mal. Claro que somos libres de
hacerlo. Pero un buen chef se cuida de no cometer semejante pecado culinario.
Así todo, hay que reconocer que nuestro organismo necesita sal, tanto como la vida misma. Sin
el cloruro de sodio lo insulso copa la escena. Hay que condimentar la existencia. Salarla para que
todo nos resulte menos rutinario, chato, aburrido y, en algunos casos, comercialmente redituable.
Tal vez allí esté la clave para comprender la vocación que millones de persona tienen por el
misterio.
Pero hay algo importante: siempre debemos ser concientes de ello. El exceso de sal genera
riesgos. Incluso la muerte. Ya lo dije Paracelso: “la dosis hace al veneno”.
Cuán difícil es alcanzar el equilibrio justo. Pero para conseguirlo hay que buscarlo. Esforzarse.
Cuando desistimos en esa empresa, todo tiende a salirse por la borda. Perdemos el norte. Y esto es
más común de lo que se cree.
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Ya lo dijimos hasta el cansancio: los contextos fijan fronteras. Moldean. Condicionan y, por
momentos, determinan. Explican. Son fundamentales. Claves necesarias para evitar que las
fantasías nos enceguezcan con meros ensueños.
Pero es sorprendente cómo, con muy poco, muchos no consiguen ese objetivo.
Basta sólo con un poco de niebla.

Niebla y oscuridad: la contracara de la Ilustración


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LA NIEBLA Y SUS CRIATURAS

La niebla y los eventos anómalos

LA NIEBLA ESCONDE y perturba. Altera las perspectivas. Nos vuelve indefensos y genera
peligros. Es el símbolo perfecto de lo indeterminado, de lo indeciso. Por estos motivos, las viejas
película de la productora británica Hammer iniciaba sus filmes de terror con escenas dominada por
ella. Bastaba un solo vistazo para que la imaginación se disparara hacia un mundo aterrador y a
veces fantástico que, como la niebla misma, nos envolvía transportándonos a una realidad
alternativa, misteriosa y cambiante, donde el sentido de realidad se veía perturbado,
sumergiéndonos en el horror.
Los fantasmas y vampiros, monstruos, extraterrestres y demás seres extraños del imaginario se
llevan bien con la niebla. Las hierofanías bíblicas, también. No en vano nubes bajas (y altas)
acompañan a Dios en la Biblia, casi de manera idéntica al modo en que una gigantesca nave
intergaláctica irrumpe en el film de Spielberg, Encuentros Cercanos del Tercer Tipo. Pero también
los cerros sagrados de los Andes, habitados por los Apus, suelen estar cubiertos de niebla; y ni qué
hablar del Monte Olimpo, en Grecia, sede del panteón tal vez más famoso del occidente antiguo.
La niebla oculta y separa. Genera la ilusión de distancia y con ella de rareza. Por tal motivo, la
ficticia Isla de la Calavera, sede del monstruo más famoso del cine ―King Kong― estaba siempre
rodeada por una espesa muralla de niebla. Una pared impenetrable. Una advertencia a las limitadas
capacidades de los simples mortales. Porque más allá de ese muro, la numinosa figura de Kong ―el
gigantesco Dios-Mono― nos arrebataba de asombro y terror, llevándonos a un mundo onírico en el
que las reglas de la razón occidental se desvanecían, imperando el misterio de lo sagrado. O, como
diría Gustavo Adolfo Becquer ―claramente desde una mirada más romántica― el regodeo de lo
espiritual (construcción ésta que, gracias a la fuerza mediática y arrolladora de la New Age y el
misticismo, parece haberse impuesto).
Por tanto, si bien en la literatura popular y en el cine la niebla conduce a un mundo de
horrores, pesadilla y muerte, en otros ámbitos de la cultura el resultado puede ser bien distinto;
empujándonos a experiencias maravillosas en un universo encantado en el que no faltan los eventos
fantásticos, esos que ―últimamente― la antropología de lo extraordinario ha tomado como objeto
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de estudio. Con ella, poniendo en duda nuestros propios valores ―considerados supuestamente
universales hasta no hace mucho― se pretende comprender esas experiencias extrañas (liminales)
montados sobre escalas ajenas a la razón occidental.
Evidentemente, es ésta una perspectiva más tolerante y abierta, pero peligrosa al mismo tiempo
ya que se corre el riesgo de caer en interpretaciones puramente emocionales, ajenas al positivismo
materialista de los últimos 250 años (tan criticado por algunos), pretendiendo leernos a nosotros
mismos con ojos de otros.
Que estamos en una era por demás espiritualizada, no caben dudas. La niebla, alterando la
percepción, pone freno al imperio de la razón y reivindica otras fuentes de conocimiento: la
sensibilidad, las emociones y los sentimientos (denostados desde el siglo XVIII por el Iluminismo).
Como señala Adolfo Colombres: “La ciencia, tal como la definía occidente, ha dejado de ejercer el
monopolio de la verdad”2 y la construcción consensuada de la realidad, hoy en disenso, nos
sumerge a todos en una densa niebla de confusión.
Desde la revolución científica del siglo XVII y la posterior Ilustración de la centuria siguiente,
la niebla resultó ser (junto con la oscuridad y la noche) la metáfora perfecta para referirse a la
superstición. Connotada de aspectos negativos, este mero fenómeno atmosférico se asoció con todo
aquello que el racionalismo cartesiano rechazaba: la imaginación desenfrenada, las creencias sin
base material alguna, el sueño (como espacio de la sin-razón) y la ignorancia. Las luces del
Iluminismo se convirtieron así en el único faro susceptible y necesario para disolverla; delimitando
las cosas con precisión y aclarando las tiniebla, generadoras de malestar intelectual, soledad,
confusión y miedo.
Pero no se tardó mucho para que numerosos pensadores, disconformes con el cientificismo, le
negaran a la ciencia la capacidad para explicar y dilucidar todo. Nada era tan simple y claro. Por
otra parte, la niebla era un componente necesario en el camino del conocimiento: generaba dudas.
Sin ellas, decía Aristóteles, era imposible el reconocimiento de la ignorancia. Y sin ese
reconocimiento, el saber no avanza. De tal forma, especialmente con el romanticismo, la niebla vino
a dinamizar la realidad. La vida es niebla, afirmaba Miguel de Unamuno. Aún así, a pesar de las
poéticas palabras del escritor español, el término no perdió su sentido polisémico y seguimos
enfrentando a la niebla de muy diferentes formas.

Como elemento narrativo ha tenido un protagonismo fundamental en decenas de relatos de


terror y ciencia ficción, muchos de ellos considerados verdaderos por la leyenda urbana o la

2
Colombres, Adolfo, El resplandor de los Maravilloso o el reencantamiento del mundo, Editorial Colihue, Buenos
Aires, 2018, pág. 30.
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tradición. El cine y la literatura, como dijimos, acudieron a la niebla para generar el clima propicio
y contextuar así a lo sobrenatural y lo extraño. La niebla trae y lleva. Hace las veces de umbral,
portal o ventana. Comunica con otras realidades. Actualiza en el presente escenas del pasado, como
ocurre, según dicen, con algunas antiguas batallas que, en tinieblas, vuelven a materializarse ante la
mirada de atónitos testigos. Pero también transporta hacia otras dimensiones. No son pocas las
historias que cuentan de personas arrastradas a siglos pretéritos tras incursionar por un banco de
niebla; o autos, aviones y barcos que literalmente se desvanecen en el aire, como sucede en los
relatos referidos al mítico Triángulo de las Bermudas.

Detrás de la niebla todo es posible. Desde toparse con una nave extraterrestre y sus tripulantes,
hasta ser testigos de la aparición del Holandés Errante, el más famoso de los barcos fantasmas de la
literatura. También en ella se escudan monstruos siniestros. Los vampiros (los No-Muertos), según
reza en el folclore de Europa oriental, no sólo pueden transmutar en lobos, murciélagos y motas de
polvo, sino también en escurridizos bancos de niebla, capaces de colarse por todos lados.
Convengamos algo: la niebla es inquietante.
Veamos algunas imágenes (tan importantes en estos casos).

El Holandés Errante y otros barcos fantasmas del imaginario se materializan con la niebla

El Triangulo de las Bermudas: la niebla como portal a otras dimensiones


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En la película de ciencia ficción La Cuenta Regresiva (1980)


una misteriosa niebla magnética envía al portaviones estadounidense USS-Nimitz al año 1941
momentos antes del ataque japonés a Pearl Harbor

Soldados y batallas del pasado encuentran en la niebla el medio para reeditarse en el presente

Dentro de la actual mitología ovni, muchos de los Encuentros Cercanos


tienen a la niebla como protagonista

Los vampiros y la niebla: componentes inseparables de las películas de horror

Película La Niebla (The Fog) de John Carpenter (1980) emblemático film sobre el tema
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PALABRAS FINALES

LA NIEBLA, remedando un atmosférico ropaje, distingue a la geografía con una estética sin
igual. La vuelve paisaje. La embellece y la convierte, ante nuestra necesaria mirada, en otra cosa.
Estimula así el misterio y la imaginación. Engendra las condiciones propicias para que los artistas
desarrollen sus dones, culturizando al mundo y otorgándole un sentido que, en sí mismo, tal vez no
tenga.

William Turner (1775-1851)

Claude Monet (1840-1926)

William Turner (1775-1851) y Claude Monet (1840-1926), con sus electrizantes y


evanescentes paisajes neblinosos, recrearon escenas oníricas extraordinarias; las mismas que,
tiempo después, la literatura gótica, el romanticismo y el cine de horror explotaron al máximo,
volviéndolas universales y cooptando al imaginario que, desde entonces, no titubeó en poner dentro
de esa escena a las historias extraordinarias ―anómalas― que aún se divulgan no sólo en los
ámbitos de la ficción, sino especialmente en el mundo del misticismo, del esoterismo y del realismo
fantástico (que, desde la prédica de Erich von Däniken, Robert Charroux, Louis Pauwells y Jacques
Bergier ―entre los más famosos― han venido erosionando la interpretación racional de la historia
de la humanidad).
Efectivamente, la niebla rehuye de la ciencia. No va con la cosmovisión ilustrada. Embellece,
pero distrae. Confunde y devuelve a la realidad esa cuota de animismo que creíamos perdida, al
menos en occidente. Le da vida. La encanta. Habilita las maravillas y posibilita la magia en un
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mundo en el que las sociedades están invadidas por la desazón, la inequidad, el hambre, la miseria y
muerte.
La niebla encapsula. Hay poco que ver y mucho que imaginar. Todo se distorsiona. Convoca al
ensimismamiento y al individualismo. Lleva recrear un mundo inexistente, pero necesario. Casi
mítico. Un tiempo y un espacio sagrado, alejado del profano; en el que dioses antiguos, adoptando
diferentes ropajes según las épocas, hacen acto de presencia travestidos en hadas, fantasmas,
monstruos o extraterrestres invencibles.
Numinosa. Espeluznante. Romántica. Motivadora.
Siempre ha estado entre nosotros. Desde el principio de los tiempos. Y seguirá estando,
volviéndose más o menos densa según las coyunturas. Porque, más allá de que sea un término que
define un fenómeno de la meteorología, la niebla es también un producto cultural. Una emanación
de nuestros sentimientos, temores y esperanzas.
¿Cuántas situaciones extraordinarias y seres extraños seguirán surgiendo de ella? ¿Cuántas
historias nacerán en su seno? ¿Se disipará alguna vez de nuestra conciencia y del imaginario?
Lo dudo mucho.
Es parte consustancial de nosotros mismos. Animales emocionalmente racionales que no
terminamos de librar nunca la batalla que se libra en sus límites, entre lo dionisíaco y lo apolíneo.
Que cada uno elija el bando que más quiera.
Yo mi trinchera la conozco.
Aunque a veces, la niebla me confunde.

FJSR
DICIEMBRE 2018
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BIBILIOGRAFIA SUGERIDA

 Berlanda, Néstor, Detrás de la niebla. La historia real de un encuentro extraordinario,


Editorial Elipsis, Rosario, Argentina, 2018.
 Blanche, Martha, Estructura del Miedo. Narrativas folklóricas guaraníticas, Editorial Plus
Ultra, Buenos Aires, 1991.
 Cohen, Daniel, La enciclopedia de los fantasmas, Edivisión, México, 1984.
 Cohen, Daniel, La enciclopedia de los monstruos, Edivisión, México, 1989.
 Columbres, Adolfo, El resplandor de lo maravilloso o el reencantamiento del mundo,
Editorial Colihue, Buenos Aires, 2018.
 Harpur, Patrick, Realidad Daimónica, Editorial Atlanta, Girona, España, 2007.
 King, Stephen, La Niebla, Editorial Sudamericana, 1980.
 Lovecraft, H.P., El horror sobrenatural en la literatura, Fontamara Colección, México,
1995.
 MacGregor, Rob y Gernon, Bruce, La niebla: una teoría nunca antes publicada del
fenómeno del Triángulo de Bermudas, Grupo Editorial Tomo, México, 2006.
 Stoczkowski, Wiktor, Para entender a los extraterrestres. Estudio etnológico de una
creencia contemporánea, Editorial Acento, Madrid, 1999.
 Todorov, Tzvetan, Introducción a la literatura fantástica, Editorial Paidos, Buenos Aires,
2006.
 Viegas, Diego, Antropología Transpersonal. Sociedad, cultura, realidad y conciencia,
Editorial Biblos, Buenos Aires, 2016.
 Washington, Peter, El mandril de madame Blavatsky. Historia de la teosofía y del gurú
occidental, Editorial Destino, Madrid, 1995.

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