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«EL ALMA QUE ANDA EN AMOR

NI CANSA NI SE CANSA»

Pedro Tomás Navajas, O.C.D.

El místico es aquel que ve con ojos de fe toda la realidad , vive


la comunión con Dios en el amor y experimenta dentro de sí el
crecimiento ininterrumpido de la esperanza. Desde esta atalaya
no sólo mantiene un diálogo hondo con los hombres de su tiempo,
señalando pistas de salida para los desorientados, sino que tam­
bién es capaz de entrar en comunión profunda e iluminadora con
los hombres de todos los tiempos, para abrir caminos de luz y
hablar palabras de verdad. San Juan de la Cruz, místico por la
radicalidad de su planteamiento vital y por su experiencia de Dios
y del hombre, puede por lo tanto decir humildemente su palabra
acerca de una enfermedad del hombre de hoy llamada cansancio.

1. La enfermedad de moda.

El hombre está llegando a este final de siglo cansado, como


si todo le pesara y le aburriera hasta la náusea. Lejos de Dios, sin
confianza en la razón, escéptico ante las utopías, ve cómo su vida
queda reducida y partida en mil instantes, placenteros unas veces
y dolorosos otras, que le impiden hallar un mínimo de unidad y
de paz en su corazón. No se trata tanto de un cansancio físico,
cuanto espiritual. Como si este hombre de nuestro tiempo, cono­
cedor como nunca de la periferia de su ser, hubiera olvidado el
camino que conduce al misterio, donde están las fuentes de la
alegría.

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La enfermedad del cansancio es contagiosa. Puede alcanzar a


todos, también a jóvenes y niños; éstos, llamados a estrenar vida,
ven cómo, cada día que pasa, algo les va robando el brillo de los
ojos. En las personas mayores aparecen algunos de estos sínto­
mas: desilusión, pasotismo profundo, marginación de la vida,
lenguaje amargo e irónico; en los más jóvenes: deseo de atrapar
por el placer el fugaz instante, violencia, quebrantamiento del
orden establecido. Las respuestas que la sociedad ofrece para
atajar este mal -venta de paz interior, ecologismo desmesurado,
tolerancia despreocupada del otro, drogas de todo tipo, consumo
insultante para los más pobres, huida hacia adelante- no dejan de
ser meros entretenimientos, que, una vez experimentados, dejan
todavía más cansancio en el rostro y en el alma.
¿Será esto el preludio del final?, ¿será el reino del egoísmo?
Son muchos los que así lo ven y aguardan con desconfianza el
futuro del hombre. ¿Por dónde estará la salida?, ¿qué dicen los
que, desde la mística, han ahondado en el misterio del hombre y
saben dar una respuesta nueva a los problemas?, ¿qué nos dice
San Juan de la Cruz?

2. Dios

La respuesta inmediata que San Juan de la Cruz da a todo el


que se la pida es ésta: Dios. Es el único que puede curar las
heridas profundas del hombre. A Juan de la Cruz no le asusta
ningún problema del hombre, es más, reconoce que en ocasiones
los problemas ponen el dedo en la llaga y sirven para descubrirle
al hombre, aunque sea en la experiencia del dolor, su escondido
mundo interior; le preocupa que ante problemas serios se tomen
soluciones superficiales, que sigan dejando al hombre cansado,
atormentado, oscurecido, sucio y enflaquecido (1S 6,1). El origen
de los males en el hombre es la ausencia de Dios; “dejáronme a
mí, que soy fuente de agua viva y cavaron para sí cisternas rotas,
que no pueden tener agua” (Jr 2,13). Juan de la Cruz no se con­
forma con señalar la herida; propone soluciones.

a) Búsqueda. Lo primero que hace es poner a los dos pro­


tagonistas frente a frente, a Dios y al hombre; que se vean las
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caras. Los dos se buscan en la oscuridad. Tiene prisa en decirlo:


“es de saber que si el alma busca a Dios mucho más la busca su
Amado a ella” (LB 3,28).
Quiere que el hombre, estremecido y desconcertado ante Dios,
descubra que es amado antes que amante, que es un pobre abierto
a un Dios “que se comunica con tantas veras de amor, que no hay
afición de madre que con tanta ternura acaricie a su hijo, ni amor
de hermano, ni amistad de amigo, que se le compare” (C 27,1).
Y es exigente. No propone tanto una conversión moral, para
la que el hombre está frecuentemente sordo porque le suena como
venida de fuera; pide una conversión teologal, esto es, un cambio
desde dentro. Invita al hombre a volver los ojos a lo más profundo
de su herida para poner su deseo y gemido más últimos en Dios,
sabiendo que nunca descansará hasta que no dé con El (CB 22,6).
Pero la búsqueda es mutua. No está el hombre solo. Dios se
acerca, porque el amor nunca está ocioso, y va despertando y
avivando la conciencia de mil maneras, con el fin de enamorar
al alma: “¡Cuán manso y amoroso/ recuerdas en mi seno,/ donde
secretamente solo moras,/ y en tu aspirar sabroso,/ de bien y gloria
lleno,/ cuán delicadamente me enamoras!” (LB 4).
Todo el asunto está en que el hombre caiga en la cuenta de
que su salud y descanso es el amor de Dios y que, mientras no
tenga amor perfecto, no tendrá salud y estará enfermo (CB 11,11).
Para eso, Juan de la Cruz educa al hombre en el silencio como
único medio de escuchar a Dios, que es palabra, don, gracia. Así
Dios irá ganando terreno en el corazón y en el hombre se desa­
tarán los deseos de quien hace renacer en él la ilusión. Este deseo
se hace espera y gemido, que ensanchan el corazón del hombre
y crean en él nuevas e insospechadas capacidades. “Tan solícita
anda el alma, que en todas las cosas busca al Amado. En todo
cuanto piensa, luego piensa en su Amado. En todo cuanto habla,
en todos cuantos negocios se ofrecen, luego es hablar y tratar del
Amado. Cuando come, cuando duerme, cuando vela, cuando hace
cualquier cosa, todo su cuidado es en su Amado” (2N 19,2).

b) Otro amor mejor. San Juan de la Cruz propone al hom­


bre otro medio para vencer su cansancio. “No hay obra mejor ni
más necesaria que el amor” (CB 29,1). Para vivir la experiencia
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del amor fuimos creados (CB 29,3)- Enredado en mil amores, el


hombre necesita otro amor mejor.
El corazón humano está herido para un encuentro. Juan de la
Cruz ve al hombre como esposa, como tierra reseca a la espera
de la alegría. Lo que sucede es que al hombre le cuesta descubrir
este anhelo y, cuando lo descubre, a veces se esconde y huye de
Dios, prefiriendo otros amores donde él domine y posea, olvi­
dando su condición de mendigo. A pesar de ello, una voz nunca
ahogada del todo, sigue resonando en los valles y las colinas:
“Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os
daré descanso”. Este mismo grito es lanzado en forma de reproche
apenado por los que, como San Juan de la Cruz, han visto el
profundo desvalimiento del ser humano y la excelsa vocación a
la que es invitado: “¡Oh almas criadas para estas grandezas! ¿Qué
hacéis? ¿En qué os entretenéis?” (C 39,7).
Juan de la Cruz pide a este hombre, que sigue recorriendo
caminos a la medida de la pequeflez de sus deseos, que detenga
su mirada ante el Crucificado. El hombre nuevo nace de la cruz.
Allí el hombre recibe “ese otro amor mejor, que es el de Cristo”
(1S 14,2). El hombre y Cristo, vueltos el uno hacia el otro. Juan
de la Cruz, que ama a Cristo y se abisma en la contemplación de
su misterio, pide al hombre una mirada. Una mirada para dejarse
mirar y para mirar. Ya Juan, el discípulo que tanto sabía de amor,
había hecho una invitación fascinante a las comunidades cristia­
nas a las que animaba: “¡Mirad qué amor! ¡Mirad qué amor nos
ha tenido!” (Un 3,1). El que se atreve a mirar se convierte en un
contemplativo del amor. Juan de la Cruz insiste una y otra vez:
“Pon los ojos sólo en él y hallarás en él aún más de lo que pides
y deseas.. .Míralo tú bien, que ahí lo hallarás todo” (2S 22,5).
Lo que el hombre tiene delante cuando mira a Cristo es un
cuadro inigualable. Con colores de esperanza está dibujada la
silueta de un hombre, que pasó por los pueblos haciendo el bien
y dejando descanso y paz en los corazones más doloridos. Los
colores oscuros recubren la cruz, en la que un rostro desfigurado
abre los brazos para hacer familia de hijos con todos, dándoles
su amor de comunión. Los colores luminosos resaltan el triunfo
de la vida sobre la muerte e irradian una alegría invencible. Es
toda una lección de amor para el cansancio del hombre la con­
templación detenida del poema de Juan de la Cruz: “Un pastor-
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cico solo está penado,/ ajeno de placer y de contento,/ y en su


pastora puesto el pensamiento,/ y el pecho del amor muy lasti­
mado.” (Poema del Pastorcico).

c) La llama viva. Búsqueda, amor, llama viva. Viendo las


cosas desde el Espíritu, ¿no habrá razones para la confianza?, ¿no
será este cansancio que experimenta el hombre de nuestros días
una experiencia positiva?, ¿no será el llanto del leño verde que
llora antes de quedar convertido en brasa viva? (1N 2,10). San
Juan de la Cruz dice que este quedar el hombre despojado de todo
disfraz que se ha ido poniendo para esconderse de sí mismo y de
su misma pobreza radical de ser, puede terminar disponiéndolo
para la acción del Espíritu Santo y para caminar con el traje de
las virtudes (2N 21,12).
El hombre cansado, ayudado por el Espíritu, puede descubrir
lo que le pasa y leerlo de modo distinto. Es cierto que las cosas
que antes le daban gusto ahora le dejan cansada el alma, que tiene
un desconcierto general y todo le suena a montaje; es cierto que
buscar otro apoyo sería una huida y un engaño, que queda uno
como descolocado. Sabe también que esta situación no se supera
con entusiasmo y optimismo meramente humanos. Pero si asume
esto, y va sintiendo humildad y apertura a Dios, es señal de que
por ahí anda el Espíritu Santo (2S 29,11) quien, con su luz le está
llamando a entrar en la vida teologal, a recorrer otros caminos,
apenas estrenados: los de la fe, el amor y la esperanza.
Se encuentra el hombre con una crisis, que puede convertirse
en un nuevo nacimiento. ¿No apunta hacia esto el nuevo despertar
de la espiritualidad, la nueva sed de recorrer los caminos del
Espíritu? La experiencia de cansancio hace trizas las certezas
sobre las que se apoya el hombre y le invita a buscar manantiales
más hondos. Es el momento de dejar estructuras mentales que ya
no sirven, de superar la barrera del sonido y entrar en la noche,
que pone en tela de juicio las mentiras del hombre, sus incohe­
rencias y superficialidades. Es importante no confundirse ni
confundir.
Es el momento de otear el horizonte y descubrir lo que de
Espíritu hay ya entre nosotros. Hay experiencias, estructuras
nuevas, personas que pueden servir de despertador de esos ca­
minos nuevos que el Espíritu quiere abrir, caminos de más sen­
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cillez y verdad, de más cercanía y solidaridad hacia los más ne­


cesitados, de más salvación y más gracia.
También ahora el Espíritu convierte la muerte en vida, los
huesos secos en ágiles pies de gacela capaces de cruzar montañas.
Desde el Espíritu el cansancio puede ser una llamada a un eterno
mañana. Los hilillos de agua, que reverdecen el valle, se pueden
secar, pero no por ello se agota el manantial escondido en la
montaña. El cansancio, gracias al Espíritu, puede ser un camino
hacia el amor. De ahí que San Juan de la Cruz invite al hombre
a “beber de este torrente de amor, que es el Espíritu” (C 26,1).

3. Hombre

La segunda gran palabra que Juan de la Cruz pronuncia es:


hombre. Para superar esta situación de vejez espiritual, el hombre
necesita encontrarse a sí mismo, recuperarse, ganarse para sí. El
hombre está enfermo y espera médico que lo sane. Juan de la Cruz
propone caminos de educación. Como toda curación, también ésta
tiene un componente doloroso, pero necesario.

a) Entrar en la noche. Quisiera el hombre encontrarse entre


las manos con experiencias de resurrección sin pasar antes por la
muerte, pero esto no es posible. La experiencia de la noche es un
paso obligado en la vida de los hombres. Y el hombre la puede
hacer gracias “a la fuerza y calor que para ello le dio el amor de
su Esposo” (1N 1,2).
Entrar en la noche es colocarse en la verdad, que es pobreza.
El hombre huye de la noche, porque le da miedo el no ser. De ahí
su pretensión de construir con rapidez su casa, sin reparar si los
cimientos están sobre roca. El cansancio le viene al hombre por
vivir en las apariencias de sí mismo, por poner el corazón en todo
lo que encuentra para hallar momentáneamente aguas que calmen
su sed, por querer dominar y poseer como rico a todo lo demás.
Entrar en la noche es recorrer el camino de la humildad, de
la ascesis, del amor de entrega; así el hombre descubre el vacío
grande de su profunda capacidad (LB 3,18). San Juan de la Cruz
dice al que quiere empezar: “Escoge un espíritu robusto, no asido
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a nada, y hallarás dulzura y paz en abundancia. Porque la sabrosa


y durable fruta en tierra fría y seca se coge” (D 41).
En este proceso también interviene Dios, al que le cuesta más
“limpiar un alma de estas contrariedades que criarla de nonada.
Porque estas contrariedades de afectos y apetitos contrarios, más
opuestos y resistentes son a Dios que la nada, porque ésta no
resiste” (1S 6,4). Dios tiene que coger de nuevo nuestro barro para
que, como alfarero, lo moldee y nos haga de nuevo, aunque sea
poco a poco porque se acomoda a nuestro paso (CB 23,6).
Dios espera al hombre en el fondo de sí mismo (CB 1,12),
donde pueda tener lugar la reconciliación con las propias debili­
dades. Dios quiere convertir nuestra frágil y destartalada choza
en morada suya, donde se viva el amor y donde broten las fuentes
del gozo. Sólo el viaje a la interioridad permite el encuentro con
quien es más íntimo para nosotros que nuestra misma intimidad.
Anda en amor quien busca en la noche el hondón de su alma
y cubre los fondos de su pecado con la gracia y la presencia
sanadora y renovadora de Cristo. El corazón humano descubre su
interior bodega al dejarse mirar por el amor de Dios.Y ese cruce
de miradas termina convirtiéndose en oración, en oración ena­
morada, que tanto agrada a Dios. Como la madre que, tras se­
manas de cariño hacia el hijo, recibe de éste a cambio la sonrisa
y se siente pagada; la sonrisa es el amor.

b) Gratuidad. El hombre quiere ser dueño de las cosas (1S


3,4), por eso necesita curarse con la experiencia de la gratuidad.
Dios empieza dándose; “en Cristo se ha dado por entero la fe” (2S
22,7). El amor, ese gran don que el Espíritu ha derramado en el
corazón de los hombres, puede ser esa bella respuesta para la
fatiga humana. Poner gratuitamente amor donde no hay amor es
continuar la creación y, por lo tanto, estrenar cada día el mundo.
Dios, que se manifiesta como amor, deja todo revestido de her­
mosura; no fatiga ni aburre. Por eso, un niño recién acariciado por
la ternura creadora del Padre, siempre trae consigo la sorpresa de
una vida nueva y renovadora de todo lo que toca; por eso, la
lluvia, con la que Dios responde a la tierra agrietada por la sed,
viene siempre cargada de esperanzas.
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La persona que se coloca en la gratuidad puede rastrear las


huellas del amor en la creación. “Todo lo hermoseó el Padre y lo
dejó vestido de hermosura y dignidad” (CB 5,4). Cada criatura
tiene las propiedades del misterio, que inspira a la vez fascinación
y respeto. Porque también hay amor en una brizna de hierba
perdida en el inmensidad del campo, en la ternura de una mujer,
en la emoción del enfermo que se estremece al ver la luz de un
nuevo día, en las manos que se entrelazan para trabajar por los
demás, en los que saben compartir con los pobres lo que tienen
para vivir. ¡Felices los que saben mirar con ojos limpios tantas
maravillas! De tanto mirar al amor con ojos de niño, el amor
terminará naciéndoles dentro y su vida sabrá a verdad y a alegría.

4. Frutos

El que hace este camino no sólo queda enseñado a amar, sino


que se convierte en maestro de amar (CA 37,3); experimenta la
capacidad transformadora del amor, que convierte lo sabroso y
desabrido, los gozos y las amarguras de la vida, en amor de Dios
“como la abeja que saca de todas las yerbas la miel que allí hay”
(C 27,8). San Juan de la Cruz dejó todo esto estampado en el
dicho: “Adonde no hay amor, ponga amor y sacará amor” (Ep 26).
El que anda en amor descubre milagros, ve cómo lo pequeño
es más poderoso que la fuerza, comprueba cómo la paz termina
siendo más fuerte que las armas. El amor hace posible que el
balbuceo de un niño cree más comunicación que los satélites que
surcan el cielo y que una flor en el desierto desafíe a las monó­
tonas montañas de arena.
Con el amor a cuestas no se asusta de 1? debilidad y flaqueza
de los otros; no les cansa ni la pequeñez ni la pobreza. Con la
mirada de amor ilumina los rostros tristes y cansados, levanta a
los que andan encorvados por el peso excesivo de la vida, da
nombre nuevo a los que antes sólo eran un número, hace brotar
sonrisas entre la multitud. Es como la luz del sol, que penetra por
la ventana, y como el aroma de las flores, que se extiende por los
campos. “Siente una nueva primavera en libertad y anchura y
alegría de espíritu” (CB 39,8). Dios, con su amor, posibilita el
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amor adulto, el fortalecimiento del yo. Lleva al hombre a la


autoposesión, a la aceptación de sí mismo. El hombre experi­
menta la plenitud: “Porque aquí vienen en uno a juntarse todas
las riquezas del alma y van allí a entrar los ríos del amor del alma
en la mar, los cuales están allí ya tan anchos y represados, que
parecen ya mares” (L 1,30). “Le parece al alma que no tiene Dios
otra en el mundo a quien regalar” (L 2,36), y a la vez siente que
todo el universo es un mar de amor en que ella está engolfada,
no echando de ver término ni fin donde se acabe ese amor” (L
2,10).
El hombre cansado necesita el ejercicio del amor para seguir
existiendo. El amor está presente en el mundo, porque Dios lo ha
derramado. La pobreza y la sencillez lo sacarán a la luz y lo
comunicarán. Donde él esté, surgirá un oasis para descanso de los
caminantes; donde él brote, el Espíritu estará dando respuesta a
los nuevos problemas que afligen a las gentes de hoy. Nada está
perdido mientras cada mañana la humanidad se encuentre con una
oferta de resurrección, gracias a que, de noche y en las noches,
hombres y mujeres seguidores de la estela de Jesús de Nazaret,
dejaron la tierra sembrada de semillas de amor. ¡Ojalá que los
niños y los jóvenes crezcan y trabajen en el amor! Con ellos en
medio, lo insípido encontrará sabor, el aburrimiento dejará paso
al gozo, el cansancio a la alegría de Dios. “El alma que anda en
amor ni cansa ni se cansa” (LB 2,18).

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