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Historia de Colombia.

País fragmentado, sociedad dividida


marco palacios
frank safford

Historia de Colombia.
País fragmentado, sociedad dividida

Traducción de Marco Palacios,


excepto el capítulo 10, traducido por Ángela García
Safford, Frank Robinson, 1935-
Historia de Colombia. País fragmentado, sociedad dividida / Frank Safford, Marco Palacios;
traducción Ángela García. — Bogotá: Ediciones Uniandes, 2011.
596 p. : il., mapas ; 17 x 23 cm.
Título original : fragmented land divided society.
isBn 958-04-6509-6
1. Colombia - Historia 2. Violencia política - Historia - Colombia - Siglo xx I. Palacios, Marco,
1944- II. García, Ángela, tr. III. Tít. IV. Serie 986.1 cd 21 ed.
AHH2512

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

© Frank Safford, Marco Palacios, 2011

Décima reimpresión: Febrero de 2012


Primera edición: 2002

© Universidad de los Andes – Facultad de Administración, 2012


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3
La Conquista

los capítulos anteriores nos mostraron cómo los ríos y montañas fraccio-
naron las culturas precolombinas en tres zonas principales: la costa del Caribe y
el valle del Bajo Magdalena; las altiplanicies orientales y, finalmente, el occiden-
te, con variaciones significativas entre los diversos grupos que habitaron cada
una de estas zonas. La conquista y colonización españolas perpetuaron y alen-
taron tales divisiones, entre otras razones porque los conquistadores penetraron
el país por diferentes rutas. Sus aspiraciones de dominar las regiones que iban
ocupando ratificaron la fragmentación ya sugerida por la topografía.
Los primeros encuentros ocurrieron a lo largo de la costa del mar Caribe.
Al primer viaje de exploración y comercio de Alonso de Ojeda a La Guajira (1499)
le siguió el de Juan de la Cosa (1501), quien identificó las características geográ-
ficas más sobresalientes, en especial las bahías de Cartagena y Santa Marta y la
desembocadura del río Magdalena. De este par de exploraciones, en las que se
efectuaron breves contactos en La Guajira, la comarca de Cartagena y el golfo de
Urabá, nacieron en 1508 dos proyectos de establecimiento permanente. La Co-
rona asignó a Diego de Nicuesa un territorio al occidente del golfo de Urabá, la
provincia de Veraguas, y a Ojeda y sus asociados una franja que partía del mismo
golfo hasta el Cabo de la Vela en la península de La Guajira, la llamada provincia
de la Nueva Andalucía. Ojeda y sus hombres dominaron y esclavizaron a las
poblaciones del área de la actual Cartagena, y siguiendo por la costa hacia el oc-
cidente llegaron al golfo de Urabá donde la resistencia de indígenas diestros en el
manejo de las flechas envenenadas, el arma más temida por los conquistadores,
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los forzó a retirarse. Finalmente el grupo se estableció en la región del Darién, al


occidente del golfo, dominando tribus menos rebeldes, aunque esta zona había
sido encomendada en realidad a Nicuesa. De ahí nació el asentamiento de Santa
María la Antigua del Darién, base de la colonización española de Castilla del
Oro en el istmo de Panamá.
En las décadas de los años 1520 y 1530, Panamá brindó una buena base
para controlar el golfo de Urabá y explorar la región del Chocó en la esquina
noroccidental de la actual Colombia. Por la misma época, Panamá fue la base de
la expedición de Francisco Pizarro quien, después de subyugar la mayor parte
del Perú, despachó hacia el norte una expedición bajo el mando de Sebastián de
Belalcázar. Esta entró al territorio colombiano por la actual frontera con Ecua-
dor y entre 1536 y 1538 conquistó el suroccidente: las regiones de Pasto, la costa
pacífica y el valle del Cauca. Los hombres de Belal­cázar también pasaron por el
valle del Alto Magdalena y después empezaron a echar las bases para el control
de Antioquia.
Mientras estas expediciones llevaban a los españoles circularmente de Pana-
má al Perú y del Perú al occidente colombiano, el territorio caribeño era explorado
partiendo de tres cabezas de playa. La primera se emplazó en la provincia de Santa
Marta, a mediados de la década de los años 1520. Sus límites llegaron a ser el Cabo
de la Vela en el oriente y el río Magdalena en el occidente. Poco después se instaló
más al oriente una base competidora en Coro, en la costa de la actual Venezuela. El
establecimiento venezolano, al mando de alemanes, fue autorizado expresamente
por Carlos V como una forma de pago a los banqueros Welser. En 1533 se estable-
ció en Cartagena un tercer contendiente, Pedro de Heredia, cuya jurisdicción iba
desde la margen occidental del río Magdalena hasta el golfo de Urabá.
Cualquiera que fuese la zona de conquista, la operación inicial no pasó
del saqueo. Los conquistadores esperaban que los indios los alimentaran y los
atiborraran de oro. Cuando se cumplían estas dos condiciones, las relaciones
entre europeos y amerindios fueron tranquilas, al menos por un tiempo. Pero
alimentar europeos, con maíz o con oro, solo hizo acrecentar su apetito y sus
exacciones. En consecuencia, independientemente de cuan pacíficos o belicosos
fueran en principio los indios, la mayoría terminó rebelándose o escapándose.
La rapacidad de los conquistadores no solo reflejaba la codicia europea en
general. También debe entenderse en función de la estructura económica de la
empresa conquistadora. Cada una de las cabezas de playa dependía de los cen-
tros de abastecimiento instituidos: Santo Domingo, Cuba y Jamaica para la costa
del Caribe, Panamá para el Perú. Estos centros aprovisionaban a los conquis-
tadores de caballos, municiones, vestuario y alimentos europeos. En las zonas
de conquista, la escasez de estos bienes y la inflación causada por las bonanzas
locales ponían los precios en un nivel de ocho a diez veces más alto que el de
las islas del Caribe. Así, las importaciones resultaban muy costosas y debían
pagarse con un sustancial excedente exportable de oro, perlas, esclavos… lo que
hubiera a la mano.
Historia de Colombia. País fragmentado, sociedad dividida 43

Las mismas condiciones empresariales de la conquista estimulaban la


rapacidad. Mientras que muchos conquistadores de base debieron endeudarse
para adquirir los suministros esenciales, los organizadores incurrían en enormes
deudas para conseguir embarcaciones y el equipo de la expedición. La carga de
estas deudas, contraídas en los centros de abastecimiento, combinada con una
ola de posesividad generalizada, forzaba a los jefes expedicionarios a saquear
cualquier tesoro o bien hallado y a imponer a sus soldados precios de monopo-
lio. Estos últimos, cada vez más endeudados, empezaron a demostrar insatis-
facción, elevar quejas y reclamar nuevas expediciones, de suerte que también a
ellos les correspondiera algo del botín para pagar a sus acreedores y, de ser posi-
ble, poder regresar ricos a E
­ spaña. El endeudamiento y la ambición insatisfecha
fueron así, el motor de la conquista.
Un ejemplo de este proceso tuvo lugar en la provincia de Carta­gena. A la
noticia del hallazgo de entierros de oro en sitios ceremo­niales del Sinú, el gober-
nador Pedro de Heredia envió a casi todos sus hombres a prolongadas expedi-
ciones de distracción mien­tras dispuso que sus esclavos africanos desenterraran
las piezas funerarias de oro y que los indígenas produjeran alimentos para es-
tos, dejando hambrientos a los expedicionarios. Al parecer, 200 conquistadores
murieron de hambre como consecuencia de esta táctica. La inflación de precios
causada por el hallazgo de los tesoros del Sinú obligó a muchos españoles a en-
deudarse todavía más y aquellos que se sintieron perjudicados, y consiguieron
sobrevivir, crearon la presión suficiente como para continuar las exploraciones
hacia el interior.
Los métodos de conquista variaban según las condiciones locales. Como
vimos, a lo largo de la costa del Caribe la actividad primordial consistió en escla-
vizar indios y remitirlos a Cuba, Jamaica y Puerto Rico. Este fue un objetivo fun-
damental hasta el final del decenio de los años 1530. Los diferentes tratamientos
dados a los indígenas dependieron muchas veces de la disponibilidad de fuentes
alternativas de riqueza. Puesto que en Santa Marta se agotó rápidamente la fase
de saqueo del oro, la esclavización llegó temprano y fue muy importante en
la economía de la Conquista. En contraste, en la zona de Cartagena los descu-
brimientos de los entierros de oro del Sinú retrasaron la transformación de los
indígenas en mercancía exportable.
Apreciamos una variación interesante en el asentamiento, temporalmente
pacífico, en la región de Urabá de expedicionarios de Castilla de Oro a principios
de la década de los años 1530. Julián Gutiérrez, jefe del grupo que llegó a Urabá,
estableció relaciones ­comerciales verdaderamente amistosas con los indígenas
de la región y ­cimentó el vínculo casándose con una hermana del cacique do-
minante. Pero la armonía se rompió en 1535 cuando Pedro de Heredia apresó a
Gutiérrez por invadir sus dominios. Los cartageneros procedieron a plantear a
la población nativa sus acostumbradas demandas, con el resultado predecible de
éxodo y rebelión. En últimas, un gobernador de Cartagena se vio precisado en
1539 a invitar a Gutiérrez a retornar a Urabá en son de paz.
44 Marco Palacios - Frank Safford

Al depender del saqueo, los primeros asentamientos de Cartagena y Santa


Marta fueron extremadamente inestables. Ya en el decenio de los años 1520 los
indios de Santa Marta se sublevaron, negándose a proveer alimentos. Muchos se
replegaron a las zonas montañosas de la Sierra Nevada, donde los españoles no
podían emplear sus caballos. En estas condiciones y como una salida desespera-
da, los conquistadores debieron adentrarse en el territorio para descubrir oro o
esclavizar otros indígenas.
Estas expediciones llevaron al grupo samario a acometer en 1531-1532 la
subida del Magdalena. Río arriba encontraron asentamientos indígenas de alta
densidad humana, como Tamalameque, el pueblo nativo más grande que ha-
bían visto hasta la fecha. Allí se enteraron de que el río podía remontarse por
otros “cinco meses”. La buena nueva renovó sus esperanzas de que el Magda-
lena los llevaría a descubrir “muy grandes secretos” y estimuló una nueva em-
presa expedicionaria.
Simultáneamente las noticias del descubrimiento del Perú des­ es­
ta­­
bilizaron, todavía más, a Santa Marta. El éxito de Francisco Pizarro movió a
muchos conquistadores del grupo samario, y también del cartagenero y de
otros lugares del Caribe, a marchar al Perú. Pero el gobernador de Santa Marta
planteó que el Magdalena podía ser una ruta al Perú y “al Mar del Sur”. Una
expedición río arriba (1533-1535) terminó siendo un nuevo desastre. Después
de dieciocho meses, el balance arrojaba pérdidas. En 1534 Santa Marta estaba al
borde del colapso. Faltaban los alimentos y cundía la discordia. Había perdido
los hombres que partieron al Perú, los que emprendieron la expedición por el
Magdalena y los que murieron por las enfermedades que afectaban a los nova-
tos en las Indias. En 1535 no había en Santa Marta más que nueve soldados de
caballería y cuarenta de infantería, incapaces de garantizar la seguridad de la
ciudad frente a las cada vez más confiadas y agresivas incursiones de los arque-
ros indígenas.
La suerte de la conquista, aunque no de la misma Santa Marta, cambió
aquel año. La Corona puso la moribunda provincia en manos de Pedro de Lugo,
el adelantado de las Islas Canarias, a cambio de una buena infusión de hombres
y caballos. Con los recursos aportados por Lugo, Santa Marta organizó una ex-
pedición mayor por el río Magdalena. En abril de 1536 salieron por tierra hacia
el sur unos seiscientos hombres al mando de Gonzalo Jiménez de Quesada, gra-
duado en derecho de Salamanca y principal funcionario judicial de la provincia.
Seis o siete embarcaciones pequeñas navegarían a un punto de encuentro con
la expedición terrestre en el Bajo Magdalena. Las cosas empezaron mal. Se per-
dieron varias embarcaciones en una tormenta en las bocas del Magdalena y las
restantes fueron a dar a Cartagena. Mientras tanto, la fuerza principal empezó a
sentir el acoso del hambre, las flechas envenenadas de los indios, el calor húme-
do y el efecto de zancudos, garrapatas y lombrices. Abriendo camino, la fuerza
de Jiménez de Quesada recorrió unos 480 kilómetros y llegó a La Tora, la futura
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Historia de Colombia. País fragmentado, sociedad dividida

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Mapa 3.1. Principales rutas del descubrimiento y de los conquistadores.

San Agustín

Pasto

Fuente: Atlas de mapas antiguos de Colombia siglos xvi a xix. Bogotá, Litografía Arco (Eduardo Acevedo
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46 Marco Palacios - Frank Safford

Barrancabermeja. Cuando una patrulla exploratoria descubrió que aguas arriba


el río era demasiado rápido para ser fácilmente navegable y que los parajes ribe-
reños estaban deshabitados, de suerte que no habría cómo conseguir alimentos,
muchos quisieron devolverse. Además, varios compañeros morían por el clima
insalubre de La Tora. Sin embargo, las esperanzas renacieron cuando se toparon
con unos panes de sal, hechos al parecer mediante un proceso distinto al de la sal
marina que les era familiar en el Caribe. Quizás alguna cultura indígena rica y
avanzada los aguardaba adelante. En otro reconocimiento por un río tributario,
el Opón, una patrulla encontró una canoa amerindia y, luego, unas bodegas que
guardaban panes de sal y mantas de algodón de colores que parecían utilizarse
para el comercio. Más confiados, los hombres de Jiménez de Quesada siguieron
el cauce del Opón y el camino indígena, y luego se abrieron paso por entre las
densas selvas de esta vertiente de la cordillera Oriental. Finalmente, a principios
de marzo de 1537, once meses después de salir de Santa Marta, unos ciento se-
tenta hombres y treinta caballos emergieron a las planicies andinas habitadas
por los muiscas.
En las planicies muiscas, los conquistadores se sintieron como en el paraí-
so. Los valles, frescos con su clima de montaña, compensaban las penalidades y
enfermedades de la ardua travesía por el Bajo Magdalena. En las extensas me-
setas vivían densas poblaciones de cultivadores sedentarios que, al huir de sus
hogares, les dejaban comida abundante. Finalmente los muiscas dieron pelea,
usaron espadas y lanzas de madera y no las temibles flechas de los caribes. Y
aunque estos pueblos no tenían oro en las cantidades halladas en algunos luga-
res de la costa, sus riquezas incluían la novedad de las esmeraldas.
Jiménez de Quesada quedó impresionado por la densidad de la población
y el esplendor de las casas de sus señores. Si bien estaban construidas con made-
ra y barro y techadas con paja, eran las más grandes, complejas y ornamentadas
que habían visto. De sus altos techos cónicos salían astas que sostenían hojas de
oro que ondulaban al viento. El exótico esplendor de estos “palacios” llevó a
Jiménez de Quesada a llamar a la Sabana de Bogotá “el Valle de los Alcázares”,
en imaginativa referencia a las fortalezas de su Andalucía nativa.
Muy pronto Jiménez de Quesada empezó a referirse a la zona muisca como
“el Nuevo Reino de Granada”. Con ello reconocía que además de su separación
física, la cultura de sus pueblos representaba algo diferente de las del Caribe. El
vocablo expresaba un móvil político. Confiaba en que el descubrimiento de un
“reino”, nuevo y diferente, daría sustancia a su alegato según el cual este existía
aparte de la base expedicionaria original, la provincia de Santa Marta. A lo largo
de la Colonia los habitantes del oriente retuvieron una identidad con el “nuevo
reino” y su población española era llamada con frecuencia “los reinosos”.
A pesar de la magnitud de la población muisca, su conquista resultó fácil.
Además de las ventajas del clima, la abundancia de alimentos y un antagonista
poco temible, las planicies permitían a los españoles hacer uso efectivo de la
caballería, cuyas cargas aterrorizaban a la población. Las querellas políticas en-
Historia de Colombia. País fragmentado, sociedad dividida 47

tre los muiscas facilitaban la conquista. Además de las rivalidades entre dos, y
posiblemente entre cuatro o cinco señores, también se presentaban rencillas suce-
soriales dentro de cada grupo. Tales conflictos, especialmente en la zona del Zipa
de Bacatá ─la primera que encontraron los españoles─ les permitieron atraer alia-
dos indios, quienes les ayudaron a someter toda la zona. De esta forma, un grupo
de unos 170 europeos pudo conquistar un área habitada probablemente por más
de un millón de indígenas.
Con todo, la conquista de los muiscas tomó diez meses porque los esfuer-
zos iniciales se concentraron en descubrir tesoros más que en dominar pobla-
ciones. Una vez entraron a los altiplanos por la región de Vélez, se dirigieron
hacia el sur hasta encontrar el c­ entro político del Zipa. Derrotaron sus fuerzas
y Jiménez de Quesada despachó comisiones exploratorias hacia las vertientes
occidentales de la Sabana, una zona de frontera entre los muiscas y los pan­ches,
como los españoles solían llamar a todo pueblo que usara flechas envenenadas.
El cuerpo expedicionario principal se dirigió al norte y se topó con las minas
de esmeralda de Somondoco, maravillándose por la forma sistemática como las
explotaban los indios. Cuando este grupo divisó los Llanos Orientales a través
de un boquerón cordillerano, Jiménez de Quesada ordenó una exploración in-
mediata de la zona. Después de muchos meses de reconocimiento del territorio
llanero, los españoles se enteraron de la existencia del Zaque de Hunza, y se apo-
deraron de su persona y tesoro. En Hunza supieron del templo de Sogamoso, y
su intento de saquearlo terminó en el incendio de la edificación. Entonces, con
muchos aliados indígenas, sometieron al señor de Duitama o Tundama, quien
mantenía el último bastión muisca.
A su regreso a la Sabana de Bogotá, los conquistadores supieron que una
parte del oro atesorado por los muiscas provenía de su comercio con pueblos del
Alto Magdalena. El mismo Jiménez de Quesada tomó el mando de una nueva ex-
pedición a la región de Neiva, sufriendo los rigores del clima y encontrando tan
poco oro que llamó a la región “el Valle de las Tristezas”. Pero habría más expe-
diciones, como la que puso al mando de su hermano Hernán Pérez de Quesada,
dispuestas a descubrir las apetecidas tierras del Amazonas, a las que se atribuían
inmensas riquezas tanto en oro como en misterio. Después de varios meses de
abrirse camino por entre montañas selváticas, Hernán Pérez de Quesada regresó
asegurando haber llegado a unos tres o cuatro días de marcha del mítico reino.
A principios de 1539, al año de establecer su dominio sobre los muiscas,
ocurrió algo insólito. Jiménez de Quesada se enteró casi simultáneamente de
que dos fuerzas expedicionarias europeas se aproximaban al Nuevo Reino de
Granada. Una, comandada por Sebastián de Belalcázar, había fundado Quito en
1534 y siguiendo al norte fundó Cali primero y después Popayán en 1536. Estas
empresas al norte de Quito pusieron a Belalcázar en dificultades con Pizarro,
quien sospechó que su lugarteniente intentaba establecer un reino independien-
te. En enero de 1538, Pizarro ordenó el arresto de Belalcázar. Este huyó en marzo
48 Marco Palacios - Frank Safford

con 200 españoles y un grupo mayor de cargueros indígenas. En busca de “El


Dorado”, la expedición llegó a Popayán y cruzó la cordillera Central rumbo al
oriente. Después de cuatro meses de soportar las condiciones de las montañas
altas, nevadas e inhóspitas, incapaz de obtener alimentación de indígenas tan
hostiles como los elementos y de perder muchos caballos y cargueros, el grupo
entró, finalmente, al valle del Alto Magdalena. Los expedicionarios dominaron
con facilidad a los nativos, encontraron alimento y algún oro. Siguiendo al norte,
la fuerza de Belalcázar se encontró con una patrulla de Jiménez de Quesada que
había partido en su búsqueda.
Poco después de que Jiménez de Quesada hubiera despachado esta últi-
ma, se enteró de que otra expedición europea merodeaba por las montañas al
sur de Bogotá. Resultó ser la del alemán Nicolás de Féderman. Había salido de
Coro en diciembre de 1536, con 300 hombres y 130 caballos. Después de más de
dos años de travesía hacia el sur, atravesó los Llanos Orientales y, finalmente,
remontó la cordillera para llegar al territorio de Jiménez de Quesada. Féderman
perdió 70 europeos, 40 caballos e innumerables cargueros indígenas.
El arribo casi simultáneo de Belalcázar y Féderman fue extraordinario si
se consideran sus momentos y puntos de partida. El encuentro de las tres hues-
tes debió ser bastante pintoresco. La fuerza de Belalcázar correspondía más a la
imagen convencional de los conquistadores; no obstante los ocho meses de duro
viaje, aún venía equipada con el vestuario y las armas europeas, acompañada
de sirvientes indios (yanaconas) de Quito y una buena piara. Los otros grupos
se veían menos imponentes. Los casi tres años que llevaban las fuerzas de Jimé-
nez de Quesada desde que salieron de Santa Marta habían dado buena cuenta
del vestuario, y ahora estos conquistadores andaban ataviados con mantas y
sandalias muiscas. Los alemanes también habían perdido sus ropajes y llegaban
cubiertos con pieles de animales.
Dejando a un lado esta escenografía, la trama no podía ser más propicia
para un conflicto violento. Jiménez de Quesada lo evitó hábilmente al pactar pri-
mero con Féderman, cuyos hombres debían estar en una condición desesperada,
antes del arribo de las huestes de Belalcázar. Así, los tres llegaron a un acuerdo
mediante el cual 30 hombres de Belalcázar y todos los de Féderman permanece-
rían en el Nuevo Reino como beneficiarios de la conquista hasta que la cuestión
del título fuera resuelta por las autoridades en España.
Cuando los tres conquistadores zarparon juntos para España a plantear
sus respectivos casos, se desató una fuerte competencia entre todos los nodos
de autoridad de esta porción de la Suramérica española. Los gobernadores de
Venezuela, Santa Marta, Cartagena y Panamá reclamaron derecho de posesión
sobre el reino de los muiscas. La vaguedad de las nociones de la geografía ameri-
cana y de las concesiones reales daba algún viso de validez a las distintas peticio-
nes. Desde Venezuela se decía que Bogotá estaba situada directamente al sur del
lago de Maracaibo y por tanto en territorio venezolano. Las autoridades de Car-
Historia de Colombia. País fragmentado, sociedad dividida 49

tagena se valieron del optimismo para sugerir que el río Magdalena serpenteaba
de forma tal que el Nuevo Reino, aunque en la ribera oriental del río, quedaría
en la línea longitudinal de Cartagena y no en la de Santa Marta. Belalcázar, las
autoridades de Panamá y todos los abogados de los intereses occidentales argu-
mentaban que el acceso a los altiplanos orientales sería más fácil por el Pacífico
que por la prolongada ruta a contracorriente del Magdalena. La Corona confir-
mó la petición de Santa Marta no tanto quizás por consideraciones geográficas
sino por la prioridad de los derechos de conquista de Jiménez de Quesada.
El accidente histórico de que una expedición samaria alcanzara los al-
tiplanos muiscas antes que la de la costa pacífica o la de Venezuela confirmó
políticamente las tendencias establecidas por la topografía. Colombia estaba di-
vidida entre oriente y occidente a lo largo de dos ejes norte-sur. La altura de la
cordillera Central ya había determinado en la era precolombina que el territorio
estuviera dividido en dos zonas distintas. El reconocimiento de los derechos de
Jiménez de Quesada tradujo al mapa político la realidad geográfica. El hecho de
que el occidente colombiano fuera descubierto y sometido por conquistadores
que venían del Perú, y secundariamente de Cartagena y Panamá, tuvo un efecto
similar al confirmar políticamente la misma división entre oriente y occidente.
Los conquistadores del Perú aseguraron el predominio en el occidente,
aunque enfrentaron hasta fines de la década de los años 1540 una seria oposición
de grupos rivales de Panamá y Cartagena. A fines de 1538, Pascual de Andagoya
recibió en Panamá la autorización para conquistar y poblar desde allí, y hasta el
dominio de Pizarro en el Perú, una jurisdicción conocida como la provincia del
Río San Juan. Pero cuando se hizo esta dispensa real, los hombres del Perú ya
se habían establecido en Cartago, extendiendo implícitamente su dominio hasta
allí. A principios de 1540, cuando Belalcázar llegó a Buenaventura procedente
de Cali, el grupo peruano ya estaba explorando y subyugando a los indígenas
en una región ubicada más al norte del actual departamento de Caldas. De este
modo el territorio entre Panamá y los dominios bajo control peruano se había
reducido sustancialmente en relación con los límites trazados a la provincia del
Río San Juan.
Pero cuando Andagoya llegó a Cali en mayo de 1540 y reclamó jurisdic-
ción sobre un territorio que comprendía desde Popayán ­hacia el norte, los ve-
cinos, en ausencia de Belalcázar, aceptaron su autoridad. Empero, en febrero
del año siguiente este regresó de España con el título de gobernador de la pro-
vincia de Popayán, con lo que pudo mantenerse a salvo de Pizarro y expulsar a
Andagoya. Aunque Andagoya no volvió a amenazar la integridad de la nueva
provincia, a partir de entonces Popayán y Panamá se disputarían el control de la
región vecina del Chocó.
El desafío de los cartageneros al grupo peruano se circunscribió a los ac-
tuales departamentos de Antioquia y Caldas. A comienzos de 1538, cuando Be-
lalcázar estaba en Quito y preparaba su fuga expedicionaria, varios grupos de
50 Marco Palacios - Frank Safford

Cartagena exploraban al sur del golfo de Urabá. Juan Vadillo, en busca de las
minas que producían el oro encontrado en los entierros del Sinú, atravesó la
sierra de Abibe y llegó a Riosucio; remontó la cordillera Central y descendió al
Bajo Cauca, cerca de las minas de Buriticá. De allí siguió el curso del río hacia el
sur hasta el actual territorio caldense.
A la sazón, Lorenzo de Aldana gobernaba en Cali, en reemplazo de Belal-
cázar y en nombre de Pizarro. Al tanto de los movimientos de Vadillo, envió a
Jorge Robledo al mando de una expedición que reclamaría los actuales territo-
rios de Antioquia y Caldas. En esta misión, Robledo fundó en agosto de 1539 un
pueblo efímero, Santa Ana de los Caballeros, en la región que hoy es Anserma.
Usándolo como base, exploró con sus capitanes gran parte de la zona caldense
mucho más minuciosamente que Vadillo y llegó hasta Buriticá, en cuyas proxi-
midades fundó la ciudad de Antioquia en 1541, lo que le daría pie para reclamar
derechos sobre toda la región. Con intenciones de independizarse de Cali y for-
mar su propio dominio, Robledo prosiguió hacia el norte para caer en manos de
las fuerzas de Heredia, que lo a­ rrestaron y luego pusieron la nueva fundación
bajo el mando de Cartagena.
De este modo empezó la querella entre Popayán y Cartagena por el con-
trol de la ciudad de Antioquia y su región. Esta lucha, intrincada por la aparición
de caudillos menores que se aliaban con uno u otro de los bandos principales,
llegó a su fin cuando Robledo regresó de España en octubre de 1546. Traía el
título de mariscal y la representación del visitador de Cartagena para servirle de
emisario en un área que iba de Antioquia a Cartago. Robledo ­fundó otra ciudad
al sur de las minas de Buriticá, Santa Fe de Antioquia. En lo que siguió del siglo
xvi y hasta bien entrado el siglo xvii, esta ciudad se convirtió en el asentamiento
español más importante y estable en la altamente móvil provincia minera de An-
tioquia. La suerte de su fundador sería distinta. En octubre de 1546 fue aprehen-
dido por Belalcázar y ajusticiado, acto por el cual este fue acusado de asesinato
y arrestado cuatro años después.
A mediados del siglo xvi, los tres caudillos que lucharon por el control de
Antioquia ya habían salido de la escena y fueron reemplazados por administra-
dores de la Corona. Sin embargo, durante la mayor parte del periodo colonial
Antioquia seguiría ligada a ambos polos. El valle del río Cauca la abastecía de
ganado, mientras que Cartagena era su fuente de esclavos y mercancías de ul-
tramar.
Otra área disputada por Popayán, esta vez con Santa Fe de Bogotá, fue la
de Neiva. Si bien las huestes de Quesada llegaron a la zona un año antes que las
de Belalcázar, estas últimas se preocuparon por fundar poblaciones con el fin de
sustentar sus reclamos territoriales. En diciembre de 1538 fundaron Calamo, que
luego sería Timaná, cerca del nacimiento del río Magdalena. Al año siguiente
establecieron Guacacallo, la futura Neiva, con el ánimo expreso de neutralizar
cualquier posible reclamo de Jiménez de Quesada. Debido a la fundación de
Historia de Colombia. País fragmentado, sociedad dividida 51

estos pueblos, su proximidad relativa a Popayán y al carácter intermitente de


Neiva en el siglo xvi, la región quedó bajo la jurisdicción de Popayán. Sin em-
bargo, a comienzos del siglo xvii el territorio que hoy forma el departamento del
Huila pasó al control de Santa Fe de Bogotá, sede de una audiencia cada vez más
poderosa. Aun así, la región de Neiva continuó siendo disputada por Santa Fe
y el occidente. A lo largo del siglo xvii, ambos trataron de asegurar la carne del
ganado que pastaba en sus praderas naturales.
4
Los primeros asentamientos españoles

es difícil trazar una línea divisoria entre los periodos de la conquista y la


colonización. La fundación de Santa Marta y Cartagena demuestra que desde su
llegada los españoles erigieron asen­tamien­tos permanentes. La Conquista se dio
como un proceso de etapas sucesivas; no bien se consolidaba un asentamiento,
se abrían nuevas fronteras. Por otra parte, hasta fines del siglo xvi persistieron,
aun en las áreas más consolidadas, elementos de inestabilidad y valores y con-
ductas característicos de las primeras épocas de la Conquista.

Fundaciones
La encomienda fue la institución básica en la organización inicial del asenta-
miento español. Enraizada en la última etapa de la reconquista cristiana de la
península ibérica, alcanzó nuevas ­formas durante la ocupación del Caribe y Mé-
xico. Mediante la encomienda americana la Corona española cedió a los líderes
de la conquista el derecho de asignar indios a sus seguidores en recompensa por
servicios. ­Según el concepto legal, el encomendero era titular del derecho a per-
cibir el tributo que las comunidades indígenas debían al rey. A cambio de esta
concesión, el encomendero quedaba obligado a proveer la defensa del reino y a
evangelizar a los indios que le fueran encomendados.
Esta era la encomienda legal. En la práctica, sin embargo, y durante la
mayor parte del siglo xvi, guardó poca semejanza con la institución tal como fue
concebida en Castilla. Durante las primeras décadas de la Conquista, la enco-
mienda sirvió para encubrir la arbitrariedad continuada y la desaforada apro-

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