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DEMOCRACIA
El viaje inacabado (508 a.C.-1993)
bajo la dirección de John Dunn
Ensayo
TUSOUETS
Las ciudades-república italianas
Quentin Skinner
70
de que sus experimentos de autogobierno fueron lamentablemente cortos
en casi todos los casos. La principal fuente de su inestabilidad radicó
en el hecho de que la mayoría de los podestà habían sido originaria
mente propuestos por la nobleza, que desde el principio trató de do
minar a los consejos rectores establecidos. Esto, a su vez, produjo otra
novedad constitucional en la primera mitad del siglo xm Los ciudadanos
que se sentían excluidos empezaron a agruparse en «sociedades» inde
pendientes y elegir a sus propios consejos y capitani cuya jurisdicción
entraba en conflicto con la del podestà. Tales societates lograron el re
conocimiento oficial en Bolonia hacia 1220, en Pisa alrededor de 1230
y en Florencia, Padua y Arezzo a mediados del siglo xm.
Como es natural, la admisión de esa pluralidad de jurisdicciones
y lealtades distintas tuvo como resultado una lucha civil endémica. El
ejemplo más famoso (inmortalizado por Shakespeare en Romeo y Ju
lieta) fue el conflicto mantenido en Verona por espacio de veinte años
durante la primera mitad dol siglo x i i i , entre los Montesco, supuestos
defensores de los popolani, y la nobleza de rancio abolengo. Pero éste
sólo fue uno más entre otros muchos conflictos similares. Como diría
Giovanni da Viterbo en su tratado El gobierno de las ciudades (ca. 1250),
«hoy en día cada ciudad está prácticamente dividida dentro de sí
misma, con el resultado de que los efectos del buen gobierno ya no
se notan» (Giovanni da Viterbo, pág. 221, 1901).
A veces, como en el caso de Venecia, la lucha de facciones fue re
primida con eficacia. Pero en la mayor parte de los casos provocó una
nueva situación política que, a su vez, significó el final de las ciudades-
república. A principios del siglo XIV, muchas ciudades empezaron a
perder o a ceder voluntariamente sus constituciones de autogobierno
a los signori hereditarios, con el propósito de asegurar una mayor uni
dad y la paz civil. Por este método Ics Visconti re convirtieron en sig
nori de Milán en una fecha tan temprar a como 1277 y de Bolonia en
1330. De manera similar, el municipio de Pisa cayó bajo el dominio
de una serie de señoríos hacia fines del siglo xm. Los Carraresi fueron
aceptados formalmente como signori de Padua en 1339, mientras que
Arezzo perdió finalmente su independencia ante Florencia en 1384. La
misma Florencia continuó siendo una república hasta principios del
siglo xvi, pero entre tanto sucumbió bajo los Medici y fue absorbida
en el gran ducado de Toscana en 1569. De todas las ciudades-estado
del Renacimiento, sólo Venecia sobrevivió como república autónoma,
condición que logró conseivnr hasta su derrumbamiento en 1797. Sin
embargo, por entonces se había convertido ya en el prototipo del es
tancamiento y de la decadencia, un mero depósito, como diría Ruskin
en Las piedras de Venecia, «de vanidad acumulada y culpabilidad pu
trefacta». La sombría moraleja que extrajo la mayoría de los primeros
teóricos políticos de la lluropa moderna sobre la historia de las ciu
dades-república italianas fue que el autogobierno constituye tan sólo
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una receta para el caos, y que para mantener el orden público es im
prescindible la existencia de una monarquía fuerte, sea cual sea su
modalidad.
La segunda advertencia importante es que sería muy anacrónico
suponer que, incluso en su época de esplendor, las ciudades-república
se consideraron alguna vez defensoras de un gobierno «democrático».
Durante el primer siglo de su desarrollo, el mismo término «dem o
cracia» era prácticamente desconocido. A lo largo de este periodo las
ciudades obtuvieron su principal base teórica de los defensores de la
antigua repúblicn romana, especialmente de los tratados morales de
Cicerón y las historias de la Rema republicana escritas por Salustio
y Tito I.ivlo. Pero ninguno de estos autores hace en ningún momento
referencia al concepto <lr «democracia» o gobierno «democrático»,
lista terminología sólo ocupó un lugar central en el.discurso político
europeo cuando Guillermo de Moerbeka, primer traductor de la Po
lítica de Aristóteles ni Intín, a mediados del siglo Xin, eligió la palabra
democratia para traducir (o más bien transliterar) el término utilizado
por el autor en el libro tercero de su obra para designar al gobierno
del pueblo.
Incluso después de que- el término se generalizara, los dirigentes
de las ciudades-república italianas se habrían horrorizado al oír que
sus sistemas constitucionales recibían el nombre de «democracias».
Cuando Aristóteles habla de democracia, utiliza el término para de
signar lo que Moerbeka describe como tina de las «transgresiones» del
buen gobierno. Según el libro tercero de la Política, existen tres formas
legítimas de gobierno: la monarquía, la aristocracia y la «república»,
esto es, el gobierno de una persona, de unas pocas o de una multitud
en interés público. Las tres transgresiones correspondientes son la ti
ranía, la oligarquía y la democracia: el gobierno de una persona, unas
pocas o una multitud en su propio interés. Así, el término «democra
cia» llegó a ser usado, según la traducción de Moerbeka, como el nom
bre de «una forma de gobierno que se dirige al beneficio de los pobres
más que al interés común» (Aristóteles, 1279 b 7).
No transcurrió mucho tiempo antes de que esta interpretación del
concepto fuese formulada en un tono todavía más hostil. Uno de los
primeros y más influyentes autores que contribuyeron a esta situación
fue santo Tomás de Aquino en su tratado De regiminc pñncipum
(ca. 1270). Santo Tomás muestra una considerable admiración por las
repúblicas autónomas de su Italia natal, y en el capítulo cuarto incluso
recalca que «vemos por experiencia que una sola ciudad administrada
por magistrados electos a los que se cambia cada año, a menudo es
capnz de lograr mucho más que un rey que rige a tres o cuatro ciu
dades» (Tom ín de Aquino, pdg. 20, 1959). Pero ello no hizo que Tomás
de Aquino hablara a favor de las democracias. Por el contrario, en el
capítulo introductorio de su obra, insiste en que «un gobierno recibe
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el nombre de democracia cuando es inicuo y cuando es conducido por
un gran número de personas». «Una democracia», prosigue, «es, pues,
una forma de poder popular donde la plebe, por la pura fuerza de los
números, oprime al rico, con el resultado de que el conjunto del po
pulacho se convierte en una especie de tirano.» (Tomás de Aquino,
pág. 6, 1959.)
Así pues, aunque serio gravemente erróneo considerar a las ciu
dades-república italianas como democracias, en cierto sentido pode
mos hablar de su contribución a la historia de la teoría y la práctica
democráticas modernas. No sólo generaron una rica literatura política
en la que una serie de argumentos a favor del gobierno del pueblo se
articularon por primera vez en el pensamiento posterior a la época
clásica, sino que también desarrollaron una estructura de instituciones
que legaron a escépticos y entusiastas por igual un testimonio per
manente del hecho de que el autogobierno no consiste en una mera
fantasía utópica, sino que se trata de algo susceptible de llegar a ser
una realidad política.
Entre los principios del gobierno popular que llevaron a la práctica
las ciudades-república, el más evidente era el requisito de que todos
los cargos políticos fuesen electivos y se desempeñaran sólo durante
periodos de tiempo estrictamente limitados. Esto no significa, por su
puesto, que las ciudades-república celebraran con regularidad eleccio
nes democráticas en algún sentido parecido al moderno. El derecho
al voto estaba reservado a los varones que fueran cabeza de familia, los
cuales también debían demostrar que tenían propiedades devengadoras
de impuestos dentro de su dudad y que habían nacido en ella o por
lo menos residido continuamente dui ante un considerable número de
años. Sin embargo, dentro de esos límites, el principio de elección era
ampliamente respetado. S i utilizaba generalmente, en primer lugar,
para nombrar a los integrantes de los Grandes Consejos gobernantes.
El método habitual consistía en dividir a las ciudades en distritos elec
torales o contrada, dentro de los cuales los ciudadanos susceptibles de
ser elegidos decidían por sorteo quiénes serían electores en el consejo.
A continuación era habitual que los miembros del consejo actuaran
a su vez como electores de los podestà. Un método corriente en este
caso era que todo el consejo, compuesto generalmente por unos seis
cientos miembros, llevara a cabo por sorteo la constitución de un co
mité electoral formado por unos veinte miembros. Este grupo presen
taba una terna, y la elección final dependía del voto de todo el consejo.
Estos convenios fueron celebrados y legitimados en una literatura
política característica originada por las ciudades-república. Los trata
dos más antiguos que se conservan sobre ei gobierno de la ciudad da
tan de mediados del sltflo xiii, y el inris conocido es obra del maestro
de Dante, Brunetto Latini. Cm ndo éste publicó en 1266 su obra en
ciclopédica titulada El lil>ro del tesoro, incluyó en ella un capítulo final
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titulado «El gobiemo^de las ciudades», en el que se basaba en sus
propias experiencias, como ciudadano de Florencia y como exiliado en
Francia. Latini inicia su 'estudio estableciendo una insidiosa compa
ración entre las virtudes del gobierno electivo y las consecuencias ti
ránicas que presuntamente se derivan de los sistemas de gobierno he
reditario. Como él observa, «el pueblo en Francia y en casi todos los
demás países se ve obligado a someterse al poder de los reyes y otros
príncipes hereditarios», pero este tipo de gobernantes «se limitan a
vender los cargos públicos al mejor postor, casi sin ninguna preocu
pación por el bien o el benefìcio de sus ciudadanos». Esta corrupción
contrasta vivamente con el sistema «de gobernar las ciudades por un
aflo» que prcvnlrce en Italia, donde «los ciudadanos pueden elegir a
sus propio* podestà o signore». Latini insiste en que el resultado es que
sólo en Italia el pueblo «puede elegir a quienes actuarán de la manera
más beneficiosa para el bien común de la ciudad y de todos sus súb
ditos» (Latini, pág. 392, 1948).
El mismo cuestionamiento del gobierno hereditario aparece incluso
con mayor intensidad en la otra vertiente de la literatura política origi
nada por las ciudades-estado. Después de que la Política de Aristóteles
se difundiera ampliamente en el último tercio del siglo xm, una serie
de filósofos escolásticos empezaron a usar su autoridad para que fuese
más valorada la defensa del gobierno comunal. El teórico más im
portante que escribió al respecto fue Marsilio de Padua, quien publicó
su famoso tratado E l defensor de la paz en 1324, en el mismo momento
en que su ciudad natal se hallaba en trance de perder su sistema tra
dicional de gobierno electivo para ser sustituido por el seflorío here
ditario de los Carraresi. Marsilio inicia su tratado considerando los
orígenes y objetivos de las comunidades civiles, y en el curso de su
comentario hace una vehemente defensa del gobierno electivo opuesto
al hereditario. En el capítulo noveno hace la observación de que todos
los gobiernos obtienen su autoridad por elección, sucesión o conquista,
pero siempre que encontremos formas de gobierno «templadas» en
contraposición con las fermas «viciadas», se deberá sin excepción al
hecho de que el gobierno en cuestión llegó al poder con «el consen
timiento de los súbditos». De ello se desprende, según Marsilio, que
«los [gobiernos monárquicos] no electivos gobiernan a súbditos menos
voluntarios», y por lo mismo que «el modo de gobierno electivo aven
taja al no electivo». Sólo por el método de elección podemos confiar
en obtener «el mejor gobernante* y asegurar así un apropiado nivel
de justicia (Marsilio de Padua, El defensor de la paz, pág. 39).*
El hecho de que esta preferencia por el gobierno electivo estuviera
generalmente secundada por la tesis de la soberanía popular resulta
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incluso de mayor interés para los estudiosos de la democracia mo
derna. Según los apologistas de las ciudades-república, la razón fun
damental para insistir en que todos los cargos públicos deben ser elec
tivos es la de asegurar que quienes los ejercen no adquieran un estatus
superior al de los representantes asalariados del pueblo que los elige.
En consecuencia, se sostiene que la mejor forma de gobierno es aque
lla en la que el conjunto del pueblo, la universitas civium, sigue siendo
en todo tiempo el poseedor definitivo del imperium o autoridad so
berana.
Brunetto Latini nos ofrece la afirmación más enérgica de este com
promiso al principio del capítulo de su obra titulado «De los señoríos»:
«Existen tres formas de gobierno, una de ellas el régimen de los reyes,
la segunda el régimen de hombres principales, la tercera el régimen
del pueblo común, y de ellas la tercera es mucho mejor que las otras»
(Latini, pág. 211, 1948). Sin embargo, la exposición más precisa se
encuentra en E l defensor de la paz, de Marsilio de Padua, en cuyo ca
pítulo duodécimo afirma: «La ley óptima sólo sale de la auscultación
y del precepto de'toda la multitud», puesto que cada uno «podrá ver
allí si la ley propuesta se inclina más al bien de alguno o de algunos
que al de otros o de la comunidad, y contra eso protestar» (op. cit.,
pág. 56).
Con estas razones, Marsilio se declara a favor del principio fun
damental que más adelante le valdría una notoriedad perdurable al
norte de los Alpes, pero que tan sólo reflejaba en lenguaje filosófico
la práctica real de las ciudades-estado italianas: «Digamos, pues, mi
rando la verdad y el consejo de Aristóteles», que el legislador esencial
en una comunidad bien ordenada debe ser «el pueblo, o sea, la to
talidad de los ciudadanos o la parte prevalente de él, por su elección
y voluntad expresada de palabra en la asamblea general de los ciu
dadanos, imponiendo o determinando algo que hacer u omitir acerca
de los actos humanos civiles bajo pena o castigo temporal» (Marsilio de
Padua, op. cit., pág. 54).
A partir de este argumento básico, Marsilio llega a una conclusión
esencial. Cuando un conjunto de ciudadanos que actúan a través de
un consejo de gobierno acuerdan la elección de los funcionarios eje
cutivos y judiciales, esto no supone necesariamente el abandono de los
derechos de soberanía. Como dice Marsilio, la universitas o cuerpo de
ciudadanos sigue siendo siempre el Legislador, al margen de que haga
la ley directamente o la «haya encomendado hacer a alguno o algu
nos*. De ello se deduce que aquellos a quienes elegimos para que nos
gobiernen «nunca son ni serán absolutamente hablando el legislador,
sino sólo para algo y para algún tiempo y según la autoridad del pri
mero y propio legislador» (Mnrsilio de Padua, op. cit., prig. 54). Y de
esto se desprende, como subraya Marsilio en el capítulo decimoctavo,
que si nuestros gobernantes traicionan posteriormente la confianza en
7S
ellos depositada y no gobiernan en interés público, el pueblo soberano
sigue teniendo el derecho a apartarlos de su cargo y, si es necesario,
castigarlos.
A pesar de estas rotundas declaraciones, no debemos asumir que
los ideólogos de las ciudades-república creían en algo parecido a una
teoría de la soberanía popular en el moderno sentido democrático.
Como hemos visto, eran autores esencialmente «neoclásicos», que ob
tenían su principal inspiración de los filósofos de la polis griega y los
historiadores de la antigua Roma. En consecuencia, casi siempre pro
ponían sus puntos de vista sobre los méritos del autogobierno pen
sando concretamente en civitates o ciudades-estado a pequeña esca
la. Pocas veces comentaban la cuestión de si sería deseable o incluso
posible establecer unos sistemas similares de soberanía popular en es
tados con una gran extensión territorial. Además, cuando así lo hacían,
presentaban una tendencia a ratificar el argumento escéptico formu
lado originariamente poi* Aristóteles: puesto que las grandes naciones
difícilmente pueden ser consideradas como verdaderas comunidades,
apenas tiene sentido pensar en dirigirlas en un estilo comunal.
Sin embargo, no cabe duda de que las ciudades-república no sólo
desarrollaron una genuina teoría de la soberanía popular, sino que en
la mayor parte de los casos también hicieron serios esfuerzos para
llevarla a la práctica. Esto puede verse con más claridad si conside
ramos la relación entre los poderes de los grandes consejos y del po
destà en el apogeo de las ciudades-república.-Por un lado, a la figura
del podestà se le asignaba normalmente una gama de jurisdicciones
notablemente amplia. N o sólo era el jefe ejecutivo de la ciudad y la
máxima autoridad judicial, sino que a menudo se le otorgaba auto
ridad para actuar como embajador e incluso para actuar corno co
mandante en jefe. Por otro lado, su categoría seguía siendo la de un
funcionario a sueldo del municipio. En general, se le elegía por seis
meses o un año como máximo, y luego se le prohibía volver a de
sempeñar el cargo durante otros tres años como mínimo. Mientras per
manecía en el cargo se le pedía que celebrara continuas consultas con
los consejos rectores de la ciudad, y al expirar el tiempo de su servicio
se le obligaba a sufrir un sindicatus, un escrutinio formal de su con
ducta durante el periodo en que ostentó el poder.
Existía, pues, un verdadero sentido en el que la autoridad soberana
estaba siempre depositada, como recomendaban Latini, Marsilio y
otros, en manos de los grandes consejos. Estos organismos seguían
siendo responsables de trazar y revisar continuamente las constitucio
nes escritas que obligaban a los cargos ejecutivos de la mayoría de
municipios. Y es evidente que, a pesar de su engorroso tamaño, con
frecuencia decidían asuntos de la mayor importancia por su propia
iniciativa. Por ejemplo, tenemos constancia de que el Consiglio Grande
genové» de 1292, con unos seiscientos miembros presentes, debntió y
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finalmente resolvió la cuestión de la guerra con Sicilia en una sesión
que duró siete días y en el curso de la cual tomaron la palabra más
de cien ciudadanos.
Además de alabar métodos tales como el gobierno participativo, los
ideólogos de las ciudades-república ofrecieron una explicación de por
qué siempre deben preferirse tales convenios que ejerció una influencia
extrema. Tan importante llegó a ser esta parte de su argumentación
que probablemente en este caso no sería antihistórico sugerir que
puede haber ejercido una influencia directa sobre una serie de teóricos
posteriores de la democracia.
La argumentación de esos autores, en esencia, consistía en que se
hace indispensable alguna forma de gobierno popular y participativo
para que una comunidad tenga posibilidades de alcanzar sus metas
más elevadas. De estas metas se decía, a su vez, que adoptaban la
forma de gloria y grandeza cívicas, una grandeza de tamaño, categoría
y riqueza. Se trata de un ideal claramente romano, y por ello lo de
sarrollaron con*un excesivo servilismo aquellos autores que debían sus
lealtades intelectuales más a los moralistas e historiadores romanos
que a los filósofos de la antigua Grecia. Entre los primeros ideólo
gos de las ciudades-república figuran en esa categoría de autores Bru
netto Latini y Giovanni da Viterbo, cada uno de los cuales recalca,
como afirma Giovanni, que el objetivo de un buen podestà debe ser
siempre «defender el honor, la grandeza y el bienestar» de toda ciudad
puesta bajo su mando (Giovanni da Viterbo, pág. 234, 1901).
Sin embargo, las más solemnes exposiciones del tema corresponden
a la literatura política que acompañó al surgimiento de la grandeza
cívica de la república florentina en el Renacimiento. Autores como
Leonardo Bruni, Matteo Palmieri v Poggio Bracciolini presentaron con
creciente confianza el ideal de la gloria cívica en la primera mitad del
siglo xv, pero lo vemos expresado incluso con mayor elocuencia en
los años finales de la república, y nada monos que por un autor tan
influyente como Maquiavelo en sus Discursos sobre la primera década
de Tito Livio, obra que Maquiavelo parece haber completado en 1519.
Como el autor aclara a lo largo de su comentario, la principal razón
para centrarse en el nacimiento de Roma estriba en la esperanza de
descubrir con qué medios logró la ciudad, a partir de unos comienzos
tan limitados, alzarse hasta una cumbre de grandeza tan extraordinaria
y llegar a convertirse en la gloria del mundo.
Naturalmente, es cierto que tales ideales de gloria y grandeza han
llegado a ser ajenos a las democracias modernas y su carácter se con
sidera incluso intrínsecamente antidemocrático. Pero es probable que
los gobiernos democráticos modernos hayan empobrecido las vidas de
sus ciudadanos por su falta de inclinación a reconocer (excepto en la
esfera del deporte intemnrional) que a menudo ;ncluso los meros es
pectadores de las actividades que traen gloria a sus participantes pue
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den experimenté r una sensación de comunidad y éxito. Resulta además
innegable que las m odem is democracias europeas se han beneficiado
enormemente de la característica preocupación de sus antepasados re
nacentistas por la gloria y In grandeza cívicas. Por mencionar tan sólo
el ejemplo más evidente rl ai tr y I» imiultecturn de las cludndcs-re-
pública, producto rn su mayor parte <lc- la búsqueda emuladora de
gloria cívlrn, han a la I. uropa moderna un legado cultural
de una magnlflt'MU la p á tica m en te aln parangón,
Cuando los Ideólogoa de Ins ciudades-república rirgumentaban ge-
nn alíñente a favor de nii «nodo de vldn específico, lo hacían con re
lación a raíos objetivos de gloria y grandeza. Puede decirse que el ar
gumento en su lorma clásica contenía dos afirmaciones básicas. La
primera es que ninguna comunidad puede confiar jamás en adquirir
gloria o grandeza a menos que fomente la libertad e igualdad de todos
sus ciudadanos y pueda decirse así que adopta «un estilo de vida
libre». La exposición más influyente de este principio se debió, in
dudablemente, al historiador romano Salustio, quien, en el prefacio de
La conjuración de Catilina, hizo una breve pero especialmente influ
yente descripción del ascenso de la Roma republicana, donde sostenía
que «sólo cuando la ciudad consiguió su libertad fue capaz de llegar
a tanta grandeza en un breve espacio de tiempo» (V il, 3). La suge
rencia de que un estilo de vida libre representa una condición nece
saria de la gloria cívica fue adoptada posteriormente por casi todos
los apologistas de las ciudades-república en el Renacimiento. La ex
posición clásica puede encontrarse al principio del libro segundo de
los Discursos de Maquiavelo, el momento en que explica de manera
general las supuestas conexiones entre libertad y grandeza cívica. «Es
fácil conocer», afirma, «de dónde le viene al pueblo esa afición a vivir
libre, porque se ve por experiencia que las ciudades nunca aumentan
su dominio ni su riqueza sino cuando viven en libertad. * (Maquiavelo,
Discursos sobre la primera década de Tito Livio, pág. 185.)*
Los ideólogos de las ciudades-república, concebidas como ideal po
lítico, se basan también en fcran medida en Salustio a la hora de jus
tificar la idea de que una ciudad no puede alcanzar la gloria cívica
si no lleva una vida libre. Salustio sostiene que las ciudades sólo llegan
a ser grandes «cuando la virtud cívica lo domina todo» y «cuando la
mayor lucha entre ciudadanos es ia lucha por alcanzar la gloria» (VII, 6).
Toda ciudad que aspire a disfrutar de la gloria reflejada por sus ciu
dadanos debe, pues, asegurarse de que les libera en la medida de lo
posible de restricciones y coacciones Innecesarias y les deja así en li
bertad para desarrollar y ejercer al máximo su talento y energías. Ma-
quiavdo reitera y desarrolla el mismo tema al principio del libro se-
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gundo de los Discursos. Empieza por observar que «todas las tierras
y las provincias que viven libres, en todas partes, como dije antes, ha
cen enormes progresos». Esto se debe al hecho de que todos los ciu
dadanos saben que «no solamente nacen libres y no esclavos, sino que
pueden, mediante su virtud, llegar a ser magistrados», lo cual significa,
a su vez, que las «riquezas se multiplican en mayor número, tanto las
que provienen de la agricultura como las que proceden de las artes,
pues cada uno se afana gustosamente y trata de adquirir bienes que,
una vez logrados, está seguro de poder gozar. De aquí nace que los
hombres se preocupen a porfía de los progresos públicos y privados,
y unos y otros se multip'ican asombrosamente» (Maquiavelo, op. cit.,
págs. 189 y 190).
¿Bajo qué forma de gobierno puede alcanzarse con mayor facilidad
este ideal de vida libre, de vivere libero? Esto nos lleva al segundo de
los grandes principios enunciados por los ideólogos de las ciudades-
república. Ya hemos visto que Salust’ o lo expresa en términos ne
gativos cuando insiste en que nunca podemos esperar que el espíritu
cívico y la competencia por alcanzar la gloria florezcan bajo una mo
narquía. Pero la afiimación más clara en este sentido se encuentra en
el mismo pasaje esencial del libro segundo de los Discursos de Ma
quiavelo: «Y es algo verdaderamente maravilloso considerar a cuánta
grandeza llegó Atenas por espacio de cien años, porque se liberó de
la tiranía de Pisístrato. Pero lo más maravilloso de todo es contemplar
cuánta grandeza alcanzó Roma después de liberarse de sus reyes»
(op. cit., págs. 185-186).
El argumento principal descansa, pues, en la idea de que a fin de
preservar un estilo de vida libre, es indispensable evitar la monarquía
hereditaria y defender una forma de gobierno republicana. Esta afir
mación incidió tanto en la imagen de sí mismas que tenían las ciu
dades-estado italianas que sus defensores finalmente trataron de ar
gumentar que la libertad es realmente la característica definitoria de
las repúblicas. Cuando los ciudadanos de Luca desearon celebrar su
régimen de autogobierno, grabaron la palabra Libertas sobre las puer
tas de su ciudad. Cuando los defensores del gobierno tradicional de
Florencia intentaron oponerse a la ascensión de los Medici en el siglo
XV, convirtieron la frase Populo e libertà en su grito de combate. Y
cuando los habitantes de Siena desearon recordar a sus consejeros el
deber que tenían de defender la constitución republicana de la ciudad,
inscribieron la palabra Libertas sobre el portal de la cámara del con
sejo en el Palazzo Pubblico.
Esta ecuación entre republicanismo y libertad arraigó con tanta fir
meza que, dentro de la tradición republicana inglesa en particular, se
acostumbró describir a las repúblicas simplemente como «estados li
bres». Cumulo, en 1656, Mwvhamont Nedham recomendó la abolición
de la monarquía inglesa y el establecimiento de una constitución rc-
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publicaría, tituló su propuesta La excelencia de un estado libre. De la
misma manera, cuando, en 1660, John Milton trató de explicar cómo
la inminente restauración del rey Carlos II podría ser impedida or
ganizando Inglaterra en una federación de civitates autogobemadas,
tituló su tratado La manera pronta y fácil de establecer una Manco
munidad libre.
Si preguntamos cómo los protagonistas de las ciudades-república
defendían este punto de vista esencial de que sólo las repúblicas pro
mueven las libertades y, por ende, la grandeza, vemos de nuevo que
el argumento de Salustio en La conjuración de Catilina ejerció una ln
fluencia abrumadora. Conio hemos visto, Salustio insiste en que nunc-t
cabe esperar de los regímenes monárquicos que den «unciente libertad
a sus súbditos para desarrollar sus talentos y c apacidades, y atribuye
este defecto al hecho de que «los reyes recelan siempre mrtn de los
hombres buenos que de los malos, pues en su opinión, rl talento y
las habilidades de aquéllos constituyen invariablemente una amenaza»
(VII, 2). Pero Salustio también considera el estimulo «Ir una conducta
tan libre y emuladora como la clave de I» gloria tanto para los in
dividuos como para ln» ciudade« que Ids nutren. Su tesis es, pues, que
como la# ciudades regidas poi príncipe*» consideran tal libertad ame-
naradora, nunca pueden confiar en alcanzar la grandeza.
Kn el libro seguíalo de los Discursos, Maquiavelo tomó de nuevo
est-> argumento y le dio su forma clásica. Empieza por señalar, en un
tono característicamente irónico, que «cuando en un estado libre surge
una tiranía, el menor mal que resulta de ello es que la ciudad ya no
avanza ni crece en poder o en riquezas, sino que la mayoría de las
veces retrocede y disminuye». Maquiavelo sigue explicando que la ra
zón básica estriba en que «si quiere la suerte que alcance el poder un
tirano virtuoso, que por su valor y por la fuerza de las armas extienda
su dominio, esto no resultará útil para el país, sino sólo para él». Y
añade que tal cosa se debe a que «no puede honrar a ninguno de sus
súbditos, aunque sea bueno y valeroso, sin sospechar de él*. Al carecer
de la libertad necesaria para ejercer esas habilidades, los ciudadanos
serán incapaces de aumentar la gloria.de su ciudad alcanzando gloria
para ellos mismos (Maquiavelo, op. cit., pág. 186).
Como reconocen los protagonistas de las ciudades-república, la afir
mación de que la libertad cívica sólo se puede disfrutar con seguridad
bajo una república autogobemada tiene un importante corolario: la
disposición a participar en el proceso político, a buscar las más ele
vadas metas personales dentro de la esfera pública,1debe, a’ su vez, ser
una condición necesaria pura asegurar la propia libertad. Cuando M a
quiavelo se refiere a las personas demasiado perezosas o interesadas
en sí mismas para llevar a cabo sus deberes cívicos, los describe in
variablemente como corruptos, y considera que la corrupción es fntal
pnrn ln libertad, de ln misma manera que la participación es indin-
80
pensable para mantenerla. Esto explica por qué Jean-Jacques Rous
seau, el más grande de los discípulos de Maquiavelo entre los teóricos
posteriores del gobierno populnr, insistió en su obra, Del Contrato so
cial, en que el pueblo de Inglaterra sólo puede ser considerado como
esclavo. Aparte de ejercer su libertad de votar, no dispone de terreno
alguno en el proceso político. Sin embargo, como Rousseau no puede
resistirse a afiadir, el uso que hace de su libertad demuestra que es
merecedor de su servidumbre.
Desde la perspectiva del moderno ciudadano demócrata, este último
argumento puede parecer paradójico. Los teóricos liberales de la li
bertad y los derechos del ciudadano se han contentado por lo general
con suponer que el acto de votar constituye un grado suficiente de
compromiso democrático y que nuestras libertades civiles están mejor
aseguradas si, en vez de metemos en oolítica, tendemos a nuestro al
rededor un cordón de derechos que nuestros dirigentes no puedan re
basar. Se considera que n?da de esto vicia el carácter democrático de
nuestro sistema político, en parte porque nuestros gobernantes siguen
teniendo la obligación de pasar por las elecciones y en parte porque
también se dice (si bien, dicho sea de paso, con menos seguridad) que
siguen teniendo la obligación de rendir cuentas en todo momento a
quienes los han elegido.
Sin embargo, bien pudiera ser que la poco familiar relación es
tablecida por los ideólogos de las ciudades-república entre libertad y
participación represente la lección m is importante que podemos
aprender de ellos. En las modernas sociedades de masas, a menudo
los ciudadanos corrientes no pueden hacer notar su voluntad política
ni, incluso, actuar en defensa de sus libertades individuales. Esto, a
su vez, hace que sea relativamente fácil para los gobiernos modernos,
incluso aquellos que aspiran a mantener su lealtad a la democracia,
actuar sin tener en cuenta como es debido la voluntad y hasta los de
rechos de sus ciudadanos. Pero si esto es así, deja de ser en absoluto
paradójico sugerir que, si de algún modo pudiéramos ampliar el nivel
y extender los métodos de la participación política, ello nos brindaría
un acceso seguro, aunque indirecto, a la preservrción de nuestras pro
pias libertades. Dicha sugerencia está adquiriendo gradualmente el as
pecto de una verdad tar. confirmada como inquietante.
Podemos decir, pues, que lejos de legamos simplemente una pa
radoja, los ideólogos de las ciudades-república nos recuerdan uno de
los argumentos más poderosos, aunque pesimistas, en favor de la de
mocracia. Expresado en los términos más sencillos, el argumento
afirma que, si nos limitamos a dejar la tarea de gobernar a Individuos
o grupos dirigentes, debemos esperar de ellos que gobiernen en favor
de sus propios intereses, más que en interés del conjunto de la so
ciedad. La moraleja, según los autores que hemos considerado, nos
advierte que jamás debemos confiar en los príncipes. Si queremos ase
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gurar que los gobiernos actúen de acuerdo con los intereses del pue
blo, de alguna manera debemos asegurar que nosotros, el pueblo, ac
tuemos como nuestro propio gobierno.
REFERENCIAS
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Los Niveladores
David Wootton
8.1