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INFLUENCIAS, PERSONAJES Y SOMBREROS


—Una crónica personal—

Por

Fernando Jorge Soto Roland

Descubrí a Indiana Jones a mis dieciocho años de edad, en una época signada por las turbulencias del
primer gran amor, las hormonas desaforadas, la incertidumbre por el futuro y el servicio militar, por
entonces, obligatorio. Nunca imaginé que aquel mes de diciembre de 1981, en el que se estrenó en Argentina
LOS CAZADORES DEL ARCA PERDIDA, terminaría marcándome gran parte de mi vida.

Apenas salido del cascarón y de la escuela secundaria, en plena dictadura militar, muy lejos de mis
proyectos estaba el verme involucrado, unos pocos meses después, en una guerra (la de Malvinas) de la que
—sin ser veterano— tuve la enorme fortuna de salir indemne, aún estando “bajo bandera”, como se decía
cuando debías soportar la nefasta “colimba”. Lamentablemente, otros muchachos no corrieron con mi
misma suerte y hoy, convertidos en héroes, sus cuerpos reposan en las frías tumbas del mencionado
archipiélago austral.

Aquella pesadilla bélica, que vi pasar muy cerca, resultó ser el caldo de cultivo en el que se forjaron
decenas de anécdotas que, aunque en su momento no resultaban para nada chistosas, el paso del tiempo las
maquilló al punto de despertar carcajadas cada vez que hoy las relato en mis clases. Eso se debe únicamente
a que no hubo ninguna muerte familiar de por medio. Repito: tuve muchísima suerte. Vestir el uniforme de
la Prefectura Naval Argentina (por entonces dependiente de la Marina de Guerra) me libró de ser trasladado
al sur; y el conflicto con Gran Bretaña terminó antes de que esa orden llegara. Por tanto, entre el 15 de abril
de 1981 y el 30 de junio de 1982, me la pasé limpiando baños, saludando marcialmente al perrito del jefe de
la base naval y haciendo los mandados que me ordenaban los oficiales y suboficiales del puerto de Mar del
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Plata. Todo ello, tras un período de instrucción militar donde prevalecieron los salto-rana, cuerpo a tierra,
carrera march y varías estrías en la espalda de recuerdo.

El ingreso a la colimba, abril de 1981- Una aventura no deseada

Repartiendo diarios, pagando impuestos y haciendo mandados fue como transcurrió la mayor parte
del tiempo. Por entonces ni siquiera imaginábamos poder leer las noticias en un celular o saldar las deudas
con el Estado sin hacer largas colas en el Banco Nación o Provincia. Era otra época. Una época de mierda
que me resulta muy difícil idealizar, como algunos lo hacen. La —para mí— insustancial vida en los
cuarteles me dejó un gusto amargo. Siempre sentí que perdía tiempo. Detestaba el verdegueo al que
estábamos sometidos desde el momento mismo en el que, temprano por la mañana, poníamos un pie en la
base. Éramos Marineros de Segunda y como tales nos consideraban los últimos orejones del tarro. Un
simple perrito —el del Prefecto— tenía más jerarquía que nosotros y debíamos respetarlo. Ponernos firmes
ante su sola presencia y saludarlo marcialmente, chocando los talones de los insoportables borceguíes. Me
repugnaban sus rituales, el vocabulario y las consignas ridículas a las que nos sometían, obligándonos a
gritar como desaforados en la banquina del puerto, muy temprano y junto a los lobos marinos, “¡Civiles
nunca más!”.

Año 1982 – Marineros de Segunda – Prefectura Naval Argentina (1981-1982)

El recuerdo del FAL (Fusil Automático Liviano) tampoco me resulta agradable. Detesto las armas de
verdad, máxime cuando debíamos tenerlas al hombro durante largas horas (momentos previos a algún
desfile patrio), aguantando los calambres y el tremendo cansancio que producían sus cuatro kilos y medio de
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peso. Una verdadera cagada de la que no extraje experiencia alguna. A lo largo de mi paso por la vida
militar disparé un solo tiro. Uno solo, durante una fría madrugada de instrucción en la zona costera próxima
a los balnearios de Punta Mogotes. Esa fue mi única y bizarra relación con las armas de fuego. No había
muchas municiones, dijeron. Además eran caras.

Una vez iniciada la guerra en el sur del país, y con semejante bagaje de experiencia castrense, me
ordenaron custodiar los globos de gas y tanques de YPF que jalonaban buena parte del puerto. Según nos
informaron, un submarino inglés rondaba la costa marplatense. Y allí me mandaron una noche, junto a un
energúmeno que fungía como suboficial, decía ser un “marine” y pretendía repeler un eventual ataque
enemigo con una pistola de 45 milímetros y un fusil cuyo caño se dilataba con sólo hacer cuatro disparos.
Demás está decir que, a nuestras espaldas, teníamos material inflamable para hacer volar por el aire a todo el
puerto de la ciudad. De haberse concretado ese potencial desembarco británico, nuestros dos nombres
figurarían en una placa de bronce como las dos primeras bajas en el ataque sorpresa a Mar del Plata.

Globos de gas y tanques de YPF del Puerto de Mar del Plata (década de 1980)

Por suerte, nada de eso ocurrió. El suboficial se fue a tomar mate a la guardia y me dejó solo. Un
inolvidable acto de compromiso con la patria. Aún así, a pesar de las décadas transcurridas, todavía me
pregunto en qué mente táctica cabía la idea de proteger un objetivo militar clave con dos imberbes, cuya
experiencia de guerra se limitaba a haber visto la serie “Combate” por televisión.

En ese contexto vital fue cuando el doctor Jones arribó su bochín existencial al mío.

Desde muy chico fui un adicto a las novelas y películas de aventuras. Los trances peligrosos que
debían soportar exploradores, espías y reporteros en lugares exóticos del planeta, corriendo riesgos aún más
exóticos, demandaron buena parte de mis horas infantiles y primera adolescencia. Los misterios históricos,
los ovnis y los monstruos eran parte sustancial y condimento esencial de todo ese menú; y como jamás me
gustó o interesó el deporte, invertí mi tiempo libre en ese género literario y cinematográfico.
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Novelas de aventuras: un alimento para la imaginación

Alguien dijo una vez que “somos lo que han hecho de nosotros”. Y es cierto. Miles de circunstancias
vitales, relaciones familiares y experiencias interpersonales se conjugan para moldearnos. Y en todos esos
aspectos, puedo decir que también tuve suerte.

Pasé mi infancia en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. Entre 1966 y 1979 viví en Bolívar,
una tranquila localidad a la que, por entonces, ni las señales de televisión llegaban; razón por la cual nos
pasábamos el día andando en bicicleta, jugando en la vereda y arriesgándonos por los arroyos que había en
el Parque Las Acollaradas. Un verdadero “Amazonas” para los que rondábamos entre los nueve y diez años.

Sin tele, la década de 1970 me inclinó naturalmente hacia la lectura. Por tal motivo, guardo de Julio
Verne, Arthur Conan Doyle, Emilio Salgari, Rider Haggard y muchos otros, tan buenos recuerdos. Ellos me
sumergieron en las vicisitudes de viajes extraordinarios a la selva, a los mares del mundo, al espacio, incluso
al centro de la Tierra. Alimentaron mi imaginación tanto como las películas que todos los miércoles después
del colegio íbamos a ver al Cine Avenida; muchas de ellas adaptaciones de aquellos tradicionales escritos.

Cine Avenida de San Carlos de Bolívar (remodelado) y antiguas carteleras dibujadas

La pantalla grande resultó también responsable de las tonterías que aún me hacen feliz. Filmes viejos
—muchos, hoy de culto— se proyectaban a mitad de semana, exclusivamente para los chicos. Desde las
diecisiete hasta las veintiuna horas el gran telón del Avenida se llenaba de cowboys, indios, extraterrestres y
vampiros, hombres-lobo, aventureros, valerosos soldados y espías. Me las vi todas. Salíamos a nuestras
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casas imitando las peleas y enfrentamientos que acabábamos de ver a todo color; muy a pesar de los cortes y
por entonces natural censura a la que los rollos de 16 milímetros estaban sometidos. Nada era previsible en
aquella época. Menos que menos en esa sala cinematográfica. Aún recuerdo los silbidos y gritos cuando una
peli se interrumpía de golpe, quedándonos todos a oscuras; o las expulsiones a las que nos veíamos
sometidos cuando éramos pescados por el acomodador de turno, linterna en mano, arrojando algún objeto
contundente a la penumbra. ¡Qué de adrenalina, por Dios!

Pero no sólo de películas y novelas vive el hombre. Las historietas resultaron también un
impresionante caldo de cultivo al ensueño. Desde las nacionales hasta las que venían de México o España.
También ellas diagramaron nuestros imaginarios. Las Chifladuras de Carlitos Balá, Domingos Alegres, el
Tony o D’artagnan, hicieron lo suyo. Pero por encima de todas estaban Las Aventuras de Tintín, cuya
colección completa me regalaran dos de mis más adoradas tías: Chicha y Haydée.

Sin duda, la aventuras de Tintín que más me marcaron

Fue con Tintín, Milú, el Profesor Tornasol y el Capitán Haddock con quienes descubrí a muy corta
edad las leyendas que circulaban sobre ciudades incaicas perdidas en las selvas peruanas. El templo del Sol
(ejemplar que tanto me costó encontrar) se terminó convirtiendo en una obsesión que, con el tiempo, me
inclinó a ser historiador y salir a buscar ruinas escondidas en la espesura peruana. Claro que el asunto resultó
mucho más complicado. La deformación a la que fui sometido no tenía un solo origen. Debería también
agregar las influencias de la ufología, la parapsicología o aquellos libros escritos por criptozoólogos y sus
expediciones en busca de monstruos peludos o lacustres. La mezcla es inmensa y no creo estar capacitado
para recordar y detectar todos los ingredientes que completan la receta.

De lo único que estoy seguro es que el fútbol y el deporte en general jamás modificaron una sola
célula de mi ser.
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Hacia finales de 1981, mientras soportaba el antes mencionado servicio militar, me compré una
novelita barata. Era la adaptación del guión de una película que todavía no habían estrenado. Me llamó la
atención su tapa. Creí captar en ese dibujo de colores sepia cierta reminiscencia a las aventuras que había
leído de muy chico. Y no me equivoqué. La cosa empezaba bien. En el Amazonas. En 1936. Y el
muchachito de la trama era un arqueólogo de nombre extraño. De haberlo inventado yo, jamás le hubiera
puesto Indiana. Me sonaba femenino, poco varonil. No estaba acostumbrado a las heroínas. Incluso La
Chica de CIPOL nunca me había terminado de cerrar; y las historietas con personajes principales femeninos
no eran de mi agrado (ni lo siguen siendo hoy). Machismo sin decostruir, dice mi hija. Y tiene razón.

Pero, ¿Indiana? ¿Por qué Indiana? ¿Por qué no Robert, Mark o Steve? No me sonaba bien.
Cacofónicamente me desagradaba. Ahora, cuando le decían Indy, la cosa cambiaba un poco. Aún así,
reconozco que me costó acostúmbrame a leer Indiana Jones.

1981 – Campbell Black – Steven Spielberg y George Lucas

El libro tenía por autor a Campbell Black, un tipo del que nunca había oído una palabra, y su título era
Los Cazadores del Arca Perdida. Mi primera sorpresa sobrevino al hojear la primera página, en la que me
desayuné que la adaptación estaba inspirada en una película de Steven Spielberg y que el personaje era
producto de la inventiva de George Lucas.

A Spielberg lo amaba. A Lucas, no tanto. Algunos años antes el primero me había sacado del eje con
Tiburón (1975) y Encuentros Cercanos del Tercer Tipo (1978). Lucas, en cambio, no consiguió tocar
ninguna fibra íntima con su Guerra de las Galaxias (1977); film que —confieso y admito la herejía— me
aburrió bastante la primera vez que la vi en el cine.1 La ciencia ficción nunca fue de mi total agrado siendo
muy joven. Sólo ahora de viejo —o, mejor dicho, maduro entrado en años— pude encontrarle la veta
interesante (realmente interesante) al género.

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Nota: Únicamente con el paso de los años, cuando mi hijo Rodrigo —en 2002— descubrió la primera parte de la saga y
se transformó en un especialista y fan de la misma, empecé a ver Star Wars con otros ojos. Los de un padre admirado, disfrutando
del disfrute de su hijo.
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Volviendo a la tapa del librito en cuestión, editado en Barcelona por Planeta en octubre de 1981, uno
podía entrever debajo de la figura de un Jones que parecía tener bigotes, sombrero fedora y un látigo
enrollado en su hombro izquierdo, una serie de escenas en principio indescifrables: Indiana colgando de una
soga, una roca rodeada por serpientes, una mujer corriendo y, en el ángulo inferior derecho de la imagen,
una camión que parecía de la Cruz Roja junto a un jinete difícil de identificar.

Libro Cazadores del Arca Perdida en castellano y portugués (1981)

Sólo sumergiéndome en la trama supe que los malos eran los nazis. ¡Buena ésa! Los odiaba desde
chico. Especialmente después de haber visto en un libro de anatomía forense de mi padre una foto tremenda
que mostraba una pila de cuerpos humanos, asesinados en los campos de extermino de Europa oriental
durante la Segunda Guerra Mundial. Debería haber tenido siete u ocho años cuando descubrí a qué extremos
podía llegar la crueldad humana. Mucho antes de conocer la ideología que los inspiraba, aborrecí al nazismo
con un solo golpe de vista.

Ahora bien, ¿de qué arca perdida hablaba el libro?

Las arcas de la confusión

Seguramente, del Arca de Noé, pensé y me entusiasmó la idea. Algo había leído de que en el Monte
Ararat, en Turquía, habían encontrado sus supuestos restos y que un voraz debate consumía los egos en
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disputa. Pero el arrebato duró poco. No se trataba de aquella arca, sino de otra. Lo que Jones buscaba era el
cofre en que los israelitas trasladaban las tablas de los Diez Mandamientos que Dios le había dado a Moisés:
el Arca de la Alianza.

Ateo, como ya era por entonces, el objeto de deseo me volvió a desanimar. Aún así, continué con la
lectura y terminé aquel librito mediocre exultante de placer. Me la había pasado genial. Era divertido, lleno
de emoción. Los malos era bien malos y el héroe un tipo fuera de serie. Un intelectual devenido en personaje
de acción, muy a tono con aquellos exploradores que había conocido en lecturas previas y las viejas
películas en el cine de Bolívar.

Una vez leído, lo guardé y me olvidé de él. Sólo volví a rescatarlo de la biblioteca después de haber
ido al cine al ver el film. Fue ahí cuando sobrevino otra, en principio, desagradable sorpresa.

El 25 de diciembre de 1981, Los Cazadores del Arca Perdida llegaron a las pantallas de los cines
argentinos. Creo haber ido a verla en el primer franco que me dieran los milicos de la Prefectura; es decir, el
primer fin de semana tras el estreno de los días jueves. Debió haber sido el sábado 27 o el domingo 28 (día
de los inocentes). No tengo bien claro la fecha exacta. La saco sólo por aproximación. Lo que sí prevalece
en mi memoria de manera nítida son dos cosas: la persona con la que fui a verla (la responsable de mi
primer gran decepción amorosa) y la tremenda sorpresa que me llevé en los primeros diez minutos del film.

De la persona no haré mención. Los caballeros no tienen memoria. Pero de la segunda, permítanme me
explaye brevemente.

Carteleras de cine de Los Cazadores del Arca Perdida, 1981

Sudamérica, 1936. Un grupo de exploradores, encabezado por el doctor Jones (reconocible por su
sombrero de ala ancha) se detiene ante un pico montañoso en plena selva. Lo secundan varios porteadores y
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dos guías. Avanzan por entre las ramas. Entonces, una escultura con cara de pocos amigos espanta a más de
la mitad de ellos. Quedan sólo tres. Prosiguen su camino. Jones, que hasta ese momento no ha mostrado su
rostro, se detiene frente a un arroyo y saca la mitad de un mapa. El mapa del tesoro. La otra mitad la tiene
uno de los guías. Se la entrega a Indy para completarlo. El segundo secuaz saca con sigilo un revolver con la
clara intensión de asesinar a nuestro héroe y, de pronto, éste extrae el látigo que cuelga de su cintura y de un
certero chicotazo le arrebata el arma de la mano. Recién en ese instante, la cara de Indiana Jones ocupa toda
la pantalla.

¡Joder! ¿Quién es era tipo? ¿Quién corno interpretaba a Indy? ¿Era el flaco que hacía de Han Solo en
la Guerra de las Galaxias? Sí, era él… Sin dudas. Pero, ¿cómo es posible? ¡Harrison Ford no podía ser
Indiana Jones!

Me quise morir.

Aquella primera decepción tenía una causa bien clara: el librito que había leído hacía dos meses antes.

Por otro lado, convengamos que Ford no disfrutaba de la fama que hoy tiene; y si a eso le sumamos mi
poco entusiasmo por Star Wars —película que lo lanzó al ruedo hollywoodense con toda la furia— nunca
había imaginado que pudiera ser él el protagonista principal del “Arca Perdida”.

Ya sea por el dibujo de la tapa o por un film de aventuras de 1976 —titulado El Bucanero
Escarlata— que había visto recientemente, durante toda la lectura de la novela había imaginado que el actor
que encarnaba a Indiana Jones era el famosísimo Robert Shaw, el mismo que se había puesto en los
pantalones, no sólo del experto pescador de escualos (Quint) en la película Tiburón, sino en los del mortal
enemigo de James Bond (“Red” Grant) en Desde Rusia con Amor (1963).

Lo que no sabía por entonces era que Shaw había muerto de un infarto en Irlanda en 1978 a los 51
años de edad.

Robert Shaw (actor)


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Demasiados errores me habían llevado a imaginar a un Jones más viejo, con permanente cara de malo
y unos finos bigotitos bien marcados. La realidad era otra. Pero muy poco me costó adaptarme a ella. El
buen humor, la trepidante acción del film, la simpatía del protagonista y los efectos especiales que se
desplegaron a lo largo de sus casi dos horas, borraron de mi prejuiciosa imaginación el rostro de Robert
Shaw para siempre. A partir de entonces, sólo un actor pudo encarnar al célebre arqueólogo.

Terminada la colimba y mi primer noviazgo, me dediqué a viajar. Había conseguido trabajo en un


banco. Seguía viviendo con mis viejos, no tenía que pagar alquiler ni alimentos y eso me permitió salir a
recorrer Sudamérica, mochila al hombro.

En 1985 conocí Bolivia y Perú. Tiahuanaco, Machu Picchu y Nazca me partieron la cabeza y fue en
esos periplos de casi dos años en que decidí estudiar historia y dedicar mi vida al estudio y enseñanza del
pasado. Como es lógico imaginar la sombra de Indiana Jones me acompañaba en cada viaje y ensayo que
leía. Me resultaba imposible no identificarme con el personaje, en especial por el hermoso sombrero que
siempre portaba y las aventuras en las que se veía envuelto.

Tiahuanaco, Machu Picchu y Nazca

Yo también experimenté algunas y usaba sombrero. Fui un anacrónico desde muy joven. Nunca me
gustaron las gorras con viseras y cuando salía con alguna chica solía ponerme un saco abotonado, camisa y
zapatos. Nunca un vaquero/jean con zapatillas y remera. Tampoco con la música de los setenta y los ochenta
me sentí identificado. En tanto mis compañeros de promoción disfrutaban del rock nacional y extranjero, yo
prefería a Sinatra, el swing, a Bing Crosby y Dean Martin. Parecía que había nacido en la época equivocada.
Una en la que ya nadie usaba sombreros, como yo.

Para muchos, seguramente, era un bicho raro.

Aún así, la pasé genial. Especialmente cuando mi vida consiguió un norte, durante uno de esos
atribulados viajes. Y ese norte tuvo por espacio de casi treinta años un nombre: Paititi.
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No creo que sea conveniente explayarme sobre un tema del que he escrito numerosos artículos que se
pueden leer por Internet. Sólo diré que el Paititi es una supuesta ciudad incaica perdida en la selva
amazónica a la cual, tras la conquista española, los señores del Cuzco llevaron sus más preciados tesoros,
manteniéndose hasta hoy aislados y conservando sus antiguos rituales, creencias y forma de vida. Un
verdadero “mundo perdido”, muy parecido a un film que me marcara de niño, titulado La Isla del Fin del
Mundo (1974), en el que un grupo de aventureros encontraban, en el corazón del Polo Norte, una sociedad
vikinga existiendo por completo alejada del resto del planeta.

Cartelera de la fallida película de Disney (1974)

Ciudades y tesoros perdidos. Civilizaciones misteriosas. Leyendas, y con ellas, magia y brujería.
Amén de monstruos selváticos, como el Mapinguarí del Matto Groso o el Mokele Mbembe del Congo. Qué
más le podía pedir a la vida. Era como si todas las fantásticas aventuras del pasado se hicieran realidad. Sólo
que nada de ello era cierto. Como en las películas de Indiana Jones.

El Paititi

Eso me lo enseñó la universidad. Las cátedras de Historia de Roma, de Grecia, de Historia


Precolombina y Egipto —por señalar sólo cuatro de las casi treinta y dos materias de la carrera—
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permitieron que accediera a estudios serios y juiciosos sobre esos temas, difuminando así las bizarras
fantasías que periodistas sensacionalistas, ufólogos y amantes del misterio remunerado, divulgaban a diestra
y siniestra, por radio, televisión y revistas de divulgación que había leído de chico.

En ese momento, mi escepticismo se volvió militante. Tenía numerosas herramientas para desacreditar
a los chantas de turno y entender que la pavada vende más que la verdad. Las viejas ensoñaciones de la
infancia cambiaron. Mejor dicho, yo cambié el ángulo desde el que las analizaba. Las preguntas fueron otras
y nunca más me dejé influir sin pruebas concretas. Reconocí que las evidencias son necesarias, a menos que
se desee caer en un universo de deshonestidad intelectual o extrema credulidad. Por eso, dejé de
preguntarme si esas quimeras existían y pasé a cuestionarme por qué la gente necesitaba creer en ellas.

Claro que Indiana Jones y sus aventuras quedaron al margen de esa mirada desencantada. Sería
estúpido tomar como ciertas las situaciones que el arqueólogo de la pantalla debía sobrellevar. Él era mi
cable a la fantasía; como lo fue también Alan Quatermain, el ficticio explorador creado por H. Rider
Haggard para su novela Las Minas del Rey Salomón (1885). Sumergirme en sus viajes constituía el único
momento en el que no se requería exigir evidencias históricas o arqueológicas genuinas. Bastaba con que sus
investigaciones fueran verosímiles, hasta cierto punto. Nadie, medianamente bien informado, podía creer en
arcones mágicos capaces de destruir ejércitos enteros o guerreros medievales custodiando eternamente el
Santo Grial en una caverna bien protegida.

¿Nadie? No. Hay más gente de lo que imaginamos que defienden, empecinados, la realidad objetiva de
todas esas cosas. Sin ir más lejos, hasta hace muy poco, un grupo con orientación filo-nazi, defendía a capa
y espada la existencia de templarios custodiando la sagrada copa en un refugio subterráneo de la Patagonia
y/o en la base del Cerro Uritorco de Capilla del Monte, en Córdoba.

Cuando la realidad y la ficción se confunden suele generarse un circuito cerrado de delirios que
retroalimentan la imaginación de místicos aburridos con muchas ganas de creer. Bastan sólo dos para que
toda la historia de la humanidad sea reescrita en clave misteriosa. Sin olvidar, claro está, la pesada carga
ideológica que todo eso conlleva de modo poco explícito. Una carga tan peligrosa como los mismísimos
enemigos del doctor Jones.

Entre 1981 y 2023 la intermitente presencia de Indiana Jones en las pantallas de los cines fue
jalonando distintos momentos de mi vida. Muy a pesar de las inocentes críticas que hice del personaje y de
la práctica de su profesión en el celuloide —en la que fungió más de huaquero o ladrón de tumbas que de
científico abocado a reconstruir el pasado científicamente a partir de restos materiales— sus aventuras
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distendieron aquellas horas aciagas a las que mi decisiones me condujeron, alejándome de la depresión y
evitando tener que soportar una úlcera, un ataque cardíaco o de pánico. Puede que suene exagerado, pero así
fue.

Indy no sólo me permitió soñar con eventos imposibles (o “anómalos”, como prefieren llamarlos los
especialistas del delirio), sino que se terminó transformando en el salvavidas que me mantuvo a flote
cuando, sin trabajo, desesperado en plena crisis del país (año 2001) y tramitando mi primer divorcio, decidí
dar un “salto de fe” (como en La última Cruzada) para reencauzar por completo mi vida, a los cuarenta años
de edad.

Recién se iniciaba el siglo XXI cuando me encontré en la misma situación que los inmigrantes habían
experimentado a fines del siglo XIX al llegar al país: sin nada y con una mano atrás y otra adelante.

El salto de fe en Indiana Jones y la última Cruzada (1989)

Mudado a la ciudad que me había visto nacer (Buenos Aires), no existía la posibilidad de desandar el
camino. Había quemado todas las naves. La huída era sólo hacia adelante, en un contexto social en el que la
falta de trabajo invadía la desesperada realidad de millones de argentinos. No podía manejar los tiempos. El
2001 y el 2002 fueron años jodidos. Corrí la coneja de lo lindo. De no haber sido por la ayuda de mi
padrino, de mis padres y de mi título universitario, la cosa hubiera resultado mucho peor. Para colmo de
males, en medio de ese tembladeral, una nueva relación amorosa —en la que había depositado todas mis
fichas— empezó a mostrarse fallida. Aún así, insistí en remontarla. Siempre creí que la esperanza es más
fuerte que la experiencia. No podía bajar los brazos así como así. Pero la mala racha continuaba. Fue
entonces que decidí seguir los consejos de un viejo proverbio chino que decía: “el hombre inteligente sabe
cuándo no hacer nada”.

Todo lo que estuvo al alcance de mi mano lo tomé. Intenté recorrer los múltiples caminos que se me
presentaban y, en el instante en que reconocí que ya nada podía seguir haciendo (sino enfermarme), me
relajé y me puse a escribir novelitas de Indiana Jones, a la espera de los frutos, que no tardaron en llegar a
cuenta gotas.
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Aquellos escritos nunca pretendieron ser literatura. Fueron terapia en su sentido más lato. Una que, a
la postre, resultó exitosa.

Algunas de las novelitas/terapia que publiqué

No conservo las pilas de hojas de cálculos que hallé en un depósito de basura y que utilicé para
garabatearlas con tramas que buscaban ser emocionantes. Sin computadora ni dinero suficiente para comprar
blocks de hojas A4, los soportes de celulosa que me dio la calle facilitaron mi tarea y me sacaron de la
realidad, sumergiéndome en un mundo de palabras e imágenes cuyo objetivo fue el de evadirme del caos en
el que se había convertido mi existencia.

Sin duda, el peor momento de mi vida terminó gestando siete novelitas que, tiempo más tarde, subí a
internet. De ese modo, Indiana Jones vino en mi ayuda y sólo por eso nunca dejaré de estar agradecido con
el personaje. Que, como es lógico, empecé a sentir como propio.

Siempre fui consciente de que lo que Indiana Jones practicaba no era arqueología. No por ello me
enemisté con el personaje. Sería estúpido no diferenciar la realidad de la ficción, máxime para alguien
dedicado a las humanidades. Por otro lado, caer en semejante despropósito suele acarrear serios problemas.

La mayor parte de las veces, Indy actuó más como huaquero o explorador arqueológico que como un
arqueólogo de academia; lo cual no quita que —a lo largo de los cuarenta y dos años en los que apareció en
pantalla, novelas y cómics— no haya evolucionado y expresado en algunas líneas de guión una autocrítica
considerable (especialmente en La Calavera de Cristal y El Dial del Destino); películas en las que se
muestra algo más cuidadoso con el contexto arqueológico o los objetos que manipula. Como dije antes,
estamos ante filmes de aventuras y no en una clase de universidad. Aquel que suponga que la arqueología
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como ciencia se mueve de la manera que se aprecia en la saga de Jones, se equivoca de cabo a rabo; muy a
pesar de que en la época en que se ambientan los tres primeros filmes (1935, 1936 y 1938) aún prevalecía
cierto espíritu coleccionista en las prácticas de la profesión. Las leyes sobre patrimonio arqueológico
empezaron a tener peso y a ser cumplidas cabalmente recién desde mediados del siglo XX. Aún así, museos
de fama mundial y coleccionistas privados estimulaban (y siguen estimulando ilegalmente) el tráfico de
antigüedades. El pasado se sigue vendiendo al mejor postor, como lo demuestra Indy en la introducción del
Templo de la Perdición, ambientada en 1935.

El huaquerismo o saqueo de tumbas: un verdadero cáncer para la arqueología

En pocas palabras y oficiando como “abogado del diablo”, nuestro arqueólogo estrella experimentó un
significativo cambio cualitativo que, si bien no lo exime de todas sus culpas, al menos lo muestra consciente
de una evolución moral acorde a los tiempos que le tocó vivir.

Pero nada de lo antedicho es fundamental en sus películas. Repito: cuando vamos al cine a ver sus
aventuras, es en vano que nos centremos únicamente en su condición de explorador blanco, educado y
burgués, representante de la misión civilizadora de occidente de principios del siglo pasado. Como mucho,
podríamos decir que el personaje está bien contextuado, pero sería hilar demasiado fino. Todo es parte de
una maravillosa fantasía puesta en escena que persigue la sola y difícil tarea de entretener. Si así no fuere,
¿cómo asimilar, entonces, el inmenso poder de destrucción del arca judía, o de las piedras de Sankara, el
misticismo del Santo Grial, el origen extraterrestre de la calavera de cristal o la posibilidad de viajar por el
tiempo haciendo uso del dial construido por Arquímedes?

Las películas de Indy están invadidas de esoterismo, anomalías, misterios, peligros y aventuras en
estado puro. No las intelectualicemos demasiado. Esas son las claves de su éxito y el anzuelo que consiguió
pescar el interés de millones de personas ansiosas por seguir alimentando al “niño interno”; manteniéndonos
ilusionados y jóvenes, aún a punto de traspasar las seis décadas sobre la Tierra.

Y no falto a la verdad. En mi caso, ha sido toda una vida.


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A esta altura de la carrera, varios queridos amigos han quedado en el camino. Martín Durand
(escritor y amante del esoterismo, además de ser el creador de un personaje literario que amé desde el primer
momento, Toni Beluchi, un librero de viejo y detective de lo paranormal), Sébastien Mayor (gran
conocedor de la historia del Paititi y autor de un libro ejemplar sobre el tema) y Eugenio Rosalini (profesor
de filosofía, antropología social y compañero de trabajo) son tres de los más queridos y admirados. Hombres
con los que resultaba posible concretar todos los sueños, aun los más delirantes, cuando nos poníamos a
charlar. Estábamos en la misma sintonía y todos éramos fans del doctor Jones desde muy chicos. Es
lamentable que ya no estén. Teníamos muchos proyectos por delante. Pero, como dice el dicho: así la cosa.
Todo pasa y un día se termina.

Martín Durand – Sébastien Mayor – Eugenio Rosalini

Afortunadamente, con Eugenio —sí— pudimos embarcarnos en una de las mayores aventuras de
nuestras vidas: explorar la selva peruana en pos de Vilcabamba y la leyenda del Paititi.

Cuando en 1998 decidimos calzarnos la mochila, la densa sombra del sombrero fedora más famoso del
mundo nos acompañó en cada paso. No hubo montaña, puente, río o yacimiento arqueológico que no nos
recordaran las películas de Indy. Ni mucho menos los riesgos que tuvimos que soportar. Caminos de
cornisas, insectos, víboras y supuestos animales desconocidos que escuchábamos aullar durante las noches,
nos retrotraían a aquellas viejas novelas que leíamos de chicos, en las que el héroe de turno se asemejaba
muchísimo al nuestro arqueólogo estrella.

No hubo en esa expedición trompadas, tiros o persecuciones; pero sí situaciones que muchos podrían
catalogar como sobrenaturales. En especial cuando acudimos a consultar a un poderoso chamán del Cusco,
con el propósito de solicitar permiso para ingresar en un sector de la selva considerado sagrado por los
locales. Había que hablar con los Apus, puesto que las ruinas a las que dirigíamos las botas era huacas de
alta consideración religiosa. O cuando repentinas tormentas, en plena jungla, parecían indicarnos que los
dioses no estaban del todo satisfechos con nuestra presencia.
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Claro que el contexto condiciona las interpretaciones y, ya en casa, rodeados de nuestros libros y
papeles, pudimos darle a esos eventos raros explicaciones racionales que, en su momento, no supimos
encontrar. Nos acomodamos a nuestro mundo, a nuestra cosmovisión; y aquellos exóticos acontecimientos
pasaron a ser parte de ese bagaje intransferible que son los recuerdos.

La Expedición Vilcabamba 1998

No les voy a mentir: nos sentimos un poco Indiana Jones en aquellas circunstancias tan poco comunes.
Tampoco faltaron las bromas y cargadas, en especial cuando no ajustamos unos sombreros de fieltro muy
berretas, comprados en el Ombligo del Mundo y que portamos la mayor parte de la travesía como si fueran
parte ineludible de un uniforme. Claro que no éramos para nada originales. Basta con ver cualquier
documental del History Channel para advertir que todo aquel que se precie de querer ser un explorador debe
calzar un fedora como el de Indy (aunque, claro, de muy buena calidad). Desde entonces —aún siendo una
declarada tontería lo que voy a decir— cada vez que me calzo uno de esos viejos modelos, una corriente de
adrenalina me invade, transportándome a aquellos lejanos días selváticos de 1998.

Desde chico me gustaron y disfruté siempre de los contrastes. Los busqué permanentemente. Rehusé
de la monotonía. Por eso, los años en los trabajé en un banco para poder sostenerme y pagar la universidad
durante la década de 1980, fueron los más aburridos de los que llevo vividos. Aquello era una tortura. Una
licuadora de mediocridades y, al mismo tiempo, el acicate que me inspiraba a estudiar más y más para poder
migrar de esas oficinas opacas, llenas de números y partidas contables. Un purgatorio gris, nada estimulante.
La más perfecta contracara de la aventura que hubiera conocido.

Cuando al principio de los noventa finalmente me gradué, me volví millonario sin que el estado de mi
cuenta de ahorros lo advirtiera. Trabajaba de lo que amaba y encima me pagaban. Qué más pedir. La rutina
se volvió distinta; y por más que dar clases implicaba ir y venir de los colegios y la facultad con una
regularidad diaria, cada exposición era diferente a la otra. Cada grupo de alumnos distinto. Sólo una vez por
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año repetía el tema que elegía dar. Estaba en el paraíso en el que siempre había querido estar. Atrás
quedaban las horas del banco y la fobia que le tenía. El sueño estaba concretado. Ahora había que acomodar
los contrastes por venir de acuerdo a la profesión. Seguir en lo mismo, pero de manera distinta. Alternar las
clases con la selva, la montaña, los lagos y los bosques en pos de historias que me interesaran: lugares
abandonados, ciudades perdidas, fantasmas, supuestos vampiros en las sierras de Córdoba, extraterrestres en
Capilla del Monte, monstruos lacustres y místicas urbes intraterrenas, analizando todo desde un ángulo
racional y tratando de adentrarme en los sistemas de creencias que se asomaban detrás de cada uno de esos
temas.

Monstruos, fantasmas, extraterrestres y sistemas de creencias

Y así, al menos una o dos veces al año, me quitaba el saco y la corbata, dejaba las tizas y los mapas,
para calzarme un sombrero y salir en busca de sitios cuyas historias cautivaran mis ganas de investigar y
viajar en pos de nuevas aventuras. Y aunque soy consciente de que la procesión muchas veces va por dentro
y la realidad termina por imponerse, la música de fondo de esas experiencias siempre ha sido la de Indiana
Jones.

Cándido Manuel Soto, mi abuelo paterno, usaba sombrero. Como todos los hombres adultos de las
décadas de 1920 y 1930, no salía a la calle sin ponerse uno. Y siguió haciéndolo hasta bien entrados los años
´70 del siglo pasado, cuando la moda los hizo a un lado y las gorritas de beisbol (por desgracia) coparon la
escena.

Recuerdo muy bien mis primeros cumpleaños, cuando vistiendo sobretodo largo, pantalón bien
planchado, camisa y corbata, se perfilaba en el marco de la puerta de entrada de casa, portando un fedora de
lo más llamativo. Si la memoria no me falla, tenía al menos dos: uno marrón y otro gris. Los adquiría en una
sombrerería muy famosa de Buenos Aires (una de las pocas que ha sobrevivido hasta hoy en Avenida
Rivadavia) llamada Casa Maidana y también (según supe después de su muerte) en Lagomarsino.
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Hacia fines de los ’60, el abuelo Manolo era el único que los usaba en toda la familia y a mí me
encantaba verlo así vestido. Me recordaba a los detectives de la tele, a los arriesgados reporteros del cine y a
los gánsters norteamericanos. De haber podido me hubiera comprado uno. Pero era muy chico. Con seis,
siete u ocho años, rara vez me permitió siquiera probarlos. No era una indumentaria barata y, como es
lógico, los cuidaba mucho. Tengo una borrosa imagen de las cajas redondas en las cuales los guardaba.
Lamentablemente, tras su deceso, mi tía los donó y no fui heredero de ninguno de ellos. Convengamos que
al momento de su muerte yo debería tener unos quince años y no existió siquiera el impulso de pedir uno
como legado. Tuve que esperar más de cinco décadas para comprar mi primer fedora auténtico.

Mi abuelo Manolo y yo de bebé (con sombrero) en Mar del Plata (circa 1964)

Hoy, tampoco presto mis sombreros. Sería como prestar un calzoncillo. Es una prenda muy personal,
intransferible. Única. Por eso entiendo la bronca que el pobre viejo debió sentir cuando, en una reunión
familiar en el barrio de Belgrano, jugando con mi hermana y primos en la habitación donde previamente él
había dejado su sombrero sobre la cama, se lo aplastamos, saltando como cabras. Quedó abollado, deforme,
como si lo hubiéramos obligado a resignar toda su elegancia.

En mi caso, me hubiera enfurecido, tal como él lo hizo. ¡Pendejos malcriados!

Desconozco cuánta influencia ejerció el abuelo en mi gusto por usar sombreros. Tal vez más de la que
supongo. De lo que sí estoy seguro es que no sólo Indy Jones ha sido el responsable de semejante
anacronismo.

Pero, nunca hay una sola causa.

Más o menos por la misma época, una mediocre película francesa, protagonizada por Jean Paul
Belmondo y Alain Delon, llamada Borsalino (1970), me impactó estéticamente. Que los actores usaran a lo
largo del film sendos fedora de muy distintos estilos, llamó mi atención. Como el abuelo Manolo, esos dos
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pícaros personajes de la ficción, disparaban, peleaban, corrían, sin que los sombreros se les movieran de sus
cabezas, otorgándoles una elegancia que ya empezaba a ser algo claramente perimido.

No sé cuándo ni porqué, pero a poco de que esa película fuera proyectada en los cines, mis padres
colgaron en el comedor diario de casa un póster muy grande (blanco y negro) con Belmondo y Delon
vestidos de gánsters, portando naturalmente sus imponentes cofias de fieltro. Desde esa pared, me vieron
jugar con los Jacks, con los soldaditos y los Matchbox durante mucho tiempo; y como también disfrutaba
dibujar, ambos fueron los modelos de los múltiples personajes que garabateaba vistiendo sombreros, como
era de esperar.

Carteleras y sombreros: Borsalino (1970) – Don Carmelo il Capo (1976)

En 1976 otro film, esta vez de producción nacional y por completo intrascendente en la historia de la
cinemateca nacional, volvió a convocar mi atención. Se llamaba Don Carmelo, Il Capo, protagonizada por
Eddie Pequenino, Tito Mendoza, Adriana Aguirre y elenco. Una comedia malísima, en la que los miembros
de una orquesta se ven obligados a hacerse pasar por mafiosos, teniendo al mencionado don Carmelo como
jefe. El argumento no importa. Lo que a mí me resulto significativo fue la cartelera, en la que Pequenino
aparecía todo vestido de blanco portando una fedora del mismo color. No me pregunten por qué, pero ese
sombrero me impulsó a cometer el primer acto de vandalismo que recuerdo: agarrar una Gillette, acercarme
a esa cartelera que colgaba del tronco de un árbol, frente al Cine Teatro Coliseo de Bolívar y recortarle la
cabeza entera para tenerla como modelo de mis futuros dibujos.
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¿Por qué se había dejado de usar sombreros? ¿Cuándo se impuso el modelo fedora? ¿Qué cambios en
la sociedad hicieron falta para que la moda se extinguiera y la generación de mi padre los ignorara por
completo, calzándose gorras estilo inglés, con las que nunca me sentí identificado?

Eran cuestiones que cíclicamente invadían mi nostálgica y anacrónica curiosidad. Preguntas que, así
como venían, se iban sin que les dedicara la atención necesaria. Sólo recientemente me desasné, consultando
la historia del sombrero.

Sarah Bernhardt y cartela de la obra Fedora

Parece que el gran cambio se operó en 1882 y una obra de teatro titulada Fedora, protagonizada por la
gran Sarah Bernhardt —basada en los escritos de un francés llamado Victorien Sardou— fue la empezó a
imponer el uso de un sombrero de fieltro suave y flexible, que adoptó el nombre de la representación teatral.
Pero tuvieron pasar algunos años para que el modelo se impusiera masivamente. Desde 1930 hasta fines de
los ‘60, los fedora fueron suplantando a los sombreros más formales (bombín, chistera), sufriendo en el
camino algunos cambios, especialmente en el tamaño del ala del producto (que se hizo cada vez más corta).
Los sombreros rígidos fenecieron y la generación de Bogart, deseando diferenciarse de sus antecesores,
adoptó el de fieltro blando, que mantuvo su multitudinaria vigencia hasta 1969. Cuando en dicho año
Richard Nixon asumió la presidencia, nadie llevaba un sombrero en la cabeza. Y así, a lo largo de la década
de 1970, desaparecieron casi por completo.

Antigua publicidad de sombreros 1930-1940


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Habíamos llegado a una época en la que usarlos resultaba incómodo, incluso innecesario. El control de
los interiores, en especial la temperatura de casas, oficinas y medios públicos de transporte, así como la
masiva utilización del automóvil individual, volvió cada vez más inútil su uso. Ya no hacía falta protegerse
tanto del frío. Por otra parte, a lo largo de los ‘60 los vehículos se hicieron cada vez más bajos y menor era
el espacio para andar manejando con uno puesto. La migración del campo a la ciudad también contribuyó a
su extinción. Las fábricas cerraron, los especialista en la confección de los mismos fueron cada vez menos y
su uso pasó a la historia.

Recién a partir del 2005, poco a poco, el sombrero empezó germinar de nuevo entre los más jóvenes y
algunas personalidades transgresoras del mundo del espectáculo. Para muchos se convirtió en una
indumentaria propia de las vacaciones. Disfrazarse de turista implicaba ponerse uno, aunque no tan caluroso
como los de fieltro, el modelo Panamá engalanó a millones de fotografías sacadas en tiempo de ocio.

Los sombreros existieron desde siempre. Los hubo en la prehistoria y, ya sea por protección, moda o
status social, se volvieron ubicuos durante la Edad Antigua, la Edad Media, la Moderna y gran parte de la
Contemporánea. En mi caso personal me tocó vivir su decadencia, pero nunca me importó demasiado la
opinión de los demás.

La vida es muy corta como para desperdiciarla no haciendo lo que uno quiere.

Vencida —tempranamente, en mi caso— la inercia que marcaba no usar sombreros y arrinconado el


prurito de vestirlos muy a pesar de todo, durante décadas me resultó imposible acceder a uno de buena
calidad. Eran por demás caros e inexistentes en el mercado nacional; en especial los fedora que el doctor
Jones usaba en sus películas. Eran piezas de artesanía y tenían sus talleres más allá de los mares.
Concretamente en Inglaterra.

Al cumplir los cuarenta y siete o cuarenta y ochos años de edad (no lo recuerdo con exactitud), mi
esposa Verónica buscó la forma de hacer realidad mi largo sueño y mandó a fabricar uno en la ya
mencionada Casa Maidana, de la avenida Rivadavia de Buenos Aires. La misma en las que los compraba mi
abuelo, décadas atrás. Pero, lamentablemente, esas buenas intenciones no resultaron satisfactorias al ciento
por ciento.

Confeccionado en fieltro marrón de conejo y una cinta con moño del mismo tono (que al poco tiempo
transmutó a un raro color violeta, indicando su mala calidad), el fedora de Maidana me quedó un tanto
chico. Desconozco el motivo. Lo cierto es que calzaba muy apretado y me resultaba incómodo; amén de
tener el ala demasiado corta y sus bollos —casi imperceptible— demasiado arriba, en la copa.
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En verdad, lo usé muy poco. Permaneció en su caja la mayor parte del tiempo. Sólo en una
oportunidad lo llevé de viaje a Capilla del Monte (Córdoba), apareciendo en todas las fotos que sacamos al
momento de recorrer a caballo el sendero serrano que conducía al Dique Los Alazanes. En varias ocasiones
el viento amenazó con volármelo de la cabeza y, aunque no me quedaba del todo mal, las insatisfacciones
antes señaladas hicieron que aquel sombrero compartiera muy pocas de mis búsquedas. Hibernó en el
placard y su cofre de cartón —hermoso por cierto— me anunciaba, cada vez que lo veía, el remordimiento
de haber hecho esa compra. Y así, los sombreros de la fábrica Lagomarsino ocuparon su lugar.

Diferentes de sombreros en distintas circunstancias

Ya sea en estilo australiano (de fieltro) o Panamá (de paja), estos excelente sombreros cubrieron mi
testa a lo largo de los años, sin llegar a ser exactamente lo que buscaba. La alternancia en el uso, según
variaran las estaciones del año, se terminó convirtiendo en costumbre, tanto como el aplazamiento del sueño
a tener un fedora fabricado por los maestros sombrereros de Herbert Johnson de Londres.

Entonces, una serie de maravillosas coincidencias entraron en conjunción e hicieron que los astros se
alinearan para que pudiera, finalmente, llegar a tener, no uno sino dos, fedoras “Indy´s style”.

Si dijera que el responsable último de que hoy por hoy pueda disponer de varios de los icónicos
sombreros fedora usados por el doctor Jones en sus filmes fue King Kong, el mítico Rey de los Monstruos
de Hollywood, es probable que pocos me crean.

Pero es la más pura verdad.

Estoy convencido de que el azar juega un rol inevitable en el devenir de nuestras historias personales.
De no ser así, debería creer en la existencia de una entidad suprahumana, capaz de moldear nuestro tránsito
por el mundo; estando todos sometidos a sus deseos, caprichos y milagrosas intervenciones. En ese caso,
¿qué clase de numen todopoderoso dedicaría tiempo y atención para que yo pudiera tener los sombreros
deseados, desatendiendo las injusticias, el hambre y la violencia que hoy campean por toda la Tierra? Por
otro lado, no me he comportando tan bien como para ser merecedor de semejante privilegio y atención. Hace
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mucho que me alejé de ese pensamiento mágico y prefiero creer —por ser más lógico y sencillo— que todo
fue el resultado del azar y la buena suerte.

He aquí la historia que une al Rey Kong con mis ganas por usar el tipo de sombrero ya indicado.

En el invierno de 2013 me surgió la inquietud de conocer a dónde había ido a parar el gigantesco
animatronic de King Kong, construido por Carlo Rambaldi para la remake producida por Dino De Laurentiis
en 1976. Una película icónica y de fama internacional por aquellos días, cuyos realizadores decidieron, a dos
años del estreno, alquilar el muñecote para poder amortizar los casi dos millones de dólares que había
costado construirlo. Así fue como llegó a Buenos Aires en setiembre de 1978, siendo expuesto en el predio
de la Sociedad Rural Argentina hasta el fin de ese año y trasladado a la costa bonaerense en los primeros
días de febrero del ‘79.

King Kong en Argentina

Pero aquella exposición veraniega resultó ser un fracaso empresarial y, según rezó la leyenda urbana
durante cuarenta años, el enorme gorila mecánico había encontrado en la ciudad de Mar del Plata su
ignominiosa tumba, siendo abandonado, devorado por las ratas y desguazado por los habitantes de las villas
del barrio de Batán.

El rumor corrió de boca en boca. En algún momento se corporizó en artículos periodísticos y de ahí
saltó a las páginas de varios libros que trataban sobre la historia del cine; sin que nadie verificara si la
historia era o no cierta. Somos animales que olvidamos muy pronto las cosas. Tenemos poca memoria y,
según mi experiencia, bastante fiaca por conocer “la verdad de la milanesa”. Es más sencillo creer que
pensar. Por ello me aboqué durante varios meses a tratar de conocer cuál había sido la verdadera historia de
paso del Kong por Argentina y resolver el misterio de su aparente extraña desaparición en la Ciudad Feliz.
Confieso que me sorprendió saber que toda aquella historia era por completo falsa, y tras la publicación de
mi trabajo en diarios, revistas y sitios de Internet (hoy a punto de convertirse en un film documental dirigido
por Juan Cruz Varela), empezaron a llegarme emails de personas que no sólo confirmaban aquello que
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había desvelado, sino que estaban deseosas de aportar un granito de arena a todo el proceso investigativo,
que tanto los ligaba con sus infancias.

Pues bien, uno de esos mensajes traía adjunta una fotografía en la que un jovencito sonriente mostraba
orgulloso a cámara un Kong de plástico. “Este es un producto made in Argentina que se vendió en el show
ofrecido en la Rural en 1978. Una verdadera rareza.”

El remitente se llamaba Gustavo Weber y resultó ser uno de los grandes coleccionistas de objetos de
la cultura pop del país, amén de un comprometido difusor del tema a nivel internacional. No tardamos
mucho en conocernos y generar un hermoso lazo de amistad. Gus es un tipo generoso, además de
constituirse en una fuente inagotable de información, que desinteresadamente difunde junto a un
macanudísimo grupo de amigos que andan en la misma, por un canal de YouTube llamado Ultimate
Argentina.

Fue así que supe de su profundo amor por las mismas series de televisión que veíamos siendo niños.
Y, aunque él es unos diez años más joven que yo, nos criamos viendo a Napoleón Solo e Illya Kuryakin (los
agentes de CIPOL), al inspector Clouseau, Carlitos Balá, James Bond, los tripulantes de la nave Enterprise y,
como no podía ser de otro modo, Indiana Jones. Además, ¡Oh, sorpresa!, tenía una réplica perfecta del
fedora que nuestro arqueólogo usaba en sus películas.

Supuse que lo había comprado en el exterior. Pero me equivocaba. Esa maravillosa muestra de diseño
estaba hecha en Argentina. El sombrerero a cargo del emprendimiento era un arquitecto porteño, fan de Indy
y titular de una marca llamada Steele & Jones, presente en el mercado desde el años 2008. Se llamaba
Roberto O´Brien y había dado cátedra sobre el tema en uno de los programas de Ultimate, subidos a web al
conmemorarse el 40° aniversario del film Los Cazadores del Arca perdida.

Ultimate Argentina entrevista a Richard Young (el huaquero que le pone el primer fedora a un Indy adolescente)

Gus me pasó su número de teléfono y de ese modo pude encargar el primer fedora de mis sueños: una
réplica hecha en fieltro marrón idéntica a la que Ford usó en la tercera película de la saga, La última
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Cruzada (por ser de todas, mi predilecta hasta ese momento). Corría el mes de diciembre de 2021, con la
pandemia de covid-19 rozándonos todavía los talones.

Fedora Última Cruzada 1938- Steele & Jones (Argentina)

Fue entonces cuando sobrevino un intercambio inesperado

Enterado de que tenía un sombrero de Casa Maidana arrumbado en el interior de un placard, Roberto
me sugirió que se lo llevara para ver si él podía mejorarlo. Según parece existe una forma para ajustar el
tamaño de la copa a la circunferencia de la cabeza del usuario; y la verdad, dijo, “es una lástima que lo
tengas allí archivado”.

Cuando lo vio e hizo una concienzuda crítica del producto, me preguntó si estaba dispuesto a realizar
un canje. “Te fabrico uno nuevo y vos me das éste que no usás. De acomodarlo a tu cabeza quedaría
bastante deformado. Yo, en cambio, puedo moldearlo perfectamente al de los filmes y ofrecérselo a alguien
de la talla adecuada”.

No lo dudé ni un segundo y varios meses más tarde, en una de las mesas del Café Tolón (Avenida
Santa Fe esquina Coronel Díaz) tuve en mi poder mi segundo fedora, esta vez idéntico al de Raiders of the
Lost Arc.

Fedora Cazadores del Arca Perdida 1936 - Steele & Jones (Argentina)
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Muchos amigos y familiares me preguntaron, ¿para qué tener dos sombreros iguales? ¿Qué enfermiza
obsesión me había asaltado, conduciéndome a duplicar el accesorio? La respuesta era sencilla: no todos los
sombreros usados en los filmes son idénticos.

Por separado pueden parecerse. Pero es una mera ilusión óptica. Las diferencias son significativas y al
vestirlos se lucen de modo muy distinto. Basta con colocarlos uno al lado de otro para notar lo que acabo de
indicar. Tal vez sean detalles muy sutiles, pero los especialistas como Roberto O’Brien saben señalar esas
diferencias con gran precisión y pasión. De ahí que los fedora Steele & Jones estén considerados, a nivel
internacional, como una de las mejores réplicas del mundo.

Sombreros Steele & Jones – Hechos por fans, para fans

Ya sea por la altura de la corona (parte superior del sombrero), el ancho del ala, el tipo de cinta y
moño con el que está confeccionada la banda que rodea la copa o la forma de sus pellizcos (hendiduras)
todos los sombreros del doctor Jones son distintos, adaptándose convenientemente al contexto histórico de
cada película.

Uno no anda por la vida, a lo largo de más de cuarenta años, calzándose el mismo fedora.

Todos envejecemos. Si uno tiene suerte, es algo inevitable.

Las nieves del tiempo tiñen nuestra sien, como reza el tango. Nos aletargamos. Dejamos de hacer
algunas cosas de antaño y unos pocos se vuelven algo más sabios. Otros, no tanto. Aún así, la vida es
maravillosa y cada momento de la misma puede resultar extraordinario, incluso después de que alguien te
seda su asiento en un colectivo.

Llegados a cierta edad, solemos hacer balances. En mi caso siempre los hice casi a diario. Desde muy
chico fui consciente de la muerte (ya sea propia o ajena). Nunca le temí, ni fue tema tabú en mi familia. No
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la maquillamos, ni escondimos debajo de la alfombra. Me enseñaron que era parte de la vida. Una sombra
que nos acompaña en cada paso que damos y que en el momento menos pensado podemos estar viendo
cómo crecen las margaritas desde abajo. De ahí que mi lema preferido sea Carpe Diem.

Pasé toda mi infancia en Bolívar viviendo frente a la funeraria más importante del pueblo. Casa
Colombo, se llamaba (o se llama, porque creo que aún sigue vigente en el mercado local), y no había vez en
la semana en que, al salir a jugar a la vereda, no fuera testigo de algún funeral.

Única foto que conseguí de la Funeraria Casa Colombo- El del karting y sombrero (a la derecha) es Daniel Crespo, primer
compañero de aventuras por las calles de Bolívar a principios de la década de 1970 – El anciano que me acompaña (también con lentes)
es Claudio Berti con quien solíamos ser agente de Cipol durante la infancia

Recuerdo perfectamente cómo fueron cambiando los modelos de los coches fúnebres a lo largo del
tiempo; las coronas de flores que confeccionaba Cayata, el florista que tenía su negocio pegado a mi casa;
los ataúdes saliendo de la sala de velatorio y las caravanas de autos partiendo hasta el cementerio. Más de
una vez tuvimos que esperar a que toda esa parafernalia mortuoria terminara para poder organizar los juegos
que reclaman la calle y demandaban gran parte de mis horas.

Velorios, coches fúnebres, ataúdes y coronas

Como si eso fuera poco, muchos de esos juegos los practicábamos en el interior de Casa Colombo. En
su gran garaje (donde aparcaban los autos del ceremonial) y también en el museo, sitio en el que se exhibían
los diferentes tipos de ataúdes que ofrecían a sus dolientes clientes. Jugar a las escondidas en esas
circunstancias resultaba mil veces más adrenalínico que hacerlo en la vereda o en el patio de casa. Claro que
no todos los chicos del pueblo tenían esa posibilidad. Aquel era un privilegio que disfrutábamos sólo los que
cultivábamos una sólida amistad con el sobrino del dueño de la funeraria.
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Es muy probable que todas esas experiencias hayan contribuido a que siempre buscara concretar mis
deseos. Hacer lo que me gusta y no desperdiciar las horas en cuestiones para vanas. Por tal motivo, cuando
nació el deseo de tener los fedoras que Indiana Jones usaba en sus películas, concentré todas mis energías en
conseguirlos.

¿Si tuve suerte? ¡Claro que la tuve! Pero ayudé mucho a que así fuera. Y ahora, cuando miro hacia
atrás advierto una verdad de perogrullo: que nuestros héroes también se hacen viejos.

En junio de 2023 concurrí a la avant premiere de Indiana Jones y el Dial del Destino invitado por
Roberto O’Brien, quien gracias a sus contactos con Disney pudo conseguir varias entradas liberadas para
distribuir entre algunos de los fans del famoso arqueólogo. Aquella me resultó ser una experiencia inédita y
divertida, aunque no exenta de cierta vergüenza. Había una condición: los asistentes tenían que ir vestidos de
Indiana o, al menos, con un sombrero fedora. No estoy acostumbrado al universo del cosplay, ni me siento
un cosplayer (como suele verduguearme un querido amigo rosarino) cuando me calzo un sombrero de
época. Es simple: disfruto con el diseño del accesorio. No uso cartuchera, morral y, menos que menos,
látigo. Nunca ha sido mi intención disfrazarme del doctor Jones. El exhibicionismo friki me resulta extraño,
aunque muy divertido cuando lo veo materializado en otras personas que disfrutan hacerlo. No obstante, si
ponerme el fedora y una campera de cuero (que nada tiene en común con las usadas en las películas) era
hacer cosplay, podría decirse que aquella tarde en el cine me sumé a la caravana de fans que ostensiblemente
homenajeaban a Indy con sus vestiduras.

27 de junio de 2023- Avant Premier de Indiana Jones y el Dial del Destino – Nos divertimos y disfrutamos de la última película
de nuestro personaje favorito con Gus, Roberto, Pelu y otros fans del personaje.

Siempre recordaré lo ansiosos y nerviosos que estábamos todos. Flotaba en el ambiente una mezcla de
desesperanza y miedo en partes iguales. Deseábamos que el film fuera inolvidable y que la esencia de Indy
se mantuviera intacta. Pero nos atosigaba el temor de volver a repetir de desazón que nos había generado el
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film anterior, El Reino de la Calavera de Cristal. Muy pocos fans lo defendían. Demasiados efectos
especiales habían arruinado su estética y la trama, con extraterrestres de por medio, no resultó grata. A fuer
de ser sincero, “hice fuerza” por verla con buenos ojos y destacar lo mejor de aquel film. Lo vi decenas de
veces y, como aquellos que gustan del fútbol y se quedan únicamente con las mejores jugadas de un partido
mediocre, de La Calavera rescato algunos momentos extraordinarios, sólo por el enorme cariño que le tengo
al personaje. En opinión de la mayoría, el final —con ese plato volador proveniente de otra dimensión
emergiendo de unas ruinas en la selva— fue absolutamente innecesario y decepcionante. La culpa fue de
George Lucas, que se empecinó en meter marcianos, contrariamente a la opinión de Spielberg. Pero todo eso
ya es historia.

Estábamos en el cine tras quince largos años de espera. Era la última de Indy. La vida útil de Harrison
Ford encarnando a Jones se terminaba con el Dial del Destino. Aún los ateos rogábamos al cielo que la
película fuera buena. Queríamos un broche de oro para el personaje. Pero había millones de comentarios en
las redes que no apostaban un centavo por ella. Ford estaba viejo, Spielberg no había sido su director y
pocos confiaban en la experiencia de James Mangold, el nuevo encargado de dirigir el proyecto. Los chistes
y memes aludiendo a los ochenta años que tenía el protagonista principal, no dejaron de invadir Facebook,
Instagram o Tik Tok. Íbamos a encontrarnos con nuestro héroe hecho literalmente un anciano. Un Indy de
70 años de edad (en la ficción) y una década más en la vida real. ¿No era demasiado?

Indiana Jones se jubiló (El Dial del Destino, 2023)

Ambientada en agosto de 1969, en plena carrera espacial —durante la Guerra Fría— la trama traía de
nuevo a los nazis como los enemigos clásicos del arqueólogo de marras. Ya no eran los uniformados
exaltados de los años treinta, sino los edulcorados criminales de guerra salidos del Proyecto Paper Clip,
implementado por el gobierno de Estados Unidos con el objeto de aprovechar el conocimiento y la
tecnología alemana y posicionarse por encima del nuevo contrincante mundial: la Unión de las Repúblicas
Socialistas Soviéticas (URSS). Sí, ahora los nazis trabajaban para los yanquis, algo que a un tipo como Jones
le repugnaría, al punto de revolverle las tripas.

Los hijos de Hitler regresaban para cambiar la historia usando un extraordinario dispositivo inventado
por Arquímedes en el siglo IV a.C. (el dial que le título al film, que no es otro el famoso mecanismo de
Anticitera) capaz de detectar fisuras en el tiempo para —supuestamente— poder así desplazarse de una
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época a otra. La meta: viajar a 1939 y hacer que la Alemania Nazi gane la Segunda Guerra Mundial,
corrigiendo todos los errores cometidos por el tío Adolf.

Nada que no se hubiera intentando antes en cuentos y novelas.

Lo que a muchos sorprendió, ayudando a construir un juicio negativo de la película, fue la ausencia del
esoterismo y la magia a que nos tenía acostumbrados la saga. La ciencia ficción —anunciada en el Reino de
la Calavera de Cristal— copaba ahora el escenario principal. Desplegaba por completo sus alas. Aún así,
que no hubiera alienígenas resultó consolador.

Expectantes en las butacas, ya prontos a iniciar la proyección, todos temíamos que la cagaran. Indiana
se merecía un final apoteótico.

En mi opinión, finalmente, lo consiguió con creces.

A mis sesenta años, debo reconocer que me estoy poniendo viejo y, aunque gastado pero no oxidado,
todavía me da el cuero para seguir escalando cerros en Córdoba sin agitarme demasiado. Obvio que no soy
el de antes. Nadie a mi edad puede negar esa verdad. Cambiamos. Aún así, el kilometraje que tengo a
cuestas no me impide sentirme muy bien. Si hoy fuera el día de mi muerte, partiría al otro mundo muy
sanito. Tengo mis huesos intactos, la cabeza me funciona y, por sobre todas las cosas, hay muchos proyectos
por delante, aún estando a punto de retirarme del ejercicio de mi amada profesión.

“Gastado, pero no oxidado” – Ya a punto de jubilarme, después de 35 hermosos años enseñando historia

Por lo antedicho, cuando aquel 27 de junio salí del cine, me resultó imposible no sentirme identificado
con el viejo aventurero de la pantalla. Él ya no rendía lo que rendía antes, ni corría con la agilidad de antaño.
Tampoco sus trompadas tenían el efecto de su juventud, ni las peleas lo ponían como seguro ganador. No
había caso, Indy era un anciano. Había que aceptarlo. Claro que muchos no pudieron con tanto y odiaron la
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película. Yo, en cambio, la considero una de las mejores. Quizás la más humana, emotiva y realista (si algo
así se puede decir de un film de Indiana Jones).

Desde que Tony Newman y Douglas Phillips se perdieron en el inmenso vórtice del Túnel del
Tiempo, viajando de una época a otra, semana tras semana, en la famosa serie de Irwin Allen del año 1966,
todos los de mi generación quisimos alguna vez retroceder a otra época y ser testigos de la historia. En mi
caso particular me hubiera resultado complicado elegir una. Tal vez observar la caída del Tahuantinsuyo
(imperio de los incas), para verificar si efectivamente la gente del Cusco había llevado sus tesoros al Paititi.
O, algo más trillado: ver la construcción de las pirámides de Egipto. O en su defecto, mantener todo un día
de charla con un explorador y aventurero que siempre admiré por su arrojo y sapiencia: Richard Burton. No
lo sé. ¡Hay tantos baches por rellenar del pasado humano! Todas las épocas conservan misterios. Todas son
fascinantes y para un prostituto de la historia como lo he sido a lo largo de toda la vida (me gustó la gran
mayoría y entregué mi tiempo para conocerlas lo mejor que pude), resultaría en extremo complicado elegir
una en particular. Con seguridad, tarde o temprano me habría arrepentido de ir a una y no a otra.

Serie de televisión (1966-1967) El Túnel del Tiempo

Pero si de historia hablamos, hay una que explica el inmenso cariño que le tuve al Dial del Destino
desde el primer momento. Me refiero al camino que transité como profesor de la materia, casi en paralelo a
las ficticias aventuras del arqueólogo con látigo y sombrero.

Después de una década y media sin verlo interpretar a Indy y tras una larga introducción en la que se
muestra a un Harrison Ford rejuvenecido digitalmente luchando en un tren por salvar tesoros arqueológicos
saqueados, la vejez impacta como una trompada en la mandíbula.

Ahí está él. Dormitando en un sillón. Solo. En un departamento desordenado repleto de recuerdos. En
calzoncillos y con un humor de perros al ser despertado por los estridentes acordes de un tema de los
Beatles, puesto a todo volumen por vecinos jóvenes.
33

Un viejo gruñón. Amargado y con todo el kilometraje encima. Un Jones inimaginado, pero mucho más
humano y acorde a las circunstancias que ha vivido en ese interregno de una década y media sin saber nada
de él: un hijo muerto en Vietnam, un divorcio a punto de ser firmado y el gobierno de su país pactando con
quienes en su momento resultaron ser sus peores enemigos.

El dial del destino (mecanismo de Anticitera), artilugio que detecta fisuras en el tiempo

Él está cambiado. El mundo ha cambiado. De seguro, en más de una oportunidad se habrá preguntado
el para qué de toda su lucha; de sus sacrificios; de su compromiso con la educación, sin conseguir que la
nueva generación, muy distinta a la suya, se viera involucrada en la obligación por saber más y mejor;
encontrándola sumida en un individualismo asocial, poco comprometida, materialista y en gran parte
ignorante (como sugiere la primera escena de Indy dando clases en la ficticia Universidad Hunter).

¡Cómo no sentirse abatido! Estúpido sería haberlo mostrado con la personalidad y las actitudes que
tenía cuarenta y dos años atrás.

Muchos dirán que mi identificación con este Jones es una cuestión etaria. La de un hombre que va para
viejo (yo) ante la historia de otro que ya lo es (Indy). Acuerdo con ese diagnóstico. No lo niego. De haber
tenido la mitad de años que tengo ahora, es probable que me hubiera decepcionado como lo hicieron los más
jóvenes. Reconozco el poco esfuerzo que me demandó congraciarme con el Viejo Indiana. Es que desde el
primer año de la ya lejana década de 1980, nuestros caminos corrieron casi en paralelo.

En 1981, Indy irrumpe como un arqueólogo aventurero de 37 años de edad en Los cazadores del Arca
Perdida (ambientada en 1936). Como ya dije antes, a mis 18 años (saliendo del servicio militar) empezaba a
desgastar los pasillos de la Universidad de Mar del Plata, buscando mi real vocación. Tres años después, en
1984, Jones regresaba en una precuela ya clásica (El Templo de la Perdición, esta vez en 1935),
encontrándome a mí con 21 jóvenes años y disponiéndome a conocer otros templos. No en la India (como en
el film) sino en el altiplano boliviano y Perú. Un lustro más tarde, en 1989, Indiana, rozando los 40 años de
34

edad, sale en pos del Santo Grial (La última Cruzada, ambientada en 1938) acompañado por su padre. En
tanto yo vivía mis primeros 26, dando inexpertos y timoratos pasos en la docencia. A partir de ese momento
la cosa se ralentiza y tuvimos que esperar 19 añitos para volver a encontrarnos a un doctor Jones con 58
primaveras sobre los hombros, canoso pero aún muy activo (El Reino de la Calavera de Cristal, 2008). En
lo que a mí respecta, con 45 de edad y la vida reencauzada por completo (emocional y profesionalmente) su
casamiento con Marion y sus logros en la Academia (recordar que llegó a tener el cargo de Decano en la
facultad en la que trabajaba) parecieron vibrar en sintonía con mi experiencia vital de entonces (felizmente
casado con Verónica y trabajando en dos de las mejores instituciones educativas de Argentina). Entonces,
vino el gran salto hacia adelante y hace sólo unos pocos meses, en El Dial del Destino (2023) nos
enfrentamos al Indy anciano del que hice referencia más arriba. Yo con 60 años. Él con 70, mientras la
humanidad daba sus primeros pasos en la Luna. Ambos a punto de jubilarnos.

Las cinco películas de la saga (1981-2023)

Como podrán ver, no exagero al decir que el personaje me ha acompañado (y coincidido en muchos
aspectos) a lo largo de las épocas más importes de mi vida.

Al menos en cuestiones profesionales, empezamos juntos y nos jubilamos en simultáneo.

El tiempo, o mejor dicho el paso del tiempo, es el gran tema del Dial del Destino.

1969 es una época en la que el viejo Jones ya no encaja. Inmerso en una sociedad que olvida el
pasado, atendiendo únicamente a los cohetes que parecen conducirnos a un futuro tecnológico gestado por lo
peor que dio la especie humana (los “sabios” nazis), poco es lo que Indy tiene para festejar.

Muy a pesar de los desfiles callejeros, los grandes globos, el papel picado y los aplausos guiados sólo
por la emoción —con los que se inicia la segunda parte del film—, las muestras de pacifismo que se
35

mezclan en esas marchas son el indicio de que las cosas no andan tan bien como se cree. El movimiento
contracultural y los hippies son la parte evidente de ese reclamo por un mundo mejor. Clara muestra de una
crítica descarnada a las generaciones anteriores (estamos apenas a un año del mayo francés del ’68) y del
surgimiento de una brecha generacional que condujo a la rebeldía y el descontento, con la que Indy parecería
estar de acuerdo por cuestiones estrictamente personales.

El mundo ya no es el que Jones conoció. Es otro. Ya no hay distinción entre buenos y malos. La Biblia
convive al lado del calefón, como dice el tango. Todo es igual a todo. Nada es mejor. Lo mismo un burro
que un gran profesor. Un verdadero cambalache.

Son los años y el kilometraje, sin duda

Frente a esa realidad, Jones se siente vencido. Sin fuerza para luchar. Pesimista. Abandonado por su
hijo muerto y su esposa, cansada de convivir con un viejo que ha bajado los brazos y pasa sus horas tirado
en un sofá. En calzoncillos. Resignado a un mundo que no entiende, ni quiere entender. Y aún así,
impulsado por la aventura que toca a su puerta cuando menos lo imaginaba (la llegada de Helena Shaw, una
ahijada que no veía desde hacía dieciocho años), se juega los últimos cartuchos que le quedan para
emprender su peligrosa redención. Si el mundo lo ignora; él no ignorará al mundo, salvándolo una vez más
de un futuro controlado por nazis aggiornados y sus epígonos, deseosos de implantar lo peor del pasado.

Su memoria es más fuerte que su decepción.

Los nazis siguen estando. No han muerto. Solo esperaban el momento indicado para volver a dar su
zarpazo. Camuflados. Escondidos detrás de títulos académicos e instituciones de prestigio. Y será esa lucha
postrera (su lucha personal) la que lo convierta en el Indiana Jones de antes. El de siempre.

Pero está viejo.


36

¿Por qué un colectivo enorme (generalmente formado por gente joven) no se sintió a gusto con la
película de 2023?

Aunque puede que haya más de una, creo tener la respuesta más apropiada para esa pregunta: la vejez,
que viene arrastrando desde hace siglos muy mala fama.

El psiquiatra Leopoldo Salvarezza, pionero de la geriatría en Argentina, nos habla del acoso y
discriminación que sufren los viejos en una época en la que las expectativas de vida se han extendido
considerablemente. Es lo que denomina el “viejismo”, que no es otra cosa que un arraigado prejuicio
alimentado por convenciones culturales propias de la sociedad de consumo que considera a los seres
humanos en función de su valor económico (escaso o nulo en caso de las personas mayores).2

—El Viejismo—

En un reciente libro —que mucho me ha ayudado a pensar estas cuestiones—, Pacho O’Donnell
(escritor, historiador, dramaturgo y médico psicoanalista de 82 años) escribe: “El destierro de viejas y viejos
de la sociedad de consumo en evidente en la televisión y en las redes en las que las publicidades de viajes,
de autos y electrodomésticos están dirigidas a jóvenes y adultos. Nuestra ‘viejista’ incapacidad de producir
y consumir, prejuiciosa y discriminadora, hace que la vejez sea considerada como un problema y una carga
económica para el resto de la sociedad. (…) Vejez y viejo (…) son términos difíciles de escribir y
pronunciar, como si designaran algo desagradable que debe ser evitado”.3

Y agrega:

“Otro motivo del viejismo es que rompemos la colectiva estrategia de negación de la muerte típica de
la cultura occidental veneradora de la juventud. Porque la ancianidad ‘amenaza’ con la muerte, la anuncia,
la evidencia, nos recuerda que todos vamos a morir a pesar de los esfuerzos por negarlo con liposucciones,
tinturas o bótox”.4

2
Véase: Salvarezza, L, La vejez, una mirada gerontológica actual, Paidós, 1998.
3
O´Donnell, Pacho, La nueva vejez. ¿La mejor edad de nuestras vidas?, Sudamericana, Buenos Aires, 2023, pág. 15.
4
Ibídem, pág. 16.
37

Cuando hace más de diez año me interesé por estudiar lugares abandonados (hoteles, mansiones,
castillos, pueblos, incluso objetos de gran tamaño, como el animatronic de King Kong) observé aspectos
muy parecidos a los que O´Donnell refiere en el párrafo anterior. La certeza de la muerte no es bien tolerada,
ni siquiera cuando se anuncia a través de edificios en franco deterioro.

Como historiador he desarrollado a lo largo de los años cierta inmunidad ante ese “problema”. Me la
he pasado hablando con muertos diariamente. Y no me refiero, claro está, a ninguna práctica mediumnica
salida de la irracional New Age que nos invade. No creo que sea posible hablar con los difuntos, a no ser que
ellos se comuniquen a través de los escritos (fuentes) que dejaron. En mi profesión es imposible no tener a la
muerte de confidente y aliada.5

La Historia como médium

Por eso, investidos de un aura especial, los lugares abandonados se recrean a sí mismos al convertirse en
«ruinas»; transfigurándose en algo que sólo era en potencia. Son el futuro materializado. La prueba más
tangible de lo efímero. El reino omnipresente del cartón. Explorar esos sitios constituye una experiencia
única, intransferible y aleccionadora. La adrenalina se dispara hasta cotas inimaginables al advertir cómo los
elementos reclaman, siempre exitosamente, aquellos espacios colonizados por el hombre y sus
construcciones. Todo se retuerce, se quiebra, se descascara, tambalea y cruje. Todo es mentira, ilusión. El
monarca de la mente es una mera fantasía afirmada en un trono de clavos oxidados y sedas que se pudren y
deshacen por el abandono. Meras vigas que se sintieron eternas y hoy son un amasijo de pintura caída y
blanda. Aquel que soñó con la perennidad, se ve subsumido en el ocaso; muchas veces antes de lo
imaginado o previsto. Como si fueran los fotogramas de una película antigua que no terminó de proyectarse,
o tal vez las últimas escenas de un optimismo irreal e ingenuo, el devenir de los sitios abandonados nos
enseña que todos estamos condenados a ser recuerdo y después olvido. ¿Quién puede permanecer impasible
ante una ruina? ¿Quién no ve en ellas su propio e ineludible porvenir? ¿Acaso no será ése el motivo por el
cual tantos rehúyen de ellas, ignorándolas y quitándoselas de la mente?

5
Soto Roland, Fernando Jorge, El abandono y el olvido. Disponible en Web:
https://www.academia.edu/17168491/EL_ABANDONO_Y_EL_OLVIDO
38

Hay una clara relación entre los sitios abandonados y la nostalgia. En ellos se vuelve concreta una idea:
la del tiempo irreversible. Lo que pasó ya no podrá ser alcanzado nunca más. El Paraíso se perdió y esa
verdad erosiona una de las fantasías más divulgadas de la modernidad occidental: aquella que sostiene la
noción lineal del Progreso o la juventud eterna. Como la vejez, nos despiertan a la cruda realidad de vernos
frente a frente con nuestros deseos incumplidos. Las modernas ruinas urbanas irrumpen con fuerza en
nuestro imaginario porque nos transmiten la muerte de las promesas de un futuro diferente y mejor (idea
arraigada a lo largo del siglo XVIII y XIX).

Es mucho más inquietante un jardín abandonado que la selva virgen.

Lugares abandonados

Símbolos de la inútil arrogancia humana, las «ruinas urbanas» develan lo inconstante que son las obras
del hombre frente al poder imparable de la simple humedad. El romántico significado de las enredaderas
partiendo los muros de un edificio o la descontrolada fuerza de las raíces destruyendo el pavimento, cobran
nuevo sentido ante nuestra atónita mirada, enseñándonos cuán delgada es la seguridad ante el solo paso del
tiempo. Quien no se ha entregado a las voluptuosidades del óbito, quien nunca ha gustado del
aniquilamiento, no se curará jamás de la obsesión y temor que produce la muerte. Estará atormentado por
haberse resistido a su inevitabilidad.

Los lugares abandonados nos obligan a meditar en nuestra propia podredumbre, materializando el precio
infinito de cada instante. Algo es más que cierto, dice el filósofo Cioran: Rejuvenecemos en contacto con
ellos. En los sitios abandonados se nos abre el verdadero sentido de nuestra dimensión temporal. Sin ellos —
sin la muerte que se destila por sus rajaduras— estar en el tiempo no significa nada para todos nosotros.

Estoy seguro que Indiana Jones, como arqueólogo (si, ya lo sé, uno muy sui generis y ficticio) estaría al
tanto de todo eso. No así aquellos jóvenes fans que fueron a verlo al cine en su última aparición, topándose
con un anciano entrado en años.

El tiempo es nuestro bien más preciado y sobre él gira El Dial del Destino.
39

Todo pareciera indicar que las virtudes y fortalezas se profundizan en la vejez. Esa es la conclusión a la
que llegó un centro de investigaciones psicológicas de la Universidad Nacional de Mar del Plata, citado por
O’Donnell en su último libro.6 Lejos estamos, pues, del “viejismo” y sus sentenciosos prejuicios. Por tal
motivo, es el desconocimiento lo que lleva a muchos a detestar al Indy viejo del último film, quien con sus
habilidades cívicas y compromiso con la libertad intactos; sus capacidades cognitivas aún funcionando a
pleno (la pasión que le imprime a su última clase de arqueología es proporcional al desinterés de la nueva
promoción de alumnos que desatienden —o no entienden— su exposición), denota que la sabiduría, siempre
que vaya acompañada por el amor y la buena suerte, se conserva hasta el día de la muerte. No hay una vejez,
dice O´Donnell. Hay vejeces.7 Y por más amortiguadas que estén las pasiones en muchas partes de la
película, el ardor, la valentía y el antiguo espíritu aventurero se recuperan en la última escena; cuando la
arrugada mano del doctor Jones quita su emblemático fedora de la cuerda en la que cuelga, resumiendo en
unos pocos fotogramas que la vida continúa, aún siendo un anciano con el alma llena de cicatrices y
emparches.

Indiana Jones regresó

Es un final poco apoteótico, a primera vista. No hay duda de ello. Ausente está la puesta del sol y una
cabalgata en dirección al horizonte, movilizándonos en las butacas con el tema musical que le es propio y
reconocible en todas las partes del mundo.

No es necesario. En el contexto del Dial, basta un pequeño departamento, una cocina desprolija, un viejo
en pijamas y el acompañamiento del amor de toda su vida (Marion), que regresa al saber que él ha
regresado.

La muerte no lo sorprenderá desprevenidamente en el sillón en el que vegetaba al principio. Porque sólo


aquellos que tienen un buen trato con ella y son conscientes de su presencia desde el instante mismo en que
nacen, no desperdiciaran el tiempo temiendo o regodeándose eternamente en sus pérdidas y fracasos.

Indiana Jones se ha jubilado.

6
O´Donnell, Pacho, op.cit., pp. 91-92.
7
Ibídem, pág. 100.
40

Recompuesto el amor, agarra su fedora para disfrutar del tiempo que le queda sin por ello olvidar las
cicatrices que lo convirtieron en la persona (personaje) que es.

El sombrero fedora de Indy ya es un símbolo. Uno que denota aventura y riesgo, viajes y exploraciones,
exotismo, recuperación y resiliencia. Es también la materialización de su buena suerte; el talismán mágico
que lo protege ante el peligro. El compañero de su nomadismo intelectual y físico. Jones no sería Jones sin
su fedora. Por eso, cuando Sallah (su amigo egipcio de toda la vida) le entrega el sombrero, que Indy tenía
arrumbado debajo de la cama —figurando el estancamiento, la pesadumbre y la angustia de un tipo que
antes se enfrentaba al mundo con una sonrisa torcida—, el arqueólogo empieza a redimirse de su dolor. Lo
pone de nuevo sobre el tablero, aun siendo un viejo jubilado.

Símbolo de aventuras

Ya no veremos más —creo— sus aventuras crepusculares. Con las del Dial bastan y sobran. La saga ha
llegado a su fin. Casi toda una vida. Tanto la del actor como la nuestra. Desde ahora, sólo restará
imaginarlas sin tanto alboroto, pero convencidos de que la vejez no es una mera espera traumática de la
muerte sino una etapa (cada vez más larga) en la que la única salida es vivir al máximo lo que queda por
delante.

No sé si a mis 18, 21 o 30 años de edad hubiera llegado a estas conclusiones cuando salí del cine en
junio del 2023. Sinceramente, no lo sé. Aunque es muy probable que las influencias de la Funeraria
Colombo de Bolívar, inevitablemente, se hicieran sentir.

No soy coleccionista y si alguna vez se me dio por coleccionar algo, sólo resultó un impulso poco
duradero. Inconstante. Aún así, con dos fedoras Steele & Jones en mi poder, quise tener el último modelo.
El que Jones usara en 1969. No aspiraba a una réplica, por buena que fuera. Deseaba darme el gusto de tener
41

uno original, fabricado por el mismo artesano sombrerero que había puesto su experiencia en el último
capítulo de la saga. Necesitaba tener el fedora del Dial del Destino. Si no me daba el gusto a mi edad,
¿cuándo?

Pero había un problema. Los fabricantes estaban en Inglaterra. Más precisamente en Londres y yo no
disponía (ni dispongo hoy) del dinero necesario para semejante viaje. Cruzar el Atlántico, hospedarme y
comer en uno de los países más caros de Europa era inimaginable. Aún si hubiera podido solventar todos
esos gastos saltando el charco, acceder a una fedora Herbert Johnson (la casa más famosa y cara del
mundo en la confección de sombreros) me habría resultado imposible.

Entonces, volvió a ocurrir la magia.

En marzo del 2020, tres años antes del estreno del Dial del Destino y a punto de iniciarse el
enclaustramiento obligatorio a causa de la mortal pandemia de covid-19, uno de los colegios en los que
trabajo desde hace más de veinte años me invitó a ser parte del contingente docente en un viaje al Reino
Unido (Escocia e Inglaterra). La alegría no pudo ser mayor, pero el entusiasmo duró poco. El mundo entero
se detuvo y para salvar el pellejo debimos quedarnos en casa. Entre cuatro paredes. Los vuelos se
cancelaron. Los negocios cerraron y el planeta entero quedó a la espera de la vacuna que nos salvaría. Entre
pitos y flautas, clases por zoom y distanciamiento, todo el proceso se extendió durante casi dos años. Como
era lógico, el viaje de estudio al mundo anglosajón se pospuso.

Una vez arrinconado el virus, en 2022, el colegio mandó a Inglaterra a dos de los cursos que tenían
pendiente la gira, pero por cuestiones laborales en otras instituciones me resultó imposible viajar. Recién a
principio del 2023, cuando creí que ya no me volverían a convocar, se dieron las condiciones para que
pudiera calzarme la mochila y, finalmente, en septiembre de ese mismo año pude darme el gusto de recorrer
Edimburgo, York, Bath, Oxford, Cambridge y Londres.

Viaje al Reino Unido (Septiembre 2023)


42

Con todo absolutamente pago y una buena suma de libras en concepto de viáticos, estaba a un paso de
poder cumplir un sueño. No era, naturalmente, el de conocer la capital de Inglaterra (nunca estuvo en mi
planes imbuirme demasiado en la cultura de un país con el que habíamos entrado en guerra y que tanto había
explotado a la Argentina durante el siglo XIX), sino el de comprar un fedora Herbert Johnson en su casa
matriz. La misma firma que Steven Spielberg y Harrison Ford habían elegido en 1980, antes de empezar a
filmar Los Cazadores del Arca Perdida.

Hasta hacía pocos meses atrás parecía algo imposible. Incluso en junio del 2023, tras el avant premier de
la última película, no me había imaginado jamás estar tan cerca, física y financieramente, de poder adquirir
uno. Y de pronto, allí estaba, Caminando por Londres, soportando su horroroso clima. Su cielo encapotado,
sus intermitentes lluvias y falta de sol.

La capital inglesa fue la última ciudad que visitamos. Promediaba septiembre y dado que no era yo quien
organizaba los paseos y visitas culturales, los nervios empezaron a carcomerme. Qué irónico sería perder la
oportunidad de comprar el fedora, pasando a escasas cuadras de su local de ventas.

Londres, septiembre 2023

Confieso que debí ponerme denso con mis generosos colegas. No dejaba pasar la oportunidad para,
diplomáticamente, recordarles que lo único que quería adquirir era ese sombrero. Pero ellos tampoco tenían
demasiada potestad en los recorridos. La que tenía el sartén por el mango era la extraordinaria guía que
conducía a todo el grupo (conformado por cincuenta y seis personas, entre profesores y alumnos). Se
llamaba Ailín Gho y resultó haber sido, unos quince años antes, alumna mía en la facultad de turismo.

—Quedate tranquilo —me dijo—, yo te voy a acompañar hasta el local. Sé dónde queda. El jueves 21
vamos a andar de compras por la zona. Está en Piccadilly Circus.

Los planetas volvían a alinearse.

El viejo profesor no sólo había conseguido su guía personal, sino una intérprete de primera categoría.
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No sé hablar inglés fluidamente. Más allá de pedir un café o averiguar en dónde queda algún sitio
conocido, soy un completo analfabeto en lo que al idioma británico se refiere. Por eso, confieso que de no
haber sido por Ailín no podría haber concretado la compra, realizada el día en el que el hemisferio norte
entraba en otoño. En tanto que en casa, a miles de kilómetros, estaban organizando el picnic de primavera.

Burlington Arcade es una señorial galería comercial sobre la avenida Piccadilly, a sólo dos cuadras de la
famosa rotonda en la que se levanta la Fuente de Eros, imponente monumento hecho en bronce que
conmemora a un político y filántropo inglés, conocido por haber llevado a cabo importantes reformas
laborales del trabajo en fábricas. Es aquel un barrio muy bacán. En pocas cuadras se concentran las marcas
comerciales más famosas y caras del mundo. Un sitio en el que me sentí como un sapo de otro pozo.

Llovía y tras dar las indicaciones pertinentes, el grupo se dispersó. Profesores y alumnos salieron raudos
a realizar sus compras. Teníamos sólo cincuenta minutos antes de volver a reunirnos en la fuente para seguir
la caminata.

Estaba ansioso. Temeroso, incluso. El piso suele desplomarse antes de dar el último paso.

Hebert Johnson, Burlington Arcade, Londres – Comprando el fedora dial 1969 – 21 de septiembre de 2023

Ailín ubicó rápidamente el local de Herbert Johnson. Era mucho más chico de lo que imaginaba y para
mi sorpresa no tenían ningún sombrero en exhibición. Sólo paraguas y carteras. Temí haberme equivocado
de negocio y por unos segundos el alma se me vino al piso. Pero prontamente mi intérprete se hizo entender.
Les dijo a las dos chicas que nos atendieron que venía especialmente desde Argentina para adquirir el
sombrero fedora que se había usado en el último film de Indiana Jones.

Una de ellas preguntó en dónde quedaba ese estado norteamericano que Ailín acababa de pronunciar. No
pude dejar de sentir una mezcla de bronca y risa al mismo tiempo, cuando me tradujo la burrada que la
empleada acababa de cometer.
44

Hecha la aclaración pertinente, trajo una cinta métrica y me midió el diámetro de la cabeza.

Quería probarme uno, pero respondió que sólo se hacían a medida y que no tenían ninguno a mano. Que
el trabajo artesanal tardaba entre cinco y seis meses y que, en caso de que me decidiera a comprarlo, lo
mandarían por correo a mi casa.

No lo dudé un solo instante. La suerte estaba echada. Pagué en efectivo, di todos mis datos, me
entregaron la factura en un sobre color verde muy pituco y, tras la promesa de fabricarme el mejor de los
fedoras posibles, salimos a la calle.

Seguía lloviendo. Más que antes, pero no me importó empaparme. El objetivo más importante del viaje
estaba cumplido. Ahora sólo restaba esperar a que la casa de sombreros más famosa del mundo mandara el
mío a ese exótico lugar del planeta llamado Argentina.

Mentalizado en recibir el sombrero en febrero o marzo del 2024, dediqué mis días a dar clases, leer y
escribir un poco. El film de King Kong avanzaba a pasos agigantados (como era de esperar) y el proyecto
en torno a mi libro El Lobizón de Carlos Casares empezaba a tomar forma de guión. Había domesticado la
ansiedad generada por una espera que se anunciaba larga, pero consideré que en mis ratos libres sería bueno
conocer cómo evolucionaba la confección del fedora. Gracias a una página de internet supe que la maestra
sombrerera a cargo del asunto se llamaba Michelle Poyer-Sleeman y, haciendo uso de Facebook, me
comuniqué con ella epistolarmente (traductor de Google de por medio).

FEDORA DIAL OF DESTINY, 1969

Michelle resultó ser una mujer adorable. Su fama internacional la antecedía y eran legiones de fanáticos
en el uso de sombreros los que la conocían y recomendaban. Le pedí consejo sobre el cuidado del fedora
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Raiders que tenía y, gracias a su experiencia, pude quitarle unas extrañas manchas que le habían salido en la
parte frontal del ala. Confirmé así que Michelle conocía el paño.

No sé si fue casualidad o por su intervención, el 10 de noviembre recibí un email de Herbert Johnson


informándome que el Fedora Dial estaba a punto de ser enviado. ¿Cómo era posible? ¡Se estaban
adelantando en casi tres meses!

Misión cumplida

La suerte me seguía acompañando.

Había que iniciar toda una serie de trámites en la aduana para poder recibirlo en tiempo y forma. Como
jamás había comprado algo en el exterior, seguir los formularios y pasos indicados me resultaron un
verdadero laberinto. Me perdí en los primero renglones. Debe ser la edad, con toda seguridad. Fue ahí que
Magrio González (un conocido dibujante, humorista y documentalista argentino) junto a Iris, su esposa
contadora, se pusieron generosamente las pilas, auxiliándome. Ellos también son los responsables de que la
atribulada compra del sombrerito resultara exitosa.

Finalmente, el 16 de noviembre de 2023, por intermedio de la empresa DHL, el añorado fedora llegó a
mí poder.

Y debo confesarles que es hermoso.


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PALABRAS FINALES

Fedora Dial of Destiny (1969) - CARPE DIEM

Hace pocos días mi esposa me preguntó para qué escribía todo esto y le respondí, taxativamente: para
mí.

Es más que probable que nada de lo que aquí está escrito le interese a alguien, pero sentí la necesidad
teclear este largo texto (que pensé que me llevaría sólo dos o tres carilla) en agradecimiento a todos los que
hicieron posible que un sueño de lo más tonto se cumpliera.

Sólo por el hecho de haberme puesto un sombrero en los momentos más felices (y difíciles) de mi vida
esta crónica personal está justificada. Me la quité de encima, volcándola al papel, con la premura de aquel
que sabe que “era ahora o nunca”. El contexto lo ameritaba. La llegada desde Londres del Fedora Destiny
resultó ser la situación catalizadora. Quería conservar en la memoria (escrita) la satisfacción de la misión
cumplida y, al mismo tiempo, despedirme del doctor Jones.

Nunca más volverá a sus andadas en el cine. Se jubiló. Y por más continuidad que pueda llegar a tener
en libros, cómics o dibujos animados, hay algo que resulta sencillo de entender, y que su protagonista dejó
muy claro en una entrevista: cuando Harrison Ford se vaya, Indiana se irá con él.

Sería complicado, al menos para mi generación, concebir un Indy con otro rostro. En su caso no pasa lo
que pasó con James Bond (otro héroe de siempre), que desde que tengo uso de razón cambió de aspecto (de
actor) seis de veces. Y aún cuando mi Bond favorito haya sido el gran Roger Moore, reconozcamos que 007
se mueve en un universo ficticio en el que no existe la continuidad temporal. Bond no envejece. Siempre es
el tipo estilizado y maduro, sarcástico, ingenioso y simpático de siempre. No importa si lucha contra Spectre
en la década de 1960, los rusos comunistas en los ’70, el narcotráfico en los ’80 o contra los malos salidos
de la libre empresa de los ’90 y los 2000. Bond es, en ese sentido, eterno. Un espía readaptable de unos 40 a
50 años de edad en todos los films que, al envejecer, cambia de piel como las serpientes. Con media docena
47

de veces sobre el tablero, nos terminamos acostumbrando (muchas veces a regañadientes) a verlo diferente
cada cuatro o cinco películas. Con Indiana Jones no pasó eso. El personaje se ancló en un único actor
durante cuarenta y dos años y no creo que los que ya pintamos canas nos podamos acostumbrar a otro
intérprete calzarse el sombrero y el látigo. Tal vez eso suceda en treinta o cuarenta años. Pero para entonces
muchos se habrán olvidado del personaje y yo ya no estaré por estos lares.

Pero hay algo más.

¿Qué importancia puede tener un mero sombrero en la vida de alguien? Seguramente, muy poca.
Convengamos que en unos cuantos años no servirán para nada, a no ser que alguien los herede y, a través de
ellos, me recuerde por unos pocos minutos. “Estos son los sombreros que usaba papá… ¡Que viejo
ridículo!”. Sólo aspiro que lo digan con una sonrisa cariñosa en la cara.

Pero, insisto: la cuestión no gira sólo en torno a un sombrero (o sombreros).

Releyendo lo estoy a punto de terminar, advierto que estas líneas arrastran una historia de seis décadas
en las que he tenido la bendición (y conste que no creo en elles) de disfrutar de muchísima suerte. Y los
fedoras encarnan justamente eso. Mi buena fortuna.

Personas y personajes, situaciones de la niñez y accesorios anacrónicos fueron los que me moldearon,
llegando a construir el jovato que hoy soy. Un tipo maduro (¿sic?), a punto de entrar en la tercera edad, que
disfruta hacer lo que hace, rodeado de las personas que ama y encarando los años por venir con optimismo y
los fedoras bien calzados en el bocho.

En tanto viva, ponerme un sombrero al salir de viaje, filmar una película o simplemente disfrutar de un
paseo con Vero en pos de historias insólitas, pintorescas y entretenidas, será siempre un placer.

Porque son muchas las aventuras que quedan por delante.

FJSR

Buenos Aires

Noviembre de 2023

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