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El abandono y el olvido 1 Fernando Jorge Soto Roland

El Abandono y el
Olvido

Cuaderno de reflexiones sobre


lugares abandonados en Argentina

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Facultad de


Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

El abandono y el olvido 2 Fernando Jorge Soto Roland


Soto Roland, Fernando Jorge
El abandono y el olvido. Cuaderno de reflexiones sobre lugares
abandonados en Argentina.
1° ed. – Capital Federal – 2012
135 pág. : il. , 150x230mm
1. Ensayo. I. Título
CDD864A

Registro de Propiedad Intelectual


Código N°: 1209092311745

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El Abandono y el Olvido.
Cuaderno de reflexiones sobre lugares
abandonados en Argentina.
Fernando Jorge Soto Roland
1° Edición
Argentina
2012

El abandono y el olvido 3 Fernando Jorge Soto Roland


Índice

Prólogo ....................................................................... 5

Capítulo 1

Cadáveres Exquisitos ............................................... 6

Capítulo 2

Villa Joyosa ........................................................... 47

Capítulo 3

Balneario ―El Marquesado‖ . Ruinas y Rumores .... 61

Capítulo 4

El Castillo de Egaña .............................................. 72

Capítulo 5

El Cementerio de la Chacarita................................ 97

Capítulo 6

El Hotel Continental ............................................ 112

Capítulo 7

El Hospital Santa María de Punilla ...................... 118

Palabras Finales....................................................... 134

El abandono y el olvido 4 Fernando Jorge Soto Roland


Prólogo

«Somos una enciclopedia de fatalidades»


Cioran, Adiós de la Filosofía, pág. 99

Desde muy chico me atrajeron los sitios abandonados, sus historias,


rumores asociados, leyendas y silencios. Conocí algunos de los yacimientos
arqueológicos más destacados de la América precolombina y ―exploré‖ ciudades
perdidas, casas, cementerios y hoteles que habían sido olvidados hacía años,
incluso siglos.
Esta es una compilación de ensayos surgidos de mis viajes por el interior de
la República Argentina durante los últimos cinco años, en pos de esos sitios
olvidados.
Infinidad de sentimientos e ideas fueron apareciendo a medida que los
recorría. Lo que en este libro quedan agrupadas son esas experiencias y
reflexiones personales al pie de las ruinas.
Cada capítulo puede ser leído de manera independiente, y en cada uno de
ellos traté de resumir la historia conocida (o desconocida) del lugar, así como el
imaginario social que se desplegó a partir de ellos.
Espero que el lector encuentre interesante las páginas que ahora tiene ante
sus ojos.
Y un consejo: no se deprima.
No vale la pena.

FJSR
Buenos Aires
Setiembre 2012

El abandono y el olvido 5 Fernando Jorge Soto Roland


Capítulo 1

Cadáveres Exquisitos

Reflexiones

 Detrás de cada lugar abandonado hay una historia que


explica su condición. Pero esas historias permanecen, la mayor
parte de las veces, envueltas en rumores y leyendas locales
que exigen indagar a fondo, para alcanzar la ―verdad‖. No
siempre este objetivo se consigue. Las habladurías se
mimetizan de tal modo con algunos sitios que pasan a formar
parte del acervo histórico del lugar investigado, confundiéndose
la fantasía con la realidad, y alimentando así el romanticismo
que los espacios abandonados despiertan en quienes los
recorren y estudian.

 Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo


haber sido un lugar abandonado, es una operación que se
vuelve casi ineludible. ¿Quién no ha imaginado con vida los
lugares muertos? Pensarlos en sus horas de esplendor incitan a
la nostalgia y nos alertan sobre nuestra inevitable decadencia.

 Los lugares abandonados personifican, de un modo crudo


y bello al mismo tiempo, el poder e imperio del polvo. Son
escenarios de la recolonización de la naturaleza y el más firme
presagio de la victoria final de la suciedad y la basura.

 Sin humanos no hay historia. Por eso, los lugares


abandonados se reconvierten en ―geografías del olvido‖ en las
que sólo es posible reeditar un pedacito de su pasado. Su
presente se sale de la historia. La deja fuera. De todas
maneras, los objetos residuales de la presencia humana nos

El abandono y el olvido 6 Fernando Jorge Soto Roland


permiten —como arqueólogos urbanos— reconstruir el devenir
cultural de esos lugares, reconciliándolos con nuestra especie.
Se transforman en restos, en testimonios materiales de
nuestras civilizaciones que, aunque mudos e inertes en
apariencia, informan siempre de algo. La historia queda
confinada, sitiada, por el desparpajo de lo sucio.

 El silencio es quien somete, como un tiránico rey, a los


lugares abandonados, condenándolos al solo sonido de las aves
intrusivas que los anidan y regentean.

 En los lugares abandonados rara vez los colores mantiene


su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una pátina de tristeza
cubre absolutamente todo, dejando —en larga agonía—
espacios otrora llenos de vida, de proyectos y esperanzas.
Descoloridos, olvidados, sólo les resta esperar su completa
desaparición.

 Tragedias hechas ladrillos. Así se explicitan. Así se los


recorre. Entre ellos nacen las dudas. Abundantes,
omnipresentes. Imposibles descartarlas. Inevitables ante cada
mirada.

 Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y la soledad


meten miedo, ponen en efervescencia la imaginación,
anunciando lo irremediable. Materializando el destino al que
todos nos dirigimos. Tal vez sea ése el motivo por el cual tantas
personas se niegan a visitarlos, renegando de ellos,
esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca que poseen.

 Los lugares abandonados personifican la muerte.


Espantan a los viejos, atraen a los jóvenes, quienes los
exploran buscando en ellos el espíritu de aventura, tan ligado a
los peligros de la ―Parca‖.

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 El dominio de las grietas. El reino del papel que se
tambalea y aún así resiste a las fuerzas del desgano, la desidia
y el olvido. Un pacto faústico que desde el vamos se sabe
incumplido.

 Manchados, sucios, vestidos de polvo y mugre, humedad


y óxido, los sitios abandonados son los muestrarios
descarnados de la decadencia material de las cosas. Un
anuncio. Una profecía autocumplida que dispone de todo el
tiempo que existe para terminar de concretarse.

 Los lugares abandonados son el campo propicio y fértil de


las metáforas y adjetivos.

 El deterioro no respeta a ninguna institución, ni siquiera a


los templos, capillas o iglesias. No hay fuerza universal que lo
resista, ni voluntad omnisciente que lo detenga. Ante él los
dioses se vuelven vanos.

 Rodeados de vida, de voces, de sonidos urbanos, los


lugares abandonados en el corazón de nuestras urbes remedan
cajas de silencio y de decadente tranquilidad. Irónicamente la
paz más absoluta se ha apoderado de ellos y el apaciguamiento
experimentado en sus ambienten recrean en nuestra
imaginación la falsa eternidad de aquellas cosas que parecen
quedar al margen del tiempo.

 Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los lugares


abandonados nos engañan, porque el devenir, lento e
inexorable, los fagocita y erosiona. Aún enmascarada, la
muerte los acompaña.

 Cada grieta es una historia ignota. Cada mancha de


humedad una bofetada al ―Progreso‖, en algún momento

El abandono y el olvido 8 Fernando Jorge Soto Roland


asociado al edificio. Cada ambiente deteriorado una decadencia
particular.

 Se los recorre en silencio, como se recorre un


cementerio; imaginando todo aquello que pudo haber sido y no
fue. Lamentando lo inexorable. Preguntándonos ―por qué‖.

 Podredumbre y abandono van de la mano. Por eso, el


asco también está presente en muchos edificios abandonados.

 Los lugares abandonados, como la basura, incomodan.


Atentan contra el ―buen gusto‖, y la convivencia con ellos se
vuelve problemática. Asociados con el mal olor, las ratas, la
muerte, lo podrido, encarnan lo peor de nuestra cultura de
consumo. Se transforman en el mejor ejemplo de lo inútil.

 En un mundo agobiado por la idea de la eficiencia, la


productividad, la ganancia, la utilidad y el beneficio, los lugares
abandonados son un sinsentido. Una patada al hígado. Directa,
certera. Despabilante. Movilizadora. Desechos que nos
despiertan a una realidad alternativa que, aunque queramos
esconderla, nos acompaña siempre.

 Lo limpio y lo sucio. Lo habitado y lo deshabitado. Duplas


inconmovibles. Eternas. Necesarias a la hora de comprender
mejor el mundo de manera cabal; multidimencionalmente.

 Hay un placer inherente a los lugares abandonados que


se explicita especialmente en los niños y adolescentes. La
aventura de recorrerlos no tiene precio. Es adrenalina pura; la
esencia misma de la incertidumbre y la sorpresa. El solo ingreso
en una casa vacía y deteriorada simboliza la ruptura controlada
de las normas y leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de
los controles que ejercen los adultos y el Estado, para jugar,

El abandono y el olvido 9 Fernando Jorge Soto Roland


apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el
sentimiento de aventura y rebeldía.

 Los lugares abandonados nos permiten digerir con más


naturalidad el sentido de las decadencias.

 Menospreciados y temidos. Evitados, especialmente por


los adultos, los lugares abandonados nos hablan de dos cosas
que rechazamos y que en nuestro imaginario aparecen
asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los sitios que
dejamos en manos del deterioro estén —como los
cementerios— en las periferias de nuestras ciudades. Lejos de
los vivos. La podredumbre se deja fuera.

 Aún siendo los elementos líquidos y gaseosos los más


contaminantes, las cosas que se deterioran —los objetos, casa,
hospitales, hoteles, granjas y pueblos enteros— quedan
asociadas a las enfermedades y las peste. Nos espantan.

 No hay comunidad que no tenga su mansión embrujada.


Desde la lúgubre Mansión Marsten de Salem‟s Lot (principal
protagonista de la novela homónima de Stephen King) hasta el
abandonado Gran Hotel Viena del pueblo de Miramar, Argentina
(supuestamente poblado de fantasmas) el imaginario literario y
popular se abstrae del conocimiento racional y puebla los sitios
deteriorados con fantasías morbosas que ―meten miedo‖. En
cada uno de esos casos es el contexto el que determina las
historias y retroalimenta los temores inconscientes de la gente,
recrea el folclore local y nos quita el sueño con leyendas
moralizantes de alto impacto.

 Nada es por completo permanente y limpio. Por sí solas


las cosas se deterioran, envejecen. Se ensucian, desgastan y
desaparecen. Algunas tardan poco, otras un poco más; pero
todo es cuestión de tiempo. Al final del camino siempre está la
muerte. Quizás sea por eso que los lugares abandonados, al

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materializar la impermanencia de todo aquello que
culturalmente estamos educados para admirar, nos impacten
tanto y sean tantas las personas que los rechazan.

 Enmascaramos, ocultamos y maquillamos la decadencia.


Detestamos la degradación y tratamos de evitarla. Miles de
productos se venden a diario con el solo fin de luchar contra
ella. Cremas, lociones, sesiones de electricidad, magnetismo y
terapias de rejuvenecimiento. Un arsenal de elementos se
acumulan en nuestros botiquines. No queremos ver nuestras
arrugas. No deseamos observar nuestras canas y sufrimos
cuando los vientres se abultan. No queremos hacernos viejos.
Envejecemos con angustia. Y eso no es correcto o ―natural‖. Lo
emocional domina a la razón y es así como nacen los
monstruos. ¿Y en qué otro sitio que no sea en un lugar
abandonado crecen con mayor libertad esos miedos? Ellos nos
anuncian el porvenir irremediable. La humedad, el desconche
de la pintura, las rajaduras en la pared, los pisos levantados y
vidrios rotos son excelentes metáforas que no podemos eludir y
que, aún así, nos fascinan (como las historias de fantasmas).

 Los lugares abandonados poseen un espíritu heracliano


que, como el filósofo griego Heráclito, son ejemplos vivientes,
concretos, de que todo cambia. Comprender el cambio es
comprender el deterioro y la decadencia.

 Pautamos la manera de ver el mundo marcando


dicotomías. El dualismo no sólo se da entre el cuerpo y el alma,
sino también en el resto de las cosas: útil o inútil, avanzado o
atrasado, creciente o decadente, productor o consumidor, puro
o impuro, habilitado o deshabilitado, ocupado o abandonado.
Una cosa siempre excluye a la otra que, por lo general, tiene
una connotación negativa. Así es la cultura occidental. Nos
resulta muy difícil conciliar lo que parece irreconciliable como lo
hace el Oriente, quedando esto más que claro en el símbolo del
Yin y el Yang. Estamos partidos. Somos por demás analíticos.
No es extraño que los sitios abandonados concentren esos

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aspectos negativos en contraste con los positivos, siempre
asociados a los sitios poblados y vivos.

 Gestionar la suciedad que nuestra especie produce es


una de las tareas más extenuantes, caras e importantes que
tienen los gobiernos municipales. Generamos miles de
toneladas de basura por día, pero rara vez nos preguntamos
sobre el destino final de nuestros desperdicios. Desde hace
poco más de un siglo la mugre desaparece de nuestra vista por
las noches y amanecemos con las calles relativamente limpias,
siempre y cuando tengamos la suerte de pertenecer a una clase
social capaz de pagar con impuestos la gestión de esos
desechos. Enmascaramos el hecho de ser animales sucios y
cuanto más lejos estemos de esa basura, mayor tiende a ser el
status social que poseemos. De ahí que ―lo sucio‖ esté mal
conceptuado y sea asociado con los barrios bajos y países
pobres, cuya relación con los desechos es vista como algo más
―natural‖ y productivo. Se puede vivir de la basura, por lo tanto
la sensación de asco que ella produce es una construcción
cultural e históricamente condicionada. Bastaría con leer las
descripciones que nos llegan del pasado para advertir que
nuestras propias ciudades en la antigüedad eran, a nuestra
sensibilidad actual, literalmente asquerosas (incluso aquellas
que solemos asociar con la belleza más pura; como Florencia,
en Italia). En el pasado se convivía con la mugre. Por tal
motivo, los lugares abandonados remedan un particular viaje
por el tiempo. Un viaje donde los sentidos se ven excitados por
todo aquello que nos produce o anuncia vómitos.

 Los lugares abandonados representan la derrota de una


ofensiva culturalmente elogiada: la de la limpieza. En ellos la
responsabilidad social se diluye, y la tarea de eliminar las cosas
indeseables queda abortada. La acumulación de objetos, pocas
veces, les adjudica a los mismos el status de ―antigüedades‖. Si
bien guardan el atractivo de estar asociados con un previo uso
humano, carecen de dos características necesarias para ir
directamente a los aparadores de un museo: no están limpios,
ni son diferentes o guardan notas distintivas con el resto de las

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cosas. Son chatarra. Forman parte de un universo que carece
de ―profundidad‖ temporal (la mayor parte son objetos
contemporáneos), más asociados al desperdicio, a lo sucio y
peligroso, que a una obra maestra de arte.

 Las cosas ―pasan‖. Se echan a perder. Se extravían o


abandonan.

 Los lugares abandonados son receptáculos de una


libertad muy particular. Ajenos a todo control, y al margen de
las leyes vigentes, parecen querer resistir todo intento de
sometimiento humano. Espacios de anarquía que sólo se
apartan del caos por intervención de la imaginación de quienes
los recorren. Únicamente de ese modo, los ambientes
adquieren el sentido y la función original que tuvieron cuando
estaban poblados y la vida ordenada despejaba los peligros
inherentes que le atribuimos a los ―desperdicios‖.

 Hay edificios y pueblos abandonados que nos remiten a


un modo de ver el mundo que podríamos calificar de budista. La
impermanencia de las cosas, la debacle del deseo y la lección
de saber dejar que todo se vaya (o quede atrás) son, quizá, las
lecciones filosóficas más profundas que se puedan encontrar en
esos sitios.

 Lugares sombríos, marginales, incontrolados. Sometidos


a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de cualquier
control racional, los sitios abandonados abonan nuestro temor
natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo parece
posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y las
sombras adquieren características más extrañas que durante
las horas diurnas. No es de extrañar, entonces, que sean los
escenarios más propicios para el miedo.

 Para algunos, los lugares abandonados son sitios


agradables; ricos en formas, libertad y un decadente sentido de

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la continuidad. Inspiración muy propia para las artes de
vanguardia y el snobismo, los desechos pueden convertirse en
la materia prima del obras de arte contemporáneo, dado que
los contornos y formas que produce la degradación son únicos y
muchas veces no reproducibles.

 ―La esencia y la belleza de las cosas reside en su carácter


perecedero‖, dijo E. M. Cioran. Tenía razón.

 Los lugares abandonados son catárticos. Allí el espíritu


destructor y vandálico que todos llevamos dentro se expande
sin coacción de ningún tipo. Enmascarados por el silencio, la
soledad y el grosor de sus paredes —fuera del alcance de la
vista de otros— el placer de romper cosas, en especial vidrios,
no encuentra regulación alguna. ¿Será por eso que los cristales
de las ventanas de todas las casas abandonadas están partidos
por certeros piedrazos? Muy pocas los conservan intactos. ¿Qué
se esconde detrás de esa vandálica vocación? ¿El mero regodeo
de sentir el sonido del resquebrajamiento? ¿Una forma de dejar
una marca personal, como si estuviéramos marcando territorio?
¿O es acaso una manifestación de rechazo inconsciente al
temor que nos producen las cosas que nos anuncian la
decadencia y muerte segura?

 De entre todas las partes que tienen las edificaciones, los


jardines y parques son las primeras en sublevarse cuando el
sitio queda abandonado. Enredaderas, yuyos y plantas
desbocadas sin el control ejercido por el hombre, desoyen la
domesticación a la que habían sido reducidas y lo copan todo.
Presionan y resquebrajan el asfalto; retuercen hierros; escalan
y desmoronan paredes. El mundo vegetal reclama el escenario.
Lo reconquista sin pausa. Lo vuelve propio. Un jardín
abandonado es la naturaleza en movimiento. Es autonomía. Es
la anarquía hecha ramas. Tal vez por eso sean más impactantes
que la selva misma. Mientras que ésta denota la fuerza bruta
de la naturaleza, los jardines y parques abandonados son la

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esencia de la revancha. Del descontrol. La pérdida de una
batalla.

 Durante 25 años viví en Mar del Plata, una ciudad que


―abandona‖ hacia el mes de marzo un alto porcentaje de sus
viviendas. Recorrer en pleno invierno los barrios ―Los Troncos‖
es como caminar por un cementerio de mansiones y casonas
sin vida. Cerradas, clausuradas. Abandonadas hasta la próxima
temporada. Lo mismo sucede con muchos hoteles, balnearios y
complejos sindicales. Parte de la ciudad se torna casi
deshabitada y sus playas, capaces de contener cerca de 2
millones de personas, pasan a retener un total no superior a los
700.000 habitantes estables. La avenida Colón, después de
cruzar la calle Buenos Aires en dirección a la costa, se
transforma e un inmenso palomar vacío. Así se perciben sus
altos edificios de departamentos, con todas las persianas bajas,
sin un alma en los balcones y con escasas aberturas iluminadas
por las noches. La ciudad trasmuta en pueblo. un pueblo que
deja traslucir el poder económico de un sector de la sociedad
argentina que puede darse el lujo de convertir decenas de
unidades habitacionales en espacios inútiles durante casi nueve
meses del año.

 ―Era‖. Todo ―era‖. El verbo ―ser‖ en pasado. Así, con esa


palabra conjugada en ese tiempo gramatical, es como se
recorren los lugares abandonados. Esto ―era‖ aquello (un hotel,
una casa, un galpón, una fábrica); pero que ya no es. Acá se
comía, se vivía, se bailaba, se trabajaba, se lloraba y se hacía el
amor. Pero ya nada de eso ocurre más. El lugar está vacío,
roto, perlado por goteras, decorado de telarañas. La decadencia
y el deterioro en tiempo presente.

 Una pregunta es la que se repite una y otra vez: ¿qué


habrá sido este lugar? ¿Qué función cumplió este edificio? ¿Qué
se esconde detrás de esos escombros informes que yacen sobre
el suelo? La respuesta: recuerdos. Y a veces ni siquiera eso.

El abandono y el olvido 15 Fernando Jorge Soto Roland


 En una oportunidad conocí a un hombre de por sí muy
singular. Tenía más de seis décadas sobre sus hombros. El pelo
por completo cano y su mirada era lánguida, triste. De
profesión: hotelero. Era propietario de un inmenso edificio
construido en la última década del siglo XIX en un pequeño
pueblo de la costa bonaerense. Vivía solo. Era viudo y el único
habitante de su hotel abandonado. Había algo de patético en
ese sujeto. Verlo deambular en aquella propiedad derruida
constituía en sí mismo un espectáculo por momentos macabro.
Como si fuera un fantasma encarnado, Eduardo Gamba —ese
era su nombre— se pasaba el día recorriendo ambientes vacíos,
llenos de humedad y descascarados por el paso del tiempo.
Todo a su alrededor era decadencia. Todo era viejo. Gastado.
Tambaleante. Incluso no era posible recorrer el primer piso por
una cuestión de seguridad. Los cielorrasos estaban quebrados y
la escalera que conducía a la planta alta se tambaleaba. Había
que saber dónde pisar y qué zonas no frecuentar, a menos que
se deseara sufrir un accidente. El hombre y el hotel estaban
unidos por un lazo que nadie podía ver a primera vista. No era
una ligazón material. Eran sus recuerdos los que lo ataban al
lugar. Vivía de ellos y en ellos. El viejo hotel lo había
fagocitado. Lo retenía en su seno como su fuera un rehén. La
fuerza del pasado no lo dejaba entrar en el presente. Gamba
vivía en otra dimensión. Una dimensión particularísima, propia,
intransferible. Las remembranzas retenían a ese hombre y el
edificio, venido a menos por los años y la falta de inversiones,
lo conservaba como si él fuera un residuo del pasado. Uno más,
entre los miles de cosas que se pudrían allí adentro. Vivía entre
las ruinas. Su manutención dependía de la venta de souvenirs
confeccionados por él mismo y de los recuerdos que relataba a
los pocos turistas que se acercaban, curiosos y sorprendidos, a
su monumental hotel. el deterioro del lugar sólo era combatido
por sus relatos. En ellos uno podía imaginar el Boulevard
Atlántico Hotel lleno de vida, reluciente. Pero bastaba que
Eduardo gamba dejara de hablar para que todos los ambientes
volvieran a ser lúgubres, abandonados. El viejo era la última de
las almas que les quedaba. El único motor que les insuflaba
algo de vida. Un motor alimentado por la nostalgia.

El abandono y el olvido 16 Fernando Jorge Soto Roland


 Pablo Novak habita una ciudad muerta. Como Eduardo
Gamba, en Mar del Sur, Novak pasa horas entre las ruinas de
un lugar abandonado, pero a diferencia del hotelero, él recorre
un pueblo entero. Una localidad tragada por el agua hace más
de 25 años y que recién ahora (2011) empieza a emerger,
dejando a la vista el desastre sufrido en la Villa de Epecuén. En
el anciano los sentimientos aparecen entremezclados. No hay
tristeza en sus ojos, pero tampoco hay felicidad. El tiempo lo
adaptó. Es como si Epecuén fuera una ruina eterna. De hecho,
ya hay una generación que la conoció derruida por el agua
salada. Sólo las viejas fotos recrean las temporadas veraniegas,
las risas y la felicidad que en ella disfrutaban los turistas.
quedan también las escenas grabadas en súper-8. son
traumáticas. Cuesta creer que esa villa veraniega de la
provincia de Buenos Aires ya no exista, y verla con vida en esas
antiguas filmaciones de las décadas de 1960 y 1970 tiene algo
de macabro. Es como abrir un viejo ataúd y asomarse dentro
para percibir que hoy sólo quedan restos informes. Gamba y
Novak viven en un velorio permanente. Luchan contra la
extinción total de esos lugares. Protegen, en un duelo
patológico. la memoria. Perpetúan un funeral que parece no
acabar nunca, pero que llegará a su fin cuando ellos mueran.

 Hemos erradicado a la muerte. Nuestra cultura la niega,


la rechaza, la maquilla. Es de ―mal gusto‖ hacer referencia a
ella. Se ha convertido en al ―pornográfico‖. La evitamos a toda
costa, a pesar de estar presente en cada segundo de nuestras
vidas, la ―vivimos‖ con dramatismo y miedo. Camuflamos los
cementerios y borramos los tradicionales rituales de aflicción y
de luto. Encerramos a nuestros enfermos. Deshumanizamos la
agonía metiéndolos en ambiente asépticos, regenteados por
modernos Barones Samedis que visten delantales blancos y
poseen títulos universitarios en medicina. Como ocurre con los
desechos, la muerte y los muertos se alejan de nosotros. Los
confinamos a las afueras, en los suburbios. Lejos. Bien lejos.
Como a la basura que producimos los rechazamos. Siguen
metiendo miedo. Nos inquietan. Aún así, deberíamos modificar
esa actitud. Necesitamos aceptar socialmente la decadencia,
incluso en nuestros pueblos y edificios. Tal vez así los

El abandono y el olvido 17 Fernando Jorge Soto Roland


disfrutemos un poco más, y de la destrucción podamos
construir una nueva y diferente actitud ante la vida.

 Los lugares desolados tienen un encanto ambiguo. Y


cuanto más antiguos, más prestigio adquieren al convertirse en
―ruinas antiguas‖. Lo viejo se impregna de prestigio cuando
transmuta en material arqueológico. ¿Qué cantidad de tiempo
debe transcurrir para que se opere ese cambio de status?
¿Veinticinco, cincuenta, cien o mil años? Cuando veamos en
nuestras ruinas contemporáneas lo mismo que apreciamos
frente al Partenón de Atenas o Machu Picchu, en el Perú,
seremos capaces de disfrutar de la decadencia que, en última
instancia, es el único reflejo en el que todos estamos inmersos.
El día que eso suceda, los lugares abandonados dejaran de
producirnos temor y los fantasmas, tal vez, deban buscar otros
sitios donde guarecerse.

 Pocas imágenes son más representativas de la muerte


que un árbol seco. En miles de cuadros y fotografías sus
estampas nos llaman la atención. Por eso, cuando observamos
bosques enteros, muertos de pie, es imposible no reparar en la
escena y sentirnos ―extraños‖; sintiendo ―extraño‖ el lugar
donde se levantan. Tanto en Miramar (Córdoba) como en
Epecuén (Buenos Aires), los eucaliptos secos y sin una sola
hoja, exhibiendo sus raíces al aire, como si fueran los
tentáculos de miles de pulpos petrificados, imperan por doquier.
Convocan nuestras fantasías y morbo. Son el decorado perfecto
del caos.

 Cuando los europeos llegaron a América, a fines del siglo


XV, nuestro continente disponía ya en su haber una buena
cantidad de ciudades, pueblos y centros ceremoniales
abandonados. Pachacamac, en el Perú, y Teotihuacán, en
México, son los mejores ejemplos al respecto. Estaban también
los poblados mayas, pero la mayoría de ellos permanecían
ocultos bajo la tupida selva, en Honduras, Guatemala y
Yucatán. La región de la sierra, al norte de Cusco (Perú),

El abandono y el olvido 18 Fernando Jorge Soto Roland


retenía los restos de Chavín de Huantar y el altiplano boliviano,
a pocos kilómetros de las orillas del lago Titicaca, tenía las
ciclópeas estructuras de Tiahuanaco. Todas en el más completo
y absoluto silencio, desde hacía siglos. ¿Qué sintieron los
pueblos originarios frente a esos restos? ¿Cómo se paraban
ante esas ruinas? ¿En qué meditarían? ¿Sentirían nostalgia,
pena o temor? No lo sabemos con exactitud, pero de lo que sí
podemos dar cuenta es que a esas aglomeraciones de edificios,
templos, plazas ceremoniales y viviendas en deterioro, se
viajaba regularmente en procesión. Eran lugares sagrados de
altísimo valor ceremonial. Los ―antiguos‖ eran venerados, como
veneradas eran sus derruidas construcciones. Según los mitos,
allí habían descendido los dioses para organizar el mundo y
crear a los hombres. Pero estos sitios abandonados tenían ya
varios siglos en esa condición. Tapizados de polvo, arena o
―malas hierbas‖, guardaban —como guardan para nosotros las
ruinas clásicas— de un cierto prestigio, que sólo la antigüedad
puede otorgarles. Y aunque la arqueología todavía no existía, el
―status‖ de las ruinas les confería un nexo de relevancia con el
pasado mítico, que era el único capaz de explicarles la situación
del presente. Eran, en definitiva, la prueba palpable de que los
dioses habían estado ahí y que los relatos sagrados decían la
verdad. No necesitaban de historiadores para entender
intuitivamente el devenir de la dinámica cultural de la que ellos
mismos eran el último eslabón. Por eso los reverenciaban.

 Hace 13 años dirigí una expedición a la que fuera la


última capital de los incas: Vilcabamba ―La Vieja‖, detenida en
el tiempo por más de 400 años en el corazón de la amazonia
peruana. Allí me topé por primera vez con una clásica ciudad
abandonada y devorada por el follaje. Los árboles, con decenas
de metros de altura, cubrían lo que antaño fueran sus plazas
ceremoniales y las gruesas raíces trepaban por los muros,
dándoles la estabilidad que de otro modo no hubieran tenido.
En más de un caso eran las enredaderas y lianas las que
sostenían sus edificios. Destructoras y preservadoras al mismo
tiempo. Allí la naturaleza se había impuesto. Señoreaba sobre
la obra del hombre. Exigía respeto. No exagero al expresar que
nos sentimos finitos, mortales y fácilmente olvidables. En

El abandono y el olvido 19 Fernando Jorge Soto Roland


aquella mañana de pesimismo, nos sentíamos más plenos que
nunca. Había una razón para que las cosas fueran de ese modo:
Vilcabamba era un reflejo de lo que seremos alguna vez. Por
ese motivo, disfrutamos como nunca y el día se convirtió en
algo inolvidable. Nos conectamos con un pasado que no era
nuestro, pero aún así no nos sentíamos extraños. Y ante la
destrucción, especulamos. Nos pasamos horas especulando.

 Los lugares abandonados sufren el deterioro de dos


maneras distintas. Por un lado está es desgaste natural que
produce el tiempo y la desatención. Por otro, nos encontramos
con el vandalismo, que ejerce sobre las cosas un poder
destructivo mucho mayor que el envejecimiento. La destrucción
voluntaria y premeditada gana cuerpo en los sitios
abandonados. La rotura de vidrios ya es un ―clásico‖; pero no lo
es todo. Los graffiti, el saqueo y los incendios contribuyen al
deterioro acelerado. Una extraña voluntad destructiva se
apodera de aquellos exploradores que los recorren y un deseo
de ―dejar huellas‖ se apodera de ellos. Surge de una necesidad
(misteriosa) que encuentra la rotura de objetos un placer muy
singular. Ayudan a sabotear aquello que el abandono sabotea
por sí mismo. Y cuando más roto está el lugar, más se rompe y
se saquea.

 Los lugares abandonados pueden ser interesantes filones


de riquezas. Pocos ortodoxos cazadores de tesoros recorren
nuestras ciudades y pueblos en busca de piezas interesantes
que rescatar del óxido y el olvido. Puertas, ventanas, grifería,
picaportes, ladrillos, muebles viejos, plomo, tubos y cables,
constituyen atractivos muy seductores para estos carroñeros
tan sui generis. Ellos son los que contribuyen a convertir la
decadencia en un buen negocio, sin importar los riesgos físicos
que corren al transitar un sitio deteriorado, ni cruzar los
vallados que éstos tienen, en pos de una falsa seguridad.

 Una excesiva especialización regional del trabajo y la


producción, con el tiempo, puede ser una causa importante

El abandono y el olvido 20 Fernando Jorge Soto Roland


para explicar el abandono de un lugar. Decenas de pueblos
corrieron esa suerte cuando la materia prima principal que les
daba vida comercial se agotó, o la demanda se terminó de la
noche a la mañana. Esto ha sido muy común dentro de las
actividades mineras y otras explotaciones de carácter
extractivas. El mágico influjo del oro, la plata, el cobre o el
caucho, son un buen ejemplo al respecto. Los ―pueblos
fantasmas‖ del oeste norteamericano o los ingenios caucheros
del Amazonas dan prueba de todo eso.

 No hay hecho más movilizador, ni que inspire mayor


impresión en un sitio abandonado desde hace años, que la
presencia de un mueble (silla, modular, cama). La antigua
presencia del hombre, insinuada apenas por sus objetos
cotidianos, genera sensaciones imposibles de no tener en
cuenta. Miedo y fantasía —siempre tan ligados— se
materializan en exclamaciones y dichos. ¿Cómo no paralizarse
ante una silla oxidada y olvidada en un pasillo de algún hospital
o sanatorio abandonado hace décadas? ¿Cómo describir, sino a
través del temor, el sentimiento de verse en un archivo oscuro,
lleno de carpetas e historias de decenas de anónimos
personajes? Una mesa servida, un guardarropa carcomido por
la humedad, son como ventanas que nos asoman al pasado,
hoy por completo derruido. De todos esos escenarios posibles,
son los pueblos abandonados los más tétricos y lúgubres. En
ellos es como si el tiempo se hubiera detenido
intempestivamente en una hora determinada.

 Resquebrajada por la fuerza imperceptible y constante


del pasto, el calor y el frío, la antigua Ruta Nacional Nº 2, que
conecta a Buenos Aires con Mar del Plata, se desgrana poco a
poco a un costado de la nueva autopista. Verla es retroceder a
la década de 1970; época en la que millones de veraneantes la
utilizábamos para viajar a la costa, en pos de unos días de
vacaciones. Es inevitable no recordar, entonces, la infancia y
aquellos viajes con mis padres en autos que, por el tamaño,
más parecían botes que los pequeños medios de locomoción
que inundan nuestras ciudades actuales. Voluminosos, largos,

El abandono y el olvido 21 Fernando Jorge Soto Roland


pesados, los Ford Falcón, los Fairlane y Chevrolet de aquellos
días se me antojan hoy demasiados grandes para una ruta tan
angosta y peligrosa. Basta con observar lo que queda de ella
para entender porqué la llamaban ―la ruta de la muerte‖.
Bastaría consultar los diarios de la época para contabilizar por
miles los muertos que ésta dejó en sus banquinas y
comprender las profundas diferencias que se notan al comparar
el ―sentimiento de inseguridad‖ de esa década con la actual.
Casi 40 años después, la RN 2 está obsoleta. Quedó chica para
la cantidad de autos que circulan hoy en día y llama la atención
lo angosta que era, de doble mano y con sólo un carril.
Actualmente, esa vieja asesina reposa silente y olvidada,
convertida otra vez en campo (en más de una sección). La
tierra, el pasto y los animales la reconquistaron. Y donde antes
circulaban camiones, autos y motos, vemos soledad y deterioro.
Una mera mueca del pasado. Una ruina de nuestra infancia.

 El descubrimiento de ciertos lugares abandonados implica


reconocer el encubrimiento practicado por las fuerzas de la
naturaleza. La formación de nuevos suelos, el imperio del óxido
y los millones de hojas que los tapan, son como velos orgánicos
que los conducen a la podredumbre. Cierto sentimiento de
vergüenza y culpa podría leerse en ese proceso natural.

 A lo largo y ancho de la geografía mundial encontramos


decenas de hospitales, sanatorios y clínicas abandonadas. Pocos
lugares como esos resultan tan tétricos de recorrer,
especialmente por el ingente número de instrumental médico y
sanitario que se pudre en sus diferentes ambientes. Ya sea por
cuestiones financieras o naturales (por ejemplo, secuelas de un
terremoto) esos gigantes olvidados emergen impactantes,
algunas veces en pleno corazón de las ciudades; otras, en sitios
remotos y aislados, como es el caso de los antiguos nosocomios
dedicados a combatir la tuberculosis. La historia de estos
últimos esta ligada a esa enfermedad, responsable de millones
de muertes en el siglo XIX. Se levantaron por doquier. Eligieron
para ello comarcas alejadas, por lo general ubicadas a cierta
altura sobre el nivel del mar y bañadas por la brisa y rayos del

El abandono y el olvido 22 Fernando Jorge Soto Roland


sol, considerados terapéuticos. No fue sino hacia la última parte
de la década de 1940 —cuando se descubrió la estreptomicina
— que esas construcciones ciclópeas dejaron de ser útiles y el
negocio de la salud —ligado a la tuberculosis— se terminó. Casi
de inmediato los hospitales cerraron o fueron reconvertidos, sin
demasiado éxito. Lo mismo ocurrió con aquellos hoteles
dedicados al ―turismo salud‖ (como el Edén Hotel de La Falda,
provincia de Córdoba). En poco tiempo todas esas instalaciones
se transformaron en lugares demasiado alejados, de difícil
acceso, y fueron clausurados. El tiempo hizo el resto,
convirtiéndolos en escenarios ideales para la leyenda urbana
relacionada con fenómenos parapsicológicos y fantasmales. No
es para menos. La traumática historia de estos hospitales es un
excelente caldo de cultivo para el imaginario. Una silla de
ruedas destartalada, una camilla corroída por el óxido, decenas
de camas consumiéndose en hilera, aparatos de radiología
cubiertos de polvo, quirófanos abandonados, exhibiendo parte
del instrumental usado en sus días de gloria y, morgues,
siempre silentes, son disparadores fáciles de la fantasía. Y si a
todo ello le agregamos la difusión que estos sitios adquieren en
programas de TV de corte esotérico, ya tenemos la receta
completa que nos permite entender el éxito que han adquirido
dentro del universo onírico de la fortalecida e irracional New
Age de nuestros días.

 En la historia del deterioro nos topamos con varios


paladines de la destrucción y el abandono. Ellos son:
-Guerras
-Desplazamiento de personas (migraciones forzadas)
-Catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, aludes,
etc.)
-Explotación repentina y abusiva de recursos naturales
-Crisis financieras
-Cambios climáticos y sus consecuencias (desertización de
terrenos)
-Contaminación ambiental

El abandono y el olvido 23 Fernando Jorge Soto Roland


-Epidemias.

 La geografía emocional de nuestras ciudades cambia


permanentemente. Cuando las dejamos y al tiempo regresamos
a ellas, percibimos los contrastes. Lugares que antes
convocaban a la reunión de amigos, a trabajar o divertirse,
desaparecen o se desintegran lentamente sin cuidados.
Arruinados, adquieren un significado nuevo. Nostalgioso.
Mágico. Vacíos y cayéndose a pedazos comunican un pasado
vital del que fuimos protagonistas. Hoy obsoleto y muerto.

 El impacto de los lugares abandonados depende del


tamaño que tengan. Cuanto más grande, más raros.

 La relación entre la noche, los fantasmas y los lugares


abandonados es un tema que tiene su origen en la literatura
clásica de la Grecia antigua. Los textos de Plinio el Joven,
Plauto y Luciano son los mejores y más arquetípicos ejemplos
de todo ello.

 Dijo Kevin Lynch en su libro Echar a Perder (p.156):


“(…) hay cosas deterioradas, tierras deterioradas, tiempo
deteriorado (perdido) y vidas deterioradas‖.

 El deterioro anida en nosotros. Está siempre presente,


aún en los momentos en que no se hace evidente o es una
mera proyección de futuro. Incómodo, irritante, el deterioro nos
da miedo, pero al mismo tiempo nos fascina porque es parte de
la vida. Un proceso maravilloso, trágico e inevitable.

 ¿Romanticismo? ¿Decadentismo? ¿Pesimismo? No lo


creo. Abordar el tema del abandono y el deterioro es tomar el
toro por las astas. Enfrentar la realidad y ver en ese proceso un
hecho innegable que puede enseñarnos a rever nuestra actitud

El abandono y el olvido 24 Fernando Jorge Soto Roland


negativa frente al abandono, encontrando en él una cuota de
belleza y enseñanza. No todo lo derruido es desechable.

 Disfrutamos con el miedo. Un extraño equilibrio de amor


y rechazo emerge cuando experimentamos un acontecimiento
fuera de lo normal, o recorremos un lugar desconocido en
condiciones extraordinarias. Caminar por un sitio abandonado,
especialmente de noche (como tanto les gusta a los cazadores
de fantasmas de la TV) constituye uno de los hechos ―raros‖ al
que podemos tener mayor acceso. Todos conocemos alguna
casa vacía cerca de nuestro hogar y disponemos de linternas
para poder internarnos en ella. No se requiere de alta
tecnología. Sólo la voluntad para hacerlo. Ahora bien, ¿qué nos
lleva a realizar semejantes ―expediciones‖? ¿El aburrimiento?
¿La búsqueda de emociones fuertes? ¿Un construido y artificial
espíritu de aventura? ¿La vida desencantada de nuestras
ciudades? ¿El deseo de romper con la rutina? ¿O, directamente,
la voluntad de toparnos con algo que quiebre nuestro sentido
de la realidad? En mi opinión, todos estos factores se mezclan a
la hora de responder la pregunta inicial. Pero, ¿por qué ese
sentimiento de miedo se incrementa en hospitales, hoteles o
fábricas abandonadas? Tal vez la respuesta esté en que no
tenemos selvas inescrutables a la vuelta de la esquina. Los
sitios abandonados son nuestras selvas y bosques más
accesibles. A ellos acudimos en busca de aventura.

 Una teoría muy extendida en el mágico mundo de la


parapsicología sostiene que los fantasmas no serían otra cosa
que experiencias e imágenes residuales que, de un modo nunca
explicado, el medio ambiente reproduce a modo de gigantesco
grabador, cuando ciertas condiciones (tampoco explicadas) se
dan en determinados lugares. Los ―especialistas‖ dicen que las
emociones fuertes, producto generalmente de hechos violentos
o traumáticos (crímenes, torturas, accidentes) quedarían
grabadas en esos sitios, para ser reproducidas
espontáneamente cuando ―algo‖ aprieta un invisible botón de
―PLAY‖. Y serían las paredes, pisos y techos de ciertos lugares
abandonados (aunque no sólo en ellos) los ideales para que

El abandono y el olvido 25 Fernando Jorge Soto Roland


semejante ―fenómeno físico‖ de grabación y reproducción
pudiera darse. Si todo esto fuera verdad, nuestras
construcciones operarían como una gigantesca cinta magnética.
Qué maravilloso sería para los historiadores poder ―ver‖ (In
Live) sucesos del pasado de esta manera. Qué estimulante sería
que esas ―ventanas‖ fueran ciertas. Cuántos debates nos
ahorraríamos. Cuánta información podríamos recabar de ese
modo. Cuántas verdades aceptadas se vendrían abajo. Lo
fantástico tiene siempre algo de subversivo. Y los lugares
abandonados son sus guaridas predilectas.

 Los lugares abandonados son un tema esencialmente


romántico. Desde que las ruinas de la Primera Guerra Mundial
despejaron la idea de Progreso del imaginario europeo-
occidental, los sitios devastados han dado pie a visiones
románticas no exentas de pesimismo. La decadencia se hizo
carne en miles de edificios y ciudades. Muchos pueblos
quedaron vacíos y la falta de fondos, la desidia y el desgano,
generaron que en muchos espacios —antes poblados— el óxido
se convirtiera en rey. Las ruinas reemplazaron a las viviendas y
la devastación volvió inútil lo que antes era útil. Todo esto
generó un contexto emotivo que no murió con la Paz de
Versalles, sino que se agudizó tras la invasión de Polonia en
1939 y los subsecuentes cinco años de la Segunda Guerra
Mundial. Ya nadie confió en nada ni en nadie. La capa de
civilización que creíamos tener resultó más delgada de lo que
pensábamos. El hombre se convirtió en el lobo del hombre.
Todo indicaba que Thomas Hobbes tenía razón: éramos malos
por naturaleza. Los hechos asó lo indicaban. Fue entonces
cuando la idea de decadencia, expresada por Oswald Spengler
en el período de entreguerras (1918-1939), empezó a adoptar
formas más acordes a los problemas contemporáneos y
transmutó en un eco-pesimismo hoy muy en boga. La idea de
futuro se acotó a sólo horas y las proyecciones sobre el destino
del hombre nunca más fueron halagüeñas, llegándose al
extremo de poder definirlas como catastróficas. Uno de los
abanderados de esa postura en extremo apocalíptica fue
expresada durante la década de 1980 por Edward Abbey, quien
escribió, en su libro Solitario en el Desierto (1988), lo

El abandono y el olvido 26 Fernando Jorge Soto Roland


siguiente: «Van y vienen hombres, suben y caen ciudades
cuyas civilizaciones aparecen y desaparecen. La Tierra
permanece, ligeramente modificada. El hombre es un sueño, el
pensamiento una ilusión, y sólo la roca es real. La roca y el
sol».

 Como le ocurrió a Arnold Toynbee en 1912 cuando visitó


las ruinas de un palacio barroco, construido por un príncipe
veneciano en la isla de Creta, una reflexión melancólica me
acompaña desde que conocí las devastadas ruinas del pueblo
cordobés de Miramar y los restos de la ya perdida Villa de
Epecuén, en la provincia de Buenos Aires. En esos sitios el
abandono y su consecuente decadencia, manifiestan cuán frágil
son nuestras esperanzas y expectativas frente a las imparables
fuerzas del tiempo y la historia.

 Sófocles escribió en Edipo: «El tiempo destruye todo,


nadie está a salvo de la muerte excepto los dioses. La Tierra
decae, la carne decae. Entre los hombres se marchita la
confianza y nace el recelo. Los amigos se vuelven contra los
amigos y las ciudades contra las ciudades. Con el tiempo todas
las cosas cambian: el deleite se troca en amargura y el odio en
amor».

 No deberíamos ser tan pesimistas respecto del futuro


general de nuestra civilización al ver únicamente los lugares
abandonados que salpican nuestras geografías urbanas. Éstos
siempre han estado entre nosotros, pudiendo incluso
considerarlos como parte misma del Progreso. Con cada paso
que damos hacia delante algo siempre se sacrifica. Por ejemplo:
un hospital especializado en el tratamiento de la tuberculosis
que se cae a pedazos en algún rincón aislado, puede ser visto
con ojos más optimistas e interpretar sus ruinas como el triunfo
de la medicina sobre una enfermedad que antes producía
centenares de miles de muertos por todo el mundo. Es decir
que, aún en momentos de enorme optimismo, los lugares
abandonados están presentes (lo estarán siempre) y que las

El abandono y el olvido 27 Fernando Jorge Soto Roland


opiniones que se derivan de ellos no son más que lecturas o
interpretaciones culturales. Una construcción de la realidad y
del futuro que poco tiene que ver con las ruinas mismas. Tanto
las decadencias como el progreso las producen. Todo es una
cuestión de actitud. Incluso la muerte puede ser vista como el
natural traspaso de mando de una generación a otra. Y eso,
necesariamente, no es malo en sí mismo.

 Hay pueblos y ciudades abandonadas donde es posible


advertir cuán despiadada es la naturaleza y su capacidad de
destrucción. Pero aunque nosotros queramos ver una intensión
en ese proceso, la intensión no existe. Los seres humanos
somos, en verdad, los despiadados y destructores. Lo que
hacemos es humanizar lo que no es humano. Transferimos
nuestras miserias y nos conformamos con ello.

 Una isla solitaria en pleno océano; un faro sin un alma,


abandonado, pero funcionando, pueden ser las notas esenciales
para el comienzo de una buena película de misterio o terror. En
este caso en particular, el abandono no implicaría decadencia o
deterioro, como tampoco lo indicaría el hallazgo de un barco al
garete, carente de tripulación, con todos sus aparejos en orden,
sin signos de violencia, con la mesa servida y la comida a
medio terminar. Historias y leyendas de este tipo se cuentan
por decenas entre los marineros del mundo. Desde las
misteriosas desapariciones a bordo del Mary Celeste en 1872 y
el evanescente destino de los cuidadores del faro Fannan, en
diciembre de 1900, la repentina desaparición de personas
alimenta la fantasía de los fogones nocturnos y le dan a la
palabra abandono un significado distinto al que hemos
manejado hasta ahora. Un lugar recientemente abandonado,
que conserve sus objetos de la vida cotidiana en perfectas
condiciones y con signos de haber sido dejados en pleno uso —
sin causa lógica alguna— no generan melancolía, sino miedo. La
melancolía requiere de un componente indispensable: el paso
del tiempo. Quizás por ese motivo la desaparición repentina de
seres humanos sea uno de los temas más comunes en las
historias de misterio (piénsese, por ejemplo, en toda la

El abandono y el olvido 28 Fernando Jorge Soto Roland


mitología contemporánea que gira en torno a famoso Triángulo
de las Bermudas).

 Como un buen queso roquefort, los lugares abandonados


necesitan macerarse, asentarse con el tiempo, incluso pudrirse,
para despertar las sensaciones de melancólica angustia que
producen.

 El miedo es un sentimiento poderoso. Controlado


racionalmente puede resultar benéfico y colaborar con la
supervivencia de las personas, pero sin control se transforma
en una fuerza paralizante, irracional y destructiva, capaz de
afectar a ciertos lugares al punto de producir en ellos serios
daños que, ocasionalmente, conducen ala abandono. Solemos
evitar los sitios inseguros. Permanecemos en ellos cuando no
quedan alternativas. Los soportamos, pero no los disfrutamos
y, ante una mejor oportunidad, nos vamos de ellos. La historia
de miles de propiedades (casas, hospitales, mansiones o
pueblos enteros) dan testimonio de lo que decimos. En más de
un caso el miedo exagerado ha sido el responsable primario de
cierto pensamiento mágico y vitalista, aún a principios del
tecnocrático siglo XXI. Piénsese sino en los efectos que
producen ciertas leyendas urbanas en el comportamiento de la
gente cuando dejan que un lugar se deteriore y venga abajo
aduciendo ―mala vibra‖, ―embrujamiento‖ o alguna otra causa
extraordinaria o sobrenatural. Los vendedores de propiedades
inmobiliarias saben lo difícil que resulta vender una casa con
―mala fama‖.

 ¿Podría usted vivir o pasar la noche, sin problema


alguno, en un lugar donde alguna vez se cometió un crimen, se
torturó gente o murieron decenas de individuos por
enfermedades en su momento poco conocidas? Tal vez lo
piense antes de hacerlo y, en el caso de que se decida, lo más
probable es que lo nueva el afán de romper reglas (ser
subversivo), violar un tabú o mostrarse en extremo valiente con
sus amigos. ¿Por qué son así las cosas? ¿Por qué no aceptamos

El abandono y el olvido 29 Fernando Jorge Soto Roland


esos lugares como a cualquier otro? ¿Acaso no son meros
edificios? Los lugares abandonados que tienen ―mala fama‖
(justificada o injustificadamente) suelen despertar en las
personas sentimientos y creencias que acompañan a la especie
humana desde el paleolítico. En otras palabras, muchos creen
que los objetos pueden tener ciertos poderes sobrenaturales
(por ejemplo las reliquias en la Edad Media). El contexto ayuda.
Un ―pueblo fantasma‖, un castillo en ruinas o una simple
construcción abandonada condiciona a creer en la presencia de
―algo‖ que va más allá de nuestros sentidos normales. Y no hay
pensamiento racional, argumento o ciencia que haga a muchos
pensar de lo contrario. Una estructura dura de larga duración
parece entrar en funcionamiento, permitiendo la convivencia de
lo real y lo imaginario. ¿Es posible que los ambientes o las
cosas se contaminen ―espiritualmente‖? ¿Puede el mal
contagiarse de algún modo? Un número enorme de adultos así
lo cree, por más que las cosas no tengan intenciones. Aún así,
parece que ciertos lugares conservan un esencia poco específica
que es captada por los ―creyentes‖. El pensamiento mágico nos
espanta y aleja de ciertos sitios abandonados.

 En lo personal, uno de los lugares abandonados que


mayor impacto me produjo fue la —literalmente— perdida Villa
de Epecuén, del centro oeste de la provincia de Buenos Aires.
Este pueblo de 1500 habitantes desapareció bajo el agua el 10
de noviembre de 1985 y, tras 25 años de estar sumergido en
una de las soluciones salinas más densas del planeta, empezó a
emerger hace un tiempo, revelando lo que de la villa quedó
después de un cuarto de siglo. Es apoteótico. Escalofriante. Un
espectáculo pocas veces visto que pone en evidencia muchos
aspectos a considerar: desde aquellos que nos hablan de la
desidia, ignorancia y desinterés de los políticos de turno hasta
los otros que refieren al desequilibrio inestable que tenemos
con la naturaleza. Todo contribuyó a que Epecuén sea hoy una
ruina silente, blanca y salada. Es imposible, al recorrer hoy sus
calles emergidas, conocer cuánta felicidad y proyectos s
hundieron en la laguna. Cuánto dolor, aún vigente entre los ex-
vecinos, se mantiene en cada lágrima vertida al recordar el
caos. Y a pesar de estar ―ahí‖, Epecuén resulta ajena al

El abandono y el olvido 30 Fernando Jorge Soto Roland


forastero. Como resulta ajeno aquel año de 1985 para casi todo
el resto del país. ―El dolor del otro siempre es mucho menos
doloroso‖. Por eso los lugares abandonados son una mezcla de
fantasías, construcciones metafóricas y desconocimiento. Mucho
desconocimiento. Ignorancia pura. Ignorancia de las angustias,
de las luchas inútiles, de la esperanza fallida. Quien no lo perdió
todo jamás podrá sentir el pesar que los lugares como ése
producen a los damnificados. Podemos sorprendernos,
indignarnos, incluso maravillarnos. Así todo, sitios como
Epecuén o Miramar (Córdoba), están muy lejos de los turistas
que los visitan. ¿Turistas?... Sí. Pueblos destruidos por
catástrofes atraen nuestra atención. Publicitados por algunos
programas de TV, semejan los fenómenos del inmenso circo
freak que fue la Argentina hasta hace poco tiempo: un país ―del
primer mundo‖ que dejó hundir a sus propios pueblos.

 No todo tiempo pasado fue mejor. Aún así, los lugares


abandonados parecerían indicar lo contrario. Con el deterioro, el
abandono y la destrucción, la memoria idealiza el brillo y el
oropel que muchos de esos sitios nunca tuvieron, exagerando
los lujos y el bienestar que disfrutó la gente mientras vivía en
ellos. Los criterios de análisis se alteran y sobrevaloramos las
cosas por el solo hecho de que ya no están. El recuerdo
nostalgioso es el responsable de tal operación y, frente a las
ruinas de «lo que ya no es» (o «dejó de ser»), la antigua
realidad adopta características que nunca tuvo. El contraste con
aquel pasado, considerado como una ―Edad de Oro‖, explota
cuando se observan viejas fotos y los restos de la juventud se
materializan en las estáticas imágenes de las placas. Felicidades
congeladas. Cotidianeidad eternizada por una máquina
fotográfica.

 Pocos escenarios trasuntan más romanticismo que los


cementerios abandonados. Los artistas del siglo XIX conocen
muy bien el paño. Decenas de lápidas desgastas e ilegibles nos
anuncian la perennidad del recuerdo y kilómetros de
enredaderas y plantas trepadoras abrazan, como boas
constrictoras, los mausoleos y criptas, tapizándolas de musgos

El abandono y el olvido 31 Fernando Jorge Soto Roland


y de humedad. Resquebrajando los últimos soportes de la
individualidad.

 Un cementerio es un sitio en donde se rinde culto a la


memoria de nuestros antepasados. Por eso el movimiento
romántico, impregnado de un original sentido de la
nacionalidad, los convirtió en monumentos patrios,
transformándolos en escenarios a los cuales era necesario
volver para poder abrevar en las acciones patrióticas de antaño.
Pero para que eso sea posible se necesitan referencias. Sin
ellas, el cementerio se convierte en una mera fosa sin sentido.
En un osario anónimo, despojado de relevancia, indefinido.
Meras cosas. Restos inermes. Sin las referencias, sin las
coordenadas, que las lápidas nos brindan, lo cementerios se
transforman en vertederos de basura y desechos.

 El cementerio de Epecuén, sin lápidas ni inscripciones,


simula ser un archivo sin catálogo.

 Hay dos pueblos en Argentina que corrieron, más o


menos, con la misma desgracia: la de desaparecer bajo las
aguas de sus lagunas colindantes. Miramar, en Córdoba, a
orillas de la laguna de Mar Chiquita; y Epecuén, en la provincia
de Buenos Aires, recostada sobre las riberas de la laguna del
mismo nombre. En ambos casos, el agua salada —que les diera
reconocimiento, fama y turismo— terminó convirtiéndose en el
elemento destructor. Miramar resultó arrasada en poco más del
60%. Epecuén, en cambio, desapareció por completo;
coartando así cualquier esperanza de recuperación. En este
último caso el abandono fue total y hoy el pueblo, la ex-villa
turística, es un ―pueblo fantasmas‖ que emerge de la sal
después de un cuarto de siglo. Epecuén es apenas reconocible.
Hay que esforzarse mucho para identificar sus antiguas calles y
edificios emblemáticos. La gran mayoría no son más que
escombros blanquecinos, informes y carcomidos por la salitre
de la laguna que, al retirarse tras 25 años, parecería
regodearse de su fuerza e inclemencia. Porque eso fue la

El abandono y el olvido 32 Fernando Jorge Soto Roland


laguna en 1985: inclemente, inmisericorde, con todos los
vecinos. Ella fue la que aceleró el dilatado proceso de
decadencia que conduce a las cosas hacia el olvido; ayudada,
claro, por la inoperancia e inactividad de los políticos de turnos.

 Una cosa es un lugar —edificio— abandonado y otra muy


distinta es un sitio destruido. Los lugares abandonados —
aquellos que conservan su aspecto, incluso sus muebles—
despiertan una sensación distinta que los segundos. Los sitios
destruidos, como Epecuén, despojados de antiguas referencias
materiales, imposibilitan, o posibilitan en mucha menos medida,
imaginar cómo eran antes, qué funciones cumplían sus
diferentes sectores o qué actividades se desarrollaban allí. Para
concretar todo eso, necesitamos de fotos y generar contrastes.
No es lo mismo recorrer el Gran Hotel Viena (Miramar,
Córdoba) que los aplastados y deformes muros del Hotel Elkie
de Epecuén. El primero resume la agonía. El segundo la muerte
inexorable. La devastación total confunde. Por eso, ver y
recorrer el Matadero Municipal de Epecuén, construido por
Francisco Salamone en 1938, a cuadras del demolido centro
urbano, nos acerca un poco a la sensibilidad que el Hotel Viena
despierta. ¿La causa? Aún se mantiene en pie. Descascarado,
pero con hidalguía. A pesar de soportar la más destructiva
inundación de su historia, el Matadero resiste a la muerte. El
resto del pueblo no puede hacerlo. Se disolvió.

 ¿Cuál es el color de la decadencia? Según Julio


Llamazares, el amarillo.

 La presencia de lugares abandonados en sitios aislados


suele ser una experiencia sobrecogedora. Toparse como una
tapera en el medio del campo o una vivienda resquebrajada por
la humedad en plena selva, conllevan sensaciones bastantes
parecidas. Ni qué hablar si lo que encontramos s una antigua
barraca chauchera devorada por las lianas y las enredaderas del
Amazonas. En cada caso, lo descontextualizado de las
construcciones es lo que impacta. De inmediato surgen

El abandono y el olvido 33 Fernando Jorge Soto Roland


preguntas, raras veces respondidas: ¿quién las habitó?, ¿por
qué fueron abandonados?, ¿desde cuando están allí y por qué?
Detrás de estas dudas sobrevuela la ignorancia total y la más
absoluta incertidumbre respecto de las hipótesis que podemos
elucubrar para responderlas. Lo más probable es que nunca lo
sepamos y es eso lo que le otorga a esos sitios el macabro
deleite que los caracteriza. En una oportunidad, encontré una
humilde choza de colonos abandonada en las serranías
cercanas a las ruinas de la ciudadela incaica de Vilcabamba.
Tenía las paredes de adobe desmoronadas y el techo de paja
desvencijado por la falta de mantenimiento. Pero no fueron
esas dos cosas lo que hizo que hoy —después de tantos años—
la siga recordando. Lo que nos topamos en ese lugar fue con
cuadernos. Cuadernos escritos de puño y letra por su ex
propietario. No había en ellos poemas, ni ensayos, sino
números. Cuentas. Estados contables muy rudimentarios que
nos retrotraían a las preocupaciones financieras del pasado. No
hallamos nombres, ni fechas. Únicamente sumas y restas.
Abstracciones puras. Eso era lo único que quedaba de toda su
historia. Descontextualización en el más puro de los sentidos.
Sorprende. Moviliza. Alimenta el flujo adrenalínico. Hasta puede
llegar a asustar.

 Los lugares abandonados destilan un ―anhelo del


pasado‖, un sordo sufrimiento por algo que se tenía y que
ahora ya no se posee ni controla.

 Los sitios abandonados encarnan al pasado convertido en


paisaje. Materializan el desgastante paso del tiempo, y sus
secuelas.

 Citando a E. M. Cioran podríamos decir, empapados de su


―existencialismo pesimista‖, que los lugares abandonados son
los catalizadores de la «curiosidad por un desenlace previsto,
espantoso y vano».

El abandono y el olvido 34 Fernando Jorge Soto Roland


 La naturaleza siempre se encargará de limpiar todos los
desajustes que nosotros hemos producidos. Los sitios
abandonados son un claro reflejo de eso. Con el tiempo los
devorará, como si nunca hubieran estado allí.

 En las moradas abandonadas y desiertas, los viejos


dioses y espíritus vuelven a vivir. Los frecuentan y habitan
superando con creces nuestra permanencia física en ellos, de
igual forma que los insectos, las ratas y las bacterias toman
posesión de las galerías, torres y fortalezas, dormitorios y
comedores, y constituyen el caldo de cultivo de las leyendas.

 Estéticas morbosas. Grietas del progreso. Utopías


fallidas. Nostalgia periurbana son, para la fotógrafa Vanessa
Graell, los sitios abandonados.

 Nos aferramos a las cosas. Nos identificamos con ellas al


punto de creer que son una prolongación de nosotros mismos y
que al desaparecer —o deteriorarse— nuestra esencia —o parte
de ella— se va con ellas. Claro que todo eso es falso. No es más
que una mera proyección de nuestros deseos y creencias. Aún
así, sufrimos cuando ello ocurre (mucho más cuando estamos
solos). Por el contrario, los filósofos orientales nos hablan del
desapego, de la sabia actitud de saber dejar que las cosas (en
el sentido más amplio) se vayan. Quizá sea ese el motivo por el
cual muchísimas personas sienten horror ante los lugares
abandonados ya que revelan, justamente, el fluir de todo y la
inexorable pérdida de nuestros objetos más preciados. En cierta
forma, son el infierno de los coleccionistas.

 ¿A dónde fueron a parar nuestros objetos queridos de la


infancia? ¿En qué rincón del mundo permanecen arrumbados?

 El cementerio abandonado de Epecuén resulta ser un


espectáculo poco corriente. No es habitual que un camposanto
sea tragado por una laguna en extremo salada (unos 240

El abandono y el olvido 35 Fernando Jorge Soto Roland


gramos de sal por litro de agua) y, tras 25 años, vuelva a
emerger convertido en un pálido cadáver de granito. Pero, ¿qué
fue lo que salió a la superficie? En principio, la más pura
desolación. Lápidas monocromas, cruces oxidadas, ladeadas y
semienterradas; yuyos creciendo sobre las propias tumbas,
otorgándoles la única nota de color verde que hay en el lugar.
Placas conmemorativas de hierro, hincadas, descascaradas y
deformes, que ya no conmemoran nada, a no ser la soberanía
de los tonos ocres. Epitafios ilegibles, desgastados, anónimos.
Todo está cambiado: el granito ilusoriamente convertido en
mármol, el bronce devenido en color verde oscuro y el hierro
transmutado en rojo. Es como si un poderoso alquimista
hubiera experimentado con todo el cementerio. También los
árboles están muertos. Pelados, secos, sin una sola hoja o
brote. Únicamente cubiertos por una sustancia resquebrajadiza,
blanquecina, semejante a una tela de araña cristalizada y dura.
Muy pocas de las antiguas estatuas funerarias sobreviven. Dos
angelitos en actitud de rezo sobre la tumba de un niño se
asoman por entre la maraña de las malas hierbas y una tumba
ladeada hacia la izquierda, como si fuera una cama abandonada
sobre una cuneta, nos anuncia que hace ya muchos años nadie
le rinde culto a la memoria que pretendió materializar. Otro
enterramiento, hecho con ladrillos, se ha fracturado y hundido
hacia el medio. Formando una especie de canaleta en donde se
acumula el agua de lluvia (y que nuestra morbosa imaginación
mezcla con fluidos cadavéricos, ya inexistentes). En una
palabra, la necrópolis es un caos total. A un costado, sobre el
derrumbado muro perimetral, notamos la acumulación de
objetos cruciformes, oxidados y quebradizos, unos encima de
otros. Sin orden ni concierto. Despojados de todo respeto. Más
atrás, la laguna y sus flamencos. Las ruinas del cementerio de
Epecuén (también las de la villa misma) son una metáfora
palpable de un Dios vencido. Sus cruces destruidas simbolizan
esa derrota. En una de las pocas tumbas que conservan su
inscripción puede leerse: «Neiva Irene Corradini. Muerta el 20
de junio de 1928 a los 2 meses y medio de edad». Del seguro
desconsuelo de sus padres sólo queda esa frase y, pocos
metros más allá, la estatua de un niño asexuado ofreciendo
flores, pero con los brazos partidos. Ya en el sector de las
criptas familiares nos adentramos en una zona de guerra. Es

El abandono y el olvido 36 Fernando Jorge Soto Roland


como si un terremoto hubiera destruido todo. Una tumba, con
cinco pequeñas placas de bronce en hilera, enverdecidas por el
óxido, anónimas y olvidadas, anuncia también la derrota de las
cantidades, y los nichos semejan hornos abandonados,
abiertos, por completo llenos de basura. En las paredes
residuales de una capilla funeraria leemos sólo la palabra
«FAMILIA». Imposible identificar a cuál de ellas se refiere. Y en
cierta forma es un alivio, porque mucho más movilizante es
reconocer un apellido inscripto entre los escombros,
recolonizados por bandadas de palomas. Por el sector
despejado de lo que fuera la avenida principal del cementerio,
nos topamos con criptas, todas destechadas, restos de capiteles
corintios que no sostienen nada y miles de ladrillos
redondeados por el agua, color rojo, que nos recuerdan
pequeños trozos de carne desperdigados por el lugar. Hacia el
final de la calle hay una estatua decapitada, con ambos brazos
amputados, justo enfrente de lo que fuera una capillita católica
y de la que sólo queda una especie de piletón, en cuyo interior
se seca al sol el esqueleto de un flamenco. Todo es disolución,
silencio, monotonía. Es como si el tiempo se hubiera detenido,
o camuflado, para no evidenciar el desgaste que todavía sigue
produciendo. Caminamos por un espacio mudo. El agua salada
de la laguna le quitó el habla. En otra lápida, la huella de un
cristo desaparecido y llevado por la corriente (una mancha
apenas, cruciforme y de color oscuro) parecería anunciar que el
hijo de Dios fue sólo un cadáver clavado y sin la fuerza
necesaria para resistir el embate del agua. Los ángeles de la
muerte, tallados en yeso, también han caído bajo el influjo de
la destrucción.

 Llama mucho la atención el enorme número de lugares


abandonados que hay desperdigados por todo el mundo. entrar
en Internet, explorando esta temática, significa encontrarse
con miles de sitios Web, unos mejores que otros. Pero la nota
característica de todos ellos son las imágenes. Los sitios
abandonados ―entran por los ojos‖. Impactan nuestras pupilas y
después nuestros cerebros. Tal vez por eso los pocos libros que
abordan el tema sean álbumes de fotos. Verdaderas obras de
arte muchos de ellos. Según se dice: «una imagen vale más

El abandono y el olvido 37 Fernando Jorge Soto Roland


que mil palabras». Y el deterioro muestra cabalmente este
aspecto. Hay momentos en que las metáforas y adjetivos se
vuelven vanos. Sólo resta observar. En silencio. No queda nada
por decir.

 «Lugares abandonados» ¿Qué es un lugar? ¿Acaso no


hay una contradicción al unir esos dos términos («lugares» y
«abandonados»). Si como dice el antropólogo Marc Augé, «un
lugar es ante todo un lugar antropológico», lleno de discursos y
recorridos, relaciones interhumanas e historias, ¿no es un
sinsentido referirse a «lugares abandonados» si, como hemos
dicho, en ellos ya no se dan relaciones humanas, ni discursos, y
la historia se ha olvidado? Es paradójico, pero si seguimos esta
lógica, los «lugares abandonados» se convierten en «lugares»
sólo cuando dejan de estar «abandonados» y empiezan a ser
recorridos por el hombre. Recién cuando un «lugar
abandonado» se integra a la historia y adhiere a la memoria, es
un «lugar» (en el sentido que la modernidad le dio al término).
Cuando nada de eso ocurre, cuando la identidad desaparece, lo
relacional se esfuma y la historia ya no queda integrada a un
determinado espacio, el lugar adquiere un status posmoderno
(«ruinas posmodernas»). Este es el motivo por el cual casa,
castillos, hospitales, hoteles, abandonados, poco conocidos,
olvidados, nunca estudiados, devienen en «espacios del
anonimato» y por ende, se convierten en «No-Lugares».

 Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una


reflexión sobre la muerte, la destrucción y la insipidez de las
cosas. Como escribe Chateaubriand, no es posible dejar de
pensar que «otros hombres tan fugitivos como yo vendrán a
hacer las mismas reflexiones sobre las mismas ruinas».

 Existe una tendencia a destruir objetos, que controlamos


a través de ciertos «filtros culturales». Se nos enseña a cuidar
las cosas pero, en el fondo, hay cierta sensación de placer
cuando las destrozamos. Ya sea por una terapia de catarsis (no
guiada por ningún terapeuta) o por un estallido de furia

El abandono y el olvido 38 Fernando Jorge Soto Roland


descontrolada, romper—sin pena alguna— las cosas que nos
rodean suele ser estimulante en mucha gente. ¿Quién no se ha
detenido en la calle a observar cómo se demuele un edificio?
Llaman la atención.

 Muchos lugares abandonados, durante sus días de gloria,


carecieron de una nutrida vida pública. Pocas personas pueden
dar testimonios de cómo eran antes de sufrir el proceso de
decadencia que los llevó a quedar vacíos. Tal es el caso algunas
grandes mansiones y otras propiedades privadas. Otras, en
cambio, fueron sitios que congregaron a miles de seres
humanos; y, dentro de esta categoría, nos topamos con los
parques de diversiones. Ya sea porque en nuestra niñez las
experiencias suelen ser limitadas (o la capacidad de asombro
todavía virgen), estos parques —como el famoso Italpark de
Buenos Aires y Mar del Plata— perduran en la memoria
arrastrando siempre una cuota de idealización y de nostalgia
muy exagerada. En el recuerdo éstos lugares se vuelven más
importantes de lo que en verdad fueron, por eso, al recorrerlos
hoy en ruinas (o ver las pocas fotos que quedan)
experimentamos una inevitable tristeza. El contraste es
perturbador. Los rieles retorcidos y oxidados de la montaña
rusa, asomándose por entre la maraña de pastos crecidos; o la
imagen de un tren fantasma del que sólo queda en pie su
fachada despintada, agrietada y sin ningún monstruo
decorándola, nos trasladan a aquellos días en que recorríamos
esos juegos de la mano de nuestros seres queridos. Es
nostalgia en estado puro. Muchos de estos parques ya no están.
Otros sobreviven en ruinas, tapiados, desiertos, repletos de
basura y malas hierbas que han destrozado el cemento de sus
senderos y descolorido sus principales atracciones. Es diversión
transmutada en silencio.

 Como en los cementerios, los sitios abandonados nos


remiten siempre a un contexto de paz y tranquilidad.
Recorrerlos en solitario resulta una experiencia casi iniciática,
profunda, axial. Campos de paz y reflexión existencial, ya que
ésta sólo es posible cuando el silencio convoca a la paz interior.

El abandono y el olvido 39 Fernando Jorge Soto Roland


 Los lugares abandonados nos enseñan que detrás de
todo el antiguo oropel, el esfuerzo, el ingenio y el buen gusto,
no hay más que una cosa: el mismo cráneo humano de
siempre. Una farsa osificada.

 Los lugares abandonados anuncian algo: el no olvidar


nuestros fracasos en el momento del éxito.

 ¿Qué son los lugares abandonados sino fantasmas?


Aparecen, permanecen un tiempo y desaparecen de nuevo.

 Cuando pueblos como Epecuén o Miramar desaparecen,


no sólo lo material se destruye. Con las casas, las calles, las
cosas que se desvanecen a raíz del deterioro también se
esfuman lo recuerdos, las vivencias que todos esos escenarios
acogieron. Sin esos mojones la desmemoria se termina por
imponer.

 Detrás de todos los desastres naturales se esconden


factores humanos. A la larga, los lugares abandonados son el
producto de la inoperancia, inacción o desinterés de los
hombres.

 En España el número de pueblos abandonados es


abrumadoramente alto. Un cálculo conservador indica unos
2700 en total, distribuidos de manera desigual en toda su
geografía, pero concentrando el mayor número en la región de
Huesca. Esta situación es el resultado de una competencia
entre la ciudad y el campo, en la que la primera lleva todas las
de ganar. El lento proceso de modernización español, iniciado
de a poco en la década de 1970, es el responsable de ese flujo
de migración interna que terminó secando de seres humanos a
cientos y cientos de pequeños pueblos y villas peninsulares. El
confort de la ciudad terminó por atraer a todos hacia ella,
venciendo la tradicional resistencia al cambio de mentalidad
pueblerina. No sólo la búsqueda de confort, también el mayor

El abandono y el olvido 40 Fernando Jorge Soto Roland


número de posibilidades u oportunidades de progresar conllevó
al abandono antes mencionado. En pocos años, y a cuenta
gotas, los más jóvenes se fueron yendo: los nacimientos se
estancaron y llegó un momento en que sólo los viejos
quedaban. A la muerte de estos, las casas quedaron vacías y de
apoco el más absoluto silencio se tragó a todas las viviendas
vacías, que iniciaron así un proceso de deterioro ininterrumpido.
La tradición y las ventajas comparativas que todos los pueblos
enarbolan a la hora de autoconvencerse de lo maravilloso que
es vivir en ellos, no fueron suficientes.

 Durante la década de 1990, Argentina fue testigo de un


proceso parecido al señalado más arriba, aunque las causas del
abandono de los pueblos del interior fueron diferentes a las de
España. Aquí, el responsable de todo tiene nombre y apellido:
Carlos Menem, siniestro personaje de nuestra historia que,
inaprensiblemente y guiado por un modelo neoliberal
deshumanizante, destruyó el sistema ferroviario nacional,
clausurando ramales que resultaban vitales para el
mantenimiento de muchísimos pueblos y localidades del interior
del país. Con la desaparición del tren sobrevino la desaparición
de cientos de miles de personas que vivían en eso pueblos.
Menem invirtió el proceso de civilización iniciado en la década
de 1860 con la instalación de vías férreas y, contrariando el
mandato de Juan B. Alberdi, despobló el país. Cientos de
núcleos urbanos abandonados jalonan ese proceder en todas
las provincias de la Argentina. «Menem lo hizo».

 Maderas dilatándose y contrayéndose, graznidos de


animales inidentificables (la mayor parte aves), el viento
colándose por las ventanas y miles de lugares abiertos; ruido
de cañerías oxidadas y en malas condiciones; el goteo de agua
acumulada; el descascaramiento crujiente del yeso de paredes
y techos, son parte de la sinfonía de sonidos que pueblan los
lugares abandonados, en donde el silencio nunca es total. Sólo
el sentido del oído, siempre propenso a la sugestión y malas
interpretaciones, es el que convalida la existencia de
movimientos en sitios aparentemente inmóviles.

El abandono y el olvido 41 Fernando Jorge Soto Roland


 Para los ingenieros civiles (constructores de edificios y
puentes) los lugares abandonados se convierten en laboratorios
donde es posible estudiar de manera directa la «resistencia de
los materiales». Allí cada elemento se pone a prueba,
mostrando sus miserias y reducidas capacidades de
sobrevivencia. No importa cuán duros fueron. El tiempo los
termina deteriorando, ablandándolos, facilitando así la
comprensión de los procesos que han llevado a la decadencia
material de imperios y civilizaciones del pasado. Las cosas
adquieren su propia historia y lo que muchos consideran
―eterno‖ se vuelve perecedero y susceptible a ―morir‖, como si
fueran elementos orgánicos. Los lugares abandonados
fueron/son como espejos en los que nosotros podemos
reflejarnos.

 Los lugares abandonados despiertan curiosidad. Nos


atraen, ya lo dijimos antes. Generan dudas y, por supuesto,
hipótesis que intentan resolver esas preguntas iniciales. La
mayor parte de las veces serán cuestiones irresueltas,
incomprobables; generadoras de mitos que terminarán
idealizando el pasado hasta convertirlo en una ―edad dorada‖.

 Los ―linyeras‖, ―crotos‖, ―pordioseros‖, o como gusta


ahora llamarlos, ―personas en situación de calle‖, tienen
muchos aspectos en común con los lugares abandonados:
—producen miedo
—generan rechazo
—quedan asociados con ―lo mugriento‖
—encubren preguntas
—se mantienen en los ―márgenes‖ de ―la vida normal‖
—se los asocia con cierto ideal anárquico y libertario
—encarnan la contratara de lo que se considera ―lo
civilizado‖
—generan nostalgia y dolor.

El abandono y el olvido 42 Fernando Jorge Soto Roland


 Escenarios vacíos, silenciosos, cubiertos de polvo,
invadidos por insectos, roedores y aves (incluso por marginados
sociales), los lugares abandonados son la representación clara y
evidente de lo «no-cotidiano»; entre otras cosas porque
parecen estar al margen del tiempo. Sólo el ojo experto
observa en ellos el cambio. Y no es porque en ellos las cosas no
cambien. Todo lo contrario. Hay tantas cosas que cambian al
mismo tiempo que resulta difícil generar contrastes entre una
época decadente y otra.

 Los lugares abandonados condicionan nuestra idea de «lo


eterno», negándola, anulándola de esta ecuación que es la vida.

 Inmunda fragilidad, receptáculo de sollozos. Escenarios


palpables de la derrota.

 Los lugares abandonados nos enseñan que «no se abdica


de un día para otro». Que el proceso es lento y las decadencias
apenas percibidas. Sólo el tiempo las vuelve evidentes y recién
entonces, al mirar hacia atrás, advertimos los síntomas que las
anuncian. Pero cuando esto ocurra ya es tarde. Sólo nos queda
soñar con lo que no fue o podría haber sido.

 Señaló Cioran: «No podemos reaccionar contra la


fatalidad».

 Los lugares abandonados denuncian a gritos el infinito


precio de cada instante. Y eso nunca deja de ser tonificante,
porque como dice E. M. Cioran: «rejuvenecemos por el contacto
con la muerte».

 Los lugares abandonados no disfrazan nada. Se muestran


tal como son. Revelan el esqueleto raído que en el fondo todos
somos. «Himnos destruidos».

El abandono y el olvido 43 Fernando Jorge Soto Roland


 Bajo el calor abrasador de La Pampa en verano, en medio
de la más literal de las ―nadas‖, cubiertas de raquíticos árboles
y yuyos crecidos y amarillos, se yerguen las ruinas (taperas)
abandonadas de un puñado de escuelas de campo que, en su
momento, cumplieron la sarmientina misión de educar al
soberano. Olvidadas por casi todos, se resquebrajan por las
altas temperaturas del desierto pampeano. Ya no se escuchan
los gritos y risas de los antiguos alumnos. Todo es mutismo,
silencio. Silencio y abejas. Muchas abejas construyendo sus
panales en aljibes secos y agrietados. Los cardos recolonizaron
los salones y los pájaros depositan su guano por todas partes.
Los saqueadores también han hecho lo suyo. Ya no quedan
puertas, ni marcos, ni nada. Los baños están desguasados. Son
meros recuerdos amorfos de los sitios de salubridad que
pretendieron ser.

 Es raro recorrer estas escuelas abandonadas y muertas.


Es extraño porque no hay nadie ya que las recuerde. Y sin
recuerdos son puro ladrillos desconchados, desgastados,
yermos.

 Ni la exageradamente inflada honestidad del interior


provinciano consiguió imponerse en las escuelas abandonadas
del campo pampeano. Todos han sido saqueadas
inescrupulosamente (en algunos casos hasta sus mismos
cimientos). Es que la soledad a la que están condenadas se ve
exacerbada por leguas y leguas de desierto. Son el paraíso
mismo de la impunidad. Una Disneylandia del desguace y el
saqueo.

 Taperas. Con este nombre se identifican en Argentina a


las construcciones, generalmente humildes, que han sido
abandonadas en el medio del campo. Ranchos, cascos de
estancias, puestos ganaderos o pulperías, se transforman en
taperas cuando la soledad las conquista y empieza su lento
proceso de deterioro. No hay forma de que sean
desapercibidas. Con el tiempo se convierten en mojones de una

El abandono y el olvido 44 Fernando Jorge Soto Roland


geografía desolada y puro horizonte. El ojo entrenado no puede
dejar de verlas y aún así las ignora. Se convierten en una parte
más del paisaje. Acaban naturalizándose. El campo las fagocita
y con ellas desaparece también la memoria.

 Conozco varias escuelas abandonadas en los campos


argentinos y lo primero que me llamó la atención fue la
sensación de absoluta soledad que generan. Es aquella una
soledad que duele, que cala los huesos y deja a la mente en
stand by. Petrificada, inerte; pero al mismo tiempo en un
estado de ebullición tan maravilloso que resulta difícil traducir
en palabras. Caminar por ellas es alimentar la imaginación.
Recrean historias cotidianas que, tal vez, nunca sucedieron; a
no ser aquellos actos elementales que se desarrollaban en ellas
y para las cuales fueron levantadas, es decir, las de enseñar y
aprender.

 Cuarenta años de abandono bastaron para que la escuela


de campo Nº 164 de Ingeniero Luiggi (provincia de La Pampa),
construida en lo que se daba en llamar «Campo Claverie»,
desapareciera casi por completo. No queda nada de ella, a no
ser la base del mástil en el que, a diario, enarbolaban la
bandera nacional, unos pocos cimientos del áreas de los
salones, un tanque de agua partido al medio (lleno de yuyos y
basura) y los pilotes de antiguas columnas de concreto que, en
sus días de gloria, demarcaban la sala de baile de la región.
Una decena de hierros retorcidos, todavía revestidos con algo
de cemento y ladrillos partidos, soportan los embates del aire
frío y caliente de las desoladas pampas. Es difícil imaginar en
ese lugar a la paisanada bailando, divirtiéndose. Arrulladas por
el cansino canto de algún pájaro, están en silencio. Un silencio
de muerte, casi audible; en donde lo natural ejerce su más
absoluta hegemonía. Estando en ellas resulta imposible pensar
que, algo más allá de las taperas, la vida sigue su curso,
ignorándolas por completo.

El abandono y el olvido 45 Fernando Jorge Soto Roland


 Mástiles abandonados. Cenotafios mudos y anónimos de
la simbología patria. Tumbas del nacionalismo exacerbado del
hombre de campo. Claros ejemplos de que aún los símbolos de
tela más adorados y respetados, no son más que eso: trapos
viejos sin sentido en un universo que ha perdido todas las
convenciones artificiales fabricadas por el hombre con la
intensión de ser algo distinto, diferente, a los demás. Las bases
escalonadas de cemento roto que sobreviven sitiados por
malas-hierbas, ya no conservan ni el mástil de hierro del que
colgaba «la bandera esplendorosa que Belgrano nos legó». En
su lugar, un hoyo oscuro y sucio, que acumula algo de agua
estancada, lleno de bichos muertos y telarañas, indica el sitio
exacto en el que se adosaba el erecto y varonil mástil patrio.
Pero de esa masculinidad (por momentos agresiva) que todos
los símbolos nacionalistas poseen, ya no queda nada. Sólo un
agujero. Un simple agujero que se ha tragado para siempre —
en ese lugar— al imaginario «ser nacional», base de tantos
delirios ideológicos y origen de miles de libros, ensayos,
artículos y notas que pretendieron construir la artificiosa
identidad de un pueblo (nación) que se volvió viejo, siendo aún
muy joven.

El abandono y el olvido 46 Fernando Jorge Soto Roland


Capítulo 2

Villa Joyosa

Fantasmas del Pasado

A la vera del camino, solitaria, destartalada y en ruinas, muy


cerca del Parque Camet de Mar del Plata y a metros de la
costa del Atlántico, se yerguen las estructuras residuales de
una antigua mansión de estilo neocolonial conocida, durante
los primeros años de la década de 1980, con el nombre de
Villa Joyosa.

El abandono y el olvido 47 Fernando Jorge Soto Roland


Según consta en el registro marplatense del patrimonio
histórico(*), la villa fue construida aproximadamente en 1916,
estando el proyecto a cargo de los señores Roberto Soto
Acebal, Fontana y Cremonte. No he podido recabar hasta la
fecha más información sobre sus propietarios o sobre la
temprana historia de la casona. Todo lo que a continuación
expondré se basa en testimonios orales y datos obtenidos en
los medios de comunicación de la época e Internet. Es por lo
tanto ésta una primera aproximación —tímida e incompleta—
de su historia.

(*) Véase en Web < www.patrimoniomdp.com.ar>

UNA BREVÍSIMA APROXIMACIÓN

La historia de la Villa Joyosa está inmersa en el misterio;


atravesada por el lujo primigenio, el dolor, las torturas y
muchas páginas en blanco difíciles de completar. Sus muros,
salones y patios interiores, así como su imponente torre, vieron
pasar a miembros de la aristocracia de principios del siglo XX,
conservadores que, seguramente, trataron de adaptarse al
régimen radical presidido por Hipólito Yrigoyen, inaugurado el
mismo año en que la villa abrió sus puertas. Con el tiempo,
otros visitantes, otros propietarios, recorrieron sus estancias,
esta vez con intensiones muy distintas, aunque con un
desprecio a la democracia bastante parecido.
En la década de 1970, la represión ejercida por los militares
golpista convirtió a la villa en una centro de detención
clandestino que llegó a tener una nefasta fama internacional —
aunque breve— en la historia de la violación de los Derechos
Humanos en Argentina. Algunos años después (a mediados de
los ’80), como deseando tapar toda esa inmundicia, la Villa
Joyosa se transformó en un ―boliche‖ bailable. La música

El abandono y el olvido 48 Fernando Jorge Soto Roland


―disco‖ y algunas parejas enamoradizas colmaron sus
ambientes; y no fueron muchos los que, desde Mar del Plata,
encaminaron sus autos hacia el edificio. Y digo bien: ―no fueron
muchos‖, porque la empresa no funcionó tal como se esperaba.
El destino económico de la villa no prosperó y en poco tiempo
cerró sus puertas. De poco valieron los exorcismos que los
concesionarios del local contrataron para ―echar la mala onda‖
que decían se respiraba en el lugar. Y así, mal ubicada para un
negocio bailable, en una zona con ventiscas marinas que, aún
en verano, suelen ser heladas, la Villa Joyosa fue gradualmente
abandonada. Todavía recuerdo cómo se degradaba de a poco.
Constituía un mojón imposible de obviar en mis frecuentes
viajes a Villa Gesell. No podía dejar de observarla cada vez que
pasaba por el frente. Veía cómo los graffiti la iban colonizando,
y sus paredes perdían el brillo que los empresarios de la noche
le habían dado, por un lapso muy corto. Era como si las
sombras de su triste historia la hubieran condenado a ser una
ruina. Una inmoral tapera, apartada; alejada del destino de
grandeza y opulencia que sus arquitectos habían imaginado
para ella.
Con el tiempo, la tradición oral marplatense pobló al edificio
con relatos tenebrosos, sobrenaturales, y los siempre presentes
fantasmas del imaginario empezaron a circular por sus
deterioradas dependencias… hasta hoy.

EL PATRIMONIO INTANGIBLE

Cualquier acercamiento a una Historia de los Fantasmas, y


particularmente a la de la moderna leyenda urbana
marplatense, implica revelar —y relevar— historias paralelas
de crímenes, muertes violentas, suicidios y pesares, reales o
imaginarios. Son ellas las que enmarcan la creencia en un
flujo de ―larga duración‖ determinado históricamente y
exacerbado principalmente en épocas de crisis, cambios e
incertidumbre. Como hemos dicho en otra oportunidad, es
factible encontrar un nexo bastante sólido entre el aumento
del sentimiento de individualismo y la difusión de las historias

El abandono y el olvido 49 Fernando Jorge Soto Roland


de fantasmas 1. El temor, alimentado por la incredulidad
respecto del destino de la supervivencia post-mortem, como
así también la negación de la disolución del ―yo‖, encuentran
en los relatos de fantasmas una válvula de descompresión, de
escape, a la inseguridad de la existencia individual después de
la muerte. Por otro lado, la gradual pérdida de los lazos de
solidaridad comunitaria y el incremento del sentimiento de
soledad, amplificaron la creencia en fantasmas; seres aislados,
errantes, solitarios, en un espacio imaginario informe, de
sombras no definidas, bien propias en una sociedad cada vez
más escéptica, insegura y falsamente solidaria.
Ningún espacio real
escapa a los seres de
ultratumba. Tanto en
sitios públicos como
privados, el folclore y el
rumor están poblados de
espíritus errabundos que,
como es la tradición,
siempre anuncian algo:
crímenes contra los
derechos humanos
(fantasmas de la Villa
Joyosa y del Estadio
Mundialista de Fútbol, inaugurado en 1978); éxitos y fracasos
artísticos (fantasmas en el Teatro Auditórium); accidentes
(fantasmas en rutas y cruces de caminos) o creencias
animistas (fantasmas de bosques y playas alejadas de la
costa).
Como todas las ciudades del mundo, Mar del Plata no
escapa a la fatalidad de tener sus propios espectros e historias
populares de aparecidos; almas en pena que se mezclan con las
decenas de miles de turistas que visitan la ciudad. Son ellas las
que ocultan muchas miserias, en silencio, resguardándolas de
los ojos ajenos y, como una mujer en decadencia que soslaya
su decrepitud con maquillaje, sólo indirectamente revelan —en

1
Soto Roland, Fernando Jorge, Visitantes de la Noche. Aproximación a la creencia en
fantasmas en el imaginario de la Cultura Occidental, Editorial Martín, Mar del Plata,
Argentina, 1997. Véase en Internet www.la-lectura.com

El abandono y el olvido 50 Fernando Jorge Soto Roland


cuentos, rumores e historias de fogón— los temores y el
malestar de una sociedad transida por los problemas.
Personajes omnipresentes en
el folclore de todos los pueblos,
los fantasmas son una parte
indispensable del patrimonio
intangible de las grandes urbes,
pequeños asentamientos e incluso
del campo. Centenares de miles
de historias giran en torno de
ellos y decenas de programas de
televisión, revistas si o no
―especializadas‖ y artículos en
Internet, los tienen como los
principales protagonistas; sin
hablar de la moderna leyenda
urbana o de los libros de
demonología que circulan desde
hace siglos.
Fogones de todo tipo los convocan noche tras noche y sus
etéreas figuras tienen una presencia más firme y duradera que
muchos personajes históricos de carne y hueso. Allí están
aparentemente desde siempre; asustándonos, amenazando
nuestros marcos de referencias, esperanzándonos respecto de
una vida más allá de la muerte, denunciando nuestros temores
ancestrales, grandezas y miserias; y recreando, de un modo
por cierto duradero, la oscilante visión maniquea de la
existencia, que enfrenta al cuerpo con el alma, lo bueno con lo
malo, la inmanencia con la trascendencia o el castigo con el
premio.
Sus historias son variaciones sobre una serie acotada de
temas y —tal como lo señalé en un libro anterior, Visitantes de
la Noche— recrean el imaginario y los temores de una época de
un modo interesante. Con los fantasmas y su historia podemos
vislumbrar mucho más que la maestría de un buen relato de
horror o la capacidad morbosa que todos tenemos para asustar
y ser asustados. En el fondo de toda narración fantasmal hay
siempre un legado moral que vibra en consonancia con la época
en la que circula. En cierto modo, suelen ser fábulas modernas

El abandono y el olvido 51 Fernando Jorge Soto Roland


que hablan de temas universales, arquetípicos (la muerte, el
amor, la venganza, el miedo, la justicia, etc.); de ahí su larga
permanencia a lo largo del devenir de nuestra especie.

ESCENARIOS

Es triste, y extraño al
mismo tiempo, observar
cómo la fugacidad de un
presente incierto suele
imponer su tiranía sobre el
pasado de una ciudad,
destruyéndolo de manera
sistemática. En algún
sentido, la ciudad de Mar
del Plata es el mejor
ejemplo que conozco de
ello. En el tiempo de los
veintidós años que viví allí fui testigo de la rapacidad insensible
de las topadoras que demolían mansiones, hoteles, edificios
públicos y paseos, ante el desinterés apático de la mayoría de
sus habitantes. Como una de esas pizarras mágicas que los
niños usan para dibujar y luego borrar, Mar del Plata ha sido un
cuadro pintado y suprimido más de una vez; despojándosela
así de gran parte de su pasado material, que tanto ayuda a
reafirmar la identidad de una sociedad.
Cada vez son menos los testigos
arquitectónicos de épocas pretéritas
que quedan en pie. Una absoluta falta
de respeto e interés por el patrimonio
histórico hizo que viejas casonas
señoriales del período oligárquico (siglo
XIX) hayan caído bajo la fuerza
impiadosa de los martillos y picos, para
convertirse en modernas playas de
estacionamiento, bingos o locales de
juegos electrónicos de corta vida.
Otras construcciones vieron pasar el

El abandono y el olvido 52 Fernando Jorge Soto Roland


tiempo sin cuidado alguno, decayendo progresivamente hasta
alcanzar el status de verdaderas taperas urbanas, que exhibían
las miserias de los años de ―vacas flacas‖ en sus paredes
descascaradas y llenas de moho, techumbres podridas y
altísimos yuyos cubriendo espacios que otrora fueran
aristocráticos jardines de la burguesía local. Ni siquiera las
fachadas fueron restauradas o cuidadas. Todo se demolió en
pos de una idea decadente de progreso; justificada por el
combate a los ejércitos de ratas que poblaban los edificios
abandonados.
Nadie hizo nada. Nadie pudo hacer nada. Comúnmente se
dice que ―el pasado no tiene precio‖, pero también es cierto que
hay que invertir en él para conservarlo. Porque en un país
transido por la crisis económica durante décadas; que además
soportó el vendaval anticultural del neoliberalismo menemista
en los años noventa, no resulta extraño que los escasos fondos
disponibles hayan sido
derivados hacia otras
cuestiones más urgentes
o a los bolsillos de los
descarados políticos de
turno. Así, de manera
gradual, la geografía
emocional de la ciudad
fue desapareciendo y los
mojones materiales, en
los que suele afirmarse
el pasado se desvanecie-
ron. Barrios, avenidas y plazas, incluso la mismísima zona
costera, cambiaron de apariencia y cientos historias locales se
perdieron con ellas. A tal punto es así que ―leyendas‖ como la
del Torreón del Monje carecen de la fuerza que tienen en otros
lugares construcciones semejantes; y a mi entender se debe a
una razón simple: es una leyenda forzada, un injerto artificial
inventado en un escritorio por el concesionario del edificio.
Una historia concebida para dotar de falso romanticismo a
un predio que nada tiene de medieval, como es de prever; y
cuya tradición poco efectiva a nadie convence.

El abandono y el olvido 53 Fernando Jorge Soto Roland


En la moderna geografía urbana marplatense, desprovista
ya de su pasado material más significativo, se advierte una
extraña vocación por la demolición; un impulso de fiesta
destructiva que niega la perspectiva histórica y reniega de un
pasado muchas veces conceptualizado como oligárquico,
ostentoso e injusto, poco democrático y elitista. El culto a un
presente eterno, y al olvido, se pone de manifiesto con el
derrumbe de cada casona; generándose así una tabula rasa, un
vacío, en el que las historias pasadas no encuentran asidero
concreto y los espectros de la leyenda urbana se convierten en
apátridas, sin escenarios donde representar las dramáticas
historias moralizantes que protagonizan.
El paisaje
marplatense en el
hoy tiene que
fabricar ante sí sus
propios fantasmas.
Depredado como
fue, debe elaborar
—y tratar de
conservar, en la
medida de lo
posible— historias
nuevas construidas
colectivamente.
Pero eso demanda tiempo, y las largas duraciones —tan
propias en las historias de espectros— tienen que germinar en
espacios ―sin prosapia‖ o construcciones modernas que carecen
del aire victoriano que culturalmente hemos incorporado como
propicio para que ese tipo de relatos pasen a ser parte del
acervo intangible de un pueblo.
¿Dónde se esconden hoy los fantasmas de Mar del Plata?
¿Qué han tenido que hacer para mantenerse vivos frente a la
devastación de sus espacios ―naturales‖?
La Respuesta es simple: adaptarse.
Ése es el secreto: la adaptación a escenarios nuevos que no
exhiben ya telarañas, terrazas almenadas o chirriantes puertas

El abandono y el olvido 54 Fernando Jorge Soto Roland


de roble, finamente talladas. Por el contrario, la nueva
infraestructura urbana, con sus edificios de departamentos
monocordes y anónimos, suelen ser depositarios de historias
espeluznantes. También espacios públicos, como las canchas de
fútbol, tan alejadas del estereotipo literario de sitios
embrujados; playas; reparticiones gubernamentales e incluso
teatros tradicionales de la ciudad guardan historias
desconocidas por muchos y que circulan en voz baja,
negándoles importancia. Sólo de tanto en tanto emergen.
Fascinando. Generando un morboso entusiasmo por saber más,
por conocer a sus protagonistas, por internarse en esos
recovecos oscuros esperando toparse con una figura etérea que
nos haga replantear nuestra actual visión de la realidad.

LA VILLA DEL MIEDO

Como en todas partes, las leyendas de fantasmas florecen


con las situaciones traumáticas, y la costa sur de la Provincia
de Buenos Aires no está exenta de ellas.
A poco de dejar el casco
urbano de Mar del Plata nos
encontramos con la localidad de
Camet, y allí, con el cuartel del
Grupo de Artillería de defensa
Aérea, GADA 601, que fuera la
cabecera del Comando de Zona
I, Primer Cuerpo de Ejército,
durante la última dictadura
militar, de 1976 a 1983. Desde
allí, los ―grupos de tarea‖,
conformados por torturadores
uniformados, desplegaron su
dominio de terror y represión
por toda la zona; organizando
numerosos centros clandestinos
de detención.

El abandono y el olvido 55 Fernando Jorge Soto Roland


En su libro, Carlos Bozzi brinda una exhaustiva lista de
ellos, consignando como tal al «Inmueble ubicado al ingreso del
Parque Camet, utilizado por el Ejército, Mar del Plata: Villa
Joyosa (…)».2
Y algo más adelante amplía:
«Villa Joyosa cobró notoriedad pública a principios del año
1984, cuando el ex cabo de la Marina, Raúl David Villariño,
comenzó a denunciar los asesinatos cometidos por esa fuerza.
Entre varias notas publicadas en la revista La Semana, una fue
dedicada a este sitio, donde el arrepentido dice haber visto con
vida a la joven sueca Dagmar Ingrid Hagelin (…)».3
La historia de esta adolescente, desaparecida el 27 de
enero de 1977 en el Palomar, provincia de Buenos Aires,
secuestrada por un grupo de tareas al mando del ex capitán de
la Marina, Alfredo Astiz (el Ángel de la Muerte), se convirtió en
uno de los casos más conocidos del momento. La búsqueda,
iniciada por el padre de la joven, generó la reacción del
gobierno sueco (que casi llegó a romper relaciones diplomáticas
con Argentina) y el pedido de aparición con vida tanto del
presidente James Carter (EE.UU.) como del Papa Juan Pablo II.
De nada sirvieron. Dagmar Hagelin nunca apareció, pero los
testimonios de ex detenidos liberados brindaron algunas pistas
sobre su paradero posterior al secuestro.
En 1979 uno de ellos contó que, mientras estaba detenido
en la ESMA (Escuela de Suboficiales Mecánica de la Armada),
vio y habló con Dagmar en tres ocasiones. Dijo que la chica
estaba consciente en una camilla de la enfermería del sótano.
Posteriormente, tras el regreso de la democracia en diciembre
de 1983, el padre de la muchacha insistió en sus
investigaciones y, acompañado por periodistas de la revista La
Semana, se entrevistó el jueves 12 de enero de 1984 con un
confeso secuestrador de la ESMA, el ya mencionado Villariño,
quien, desde Punta del Este (Uruguay), dijo que había visto a
Dagmar en Mar del Plata, en lo que llamó un «centro de

2
Bozzi, Carlos, Luna Roja, Desaparecidos de las Playas Marplatenses, Ediciones
Suárez, Mar del Plata, 2007, pág.33.
3
Ibídem, pág.34.

El abandono y el olvido 56 Fernando Jorge Soto Roland


recuperación». Afirmó
que la joven estaba en
silla de ruedas y que él
mismo la había ayudado
en sus movimientos.
Asimismo describió con
precisión el sitio y sus
alrededores (agregando
posteriormente que aún,
además de ser un centro
de recuperación, el lugar
había sido una cárcel
clandestina y crematorio
incluido).4
Con estos datos en
su poder, el señor
Dagmar viajó a Mar del
Plata el 14 de enero y
encontró exacto el sitio
descripto por Villariño.
Estaba frente al mar.
Ya no funcionaba como centro de recuperación militar, sino
que era una confitería llamada Villa Joyosa.5
Diez días más tarde (24/1/84) con todos estos elementos
en su poder, el juez Chichizola dispuso el allanamiento a la
casona de Camet. En el procedimiento se encontró, en la
corteza de un árbol ubicado en los fondos de la propiedad, las
iniciales «D.H» grabadas en un tronco. De inmediato se pensó
que podían llegar a ser una señal desesperada de Dagmar
Hagelin para demostrar su paso por ese lugar. Pero las pericias
de la justicia no pudieron establecer definiciones concretas y
todo quedó como el probable resultado de una casualidad.
Pero lo que no es casual, sino una constante en todas
partes, es la posterior relación que sitios con historias como las
de Villa Joyosa guardan con leyendas urbanas de corte
sobrenatural.

4
Véase en Web < htpp://www.desaparecidos.org/arg/víctimas/h/hagelin/Dagmar.html>
5
Véase en Web < htpp://www.derechos.org/nizkor/arg/doc/hagelin.html>

El abandono y el olvido 57 Fernando Jorge Soto Roland


SOMBRAS

En 1997, por intermedio de una ex alumna, y mientras


recababa información para un libro sobre la creencia en
fantasmas, tuve la oportunidad de acceder al testimonio oral
que le brindara el empresario que regenteaba Villa Joyosa
durante sus días de
una confitería bailable.
Lamentablemente la
cinta que contenía su
relato en primera
persona se extravió,
razón por lo cual no
fue apto transcribirlo
textualmente. Así, de
todos modos, recuerdo
muy bien todos los
conceptos que vertió
oportunamente.
Según consignó, la villa ya tenía «mala fama» mucho antes
de que él la alquilara a muy bajo precio. Durante las reformas
que encaró para adaptarla a sus nuevas necesidades, los
operarios que allí trabajaron (que seguramente conocían de
oídas el oscuro pasado del lugar) afirmaron sentir «mala onda»
en algunas de las dependencias, así como observar extrañas
manchas que aparecían repetidamente en determinadas
paredes del edificio, una y otra vez. Por otro lado, tampoco
faltaron los rumores sobre «extrañas voces» dentro de la
piscina del complejo, «sonidos raros» y «sombras informes»
deambulando por el complejo.6

6
Es interesante advertir que historias semejantes circulan en el Estadio Mundialista de
Mar del Plata, construido por la dictadura en 1978; y del que siempre se dijo que guarda
en sus cimientos los cuerpos de un número no determinado de desaparecidos. También
en el Parque Acuático de la ciudad (Aquarium) se habla de fantasmas. Dicen que un
hombre joven se «aparece» para luego desaparecer sin dejar rastros. Estos hechos
/dichos han motivado (según circula oralmente) la renuncia de varios empleados de
limpieza. Se especula que la aparición está relacionada a las actividades que se
practicaban en el predio de Aquarium durante la dictadura de los ’70, y que fuera un
lugar de detenciones ilegales, tortura y desaparición de personas.

El abandono y el olvido 58 Fernando Jorge Soto Roland


A fin de exorcizar todos esos rumores y tener éxito en su
emprendimiento empresarial, los inquilinos a cargo de la Villa
llamaron a un curandero para que «limpiara» el sitio de «malas
influencias».
De nada sirvió.
Villa Joyosa sobrevivió a duras penas unas pocas
temporadas. Cerró sus puertas y cayó en un abandono
sofocante hasta convertirse en la ruina que es hoy.

LAS RUINAS

El 22 de agosto de
2011, casi al
anochecer y envueltos
en un lacerante frío
invernal, mi hijo
Rodrigo, Alberto
Domínguez y yo,
decidimos por primera
vez en años realizar
una exploración por
los restos de Villa
Joyosa.
El perfil melancólico de las ruinas se recortaba sobre un
cielo encapotado y gris, y los ojos huecos de sus ventanas
parecían vernos con resquemor, atemorizados tal vez por los
secretos que podríamos arrancarles y que, a la postre, no
conseguimos.
Una sensación de opresión nos ganó a todos, y entre tanto
abandono y tanto olvido, el poder de los yuyos, de la humedad
y la salinidad del mar cercano van devorándose la casona que,
ya sin resistencia, se deja llevar hacia la desolación, devorada
por el silencio sepulcral de cada tarde.
Cual un cadáver insepulto, la Villa Joyosa no ha podido
impedir las destructivas dentelladas del tiempo que, como una

El abandono y el olvido 59 Fernando Jorge Soto Roland


hiena impiadosa y hambrienta, desmiembra de a poco su
primigenia fisonomía. Pero son también los saqueadores los que
contribuyen con su agonía. Acentuándola. Atormentando los
contornos del edificio. Despojándolo de la madera utilizable, de
las chapas, puertas, grifería, plomo y azulejos. Ya poco queda
en su lugar original. La villa es un cuerpo descarnado y su
alma, si es que alguna vez la tuvo, se perdió durante la
dictadura militar entre los gritos y el dolor de los torturados allí.
A solas, esperando la piqueta que en cualquier momento
llegará, la casona neo-colonial espera terminar sus días en la
mera memoria de algunos pocos. Sólo en ese recuerdo
realizará su definitivo viaje hacia el olvido que, como la noche,
todo lo borra.
Después de ser una confitería bailable (sin demasiado
éxito), la desolación cayó sobre la villa. Veranos e inviernos
sucesivos hicieron mella en su estructura y las primaveras muy
pocas veces pudieron volver a darle el esplendor que tuvo a
principios del siglo XX, cuando emergió como mansión de la
oligarquía local. Hoy la villa permanece herida por el frío, por el
viento costero; roída por el óxido, la humedad, y convertida en
refugio de pájaros, ratas y murciélagos. Sin excluir algún que
otro indigente que, ignorante seguro de su pasado, convive sin
saberlo con un capítulo tenebroso de nuestra historia.
La muerte rondó por la villa y todavía sigue rondándola en
el recuerdo traumatizado de algunos sobrevivientes; en las
leyendas urbanas que nos siguen hablando de fantasmas que
regresan del Más Allá como queriendo denunciar las
inhumanidades que debieron sufrir en vida. Por todo esto, Villa
Joyosa debería ser un sitio donde reeditar la memoria.
Su torre de aspecto medieval es lo último que vemos al
alejarnos con el auto. Se yergue hacia el cielo como un dedo
helado y muerto.
Un dedo intimidante, desesperanzado y solitario.

El abandono y el olvido 60 Fernando Jorge Soto Roland


Capítulo 3

Balneario “El Marquesado”


Ruinas y Rumores

PRÓLOGO

En marzo de 1979 visité con mis padres el por entonces


famoso balneario ―El Marquesado Country Club, Terrazas sobre
el Mar‖, levantado a un costado de la ruta interbalnearia, a 24
kilómetros de la ciudad de Mar del Plata y a menos de 5
kilómetros de Miramar. Por aquel entonces no imaginé que,
más de tres décadas después, lo vería en las calamitosas
condiciones en las que se encuentra hoy.
Hace treinta y tres años nada anunciaba su decadencia. Por
el contrario, el novedoso proyecto (publicitado profusamente en
diarios, revistas y televisión) exudaba fervor y optimismo; y no
faltaron las esperanzadas profecías que lo convertían en el
núcleo germinal de un nuevo barrio-parque, exclusivo y
cerrado, lejos del ―mundanal ruido‖ de los veranos
marplatenses.
A pesar del tiempo transcurrido, todavía tengo vivas en mi
memoria sus tres grandes terrazas linderas al océano Atlántico,
cubiertas con arena apisonada y sembradas de sombrillas y
reposeras, todo conectado por dos gruesas escaleras laterales
que descendían desde el reluciente edificio de la administración,
en el que se congregaban los baños, los vestuarios, una
confitería y la oficina principal, desde donde se regenteaba todo
el complejo.
No recuerdo haber visto mucha gente en el lugar. Era de
tardecita y, seguramente, estaba fresco (Mar del Plata ya es
fresco en el mes de marzo). Así todo, y analizando el
emprendimiento con la distancia que me dan los años, todo el

El abandono y el olvido 61 Fernando Jorge Soto Roland


balneario semejaba un verdadero panóptico, perfectamente
diseñado para visualizar y controlar los movimientos que
desplegaban los turistas dentro del lugar. En este sentido, la
edificación, abierta a fuerza de dinamita sobre los acantilados,
era consecuente con la ideología oficial que la dictadura militar
imponía en todo el país, desde marzo de 1976.
Pero por entonces, con mis recién cumplidos 14 años de
edad, la última interpretación me resultaba ajena y El
Marquesado se transformó en objeto de sorpresa, fascinándome
por su diseño novedoso y ―moderno‖. Claro que hacia fines de
los ´70 era mucho más fácil sorprenderse que hoy en día y ese
balneario parecía representar la punta del ovillo de un sueño,
un pesadilla en realidad, que hoy reconocemos impregnada de
una ideología que no comparto, y que en el ’79 desconocía.

PARTE 1

“Estas obras han sido realizadas con el esfuerzo


y la bendición de obreros y empresarios argentinos.
Constituyen una muestra de las posibilidades del
país cuando se armonizan la imaginación, la audacia
y la responsabilidad, con el fervor y la capacidad
puesta al servicio de la comunidad.

El abandono y el olvido 62 Fernando Jorge Soto Roland


Expresamos nuestro profundo agradecimiento a los
medios de información, instituciones, profesionales,
trabajadores y a los que nos alentaron a confiar en
nosotros.”

Plaqueta conmemorativa colocada


en las instalaciones del balneario
“El Marquesado” el día 27 de mayo
de 1979.

“Nadie podrá imaginar las terribles


dentelladas que el olvido le ha asestado
a este triste cadáver insepulto.”
Julio Llamazares
La Lluvia Amarilla, 1988, pág. 12.

Hacia el sur de Mar del Plata, en los límites mismos del


Partido de General Pueyrredón, colindante con el de General
Alvarado, las ruinas del balneario ―El Marquesado‖ marchan
lentas hacia el más absoluto de los abandonos. Tal vez en
treinta años más ya no quede nada de ellas y sean las
máquinas demoledoras o la persistente acción del océano los
responsables últimos de su desaparición. Cuando eso ocurra,
todo el complejo será otra muestra de la ―arquitectura
ausente‖ de la costa bonaerense; y futuros bañistas pasarán
por el lugar ignorando que en ese reducto costero se levantara
una edificación que, emulando inconscientemente a la Edad
Media, pretendió ser ―marca‖ fronteriza y reducto de ―señores‖
privilegiados, entre dos partidos de la provincia de Buenos
Aires.
Y no es del todo errada la metáfora.

El abandono y el olvido 63 Fernando Jorge Soto Roland


Como en los marquesados del medioevo, que defendían las
últimas fronteras de un reino, este deteriorado balneario se
construyó en una época en la que se pretendía salvaguardar un
supuesto ―orden occidental y cristiano‖, cuyos celosos y
mesiánicos protectores resultaron ser los uniformados
―cruzados‖ de los años ’70.
Espacio fronterizo y, por ende, de tensión. Zona aislada.
Alejada de casi todo. Reducto exclusivo, fuera de la vista de los
―otros‖ y escudado por enormes acantilados y murallas de
ladrillos, que pretendían sostenerse para siempre. Se ha dicho
que sólo existen las interpretaciones. Que los hechos, en sí
mismo, no cuentan. Que son vacíos; y que todo es una lectura
móvil, cambiante. Por eso, resulta difícil despegar a ―El
Marquesado‖ de la dictadura argentina que sumió al país en su
período más oscuro. Los años que aparecen grabados en dos
placas de hierro, que aún permanecen en su sitio (aunque
desgastadas por el salitre y el viento marino), así lo
testimonian.
Si bien sería un tanto exagerado incluir a ―El Marquesado‖
dentro de las obras faraónicas que los militares levantaron
durante su gestión de facto (autopistas, estadios de fútbol,
puentes, etc.), no es menos cierto que el balneario comparte
con ellas cierta estética (o ―aire de familia‖) que habilita al
imaginario colectivo a establecer ciertas conexiones no del todo
comprobadas hasta la fecha. Su época de construcción, función
estacional (sólo abría en los meses de verano) y el aislamiento
del que disfrutaba, alimentaron historias un tanto truculentas
que aún circulan.
Toda obra debe, primero, ser contextuada en el tiempo. Él
es el que le da sentido y significado. En este caso, ―El
Marquesado‖ es el producto de un decreto firmado por el Poder
Ejecutivo de la Provincia de Buenos Aires (de quien dependía
todo el litoral atlántico)7; por el cual se daba autorización a la
realización del proyecto, en cuya financiación colaboró una
institución bancaria muy relacionada con el Proceso Militar: el

7
Decreto 092675 del 29-VIII-1976.

El abandono y el olvido 64 Fernando Jorge Soto Roland


Banco de Crédito Rural Argentino (uno de los tantos que
surgieron como hongos durante el período de la ―plata dulce‖).8
Con la ―bendición‖ del gobernador militar, Ibérico Manuel
Saint Jean, y aunando los esfuerzo de varios empresarios, las
obras dieron inicio hacia fines de 1976 y se prolongaron a lo
largo del año siguiente (incluso, probablemente durante el ’78).
Lo cierto es que con fecha 27-V-1979 una placa oficial,
adosaba a la pared de un hoy ruinoso bar, daba por inaugurado
el predio, cuya vida útil sería por demás corta (puesto que
hacia fines de la década de 1980, ―El Marquesado‖ había
entrado en franca decadencia).
Es extraño, pero no encontré ningún dato concreto sobre
este emprendimiento costero por internet. Las informaciones
son escuetas y se confunden con las del barrio del mismo
nombre (Marquesado Country Club), que se levanta a varias
cuadras, cruzando la ruta interbalnearia N°11 (barrio que nunca
alcanzó el grado de desarrollo que se pretendía en un
principio). De todos modos, sus años de construcción (1976-
1978 circa) lo condenan. Como a tantas otras obras de la
misma época.
Las especulaciones mezclan la fantasía con la realidad,
generando en torno del balneario una serie de comentarios y
rumores cuyo sustrato tiene como elemento principal el
macabro procedimiento de la desaparición de personas. Y esto
ya no es simpático en absoluto. Pero no es algo raro que estas
cosas ocurran. Los terribles sucesos de la dictadura, y las
innumerables fosas comunes que se encontraron y excavaron a
lo largo y ancho del país, suelen estigmatizar a los edificios de
aquellos días de plomo y botas. Basta con recordar las historias
que circulan en torno al Estadio Mundialista de Mar del Plata
(construido para el Mundial de Fútbol de 1978), en las que,
según se sindica, sus gruesos cimientos de concreto guardan un
número indeterminado de cadáveres NN. Son sólo rumores que
circulan de boca en boca, y que como tales nunca se han
comprobado con investigaciones efectivas; pero que revelan la
vigencia de una memoria colectiva aún traumatizada por la
violencia política y estatal de entonces.

8
Véase al respecto: www.lafogata.org

El abandono y el olvido 65 Fernando Jorge Soto Roland


Edificios ―marcados‖, ―estigmatizados‖, ―malditos‖, incluso
―embrujados‖, salpican la geografía de nuestro país y nos
hablan de los temores y angustias de toda una época.9 Treinta
años más tarde, las densas sombras del autoritarismo se siguen
mezclando, esta vez en un balneario abandonado y en ruinas.
Según refiriera el director de cine Pablo Reyero, autor del
film titulado La cruz del Sur (2003): “En esa época, los milicos
se mezclaron con policías, los chorros se hicieron informantes y
se metieron en toda clase de negocios. Ese balneario, donde
transcurre buena parte de la película, es una fosa común de
desaparecidos nunca denunciada”.10
Y agregó: ―Los milicos lo hicieron entre el „76 y el „77. Es un
agujero abierto a fuerza de dinamita en la zona más alta de
acantilados, a cinco kilómetros de Chapadmalal. La gente del
lugar dice que dinamitaron cuerpos con las rocas, y después
sellaron con hormigón armado. Y eso se siente cuando estás
ahí. De hecho nos costó muchísimo habitar y salir de ese lugar.
La muerte se respira‖.11
Cuando ya la decadencia lo había alcanzado, entrados los
años ’90 del siglo pasado, y el predio fuera alquilado
esporádicamente para circunstanciales eventos, se comenta
que sus terrazas, inútiles ya para albergar a turistas oreándose
al sol, fueron usadas para hospedar a tiburones y rayas en
periodo de adaptación, antes de ser enviados al acuario de
Teimaken, en la localidad bonaerense de Pilar. Si esto es cierto,
los últimos días útiles de ―El Marquesado‖ deben ubicarse hace
casi 13 años, ya que el nombrado parque temático inauguró sus
puertas en julio de 2001.
Irónico final para un complejo edificado en tiempo de
tiburones.

9
Véase al respecto: Terrón de Bellomo, Herminia y Angulo Villán, Florencia
(directoras), Fantasmas de Jujuy, Apóstrofe Ediciones, San Salvador de Jujuy, 2011.
10
Véase: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/no/12-1077-2004-02-20.html
11
Véase: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1329-2004-03-
28.html

El abandono y el olvido 66 Fernando Jorge Soto Roland


PARTE 2

“Como la arena, el silencio sepultará las casas.


caerán poco a poco, sin ningún orden cierto, sin
ninguna esperanza, arrastrando en su caída a todas
las demás. Unas irán hundiéndose despacio, muy
despacio, bajo el peso del musgo y la soledad. Otras
caerán de bruces en el suelo de repente, violenta y
torpemente, como animales abatidos por las balas
de un paciente e inexorable cazador. Pero todas, más
tarde o más temprano, más tiempo o menos tiempo
resistiendo inútilmente, acabarán un día devolviéndole

El abandono y el olvido 67 Fernando Jorge Soto Roland


a la tierra lo que siempre fue suyo, lo que siempre ha
esperado desde que el primer hombre (…) se lo arrebató.”

Julio Llamazares
La Lluvia Amarilla, pág. 141.

“El vandalismo tiene más


poder que el envejecimiento.”
Kevin Lynch
Echar a Perder.
Un Análisis del deterioro, pág.97

Ya no queda casi nada de playa frente a ―El Marquesado‖. El


mar se la devoró hace tiempo. Tampoco hay muros de
contención, ni terrazas con sombrillas y reposeras. El edificio
principal, aquel que un día operaba como centro neurálgico de
la administración, es una completa tapera; invadida por los
graffiti, la mugre y la humedad todopoderosa que ha socavado
cimientos, destruido cielorrasos, paredes y pisos.
El abandono, la falta de mantenimiento y el vandalismo se
cobraron una nueva víctima, que agoniza lentamente;
exhibiendo apenas el otrora señorío que su nombre pretendió
darle cuando fue inaugurada.
Es ahora un marquesado en decadencia. Franca e
inexorable.
Tal vez, inevitablemente, su destino final sea volver a
convertirse en el acantilado que le dio origen; y así, sus

El abandono y el olvido 68 Fernando Jorge Soto Roland


redondeces se pierdan para siempre, carcomidas por el
persistente y paciente ir y venir del océano.
Proyecto fallido.
Maldito.
Impredecible.
Cual cadáver
tumbado sobre la
sabana, a merced
de los animales
carroñeros, su
estructura, viola-
da, saqueada,
destartalada mas
de una y mil
veces, se consu-
me poco a poco
bajo al desaprensiva mirada de los gobiernos de turno, que no
hacen, ni han hecho nada, por detener su deterioro. Quizás no
sea falta de interés, sino de cariño, lo que acelera su
desmembramiento seguro.
Y allí está, tirado a la vera de la ruta 11. Pudriéndose.
Siendo atravesado por el óxido, el salitre y la acción de los
hongos que, dueños ya de todo el complejo, señorean el sitio
convertidos en el imaginario marqués que sigue custodiando su
―marca‖ fronteriza, sabiéndose inútil y vencido.
Un marqués sin
fuerza. Sin la arrogancia
ni la violencia de sus
años mozos. Aristócrata
venido a menos. Sombra
de una supuesta nobleza
que no dejó herederos.
Que agotó su dinastía.
Marqués de pacotilla que
hasta las cañerías de
plomo de su comarca ha
perdido.

El abandono y el olvido 69 Fernando Jorge Soto Roland


Es apreciable
notar como sucede
frente a cualquier
lugar abandonado,
recorrer despojos
descascarados de
este balneario es
suprimir la validez
de toda certeza. Es
como ver muertos
ciertos dogmas y las
pasiones que éstos
despertaron hace poco más de treinta años. Recorrer sus
restos, silentes y casi olvidados, es aniquilar el fanatismo
apoyado en la idea de Progreso, que ya era falsa cuando fue
construido.
Hoy, convertida en una humorada de aquellos sueños
mesiánicos de lo ’70 que lo vieron nacer, ―El Marquesado‖ ya no
tiene siquiera historia. Es indiferencia vuelta paisaje. Un paisaje
no muy grato y, por supuesto, esporádico. Porque los paisajes
también cambian. Se desvanecen y son suplantados por otros.
El deseo adolescente de querer salvar al mundo choca
violentamente con la realidad que estos despojos exhiben. La
fatalidad parece ser lo único ineluctable. El vacío ha vencido. La
decadencia se tragó a la voluntad de salvación y será el tiempo,
ese caníbal insaciable, el que terminará devorándose lo que
quede de ―El Marquesado‖. Y en ese proceso, también nos
devorará a todos nosotros.
Estructura rota. Vacía.
Meras paredes a merced
de una memoria
fragmentada, apenas
reconstruida a partir de
rumores y de chismes.
Marqués anónimo.
“Marca” inservible.
Decepción hecha
escombros.

El abandono y el olvido 70 Fernando Jorge Soto Roland


Su corona carcomida, apenas identificable en lo alto de la
torre del edificio, es todo un símbolo. Un catalizador de
misterios que, observándola detenidamente por varios minutos,
nos habla de nosotros mismos. Y de pronto, nos vemos
presidiendo un marquesado fantasma que, como tales, aparece
y desaparece a una velocidad mucho más rápida de lo que
desearíamos.

Los títulos de nobleza


están abolidos.
También sus espacios
de antaño. Hoy hay
otros. Más lujosos. Más
tecnificados y
cómodos; pero que, a
la postre, terminarán
como éste: deshechos
por la carrera infinita
de las horas.

El abandono y el olvido 71 Fernando Jorge Soto Roland


Capítulo 4

El Castillo de Egaña

Historia y Ficción

BREVE RESEÑA HISTÓRICA

Hacia 1825, en épocas de Bernardino Rivadavia y durante la


llamada ―feliz experiencia porteña‖, el general Eustoquio Díaz
Vélez, activo y comprometido protagonista del proceso
revolucionario iniciado en mayo de 1810, adquirió en enfiteusis
algo más de 17 leguas en la zona del Fuerte Independencia,
hoy Tandil. Poco después, sumó 20 leguas más dando origen a
una inmensa estancia de reconocida fama, a la que en honor a

El abandono y el olvido 72 Fernando Jorge Soto Roland


su esposa (Carmen Guerrero y Obarrio), bautizó con el nombre
de ―El Carmen‖.
Treinta y un año más tarde, cuando el viejo general murió
(1856), sus hijos, Carmen, Manuela y Eustoquio (h), hicieron
efectiva la propiedad del latifundio y, tras la sucesión, el varón
se quedó con la estancia, manteniendo su antigua
denominación.
Millonario próspero y renombrado miembro de elite porteña,
Eustoquio Díaz Vélez (h) acrecentó la fortuna a lo largo de su
vida, dejó un suntuoso palacio en el barrio de Barracas y,
cuando finalmente falleció en 1910, la estancia ―El Carmen‖ se
dividió entre sus dos únicos hijos varones: Carlos, que era
ingeniero, y Eugenio, arquitecto de profesión. También sus
cuatro nietas recibieron una fracción del campo
Será el segundo de sus hijos (Eugenio) quien levantaría,
sobre la porción de tierra heredada, el casco de la estancia San
Francisco, muy cercano al pueblo/estación de Egaña, por donde
pasaba el tren desde 1891.
Así es como nace el famoso castillo que nos convoca.
Eugenio proyectó el edificio siguiendo un estilo europeo
muy ecléctico y trasladó desde Buenos Aires y Europa la mayor
parte de los materiales de construcción. Los trabajadores
fueron contratados en Capital Federal y enviados al sitio de la
obra; que se prolongó desde 1918 hasta 1930.
A lo largo de esos doce años, el castillo experimentó
ampliaciones, mejoras y una decoración de excelencia. Debió
ser una especie de hobby para su propietario, en donde poder
experimentar y plasmar sus proyectos de arquitectura,
mientras la familia lo ocupaba estacionalmente.
Cuando Eugenio murió, el 20 de mayo de 1930, ―San
Francisco‖ fue heredado por su hija mayor, María Eugenia,
quien arrendó las tierras, administradas por la Casa Bullrich
y Cia.
Todo parece indicar que no fue una decisión acertada. Los
actuales descendientes coinciden en afirmar que, desde
entonces, se inició la lenta y persistente decadencia de la
estancia y su fabuloso edificio.

El abandono y el olvido 73 Fernando Jorge Soto Roland


En 1958, bajo la gobernación de Oscar Alende (UCRI), el
proyecto de reforma agraria, tan resistido por los terratenientes
y alentado desde los días del presidente Perón, finalmente tocó
a las puertas de la estancia; y, con la intensión de implementar
planes de colonización y afincar a pequeños propietarios rurales
(mismo proyecto –fallido- de Rivadavia), la inmensa propiedad
fue expropiada por la provincia, según ley 5.971, del 2 de
diciembre de 1958 y ley 6.258 del 14 de marzo de 1960. De
este modo, antiguos arrendatarios se convirtieron en
propietarios de las tierras que antes alquilaban, apoyados por
créditos del Banco de la Provincia de Buenos Aires.

El Ministerio de Asuntos Agrarios creó entonces la colonia


Langueyú, dentro de la cual quedó gran parte de la estancia
San Francisco y su reputado casco. Más tarde, la estancia se
subdividió y adjudicó en lotes a los colonos. En tanto el
mobiliario, equipos de trabajo y demás enseres del edificio
fueron subastados (y no tanto saqueados, como dice una
tradición que circula).
Pero, ¿qué iba a hacer el gobierno provincial con semejante
construcción, en medio del campo? Los hechos revelan que no

El abandono y el olvido 74 Fernando Jorge Soto Roland


tomó una determinación rápida y el castillo empezó a sufrir el
deterioro.
Finalmente, en 1965, el gobernador Anselo Marini (UCRP)
lo transfirió al Consejo General de la Minoridad (mediante
decreto 5.178/65) con la intensión de convertirlo en un
hogar/granja que, a la sazón, terminó convertido en un
reformatorio, alojando a jóvenes con problemas de conducta.
Hacia mediados de los ’70, y tras un asesinato que
comprometió a uno de los internos, los menores fueron
reubicados y el castillo quedó, una vez más, olvidado.
Deshabitado.
Abandonado, hasta el día de hoy.12

LOS NUEVOS CÁNONES DE LA DISTINCIÓN

Cuando el castillo de la estancia San Francisco fue


construido, el comportamiento de las elites en Argentina
experimentaba una interesante transición que iba de las
sencillez al ―empaquetamiento‖.
Este cambio, gradual y profundo, no sólo se dio en el
mundo de las relaciones sino también en la vestimenta, el
modo de hablar, el lugar donde se vacacionaba y socializaba, el
nivel de gasto y, naturalmente, en la arquitectura de sus
residencias.
Se estaban construyendo los nuevos cánones de la
distinción; muchos de los cuales siguen vigentes o adquiridos
recientemente por la leudante burguesía vernácula, nacida a la
sombra del neoliberalismo-conservador de la década de 1990 y
el menemato.
La transición que se operó a fines del siglo XIX y principios
del siglo XX, dejó en desuso muchas prácticas que habían

12
Según indica la presidenta de la Comisión Permanente de Homenaje al general don Eustoquio
Díaz Vélez, señora Inés Álvarez de Toledo (a quien agradezco la información brindada): ―Hay una
verdad a medias: según se consigna por Internet, el terreno del castillo se cedió a la Escuela
agro-veterinaria “Eustoquio Díaz Vélez de la Fundación San Francisco, pero lo que ésta utiliza es
su terreno adyacente, no haciéndose cargo del edificio‖.

El abandono y el olvido 75 Fernando Jorge Soto Roland


tomado forma a partir de 1810. las nuevas afortunadas
minorías de la década 1880/1890 (elites para unos, oligarquías
para otros) abandonaron los rasgos de austeridad que habían
caracterizado a sus abuelos, más adeptos a las reuniones
sencillas de ―corte familiar‖, informales y sin mucho boato. Por
el contrario, los miembros finiseculares de las familias
―patricias‖ (como les gustaba llamarse), olvidaron las simplezas
de la vida, que pasaron a ser incorporadas por las clases
medias urbanas, en una especie de tardío mimetismo.
El desacartonamiento y la ―naturalidad‖ de los gestos, que
tanto llamaron la atención de los primeros visitantes y viajeros
europeos a principios el siglo XIX, se esfumaron de las tertulias.
Pasaron de moda y quedaron en recuerdo y patrimonio del
periodo colonial y primeros años de la independencia.
Las fortunas en aumento, la concentración de tierras y
poder en un número limitado de familias, pero en franco
crecimiento numérico con relación al pasado, es señalado por
algunos especialistas como una de las causas del cambio.
Cambio que puede resumirse en un concomitante aumento de
la formalidad y un notorio retraso de la espontaneidad de
antaño.
La teatralidad se incorporó a la vida de las elites. Se
naturalizó. Y hacia finales del siglo XIX, ya era impensable, por
ejemplo, participar en una reunión sin haber recibido una
―tarjeta de presentación‖ para ser admitido o consumir mate o
chocolate con tortas fritas. El consumo se volvió más
―elegante‖ y las tertulias europeizaron lo que empezó a ser
denominado ―el buen gusto‖.
También el autocontrol, la rigidez de las posturas y el
―estiramiento‖ terminaron imponiéndose, no solo en el ámbito
de lo público, sino especialmente en la vida privada (machista,
sexista y autoritariamente paternalista); alcanzando ribetes
(hoy ridículos) cuando se salía a pasear y a exhibirse por los
barrios aristocráticos e la ciudad.
Rostros tensos, mandíbulas apretadas, gestos medidos y
poco demostrativos ganaron espacio junto con una profunda
diferenciación sexual y social, acompañada por mayores
controles, en especial sobre las ―niñas bien‖. Todo esto

El abandono y el olvido 76 Fernando Jorge Soto Roland


mezclado con un marcado crecimiento de la ostentación; que
implicó, entre otras cosas, un cambio en la conceptualización
del ocio y, como dijimos antes, del consumo.
Lo que se advierte a fines del siglo XIX y primeras décadas
del XX es una evidente y marcada sofisticación de las
costumbres. No sólo el mate quedó atrás. También la comida
criolla fue reemplazada por la gastronomía extra, en especial la
francesa; que, a diferencia de lo que hoy ocurre en los
ambientes llamados ―chetos‖, se caracterizó no sólo por la
calidad sino también por la cantidad. Todavía no se había
instalado la idea que distanciaba la elegancia de lo abundante.
El banquete pantagruélico se convirtió en signo de
pertenencia (en especial masculina) de la ―alta sociedad‖;
frente a un país que, en gran parte, pasaba hambre o vivía en
la miseria (como lo indican las huelgas y protestas populares
que la elite no deseaba ver, ni atender)-
Por tanto, cuando el castillo de Egaña fue levantado, la
principal preocupación ―aristocrática/patricia‖ era mostrarse.
Como bien dijera el historiador Eric Hobsbawm, en el mundo de
la alta burguesía occidental, ―el hábito hace al monje‖. Lo
importante no era sólo ―ser‖, sino ―mostrar/aparentar‖ que se
era. Y si de hábitos hablamos, el mundo de la moda también
sufrió grandes modificaciones.
Desde aproximadamente 1880, las elites dejaron de
confeccionar sus propias ropas. Ahora el vestuario tenía que
develar el consumo ostentoso e los ricos. Fue así como se
impuso el jacquet, el smoking y el frac, entre los hombres;
además de prendas femeninas traídas de Europa o
confeccionadas por modistos famosos (que empezaban a
instalar sus talleres en Argentina).
Idéntica transformación experimentó la joyería, los muebles
y los medios de transporte. Incluso la muerte pretendió ser
burlada y dejó de ser la ―gran igualadora‖: las señoriales y
costosísimas bóvedas del cementerio de la recoleta marcaron la
diferencia, aún después de a muerte.
Pero no hacía falta morirse par expresar donaire y alto
posicionamiento social. Las residencias se convirtieron en el

El abandono y el olvido 77 Fernando Jorge Soto Roland


mejor, más visible y grandilocuente ejemplo de consumo
conspicuo. Y al castillo de Egaña hay que inscribirlo dentro de
esta tendencia, como tantos otros palacios construidos durante
y después de la celebración del centenario (1910)
Basta con observar hoy sus ruinas para reconocer que, en
esa zona aislada de la pampa bonaerense, se levantó un edificio
que sintetiza gran parte de los aspectos que explicamos más
arriba.
Como residencia
de la elite, el
castillo debía
encarnar ese
universo burgués
del que tan
orgullosos estaban
sus acaudalados
miembros. La
espectacularidad
de sus dimensiones
y estilo ecléctico
de su construcción
es un signo más
que evidente de ese
afán por
destacarse que
tuvieron los
representantes del
“patriciado”
vernáculo.
Ya para la primera década del siglo XX, las viviendas bajas
y horizontales, propias de la época colonial, habían dado paso a
los palacios y petit hotels (éstos en la ciudad) cuya nota
esencial y novedosa era la verticalidad (no sólo del edificio, sino
del status que daba algo que empezaba a ser buscado y muy
valorado: la privacidad). Y en castillo de la estancia San
Francisco eso fue posible. La intimidad podía conseguirse dentro

El abandono y el olvido 78 Fernando Jorge Soto Roland


de sus paredes; y con ella combatir la teatralidad de la exigente
vida social.
El hecho de que el edificio tuviera muchas habitaciones con
funciones específicas y especializadas, permitía que el
aislamiento del resto de las personas fuera una realidad
concreta (y que, aunque muchos la vieran con malos ojos,
especialmente para los niños y adolescentes, la buscaban). Por
otro lado la verticalidad de lo privado se nota en la siguiente
característica: mientras que los salones de reunión y recepción
se ubicaban en la planta baja, los dormitorios y cuartos de
estar, estaban en el piso superior inmediato. Se perfilaban así
dos mundos diferentes y separados, sólo conectados por
estrechas escaleras
Aunque, a la hora de deslindar mundos, los pisos más altos
también cumplían con ese cometido, ya que en ellos,
usualmente de instalaba la servidumbre o personal doméstico
(que por entonces aumentó su número y especialización; siendo
los criollos y mulatos suplantados por empleados de origen
europeo).
Una verdadera torta social. Una estratigrafía bien marcada.
Un Titanic encallado en plena pampa.
Visitar y recorrer actualmente lo que queda del castillo de
Egaña resulta una experiencia sobrecogedora. Es como ingresar
en un retorcido laberinto de pasillos, cuartos de diferentes
tamaños, baños y salones, todos destruidos, sucios y en franca
decadencia. Dependencias que han perdido el destino que
tuvieron o le dieron sus arquitectos. En muchos casos cuesta
imaginar para qué servían. Se conectan y entrelazan
conformando un todo abigarrado, complica, difícil de entender,
ya que muchos son las puertas clausuradas y los vanos
tapiados, cubiertos de graffiti.
Cual un majestoso palacio de Cnosos criollo, sólo falta en él,
el famoso minotauro del mito griego. Y no son pocas las
estancias para imaginar que eso pueda ser posible. Con 77
habitaciones, 14 baños, 2 cocheras, galerías, patios, talleres, un
mirador y varios balcones, el castillo de Egaña es el escenario
ideal para el imaginario más descabellado (como veremos en la
siguiente parte de este trabajo). Un enredado universo de

El abandono y el olvido 79 Fernando Jorge Soto Roland


ambientes que señalan y prueban una de las características
propias de la época de su construcción: la de la ―casa poblada‖.
Muy poblada, ya que lo común era que, en palacios de ese tipo,
convivieran no sólo el matrimonio con sus hijos, sino también
otras generaciones de pariente (solteros o viudos) con la
consabida servidumbre.
No conozco a la fecha ninguna foto que muestre su interior
en épocas de esplendor; pero con seguridad, el castillo
arrastraba también otra costumbre bien arraigada, tanto de la
burguesía argentina como de la europea: el horror vacui, el
miedo al vacío, y su consiguiente atiborramiento de muebles,
adornos, obras de arte y la recargada decoración de sus
ambientes: si en algo se parecía a otros palacios del país era en
su aspecto semejante a un museo.
Muebles caros, importados y pesados, macizos, señoriales,
que iban desde las grandes mesas inglesas hasta los pianos de
incalculable valor; modulares, bibliotecas, cuadros, platos,
porcelanas y platería, fuentes, mantillas y cortinados. Todo
unido persiguiendo un único objetivo: resaltar a través de lo
material el status familiar, su fortuna y posición social e
intelectual.
En el castillo de Egaña el tamaño sí importaba.
Por aquel entonces (fines de la década de 1910 y años
subsiguientes) las dimensiones de las viviendas de la elite
aumentaron enormemente, en especial las residencias
suburbanas y rurales que, en su mayoría, eran de ocupacional
estacional, nunca permanente. El castillo es entonces un
ejemplo elocuente de la estacionalidad del ocio aristocrático y
de una nueva práctica: el veraneo en las estancias (otra de las
tantas pautas que el status demandaba).
Ir al campo, ―al palacio del Tata‖, se convirtió en una
costumbre que encumbraba al depositario de ese privilegio. La
vuelta al campo implicó, así, revalorizar lo rural; pero no desde
una óptica criolla, autóctona o localista, sino a través de una
mirada claramente europeizante, importada del otro lado del
Atlántico, donde todos suponían estaba la civilización y el
progreso.

El abandono y el olvido 80 Fernando Jorge Soto Roland


El mate fue suplantado por el five o‟clock tea, imponiéndose
también la producción de ganado refinado, al amor por los
caballos (pura sangre) y la vida ociosa y distendida del campo,
tal como se practicaba en Inglaterra (de donde lo copiaban).
Así, la búsqueda de un status calcado de Europa se injertó
en la llanura pampeana, adoptando forma con ladrillos, tejas y
columnas, de las mansiones y palacetes del interior del país.
El castillo de Egaña fue un claro ejemplo de todo ello.

FANTASMAS

Cuando los rumores se solidifican y la leyenda desplaza a la


―historia que realmente ocurrió‖, nos topamos de lleno con el
inestable terreno del mito urbano (o rural).
Dentro de sus límites lo inverosímil y lo fantástico se
vuelven posibles y la frontera que separa ―lo natural‖ de ―lo
sobrenatural‖ se desdibuja, se mueve de un lado a otro,
diluyendo las certezas, desgastando las leyes de la física que
consideramos inmutables; retrotrayéndonos a un imaginario
casi medieval que exacerba el sentimiento más enraizado y
primitivo que hay en el ser humano: el miedo; puerta de
entrada al universo onírico de los fantasmas y sus mansiones
encantadas.
El castillo de Egaña, cercano a la ciudad de Rauch (provincia
de Buenos Aires), posee toda una serie de características que, a
nuestro entender, lo convierten en el sitio ideal para que en él
germinen las más afiebradas elucubraciones fantasmagóricas.
Si bien a la fecha éstas no parecen haberse asentado
todavía con fuerza, detectamos indicios que habilitan la
sospecha de que existe al menos la voluntad y el deseo de que
eso ocurra. Creemos que, a medida que el edificio salga del
anonimato en el que se encuentra, la fantasmogénesis
relacionada con él irá en aumento; y no será raro que termine
captado por los modernos cultores de los misterios
paranormales, tan de moda y pululantes en el universo de los
canales de televisión.

El abandono y el olvido 81 Fernando Jorge Soto Roland


Por eso, en este apartado del trabajo, vamos a identificar
aquellos elementos que facilitan la difusión de relatos
fantásticos, relacionados con mencionado castillo.

¿Qué tiene de extraordinario este antiguo casco de


estancia? ¿Qué elementos de su arquitectura alimentan el
imaginario popular, hasta convertirlo en un lugar en donde
ocurren supuestos ―sucesos extraños‖? ¿Qué grado de
responsabilidad tiene el ―homo internéticus‖ en este proceso
creativo? ¿Qué sucesos de su ―historia real‖ son los que abonan
todas y cada una de estas creencias?
En primer lugar habría que hablar del escenario.
Protegido por la inmensidad
de la pampa, rodeado por
leguas de terreno apisonado y
llano, el castillo de Egaña (con
su bosque circundante) semeja
una isla de exuberante verdor
en medio del desolado
―desierto‖ bonaerense.
De lejos, el tupido monte
que lo contiene en su seno, y
que nos recuerda la figura de
un gigantesco reptil aplastado
contra el suelo, mantiene al
edificio fuera del campo visual
de los ocasionales viajeros.
Verde, larga, irregular en
su ―lomo‖, la conglomeración
arbórea funciona a modo de
valla protectora (en su origen,
de la privacidad de sus propietarios). Pero hoy en día, lo que
antaño fuera un parque prolijo y domesticado, un espacio para
el solaz y el esparcimiento, se ha convertido en una mata
irredenta, desaforada, salvaje, que avanza sobre la
construcción, colonizando superficies antes controladas por el
hombre. Las ramas, con sus millones de hojas, las malas

El abandono y el olvido 82 Fernando Jorge Soto Roland


hierbas, los yuyos y plantas trepadoras empezaron a abrazar al
castillo; y, en ese acto de inconsciente cariño, sus paredes se
rajan, los techos se desmoronan y las rejas se oxidan con la
humedad, dándole un apariencia lúgubre, siniestra, muy
propicia para que la imaginación lo pueble de entidades tan
extrañas como inmateriales.

El aislamiento y la distancia siempre operaron de la misma


manera a lo largo de la historia. Los conquistadores españoles
lo decían claramente en sus refranes, durante los días de
expansión: ―cuanto más lejos, más raro‖. Idea que perduró en
el tiempo y que supo ser muy bien explotada por la literatura
de horror. Desde la novela gótica del siglo XVIII, hasta la ghost
story del siglo XIX, los lugares aislados, lejanos y solitarios, se
convirtieron en fuente de sospechas permanentes. El hecho de
estar ocultos, o ser poco accesibles, contribuyó a que se los
poblara con características extraordinarias; de las cuales pocos
(o nadie) pueden dar cuenta de manera directa, a no ser a
través de relatos de terceros, por lo general poco fiables. ―Esto
le pasó a un amigo de mi primo‖ suele decirse para convertir la
historia en algo verosímil (condimento necesario para que una

El abandono y el olvido 83 Fernando Jorge Soto Roland


fábula circule y se difunda, hasta pasar a ser parte del acerbo
folclórico de un lugar).
Más allá de lo expuesto en relación con el contexto
geográfico en el que se levanta el edificio, lo que debemos
tener en cuenta y no olvidar, es que, en este caso, lo que
convoca nuestro interés es, nada más ni nada menos, que un
―castillo‖. Construcción poco común en medio del campo
argentino y que nos retrotrae a las sesiones de cine y filmes de
horror que veíamos cuando éramos chicos. Drácula,
Frankenstein y demonios varios de Hollywood vivían y dirigían
sus maquiavélicos planes desde instalaciones de ese tipo.
El ―castillo‖, como alegoría, representa el misterio por
antonomasia. El secreto, devenido en ladrillos y piedras. El más
adecuado escenario para el temor, las intrigas, las
conspiraciones y el crimen.
El ―castillo‖, como elemento indispensable del imaginario
gótico, y tema de tantísimos cuentos, encarna el romanticismo
en su estado más puro; y el período más apreciado y admirado
por ese movimiento cultural: la Edad media.
Desde un punto de vista simbólico, estas imponentes
construcciones pueden presentarse de maneras diferentes:
como un ―castillo luminoso‖, símbolo de poder, riqueza y
purificación (amén de seguridad y resguardo físico y moral);
o como un ―castillo negro‖, mansión de monstruos y
alquimistas, habitado por caballeros oscuros y fantasmas. En
esta última acepción el castillo adquiere el significado de
puerta, de pasaje, de acceso al otro mundo; especialmente
cuando está abandonado. Situación en la que se encuentra
hoy el castillo de Egaña.
Pero si al deterioro físico y al abandono le añadimos el gran
tamaño de la construcción y su origen añejo, el cuadro de
situación se completa y terminamos parados frente a una
potencial usina de rumores y leyendas que, como era de
esperar, el majestuoso edificio de Rauch también posee.
Hace poco más de un siglo, el escritor y filólogo español
Daniel Granada publicó su libro Supersticiones del Río de la
Plata (1896) y nos dejaba una análisis crítico, pormenorizado y

El abandono y el olvido 84 Fernando Jorge Soto Roland


profundo de muchas de las leyendas más extendidas que, ya
por entonces, circulaban tanto en Argentina como en Uruguay.
En uno de los capítulos (el XXXI), Granada encara el estudio de
las apariciones y de los lugares ―asombrados‖, como le gustaba
llamarlos ( y eran denominados en estas latitudes hacia fines
del siglo XIX).
―Un sitio asombrado es el teatro de todas las travesuras y a
veces maldades que por medios extraños y espantables puede
ejecutar el demonio. Las almas del otro mundo asombran
también casas y otros lugares. Se espanta o asombra la gente
con ruidos, voces y visiones con que los demonios o almas en
pena se manifiestan; de ahí el nombre que recibe el lugar en
que ocurren. Así como hay casas (que son muchas en el Río de
la Plata) asombradas, hay también vados o pasos, lagunas,
ruinas o taperas y hasta árboles asombrados‖.13
Por todo lo dicho, nadie se ―asombrará‖ si decimos que, en
torno al castillo en ruinas de Egaña, circulan ya algunas
historias (no muy desarrolladas, por cierto) que hacen
referencia a ―misteriosas apariciones espectrales‖ en el lugar.
Según dicen, en el viejo casco de la estancia San Francisco,
suelen escucharse por las noches (tal vez también durante el
día) ruidos extraños, pasos y lastimeros sollozos que espantan
a los siempre anónimos testigos que arriesgan sus pasos por las
ruinas. Naturalmente, esta ―actividad paranormal‖ (como les
gusta llamarla a los ―especialistas‖) siempre afecta a personas
difíciles de encontrar, testigos ausentes y nunca directos. Y aún
cuando estos últimos aparecen, las pruebas que dan son tan
endebles como las historias en las que esos fenómenos se
apoyan. Porque hay que aclarar que, detrás de cada fantasma,
existirían acontecimientos reales que sustentan y explican el
porqué de tales eventos.
Vayamos, entonces, a uno de ellos, muy extendido en las
páginas de Internet que, como ya hemos dicho en otra
oportunidad, se ha convertido en el nuevo fogón (ahora
digital) en donde nacen los mitos y leyendas (tal vez con

13
Granada, Daniel, Reseña histórico-descriptiva de antiguas y modernas supersticiones
en el Río de la Plata, Editorial Guillermo Kraft Ltda. Buenos Aires, 1896.

El abandono y el olvido 85 Fernando Jorge Soto Roland


mucha menos crítica que cuando la gente los oía en directo y
se veían la cara).
¿De quiénes son esos sollozos del más allá? ¿Qué alma en
pena es la que arrastra sus pies en las derruidas dependencias
del castillo de Egaña? ¿Por qué pena? ¿Qué acontecimiento
traumático del pasado es el que provocó este drama, que
parecería ser ya eterno?
Si seguimos las habladurías publicadas en la red, el
espectro que ronda en el laberíntico castillo parecería no ser
otro que el de su antiguo propietario y constructor, el arquitecto
Eugenio Díaz Vélez, hijo de don Eustoquio Díaz Vélez (h), quien
fuera propietario de otro palacio en el barrio de Barracas y que
(oh sorpresa) tiene también fama de estar embrujado.
Según sostiene una de las apócrifas leyendas que circulan,
un accidente fatal sería el responsable del encantamiento del
castillo de Egaña.
Cuentan que en el día de la inauguración, con la fiesta
preparada y todas las mesas puestas para celebrar tamaño
acontecimiento, los invitados empezaron a ponerse ansiosos
por el retraso de dueño de casa. Don Eugenio parecía hab er
olvidado apersonarse en el ―novel‖ castillo, pero su hija
(heredara universal de todo el patrimonio de su padre) los
calmó diciéndoles que estaba en camino desde Buenos Aires
y que llegaría de un momento a otro. Pero eso nunca
ocurrió. Pocas horas más tarde, y frente a las insistentes
preguntas de parientes y amigos, la joven mujer fue
informada de algo terrible: don Eugenio se había matado en
la ruta en un accidente.
El desconsuelo fue absoluto. La fiesta, como es obvio, se
suspendió y la inauguración se convirtió en velorio. Los
comensales abandonaron la estancia y la heredera hizo lo
propio para no volver nunca más. A partir de ese día de 1930,
el edificio permaneció cerrado durante tres décadas, sufriendo
un razonable deterioro y el saqueo por parte de la gente de la
zona. Claro que el dueño del campo (dicen que dicen) sigue
regresando desde el más allá (algo tarde) a una fiesta que
nunca terminó.

El abandono y el olvido 86 Fernando Jorge Soto Roland


El recuerdo de la tragedia impidió a la familia volver al
palacio campestre y así, lentamente, la mansión quedó signada
al olvido y, por supuesto, al alma en pena de su mentor y
constructor.
En principio esa sería
la historia que
explicaría la actividad
fantasmal en el
castillo. Pero hay un
inconveniente: todo
el relato es una
mentira. Un producto
de la imaginación
colectiva. Como
hemos explicado en la
primer parte de este
trabajo, nunca hubo
fiesta de inaugura-
ción, ni mesas aban-
donadas con el
servicio listo a ser
consumido, menos
aún invitados y, por
sobre todas las cosas,
tampoco existió el
accidente en la ruta.
Don Eugenio Díaz
Vélez murió en
Buenos Aires en su
palacio de avenida
Montes de Oca
(Barracas). Nunca hubo viaje, ni choque, ni muerte violenta.
Entonces, ¿de quién es el fantasma que todavía estaría
rondando en la propiedad?
Seguramente de la gente que lo creó.
Pero los rumores no terminan con el falso accidente.
Hay más.

El abandono y el olvido 87 Fernando Jorge Soto Roland


Según cuenta otra leyenda que circula por Internet, el
castillo estaría ―maldito‖. Aparentemente, una ―venganza
espectral‖ ha caído sobre el edificio y los responsables no son
otros que los errantes espíritus de los indios pampa, muertos
en el siglo XIX durante las campañas comandadas por el
entonces gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, en
pos de más tierras para la incipiente ganadería; y que,
tiempo más tarde, la familia Díaz Vélez adquiriría con la
enfiteusis rivadaviana.
La ―venganza india del más allá‖, un clásico en el imaginario
americano, se convierte en una denuncia solapada, en una
crítica no explícita, al accionar de los empresarios ganaderos,
protagonistas de la postrera conquista de esta parte del
continente (y fuente de incalculables fortunas).
Como si todo esto fuera poco, hay una última historia que
abona a todas las anteriores y actúa como catalizadora de
renovados rumores locales.
Todos los lugares encantados o embrujados tienen (o deben
tener) en su acerbo algún hecho traumático, en lo posible un
accidente (como ya hemos visto), un drama familiar y, si se
quiere ser exigente, una asesinato.
Para sorpresa de todos, el castillo de Egaña fue escenario,
lamentablemente, de un hecho luctuoso que se llevó la vida de
un hombre joven.
He tenido contacto con familiares directos de la víctima que,
a diferencia del imaginario accidente rutero de don Eugenio,
confirmaron que el hecho ocurrió el 14 de mayo de 1974.
Dado que no tengo autorización para revelar el nombre de
la familia, me referiré a ella con el apellido ficticio de ―Burgos‖.
Poco antes de mediados de la década de los ’70, cuando el
castillo funcionaba como reformatorio de menores, el señor
―Enrique Burgos‖, que trabajaba para el ministerio de Asuntos
Agrarios de la provincia, fue enviado a administrar una de las
distintas colonias agrarias que habían sido creadas en los ´60 a
instancias del por entonces gobernador Oscar ―Bisonte‖ Alende.
La colonia se llamaba Langueyú y estaba comunicada al castillo
por un camino de tierra. Todos los días, la señora de Burgos,

El abandono y el olvido 88 Fernando Jorge Soto Roland


maestra de profesión, recorría el trayecto para dar clases en el
instituto de menores; pero su marido también se daba tiempo
para trabajar con los chicos internados en el lugar, dándoles
tareas en el trabajo de campo e instruyéndolos.
Relata la hija de Burgos (a la sazón una niña) que en el
castillo había un muchacho ya mayor al que ―Enrique‖ tuvo que
pedirle, en cierta ocasión, que se volviera a su casa, dado que
por su edad ya no podía permanecer allí. Comenta que
acompañó al chico hasta el tren, pero el muchacho no se
marchó. Seguramente quedó rondando por la zona, masticando
odio; y el 14 de mayo de 1974, mientras Burgos volvía a su
casa desde el castillo, lo esperó a la vera del camino y lo mató
de ocho tiros. Después se subió al auto en el que Burgos
viajaba y se fue.14
Finalmente, un hecho de sangre (cercano al castillo) queda
confirmado, alentando al imaginario por senderos que
desconocemos a dónde nos van a llevar.

UN RECORRIDO FINAL POR EL ABANDONO

Opaco, irregular, un tortuoso


laberíntico. Imponente en medio
de la nada. Desnudo de vidrios,
sólo vestido por aquellos graffitis.
Solitario. El castillo de Egaña es
únicamente una sombra, aún
digna, de lo que supo ser.
Mudo y silencioso, carente de
humanos. Pajarera gigante de la
decadencia.
Lúgubre y muy misterioso.
Atrapante. Seductor por donde
se lo mire.

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Archivo del autor.

El abandono y el olvido 89 Fernando Jorge Soto Roland


Sus múltiples ventanas se abren en todas direcciones.
Panóptico ciego desde el que ya nadie vigila ni mira nada.
Acopiador de guano,
de astillas, polvo y basura.
Receptáculo de suciedad,
óxido y manchas de
humedad. Sólo con ver los
mosaicos de los pisos, que
cambian de diseños en
cada una y una de las
dependencias, conservan
algo del color original.
Rojo, negro, azul, amarillo.
Observables sólo cuando
las heces de aves y
murciélagos son echas a
un costado.
En medio de ese
eclecticismo decaído y en
ruinas, las columnas jó-
nicas que rodean el patio
interno, conservan, a pesar de las irreverentes inscripciones
que las ensucian, el señorío clásico que hemos aprendido a
identificar como arte.
De a ratos, el marco corroído de una ventana o puerta,
cruje; denunciando el óxido de sus bisagras y el sin-cuidado de
una mansión que se sabe muerta.
Italianizante por momentos. Afrancesado, en otros.
Normando, en algunos rincones y medieval en su mirador, el
castillo de Egaña carece de una definición estilística clara. Lo
único claro es su solemne señorío.
Cuando se lo ve como está ahora, cuesta creer que tanta
gente haya invertido dinero, esfuerzo, creatividad y tiempo
en su construcción. Pero así es todo. En todos los órdenes de
la vida.
Universo cerrado del detalle. Hasta sus rincones menos
importantes sobresalen por la calidad y belleza de su factura.

El abandono y el olvido 90 Fernando Jorge Soto Roland


Una enigmática e irracional furia parece haberse desatado
en lo que queda de baños y cocinas. Anónimas manos
destructoras, libres de la mirada ajena, descargaron un
frenético vendaval de golpes sin sentido, destruyendo lo que
antaño fuera parte importante del castillo.
El impulso de
muerte se
sobreimprime y
triunfa sobre el
impulso de vida.
Norma generalizada
en todos los sitios
abandonados. Y el
castillo de los Díaz
Vélez no es la
excepción a la regla.
Jirones endebles, meros tablones podridos. Sus persianas,
que tan bien protegieron la intimidad burguesa de la mansión,
hoy son sólo un recuerdo carcomido.
Modulares vacíos, sin puertas, invadidos por la humedad y
la mugre. Sin reservas de comida. Sin nada. Esqueletos secos
en cocinas sin aromas ni recetas.
Desde el patio trasero, el castillo
yergue sus tres plantas
exhibiéndose como su fuera una
construcción traída de Europa
Oriental. Me recuerda al castillo de
Bram y a su famoso propietario,
Vlad Tepes, príncipe de Valaquia.
Cruel defensor de la cristiandad y
conocido con el apodo de Drácula.
Las ventanas de los altillos,
siempre oscuras, remedan inmensas
y rectangulares pupilas dilatadas,
prolijamente enmarcadas por tejas
oscuras que, paradójicamente, se

El abandono y el olvido 91 Fernando Jorge Soto Roland


conservan intactas, luminosas, como recién puestas.
Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo haber
sido un lugar abandonado, es una operación que se vuelve casi
ineludible. ¿Quién no ha imaginado con vida los lugares
muertos? Pensarlos en sus horas de esplendor incita a la
nostalgia y nos alerta sobre nuestra inevitable decadencia.
Los lugares abandonados
personifican, de un modo
crudo y bello al mismo
tiempo, el poder e imperio
del polvo. Son escenarios de
la recolonización de la
naturaleza y el más firme
presagio de la victoria final
de la suciedad y la basura.
El silencio es quien somete, como un tiránico rey, a los
lugares abandonados, condenándolos al solo sonido de las aves
intrusivas que los anidan y regentean.
En los lugares abandonados rara vez los colores mantienen
su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una pátina de tristeza
cubre absolutamente todo,
dejando —en larga agonía—
espacios otrora llenos de
vida, de proyectos y
esperanzas. Descoloridos,
olvidados, sólo les resta
esperar de forma completa
su desaparición.
Tragedias hechas en
forma de ladrillos. Así se
explicitan. Así se los recorre.
Entre ellos nacen las dudas.
Abundantes, omnipresentes.
Imposibles descartarlas.
Inevitables ante cada mi-
rada.

El abandono y el olvido 92 Fernando Jorge Soto Roland


Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y la soledad
meten miedo, ponen en efervescencia la imaginación,
anunciando lo irremediable. Materializando el destino al que
todos nos dirigimos. Tal vez sea ése el motivo por el cual
tantas personas se niegan a visitarlos, renegando de ellos,
esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca que poseen.
Los muchos lugares
abandonados personifican
la muerte. Espantan a los
viejos, atraen a los
jóvenes, quienes los
exploran buscando en
ellos el espíritu de
aventura, tan ligado a los
peligros de la ―Parca‖.
El dominio de las grietas.
El reino del papel que se
tambalea y aún así resiste
a las fuerzas del desgano,
la desidia y el olvido. Un
pacto fáustico que desde el vamos se sabe incumplido.
Los lugares abandonados son un campo propicio y fértil de
las metáforas y adjetivos.
Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los lugares
abandonados nos engañan, porque el devenir, lento e
inexorable, los fagocita y erosiona. Aún enmascarada, la
muerte los acompaña.
Cada grieta es una
historia ignota. Cada
mancha de humedad
una bofetada al
“Progreso”, en algún
momento asociado al
edificio. Cada ambiente
deteriorado una
decadencia particular.

El abandono y el olvido 93 Fernando Jorge Soto Roland


Se los recorre en
silencio, como se
recorre un cementerio;
imaginando todo
aquello que pudo haber
sido y no fue.
Lamentando lo
inexorable.
Preguntándonos ―por
qué‖.
Los lugares abando-
nados, como la basu-
ra, incomodan. Atentan contra el ―buen gusto‖, y la
convivencia con ellos se vuelve problemática. Asociados con
el mal olor, las ratas, la muerte, lo podrido, encarnan lo peor
de nuestra cultura de consumo. Se transforman en el mejor
ejemplo de lo inútil.
Hay un placer inherente a los lugares abandonados que se
explicita especialmente en los niños y adolescentes. La
aventura de recorrerlos no tiene precio. Es adrenalina pura; la
esencia misma de la incertidumbre y la sorpresa. El solo ingreso
en una casa vacía y deteriorada simboliza la ruptura controlada
de las normas y leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de
los controles que ejercen los adultos y el Estado, para jugar,
apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el
sentimiento de aventura y rebeldía.
Menospreciados
y temidos. Evita-
dos por muchos,
especialmente por
los adultos, los
lugares abandona-
dos nos hablan de
dos cosas que
rechazamos y que
en nuestro ilimita-
do imaginario apa-

El abandono y el olvido 94 Fernando Jorge Soto Roland


recen asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los
sitios que dejamos en manos del deterioro estén —como los
cementerios— en las periferias de nuestras ciudades. Lejos de
los vivos. La podredumbre se deja fuera.
Lugares sombríos, marginales,
incontrolados. Sometidos a las
fuerzas de la naturaleza y
desprovistos de cualquier
control racional, los sitios
abandonados abonan nuestro
temor natural a la oscuridad y
a lo sobrenatural. En ellos todo
parece posible, especialmente
de noche, cuando los sonidos
y las sombras adquieren
características más extrañas
que durante las horas diurnas.
No es de extrañar, entonces,
que sean los escenarios más
propicios para el miedo.
De entre todas las partes que tienen las edificaciones, los
jardines y parques son las primeras en sublevarse cuando el
sitio queda abandonado. Enredaderas, yuyos y plantas
desbocadas sin el control ejercido por el hombre, desoyen la
domesticación a la que habían sido reducidas y lo copan todo.
Presionan y resquebrajan el asfalto; retuercen hierros; escalan
y desmoronan paredes. El mundo
vegetal reclama el escenario. Lo
reconquista sin pausa. Lo vuelve
propio. Un jardín abandonado es la
naturaleza en movimiento. Es
autonomía. Es la anarquía hecha
ramas. Tal vez por eso sean más
impactantes que la selva misma.
Mientras que ésta denota la fuerza
bruta de la naturaleza, los jardines
y parques abandonados son la
esencia de la revancha. Del
descontrol. La pérdida de la batalla.

El abandono y el olvido 95 Fernando Jorge Soto Roland


―Era‖. Todo ―era‖. El verbo
―ser‖ en pasado. Así, con
esa palabra conjugada en
ese tiempo gramatical, es
como se recorren los
lugares abandonados. Esto
―era‖ aquello (un hotel,
una casa, un galpón, una
fábrica); pero que ya no
es. Acá se comía, se vivía,
se bailaba, se trabajaba, se lloraba y se hacía el amor. Pero ya
nada de eso ocurre más. El lugar está vacío, roto, perlado por
goteras, decorado de telarañas. La decadencia y el deterioro en
tiempo presente.
Recorrer un lugar abandonado
conlleva siempre una reflexión sobre
la muerte, la destrucción y la
insipidez de las cosas. Como escribe
Chateaubriand, no es posible dejar de
pensar que «otros hombres tan
fugitivos como yo vendrán a hacer las
mismas reflexiones sobre las mismas
ruinas». Los lugares abandonados
despiertan curiosidad. Nos atraen, ya lo dijimos antes. Generan
dudas y, por supuesto, hipótesis que intentan resolver esas
preguntas iniciales. La mayor parte de las veces serán
cuestiones irresueltas, incomprobables; generadoras de mitos
que terminarán idealizando el pasado
hasta convertirlo en una ―edad dorada‖.
Inmunda fragilidad, receptáculo de
sollozos. Escenarios palpables de la
derrota.
Los lugares abandonados denuncian a
gritos el infinito precio de cada instante. Y
eso nunca deja de ser tonificante, porque
como dice E. M. Cioran: «rejuvenecemos
por el contacto con la muerte».

El abandono y el olvido 96 Fernando Jorge Soto Roland


Capítulo 5

El Cementerio de la Chacarita

Abandono, tumbas y fantasmas

INTRODUCCIÓN

Cercado por Buenos Aires, el viejo Cementerio del Oeste,


hoy conocido como Cementerio de La Chacarita, no tiene más
opción que la de seguir ―creciendo hacia abajo‖. El mundo de
los vivos le imposibilita expresar su persistente vocación
expansiva, tan propia en todas las necrópolis del mundo. Por
eso, de tanto en tanto, los viejos muertos deben dejarle lugar a
los nuevos y emigrar a los osarios, en donde el más absoluto
anonimato se transforma en la vía, segura e inevitable, que los
conducen al olvido.
Exhumar para inhumar de nuevo.
Desterrar a los antiguos protagonistas para permitir que
otros ocupen la escena. Limpiar el escenario. Renovarlo. Ayudar
a que otros deudos expresen su dolor, al menos durante un
tiempo. Y, una vez transcurrido éste, volver a repetir la
operación.
Como con los cultivos en el campo, hay que rotar a los
habitantes del subsuelo. Quizás en eso resida la vida misma de

El abandono y el olvido 97 Fernando Jorge Soto Roland


los cementerios; a menos que se tenga mucho dinero y se
pueda pagar por mantener la memoria de un apellido entre las
cuatro paredes de una bóveda de mármol o granito.
Aún así, cuando se la recorre, la necrópolis también
demuestra que las residencias más ―paquetas‖ e imponentes
están a merced de las horas. Que, a la postre, terminarán por
convertirse en ruinas; igual que el compungido sentir de los
sobrevivientes, irremediablemente devenido en apenas una
chispa.
En la Chacarita, cientos de mausoleos familiares se agotan
con lentitud.
Desgastados. Saqueados. Sin placas de bronce que los
identifique. Sin protección. Sin recuerdos. Sin nada. Pero aún
de pie, por un rato más. Simulando ser los últimos bastiones,
las últimas trincheras, contra la fatalidad.
El dinero permite extender la hipocresía y engañarnos con
la falsa esperanza de la eternidad. Pero no todos pueden darse
ese lujo inútil; y un sector del cementerio es el más ―vivo‖
ejemplo de lo que decimos.
Permítame el lector que lo lleve a recorrerlo.

PARTE 1

Las 95 hectáreas que conforman el cementerio de la


Chacarita luchan actualmente contra el sentimiento de
anacronismo que pesa sobre ellas. La ―Edad de Oro‖ parece
haber quedado en el pasado; especialmente a principios del
siglo XX y en las décadas de 1940 y 1950, cuando eran miles
las personas que lo visitaban, expresando un postura ante la
muerte (y ante los muertos) muy diferente a la actual.
Hoy en día, la muerte se ha convertido en algo
pornográfico. Por lo tanto, se la oculta, enmascara y maquilla.
Debe pasar inadvertida. Es un tema de ―mal gusto‖ y, como tal,
se lo evita. En los últimos sesenta o setenta años (es difícil
poner una fecha con exactitud por ser ésta una historia de larga
duración), la muerte dejó de ser una cuestión comunitaria (un

El abandono y el olvido 98 Fernando Jorge Soto Roland


ritual social en el que muchos participaban) para transformarse
en otra más privada y excluyente, pautada por normas distintas
que explicitan un ―ser ante la muerte‖ cuyos sentimientos más
comunes son el rechazo, el miedo e, inclusive, el asco.
El viejo culto a los antepasados hoy pasa por otro lado. Se
liberó de toda la parafernalia lúgubre que poseía la ―muerte
romántica‖ del siglo XIX; y la expresión por el deceso de los
seres queridos perdió su dramatismo de antaño. El duelo ha
retrocedido ostensiblemente, casi hasta desaparecer. Las
compungidas muestras de dolor (llantos desgarradores
especialmente) son vistos con malos ojos y desagradan al
público (tal vez sea por eso que los periodistas suelen
prestarles tanta atención cuando alguien rompe esta regla
estatuida socialmente). Las plañideras ya no existen y el velorio
no sólo se ha privatizado, sino también acortado en tiempo.
Morir en la misma cama en la que se nació (por siglos una
realidad cotidiana) es un hecho visto como patológico y
desagradable. Lo mismo que el velar al muerto en la casa en la
que vivió.
Todo ha cambiado.
También los cementerios que actualmente se habilitan son
distintos. Semejan canchas de golf. Verdes. Anónimos a
primera vista. En ellos hay que buscar con detenimiento las
placas, minúsculas y poco artificiosas, que indican el lugar de
reposo de un familiar o amigo. Son parques. Cementerios-
parques. Minimalistas. Sin construcciones pomposas, ni
estatuas. Sin fotos.
En este sentido, la Chacarita es un escenario fuera de
época; y como tal nos remite a otro ―sentir‖, a otra mentalidad.
Tal vez ese sea el motivo por el cual sus calles y avenidas,
pasajes y rotondas (una verdadera necrópolis o ciudad de los
muertos), estén hoy prácticamente vacías; incluso en fechas
que, como el Día de los Muertos, antes convocaban a un
número impresionante de deudos.
Todos coinciden en que este cementerio recibe cada vez
menos visitantes. Que son pocas las flores que se venden en su
entrada. Y que el abandono domina gran parte de su panorama.

El abandono y el olvido 99 Fernando Jorge Soto Roland


Según testimonios de personas que trabajan en el lugar, la
mitad de las bóvedas familiares están en un estado calamitoso.
Olvidadas. Nadie las cuida. Nadie reclama nada. Los pasillos,
aún de día, son tierra de nadie y no faltan los ancianos y
vigilantes que temen caminar por ellos. Dicen que se han vuelto
inseguros. Que se cometen atracos. Incluso, que se practica la
prostitución en ellos. El robo de las placas de bronce, de las
puertas del mismo metal y enceres con que son enterrados los
muertos, atraen a los más inescrupulosos y ―valientes‖
saqueadores. No son poco comunes las noticias que se publican
en los diarios al respecto. Hasta las manos del general Juan D.
Perón fueron sustraídas de este camposanto.
Pero el saqueo de tumbas es otra cuestión. Constituyó
una actividad muy común desde los días del antiguo Eg ipto;
y lo sigue siendo en países como el Perú, donde el
―huaqueo‖ es una actividad casi profesionalizada. Claro que
en este caso estamos refiriéndonos a enterramientos de
varios siglos de antigüedad. Distinto es cuando la tumba de
la abuela es profanada.
Algo es evidente: aún con diagnóstico, ya no morimos como
antes. Tampoco hacemos lo mismo con nuestros muertos. Ni la
iconografía funeraria es la misma.
Si nos remontamos a siglos anteriores advertiremos que la
muerte tiene su propia historia. Que no se la ―vivió‖ de la
misma manera y que, si bien es algo natural morir, no
conceptualizamos ese hecho de la misma forma. Numerosos
estudios históricos han demostrado que hasta mediados del
siglo XVII el hombre occidental había domesticado al óbito y
que éste no era visto como una ruptura trágica. El trance de
dejar este mundo estaba naturalizado y pautado al punto de no
engendrar la angustia y temor que hoy provoca.
Pero a partir de una fecha cercana a 1650 la situación
cambió. La muerte ajena (la del otro) empezó a importar más
que la propia. El dolor por la perdida del ser amado se llenó de
emotividad, dolor, gestos efusivos e intolerancia, especialmente
si el que moría era un hijo.
Este interesante proceso se dio en el mismo momento en
que las expectativas de vida aumentaron como consecuencia de

El abandono y el olvido 100 Fernando Jorge Soto Roland


los avances del conocimiento médico y surgía una nueva
afectividad entre padres e hijos, dando origen al apego y a la
confianza entre ellos (no detectable en otras épocas).
Tuvieron que pasar casi dos siglos y medio para que la
nostalgia, la melancolía y el recuerdo, encontraran en el
romanticismo del siglo XIX el canal más efectivo para elevar
hasta las nubes el nuevo culto familiar a los antepasados; que
quedó plasmado, más que nunca, en las habituales visitas a los
cementerios y las ya nombrada conmemoración multitudinaria
del 1° de noviembre.
En aquellos días los cementerios sí importaban.
Incluso desde un punto de vista político, ya que en ellos
quedaron retratados los mártires, los revolucionarios, héroes,
educadores y patriotas que habían ayudado a construir las
flamantes naciones que por entonces emergían.
Eran símbolos. Una forma más de alimentar el sentimiento
de pertenencia y el nuevo culto a la conmemoración. El
cementerio de la Recoleta es, al respecto, un mejor ejemplo
que el de la Chacarita (este último orientado a exaltar la fuerza
del inmigrante exitoso, la memoria de los grandes ídolos
populares, y no tanto la de las familias de la oligarquía
patricia).
El culto a los muertos sigue siendo una de las formas o
expresiones del patriotismo, originado por el positivismo
decimonónico y no por el cristianismo.
Pero, ¿por qué se dio este proceso?
Con relación a este tema hay dos interpretaciones que, por
no considerarlas excluyentes, vamos a tomarlas en conjunto.
A nuestro modesto entender, y siguiendo a los historiadores
Philippe Ariés y Michel Vovelle, un nuevo sentimiento de familia
(más cariñoso y por consiguiente menos tolerante con la
muerte del otro) se conjugó con la progresiva descristianización
operada desde el siglo XVII, derivando así en un culto de la
muerte que buscó anclaje en temas no religiosos. Es decir, en
la familia, la nación y el Estado. Toda la iconografía funeraria
del siglo XIX y parte del XX es un clarísimo reflejo de lo que
sostenemos. Como bien dijo la historiadora Andrea Jáuregui, ―la

El abandono y el olvido 101 Fernando Jorge Soto Roland


imagen es un testimonio mudo, un inventario de la sociedad
que la produjo (…) que permite reconstruir la conformación
mental colectiva de una sociedad o una época‖.
Pero algo empezó a cambiar hace poco más de sesenta
años.
La muerte se desnaturalizó y la verdad empezó a ser un
problema. Como consecuencia de ello, y tal como señalamos
más arriba, la actitud hacia la muerte cambió. Infantilizamos al
moribundo. Le quitamos el derecho a vivir su propia muerte
mintiéndole, ocultando la gravedad de una enfermedad.
Tratándolo como si fuera un menor de edad, incapaz de hacerse
cargo de su fatal destino. Pero eso no fue todo. Esta actitud se
volvió más abarcativa, al punto de involucrar a toda la
sociedad. Y así la agonía y la muerte se quitó del medio y los
rituales que giraban en torno de ella se escamotearon y
perdieron toda su carga de dramatismo. La familia se desligó
del asunto y lo transfirió a los médicos. También dejó,
gradualmente, de visitar los cementerios y la incineración (no
sólo por cuestiones económicas) se volvió una práctica común y
extendida.
Hace poco menos de un siglo la muerte estaba presente en
todos lados (cortejos, velatorios, llantos, visitas a tumbas, culto
al recuerdo). Hoy es un tema tabú. De eso ya no habla, al
menos en voz alta.
Tal vez sea este el motivo por el cual caminar hoy por la
Chacarita resulte ser una experiencia tan estremecedora como
solitaria.

PARTE 2

Gris oscuro. Gris claro. Gris apagado, manchado.


Los tonos grises son predominantes en el cementerio de la
Chacarita. Pero la gama cromática no se acaba en ese color. El
negro y el blanco de los mármoles que decoran o conforman la
estructura de muchas bóvedas y panteones, así como la de
centenares de estatuas mortuorias y votivas, salpican la

El abandono y el olvido 102 Fernando Jorge Soto Roland


necrópolis como si fueran las marcas dejadas por la viruela en
un rostro gigantesco de 95 hectáreas.
Al recorrer sus calles y avenidas reconocemos muestras de
afecto y respeto para todos los gustos. El culto a la memoria y
a la melancolía es, como en todos los cementerios del siglo XIX,
heterogéneo y explícito. Hay bóvedas neoclásicas, barrocas, con
motivos orientales, masónicos y algunas con tintes egipcios.
También el art déco y el art nouveau hacen acto de presencia,
convirtiendo a muchas de las arterias de la necrópolis en
verdaderas galerías de arte.
Las construcciones
mortuorias son de
todo tipo. Las hay
grandes y pequeñas.
Imponentes, señoria-
les o insignificantes.
Abiertas a la vista del
paseante o cerradas,
como encapsuladas,
casi selladas. Están
las que exhiben
portentosas estatuas
y destacados bajo-
rrelieves, figuras de
bronce o de hierro. Sucias las unas. Limpias, las otras.
Aunque todas expresando en centenares de miles de placas y
epitafios que expresan el dolor de una pérdida, con mayor o
menor vehemencia.
Pero hay un sector del cementerio en el que esa realidad es
muy diferente. Es un sector olvidado, aislado. Abandonado hace
unos veinticinco años, y que en los planos aparece
anodinamente nombrado como el ―anexo 22‖.
Ingresando por el pórtico principal que da sobre la avenida
Federico Lacroze y varias cuadras doblando hacia la derecha,
con dirección al muro perimetral que se extiende a lo largo de
la avenida El Cano, cualquier visitante ocasional de la Chacarita
puede toparse (si no es expulsado por algún miembro del
servicio de vigilancia) con una verdadera ―tierra de nadie‖ que

El abandono y el olvido 103 Fernando Jorge Soto Roland


nos recuerda los terrenos que separaban a las trincheras
enemigas durante la Primer Guerra Mundial.
Es un predio enorme cubierto de
yuyos, arbustos y gramíneas con
diminutos frutos blancos, que crecen
desordenadamente, sin respetar siquiera
los imperceptibles senderos que, antaño,
recorrían una zona con tumbas en tierra.
Todo allí está excavado. Centenares
de montículos y pozos abiertos nos hablan
de exhumaciones colectivas. De antiguos
sepulcros removidos, que emulan hoy un
paisaje casi lunar; repleto de cráteres sucios, invadidos por
cascotes, pedregullo y malas hierbas.
Es un sitio desolador. La contratara del recuerdo. El olvido
convertido en abandono.
Sólo un par de tumbas, prolijamente acondicionadas,
sugieren la ocasional presencia de algún deudo. Tal vez la única
muestra de resistencia familiar que queda en el lugar. Un
ejemplo vano de rebelión. Un adormecido testimonio de lo
perenne que resulta ser el consabido ―amor eterno‖.
Un poco más allá del
campo de tumbas vacías,
recostada sobre el pare-
dón que da a la avenida El
Cano, se levanta una
construcción majestuosa,
gigantesca, de unos 200
metros de largo, por
completo abandonada;
pero, aún así, exhibiendo
la hidalguía que sólo su
estilo neoclásico puede darle. Es una imponente galería de
nichos mortuorios que fuera construida aproximadamente
hacia 1926 y que desde hace mas de un cuarto de siglo
quedó al margen del resto del cementerio, acumulando
basura y desidia.

El abandono y el olvido 104 Fernando Jorge Soto Roland


Sus dos pórticos, en cada uno sus extremos, y por los que
se tiene acceso a las escaleras que conducen a las galerías
subterráneas, resultan ser hermosísimos ejemplos de simulado
arte clásico. Se accede a ellos a través de una escalinata de
granito de ocho peldaños sobre los cuales dos altísimas
columnas dóricas sostienen el arquitrabe y el friso, decorado
con figuras geométricas y abstractas. El tímpano, enmarcado
por dos cornisas inclinadas, carece e figuras, a no ser las que la
imaginación pueda crea con las extendidas manchas negras de
humedad que lo cubren. Por encima de aquel triángulo perfecto
se levanta una estructura cuadrangular, de bordes rectos y
salientes equidistantes, en las que reposan lo que parecen ser
enormes braseros de hierro repujado, adornados con argollas y
un exquisito bajo relieve de figuras lagrimales que unen sus
extremos en la base misma del objeto.
Uno no puede más que sentirse pequeño ante semejante
monumentalidad. Tan pequeño como los tres nidos de horneros
que cuelgan de una de sus cornisas, denunciando el largo
tiempo que toda la estructura ha permanecido sin cuidado.
La muerte, la Gran Soberana, se ha escapado de los nichos
vacíos y conquistado todo el edificio.
Un macabro deleite puede sentirse al observar ese universo
de creatividad convertido en ruinas. Porque hay de admitir
algo: aún en estado calamitoso, hay belleza en esa
construcción.
Pocos escenarios
trasuntan más roman-
ticismo que un cemen-
terio abandonado. Los
artistas europeos del
siglo XIX conocieron muy
bien el paño, y no
tardaron en describirlos
como los últimos so-
portes de la indivi-
dualidad. Pero la galería
de nichos del anexo 22
hace caso omiso del

El abandono y el olvido 105 Fernando Jorge Soto Roland


individualismo. Todo en ella es anónimo. Ninguna de las
celdas de ese enorme panal de cemento tiene nombre o
apellido. Los féretros fueron removidos y las lajas que los
sellaban quedaron desperdigadas en el suelo, hechas
añicos, tapizando el largo pasillo con trozos irregulares de
mármol partido.
Sin lápidas, sin inscripciones, esos nichos remedan una
biblioteca vacía, un archivo yermo sin catálogo.
Aún dominada por la muerte,
en apariencia ausente, el complejo
exuda vida. Zarzas y enredaderas
trepan por las escalinatas, invaden
los nichos, amenazan subir por las
columnas; en tanto que colonias
de palomas anidan en cuanto
recoveco encuentran, tapizando
con sus excrementos el piso y
todo lo que cae en él. La
naturaleza recoloniza los espacios
abandonados y recrea una
situación sincrética en donde lo animado y lo inanimado se
alternan con cada paso que se da.
Pero el camino que conduce a las galerías subterráneas del
complejo está salpicado de objetos tenebrosos, que dejan muy
lejos cualquier idea que podamos tener sobre la vida.
Aún de día, descender a esas catacumbas implica
abandonar toda claridad y sumergirse en un ambiente pesado,
húmedo, putrefacto. Casi el escenario de una novela gótica.
Antes de bajar por la
escalera en ―U‖ que lleva a las
entrañas de la Chacarita, restos
de antiguas tumbas exhumadas
jalonan el camino: una
pequeña lápida descontex-
tualizada decora un peldaño en
acto de cruel ironía, la tapa
arrancada de un ataúd y hasta
restos óseos, se convierten en

El abandono y el olvido 106 Fernando Jorge Soto Roland


un anuncio macabro de lo que el visitante encontrará mucho
más abajo.
La galería bajo-nivel del anexo 22 mete miedo. Cuesta
arrancar. Hay que habituarse a las sombras, primero; y,
después, caminar con cuidado porque es muy factible tropezar
con algún objeto salido de una pesadilla morbosa. Aún así,
cuando ayudado por el flash de la maquina de fotos uno se
integra al ―paisaje‖, el asombro no queda ausente.
Es sobrecogedor
observar ese largo pasillo
mal iluminado por la cla-
ridad de los ventiluces que
están a nivel del piso
superior. Única fuente de
luz natural, esos ventanu-
cos rectangulares con sus
muchas rejas oxidadas
producen un cierto efecto
lumínico contrastante de
orgullo. Y el miedo inicial
sigue presente hasta que
la razón entiende que los
fantasmas sólo existen en
uno y que únicamente, en
esa garganta negra de
cemento y ladrillo, es po-
sible encontrar destruc-
ción y abandono.
Los nichos parecen haber sido saqueados. Semejan las
cajas de seguridad de un banco, violentadas por la ambición
desesperada de ladrones inescrupulosos. Lápidas rotas, ataúdes
en estado de descomposición, arrancados
de los nichos, basura, excrementos de
aves y de ratas, huesos humanos y
mortajas, se mezclan con maderas,
sogas y óxido, hongos, bacterias,
insectos y ceniza.

El abandono y el olvido 107 Fernando Jorge Soto Roland


Todo allí abajo es un amasijo
desordenado y en sombras. Escenario
perfecto para un film de terror, y
catapulta inevitable a borbotones de
adrenalina.

Es una sensación
extraña de finitud,
de temporalidad,
la que se
experimenta en el
lugar.

PARTE 3

Aún siendo los elementos líquidos y gaseosos los más


contaminantes, la cosas que se deterioran (casas, hospitales,
hoteles, graneros, incluso galerías de nichos funerarios) quedan
asociadas a enfermedades y pestes. Nos espantan, y el
imaginario literario y popular, abstraído del conocimiento

El abandono y el olvido 108 Fernando Jorge Soto Roland


racional, puebla esos sitios abandonados con fantasías
morbosas; y en cada caso, es el contexto el que determina esas
historias y retroalimenta los temores inconscientes de la gente,
recrea el folclore local y nos quita el sueño con leyendas
moralizantes de alto impacto.
Lugares muy sombríos,
marginales, incontrolados.
Sometidos a las fuerzas de la
naturaleza (como el anexo
22) y desprovistos de
cualquier tipo de control, los
espacios son abandonados
abonan nuestro temor a la
oscuridad y a lo sobrenatural.
En ellos todo parece posible,
especialmente de noche,
cuando los sonidos y las
sombras juegan y adquieren
características ominosas. No
es de extrañar que sean los
escenarios más propicios
para el miedo. Y de todos
ellos, a lo ancho y largo del
mundo, los cementerios son
los preferidos.
―Esto hace «miles de años» que está abandonado. Hace
rato‖, exageró un miembro del servicio privado de vigilancia del
cementerio de la Chacarita cuando me vio deambular por la
galería y, presuroso, se me acercó en bicicleta. 15 ―No está
permitido caminar por acá. Es peligroso‖, alertó no bien estuvo
a mi lado. ―Hay afanos y saqueos. Gente que se esconde y
queda dentro del cementerio después de que éste cierra.
Inclusive roban de día. Hace unos días a una viejita que traía
flores. No es conveniente que ande por acá‖.
Me interesaba conocer sus historias y, por lo tanto, ―le tiré
de la lengua‖. Haciéndome el sorprendido, inquirí sobre lo qué
pasaba por las noches.

15
Archivo de grabación del autor.

El abandono y el olvido 109 Fernando Jorge Soto Roland


―Afanan de todo‖, dijo. ―Y no se puede hacer gran cosa.
Esto después de que cierra es tierra de nadie. Pero yo estoy en
el turno mañana. De noche no me quedo ni loco…‖.
Entonces me animé a preguntar por los consabidos
fantasmas de la tradición oral.
Contrariamente a lo que creí, el vigilante no se rió.
―Sí que hay fantasmas‖, respondió. ―Los muchachos
cuentan que los ven caminando. Ven a alguien por delante de
ellos y cuando con las linternas los alumbran, desaparecen…
Además, te llaman por tu nombre. En este sector y en todos
lados. En tierra mucho más. Por ejemplo, en el sector donde
está la tumba de los padres del gobernador Scioli hay una
garita y, ahí, te llaman por tu nombre. También ven pasar,
entre las bóvedas, mantos negros, sombras. Y después está
una viuda que la enterraron viva, y más tarde falleció acá
adentro. Esa se pasea de blanco todas las noches. Aparece
entre las dos y tres de la mañana. Una hora. Todas las noches
se pasea. Todos los días la ven. Dicen que vos la ves y, de
pronto, no la ves más y se te aparece al lado tuyo. Le han
sacado fotos, pero salen todas borrosas. Sólo el dibujo (silueta)
de la mujer. Pero adentro no se ve nada. Tiene los ojos
brillantes como los gatos. Pero ya ni miedo le tienen. Algunos la
invitan a tomar mate: ¡che, vení a tomarte unos mates!
¡Haceme compañía!, le dicen… Pero acá los peligrosos son los
chorros, no los fantasmas. De noche afanan de todo, sobre todo
bronce. A los vivos hay que tenerles miedo‖.16
Más allá de lo trillado que está el último comentario del
vigilante (repetitivo y presente en cuanto cementerio recorrí),
la referencia a fenómenos ―extraños‖ dentro de la Chacarita es
un lugar común en muchas sobremesas e informes de relleno
en los noticieros de televisión. Las inmensas hectáreas
arboladas de la necrópolis catalizan la tradición oral que llega
hasta nosotros denunciando temores, prejuicios y culpas
colectivas, que nos permiten conocer más a los vivos que a los
muertos.

16
Testimonio grabado. Archivo del autor.

El abandono y el olvido 110 Fernando Jorge Soto Roland


Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas
—apareciendo y desapareciendo— revelan
insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y
muchas esperanzas, no del todo creídas.
FJSR
Abril 2012

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA
 Ariés, Philippe, El Hombre ante la Muerte, Editorial
Taurus, Madrid, 1983.
 Ariés, Philippe, La Muerte en Occidente, Editorial
Argos Vergara, Barcelona, 1982.
 Godoy, Cristina y Hourcade, Eduardo, La Muerte en la
Cultura. Ensayos Históricos, UNR Editora, Rosario, 1993.
 Huizinga, J., El Otoño de la Edad Media, Editorial
Revista de Occidente. Madrid, 1965.
 López Mato, Omar, ―Entierros, velatorios y cementerios
en la vieja Buenos Aires‖. En Todo es Historia, N° 424, Buenos
Aires, s/a.
 Soto Roland, Fernando J., Visitantes de la Noche,
Editorial Martín, Mar del Plata, 1997.
 Thomas, Louis Vincent, La Muerte. Una Lectura
Cultural, editorial Paidos, España, 1992.
 Vovelle, Michel, Ideologías y Mentalidades, Editorial
Ariel, Barcelona, 1985.

El abandono y el olvido 111 Fernando Jorge Soto Roland


Capítulo 6

El Hotel Continental

La Mansión de Invierno
Empedrado, Provincia de Corrientes

“¿Y qué es, acaso


la memoria
sino una gran
mentira?”
Julio Llamazares,
La Lluvia Amarilla,
p. 43.

Desconocida. Aislada. Olvidada. Tragada por la vegetación.


Decadente reflejo de una decadencia más antigua; centenaria,
oligárquica.
Ensueño de un país que muy pocos disfrutaron. De una
Argentina europeizada que hablaba inglés y francés para
diferenciarse del resto de Latinoamérica, con la que nunca se
sintió identificada.
Arquitectura extraña en un paisaje mesopotámico,
correntino, ajeno históricamente al camandulero universo
venido del otro lado del océano. Y, aún así, allí, en un pueblito

El abandono y el olvido 112 Fernando Jorge Soto Roland


olvidado a la vera de lo que ellos llamaban
―Progreso‖, levantaron un hotel imponente,
anacrónico, descontextualizado; que por muy
poco tiempo pretendió congregar a ―crema‖ del
país durante los meses de invierno. Fríos,
húmedos, insalubres en el lejano Buenos Aires.
Continental.
Así bautizaron al hotel que haría las veces
de foco, de ombligo, desde el que se iba a
desarrollar un centro urbano, una ciudad
de invierno que asegurara, en los meses
más gélidos, un ambiente distendido,
templado, lujoso, para todo aquel que
pudiera pagarlo.
Un hotel.
Otro hotel.
Parecería que en ellos existiera una
especie de voluntad demiúrgica. Un
deseo de creación. Un intento casi
mítico de originar algo nuevo en un
espacio caótico.
Y lo consiguieron. Pero por poco tiempo. Sólo tres meses.
Noventa días. Después, el hotel cerró y el proyecto de una
ciudad satélite del mismo se esfumó.
Pésimo mito.
Es que los dioses creadores no eran dioses, sino hombres
que se sentían dioses.
Creyeron que lo podían
todo. Que la fuerza de la
voluntad y de sus caprichos,
de la palabra, acompañada
por la pujanza casi infinita
de sus billeteras, era
suficiente.
Pero no bastó.

El abandono y el olvido 113 Fernando Jorge Soto Roland


No bastó porque no eran dioses y porque la prosapia, el
apellido y las estancias que engalanaban sus nombres, eran
insuficientes.
Porque los dioses no existen. No
existieron nunca.
Porque se la creyeron, sin serlo.
Aún así, armaron y desarmaron.
Ejercieron la fuerza que les dio el
dinero.
Entonces, levantaron un edificio de
ensueño. De cuatro pisos, dos
subsuelos, salones, casino y
habitaciones de lujo para más de 150 personas. Lo dotaron de
calidad, de tecnología, de cristalería fina, maderas y mobiliario
importado. Lo mejor de aquella época. Pero cuando vieron que
el negocio ―no iba‖ cerraron todo. Empacaron todo. Casi todo.
Y se fueron.
Y ahí quedó la promesa de los dioses.
Sola, abandonada. Cercada por la naturaleza, que no tardó
en recolonizar lo que arquitectos y obreros le habían quitado.
Volvieron a ganar las plantas,
las enredaderas, el musgo.
Y el sueño de los señores se
agrietó. Las rajaduras crecieron.
Las paredes y los techos se
vinieron abajo.
Entonces, varios años después de haber sido construido, el
Hotel Continental fue demolido. No del todo. Parcialmente.
Algo quedó en pie, como testimonio concreto de un sueño que
dejó de ser sueño y se transformó en una pesadilla; en orgullo
vencido. En vergüenza. En el pálido reflejo de la inmoralidad
económica y financiera de unos pocos. En un montón de dinero
tirado a la basura o a la naturaleza.
En las ruinas, hoy solitarias e invadidas del viejo Hotel
Continental, el tiempo se detuvo. La angustia de la decadencia

El abandono y el olvido 114 Fernando Jorge Soto Roland


imaginada ya no existe, porque todo es ya decadencia; y un
débil recuerdo lejano, sostenido por escasísimos ancianos, es lo
único que puede darle a la Mansión de Invierno una etérea
existencia en las cavidades cada vez más oscuras de la
memoria.
Las paredes residuales del
hotel que, como un
anacrónico templo maya, se
asoman por entre las ramas
de la insurrecta selva
correntina, simulan los
epitafios de recuerdos y
sueños egoístas, inhumados en una floresta que hoy, sin
proponérselo, le otorga un barniz de decadente romanticismo.
Esa mansión hecha trizas encarna un tránsito sin retorno
hacia el pasado.
En sus irregulares, ásperos y erráticos senderos de yuyos y
lianas no es posible el futuro. Sólo una memoria fantasmal,
maleable, acaso ficticia y temblorosa, hace que la otrora
muestra del ―Progreso‖ y el ―Orden‖ de aquella clase
hegemónica sea hoy un débil reflejo, acosado por la selva y la
humedad del río cercano.
Tras casi 100 años, el Hotel Continental ya no vive en la
memoria de nadie. Todos han muerto. Ni sobrevivientes quedan
de aquel único invierno en el que la mansión empezó a pudrirse
lenta e inexorablemente.
Desde ese día el tiempo transcurrió cada vez con mayor
lentitud y llegó una hora en la que, sin que nadie lo midiera, se
detuvo sepultado por el bosque, que del devenir no entiende
nada.
Entonces sí se convirtió en un lugar
abandonado.
Cansado.
Sin necesidades ni deseos.
Escenario de siestas silenciosas, que nadie duerme, las
ruinas del Hotel Continental invitan a pensar en lo fuimos. En

El abandono y el olvido 115 Fernando Jorge Soto Roland


lo que seremos. Tal vez por eso muchos se aterran y prefieren
no recorrerlo. Olvidarlo. Hacerlo al margen de la ilusión que es
la vida, evitando el horror. Ese mismo horror del que tan bien
nos habló Joseph Conrad.
Entonces, lo evitamos.
Apretamos los párpados para
no verlo. Porque tomar
conciencia del Continental y
su Ciudad de Invierno
implica explorar una época
que nos la pintaron de dorado.
Y era dorada, sí, pero para ellos. Para los que se creían
dueños del país, sin serlo.
El Continental, o lo que queda de él, es la helada
aceptación de una derrota. Una batalla perdida; ganada por el
moho y la humedad del Paraná cercano.
Roído en silencio durante casi una centuria, sus despojos
luchan contra las garras negras del musgo y las raíces, que
trepan, aprisionan, desgarran, como si fueran boas gigantescas
dispuestas a engullirse una presa enorme que, a la postre,
terminará siendo digerida.
Dicen que el hotel y sus anexos fueron escenarios de
suicidios. De pésimos jugadores que el antiguo casino
desplumó, perdiéndolo todo y arrastrándolos a la
desesperación. A la muerte inducida por un tiro en la cabeza.
Cuentan también que durante su
construcción, antes de 1913, casi un
centenar de obreros fallecieron trabajando
en él. Sendos accidentes de los que nadie,
seguramente, respondió. De esos muertos
ya no quedan ni sus nombres. Y sus
tumbas anónimas son hoy oscuras
oquedades que no rememoran nada. Es
como si nunca hubieran existido.
Así todo, hay relatos que murmuran
que regresan todas las noches a las
ruinas, cuando ni los pájaros habitan sus

El abandono y el olvido 116 Fernando Jorge Soto Roland


muros carcomidos. Son fantasmas inútiles que a nadie
espantan. Ya es demasiado tarde para ello. Incluso para
asustarse de las almas en pena que recorren las ruinas del
Continental.
Ni la sombra del miedo se proyecta ya en esa selva
correntina. Ningún temor. Ningún humano.

Oropel falso.
Cartón pintado.
Sólo el olvido y la ausencia.
FJSR
Diciembre de 2011

Nota:
Conozca más sobre la incompleta historia de este lugar leyendo los
siguientes artículos de la Web:
http://www.histarmar.com.ar/HYAMNEWS/HyamNews2004/HY61-
04MansionInvierno.htm
http://es.wikipedia.org/wiki/Mansi%C3%B3n_de_Invierno_(Empedrado,_C
orrientes)
http://www.megalatinafm.com.ar/noticias/noticia.php?id=2081
http://www.arteencorrientes.com/tesoros_mansion.php
http://marisa-corrientes.blogspot.com/2011/01/mansion-de-invierno-
empedrado.html
http://www.youtube.com/watch?v=grW1JM7nOqs

El abandono y el olvido 117 Fernando Jorge Soto Roland


Capítulo 7

El Hospital Santa María de Punilla

“Como arena, el silencio sepultará


las casa.
Como arena, las casas se
desmoronan. Oigo ya
sus lamentos. Solitarios. Sombríos.
Ahogados
por el viento y la vegetación.”
Julio Llamazares, Pág. 141

INTRODUCCIÓN

Siempre hay un dejo de nostalgia cuando se recorren


lugares abandonados, impregnados de soledad, sombras y
mutismo; en especial cuando esos sitios estuvieron antaño
llenos de vida, personas y actividades cotidianas.
El contraste entre ―lo que es‖ y ―lo que fue‖ impacta, y
aquello que conceptualizamos bajo el nombre de ―historia‖
adquiere una dimensión muy particular, aprehensible, concreta.
Mucho más tangible que cualquier documento y generadora de
fantasías, la mayoría de ellas por demás improbables. Pero en

El abandono y el olvido 118 Fernando Jorge Soto Roland


esos casos, no interesan. No importa
que los ―hechos‖ hayan sucedido en
realidad. La quimera ocupa la escena y
cada rincón, cada ventana destruida,
cada pasillo o galería silente y sucia, se
transforman en el escenario de miles de
vivencias particulares, ―pequeñas‖, en
las que (con toda seguridad) se
mezclan dolor, alegrías, decepciones y
proyectos. La vida se recrea
intelectualmente con cada paso que se
da, y si bien es cierto que los detalles
se nos escapan (tal vez para siempre)
resulta difícil impedir que ―la imagina-
ción histórica‖ complete los enormes vacíos que han dejado los
documentos y la memoria.
Estas sensaciones me invadieron cuando recorrí, en enero
de 2012, el sector abandonado y casi en ruinas del antiguo
Hospital Colonia Santa María de Punilla, en las inmediaciones
del pueblo de Cosquín, provincia de Córdoba (Argentina).
El siguiente es el relato de esa experiencia.
FJSR
Febrero de 2012

TUBERCULOSIS, PROGRESO Y LOCURA

“¿Por qué evocar ahora


un tiempo que no existe,
un tiempo que es arena
sobre mi corazón?”
Julio Llamazares, Pág. 139

El abandono y el olvido 119 Fernando Jorge Soto Roland


Hubo una época en que la gente
moría con un diagnóstico que producía,
entre los vivos, un terror inenarrable.
Una psicosis colectiva que recorrió todo
el mundo occidental y obligó, a las más
preclaras mentes de la segunda mitad
del siglo XIX, a buscar una solución,
que tardó en llegar.17
Ejércitos de médicos se lanzaron en
la lucha contra la tuberculosis. Pero
carecían de los conocimientos y de las
técnicas que hoy poseemos. Aún así, la
autoridad y el poder de la medicina
(que no dejaba de crecer en un mundo cada vez más
secularizado y controlado por ―higienistas‖) impulso la
realización de inversiones, muchas veces millonarias, en pos de
la cura.
Como resultado de todo ello, y bajo la creencia de que el
clima, el sol y el aire puro, eran herramientas terapéuticas
eficaces en el combate contra las disfunciones respiratorias,
empezaron a levantarse inmensos complejos edilicios en
―regiones sanas‖ del mundo. En nuestro país tuvo su provisoria
panacea en la mediterránea provincia de Córdoba; y fue allí en
donde surgieron espacios preventivos para los más ricos
(grandes hoteles, como el Edén
Hotel de La Falda) y gigantescos
hospitales para los desafortunados
que ya habían sido presa de la
―tisis‖.
La Estación Climatérica y
Hospital Colonia Santa María de
Punilla fue uno de los más
emblemáticos de nuestro país y de
toda América Latina.
Aislado, colgado de las sierras,
lejos de los centros urbanos y de las
17
En 1944 con la aparición de la estreptomicina y en 1952 con la isoniazida, que
pusieron fin a la amenaza.

El abandono y el olvido 120 Fernando Jorge Soto Roland


principales rutas de comunicación para evitar el tan temido
contagio, el Santa María se construyó en el año1900 a
instancias de una famoso tisiólogo argentino, el doctor Fermín
Rodríguez, quien en febrero de 1899 recibiera del gobierno
nacional un préstamo de $250.000 m/n para tal fin.
De ese modo, y apoyado
también por las consideraciones
de otros prestigiosos colegas, el
doctor Rodríguez emprendió por
su cuenta y riesgo la ciclópea
tarea de sanar a los
tuberculosos en un espacio
apropiado, seguro y aséptico,
en medio de un valle cordobés
con el nombre de Punilla.
Así es como nació la Estación Climatérica que nos ocupa:
como un desesperado intento por evitar la muerte, controlar a
los enfermos e impedir que el flagelo se siguiera difundiendo. 18
El hospital se convirtió en la última trinchera contra la
tuberculosis.
Claro que la vida en las trincheras nunca fue agradable. A la
angustia que origina la incertidumbre se le suman las bajas que
a diario o semanalmente se producen alrededor, anunciando
permanentemente que la muerte merodea cerca. Siempre

18
La preocupación por la propagación de la tuberculosis, sostiene el escritor Norberto
Huber (autor del único libro disponible sobre la historia del hospital), hizo que el
gobierno de Córdoba solicitara, tan tempranamente como en 1831, un informe médico
sobre su grado de contagiosidad. En él, el doctor Francisco Martínez Doblas, descartaba
el factor hereditario (mito muy difundido por entonces) y afirmaba que era el contacto
directo (incluso con ropa y/o utencillos) era el principal responsable del contagio. En
años posteriores, otros galenos de renombre contribuyeron a solidificar la opinión de
Martínez Doblas, como por ejemplo el doctor Oscar Goerin quien en 1882 asentó la
convicción de que el ―aire de las sierras‖ y ―la cura de altitud‖ eran los mejores
métodos para terminar con la tisis. Otros famosos higienistas que trabajaron en el mismo
sentido fueron: el doctor Enrique Tornú (en 1887), el doctor J.M. Astigueta (en 1889) y
el doctor Samuel Gache (en 1894).
Véase: Huber, Norberto, El Santa María de Ayer… La estación Climatérica y el
Hospital Colonia, Editorial Copiar, Córdoba, 2000.

El abandono y el olvido 121 Fernando Jorge Soto Roland


cerca. Que es algo palpable, real y que, en sitios como esos,
morir no les ocurre sólo a los otros.
Hay algo tétrico en las
fotos antiguas del Santa
María. Algo que excede en
mucho las sonrisas que se
observan en algunos de los
internos, o la seguridad, tal
vez fingida, que exhiben los
médicos y enfermeras. En lo
personal, creo que todos los
hospitales tienen algo de
macabro, de lastimero, a
pesar de que hoy en día la mayor parte de la humanidad que
habita en occidente nace y muere en ellos.
Las viejas fotografías, amén de ser documentos gráficos de
primer orden, alimentan ese clima de ansiedad e impotencia
que muchos debieron experimentar. No en vano el moderno
cine de terror ha hecho de los hospitales escenarios ideales
para el desarrollo de sus truculentas tramas de ficción.
Ya tenemos, por ende, los ingredientes básicos para
alimentar suspicacias y temores; necesarios ambos para el
despliegue de leyendas urbanas, que el hospital de Punilla, por
supuesto, también arrastra.
La administración del Santa María, a lo largo de los años,
pasó por sucesivas manos.
Desde su fundación, el 24 de junio de 1900, y hasta el
cumplimiento de su primera década, el doctor Fermín Rodríguez
fue su propietario y principal administrador. Pero aquel gigante
demandaba mucho dinero y generaba muy pocas ganancias.
Por ese motivo, a partir de 1910 el gobierno nacional lo
compró. Ya en manos del Estado, y dado que por entonces el
50% de la mortalidad general de la provincia se debía a la
tuberculosis, el Santa María fue depositario de nuevas
inversiones que se tradujeron en una ampliación del complejo,

El abandono y el olvido 122 Fernando Jorge Soto Roland


a partir de 1915.19 Desde ese momento, las denominaciones
―Estación Climatérica‖ y ―Colonia‖ desaparecieron y el
nosocomio pasó a llamarse Sanatorio Nacional de Tuberculosos
Santa María.
La fuerza de la modernidad, que el Estado nacional
pretendía exaltar, también recayó sobre el lugar. El empuje de
la filosofía positivista y la idea de Progreso, tan propias de esos
días, volvieron inevitable una mirada optimista sobre el
sanatorio; y así su prestigio y difundida fama terminó
invirtiendo el poder que la naturaleza ejercía sobre él. A partir
de entonces, el hospital resultó ser el elemento dominante,
domesticando a la naturaleza que lo había cobijado. Y así, el
progreso nacional quedaba encarnado también en esa
institución. Y lo hizo hasta 1981, año en el que pasó a manos
del poder provincial. Pero por entonces la tuberculosis hacía
casi cuarenta años que había sido vencida.
De todos modos, el Santa María de Punilla continuó aislando
a sus nuevos internos, alejándolos de la vista de los sanos; y es
que desde 1968 el objetivo del complejo cambió hacia el control
y ―cura‖ de la salud mental. Se transformó en un manicomio,
en un centro de control psiquiátrico. Lo que es, en parte, hasta
el día de hoy.20

19
Durante la administración de Rodríguez, el hospital tenía una capacidad máxima de
100 internos. En 1915, las ampliaciones y anexos que se construyeron, permitieron
alojar un total de 1500 personas, atendidas por unos 800 empleados en total. Por otro
lado se añadieron al complejo nuevas construcciones: edificio de administración,
farmacia, lavadero, carpintería, solarium, cocina, despensa, morgue, usina propia, sala de
máquinas, laboratorio, cocheras, lechería, peluquería, correo y la casa de las Hermanas
de la caridad.
20
Actualmente todo el complejo está dividido en distintos pabellones con funciones
específicas muy variadas. Allí funcionan CEPROCOR (Centro de Excelencia de
Productos y Procesos de Córdoba), una dependencia de Córdoba Turismo, otra de
Córdoba Deportes y finalmente pabellones dedicados a alojar y tratar a personas con
problemas psiquiátricos.

El abandono y el olvido 123 Fernando Jorge Soto Roland


EL LADO OSCURO

Cuando me detuve a los


pies de la escalinata de acceso
al inmenso pabellón
abandonado del Hospital Santa
María de Punilla supe de
inmediato que aquel momento
sería, simplemente, inolvidable.
No me equivoqué.
El edificio, de un ecléctico
estilo arquitectónico con tintes
nórdicos y centroeuropeos, era
la más clara imagen de una
sede de poder en decadencia.
Un antiguo instrumento de cura
y prevención, convertido en
una jeringa vacía, inútil,
inoperante.
Abandono. Suciedad. Decrepitud y deterioro. Un hospital
que se había vuelto inhospitalario se erguía ante mi admirada
y emocionada mirada; conviviendo con otros pabellones aún
en funcionamiento a muy pocos metros de él. Pero era
ignorado. Era como si nadie se hiciera cargo de su mal estado.
Lo limpio y lo sucio. La vida y la muerte convivían, la una
junto a la otra, dentro de una ciudadela con más de 30
edificios en los que se combinaban los habitados y los
deshabitados. Unos, útiles todavía; los otros, inservibles y
sumidos por completo en el olvido.
Todo aquello parecía ser un viejo y desahuciado set de
filmación. Un escenario hoy yermo, pero que en el pasado había
sido el lugar ideal para que se filmaran películas muy
reconocidas por la taquilla y la crítica, como Boquitas Pintadas,
estrenada en 1974 o, ya más cercana en el tiempo, el excelente
y bizarro film de Ulises Rosell, Rodrigo Moreno y Andrés
Tambormino, titulado El Descanso, del año 2002.

El abandono y el olvido 124 Fernando Jorge Soto Roland


Hoy ya nada nos indica que actores de la talla de Alfredo
Alcón, Mecha Ortiz o Marta González, desplegaran sus dotes de
histrionismo en el predio del ex-hospital. El silencio es lo que se
impone en sus pabellones y anexos en ruinas.
Tampoco esas paredes
agrietadas y techos
descascarados y abiertos,
nos hablan de los
centenares de enfermos
que caminaron por sus
pasillos o descansaron en
las galerías, soñando con
una cura próxima y
sintiendo el rechazo del
mundo exterior; ignorante, temeroso y ausente de esos dramas
sanitarios.
Pero si de ausencias hablamos, la historia reciente de
nuestro país está, lamentablemente, llena de ellas.
Durante la última dictadura militar (1976-1983) la retención
ilegal, tortura y desaparición de personas fue algo que,
maquiavélicamente, la sociedad naturalizó. Centros
clandestinos de detención crecieron como hongos venenosos a
lo largo y ancho de la Argentina y el Hospital Santa María no
quedó exento de ser el escenario de esas atrocidades. 21
Numerosos vecinos y ex –empleados del nosocomio han
referido ante la justicia sobre un edificio copado por militares y
prácticas de apremios ilegales.
Es irónico, y macabro al mismo tiempo, que una colonia
ideada para combatir la muerte y el sufrimiento se haya
convertido por un tiempo en el espacio predilecto para

21
Igual suerte corrieron otros lugares de la provincia. El más famoso de todos, conocido
por la extrema crueldad que se desplegó en él, estaba ubicado sobre la ruta 20 y era
nombrado como La Perla. Otros, tal vez menos famosos fuera del ámbito regional,
fueron el Cerro Pan de Azúcar (Cosquín), a muy pocos kilómetros del Santa María o la
Casa de la Dirección Hidráulica del dique San Roque).

El abandono y el olvido 125 Fernando Jorge Soto Roland


desplegar los actos más inhumanos, cobardes y sádicos que se
hayan registrado en la historia argentina del siglo XX. 22
Estos hechos, como veremos más adelante, son con
seguridad los que alimentaron (y alimentan en parte) el
imaginario local, relacionado con la moderna leyenda urbana de
Punilla y sus alrededores.

EL UNIVERSO DE LA PODREDUMBRE

Pocos vidrios
sobreviven intactos,
tanto dentro como
afuera del edificio. No
hay ventana o puerta,
principal o de servicio,
que los tenga sanos.
Anónimos cascotazos
los rompieron a lo largo
de los años, como
queriendo dejar una
muestra de destructivo individualismo en un sitio olvidado.
Igual que los centenares de graffiti que embadurnan las
húmedas y descascaradas paredes de todo el recinto. Nombres
propios, consignas políticas y futboleras, apodos y fechas,
decoran como pinturas rupestres los muros del ex hospital.
Tampoco faltan las inscripciones de neto corte sexual, muchas
de ellas de elevado tono, simpáticas, aunque groseras.
Pero no son los graffiti lo que le dan interior cierto tinte
artístico.
El tono ocre que predomina en la mayoría de las
habitaciones o pasillos, en las escaleras y en el sótano, lo
proveen sus paredes despintadas y, fundamentalmente, las
invasivas manchas de humedad, los hongos y bacterias que
colonizaron todo el ex nosocomio. Del mismo modo, el

22
Véase La Punilla de los desaparecidos en sitio Web:
http://www.canal11lacumbre.com.ar/noticias.php?nid=1727

El abandono y el olvido 126 Fernando Jorge Soto Roland


empapelado arañado y roto de los muros le otorga al lugar el
aspecto de una cadáver despellejado. Un sitio en donde los
gatos afilan sus uñas.
Los mosaicos del
piso, en cuya con-
junción cuatro de
ellos forman un
dibujo geométrico
y abstracto, están
desgastados por
los miles de tacos y
suelas que los
transitaron a lo lar-
go de más de siglo.
La falta de mante-
nimiento de las últimas décadas ha hecho lo suyo, en especial
las heces de las ratas, murciélagos y aves intrusivas que, sin
certificado médico alguno, colonizan al viejo hospital.
Turbio fondeadero donde van a recalar millones hojas,
acumuladas por el viento y convirtiéndose en basura,
terminaron por quitarle al Santa María el brillo que alguna vez
tuvo. Ya no es un espacio para el orgullo nacional. Un universo
de podredumbre transformó al viejo nosocomio en un espacio
triste, sin destino y amarrado a un débil recuerdo.
El irreparable deterioro que los
agentes vandálicos externos le
produjeron inescrupulosamente, sin
respeto, a su historia y a su loable
función inicial, materializa la muerte de
una ilusión. Y son sus escaleras, por
completo destruidas, el símbolo más
cabal de que allí, en los pabellones
abandonados del Santa María, el
ascenso resulta ya algo imposible.
Al mirar las fotos antiguas, que
congelaron para siempre sus días de
gloria, no puedo más que recordar esa
letra de tango que nos dice que ―la

El abandono y el olvido 127 Fernando Jorge Soto Roland


vida es sueño y nada más‖. Que veinte años (o un siglo) no
son nada.
El mármol, el granito, los ladrillos rojos, las puertas y los
pasillos del hospital; las galerías y sus mosaicos, los balcones,
altillos, canaletas desprendidas, el mobiliario residual, las
rejillas, incluso las veletas que aún sobreviven en el techo,
todo, absolutamente todo, está roto, destruido. Son el rumor
apagado de otra época. De una era vencida por el hastío y la
desidia. Por el frío, el calor extremo y el más desesperado
olvido.
Hay un tango, escrito por Francisco Canaro en 1935, cuya
letra no puedo dejar de citar, ya que resume, mejor que nada
(y en la voz del ―Polaco‖ Goyeneche) todo lo antedicho.
Su título: ―Casas Viejas‖.

¿Quién vivió,
quién vivió en estas casas de ayer?
¡Viejas casas que el tiempo bronceó!
Patios viejos, color de humedad,
con leyendas de noches de amor...
Platinados de luna los vi
y brillantes con oro de sol...
Y hoy, sumisos, los veo esperar
la sentencia que marca el avión...
Y allá van, sin rencor,
como va al matadero la res
¡sin que nadie le diga un adiós!

Se van, se van...
Las casas viejas queridas.
demás están...
Han terminado sus vidas.
¡Llegó el motor y su roncar
ordena y hay que salir!
El tiempo cruel con su buril
carcome y hay que morir...
Se van, se van...

El abandono y el olvido 128 Fernando Jorge Soto Roland


¡Llevando a cuestas su cruz!
¡Como las sombras se alejan
y esfuman ante la luz!

El amor...
El amor coronado de luz,
esos patios también conoció
Sus paredes guardaron la fe
y el secreto sagrado de dos.
Las caricias vivieron aquí...
¡Los suspiros cantaron pasión!...
¿Dónde fueron los besos de ayer?
¿Dónde están las palabras de amor?
¿Donde están ella y él?
¡Como todo, pasaron, igual que estas casas
que no han de volver!...

EL HOSPITAL DE LAS PALOMAS DECAPITADAS

Cientos de personas han


recorrido subrepticiamente los
pabellones abandonados del
Santa María de Punilla, incluso de
noche. Ciertamente, no es lo
mismo hacerlo con la luz del sol
(antes curativo) que iluminados
por linternas en plena oscuridad.
El status ontológico del edificio cambia cuando baja el sol, al
tiempo que cambian también las percepciones que se tienen de
él. Una cosa va junto con la otra. Imposible separarlas.
Pero, ¿qué es lo que la gente busca en esas improvisadas
―expediciones‖ nocturnas? ¿Un shock de adrenalina?
¿Emociones fuertes? ¿Una prueba de valentía? ¿Miedo
profundo? Con seguridad, un poco de cada cosa, y el hospital es
generoso a la hora de brindarlas.

El abandono y el olvido 129 Fernando Jorge Soto Roland


Como todo lugar
abandonado su aspecto
es lúgubre. Ello exacerba
la imaginación. La
sugestión se hace notoria
y presente y muchos
empiezan a ver y sentir
cosas que objetivamente
no existen.
La experiencia previa (asimilada a través de la literatura y
los filmes de terror) generó un estereotipo ya clásico de ―sitios
terroríficos‖ y los hospitales (de tuberculosos y pacientes
psiquiátricos en particular) parecen llevarse todos los laureles.
Invito al lector a recordar (o buscar por Internet) las numerosas
películas de terror que están ambientas en instituciones de ese
tipo.
Además, en ―la vida real‖, son muy pocos los nosocomios -
con las especialidades nombradas- que no arrastren historias
truculentas. Los dos motivos que llevaron al aislamiento de las
personas durante décadas, la tisis y la locura, contribuyen al
morbo general (tal como lo hizo la lepra durante el medioevo).
El Santa María de Punilla concentra, pues, los ingredientes
necesarios para que el imaginario se despliegue sin mucho
control; difundiéndose, así, rumores sobre supuestos (y nunca
probados) fenómenos paranormales (hoy tan en boga).
Tal como dijimos, un lugar de muerte, enfermedades
contagiosas y enajenación, es ideal para que se desarrollen
historias de ese tipo, y son los hoteles y hospitales los que
comparten ciertas condiciones necesarias para convertirse en
usinas de leyendas, propias de la ―ghost story‖ literaria.
Todos los viejos hospitales tienen algo de parecido a los
castillos y fortalezas de épocas pretéritas; edificios que
ocuparon un lugar preponderante en la novelística romántica
del siglo XIX y que terminaron transformándose en los
escenarios habituales de tramas en las que espectros y
fantasmas de distinto tipo hacían acto de presencia. Con la
emergencia del cine, en los primeros años del siglo XX, este

El abandono y el olvido 130 Fernando Jorge Soto Roland


estereotipo encontró una difusión aún mayor, prolongándose
ésta hasta el día de hoy.
Pero, ¿qué tienen en común estas edificaciones?
En primer lugar, esta-
mos hablando de construc-
ciones inmensas, de miles
de metros cuadrados cu-
biertos, aisladas e impreg-
nadas de secretos y mis-
terios, que el propio aisla-
miento se encarga de
aumentar. Lejanas al res-
to, pero a la vista de to-
dos, los castillos y los
muchos hospitales anti-
guos se convierten en el
blanco de todas las sus-
picacias locales. Dentro de
ellos aún lo más inusual es
posible. No en vano el doc-
tor Víctor Frankenstein
vivía y desarrollaba sus
terribles experimentos en
un castillo. La medicina y
el horror ya aparecen
unidos en la novela de
Mary Shelley (1818).
A partir de entonces, particularmente después de la Primera
y Segunda Guerra Mundial (más de un siglo después de que se
escribiera la novela), la imagen del científico loco, inmoral,
capaz de cometer las atrocidades más horrendas, se instaló en
le imaginario colectivo. La ciencia perdía así la confianza ciega
que los racionalistas optimistas del XVIII le habían tenido y
empezaba a mostrar su lado oscuro, inhumano, inmoral. Así,
los hospitales de la novelística y el cine de terror, transmutaron
en ―campos de concentración‖ en los que doctores desquiciados
practicaban operaciones terribles, en especial con aquellos
pacientes más débiles: los locos, los niños y las mujeres,
conejillo de indias en horrendos experimentos.

El abandono y el olvido 131 Fernando Jorge Soto Roland


También la antigüedad
concede a estas construcciones
cierto prestigio negativo. Los
lugares viejos arrastran
historias sospechosas (reales o
inventadas) y si están abando-
nadas esas sospechas se ven
respaldadas con la oscuridad,
la suciedad y el deterioro, que
por sí mismos son generadores
de temores muy profundos, por
aludir (directa o indirec-
tamente) a la muerte. En ellas
los vivos y los muertos con-
viven en un mismo espacio, a
contramano de lo que ocurre
hoy en día. Los cementerios y
las morgues manifiestan la pre-
sencia cercana de La Parca sin
eufemismos elegantes ni mira-
mientos sociales.
No es extraño, entonces, que el Santa María de Punilla con
sus características edilicias y el actual estado de alguno de sus
pabellones, se vea conectado a historias sobrenaturales, muy
poco originales y por demás trilladas.
―La gente‖ habla de puertas y ventanas que se golpean,
como si fueran pateadas o azotadas adrede, en días y noches
sin viento. Sonidos de pisadas invisibles recorren las galerías
del gigantesco hospital, al tiempo que escalofriantes silbidos,
provenientes de oscuros rincones, intentan llamar la atención
de los irresponsables intrusos. Tampoco faltan luces extrañas
por las noches recorriendo los pasillos que, desde hace
décadas, carecen de conexión eléctrica habilitada; o la aparición
de un niño, como de tres o cuatro años, pelado y un rostro
desencajado por tormentos, que espanta sin motivo conocido a
los que arriesgan sus pasos por el lugar.
El miedo a la locura también encuentra su canal de
expresión a través de una historia que asegura que en el
hospital se siguen practicando extrañas operaciones esotéricas

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producto de mentes enajenadas: la decapitación de aves.
Muchas personas han denunciado esa práctica, especialmente
por Internet. Palomas, cotorras y pájaros de distinto tipo
aparecerían desperdigados por los pabellones sin sus cabezas.
De inmediato me viene a la memoria la imagen de
Rendfield, ese personaje secundario de la novela de Bram
Stoker, asesinando y comiendo insectos en el manicomio vecino
a la mansión del conde Drácula; o la de Santos Godino (el
petiso orejudo) liquidando pajaritos y pequeños gatos en el
penal de Ushuaia.
No hay duda: un loco matando animalitos mete mucho
miedo.
Esa es la imagen que
los rumores de pájaros
que con sus cabezas
tronchadas pretenden
difundir.
Y por lo que se ve,
con bastante éxito a
pesar de los escépticos
(entre los que me
incluyo).

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Palabras Finales

Instrumento de ciencia, espacio de


esperanza y de cura, símbolo de compromiso profesional y más
tarde de orgullo nacional, el Hospital Santa María mantiene,
con sus 112 años de existencia, una presencia insoslayable en
el valle de Punilla.
Elogiado, temido y olvidado, es hoy un lugar
multifuncional, en parte destruido y en ruinas, que sigue como
antaño atrayendo la atención, ya no de tuberculosos ansiosos
por sanarse, sino de buscadores de emociones, empleados del
gobierno provincial, enfermos psiquiátricos y turistas que, por
completo ignorantes de su pasado, desconocen su larga,
apasionante y rica historia.

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