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Los cercos
Cuentos

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Los cercos
Cuentos

Celina Lacay

Memorias del Sur

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Lacay, Celina
Los cercos : cuentos / Celina Lacay ; ilustrado por Celina
Torres Molina ; prólogo de Ramón Torres Molina. - 1a ed . -
Pergamino : Ramón Horacio Torres Molina, 2020.
Libro digital, PDF

Archivo Digital: descarga


ISBN 978-987-86-5312-9

1. Literatura Argentina. 2. Narrativa Argentina. 3. Cuen-


tos. I. Torres Molina, Celina, ilus. II. Torres Molina, Ramón,
prolog. III. Título.
CDD A863

Ilustraciones de tapa y poemas: Celina Torres Molina


Edición: Florencia Lance

©Ramón Torres Molina


Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Primera edición, julio 2020

Queda hecho el depósito que dispone la Ley 11723


Editado en Argentina

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Para Ramón, su padre y su abuelo
con los que empecé a aprender el significado
de la continuidad histórica
en San Isidro, en un patio con una parra,
hace muchos años.

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Prólogo

La mayor parte de los cuentos que se publican fueron escritos por


Celina Lacay durante su detención en la cárcel de Villa Devoto
donde permaneció entre 1976 y 1982 a disposición del Poder Eje-
cutivo. Los cuatro últimos los escribió ya en libertad. Los cuentos
escritos en la cárcel fueron sacados por carta en los últimos años
de la dictadura quedando también una copia de resguardo en poder
de sus compañeras. Fueron ordenados tal como aparecen en este
libro, salvo los dos últimos que estaban manuscritos en un cuader-
no con muy pocas correcciones. El cuento que le da título al libro,
“Los cercos”, es el último que aparece en el ordenamiento que hizo
de los cuentos escritos en la cárcel a los que, en los borradores pos-
teriores, le agregó “La vuelta” y “Dar a luz”. Parecería que los dos
últimos cuentos eran, en realidad, parte de una novela que Celina
no alcanzó a desarrollar. Están en un cuaderno numerados como
I y II. Seguramente las distintas etapas de nuestra historia se uni-
rían en el desarrollo de esa novela de acuerdo con su idea sobre la
continuidad histórica que dejó señalada en la dedicatoria del libro.
Pero como lo escrito tiene estructura de cuento y forman parte
de los temas tratados en los restantes se agregaron a este libro. El
título de los dos cuentos (que creo que respeta sus ideas centrales)
me pertenece.

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La historia argentina del siglo xix y su historia reciente están
presentes en este libro (la usurpación de las Islas Malvinas, la gue-
rra del Paraguay, el levantamiento de Felipe Varela, la Revolución
de 1905, el peronismo, las dictaduras de 1966-1973 y 1976-1983).
Ciertas descripciones que recogen el lenguaje y las costumbres de
las provincias argentinas se deben al relato que le hicieron otras
compañeras de prisión.
Al recobrar su libertad Celina fue operada de un cáncer que
no había sido tratado en la cárcel falleciendo pocos años después
cuando acababa de cumplir cuarenta y un años. En ese corto tiem-
po se desempeñó como profesora en distintas universidades y al-
canzó a publicar Sarmiento y la formación de la ideología de la clase domi-
nante producto de sus investigaciones históricas.

Pergamino, junio de 2020

Ramón Torres Molina

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La argelina

El 6 de marzo de 1951 a las 18.00 horas, Angélica Men-


deville, veinticinco años, profesora de francés, se alisó el
vestido de hilo blanco antes de sentarse. De una carpeta
de cuero verde sacó una hoja y con una lapicera Parker
capuchón de oro escribió:
Estimado Alfredo dos puntos. A pesar de un for-
tísimo dolor de cabeza, empezaré a escribir mi carta nú-
mero 54.
Tienes la dicha inmensa de vivir en París, el cen-
tro del mundo a la orilla del Sena. Recorrer el Louvre
es como pasear la historia de la humanidad en sus ex-
presiones nobles, en el imperecedero valor que tiene la
cultura como síntesis de lo espiritual. Tú puedes exta-
siarte en la contemplación de esas maravillas que son las
Madonas de Rafael y, seguramente, te sorprenderás ante
tanto portento de elevada grandeza. Dejó de escribir. Se
paró y fue a la mesa donde había una radio. La encen-
dió. Movió el dial hacia la derecha. Pasó El día que me
quieras cantado por Gardel. Un paso doble. Un corrido

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mejicano. El choclo por Canaro. La candelaria por los
hermanos Ávalos. Serenata a la luz de la luna interpre-
tada por la orquesta de Gleen Miller anunció el locutor.
Subió el volumen. Volvió a sentarse. Escribió: vos ca-
minás. Tachó las dos palabras y escribió: Tú caminas
por cualquiera de las calles de París y bien sabes que por
ella anduvieron genios de la talla de Voltaire, Rousseau,
Rimbaud, Balzac, las calles están impregnadas de una
áurea luz que fueron dejando los dioses del arte. ¿Tú
te has preguntado alguna vez porque París reúne esas
condiciones? ¿Qué hado la eligió para que cumpliera
el papel de ciudad luz? Ciertamente esas preguntas no
tienen respuesta, tú y los agraciados que ahí viven de-
ben contentarse con la lluvia de cultura que les otorga
el mero hecho de estar en París. Seguramente un argen-
tino como tú, luego de haber presenciado los aciagos
acontecimientos que desde hace algunos años se abaten
sobre el país, beberán con avidez lo que solo Europa y
París (sobre todo París) pueden brindar.
Ayer fui al colegio. Sor Juana, la hermana directora
me lo había pedido. Me ofreció seis horas en las divisio-
nes de tercer año; la señora de Benítez toma una licencia
por un año a raíz de que a su marido la compañía lo
beca a Alemania, yo la reemplazaré. Pasaré a tener doce
horas en la asignatura de francés; espero que mis jaque-
cas no me impidan el desempeño docente. La próxima
semana tengo turno para que me revise el doctor Castro.

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Vos sabés. Tachó y escribió: Tú sabes que el médico me
había indicado vacaciones en el mar, pero ni el mes que
pasé con mis padres en Miramar, ni los comprimidos que
me recetó consiguieron que las jaquecas disminuyeran, lo
único que me alivia es acostarme con un paño de agua
fría sobre los ojos manteniendo la habitación a oscuras.
Se levantó y fue hasta su dormitorio. Abrió el cajón de la
mesa de luz, sacó cuatro aspirinas. Fue a la cocina. Abrió
la heladera. Buscó la jarra con leche y se sirvió la mitad en
un vaso que encontró sobre la mesa. Echó las aspirinas.
Con una cuchara apuró la disolución. Tomó el contenido
del vaso. Volvió a sentarse. Releyó la carta. Se paró y fue
hasta la radio. Movió el dial hacia la izquierda. Pasó un
informativo. Los hermanos Ávalos cantando La zamba
del grillo. Otro informativo. María bonita en la versión
de Jorge Negrete anunció la locutora. Una zarzuela. Otro
informativo. Una tarantela. La López Pereyra por Los
Chalchaleros. A continuación estimados radioescuchas,
Bing Crosby nos deleitará con Solo una luna de papel.
Se sentó y escribió. Hace tres días fui a tomar el té a Ha-
rrod’s con Laura y Cristina; cundo salíamos nos encon-
tramos con Santiago Bavio y su mujer. No estaban ente-
rados de tu beca en París y se mostraron agradablemente
sorprendidos. Me preguntaron si a tu regreso teníamos
previsto casarnos y te mandan sus recuerdos.
Mi padre ha tomado el asesoramiento legal de una
empresa en construcciones, algo me comentó sobre

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las excelentes posibilidades que habría para la compra
de un piso sobre Sánchez de Bustamante al 1500. A tu
vuelta hablarás con él, tú sabes que no soy entendida en
este tipo de cuestiones.
Debo dejar pues la jaqueca me tiene mal. Con el
deseo de que te encuentres bien, quedo a la espera de
tu carta. Firmó y agregó posdata: Mis padres siempre te
recuerdan.
A las 19.30 horas se acostó colocándose un paño
de hilo blanco, previamente humedecido, sobre los
ojos. Se imaginó llegando a Marsella, tomando el tren a
París donde la esperaba Alfredo con un ramo de rosas
color té. Bajaba y en un taxi iban al hotel donde él ha-
bía reservado una habitación. Caminaban por el Bois de
Boulogne y Alfredo le señalaba los castaños. Se senta-
ban en un banco y le hablaba sobre el cambio que había
representado en su vida. Que no había conocido mujer
como ella, una mujer con su fina espiritualidad y dotada
de una sensibilidad tan exquisita. Sabía que sus amigos
en Buenos Aires lo envidiaban por haber conseguido
tamaño tesoro. Cuando se encontraron él dudaba de su
propio futuro, sobre las razones que lo impulsaron a
obtener su título. En ese entonces, se inclinaba a creer
que había seguido derecho porque su padre y su abuelo
eran abogados y porque había un estudio montado que
él heredaría. Pero desde que comenzó a amarla todo
cambió y supo ver el sentido que tenía la vida, sin ella

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no hubiese sido capaz de encontrarlo. Por eso le debía
un eterno agradecimiento aunque bien sabía que nunca
iba a amarla como se merecía. A las 20.45 horas Luisa,
la empleada doméstica, le anunció que la esperaban sus
padres para cenar, ella dijo que no iba a comer. Alfredo
la llevaba a un restaurant en la orilla izquierda del Sena,
cruzando el puente Enrique IV. Se llamaba Les boyar-
des y el dueño era un conde ruso, Iván Alexandrovich
Romanov, usaba un smoking negro y una cuidada bar-
ba. Un pesado samovar se adelantaba a la estufa donde
crepitaba el fuego y antiguos mujiks tocaban en los vio-
lines melodías populares rusas mientras Alfredo le ha-
blaba de su amor y el conde los miraba sonriente. A las
22.00 horas Luisa le preguntó si necesitaba algo y ella le
pidió que humedeciera el paño de hilo. A las 00.30 ho-
ras después que el conde Romanov los había despedido
con amabilidad especial y que habían llegado al bar del
Ritz para que Alfredo levantara la copa de champagne
y suavemente dijera por ti, ella comenzaba a dormir-
se habiendo llegado a la conclusión de que los cuatro
meses y medio sin tener carta de Alfredo se debían al
espantoso funcionamiento de los servicios públicos en
la Argentina, especialmente el correo.
A las 22.15 horas Luisa Almirón, veinte años, em-
pleada doméstica, arrancó dos hojas de un cuaderno Ri-
vadavia y con un lápiz escribió: querida viejita querida
dos puntos. Espero que usted y los demás de la familia

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se encuentren bien de salud. Yo a Dios gracias estoy
bien. Hoy recibí su carta fechada el 25 de febrero y no
se imagina cómo me puse al ver la foto de Carlitos que
venía. Que grande que está y que gordito bien alimenta-
do se lo ve por suerte gracias a Dios y a todos los san-
tos que no le falta la comida pobrecito mhijito querido.
Es cierto eso que usted dice que se parece a mí y en lo
curioso y meterete también se parece. Si Dios quiere
para el año que viene ya me voy para San Rafael con
la platita que llevo ahorrada y que ya la puse en la Caja
de Ahorro como me dijo la patrona. La señora es bue-
na medio estirada como todos en la casa son estirados
pero no me grita ni me pega como tuve que aguantar
en ese lugar que ni quiero nombrar por toda la desgra-
cia que me trajo aunque Dios me libre de pensar que el
Carlitos sea una desgracia mi guagüita él es un angelito
qué culpa tienen los chicos. El que no es estirado es el
señor Alfredo es el novio de la señorita Angélica que
siempre le duele la cabeza. Él es simpático y de lo más
buen mozo con los ojos azules como celestes a veces
los tiene medio tristes vaya a saber por qué a lo mejor
es porque a ella le duele la cabeza. Él nunca me manda
y si pide algo dice por favor y después gracias y sonríe
tan simpático que se lo ve. Ahora se fue al extranjero
a Alemania o Londres por ahí está debe extrañar debe
estar muy triste le debe hacer muy mal tan lejos que está
hace siete meses que se fue y me parece que la señorita

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no recibe cartas de él, de su novio el señor Alfredo y
ahora a ella le duele más la cabeza que antes se lo pasa
en la cama con la pieza a oscuras y un paño en los ojos
a mí me impresiona parece una muerta aunque dice que
le hace bien el paño en los ojos. Usted a lo mejor vie-
jita conoce algo para estos dolores que son bien fuerte
mándemelo si conoce de algo que a esta chica le sirva
yo no entiendo ella es linda usted no sabe lo linda que se
la ve con el pelo negrísimo y de tan brillante parece que
lo tuviera de otro color pero ella siempre lo usa atado
con un rodete con un moño que no se suelta. Por qué
será que ella es tan linda tiene un novio buen mozo tie-
ne plata porque los patrones son gente rica y la familia
del señor Alfredo también pero ya lo ve yo le cuento
que no es feliz y uno se da cuenta que no es feliz porque
la felicidad se nota en la cara de la gente y ella que lo
tiene todo no está contenta yo en cambio lo único que
tengo es al Carlitos a Dios gracia y tengo estas dos ma-
nos para trabajar para que mhijito crezca sano y fuerte
a lo mejor quien le dice viejita que cuando Carlitos sea
grande los pobres no habrá más porque no hay que ne-
gar que ahora estamos mucho mejor por primera vez
que yo lo escucho decir a mi tata que se ha progresado
que no hay tanto atropello como antes para los pobres
y para mí más que a él que yo lo respeto se lo debemos
a ella que es tan buena con esa cara de ángel que tiene
en las fotos y yo vi en el cine en el noticioso la pasaron y

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estaba de rubia sonriente más linda que en las fotos y yo
tengo dos fotos que guardo bien escondidas porque si
me las agarran me las rompen de tanta rabia que les tie-
nen siempre protestan se ponen más estirados cuando
hablan de los dos pero más bronca más odio le tienen a
ella y hasta le dicen esa palabra mire usted si serán gan-
sos decirle a ella que es una perdida más perdidos serán
ellos que van a perder hasta el apellido Dios los va a cas-
tigar por decir esas cosas que no son verdades y siempre
pasa lo mismo por qué será que a los buenos los tratan
así y le dicen todas mentiras. Y ya le dije mi viejita linda
porque se me cierran los ojos hoy faltó la señora que
lava y tuve que lavar toda la ropa menos mal que no
faltó la que viene a cocinar que ganas tengo viejita de
comer un locro de los que usted hace con empanadas
suyas y ese vinito y después comería uvas y después una
agüita de cedrón. Si Dios quiere no ha de faltar mucho
ya me quisiera ir ya Buenos Aires no me gusta viejita
querida yo no me hallo entre tanta gente que uno va
caminando por la calle y no se saluda porque nadie se
conoce y las casas son tan altas como si quisieran imitar
a las montañas de tan altas que son pero no llegan a la
altura de las montañas que tenemos allá en Mendoza
donde está mhijito que tanto quiero y por el que estoy
haciendo estos sacrificios porque se lo merece pobre
mi angelito qué culpa tienen los chicos. Yo la abrazo
mucho viejita y cuídemelo al Carlitos que es lo que más

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quiero en este mundo después de usted a Dios gracia
que la tengo. De adentro del cuaderno sacó un sobre
y escribió con una lapicera que encontró en uno de los
cajones del placar de la cocina: Señora Deolinda Casas
de Almirón. Almacén Carlos Washington. San Rafael.
Provincia de Mendoza. Remitente Luisa Almirón. Jun-
cal 1347. Capital Federal. A las 23.20 horas se acostó.
Rezó un padre nuestro y un avemaría. Pidió por la salud
de su hijo, de sus padres, de sus hermanos. Para que se
le pasen los dolores de cabeza a la señorita Angélica.
Para que pronto pueda volver a San Rafael. Para que ella
se siga manteniendo tan buena y linda como sale en los
noticiosos. Para que cuando su hijo sea grande no haya
más pobres. Cerró los ojos y se le aparecieron los ojos
como uvas verdes y fue como hacía cinco años que de
solo mirarlo se ponía tonta, se le caían las cosas de sus
manos y la madre de él le gritaba chinita estúpida y ella
esperaba la noche que llegaba con él para desatarla en
mil colores y para espantar las uvas verdes de sus ojos
rezó el avemaría hasta dormirse.
A las 22.30 horas Adolfo Mendeville, cincuenta y
dos años, abogado, se sentó ante la máquina de escribir
Rémington. Se puso los anteojos. Escribió: Apreciado
amigo dos puntos. Me es grato dirigirme a Usted para
hacerle saber que la preocupación que juntos comparti-
mos, podemos darla por superada. Como esperábamos
el juez interviniente declaró cerrado el caso por falta de

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pruebas; ya le había adelantado que era un caballero y
un amigo. Lo único que para mí sigue siendo un trago
duro, es la cadena de malos entendidos que hubo entre
usted, los amigos y yo que, muy lejos de nuestras inten-
ciones, provocó la engorrosa situación y el precipitado
viaje del muchacho que no estaba al tanto de lo aconte-
cido. Claro que no le puede hacer daño a los veintisie-
te años, pasar una temporadita en París; por lo menos
mi experiencia me dicta que las europeas son deliciosa-
mente vulnerables a los sudamericanos, especialmente a
los argentinos.
En otro orden de cosas, le diré que nuestro asunto
relacionado con la California marcha viento en popa;
mi cuñado me mantiene permanentemente informado.
Hay que ir con calma, sin apresuramientos. Los acon-
tecimientos se encaminan para que nuevamente se diga
“ni vencedores ni vencidos”. El género epistolar impide
que me extienda en consideraciones que ya tendremos
oportunidad de intercambiar.
Reiterándole mi amistad lo saluda. Firmó con una
lapicera Parker capuchón de oro. Volvió el papel a la
máquina y escribió: P.D. Tal como lo acordáramos, no
se hizo publicidad. Debido a la hombría de bien del juez
interviniente, solo las personas estrictamente necesarias
del juzgado tuvieron acceso al expediente. Mi mujer y
mi hija están totalmente ajenas. De uno de los cajones
del escritorio sacó un sobre y escribió: Dr. Alfredo Fe-

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derico Eizaguirre. Estancia Los Aromos. Partido de ge-
neral Madariaga. Provincia de Buenos Aires. Remitente.
Adolfo Mendeville. Juncal 1347. Capital Federal.
A las 23.00 horas, después de tomar tres medidas
de whisky White Horse cosecha 1950, se acostó. En la
mesa de luz del lado izquierdo había un ejemplar de La
Nación del día. Empezó a leerlo. Se detuvo en una nota
titulada La vigencia de Caseros. Leyó: La primera tiranía
que los argentinos hubieron de sufrir, fue abatida el 3 de
febrero de 1852. Próximo está el día en que se conme-
morará el primer centenario de tan magno hecho. Case-
ros pierde significación si se lo analiza como aconteci-
miento estrictamente militar. Sin desmerecer la valiente y
decidida acción de nuestros soldados, consideramos que
la trascendencia implica ir más allá del análisis que supo-
ne un suceso de armas. Quizá por aquello que señalaba el
estratega prusiano Clausewitz en cuanto a que la guerra
es la política por otros medios, la preclara y decidida ac-
ción de los militares en Caseros marca una nueva etapa
en la historia argentina y un ejemplo a seguir cuando los
postulados republicanos y democráticos se hacen agua
en el estéril pantano de la demagogia. Ni vencedores ni
vencidos se dijo en aquel momento. ¿No habrá llegado la
hora que los argentinos repitamos esa generosa frase? El
diario resbaló cubriéndole la cara. Estaba dormido.
A las 22.15 horas, Cecilia Arroyo de Mendeville,
maestra, cuarenta y ocho años, se sentó ante la mesa

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del comedor. De una carpeta de cuero azul sacó una
hoja de hilo celeste; con una lapicera Parker capuchón
de plata escribió: Querida hermana dos puntos. Aunque
tengo una leve jaqueca, me apresuro a contestar tu carta
que recibí esta mañana. Adolfo me dijo que se puso en
comunicación con Roberto para la solución de los in-
convenientes que planteabas en tu misiva, por lo tanto,
no abordaré aquel tema.
No sabes cómo te envidio, a ti y a toda tu familia
por estar en New York, esa magnífica ciudad. Tengo la
sensación que Buenos Aires, en estos años, se ha achi-
cado. Es una ciudad acunada por los gritos de esa gente
ensoberbecida, sin educación, sin una mínima fibra de
espiritualidad. Aún existen ciertas calles con el viejo es-
tilo, Charcas, Santa Fe, Alvear, ese estilo que a algunos
viajeros les ha llamado la atención por su semejanza con
Europa.
Estoy un poquito inquieta por Angélica. Tú sabes
que ha heredado de mi misma y de nuestra madre las
jaquecas, pero ella las sufre en demasía. A pesar que ha
seguido estrictamente las indicaciones del médico, no
hay variaciones en su estado. Para colmo, Alfredo hace
alrededor de tres meses que no escribe. En realidad,
más que la ausencia de cartas, a mí me preocupa el que
hasta Angélica llegaron los comentarios de la relación
entre Alfredo y la mujer de Bavio. Era imposible que no
se enterara, puesto que el descaro de ella para buscarlo

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era insolente, hasta chabacano. Pensar que era una chica
tan distinguida cuando la veíamos en Playa Grande, ¿te
acuerdas? Por la situación tan especial, me pareció lo
más sensato que Alfredo viajara a París, no hay como
París para ciertas soluciones. Angélica es una fiel segui-
dora del estilo que nos enseñara nuestra madre. Se ma-
nejó como nos manejamos ella, tú y yo ante situaciones
iguales. Dejó de escribir. Se paró y fue hasta la radio. La
encendió. Movió el dial hacia la izquierda. Canta Mario
Clavel anunció el locutor. Escuchó: Una mujer, debe
ser, soñadora coqueta y ardiente, debe darse al amor,
con frenético ardor, para ser una mujer. La mujer que
al amor no se asoma, no merece llamarse mujer, es cual
flor, que no expande su aroma, cual un leño que no sabe
arder. La pasión tiene un mágico idioma, que con besos
se debe aprender. Porque una mujer que no sabe que-
rer, no merece llamarse mujer. Apagó la radio. Volvió
a sentarse. Escribió: Me hace feliz el que Angélica sea
así, sobre todo en un momento en que algunas mujeres
dan tan triste espectáculo. Qué se puede pedir si esa
(¿para qué nombrarla?) con el pelo teñido de rubio y
con ropas de muy dudoso gusto, se lo pasa gritoneando
y gesticulando señalando que es la abanderada de vaya
a saber qué cosa. Quizás lo que convenga para la salud
de Angélica sea el que haga algún viaje fuera de este bo-
chorno. Pienso en los países nórdicos o tal vez Estados
Unidos, ya hablaré con Adolfo.

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Bueno querida llego hasta aquí porque no doy más
del dolor de cabeza. Cariños a Roberto y a los niños. Un
abrazo. Sacó un sobre de la carpeta azul y escribió: Mrs.
Clara Arroyo de Menéndez. 820 5th Avenue. New York
City. U.S.A. Remitente Celia Arroyo de Mendeville. Jun-
cal 1347. Capital Federal. República Argentina. Fue has-
ta el dormitorio. De la mesa de luz sacó dos pastillas de
Luminal. Las tomó. Se acercó a la cama de su marido.
Retiró el diario y los anteojos. Apagó la lámpara. Se des-
vistió. Se acostó. Enumeró lo que haría al día siguiente.
1) Llamar por teléfono a Leticia. 2) Ir a la modista. 3)
Comprar en Harrod’s toallas. Ver manteles. 4) Encargar
flores. 5) Pensar en un regalo para Lía Sabatier. 6) A las
cinco ir al té canasta en lo de China Zavalía. En algún
momento hablar con Adolfo sobre la conveniencia del
viaje de Angélica. A las 00.05 horas se durmió.
El 7 de marzo de 1951, a las diez menos cuarto,
Luisa llevó el desayuno a la habitación de Angélica. En
la bandeja había cuatro cartas selladas en París. En tres
sobres venían otras tantas tarjetas postales. Ninguna es-
taba firmada ni figuraba quién las remitía. Una de ella
mostraba parte del Sena, el puente Enrique IV, los co-
lores eran sepia. Angélica la dio vuelta y leyó: Bajo este
punto y otros que cruzan el Sena, mujeres y hombres
que llaman clochards, con algo de desesperanza, con
mucho desencanto, borrachos, se olvidan de París dur-
miente, se tapan con hojas de Le Fígaro.

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La segunda tarjeta fotografiaba en colores la en-
trada de Le Louvre. Angélica la dio vuelta y leyó: La
mayor parte de las colecciones que aquí se exhiben son
trofeos de guerra traídos por los victoriosos generales
franceses. Recordar la campaña de Napoleón a Egipto.
La tercera tarjeta fotografiaba en blanco y negro la
fachada principal de La Sorbona. Angélica la dio vuel-
ta y leyó: En nombre de la cultura y con la cultura se
produjeron los siguientes hechos: en 1838 la escuadra
francesa bloquea las provincias del Río de la Plata. En
1860 tropas francesas capitaneadas por Bazain invadie-
ron México, en 1864 ayudan a instalar una monarquía al
frente de la cual colocan a Maximiliano de Habsburgo.
En 1830 tropas francesas hacen de Argelia una colo-
nia. En 1893 llegan a Laos. En 1887 la cultura francesa
constituye la Unión Indochina.
El cuarto sobre contenía una carta. No había fir-
ma y tampoco figuraba el remitente. Angélica leyó: En
algún lugar de París, febrero de 1851. Cuadro de situa-
ción:
1) Las calles son sucias. Es una ciudad mugrienta.
Mugrienta de siglos de soledad. Es la zona donde se
desarrolló la comuna. Es una de las ciudades que ocu-
paron los nazis. Es una de las ciudades en donde se
inventaron mil formas de pelear contra los nazis. París
tiene hambre. París tiene frío escribió el poeta. Es una
de las ciudades en que fueron echados los nazis. Es la

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alquimia de algunos sudamericanos para dejar de ser
sudamericanos. En París los sudamericanos conocen lo
que pasa en Sudamérica y que viviendo en sus países no
se los dejan conocer los sudamericanos que hacen lo
posible para dejar de serlo. París es una mueca corrom-
pida a la orilla del Sena. Es el centro universal de los
globos de colores que adentro tienen mierda.
2) La vio en una esquina. Hacía quince minutos
que había dejado de nevar. París parecía pura bajo la
nieve. Parecía blanda. Casi suave. Dulce y complaciente.
Cuando la vio se dio cuenta. Por el abrigo demasiado
liviano. Por la manera desafiante con que inclinaba la ca-
beza de pelo negro. Porque son universales. Llegó a su
lado. Empezaron a caminar. Él iba con las manos en los
bolsillos del impecable sobretodo argentino. Ella miraba
cómo la nieve se metía adentro de sus zapatos. Tarda-
ron cuatro minutos y subieron los tres pisos. Él abrió la
puerta. Encendió la estufa a gas. Buscó en un armario la
botella de ginebra. Le tendió un vaso de ginebra. En un
francés aprendido en la Alianza Francesa él supuso que
podía explicar lo que era la ginebra. Al segundo vaso ella
se desprendió el abrigo y lo tiró sobre una silla. Tenía un
vestido negro. Como su pelo pensó él. Con un francés de
las colonias francesas le preguntó qué estaba esperando.
Qué espero pensó él. Dejó su vaso de ginebra sobre la
mesa. Dio los pasos necesarios. Hizo los gestos fieles. A
las cuatro de la mañana ella dijo que se iba. Él dijo que

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había empezado a nevar. Él la miró para que no se fuera.
Le pidió que no se fuera. A las cinco de la mañana su
pelo negro seguía desafiando París.
3) Todos los días la encontraba. En una esquina.
Caminaban. Por el Bois de Boulogne con los casta-
ños nevados. Por las orillas del Sena. Por los france-
ses llegando a Argelia en 1830 cuando ella empezó a
nacer. Caminaban por Constantinopla. Por Orán. Por
Sidi-bel-Abbés. Caminaban por el río Touil. Por el Ché-
liff. Por los chotout, las ciénagas salobres. Él sabía que
ella lo despreciaba. Aunque no fuera francés. Ella odia-
ba en él los ciento veintiún miserables años. A veces ella
se olvidaba de odiarlo. O se olvidaba de París. Entonces
él recorría el húmedo desierto de su piel. La historia de
su cuerpo. A veces. Él sabía que como un personaje de
Zola se había enredado con una puta. Era melodramáti-
co. Cursi. Parecía un tango. De los más amargos.
A las 12.20 Luisa entró en la habitación de Angé-
lica para avisarle que el almuerzo estaba servido. Dijo
que no iba a comer. A las 15.10 horas Angélica entró
en la cocina y le preguntó a Luisa si había llamado por
teléfono la novia argelina de Alfredo. Luisa no supo qué
contestar. A las 17.00 Angélica la llama a Luisa y le pre-
gunta si había terminado de preparar las valijas. Como
le contestara que nadie le había ordenado que lo hiciera,
Angélica le grita que era una negra inservible y que por
su culpa iba a perder el avión a Orán donde la esperaba

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Alfredo con su novia Argelina. A las 17.20 horas Luisa
llama por teléfono a la casa de la señora China donde
le dijo la señora que iba a tomar el té. A las 18.00 horas
llegó Celia Arroyo de Mendeville. A las 20.00 horas sus
padres y el doctor Castro llevan a Angélica a una clínica
situada en Temperley. Solo Luisa, sus padres y el mé-
dico sabían en dónde se encontraba Angélica. Para el
resto había emprendido un viaje a los países nórdicos.
A la semana el doctor Wüttemberg le explica a
Celia Arroyo de Mendeville y a Adolfo Mendeville que
a su hija se le suministra una dosis controlada de Lu-
minal. Que el principal inconveniente existente para
el comienzo de otra fase en la terapia es que Angélica
Mendeville se niega a hablar en castellano, utilizando
continuamente el francés. En los dos últimos días fue
necesario aumentar la dosis medicinal y el doctor Wü-
ttemberg decía que probablemente era necesario co-
menzar con las sesiones de electroshock.
Angélica Mendeville, veinticinco años, profesora de
francés, camina entre los árboles de la clínica. Tiene el
pelo negro desparramado sobre los hombros. Habla de
los franceses llegando a Argelia en 1830. De los oficiales
rubios. De Orán. De Sidi-bel-Abbés. Del azul del Medi-
terráneo abrazando la esquiva cintura de África. Dice que
ella es argelina. Lo dice en francés. Camina con el pelo
negro desatado en mil colores y dice: je suis algérienne.

• 25 •
El ahijado

Le dijeron que tenía que ir al sur, cerca de Bahía Blanca.


Le dijeron que lo acompañaba Leandro Salas, un ahija-
do de don Hipólito. Escuchó que los caminos estaban
buenos, que los caballos eran aguantadores, mansos, un
alazán y otro bayo. Supo que en dos horas empezarían
el viaje. Las casas finales de un pueblo abandonadas en
el galope, las primeras casas rebotando con el trote, eso
era un viaje. Preguntó si lo que tenía que entregar estaba
listo, contestaron que corría por cuenta de Salas, Lean-
dro Salas.
A las siete de la tarde hacía tres horas que ganaban
camino. Pasaron tierras alambradas, vacas manchando
la tierra, algunas ovejas, los maizales dentro de las tie-
rras alambradas. En un rato se les vendrían encima las
sierras. Él las miró: parecían dibujos que se iban con el
atardecer.
A lo mejor hay que levantar lo de la abstención
dijo Salas. Son muchos años en lo mismo y no se ve
que aflojen, sería cuestión de conversarlo. Escuchó el

• 26 •
relincho de un caballo. Su alazán movió las orejas, le
pasó una mano por las crines, las sierras violeteaban la
luz. Una comadreja cruzó fugaz, son muchos años dijo
Salas. ¿Cuántos años hace que anda en esto? Seguro que
usted es de los primeros que acompañaron a don Hipó-
lito, así me dijeron.
A la izquierda del camino había un bosque, los ár-
boles tenían troncos anchos, algunas ramas llegaban al
suelo. Qué de viajes como este habrá hecho, dijo Salas.
Son muchos años. Él movió la cabeza hacia el bosque,
es un buen lugar para pasar la noche dijo. Salas se afir-
mó en los estribos, él vio cómo se destapaba en la cin-
tura el cabo de plata de un cuchillo.
Quedaban unas llamas casi al ras del suelo. Bueno
el asado dijo Salas. En un hueco de los arboles estaban
suspendidas dos estrellas, las miró: plateadas, lejanas,
espiadoras. Desde la orilla del fuego Salas le alcanzó la
ginebra. Estiró el brazo, tome le dijo. Él empezó a to-
mar, Leandro Salas se quedó esperando, unas chispas
saltaron, había viento cuando él habló: fue en uno de
los viajes, ya ni sé en cuál, habrá sido en uno de los via-
jes que hice entre 1893 y 1909. Sí, por esa época fue que
me contaron la historia del ahijado. Parece que don Juan
Manuel tenía un ahijado. Nadie sabía de quién era hijo,
se lo habían traído los indios, junto con unos animales
que le entregaron, llevaron el chico. Los indios dijeron
que lo habían encontrado cerca del Bragado, adentro de

• 27 •
una carreta. A unos veinte metros estaban tirados los
cuerpos de un hombre y una mujer muertos a puñala-
das. El hombre tenía clavado el cuchillo en el medio del
pecho. Un cuchillo de plata, con mango de plata, como
los que hacían en Bolivia, flameando en el medio del pe-
cho del hombre. Los indios lo encontraron a la mañana
bien temprano. Ellos dijeron que el que los mató, los
había matado antes de la medianoche. Se quedaron con
la carreta y le entregaron el chico a don Juan Manuel,
más o menos tres años tendría la criatura, calcularon
que esa sería la edad cuando se lo llevaron junto con los
animales prometidos y él se lo dio a las mujeres de la
casa para que lo criaran. Cuando se hizo un muchacho
de catorce o quince lo mandó al campo. A los veinte
lo conocían como el ahijado de don Juan Manuel, así
lo nombraban. A cada lugar donde llegaba, sabían que
llegaba por encargo de su padrino. El mozo viajaba se-
guido, los primeros encargos fueron por la provincia.
Don Juan Manuel lo semblanteaba y había nuevos via-
jes, después se llegó a Santa Fe, a Entre Ríos. Iba sin que
nadie le averiguara si sabía lo de la carreta y los cuerpos
encontrados por los indios. Don Juan Manuel lo sem-
blanteaba y él partía, el ahijado lo nombraban. En 1837
le pidió que cruce a Montevideo. Había rumores fuer-
tes, peligrosos rumores. Los emigrados hacían revuelo,
fiero revuelo con los franceses estaban haciendo, en-
tonces lo mandó a Montevideo. Le dio las instrucciones

• 28 •
para el viaje, lo puso al tanto de lo que se tramaba con
esa polvareda de unitarios y extranjeros. Antes de ter-
minar la conversación fue a un mueble donde guardaba
sus papeles. Don Juan Manuel fue y lo abrió, medio se
agachó para sacar lo que buscaba; después se dio vuelta
y quedó enfrentando al mozo. Le tendió la mano y el
otro agarró un cuchillo, tenía el cabo de plata. Era pul-
cro, plateado, preciso, es para hombres leales le dijo.
Partió para Montevideo en el 37 con el cuchillo
ahuecándole la cintura. Llegó en un día con niebla.
A los dos meses de la conversación con don Juan
Manuel apareció muerto en la playa, a la orilla del río.
Vaya a saber cómo fueron las cosas pero había entra-
do en tratativas con esa gente de Montevideo. Parece
que en una casa se topó con uno de los amigos de
Lavalle. Lo habrá desordenado con las palabras, lo
enmarañó con frases, le habrá ofrecido oro. El oro
de los franceses para disolverlo a él, encontrado por
los indios en una carreta cuando amanecía. El río lo
hamacaba cuando lo hallaron muerto. El río donde
navegarían los franceses para bloquear la Confede-
ración, el río que se prestaría para que los franceses
vuelvan al mar silenciosos, derrotados, mientras La-
valle rumbeaba a Bolivia desbandado, perdedor. Pero
de eso el ahijado no alcanzaría a darse cuenta. Había
niebla el día en que lo encontraron muerto, una nie-
bla que borraba. Por eso, por la niebla, antes de ver el

• 29 •
cuerpo tirado contra el río, vieron el cuchillo preciso,
pulcro, plateado en el pecho del ahijado.
Escuchó que Salas le ofrecía más ginebra. Miró las
cenizas que se alargaban por el suelo, el fuego pálido con
algunos puntos que se abrían de rojo. Supo que Leandro
Salas destapaba el cuchillo, lo último que vio fueron dos
estrellas en un agujero lejos, entre los árboles.

• 30 •
Era, La Paz, con vos,
y unos jazmines señalando el verano,
en la mesa donde, tu mano, astronauta,
de espacios ignorados,
desplegaba dos pocillos de café,
La Razón (un diario), un cenicero,
para alunizar en mi mano,
y seguir, un viaje fantástico,
por las galaxias de Buenos Aires,
esa ciudad fundada por Solís y Garay,
según falsos documentos.
La ciudad, inventada por el río,
los candombes, los malones y los tangos,
y aquellos gritos, desembarcados por los gringos,
juguete rabioso, desplegado, en el aire del maldito octubre,
según consta en los puntuales documentos,
difundidos, (entre otros) por las salvajes palomas imbatibles.

Celina Lacay

• 31 •
Vendrán los cóndores*

A bordo de la Corbeta de S.M.B Clío,


Berkeley Sound, 2 de enero de 1833.
Debo informaros que he recibido órdenes de S. E.
el Comandante en Jefe de las Fuerzas Navales
de S.M.B. sobre las islas Fakland.
Siendo mi intención izar mañana el pabellón de la
Gran Bretaña en el territorio, os pido tengáis
a bien arriar el vuestro y retirar vuestras fuerzas con
todos los objetos pertenecientes a vuestro gobierno.
Soy, Señor, vuestro muy humilde y muy obediente servidor.
J.F. Onslew.
Al S.E. el comandante de las Fuerzas de Buenos Aires
en Puerto Luis, Berkeley Sound.

Oyó movimientos desacostumbrados en las dos cubier-


tas, ruidos de pasos por la escalera que se perdían hacia
la proa; voces que se encimaban llegándole alguna pa-
labra: estribor, allá, nudos. Reconoció al capitán Cooke,

* Primer premio en el género cuento en el Concurso Latinoamericano


organizado por Editorial Helguero en 1983.

• 32 •
su voz rotunda y áspera daba indicaciones pero has-
ta ella se arrimaban los sonidos de un lenguaje que no
comprendía, palabras extrañas como sollado, urca, go-
leta, rolido, eslora, como el rumor de Faustina cantando
en el idioma oscuro que lograba calmarla y entonces
pedía: contame vendrán los cóndores. Era el lenguaje
de la navegación que no acababa de entender pese a las
explicaciones del capitán, pero que, sin embargo, oía
con placer. Ella dejaba que los sonidos misteriosos de
la marinería la bambolearan suavemente acercándola a
una zona desconocida, una zona que adivinaba cuando
pronunciaba eslora y se quedaba en la melodía de esas
seis letras unidas sin importarle, o sin importarle dema-
siado, el significado
Muchas veces durante el viaje, cuando el capitán
Cooke la visitaba a la noche en su camarote, le pedía
que le explicara las partes de un barco o su manejo. Él
accedía y rápidamente empezaba una erudita exposición
que ella tomaba como un relato meneante, encrespado,
con ondas que se ampliaban, que se ampliaban más to-
davía porque era norteamericano y hablaba un español
alargado. Decía el sollaudou o la esloura y el ondeo cre-
cía en las noches sobre el mar en el que conversaban.
Esos ruidos a media mañana no podían suponer
otra cosa que el América libre avistando las islas, en tres
o cuatro horas empezaría el amarre, quizás a las tres de
la tarde desembarcarían. En diciembre las islas son agra-

• 33 •
dables, cuando no hay viento es posible recordar que es
verano decía el capitán. Usted es una mujer valiente vi-
niendo a un lugar perdido en el sur del Atlántico, se lo
dije a Ibarguren cuando me habló por el viaje que usted
tenía interés en hacer, su hija es valiente le dije, mi hija
es terca me contestó. Pienso que ustedes necesitan una
buena dosis de terquedad para llevar a buen fin la causa
americana. ¿No es cierto? Terquedad con una dosis de
imaginación dijo Inés. ¿Usted tiene la dosis suficiente?
Creo que sí, la imaginación proviene de mi madre, ella
hacía poesía, un hábito desacostumbrado en una mujer
de un lugar que hasta hacía poco era colonia. O a lo
mejor vivir en una ciudad a orillas del Río de la Plata, ser
una mujer que presenció los acontecimientos de 1806,
1807, 1810 son las razones que la llevaron a la poesía.
La terquedad es de mi padre, por ejemplo su aversión a
los ingleses es tan consecuente que cuando le dije que
me gustaría estudiar piano, me lo permitió siempre que
en mis lecciones no figurara ningún músico inglés. Por
suerte los ingleses no se destacaron en la música dijo el
capitán. Seguramente su afán por dominar el mundo les
restó posibilidades para hacer música decía Inés cuando
el barco se bamboleaba en el Atlántico rumbo al sur,
a los puntos de viento flotando en el océano, las islas
donde estaba Luciano.
En unas horas podrá encontrarse con su marido
le dijo el capitán tomándola del brazo para guiarla por

• 34 •
los pasillos y escaleras hasta la cubierta principal. El
viento la obligó a entrecerrar los ojos y sostenerse de
la baranda, dicen que el viento pone nerviosos a las
mujeres y a los animales, pero debe tratarse de mujeres
que no son tercas ni imaginativas. Inés sonrió mientras
miraba las elevaciones que salpicaban un terreno par-
co, quebrado por amarillos y azules casi violetas que
bajaban al mar. Las avutardas volaban contra el sol de
tal manera que parecían una línea plateada. Algunas
gaviotas planeaban sobre el América libre y seguían
hacia la costa. Los sonidos del mar golpeaban el barco
mezclándose con las ráfagas de viento y las órdenes
para desembarcar. Ella miraba las islas como abando-
nadas al viento, manchones ocultos esperándola para
tener un contorno preciso como tenía la memoria del
Río de la Plata, Buenos Aires.
Hay quienes las llaman miserables islas dijo el ca-
pitán. No serán ingleses dijo Inés, o serán ingleses que
disimulan su interés; en 1746 lord Ansen, uno de los
eternos viajeros de Su Majestad, explicó la prodigiosa
importancia de las islas como punto estratégico ¿Usted
piensa que los ingleses en los umbrales de 1833 pre-
tenden apoderarse de las islas? ¿No será una excesi-
va dosis de imaginación? Durante muchos años decía
Inés, franceses, ingleses y españoles se las disputaron y
si hubo una disputa, fue porque ninguno las consideró
miserables. Después de Waterloo Inglaterra es la única

• 35 •
potencia europea y además tiene en sus manos el co-
mercio mundial, si a eso se le agrega que en el círculo
de Lord Aberdeen desde el 29 se habla de convertir a
las islas en una base naval, la conclusión es que está en
sus objetivos ocuparlas. Pero estas islas forman parte
del territorio de su país que fue reconocido como país
independiente por Inglaterra. No creo, capitán, que us-
ted piense seriamente que eso puede ser un obstáculo
para el Reino Unido.
Al llegar a lo de Alonso, algunos patos y gallinas se
ahuyentaron, antes que una negra más joven y alta que
Faustina le abriera la puerta vio tres gaviotas caminan-
do por el techo de la casa. Entró en una sala amplia, en
una de las paredes había una estufa, la turba llameaba
amarillos y rojos. Sobre la estufa estaba colgado un óleo
de Rivadavia, lo habían pintado más alto de lo que Inés
recordaba que era. ¿Te has vuelto rivadaviana? Se dio
vuelta y corrió hasta Luciano, a medida que lo abrazaba
empezó a reconocerse, como si aparecieran descolori-
dos recuerdos de sí misma.
Terminaban de comer a las nueve con un resplan-
dor que se oscurecía hacia el mar. A ella que era la pri-
mera vez que pisaba un lugar diferente a Buenos Aires,
un lugar no solo separado por las costumbres propias
de una ciudad, sino situado en una dimensión opuesta,
tan opuesta que la noche era un desgarrón precario y
breve, para ella todo era extraño y no podía bosquejar

• 36 •
sus paseos por las islas, el golpe del viento, las conversa-
ciones en las que participaba o sus encuentros con Lu-
ciano. Vivía una sucesión de manchones serpenteantes
que la llevaban desde Monroe en los Estados Unidos,
Rivadavia y el empréstito, Quiroga oponiéndose a Ri-
vadavia, ella enterándose de sí misma con Luciano, el
viento sacudiendo las isla, las islas como olvidadas en el
mar hacia el sur, acechadas por los ingleses, los inmun-
dos ingleses decía Luciano con desprecio. Pero sin su
ayuda no saldremos del atraso en que nos dejó España,
le contestaba Alonso. ¡No, no y no! Lo que dice es una
ingenuidad. Ellos ayudándonos. Los ingleses converti-
dos en solidarios partícipes de la causa americana. El
león ruge Alonso, el león tiene zarpas poderosas que no
acarician.
Desde que había llegado y Buenos Aires y el río
quedaron atrás formando parte de algo lejano (ella pen-
saba que era el pasado, su pasado) y las islas le mostra-
ban lo que había ignorado hasta que el América libre
la arrojó al viento, todas las noches Luciano discutía
con Alonso. La mujer de Alonso se iba con sus hijos
en cuanto terminaban de comer; el capitán preparaba
el café sin aceptar que se lo reemplazara. Era su tarea,
la ceremonia que cuidadosamente iniciaba volcando el
café sobre el agua en el momento en que él sabía y lue-
go lo llevaba a la mesa humeante, secreto, irresistible.
Cooke relataba distintos métodos que había escuchado

• 37 •
en sus viajes, maneras extrañas de preparar café; pero
el que había adoptado como propio, las marcas que
seguía para alcanzar ese saber precipitado y fascinante
lo mantenía en silencio. Decía que había que tomarlo
amargo porque el azúcar violaba el sabor del café y ella
se fue acostumbrando al gusto áspero y tupido que (a
lo mejor por los relatos del capitán) asociaba al Misi-
sipi y New Orleans, el Potomac, los cantos religiosos
de los negros, la musicalizada rebeldía de los negros
como decía el capitán.
Con las tasas llenas hasta el borde y la noche que
finalmente aparecía alrededor de las diez, una frase
cualquiera era el aviso para que casi sin respiro discu-
tieran hasta las once o las once y media en que se iban
a dormir. Alguno hacía un comentario sobre la Santa
Alianza, el proyecto carlotino, el futuro de la industria
textil, la necesidad de explotar las riquezas mineras del
oeste o la retirada de San Martín y entonces, como
provocada o como el resultado de señales ocultas, apa-
recía Inglaterra o los ingleses o los mugrientos ingle-
ses como los llamaba Luciano. Usted vive obsesionado
por Inglaterra le decía Alonso. Y ustedes tienen una
sospechosa ceguera a todo lo que hacen los ingleses y
una sospechosa mala memoria de todo lo que hicieron
le contestaba mirándolo alerta. Amigo Luciano decía
Alonso condescendiente, con la voz blanda y compo-
nedora: un país no se hace con retórica, ni con bellas

• 38 •
imágenes ni con febriles apuros adolescentes. Inglate-
rra no es un fantasma que flota recostado sobre el Ca-
nal de la Mancha. Inglaterra existe. Tiene un rey, una
flota, una extraordinaria industria y controla la mayor
parte del comercio mundial. Nosotros también exis-
timos: acabamos de salir de las guerras de indepen-
dencia, tenemos un territorio despoblado o poblado
por los indios, no tenemos flota, apenas un ejército
improvisado, no tenemos industrias y cargamos sobre
las espaldas la herencia que nos legaron los españoles:
hermosas palabras, hidalgas palabras si usted quiere.
¿Para qué sirven? A lo mejor para hacer literatura. Para
mí las palabras ayudan a tapar la ineptitud, una ausen-
cia de mentalidad práctica que los llevó a perder el más
brillante de los imperios. Los españoles son como el
Quijote: viven en el sueño de las glorias pasadas. Tie-
nen la eterna melancolía de los perdedores. Esa es la
herencia de la colonización española, nada más Lucia-
no. Enfrente de España está Inglaterra. ¿Es obra de
la casualidad lo que tiene Inglaterra y lo que no tiene
España? ¿Por qué Inglaterra derrotó a la Armada In-
vencible? ¿Por qué Inglaterra venció a Napoleón? No
le voy a negar que los métodos ingleses puedan estar
reñidos con la ética, pero en política la ética no tiene
cabida, es la excusa de los inoperantes. Si Inglaterra
tiene industrias y España no, es porque los métodos
españoles no sirven. Si el país necesita seguir adelante,

• 39 •
no puede hacerlo sin crear industrias. ¿Qué método
usamos nosotros? El dilema es simple: o elegimos el
atraso y hacemos verborragia en lugar de un país o
elegimos el progreso abandonando los melindres, esas
quejas idealistas.
El capitán Cooke se escudaba detrás de la pipa. A
veces ella pensaba que el humo que tiraba como si fue-
ran olas difusas y fugitivas le servían para, desde atrás,
observar lo que decían los otros, él explora las palabras
ajenas pensaba Inés.
En los veinticinco días que tardó el América libre
en llegar a las islas, cada noche golpeaba su camaro-
te y entraba con una botella de ron. La bebida de los
piratas decía siempre; una vez en que más rápido de
lo acostumbrado vació la mitad de la botella, ella oyó
que decía: el ron es para los que permitieron que los
sueños los abandonen, entonces uno toma y reencuen-
tra algún sueño y se siente bien soñando, uno vuelve
a vivir. En esas noches, el capitán Cooke le contaba
sobre los peces del mar Caribe, del Pacífico sur, del
sur del Atlántico y ella podía ver los peces dorados,
los peces azules cortando una ola fugaz y espumada
mientras el sol se alejaba irremediablemente en el mar
desconocido, el mar de peligrosos colores secretos, el
maravilloso mar, the wanderfool sea decía el capitán
achicando los ojos para no perder (Inés pensaba que
era por eso) los ilimitados resplandores que había mi-

• 40 •
rado. Y del mar, como llevado por un barco veloz y
sabio, pasaba a los cantos de los negros, al Misisipi
(es un río sólido y sorprendente, decía) a las ciudades
fundadas por las distintas corrientes colonizadoras que
llegaron alguna vez, decía el capitán, llegaron sabiendo
cual era el misterio de la riqueza. Lo habían aprendido
en Manchester, en Londres, en Liverpool, no tuvieron
más que empujar los ruidos de los artificios insaciables
y codiciosos de los que eran guardianes. Su Dios los
ayudó en la empresa, porque fue una empresa la que
emprendieron y Él era austero, exacto, inflexible. No
se puede ser de otra forma cuando de empresas se tra-
ta, cuando es inaplazable comprar los negros que los
ingleses habían arriado desde el África para tirarlos a
las llanuras del sur, en esa tierra que florecía blanca por
sus manos invadidas de un lamento extraño y persis-
tente, un lamento que atravesaba el Atlántico y recala-
ba en los bordes calientes del continente saqueado y
volvía en un viaje de tiempos originarios, semejantes.
Por eso, por ese regreso pulido y revelador, el látigo
sonaba certeramente. Él era austero, exacto, inflexible
decía el capitán Cooke en el América libre que navega-
ba el Atlántico rumbo al sur. Si se fija en los nombres
de los pueblos de mi país, usted puede reconstruir su
historia, puede seguir el itinerario de los que fueron
llegando en frágiles barcos que los libraban de la per-
secución de allá, en Europa, para traerlos a la tierra

• 41 •
predestinada a los ojos del Señor. La tierra nueva, que
los salvara de los hombres porque Dios así lo había
fijado. Como también estaba fijado por Él que los que
desde los barcos miraron como las costas de Inglate-
rra se borraban en una lejanía que sabían recuperarían
solo a través de la memoria, y después, en el medio del
océano que a veces era el infierno con las tempestades
haciendo zozobrar cualquier esperanza, o con las ratas
mordiendo los cuerpos quebradizos y las almas de los
que venían en los barcos, las almas repletas de pecado
porque eran hombres y porque eran hombres estaban
condenados a sufrir lo determinado por Él, aquellos
John Smith, Robert Mc Bride, James Taylor, Alice Mc
Kinley, Mary Monroe, Jean Adams que llegaron en el
Mayflower y en otros barcos después de atravesar el
infierno tan temido, eran los elegidos del Señor. No
podrían saber quiénes se salvarían, pero sabían que
Dios los había escogido a ellos para que hicieran el via-
je hacia la tierra que en el norte de América los espe-
raba. Eran los elegidos de Dios para levantar ciudades,
para labrar los campos, para violentar los misterios de
la riqueza, entonces estaba bien a los ojos del Señor el
látigo perforando la carne oscura de culpa, porque el
lamento regresando, excesivo y desnudo, quebraba la
ley de Dios.
Esa noche, mientras el viento se filtraba, podero-
so, indomable, el capitán Cooke sirvió a todos la se-

• 42 •
gunda taza de café. Después llenaba la pipa lentamente,
como si los movimientos remisos lo dejaran hojear al-
gún recuerdo, cierto viaje temerario y urgente, un coro
de negros cantando en el oficio religioso de una iglesia
de Luisiana, pensaba Inés. En las discusiones el capitán
Cooke no intervenía, eran Alonso y Luciano los que
lanzaban argumentos dispares. Alonso lo hacía como
tomando distancia, como si los hechos que relataba
para comprobar sus ideas se sucedieron en geografías
alejadas y antiguas. Luciano hablaba y las palabras eran
empujadas de la misma forma que el viento fervoroso
y desbordante atropellaba las islas. Pero el capitán se
mantenía en silencio; cuando Alonso hablaba miraba
la tasa de café o se dedicaba a complicadas maniobras
para vaciar la pipa y cargarla de nuevo. Al hablar Lucia-
no el capitán achicaba los ojos igual a las veces en que
decía el wanderfool sea. El capitán ya no cree, era la ex-
plicación que le daba Luciano a sus silencios. Pero para
Inés era insuficiente.
La música de los negros es una despedida, un
arranque despacioso y cruel punteado en las voces que
recorren una tierra ajena, decía el capitán. El largo ex-
trañamiento acompasado y enorme como el amor no
correspondido, como el amor mutilado, como el amor
dividido por el absurdo de la muerte. En los acordes
suenan los gritos de los ingleses cazando mujeres ne-
gras, hombres negros, niños que serán mujeres y hom-

• 43 •
bres negros encadenados por el embriagador sabor del
oro. Los cargaban en barcos que avanzaban el Atlánti-
co en un recorrido fantasmal y arbitrario y los echaban,
en silencio, acorralados, para que abonaran los cauda-
les de los elegidos del Señor. Todo está en la música:
el ancho idioma de la tierra semejante, curva y des-
plegada, los barcos navegando una ruta de injurias, el
látigo enseñando la Palabra de Dios en la carne oscura,
hambrienta, pagana, y está el regreso, el regreso apun-
tado mientras los gritos de la cacería los silenciaban en
los barcos, mientras el látigo conversaba la muerte de
la piel oscura, la vuelta a la memoria igual y abundante
decía el capitán. No todos saben que la música de los
negros es una suerte de archivo y brújula, de recuentos
pasados y próximos, no saben que a la música no solo
es necesaria oírla, hay que mirarla, tocarla, olerla, hay
que despejarla, así decía el capitán Cooke cuando el
América libre iba olvidándose de Buenos Aires cami-
no al sur, en el Atlántico.
El viento apenas encontraba algunos obstáculos:
el Almacén de Ramos Generales levantado cuando lo
nombraron gobernador a Vernet, los ranchos donde
vivían los peones, la casa del gobernador vacía des-
de que la Lexington atacó la isla y él tuvo que viajar
a Buenos Aires, la casa del francés y la de Alonso el
administrador del Almacén de Ramos Generales. Se-
paradas de las otras, costeando y como cayendo en el

• 44 •
mar, estaba la casa de Antonio Ocampo, uno de los
que le habían otorgado una concesión en la isla Sole-
dad en tiempos de Vernet. Después nada más. O solo
el viento y el mar resguardando las islas. El mar de
imposibles colores que traía barcos mitológicos a bor-
do de los cuales había ingleses, franceses, alemanes,
italianos, daneses, españoles, hombres de una Euro-
pa que había vivido el estallido único de la revolución
iniciadora de sucesos extraños, desconocidos, como el
rodado de las cabezas de Luís XVI y María Antonieta
y la estampida incontenible arrastrada por la Igualdad,
Libertad, Fraternidad voceada en todos los idiomas,
chorreando desde el mar Caribe hasta el embudo ma-
rrón y apacible del Río de la Plata. Sucesos extraños,
desconocidos, como Napoleón llevando el incendio
hasta los enclaves más profundos de una nobleza flo-
ja y marchita que, en el formidable estruendo de su
caída, boqueando y a manotazos, ilumina la cháchara
sangrienta de la Santa Alianza. Extraños sucesos los
vividos por esos hombres que son testigos de la lucha
de los carbonarios (muchos de ellos lo serán, o serán
miembro de otras sociedades secretas) en un continen-
te que conserva el murmullo de los duendes y brujas y
juglares flotando con el Minotauro de la Isla de Creta
y el viaje de Ulises relatado por los rapsodas. Entonces
esos hombres abordan un barco que se dirige a tierras
increíbles porque no tienen pasado, tierras desmemo-

• 45 •
riadas de nombres que nada evocan, solo una prome-
sa, Río de la Plata, Brasil, Chile, Jamaica, Cuba, Santo
Domingo, Venezuela, la promesa del olvido. Porque
ellos huyen de Waterloo, de la restauración aplastando
le jour de gloire que soñaron con Dantón, Robespiere,
que siguieron soñando con Napoleón. Huyen de un
Dios que aparece en las palabras católicas o calvinis-
tas o anglicanas o protestantes, palabras que bailotean
mudas y complacientes en las sólidas paredes de los
castillos restaurados. Huyen de las brujas y duendes
que se esconden atrás de la luna y resbalan con la lluvia
para que la cosecha se pierda o la mujer los abandone
misteriosamente, o los hijos mueran de un castigo fa-
tal e imprevisible, de los juglares que los arrastraron a
las buenas intenciones del Señor del castillo, gallardo
en su caballo, fiel a Dios y a su dama; de los rapsodas
que entrecruzan caminos, bellos espejismos de tiem-
pos fugaces que demoran la llegada del Destino. Como
un palimpsesto bordeado por mares, Europa contiene
viejas y nuevas voces que se atropellan: las brujas y la
revolución francesa, los rapsodas y la Santa Alianza.
Entonces los hombres abordan un barco foquero que
los trae al puerto de la Isla Soledad al sur de América
para olvidar, entre el viento y el hueco del Atlántico,
para olvidar las voces.
El mar también trae, febril y desbocado, otros
barcos con otros hombres alucinados, fabulosos, lle-

• 46 •
gando en un tiempo parecido a la utopía, incierto y
devorador, llegando hasta el borde del mundo para
atraparlo. Su país no tiene una hojarasca de caballeros
y duendes, de Minotauros escondidos en los pliegues
de los acontecimientos. Su país es ancho y liso para
que el destino manifiesto garabatee fantásticos sueños
que es necesario fundar porque Él lo quiso así. Los
hombres abordan un barco que es prolongación de
su propia tierra, una vuelta más del sueño fantástico
que hay que desplegar para que el tiempo no sea un
resplandor breve y perverso que los persiga. Ellos no
buscan el olvido, buscan los bordes del mundo para
plantar estrellas. Su tierra es ancha y lisa, como una
bandera tachonada de estrellas entre los mares decía
el capitán cuando, al tercer día en que el América libre
había fondeado en la isla Soledad, recorría con Inés al-
gunos senderos que nombraban pomposamente calles,
senderos que se volcaban hacia el mar donde flotaban
suaves y lentos barcos foqueros y balleneros. El único
barco que había en el puerto Luis era el América libre,
los otros anclaba a más o menos un kilómetro de la
costa. Cuando se embarcó en Buenos Aires el capitán
Cooke la recibió con una breve inclinación de cabeza
mientras decía bienvenida al América libre y ella miró
al hombre alto, con una barba encanecida en los bor-
des, de ojos celestes, a veces azules y dijo: gracias ca-
pitán. El América libre, le explicó, es un bergantín de

• 47 •
doscientas toneladas que monta diez cañones y cinco
carronadas con una tripulación de cincuenta hombres.
Le aclaro señora que éste es un barco al servicio de la
causa americana y sonrió como una forma de quebrar
la gravedad pensó Inés. A las dos horas el barco em-
prendía el viaje hacia las Malvinas y ella miraba como
la ciudad se bosquejaba sobre el río pesado y tibio co-
rriéndose a los recuerdos. Osadamente se adelantaba
en dirección al mar, atrás quedaba la memoria del río
con el verano enredándose en los jazmines y en alguna
nube polvorienta y frágil. Atrás, cada vez más atrás, se
asomaban fragmentos de sus veintiún años: su padre
contándole las invasiones inglesas con su voz que iba
subiendo a la vez que el combate en las calles se hacía
más intenso y alcanzaba su tono triunfal al llegar a la
rendición de los ingleses y a modo de final decía: los
vencimos, aunque ellos tenían un ejército más pode-
roso, los vencimos. La muerte de su madre en 1820
y la increíble ausencia que Inés sentía violenta y ar-
bitraria, Rivadavia en el gobierno y un apurado viaje
de su padre para entrevistarse con Quiroga que sabe
para quién baila Rivadavia decía a la vuelta, mientras
comía en el comedor sombreado y fresco y ella trataba
de adoptar gestos diferentes porque la sangre que una
mañana manchaba las sábanas, sangre que asombro-
samente provenía de ella misma según le reveló con
recelo la negra Faustina, la precipitaban a algo nuevo,

• 48 •
pero todavía distante a pesar de su empeño por buscar
las poses adecuadas mientras su padre seguía hablando
de un empréstito leonino que sería la primera atadura
a los ingleses.
Fragmentos dispersos sobre el Río de la Plata, em-
pecinado espejismo de los españoles bordeando Bue-
nos Aires, una ciudad próspera como decían los viaje-
ros europeos. Los viajeros, esos espías ingleses decía su
padre. Fragmentos en retirada, a medida que el barco
iba al encuentro del mar, la insaciable memoria: la tarde
de 1831 en que tocaba en el piano una sonata de Bee-
thoven, cruzaba la música como un barco cruza el mar,
desparejo en una inagotable invención. Preguntan por
el señor repitió Faustina y Luciano Brizuela se presentó
con un aire presuroso y listo, una tempestad de pala-
bras que poco caso hacían a la comida servida en los
mejores platos de la casa, mientras ella miraba la tem-
pestad por la que él se movía como un versado y sagaz
capitán. Supo que era riojano pero hacía un tiempo que
no llegaba a la provincia, tuve que viajar dijo mirando
cómplice a su padre. Tuve que viajar repitió y donde
anduve vi lo mismo; las luchas por la independencia
desalojaron a los españoles y abrieron la posibilidad de
una hermosa libertad. Pero la libertad puede convertir-
se en un sueño del pasado si no se advierte el peligro
que son los ingleses para la causa americana. Ellos son
el principal enemigo pero no son la única amenaza. Es-

• 49 •
tados Unidos se prepara para llevar a cabo el Destino
Manifiesto lo que supone aguar las aspiraciones ameri-
canas. En su momento, Alejandro Hamilton propuso la
creación de un Gran Sistema Americano por el cual su
país pasaba a convertirse en un árbitro entre Europa y
nuestros pueblos. Después Monroe elaboró una doctri-
na que defiende los derechos americanos; lo único que
defiende esa doctrina es el interés de los Estados Uni-
dos por sobre los derechos de las demás naciones. La
democracia norteamericana es un brillante follaje para
esconder los esclavos negros y la fantástica pirueta de
agregar más estrellas a su bandera. El Pacto Americano
que propuso Bolívar en 1818 es la posibilidad de con-
cretar la hermosa libertad, los sacrificios de la guerra
de la independencia pueden naufragar si no advertimos
que buscan los ingleses y su cría, los norteamericanos.
Supo que tenía los ojos oscuros y que, como su padre,
era amigo de don Juan Manuel. Supo que preparaba
un viaje a las Malvinas porque era necesario poblarlas,
los ingleses tienen la intención de capturarlas para que
sirvan de base dijo. Supo que la tempestad la cruzaba,
como ella cruzaba la música: una partida caudalosa de
invenciones desparejas.
Fragmentos que brotaban como arrebatadas olas,
imprevistas y fieles, para llevarla a la visión desbocada
de un candombe en el barrio de Monserrat, secreto
pacto entre Faustina y ella, tamboriles reclamando una

• 50 •
vieja ausencia, un tajo demoledor abierto por los gritos
rubios que los arrinconó en un llamado que saltaba el
Atlántico, que remontaba el tiempo ancho y verde en
los tamboriles desatando recursos para regresar bai-
lando a la memoria igual y abundante. Los tambori-
les sonaban figuras de sol sobre la piel pulida y curva
como llamaradas desconocidas, como un descalabro
encubierto que la arrastraba y entonces casi gritando
le dijo a Faustina vamos, sospechando cual era la ra-
zón por la que decían que era un espectáculo indecen-
te y vicioso mientras se alejaba y oía algunas vivas a
don Juan Manuel y el descalabro de las figuras del sol
persiguiéndola se mezclaba, cuando el América libre
empezaba a oler el mar, con su casamiento con Lucia-
no seis meses después de haberlo conocido y quince
días antes de que él se embarcara para las Malvinas,
las islas de viento como le escribió en una carta, te va
a gustar vivir aquí, en este pedazo de nuestra Améri-
ca al sur del Atlántico. En verano hay flores amarillas,
azules casi violetas que crecen hasta el borde del mar.
En la casa de Alonso donde estoy viviendo, hay un
piano que me trae el recuerdo de la primera vez que
llegué a tu casa y tocabas Beethoven. Yo estoy bien,
si es posible estar bien sin tu presencia. Pareciera que
soy el único que piensa que los ingleses tienen interés
en ocupar las islas, el único que sostiene que Estados
Unidos se olvidará de la doctrina Monroe en el mo-

• 51 •
mento en que Su Graciosa Majestad intente tomarlas.
Conversé con un gaucho, Antonio Rivero, él también
está convencido sobre los objetivos británicos, no me
extraña porque fue hombre de Dorrego, le decía en la
carta y el 8 de febrero de 1832 su padre, extrañamente
alterado, sin mirarla, le dice que el buque de guerra
norteamericano Lexington al mando de Silas Duncan,
saqueó las islas, tomó prisionero a un lugarteniente del
gobernador Vernet y a seis argentinos más, le dice que
el gobierno dio una proclama a toda la población y se
tiene la seguridad de que Luciano no está entre los pri-
sioneros pero se ignora si en las islas quedaron heridos
o… y no pudo decir muertos y para que ella no lo ad-
virtiera se lanzó a hablar contra los ingleses que son la
peor carroña de la humanidad, pero peor aún son los
lacayos como Rivadavia y sus amigos que servilmente
se arrastran ante el rey y ante los norteamericanos y
cuánta razón tenía Luciano de sospechar de la doctrina
Monroe y ella lo interrumpía para anunciarle me voy,
tengo que ir a las islas y volvió a repetirlo hasta que su
padre dejó de suplicarle que no hiciera esa locura y se
comprometió a conseguirle el permiso necesario para
embarcarla en un navío que fuera apropiado.
Fragmentos disparados hacia atrás, a una zona li-
mitada por un tiempo sin retorno, disolviéndose como
el Río de la Plata, amarronado y dulce, se perdía en el
mar y el mar, inagotable invención de la memoria, abría

• 52 •
su ondeo de colores para contenerlo y saltar hacia un
paisaje al que Inés se asomaba, que miraría cuando el
América libre avistara las islas y la ausencia de Luciano
fuera un fragmento más en retirada.
El viento seguía poderoso, indomable, parecía
que iba a levantar el techo de la casa o que iba a vencer
la resistencia de la puerta cerrada esa noche, el 1° de
enero de 1833 en que los tres, alrededor de la mesa, lo
oían arrastrar la isla Soledad. El dilema que usted plan-
tea Alonso es falso, dijo Luciano. No es cierto que In-
glaterra esté adelante del progreso y España sostenga
el atraso, por lo menos no es cierto para América. Yo
estoy de acuerdo en que son necesarias las industrias
para promover el bienestar de la nación, pero las in-
dustrias nunca nos llegarán por medio de los emprés-
titos ingleses. Estos nos encadenarán a Inglaterra de
por vida y el bienestar que buscamos será una promesa
imposible que habrá que renovar con otros emprésti-
tos y así hasta el infinito. Las soluciones para alcanzar
lo que queremos las tenemos que encontrar entre el
Río Bravo hacia abajo y la Tierra del Fuego. Un Pac-
to Americano como proponía Bolívar, un acuerdo de
este tipo sentaría las bases para una independencia que
sea algo más que cortar los lazos con España. ¿De qué
Pacto Americano me habla, Luciano? ¿Con quién lo
firma? ¿Con los indios que viven de los malones? ¿Con
los gauchos? ¿Con ese gaucho Rivero, ese gaucho tai-

• 53 •
mado? ¿O usted piensa en los negros para ese Pacto
Americano? Con esos gauchos taimados dijo Luciano,
con algunos indios y algunos negros se venció a los in-
gleses en 1806 y 1807; con la misma gente se organizó
el Ejército de los Andes.
El viento le hacía un hueco entre el pecho y la
cintura cuando caminaban con Luciano buscando el
mar. Pasaban la casa del francés y a veces lo oían can-
tar la Marsellesa con una hermosa vos baja y grave que
conservaba a pesar de Waterloo, a pesar de los miste-
riosos viajes que lo arrojaron a la isla. Quizás llegó por-
que aquí se esconde un tesoro enterrado por el capitán
Bouganville en el 1700 cuando los franceses ocuparon
la isla decía Inés; él será un descendiente Buganville y
descubrió el plano del tesoro en 1789 cuando la parte
de la familia que era contrarrevolucionaria abandonó
Francia. Él lo encontró pero tuvo que enrolarse en el
ejército y hacer la campaña al África y todas las campa-
ñas de Napoleón hasta que la Santa Alianza lo obligó a
dejar Europa y entonces recordó el plano de Bougan-
ville y se embarcó a la isla del tesoro. ¿Y lo encontró?
No, porque antes había llegado Alonso, el francés no
sabía que había otra copia en poder de los ingleses, esa
copia es la que utilizó Alonso para encontrar el tesoro.
¿Y cómo llegó a manos de Alonso? Esa pregunta es
obvia dijo Inés. ¿Pensás que Alonso tiene relación con
los ingleses? Me lo imagino, como imaginé la historia

• 54 •
del francés. ¿Acaso se necesita tener una relación con
los ingleses para trabajar a su favor? Si es cierto, estoy
seguro de que si los ingleses invaden las islas Alon-
so será uno de los que, basándose en la superioridad
de la fuerza de los británicos, no opondrá resistencia.
Cuando murió mi madre, durante el día me imaginaba
que volvía, suponía que la muerte era un viaje con re-
greso, a la noche tendría que llegar porque era a la no-
che que había viajado. La esperaba en la cama con los
ojos abiertos, atendiendo los ruidos, preparándome
para verla entrar. Pero no llegaba y empezaba a llorar
cada vez más fuerte reclamando su vuelta. Entonces
aparecía Faustina. Cada noche me repetía lo mismo,
cada noche Faustina me cantaba en un idioma que no
comprendía porque era el idioma de ella, de los negros,
pero había algo en la música, un rumor cambiante, un
rumor de adioses alargados, demandas urgentes y so-
leados encuentros que lograban calmarme. Después
venía alguna historia, cada noche una historia distinta,
pero había una que prefería entre todas y le pedía: con-
tame vendrán los cóndores. La nombraba así porque
me gustaba, Faustina nunca me aclaró quién se la había
contado, un indio fue, me decía. Su voz oscura, ancha
y acalorada iba grabando un pueblo indio que vivía al
lado de la cordillera de los Andes, cuando se acercan
los españoles, el jefe se da cuenta que son numerosos
y que tienen armas superiores. Resuelve recurrir al Inti

• 55 •
para que los ayude a enfrentar a los españoles en me-
jores condiciones. Inti escucha al jefe indio y le dice
que lo que le pide llegará cuando su pueblo compren-
da por qué es necesario enfrentarse con el enemigo
por más poderoso que ese enemigo sea, cuando com-
prenda que nada ni nadie puede vencer a un pueblo
que defienda su dignidad, vendrán los cóndores para
ayudarlos decía, mientras las gaviotas repasaban el mar
y ellos caminaban sintiendo que el viento les hacía un
hueco entre el pecho y la cintura, en el Atlántico, al sur
de América.
Inés miraba esa noche cómo el capitán Cooke
exploraba las palabras ajenas; en el América libre le
había dicho que para saber hablar hay que saber es-
cuchar. Algunos hablan como si tiraran piedras a un
estanque, conozco un dicho árabe que explica mejor
lo que quiero decir: elk haki efisch aleih, las palabras
no cuestan nada. Esas personas no conocen el valor de
la palabra, escuchar hablar es como escuchar música,
también a las palabras es necesario mirarlas, olerlas, to-
carlas, hay que despejarlas le decía, cuando el América
libre se acercaba a las islas del viento donde Luciano
le había anunciado que le iba a gustar vivir. Todos los
días, por la tarde, les enseñaba a leer y escribir a los hi-
jos de Alonso, después tocaba el piano. Había encon-
trado una partitura de Beethoven, nadie sabía cómo
había llegado. Suponían que era de la mujer de Vernet,

• 56 •
Alonso contaba que cuando el Beagle estuvo por ahí,
junto con el capitán Fitz Roy había un naturalista que
conversaba con la señora y a la que había felicitado por
la manera en que tocaba el piano. El hombre no tenía
mucha inclinación por las islas, las llamaba miserables
islas, el naturalista pudo regalarle a la señora la partitu-
ra. Inés se sentaba al piano mientras el viento inventa-
ba caminos insospechados en las tardes amarillas y ella
avanzaba en el estampido tremendo que se olía desde
los primeros acordes. La música era una tempestad de
colores cruzada por un barco en viaje hacia la luna,
hacia ciertos puntos de una geografía inexplorada y
remota. Ella cruzaba la música como el viento sacu-
día las islas, como la cercanía de Luciano la arrojaba
a una odisea de mares y vientos, a un recorrido de sí
misma que emprendía con él, como Beethoven había
cruzado el huracán de los sucesos de 1789 volcando
agrios náufragos en los bordes del pasado y rescatando
llamaradas colosales asolando a Europa. Un estampi-
do violando los secretos de la sangre que ataba a las
tierras salvajes a una monarquía estrafalaria y marchita
para iniciar, roja partida inexorable, la libertad, la in-
dependencia, las palabras que es necesario oler, mirar,
tocar, las palabras para despejar.
Esa noche ella miraba como el capitán exploraba
las palabras ajenas. Este no es el momento de crear nin-
gún Ejército de los Andes decía Alonso, las guerras de la

• 57 •
independencia forman parte del pasado, ahora hay que
hacer un país y usted vive perseguido por fantasmas, el
fantasma de Inglaterra, el fantasma de los Estados Uni-
dos, el fantasma de los indios y gauchos haciendo un
Pacto Americano. Aquí hay que traer industrias, fomen-
tar el comercio, alentar de cualquier manera y a cual-
quier precio el comercio. Los ingleses y los norteameri-
canos tienen la llave del progreso, por qué no dejamos
que la usen. Su precio es muy alto Alonso, usted pide el
sacrificio de generaciones para conseguir una quimera:
los ingleses nunca cederán la llave del progreso, tampo-
co, en su momento, lo harán los norteamericanos. El
que vive perseguido por los fantasmas es usted y no los
que piensan como yo.
Solo el viento se oía la noche del 1° de enero de
1833 cuando después de saludar con un hasta mañana
al Capitán Cooke y a Alonso, Inés y Luciano entraron a
la habitación. Me pregunto qué dirán el día en que los
ingleses lleguen a las islas, el día en que se den cuenta,
decía Luciano, que la causa americana peligra si se in-
tenta abrir el progreso de la mano de los extranjeros.
Ese día se rasgarán las vestiduras, dijo Inés caminando
hacia Luciano, acercándose, sabiendo que la esperaba y
la recibía para avanzar en las figuras del sol reclamando
el tiempo ancho y verde que les pertenecía, llamaradas
navegando el océano que improvisaban con demoras y
urgencias, tenues murmullos repasado la piel pulida y

• 58 •
curva, una hecatombe que los lanzaba para encontrar
la armonía, el despliegue de la hermosa libertad, ciertos
datos de acontecimientos del pasado y descifrarse esa
noche, cuando solo el viento y el mar rodeaban las islas
como abandonadas al sur de América.

• 59 •
La luz mala

Aparecía pegada al suelo, arrastrándose ligera y pega-


josa. Como una lagartija entre las piedras, pensó. Ga-
teaba sorda y veraz por el jazmín. Como una lagartija
disparada por los cascotes que le tiran los niños a la
siesta, pensó. Podó los barrotes finales de la cama y el
retrato de Eduardo. Como los pespires, pensó. Escurrió
los bordes de la ventana. Como los pespires rapiñando
en la noche, pensó. La luz mala, dijo. Es la luz mala que
aparece. El caschís torió. Otro. Y otro. Otro más. Los
perros toriaron, escuchó.

¡Qué será mamita!


¡Qué será tatay!
Los caschís toriando
toriando velay.
¡Qué será mamita!
¡Qué será Tatay!
Los pespires brujos andan
dele volar.

• 60 •
Pensó: la luz mala. La luz mala que aparece. Como
que soy vieja es la luz mala, dijo. De nuevo la luz mala.
Hace tres meses que llega. Todas las noches. Desde la
cama la olía culebreando la oscuridad del aire. Ella acos-
tada en la cama la oía venir noche a noche. No se mo-
vía. No era como antes, como la primera vez que allá
se le apareció. Se enfermó y tuvieron que curarla. Allá
empezó a temblar como los temblorones de la laguna.
Sin parar temblaba. Toda temblando la llevaron donde
la vieja María. Tres veces a la semana siendo tardecita
la llevaban para curarla la primera vez. Allá cuando vio
la luz mala y se enfermó, recordó. Ahora la olía antes
que se pegara al suelo. Porque era vieja. Los viejos ya no
tiemblan porque la huelen, pensó. Podía esperarla como
la esperaba noche a noche desde hacía tres meses. La-
miendo el suelo llegaba. Enseguida toriaban los perros.

¡Qué será mamita!


¡Qué será Tatay!
Los caschís toriando
toriando velay.

Después los gritos rapiñando el aire, escuchó:

¡Qué será mamita!


¡Qué será Tatay!
Los pespires brujos andan
dele volar.

• 61 •
Como una araña amarilla. Una araña roja. Una ara-
ña roja y negra. Los gritos escuchó. Son arañas verdes
que muerden el vientre. Arañas rojas que pican los pies.
Un grito. Arañas rojas y negras que largaron en la boca.
Un grito. En el pecho. Un grito. En la nariz. Las arañas
royendo de la cabeza a los pies, escuchó. La luz mala
aparece hace tres meses.

¡Qué será mamita!


¡Qué será Tatay!
Los pespires brujos andan
dele que dele volar.

Empezó a llover, escuchó. Allá las lluvias son rápi-


das y ruidosas. Después queda olor a cerros mojados. A
carnavales y lapachos mojados recordó. Acá junio llueve
despacio, escuchó. Las arañas dejaron de morder. Por
esta noche. Las arañas no muerden más por esta noche
pensó. Pero él dijo nos vamos y nos vinimos. Yo no que-
ría salir de entre los cerros. Pero había que seguir al ma-
rido, recordó. Allá no hubiera pasado. Allá entre los cha-
ñares, mistoles y jarillas no hubiera pasado pensó. Pero
él dijo hay que irse y se vinieron. Él dijo primero voy yo
a buscar casa y trabajo. Y se vino. A los dos meses volvió
y dijo nos vamos todos. Hace treinta años lo dijo, recor-
dó. Porque vinimos pasó. Allá entre las zarzas parrillas y
los pececitos plateados no hubiera pasado, pensó.

• 62 •
Estaba sentada al costado del arroyo. Podía me-
ter los pies en el agua y cerrar los ojos. Las bumbu-
nas llamándose y el agua subiéndole las piernas le hacía
creer que era joven. Que la muerte estaba al final, muy
atrás de los pececitos plateados entrelazando el agua.
Lo creía. Cuando el agua iba subiendo. Con el olor a las
sacha rosas, lo creía.
Desde el agua apareció. Como si fuera un pece-
cito plateado que reventara con su cara. Con la cara
que él tenía hacía treinta años. Cuando nos dijo nos
vamos todos. Me vine porque estoy penando, dijo.
Todas las noches escucho cuando me echás las cul-
pas. De aquella vez que me vine a Buenos Aires para
que no nos hambreáramos. Y ahora resulta que me
andás echando culpas. ¿Acaso te faltó la casa? ¿No
conseguí trabajo acaso? Pero me echás las culpas.
Tus culpas son como janas que me llegan hacia el
mundo de los muertos. Ando penando por ahí. Por
los cerros ando penando. Por entre las calles. Por
entre los amaneceres y los totorales ando penando
por las janas que me echás. Nada he de saber yo. En
el mundo de los muertos nada se sabe. Si los vivos
bien nos recuerdan bien estamos. Si el recuerdo es
malo penando andamos. Nada se del muchacho. Es-
toy muerto yo y nada se. Si fueran ciertas tus culpas
podría yo andar en el agua, podría cruzarla de ser
culpable, acaso.

• 63 •
Se fue por el agua. Como un pececito plateado
volvió al mundo de los muertos. Se quedó mirando el
camino que él había hecho. Solo vio los pies temblan-
do de agua. A su lado saltó un hampatu. Cerca nomás
sonaron unas ranas. ¡Abuelaaa! ¡Abuelaaa! ¡Abuelaaa!
Dio un salto de mujer joven. Como si fuera otra se
paró. ¡Abuela! Los árboles se movieron. Atrás de las
zarzas parilla apuntó la cara. La mitad del cuerpo. Es-
taba entero con las zarzas parilla colgándole los hom-
bros. ¿Qué año es éste abuela? 76, junio de 1976. Allá
donde me llevaron no hay tiempo. Los pespires me
llevaron donde estoy y yo nada veo abuela. Apareció la
luz y los pespires me arrancaron. Después ya nada vi
donde estoy. Andan las arañas. A la noche. Las arañas
andan donde estoy a la noche. En la cabeza. Un grito.
En el pecho. Un grito. Las arañas andan de la cabeza
a los pies. ¿Usted me escucha a la noche? Yo la oigo
cuando me habla. Cuando usted me conversa mirán-
dome en el retrato que tiene en su pieza. Me acompaña
lo que va diciendo. Le voy a pedir que me cante. Cán-
teme abuela para que yo la oiga desde donde estoy. Los
pespires fueron. Yo los vi venir. Ellos me arrancaron y
largan las arañas noche a noche. En la boca. Un grito.
Entre las piernas. Un grito. En los pies. Un grito. Las
arañas royendo de la cabeza a los pies. Cánteme unas
coplas para que yo la oiga. Desde donde me llevaron
para que la oiga.

• 64 •
Los perros toriaron, escuchó. Abrió los ojos y el
sol resbalaba la pared. Desde la cama el sol amarillea
como las tuscas pensó. Se vino del mundo de los muer-
tos como un pececito plateado, recordó. Yo quise ver
el camino pero el agua lo borró. Si los vivos bien nos
recuerdan bien estamos. Si el recuerdo es malo penando
andamos, recordó. Apareció atrás de las zarzas parillas.
Fueron los pespires dijo. Los pespires lo arrancaron, re-
cordó. El sol amarilleó el retrato de Eduardo. Lleno de
tuscas se ve su cara pensó. Cánteme unas coplas para
que yo la oiga. Entonces cantó.

Óiganme los de aquí


y los de allá
esto que vengo a cantar
los pespires brujos
dele que dele volar
lo arrancaron una noche
sin que pudiera pelear
voy recorriendo caminos
con mi caja y con mi voz
avisando con el canto
lo que pasa en mi país
los pespires brujos
dele que dele volar
lo arrancaron una noche
sin que pudiera pelear.

• 65 •
Óiganme los de aquí
y los de allá
esto que vengo a cantar
cuidadito los pespires
cuidadito sí señor
las palomas que son blancas
Diosito las hizo así
por eso vuelan más alto
por eso vuelan mejor.

• 66 •
Quisiera caminar por aquellas calles arboladas
caminar y hablar. Y que vieras los lugares
donde nacieron mis primeros sueños
como el de tantas muchachas en la edad en que el amor
era solo un idealismo con mayúsculas
que conocieras mi río, mis bosques
mis tilos y hortencias
que conocieras mi puerto, mi ciudad, mi lugar
y en el gris de los inviernos te darías cuenta
que la nostalgia tiene ese color
y en el sol de los veranos
verás cómo es de calurosa la amistad
y en el plateado de sus aguas, cuando la luna los mira
entenderás por qué, el amor a veces
es un profundo río donde se lucha para permanecer
íntegros
pero transparentes.
Te enseñaría los barrios con melodías multicolores
conocerías la gente, con la humildad del que sabe que vivir
es luchar y luchar, y a veces también con el egoísmo
del que guarda para no sufrir mañana.
Y te darías cuenta, que tengo un poco de todo eso...
y comprenderás por qué cuando uno se aleja del lugar que amó
lo encuentra en cada mirada, en cada canción
¡y siente unas ganas tremendas de volver!

Celina Lacay (23-11-1979)

• 67 •
Una curiosa historia

En los años que llevo trabajando en literatura, hice


varios artículos sobre las relaciones entre literatura,
realidad y ficción. Mi principal objetivo fue ubicar esa
correspondencia dentro de la realidad americana, es
decir, dentro de la irrealidad que brutalmente algunos
inventan.
Hace unos días recibí una carta que muestra clara-
mente lo que en tantos artículos intenté esbozar. Quizás
por aquello de que la realidad supera la ficción, transcri-
bo textualmente las partes de la carta que hacen al tema.
Mientras escribo en esta Léttera 22, tengo una gi-
nebra con hielo y un Colorado que humea en el ce-
nicero con el mismo aire imprevisible y lejano que lo
hubiera hecho en Buenos Aires, una tarde de marzo en
que nos encontramos en el Politeama sin que ninguno
de los dos supiera que nos despedíamos. No estoy nos-
tálgica o, mejor, digamos que tengo la nostalgia justa y
medida (vos dirías la nostalgia prolija) para que la carta
no sea sudorosa de melancolía, sobornable.

• 68 •
Pero no voy a escribirte sobre la ginebra y los co-
lorados que llegaron en un vuelo de Aerolíneas Argen-
tinas (encomienda que mandó la familia junto con las
otras legitimaciones argentinas: la yerba gloriosa y ver-
de y el dulce de leche cálido, espeso); tampoco quiero
abultar esa metafísica de la nostalgia que anda rondan-
do. Voy a relatarte una historia. La falta de las calles de
Buenos Aires, el tiempo que a los hombres les dio el
amor y el oro como dice Borges (nunca voy a entender
por qué le dedicó ese poema a Silvina Bullrich) no me
hace saltar a la literatura. En mi caso, el exilio no es el
vínculo hacia la zona frágil, necesaria, demasiado libre.
El relato que haré es porque me lo pidieron, empiezo a
narrar los hechos.
Antes de ayer, mientras nevaba, entró a mi casa una
mujer que conocí en lo de unos amigos chilenos. Trabaja
en la sección arte y espectáculos de un diario, anda cerca
de los 50 y no resolvió si la literatura es una catarsis de
conflictos más o menos personales, si es el territorio de
la magia o si es una expresión de la realidad social; por
lo tanto ella dice que se dedica al periodismo y de vez en
cuando escribe un cuento, alguna poesía. Vino a verme
porque sabía que vos y yo somos viejos amigos y des-
pués de ciertas vueltas me pidió que te aclarara una cu-
riosa historia. Es el título de un cuento que la revista que
dirigís premió con el primer puesto en el concurso que
organizaron hace unos meses. La aclaración comienza

• 69 •
a partir del día en que ella, en el diario, revisaba unos
artículos que le servirían para preparar una nota sobre el
cine sueco. Entre los papeles encontró un sobre tamaño
oficio con el sello postal argentino. No estaba dirigida a
ninguna persona, a ninguno de los integrantes de la di-
rección, del consejo de redacción o del consejo de admi-
nistración del diario; había escrito el nombre del diario
y la dirección, el remitente no existía. Abrió el sobre y
sacó dos hojas, lo que leyó (conoce el español) le pareció
un cuento, un buen cuento. Lo volvió a leer y lo encon-
tró muy bueno, tanto, que le hubiera gustado escribir
algo así. Ni en el sobre ni en las dos hojas había algún
dato que llevara al autor, solo el cuento y arriba, como
título: Testimonio. A la noche, en su casa lo leyó por
tercera vez y antes de iniciar la cuarta lectura había deci-
dido mandarlo al concurso. Hizo correcciones, cambió
ciertas palabras, varió la puntuación y lo nombró: Una
curiosa historia. Dudó entre una historia particular, una
especial historia, una historia singular, pero le parecieron
títulos en inglés o en francés. En cambio la palabra cu-
riosa, es decir, curioso la remitía a zonas extraordinarias,
a mágicos mundos, a la idea que ella tenía de América.
Faltaba elegir un seudónimo con el que firmar el cuento
y se le ocurrió Delia Maraña, la protagonista de Circe,
el cuento de Cortázar. Al tiempo supo que había gana-
do el concurso. No sintió que era una estafa, que ella
era tramposa, solo sintió algo vago, cierta incomodidad.

• 70 •
Fue diferente cuando leyó tu artículo: América: ¿ficción
política o realismo literario? A medida que leía el análisis
sobre la realidad americana y las conexiones que estable-
cés con la ficción, en donde los géneros del terror y del
horror provocan un salto, una superación de lo fantás-
tico; donde se resuelve la relación entre realidad y lite-
ratura y curiosamente, según decís, esa resolución viene
de un campo extra-literario, son las ficciones políticas o
las políticas de la ficción las que disuelven el límite entre
realidad y literatura. A partir de esa suerte de mezcla
de los dos planos, seguís diciendo, el papel del escritor
americano gira provocando algo similar a una ruptura
epistemológica: no será el encargado de elaborar ficción,
sino que su producción será un registro descarnado de
la realidad, ésta, por si misma, contiene la ficción. Te
decía que a medida que leía tu artículo, ella iba dándose
cuenta de su propia trampa porque, parar el análisis to-
maste básicamente el cuento Una curiosa Historia. Ante
la nueva situación ella sintió un emplazamiento; el pro-
blema a resolver se presentó así:
1. Admitir que era una falsificadora. Esta posibili-
dad suponía un rompimiento definitivo con la literatu-
ra, significaba aceptar que no se había arriesgado de la
forma que exigía el oficio de escribir.
2. Asumir la identidad del autor/a del cuento. La
asunción trascendía el hecho literario, era adueñarse
de la realidad americana, hacerla suya y, a partir de esa

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toma, ejercer la literatura no como ejercicio de una cate-
goría ideal (la universalidad de la literatura) sino el ejer-
cicio peligroso, expuesto, que supone ser americano, ser
un escritor americano. Creo que no te resultará difícil
darte cuenta como resolvió el problema. Ahora paso a
copiarte el cuento tal como llegó a sus manos.
Yo, Claudia Morelli, nacida en Buenos Aires el 9
de mayo de 1952, DNI 9.248.322, el 28 de septiembre
de 1977 entre las 22 y 22.30 horas caminaba por la calle
Corrientes en dirección a Montevideo, fue poco antes
de la esquina cuando cuatro o cinco hombres me rodea-
ron encañonándome con distintas armas y me llevaron
hasta un Falcón que arrancó seguido de otros autos. Me
pusieron una capucha y tela adhesiva en la boca sin que
hubiera alguna explicación sobre el procedimiento. Du-
rante el viaje hablaban en clave, el que parecía ser el jefe
se hacía llamar el gato azul; no puedo precisar el tiempo
que duró el trayecto, a lo mejor fueron 40 o 45 minutos,
el auto iba a gran velocidad y a veces sonaba una sirena
similar a la que usan los vehículos policiales. Un poco
antes de llegar el gato azul ordenó que me vendaran,
me agacharon y en esa posición arrancaron la capucha
y rápidamente me vendaron los ojos, después volvieron
a ponerme la capucha. Uno de ellos me bajó en brazos
y sentí olor a campo hasta que entramos en un lugar ce-
rrado. El gato azul ordenó que me desvistieran, desnuda
me acostaron en una cama o camilla a la que me ataron

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con las piernas y brazos abiertos. En el momento en
que la picana desde el centro de mi cuerpo se despla-
zaba hacia los senos, escuché los primeros acordes del
cuarteto La Caza de Schubert. Si bien la picana recorría
todo el cuerpo, especialmente se detenía en los genitales
y en la boca. Por ahí el gato azul gritó ¡basta! y La Caza
dejó de sonar. Qué libros leés, dijo. Cuando pude hablar
le nombré Rojo y Negro, entonces él me golpeó con lo
que creo era un palo de goma, me golpeó la cabeza gri-
tándome subversiva y lo siguió haciendo cuando le iba
nombrando Adiós a las Armas, Absalón Absalón, El
misterio de Marie Roget, Cien años de soledad, Las fie-
ras, Ficciones, Final de juego, La balada del café triste,
El siglo de las luces, El infierno tan temido. Alternán-
dose, la picana me recorría como un animal agazapado
y hambriento y los golpes se estancaban en la cabeza,
La caza y el silencio. Después me ataron los pies y las
manos y envolviéndome con una manta o frazada me
dejaron en el suelo en otro lugar donde oía continua-
mente gritos. No me daban de comer y solamente tomé
un vaso de agua, no tenía noción del tiempo, mi tiempo
se medía entre ellos llevándome hasta la cama o camilla,
las órdenes y los gritos del gato azul, La Caza sonando
todo el tiempo, la manta envolviéndome.
Después de una de las sesiones, el gato azul me
dijo que mi situación era muy comprometida, que él
cumplía órdenes y no sabía nada, solo le habían infor-

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mado que era peligrosa. Que ellos estaban llevando a
cabo una cruzada contra la subversión y que en esa cru-
zada todos podían cumplir un papel por más pequeño
que fuera, inclusive, si yo quería colaborar también ha-
bía un lugar para mí. Entre otras cosas, podía vender el
auto y el departamento que eran de mi propiedad, ese
dinero ayudaría a las familias de los que heroicamente
habían dado sus vidas en la lucha, a lo mejor, si había
una clara actitud de colaboración, la superioridad llega-
ba a reconsiderar mi caso. Al rato trajo lo que dijo era
un poder para que se pudiera realizar la venta del depar-
tamento, auto, un televisor, dos radios, un tocadiscos y
un grabador
A partir de ese momento me dieron de comer una
vez al día y el 27 de octubre de 1977 me desperté en
una clínica de la ciudad de Bogotá, Colombia. Allí me
habían llevado los que me encontraron tirada en la calle,
dormida bajo los efectos de un somnífero.

• 74 •
Ella cierra los ojos
y sabe que afuera
el sol es una explosión
entre la tierra y el cielo
sabe que la lluvia de abril
tiene un olor diferente
a la lluvia de enero.
Ella sabe cuando cierra los ojos
que una flor abierta
es una verde aventura
y que una madre
es hablar
el valeroso idioma del amor.
Ella sabe más cosas
que guarda
cuando cierra los ojos
para empujar
al hijo dulce pájaro de la libertad
que está llegando el día.

Celina Lacay

• 75 •
La última vez

Lo vio entrar buscándola entre las mesas, ella levantó la


mano y él giró hacia la derecha. Antes de sentarse tiró
sobre la mesa La Razón con un gesto corto y descuidado.

–¿Por qué elegiste este lugar?


–Nunca vinimos juntos, pensé que era mejor.
–¿Mejor?
–Para vernos por última vez.
–La última vez, dijo mirando alrededor antes de mirarla
y ella supo que iba a ser difícil.
–¿Cuándo viajás?
–Pasado mañana, el barco sale a las 8, no quiero que
vayas al puerto.
–No se me había ocurrido. Sería gracioso despedirte
agitando un pañuelo. Un buen final: vos arriba del bar-
co llorando y tratando de buscarme entre los pañuelos.

Ella no dijo nada, revolvió el café y se quedó mi-


rando los redondeles oscuros rebotando el pocillo.

• 76 •
–¿En México hay café? Quiero decir si hay lugares don-
de uno se sienta a tomar café.
–No sé, tampoco me interesa
–¿Por qué te vas?

Lo miró: todavía le quedaba en la cara rastros de los días


que habían pasado en el mar.

–No lo hagas más difícil.


–Sos vos la que te vas pero resulta que yo soy el respon-
sable…
–No dije eso.
–Contestame.
–Lo hemos discutido mil veces. Durante un año lo dis-
cutimos, sabés por qué me voy.
–Yo sé que te escapás.
–Es tu punto de vista.
–Y el tuyo: en septiembre me dijiste que te escapabas y
que no te lo permitiera. Me lo repetiste muchas veces,
la última fue en el mar ¿O te olvidaste?
–No grites.
–Vamos a otro lado.
–¿Para qué? No nos diríamos nada nuevo. Me repetirías
las razones por las cuales me tengo que quedar y yo vol-
vería a decirte lo que ya sabés.
–Intentémoslo.
–No, el barco sale pasado mañana.

• 77 •
–Sos vos la que te vas.
–Los dos llegamos a esto: me voy.
–No me vas a decir que yo tengo la culpa de tu decisión
de irte.
–No, como tampoco digo que yo tengo la culpa de irme.
No soy la única, en el 74 empezamos a irnos. ¿Cuántos
hay en el exterior? ¿Cuántos más habrá?
–Y cuántos más van a…

Miró hacia otras mesas, solamente había dos ocu-


padas. El mozo atrás del mostrador conversaba con
uno que sería el dueño.

–¿No pensás que a lo mejor yo soy de los que van a


terminar así?
–No me sobornes.– Ella bajó la cabeza. En el fondo del
pocillo había un resto de café mezclado con ceniza.
–No llores, por favor no llores.– Le alcanzó el pañuelo.
–Vamos a otro lado.

Ella sacudió la cabeza. Dame un cigarrillo, le dijo.


Él le alcanzó un fósforo que mantuvo encendido hasta
que la llama se consumió, después tiró a un costado la
madera oscura y torcida. El mozo buscó entre una pila
de discos, puso uno de Julio Sosa y empezó a silbar si-
guiendo la música.

• 78 •
Ella fumaba mirándolo. –Me gustaría decirte lo que fue-
ron estos años, lo que me llevo…
–No hagas literatura.
–No es hacer literatura si te digo…, mejor te escribo.
–Ya sé lo que serán esas cartas: un pulcro análisis de
marzo a marzo mechado con tus impresiones sobre
México, una fervorosa melancolía ensobrada y despa-
chada por vía aérea y acá…

Ella apagó el cigarrillo con cuidado, descolgó el


bolso del respaldo de la silla, se levantó mientras tiraba
el pelo hacia atrás y acomodaba la camisa dentro del
vaquero. Dio tres pasos y extendió el brazo hasta que
la mano se mezcló en el pelo de él, vio las dos canas
que le había descubierto un mes atrás, en febrero y su
mano fue bajando hasta bordear la cara áspera como
siempre la tenía a esa hora el día. Después caminó hacia
la puerta, había oscurecido y algunos carteles estaban
encendidos.

• 79 •
Los cercos

Yo me acuerdo que había una penumbra entre amarilla


y roja, una luz incierta que se espesaba con el humo. Al-
guna carcajada corta y áspera se agregaba al sonido opa-
co de las botellas al ser descorchadas y después el vino
caía liviano y breve. Alrededor de las mesas, sentados
de a tres o de a cuatro, los hombres comían o tomaban
vino mientras fumaban. A veces hablaban: tiraban dos
o tres palabras que caían sobre la mesa.
Había una puerta de dos hojas por donde entra-
ba el aire claro de la noche para aligerar la penumbra.
Los hombres dejaban de comer o de tomar, retrocedían
algún gesto o atajaban la palabra justo al borde del si-
lencio y nos miraron entrar esa noche, los dos casi de la
misma altura, con ponchos de vicuña, con sombreros
que nos sacamos cuando nos envolvió la luz entre ama-
rilla y roja.
No era la primera vez que llegábamos a la fonda
El gallo de Temuco, entonces los otros siguieron con lo
que la puerta abierta apenas había suspendido.

• 80 •
Esa noche Ricardo Vera tenía la mirada detenida
en alguna vuelta del pasado, fue el vino el que lo trajo
y la penumbra entre amarilla y roja se fue llenando de
aquellas escenas del pasado que él reconstruía y yo es-
cuchaba como usted me está escuchando ahora.
El vino era interminable y bueno y dijo que la cosa
no había sido fácil en La Rioja en 1869, ni en la provin-
cia ni en ningún otro lado. Por eso no hay que asustar-
se si las cosas ahora no resultan sencillas. Así empezó,
diciéndome que la patriada de Varela y sus consecuen-
cias o los resultados de la patriada no fueron fáciles;
su padre y los hermanos de su padre que quedaron vi-
vos siempre lo decían. Yo nací, me dijo Vera, después
que mi padre pudo volver a la provincia, cuando las
apariencias indicaban que todo había terminado o que
nada había servido para nada, las apariencias son pe-
ligrosas porque hacen creer que la realidad no existe.
Desde chico fui escuchando distintas versiones sobre la
patriada, sobre la gente que ahí intervino, gente como
Paula Recalde y Miguel Álvarez. Mi padre, sus herma-
nas y hermanos que quedaron vivos y otros que no eran
parientes me contaron de los dos. Vera fue escuchando
diferentes versiones y en aquél momento, esa noche de
1905 en que estábamos en El gallo de Temuco, Vera
llenó su vaso y el mío. Es curioso, pero no me acuerdo
el nombre de aquel vino, sí me acuerdo que era bueno,
tan bueno que lo trajo a él para que me contara lo que

• 81 •
me contó aquí mismo, en Chile, cuando yo lo escuchaba
como usted me escucha ahora.
En ciertas cuestiones generales había coinciden-
cias sobre la mujer, por ejemplo, todos decían que te-
nía ojos claros y que era rubia. Pero cuando él trató de
indagar, de buscar los rasgos que habían sido de ella
encontró lo que los otros habían guardado de sus ras-
gos. Entonces, unos aseguraban que sus ojos eran azu-
les, otros que eran verdes o celestes o grises o amarillos
o zarcos y que el pelo era rubio como el oro amarillo
o como el oro rojo o como el trigo o como la miel. La
mayoría de los hombres que la conocieron juraban que
era la mujer más hermosa que habían visto, solo dos o
tres mujeres opinaban lo mismo, las demás afirmaban
que su hermosura era un engaño fabricado con afeites
y escotes. Algunos decían que la hermosura de la mujer
no residía en la perfección de sus rasgos, sino en algo
que no era con los ojos que se veía, o, por lo menos,
no bastaba mirarla para encontrarla hermosa. Uno de
los que la conoció decía que cuando la vio entrar en la
Gobernación la noche del 25 de mayo de 1865, todos se
dieron vuelta para mirarla avanzar y no la miraban por-
que el ruido que hacía la tafeta de su vestido al rozar el
suelo fuera más ruido que el ruido de los otros vestidos,
la miraron porque era imposible no mirarla cuando se
iba acercando al centro del salón y caminaba con una
cadena de movimientos reiteradamente nuevos. Mien-

• 82 •
tras caminaba, percibió que los sesenta o setenta pares
de ojos confluían sobre ella y pareció sorprenderse o
al que vio le pareció que estaba sorprendida, pero fue
un instante y siguió caminando hasta llegar al gober-
nador y su esposa y los miró directamente a los ojos
cuando los saludó. Las mujeres esa noche recitaban ges-
tos largamente aprendidos, ensayados hasta en sueños,
ella improvisaba sin que nadie pudiera sospechar que
venía luego y lograba que los demás se enredaran en
las figuras que desplegaba. Una de las mujeres riojanas
de aquella época decía que todos sus gestos eran es-
candalosos, que estaban reñidos con lo que una buena
cristiana debe ser y aparentar que es y que era mirarle
la cara para saber que el pecado la poseía y, lo que es
peor, que no estaba dispuesta a arrepentirse, no daba
ningún muestra de tomar alguno de los caminos que el
Señor Todopoderoso le tendía para que volviera a Él.
Era notable, pero ningún de las mujeres de La Rioja que
la habían conocido la perdonaba.
Ella llegó a La Rioja en 1864. No había dudas en
cuanto a la fecha porque su aparición coincidió con el
comienzo de la construcción de un tajamar en la parte
oeste de la ciudad. Fue en el 64 que llegó desde Chile
y dijo que se llamaba Paula Recalde. Todos decían que
era de noche cuando llegó y dijo que venía de Chile y
amaneció en la casa de los Álvarez sin que nadie nunca
pudiese saber por qué. Ni ella ni los Álvarez lo explica-

• 83 •
ron y entonces los demás no lo preguntaron o a lo me-
jor, el hecho de que se quedara a vivir con ellos, con los
Álvarez, bastó para que las preguntas se acallaran por lo
que esa familia significaba en la provincia. Eran verda-
deros riojanos, cuatro de ellos se fueron con el Ejército
de los Andes, tres murieron en Chile. Solo uno vivió
para contar el desgarrante sabor de fundar América en
las batallas. Se llamaba Francisco Álvarez y después del
regreso, después que conoció a su primer hijo nacido
cuando el ejército atravesaba los Andes, después que se
dio cuenta del nuevo ropaje que tenía el enemigo que
pensó derrotado en Perú, después de todo eso decía al
que lo quisiera escuchar que ser un buen riojano era ser
de alguna partida de Quiroga. Y Francisco Álvarez no
solo decía cómo había que ser un buen riojano sino que
lo era. Los Álvarez fueron de las partidas de Quiroga,
de las partidas de Brizuela y de las partidas de Peñaloza.
A la casa de ellos llegó Paula Recalde en 1864 y un año
después se casó con uno de los nietos de aquél que no
pudo volver, se casó con Miguel.
Yo no le voy a contar lo que era el verano en La Rio-
ja. Le voy a contar lo que me contara mi padre de aquél
verano, el primero que ella pasó en La Rioja. Nadie sabía
de donde era per todos decían saber que no era riojana,
bastaba verle el pelo rubio o los ojos, decían, para darse
cuenta que no es de aquí aunque todos sabían que el pelo
de Brizuela era colorado y por algo le decían el Zarco.

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Era curioso, ella no tenía la tonada riojana como
tampoco tenía la tonada cordobesa o mendocina o san-
tiagueña, pero manejaba como propias las palabras que
nosotros usamos como si hubiera sido nacida y criada
en La Rioja y cuando yo llegaba a la casa de los Álvarez
y llegaba con el calor que había juntado en las calles
polvorientas de sol, ella iniciaba la conversación con un
tuy que calor y lo decía con la misma soltura del que
lo ha dicho siempre. Y comía locro o tortilla o tomaba
chuño o api como quien no ha comido otras cosas. Y
lo curioso era ver a esa mujer rubia, que tenía un canto
en la voz que no se correspondía con cualquiera de las
provincias llamadas del Río de la Plata, y sin embargo
parecía que no había nada de La Rioja que ella ignorara
y mostraba el común idioma hecho de palabras, usos y
costumbres, el mismo idioma del pasado que yo había
aprendido escuchando a mi padre, a mi abuelo y a to-
dos los que, sin ser de la familia, habían crecido en esta
tierra sedienta, incendiada de cardones, avasallada y mu-
tilada por la civilización, bárbara y salvaje, tan bárbara,
salvaje que dio al único general argentino que murió en
el campo de batalla.
Yo llegaba a la casa de los Álvarez a hablar con Mi-
guel y sus hermanos, llegaba en el perseguidor verano a
escuchar al único de los Álvarez que pudo volver desde
el Perú y Chile, desde la fundación americana de Amé-
rica y escuchaba también a su hijo de cuyo nacimiento

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el padre supo un año después y mientras los escuchaba
ella estaba ahí, atenta a las palabras, dejando que las pa-
labras la llevaran a un tiempo que ella no había vivido
pero sí podía ahora hacerlo suyo en la medida en que
escuchaba las escenas del pasado que los otros recons-
truían.
Ella no solo escuchaba, también hacía preguntas
para precisar el despliegue de hombres y mujeres ha-
ciendo el Ejército de los Andes, metiéndose en las mon-
tañas para vencer al frío blanco, helado, el Ejército de
los Andes trepando las laderas de los que pretendían
escamotear las viejas cadenas, los que pretendían zigza-
guear la travesía áspera y nueva de los días americanos.
Ella no solo escuchaba o preguntaba sino hablaba.
Hablaba de la Revolución Francesa, de los Estados Uni-
dos, de la Francia de 1848, de México, de Cuba en poder
de los españoles, de Rosas en Southampton, de Urquiza
amurallado en Paraná, de Brasil y Mitre, de Mitre e In-
glaterra, de Mitre y Sarmiento, de Mitre y Paunero, de
Mitre y los rémington, de Mitre y la cabeza del Chacho
flameando en Olta, de Mitre y la casa Baring Brothers.
Miguel Álvarez miraba las palabras de su abuelo
y de su padre para encontrarle el costado que no había
visto en las antiguas conversaciones y escuchaba las mi-
radas de ella para cerciorarse de los diferentes ritmos
que convergían en un movimiento más amplio que con-
tenía y daba forma a aquello que todos iban diciendo.

• 86 •
El respiraba y cada vez que el aire bombeaba el corazón
para que su sangre siguiera circulando, aspiraba el aire
de su abuelo y de su padre y la aspiraba a ella con su aire
joven, su mismo aire joven y todos los aires eran uno
que circulaba dentro de él y él sentía y sabía que estaba
circulando.
En ese verano Miguel Álvarez decía que el mayor
problema a enfrentar en estos tiempos era el localismo
y hasta tanto no se encontrara una solución, los únicos
que se seguirían beneficiando serían los porteños y acla-
raba: cuando yo digo porteños me refiero a los que se
adueñaron del puerto.
Yo llegaba a la casa de los Álvarez y veía el Velazco
rodeado de una luz entre amarilla y roja y después en-
traba y en el patio donde nos sentábamos a conversar
veía la luna que rozaba el Velazco que alumbraba la ma-
lla que las voces de los Álvarez, la de ella y la mía iban
tejiendo.
En ese verano, el primero que pasó en La Rioja,
la gente empezó a ocuparse de ella, quizás fuera mejor
decir que en ese verano la gente empezó a querer ocu-
parla. Alguien, vaya uno a saber quién de todos, fabricó
la primera frase y dijo: esa mujer no es una buena cris-
tiana. Yo diría que en lugar de una frase era una conde-
na porque, el no ser una buena cristiana significa no ser,
significa reducir a una mujer a la condición de nada, sig-
nifica una expulsión de la sociedad que está compuesta

• 87 •
por aquellos que sí son buenos cristianos. Claro que es
cuestión de preguntarse de qué sociedad la expulsaron
o por qué, los que la expulsaron, creyeron que tenían el
derecho de expulsar a alguien de algún lado.
Cuando ella llegó de Chile a la casa de los Álvarez,
asistía como una más a las tertulias que se hacían. O si
invitaban a alguien a comer ella estaba presente. Iba a
misa con los que iban a misa de los Álvarez y a veces,
en las tardecitas, ella caminaba sola, como pensando.
Ella caminaba sola y caminando atravesaba el calor de
las calles y desde adentro de las casas la vieron caminar
sola mirando el Velazco, como pensando. A lo mejor
fue así que la vio por primera vez Matías Albornoz. El
miraba como al descuido atrás de la ventana cuando
ella pasó y le llamó la atención esa mujer que caminaba
sola y después la siguió mirando, no porque estuviera
caminando sola sino porque era una mujer y no pudo
dejar de mirarla porque no era como cualquiera de las
otras mujeres, por lo menos así le pareció al padre de
Vera que podía pensar o creer Matías Albornoz cuando
la vio por primera vez.
Puede ser que la segunda vez que la vio haya sido
en el Tinkunaco, ella iría en las primeras filas, quizás
en la tercera, ella caminaría junto a los Álvarez, al lado
de las hermanas y la madre de Miguel y Miguel y los
otros hombres de la casa estaban del otro lado, serios,
silenciosos, casi graves y Matías Albornoz iba más atrás,

• 88 •
caminando, iría mirando los colores del Tinkunaco y el
olor de las madreselvas tropezando con los aillis que
apretaban el verano y ellos, los Álvarez y los Albornoz,
caminaban con los alféreces y el polvo entre amarillo y
rojo se levantaba más arriba de las cabezas de los pro-
mesantes y de los que iban atrás de los promesantes.
Se levantaba hacia el sol, era la tierra como volviendo
al sol y cuando el Niño Alcalde se encuentra con San
Nicolás y la caja y las voces de los que cantan rescatan
sonidos de la tierra, los sonidos del sol, rescatan la vida
y la muerte, la abrasadora desolación que trajeron ellos,
los de a caballo y la caja sonando y rescatando y la caja
sonando en la lejanía, antes de la llegada de ellos cuando
sonó por primera vez y la caja sonando porque siempre
quedaba la tierra, quedaba el sol y entonces San Nicolás
encontrándose con el Niño Alcalde y la caja sonando
y la tierra encontrándose con el sol y Matías Albornoz
la vio por segunda vez, la vio rodeada de polvo entre
amarillo y rojo, la vio caminar cono desprendida del si-
lencio y la gravedad con que los otros estaban sellados,
la vio ir hacia la toma de aquello que se rescataba, ella
iba dorada y audaz.
Yo no sé cuántas veces la pudo haber visto, lo que
yo recuerdo es la vez en que los presentaron, lo sé por-
que estaba allí cuando llegó a lo de los Álvarez y creo
que fue Isaura, una de las hermanas de Miguel, la que
los presentó. Pero ninguno de los que estábamos pudi-

• 89 •
mos imaginarnos todo lo que se vino después y cuando
él se inclinó y dijo encantado de conocerla y ella sonrió
como se estila en esos casos, nadie sospechó que Matías
Albornoz iba a terminar loco por ella, las únicas sospe-
chas en aquellos tiempos estaban encaminadas en otro
sentido. Sospechábamos ya que nada podíamos esperar
de Urquiza, que Urquiza se había inclinado tan peligro-
samente al puerto de Buenos Aires, que Buenos Aires
y el puerto lo habían tragado. Sospechábamos que el
Brasil no era tan solo el Brasil, que atrás de su imperial
corte fundada por un rey fugitivo, que es lo mismo que
decir por un rey que no estuvo a la altura de las circuns-
tancias, entonces, atrás de la corte fundada por un rey
fugitivo estaba una real corte imperial, dueña de los ma-
res y dueña de todo aquello que era posible ser adueña-
do. Y las sospechas se agrandaban, cambiaban de tono
o de intensidad, pero estaban, uno sabía que estaban,
uno sabía que las llevaba a donde se fuera.
Después, cuando algunas de las sospechas pudie-
ron comprobarse y pasaron otras cosas que nadie había
sospechado o imaginado, yo me preguntaba cómo fue
que ninguno de nosotros supo que ese hombre se iba
a volver loco por ella. Bueno, yo digo que nadie supo
pero a lo mejor no fue así, a lo mejor Miguel tuvo sus
sospechas, puede ser que hayan empezado aquella vez
en que los dos fueron presentados por Isaura Álvarez
y esa vez era verano y la seca había hecho morir a la

• 90 •
mitad de las vacas y los caballos que los Álvarez tenían
listos para pasar a Chile, y aquella vez en que los dos
fueron presentados Miguel tenía una expresión seria y
hacia adentro y ella lo miró como preguntándole la ra-
zón o quizás ella ya estaba al tanto y lo miró como para
participarle su entendimiento y dijo: la inclemencia del
tiempo no es nada comprada con las inclemencias que
algunos hombres desatan sobre otros y Miguel esa vez
que los dos fueron presentados, dijo: las inclemencias
de este país tienen olor a libras esterlinas y su expresión
seria y hacia adentro se borró y apareció una expresión
de enojo apenas sujetado y ella dijo: cuando los godos
llegaron para cargar sus galeones de oro y plata dijeron
que fundaron ciudades, dijeron que fundaban América,
pero lo único que fundaron fueron las rutas por donde
los galeones llevaban el oro y la plata y también fun-
daron la costumbre de llamar a hechos como esos, o
hechos similares a esos, acciones civilizadoras.
Cuando ella hablaba se la escuchaba como si tu-
viera algo fuerte y misterioso que obligara a los demás
a oírla, a permitir que las palabras que ella arrojaba en-
traran en uno y yo la miraba y la veía con el pelo rubio
como el oro que los godos cargaban en sus galeones y
con los ojos que salpicaban reflejos de oro cuando ella
hablaba aquella vez que le presentaron a Matías Albor-
noz y ella dijo: primero fue Grecia que asumió la tarea
civilizadora y después Grecia fue desplazada por Roma

• 91 •
en esa misma tarea y España cierra el ciclo civilizador
del Mediterráneo. El ciclo mediterráneo se cierra con
España, se agota con España y entonces la civilización
que no estaba agotada sino desesperada porque no ha-
bía quién la llevara a algún lugar bárbaro y salvaje, la
civilización entonces se tiró al mar y cruzó el canal de
la Mancha hasta que en Liverpool alguien la ayudó a
entrar en la tierra rubia de Albión y la civilización miró
a su alrededor, vio el Támesis y la niebla londinense,
vio el Bocinan Palace y la abadía de Westminster, vio el
Bank of London y a un Gentleman y a una Lady y ape-
nas se permitió mirar el East-end y las blanck-to-blanck
houses y después la civilización decidió que sí, que era
el lugar apropiado para llegar a todo el mundo y con
las facilidades concedidas por Baring Brothers, Hullet
Brothers y su Graciosa Majestad, montó en un chemin
de fer y roció con savia civilizadora a continentes tan
brutalmente atrasados como Asia, África y América y
mientras se cavaban más y más los caminos de hierro de
la civilización, ella, la civilización, entonaba armoniosa-
mente God save the King.
Aquella vez en que la presentaron a Matías Albor-
noz, mientras ella hablaba, Miguel sonreía divertido y
cuando ella dijo God save the King como final de la pa-
rodia de la civilización que fue armando, Miguel se rió
y ella lo miró y al padre de Vera le pareció que los dos
se miraban como quien no necesita de las palabras para

• 92 •
entenderse y a lo mejor Matías Albornoz la vio hablar
de la rubia Albion y de God save the King y a lo mejor la
volvió e escuchar caminando en el tinkunaco mientras
la caja sonaba desde el sol a la tierra y ella andaba entre
el polvo amarillo y rojo, caminaba atrás de los alféreces
y la caja sonaba para rescatar el momento en que los
de a caballo llegaron para fundar la loca costumbre de
abrir las montañas y arrancar la plata y el oro y después
cargarlos en los galeones, los galeones cargados con el
oro de su pelo, que los de a caballo arrancaban de las
montañas y la caja sonando para rescatar todo aquello
que los galeones y God save the King quisieron desolar.
Desde aquella vez en que fueron presentados, Ma-
tías Albornoz visitaba la casa de los Álvarez todas las
semanas, a veces iba dos veces o más y algunos decían
que él iba a esa casa con el único propósito de ver a
Paula Recalde, yo no sé si iba una o más veces. Yo cuan-
do llegaba lo encontraba como también me encontraba
con otros y nunca me llamó la atención como para que,
a partir de esa situación presuntamente fuera de lo co-
mún, pudiera empezar a preguntarme sobre las causas
que lo empujaban a esa casa y sacar una conclusión. Yo
iba a lo de Álvarez ese verano y él estaba y seguí yendo
en el otoño y en el invierno y él estaba o entraba a la
casa cuando hacía un largo rato que yo había llegado y
nunca noté algo que fuera raro o que pudiera ser censu-
rable cuando lo veía siguiendo atentamente las palabra

• 93 •
de los otros, lo veía con los brazos cruzados adelante,
lo veía en el patio medio apoyado en la pared, con un
hombro sirviéndole de punto de apoyo y el resto del
cuerpo haciendo equilibrio y la luna, la luna de esa pri-
mavera, le golpeaba la mitad de su cara, le golpeaba con
tanta fuerza que le borraba la otra mitad y él, que era
uno de esos hombres que se llevaban bien con el silen-
cio, cuando Miguel dijo que Mitre de seguro entraría en
la guerra al ladito de Brasil, siguió silencioso con la luna
borrándole la mitad de la cara.
Yo nunca vi nada que me llamara la atención, yo
nunca podría decir, sin faltar a la verdad que presencié
algo extraño por parte de Matías Albornoz, por eso fue
una sorpresa cuando al volver a la provincia, cuando
llegamos los que pudimos volver dijeron que él se había
vuelto loco. No vi nada raro en Matías Albornoz o en
cualquiera de los muchos que en la casa de los Álvarez
uno podía encontrar. En todo caso él y todos nosotros
teníamos algo raro o extraño, lo común que teníamos
era sospechar que la juventud que cada uno llevaba en-
cima por ahí naufragaba porque los hombres que van
a la guerra no son jóvenes, son hombres que van a la
guerra.
Nunca vi nada extraño y estaba al tanto que Ma-
tías Albornoz escribía, hacía versos. Pero aquello que
en otro momento, en otras circunstancias, lo hubiera
convertido en una persona diferente, en épocas en que

• 94 •
era cuestión de meses nomás la guerra en contra del
Paraguay yo no me fijaba en los detalles. Lo que definía
para mí una persona eran otras cosas, por lo menos así
pensaba yo y sabía que así pensaban los otros de los que
nos reuníamos en lo de los Álvarez. Yo nunca vi nada
extraño en Matías Albornoz, él era uno de los nuestros.
Más o menos al terminar la primavera o al princi-
pio del segundo verano que ella estaba en La Rioja es-
tuvo lista la segunda frase. Como la anterior y las que le
siguieron, nunca se supo quién la había inaugurado, sea
quien haya sido dijo: Dios nos libre de caer en la tenta-
ción como cayó esa mujer que ahora está poseída por el
pecado. Mire usted lo que son las cosas, en el momento,
yo le diría que casi en el mismo instante que empieza a
ponerse en práctica, empiezan a hacer rodar esa alqui-
mia por la cual las bellas y grandes palabras sirven de
pantalla, de barrera de contención, de muro de silencio
para que el genocidio de los paraguayos se vuelva la pa-
triótica empresa de los argentinos y de sus hermanos de
empresa, en ese mismo momento, echan a rodar la fra-
se, y no pedían: Dios nos libre de caer en la tentación de
derramar la sangre de los inocentes. Ellos pedían: Dios
nos libre de caer en la tentación como cayó esa mujer.
Miguel Álvarez y Paula Recalde se casaron el día
que en La Rioja llovió como nunca había llovido. La llu-
via deshacía contornos cuando los dos se casaron y los
invitados se asomaban a las ventanas para mirar el agua

• 95 •
que caía descubiertamente y muchos se arrodillaron
para agradecer el milagro. A lo mejor Matías Albornoz
no miraba la lluvia avasalladora y áspera sino que ella
frenaba o contenía su mirada que corría por los llanos
amarillos de despojo o, a lo mejor, él veía la lluvia que
casi era un desatino sobre el polvo amarillo y rojo que
lo llevaba al sonido de los cardones empujando entre
los yelmos relucientes de avidez, frágiles esplendores
de la muerte. Llovía en La Rioja como nadie recordaba
que hubiera llovido y algunos se santiguaban en señal de
agradecimiento o por el desconcierto que provocaba esa
explosión de agua o se santiguaban por la tradición de
desconciertos que pública o secretamente atesoraban.
Los dos se casaron el día en que la lluvia fue casi
una amenaza y nadie pudo olvidarse de la fecha porque
fue imposible olvidar la ciudad perdida en la lluvia.
Paula Recalde ese día estaba como si fuera otra
la que vivía un hecho especial, un verdadero aconte-
cimiento, ella se permitía la soltura del que contem-
pla, ella actuaba como si fuera una invitada a su propia
boda. Era el vestido que llevaba lo que definía que era
la novia, solo el vestido la señalaba como la novia, por-
que ni en el trato que los demás suponían que tenían
que darle lograba esa definición. Pero ninguno hubiera
podido desmentir lo que surgía cierto a simple vista, el
hecho de su unión, lo que más los unía a los dos. Eso
era incuestionable aunque rodaban distintas versiones

• 96 •
que pretendían explicar las razones de ese hecho. Yo di-
ría que en lugar de explicar, lo que intentaron fue falsear
porque explicar quiere decir aclarar, esclarecer, descifrar
y ellos lo que hicieron fue tirar frases engañosas, artifi-
ciales, ilegítimas. Ellos pretendieron falsificar su unión.
La Rioja se perdía en la lluvia y algunos se san-
tiguaban pretextando la lluvia y ella se rió echando la
cabeza hacia atrás de tal manera que los que se dieron
vuelta para mirar, vieron el oro entre amarillo y rojo de
su pelo volcado. Ella se rió como ninguna mujer tenía
que hacerlo el día de su boda y los que la escucharon,
digamos, muchos de los que la escucharon, dejaron pa-
sar el sonido intacto y despejado de su risa y registraron
la falta cometida y después, cuando contaron que ha-
bían estado presentes en el casamiento de Paula Recal-
de con Miguel Álvarez hablaron del despropósito de la
risa de esa mujer. A lo mejor fue Matías Albornoz uno
de los que conservó la risa cierta que encajaba con esa
lluvia capaz de desatar a la ciudad. A lo mejor él pudo o
supo traducir la risa fijándola en su memoria, vaya uno a
saber porque lo logró, si es que efectivamente lo logró.
Se casaron y lo que siguió fue una curva rugosa
y áspera, una curva marcada entre la exorbitancia de la
lluvia desmedida y la acechanza de la partida. En ciertos
repliegues francos casi verdes, en las bruscas fugacida-
des en que las madreselvas bordeaban la curva, a lo me-
jor ella se decía que existiría una forma, una manera, un

• 97 •
modo de sostener la brevedad, de respirar el tiempo y
registrarlo como una fotografía devuelve los contornos
de una ráfaga. A lo mejor ella se decía que era vano y
torpe suponer que podría detener el avance impetuoso
que concluiría en él partiendo una noche, una noche
cualquiera subiendo al caballo que lo esperaba cómplice
y manso. A lo mejor ella se decía que los hechos que
empujaron al galope por la tierra incendiada de cardo-
nes, la tierra avasallada y mutilada, la tierra amarilla de
una sed reiterada y pertinaz, el galope preciso para res-
catar los sonidos rojos y mudos del sol chocando en la
cabeza flameando en Olta, esos hechos, ella se decía
que esos hechos no abrían otra perspectiva que el galo-
pe agujereando la noche, los hechos merecían el estrepi-
toso olor del galope entre amarillo y rojo desmintiendo
las bárbaras palabras civilizadas.
Miguel Álvarez, mi padre y otros se fueron sie-
te días antes que públicamente se anunciara la guerra
contra el Paraguay. Paula Recalde y Matías Albornoz
quedaron en una ciudad en donde algunos iniciaron la
ceremonia, mejor dicho, continuaron la ceremonia que
mucho antes, otro como ellos había iniciado. Consistía
en oscurecer la escena, no importaba las usanzas o el
estilo, el interés era arrasar con las crónicas tareas, las
crónicas de perfiles tersos para que la bruma perdie-
ra el espesor de los recuerdos o perdiera la razón de
los cardones violando los cercos. Una vez que la noche

• 98 •
y la niebla avanzaban, ellos empezaban la oscura cere-
monia, ellos, los hechicero del lenguaje, propiciaban las
palabras para que el manto de olvido cayera lento, pa-
triótico, grave. El inmaculado manto cayendo sobre los
gritos arrancados por la ferocidad, sobre la muerte, so-
bre el escamoteo de miles tenía que volcarse los civiliza-
dos pliegues porque aunque doloroso, era necesario dar
fin al caos infernal, ellos decía que había que terminar
con el caos. Por eso la noche y la niebla preparando la
ceremonia, ellos arrimando la noche y la niebla, la no-
che espesa y la niebla impenetrable, la noche y la niebla
propiciando las civilizadas palabras, el manto de olvido
decía Vera.
Alrededor de los dos meses de la partida de Mi-
guel y los otros y después de una semana en que Matías
Albornoz se les reunió, la última de las frases rodeó
La Rioja, la ajustó a ella, a Paula Recalde la ajustó con
una fuerza invencible como para ahogarla y entonces
no tuvo otro remedio que irse. La última frase era di-
ferente a las otras, incorporaba el peso de la veracidad
incuestionable que trae el testigo ocular. Dijeron: la
vieron abrazada a Matías Albornoz, nadie dijo: yo la vi
abrazarse a Matías Albornoz, uno, vaya a saber quién
de todos, dijo: la vieron abrazada a él y otro agregó, ella
tenía el pelo suelto y la luna le clareaba la camisa de no-
che y el forcejeo, seguramente el forcejeo, le descubrió
un hombro, el derecho, el hombro derecho estaba libre

• 99 •
para que la luna lo anduviera hasta el cuello medio tapa-
do por el pelo rubio. Otro dijo: la noche estaba cerrada
de oscuridad y ella se acercó al hombre sin apuro, como
quien hace un camino conocido, llegó y levantó los dos
brazos para aproximar su cercanía mientras cerraba los
ojos azules que tenía. Otro agregó: él dio dos pasos o
tres pasos atrás para alejarse de la mujer y parece que
habló, que hizo algún gesto para atajarla, ella se paró
y empezó a mirarlo, lo miró con los ojos verdes que la
luna clareaba y él no pudo seguir retrocediendo porque
la luna le agrandaba los ojos y él supo que estaba per-
dido, que la mirada verde de esa mujer lo había perdi-
do. La frase era un testimonio, decía Vera, el necesario
testimonio fabricado cuando la provincia se vaciaba de
hombres que se iban con Varela y la guerra del Paraguay
era el rito obligado, la ofrenda ritual de la ceremonia
propiciatoria del progreso.
Cuando hacía siete días o diez días que la frase
apretujaba el cerco a esa mujer, llegaron unos hombres
a la casa de los Álvarez, a lo mejor fueron cinco o seis,
usted sabe cómo es el procedimiento, llegan de noche y
golpean. Entraron y le dijeron que se tenía que ir, a ella
le dijeron que tenía veinticuatro horas para irse. A lo
mejor, cuando el ruido de las palabras se mezclaba con
las botas retumbando el suelo ella se dijo que su hijo,
el hijo de Miguel, no iba a nacer en La Rioja, que no
iba a saber del Velazco sombreando el verano, eso a lo

• 100 •
mejor se dijo mientras los miraba en el revuelo ruidoso
y amenazante.
Al amanecer Paula Recalde empezó el viaje. Cada
día la alejaba de lo que una vez fue posible, su hijo na-
ciendo en la misma tierra en que había nacido Miguel, el
padre de Miguel, su abuelo y todos los otros más atrás
que nacieron entre los cardones y algarrobos, entre la
tierra amarilla y roja que dio al único general argenti-
no muerto en el campo de batalla. A lo mejor ella fue
viendo los manchones rocosos, altos, la indomable cor-
dillera y se preguntó por qué, por qué el despojo de
los frágiles esplendores de la muerte, a lo mejor ella se
preguntó por qué tanto despojo. Cuando el lado verde
de la montaña le indicó que había llegado a la mitad y
que empezaría a bajar su marcha, a lo mejor ella se paró
y lentamente se dio vuelta para quedar enfrentada, para
quedar enfrente de lo que miraría por última vez. Atrás
de la cordillera a lo mejor ella vio el momento en que lo
conoció a Miguel Álvarez o el momento en que empe-
zó a saber de los misterios emboscados, de sus propios
misterios aclarándose en la respiración precipitada de
Miguel y ella. Puede ser que haya visto la luna acercán-
dose a las palabras escuchadas, a las palabras dichas, a
las palabras que desembocaban en el galope sin pausa,
sostenido, que traería los reclamos de la caja golpeando
el fin de los cercos. Puede ser que haya visto las fabulo-
sas frases que fueron tirando para enredarla y expulsarla

• 101 •
y de nuevo se preguntó por qué tanto despojo. Enton-
ces a lo mejor empezó a llorar y lo que miraba lo vio
quebradizo y difuso y se arqueó en el llanto y sus manos
fueron a dar contra su vientre, un vientre que empezaba
a abultarse, su vientre abultado de vida. Después vio lo
que ella sabía que estaba atrás de la desmesurada histo-
ria de montañas y dijo despacio, ella dijo mi patria. Giró
y enfrente la montaña tenía un perfil verde, ella princi-
pió la marcha, el viento le estiraba el pelo hacia el sol y
el sol, a lo mejor el sol levantaba el galope entre amarillo
y rojo que los frágiles esplendores de la muerte soñaron
arrasar, ella iba dorada y audaz.
Paula Recalde fue disparada por las bárbaras pa-
labras civilizadoras, las mismas que llevaron la cabeza
del Chacho a Olta, igualitas a las que nos dispararon a
los dos, a usted y a mí trayéndonos al lado verde. Pero
lo que tengo contado no desmiente lo de civilización y
barbarie, mire, yo creo que el padre del aula no se equi-
vocó, fue acertada su apreciación, él supo que la dicoto-
mía civilización y barbarie era la dicotomía que corres-
pondía no solo a esa etapa en la que la desarrolló sino a
las siguientes, a las etapas que seguirían. Muchos hablan
de su posición idealista, visionaria, lo cual quiere decir
que su posición no tiene nada que ver con la realidad, yo
no opino igual. Para mí el grande entre los grandes fue
el primer pensador realista, digamos, el primero del pe-
ríodo que vaya a saber por qué razón algunos llaman de

• 102 •
organización nacional. Él establece que hay dos anta-
gonistas, dos figuras opuestas e irreconciliables, en esto
reside su grandeza, es lo único que tenemos que agra-
decerle; quiero precisarle mi amigo, me decía, que yo
no creo en los genios, en los espíritus iluminados, por
lo tanto, no digo que él haya sido un genio, digo nomás
que él supo ver lo que para otros pasaba desapercibido.
El padre del aula conocía suficientemente la realidad de
su país sino sería inexplicable que hubiera hablado de
civilización y barbarie, le hubiera resultado imposible
dibujar los antagonismos históricos que dibujó.
Se valió de la experiencia y de ella, de la experien-
cia, tomó un antagonismo, el de unitarios y federales
que seguramente le pareció fragmentado, escaso, había
que buscar otro que atrapara los cimbronazos de la ac-
tualidad, que incluyera los propósitos cumplidos o no
del pasado y los planes, los puntuales planes del futu-
ro. Entonces encontró dos figuras que pudieran con-
templar aquellos problemas centrales, dos figuras que
sirvieran para aplicarlas en el análisis de la sucesión de
escenas temporales, como quién dice, encontró el hilo
que le permitió bucear en los laberintos del país. A ver si
me entiende bien: yo separo en dos partes la problemá-
tica del padre del aula. Una es la que le venía diciendo,
lo que le tenemos que agradecer por haber descubierto
el hilo que ata una punta y otra, el hilo que para él pasa
por la civilización y la barbarie. La otra cuestión es ver si

• 103 •
los términos empleados tienen algo que ver con la ver-
dad, si lo que él llamó barbarie fue así o si la civilización
tuvo el sentido que él le dio. Son dos cuestiones dife-
rentes que se confunden: algunos de los que se oponen
al grande entre los grandes dicen que no es correcto
enfocar la historia a partir de los antagonismos porque,
al final de cuentas, dicen que la barbarie fue un poco
más y la civilización un poco menos, o sea, lo único que
hacen es pensar que los antagonismos son nada más
que un problema de sumas y restas. Caen en el planteo
de operaciones aritméticas y dejan de lado los análisis
de la realidad a partir de la existencia de dos opuestos.
Los seguidores del padre del aula, con esa capacidad
que es admirable, con esa capacidad de ilusionistas de la
historia, de ventrílocuos históricos que tendrán sus se-
guidores, ellos dirán que lo que hay que arrasar del suelo
de los patria son a los civilizados. Es así, ellos, escúche-
me bien, ellos algún día lo dirán. Para el grande entre
los grandes los bárbaros eran los que no sabían leer ni
escribir, los que no habían concurrido a los templos sa-
crosantos del saber. Claro, yo sé que para él la barbarie
quería decir otra cosa y porque quería decir otra cosa
se opuso de la forma que se opuso. Pero me remito a
la descripción que hacía de los bárbaros, esos gauchos
brutos que eran peligrosos y porque así los consideró,
peligrosos, les mandó unas cuantas acciones civilizado-
ras. Sus seguidores, en el momento adecuado, sacarán

• 104 •
de la manga o de alguna misteriosa galera la carta que
marcará el signo de los tiempos, ellos dirán que los pe-
ligrosos son los que piensan. Acuérdese mi amigo, ellos
se lo dirán, de la misma manera en que los informes de
antes, los fantásticos informes que le llegaban abunda-
ban en apócrifas aclaraciones sobre la incultura de los
hombres bárbaros, los informes que todavía no hicie-
ron prolijamente señalarán el óptimo desarrollo inte-
lectual de los peligrosos que vendrán. Cuando le digan,
cuando sea motivo de condena leer el país, escribirlo, se
vendrá abajo el andamiaje del grande entre los grandes.
Acabará de comprobarse la falsedad de sus propuestas,
la mentira escenificada en el tiempo porque al padre del
aula muy poco le importa que sus alumnos aprendieran
a leer y escribir, es más, hizo todo lo posible para que
esos brutos abonaran la tierra. El andamiaje que tan sa-
biamente fabuló con la espada, la pluma y la palabra
acabará de caer cuando ellos lo digan, cuando esgriman
un argumento aparentemente contradictorio pero que
lejos de ser opuesto con su lema es su continuación y
entonces es el muestrario de la coherencia que tuvieron
siempre, la rigurosa coherencia para falsificar las pala-
bras. También se comprobará el espesor y la exactitud
de su bosquejo antagónico y estoy seguro que más de
uno se sorprenderá de esa comprobación. Ellos dirán
que el óptimo desarrollo intelectual es peligroso y los
civilizados de ese momento, cuando lo digan, resultarán

• 105 •
iguales a los bárbaros del padre del aula, de lo que se
concluye que dos términos que tienen una significación
distinta pasan a tener una significación igual, pasan a ser
lo mismo. Es como si una palabra se hubiera mimetiza-
do en la otra, como si hubiera sido un furtivo pasaje de
palabras, como un sombrío y trampeador pasaje. Los
bárbaros resultan ser los civilizados o los civilizados
son los bárbaros y entonces queda expuesto a los ojos
de quién quiera mirar los sutiles artificios de la estafa.
Me entiende, mi amigo, en ese momento cuando ellos
lo digan se les habrá descubierto el juego, claro, toda-
vía arañarán un sigiloso envido y hasta le podrán decir
que serán los más sensatos arañazos, los más absurdos
y crueles, pero no serán otra cosa que arañazos. Ellos
estirarán las cartas en sus manos pero el truco estará
perdido.
El andamiaje sabiamente fabulado tiene que ver
con la locura de Matías Albornoz, quiero decir que esa
locura forma parte del andamiaje. Todos en La Rioja
hablan de eso, hablan de la locura se ese hombre. La
diferencia entre los que afirmaban que esa era su con-
dición se podría establecer entre aquellos que sostenían
que era medio loco, los que sostenían que era lisa y lla-
namente loco y los que decían que era demasiado loco.
Entonces la diferencia era en cuanto a los grados o a
la intensidad de su locura. Hasta mi padre pensaba lo
mismo. Por lo que supe, Miguel Álvarez y Paula Recalde

• 106 •
eran los únicos que no pensaban así de Matías Albor-
noz. Yo leí algunas cartas de la época, observé detalla-
damente dos fotografías de su persona, estudié algunas
páginas que él escribió y que se salvaron del incendio
y encontré hilachas de lo que había sido filamentos de
humo de su vida. De los testimonios orales se puede
extraer que la definición sobre su persona pasaba por la
locura, como la definición sobre Paula Recalde pasaba
por esa forma de locura, el pecado. A los que lo cono-
cieron yo les pregunté en que se basaban para afirmar
de su locura y más o menos extraje lo siguiente: Los que
sostenían que era medio loco lo decían porque Matías
Albornoz hacía poesías y se le daba por escribir. Por-
que no hablaba, llegándose a sospechar en un momento
que se había quedado mudo. Porque vivía solo. Porque
se había enamorado de la mujer de su amigo. Los que
afirmaban que era loco, además de acordar con el otro,
agregaban: porque nunca se le había conocido oficio
u ocupación honrada. Porque en cuanta oportunidad
tuvo se encargó de manifestar su desprecio por el dine-
ro y por todas aquellas cosas que hacen a una persona
o de una familia que se llame ilustre o de bien. Aquellos
que decían que era demasiado loco, sumaban a lo ante-
rior una manía excesiva o enfermiza de su parte por re-
vindicar lo indígena llegando al extremo de aprender su
idioma y a tocar la caja. Esa manía alcanzó una dimen-
sión tal que lo exasperaba la sola mención de la coloni-

• 107 •
zación española, como si los españoles, decían los que
pensaban que era demasiado loco, no hubieran traído
después de todo la civilización; la otra manía que se le
conoció fue tratar de averiguar de una forma obsesiva,
casi atormentada, cuáles eran las razones que provoca-
ron el fracaso de la patriada de Varela, como si él fuera
incapaz de aceptar ese malogro decían los que pensaban
que era demasiado loco, como si le resultara superior a
sus fuerzas conformarse y entender de una vez por to-
das que los tiempos habían cambiado. Algo sumamente
curioso era que las mujeres que habían conocido a Ma-
tías Albornoz remarcaban que él se había vuelto loco a
causa del amor que sintió por ella, la gran mayoría de las
mujeres culpaban a Paula Recalde de haber hecho todo
lo posible por enamorarlo, lo cual, como usted se dará
cuenta quiere decir que ella había hecho todo lo posible
para enloquecerlo.
La carta que encontré es probable que esté dirigida
a Paula Recalde, puede deducirse así pero esa valoración
no está basada en un método científico, por lo menos,
un historiador no lo aceptaría. En la carta él dice en-
frente se instaló un costado liso, la montaña desde don-
de le escribo, finge que tiene un lado verde. Fuera de
aquellas circunstancias que usted conoce me impiden
nombrar como feliz mi estadía aquí, puedo escribirle
sin faltar a la verdad que estoy bien. Como usted com-
prenderá, ese estado de ánimo no es obra de algo for-

• 108 •
tuito, contingente, sino el resultado obtenido después
de emprender una fiera pelea contra la añoranza, ese
mal de la tierra que a muchos compatriotas persigue.
Para mantenerla a distancia, entre otras cosas, sigo prac-
ticando el juego conocido por usted, juego en el que en
usted y Miguel encontré a los mejores compañeros, la
afición me llevó a leer un libro que me facilitó un amigo
norteamericano, la traducción de su título sería algo así
como sobre el origen de las especies a través de la selec-
ción natural, su autor es Darwin, Charles Darwin. Se-
gún me comentó este amigo, su publicación en Europa
levantó una polvareda que por cierto durará bastante,
no es para menos, el autor deja de lado las explicaciones
sobrenaturales sobre el origen del hombre y plantea un
grado de parentesco, desde el punto de vista biológico,
entre éste y los monos antropoides. Como ha sucedido
siempre, cada vez que se dan a publicidad teorías que
aportan puntos de vista diferente a los corrientes, se
producen una cantidad de reacciones; basta recordar la
relación entre la Inquisición y Galileo Galilei, también
es necesario tener presente que un tribunal como aquél
no sería el ejemplo más representativo de las capacida-
des humanas y que al tiempo, a determinadas institucio-
nes les favorece que se eche un manto de olvido sobre
el pasado, sobre la Inquisición, se entiende. Volviendo
a Darwin, mi amigo norteamericano me dice que hasta
el primer ministro inglés, Disraeli, se vio obligado a dar

• 109 •
su punto de vista sobre las hipótesis de Darwin y dijo:
¿Cuál es la pregunta que se hace ahora la sociedad con
una voluble seguridad que para mí es lo más sorpren-
dente? Esa pregunta es la de: ¿el hombre es mono o án-
gel? Repudio con indignación y asco esas novedosísimas
teorías. Yo señor, me pongo al lado de los ángeles. No
le resultará difícil a usted, precisamente a usted, llegar
al meollo de lo que esas palabras del inglés representan.
Es indudable que el planteo darwiniano abre perspec-
tivas nuevas en el plano de la investigación científica,
tengo mis resquemores sobre lo peligroso que puede
ser una aplicación equivocada de ciertas hipótesis suyas
en el terreno de la sociedad humana. Por ejemplo, una
de sus hipótesis de trabajo es la ya esbozada en el título,
aquella de la selección natural. ¿No le parece peligroso
que algunos, basándose en esta idea que él delineó para
un contexto específico, el reino animal, lo trasladen a
la sociedad humana como una forma de justificar la
“extinción” de ciertos hombres? ¿No le resulta curioso
descubrir una cierta similitud entre ese peligro que me
parece que pueden traer las ideas darwinianas y aquello
de civilización y barbarie? Le doy un dato interesante:
Darwin estuvo en nuestro país recorriendo la Patagonia
y la Tierra del Fuego entre 1831 y 1836. Paso a otra cosa,
entiendo perfectamente las dificultades que a usted se
le presentan y que tan sinceramente me trasmite en su
carta. No se deje abatir amiga mía por esos comentarios

• 110 •
que tienen una larga data. En épocas más felices hemos
conversado en torno a la malignidad de cierta gente, ese
perverso afán que los consume. Hasta aquí la carta, la
única carta que encontré de Matías Albornoz.
En relación al cuento, esa versión que él dejó en la
casa de mi padre no era la definitiva, tiene anotaciones
al margen y en muchas partes hay palabras tachadas o
párrafos enteros que están tachados. Creo que fue es-
crito en varias etapas o en momentos diferentes porque,
si bien la letra es la misma, hay partes en que los trazos
se achican o se agrandan o se observa una inclinación
que no es pareja. Es algo particular leer un manuscrito,
al principio yo sentí algo parecido al pudor, como si me
estuviera metiendo en una zona prohibida porque un
manuscrito es una obra al descubierto, uno ve también
al autor de esa obra. Después, cuando la novela o el
cuento se termina y se dan determinadas circunstancias
para su publicación, la persona que lo escribió pasa a
ser un nombre que figura en la tapa, algo así como una
referencia, como una pista. Yo me imagino que cuando
el escritor le da fin a su tarea, la relación tan estrecha
que tuvieron se modifica, el producto acabado entra a
rodar por la cantidad de lados en que rueda hasta que
alguien lo lee, pero el que lo lee no sabe cómo fue es-
crito, quiero decir, que el que lo lee no tiene acceso al
fervor con que se escribe. Uno se mete en la lectura de
Don Quijote y no sabe que fue hecho en la cárcel, no

• 111 •
sabe que ese hombre escribiendo Don Quijote en la
cárcel, las cosas son de tal manera que escribir se vuelve
algo perteneciente al ámbito apretado y mezquino de
la privacidad. Cuando empecé a leer el manuscrito de
Matías Albornoz, tuve la creencia de meterme en una
zona oculta. A lo mejor, la razón de ese sentimiento
sea suponer que escribir es una secreta ceremonia, una
mágica celebración para elegidos. Dígame si no resulta
atrayente suponer lo de la magia; lo contrario, enterar-
nos del disciplinado fervor de ese hombre en la cárcel
haciendo el Quijote tiene sus riesgos. Yo tenía el ma-
nuscrito y era como tener la aventura planificada por
Matías Albornoz, me entiende, no solo tenía acceso al
orden que él supo darle a las palabras sino que también
podía asomarme a los avances y retrocesos que fue dan-
do para llega a ese orden. Cada palabra o frase o trozo
tachado era llegar a acercarse, Matías Albornoz era un
cazador que se acercaba o llegaba y yo sentía los olo-
res de la cacería, yo sentía el formidable despliegue de
fuerzas para atrapar las agrestes palabras que huían y él
tuvo que apelar al recuso de los molinos de viento para
sujetarlas, para sujetar las escurridizas palabras mientras
hacía el Quijote en la cárcel.
El cuento se llama Los Cercos, es la historia de un
riojano que vive en tiempos de Quiroga. Es un hombre
del Tigre que tiene a su cargo el proyecto de la explo-
tación de las minas del Famatina. Se pone en contacto

• 112 •
con un grupo de Buenos Aires que se muestra intere-
sado y va descubriendo la relación de esta gente con
los ingleses. Se propone dar a conocer lo que ha sabido
y entonces comienzan los cercos, lo acosan utilizando
diversos recursos, uno consiste en fabricar versiones
sobre su persona a partir de la falsas interpretación de
los hechos. De esa manera, utilizando fragmentos de
hechos que caprichosamente van uniendo, dicen que es
loco o que tiene relaciones íntimas con la mujer de su
mejor amigo. Otro recurso es tratar de arruinarlo eco-
nómicamente robándole la hacienda y otras cosas. El
tercero que utilizan es mandarle una vez a la semana
un aviso de próxima muerte. El personaje decide que
es momento de abandonar la zona. Sabe que lo van a
matar porque él tiene datos que colocarían muy mal al
gobierno, entonces, para evitar que con su muerte se
pierdan, escribe un cuento y lo hace de tal forma que, si
se lee superficialmente, el resultado es uno, si la lectura
avanza y va hacia debajo de lo aparente, el resultado es
rescatar los datos que al personaje le interesa salvar. En
la parte en que se muestra el procedimiento para hacer
el cuento, se cruzan dos planos de la narración, uno
es el que el personaje desarrolla, el otro es el recuer-
do de un relato escuchado en su infancia que cuenta
el momento en que llegan los de a caballo a La Rioja
y los indios los miran llegar con el sol reflejándose en
las armaduras, en las armas y entonces esos hombres

• 113 •
que avanzan, que los van cercando parecen esplendores
sobre la tierra, parecen esplendores que van a arrasar la
tierra. Los indios deliberan para encontrar una forma
de salvar al pueblo. Saben que podrán resistir un tiempo
al cerco, pero ellos, los de a caballo seguirán arrasan-
do la tierra. Llegan a la conclusión de que un grupo
no deberá caer porque ese grupo será el encargado de
perpetuarlos. Deben decidir quiénes sortearán el cerco,
resuelven que sean los ancianos porque ellos guardan la
memoria de los vivos y de los muertos. Se transforman
en instrumentos de música y así, cuando los tiempos
nuevos desalojen a los tiempos viejos, ellos persistirán y
cada melodía que surja será un fragmento de su historia,
será un rescate de aquello que los frágiles esplendores
de la muerte soñaron arrasar, será la comprobación de
la inutilidad de los cercos.
Este es el cuento que escribió Matías Albornoz,
mejor dicho, el único que se salvó del incendio porque
el día anterior lo había dejado en la casa de mi padre,
aparentemente lo había dejado olvidado. Parece que te-
nía otros cuentos y una novela y también había cartas,
por lo menos es lo que sabía mi padre, cartas de Miguel
Álvarez, de Paula Recalde, de algunos amigos que vivían
en otros países de América y de Europa, las cartas es-
taban cuidadosamente encarpetadas y el incendio arra-
só con todo. Llamó la atención lo del incendio, fue un
asombro cuando avisaron a las cuatro de la mañana que

• 114 •
la casa de Matías Albornoz se incendiaba y mi padre
corrió las calles y un violento resplandor se le encajó
en los ojos y el ruido del fuego comiendo la casa no lo
abandonó más. A los tres días un pariente de Albor-
noz hizo una presentación en el juzgado de La Rioja
para que se investiguen los hechos que ocasionaron el
incendio y rápidamente el juez se expidió consideran-
do que la muerte de Matías Albornoz se produjo como
consecuencia del fuego que se había propalado por su
residencia sin que hubiera ningún elemento probatorio
que indicara una intencionalidad, descartándose asimis-
mo la intencionalidad con fines homicidas.
Para los que creían que Matías Albornoz era un
loco, morir en un incendio era una forma lógica de mo-
rir y los restos de la casa con la huella de sus pape-
les fueron los testimonios de su locura. No se si usted
habrá observado desde que empecé a contar lo que le
estoy contando que yo no creo en la locura de Matías
Albornoz, como tampoco creo en la supuesta relación
con la mujer de Álvarez. Porque, dígame mi amigo, ¿en
base a que definimos la locura? En este país hay algunos
que son muy proclives a calificar de esa manera. Llama-
ron loco a Moreno, a San Martín, a Quiroga, al Peludo
lo llaman loco y a nosotros acaso no nos pusieron locos
de verano. Los mismos se animaron a llamar loco a Sar-
miento, fíjese bien, a Sarmiento que fue más lúcido que
todos ellos juntos. Desde ese punto de vista, este país

• 115 •
tiene un historia de locura, a lo mejor será la herencia
que nos dejaron los indios, habría que investigar si esa
fundamentación genética no fue una de las empleadas
para las infinitas campaña al desierto.
Supongamos que la hipótesis de la locura de Al-
bornoz sea verdadera, quiero decirle que a lo mejor fue
cierto que tuvo algún desequilibrio, ¿qué le pone o le
saca a lo que fue? Porque su oposición a la matanza
de los paraguayos nada tiene que ver con la actitud de
un desequilibrado, más bien, pone en claro su opinión
sobre la dignidad humana, sobre América y los ameri-
canos, ese tipo de cosas es lo que vale en la vida de un
hombre, yo le diría lo mismo que decía mi padre, para
él, lo que definía a una persona es si supo o no estar a la
altura de las circunstancias que le tocó vivir. Lo demás
son detalles, quebradizos y delicados detalles.
A ella, a Paula Recalde, le tocó el papel más difícil,
de eso estoy seguro, en general, siempre a las mujeres
les toca el papel más difícil y muy rara vez cuentan con
esa seductora fábula, la gloria, porque no acceden al bri-
llante discurso corrompido, el poder. Ellas son anóni-
mas, mejor dicho, las hacen anónimas como también
reducen al anonimato a las gestas valerosas. Yo diría
que tienen dos maneras de superar el anonimato, una
es estrictamente biológica, pasan a la historia siendo las
madres o las esposas de algunos hombres, ¿pequeños
hombres? La otra es violando ciertas leyes explícitas o

• 116 •
implícitas que, por otro lado, los hombres violan cómo-
damente, quizás esa facilidad se debe a que ellos son los
que las hacen. Entonces las mujeres trascienden cuan-
do se convierten en malas mujeres, ese vulgarismo con
el que se designa su sentido histórico. El pecado fue
hecho para ellas, claro que hay otros pecados que no
cometen, por ejemplo, se salvan de preparar los crueles
espejismos que algunos llaman civilización pero, mire
usted lo que son las cosas, para esa clase de pecados hay
una dulce indulgencia, algo así como un delicado man-
to de olvido. Para ellas fue creado el pecado entre los
pecados, el que las remite a la posibilidad de convertirse
en sujetos históricos, pero, al mismo tiempo, cuando se
convertían en sujetos históricos, es decir, cuando ejecu-
tan la acción, son arrojadas del paraíso, se convierten
en habitantes de lo que en inglés se llama underground,
ellas, las mujeres, pasan a ser exiliadas. Yo le diría que
su condición les señala una suerte de marginamiento
legalizado, orillan, están al borde, pero cuando deciden
saltar hacia la historia les agrietan el vuelo y van a parar
al exilio, el duro exilio. Ese es el dilema en el que se de-
baten, el dilema que tienen que resolver, claro está, no
solo en ellas recaerá la responsabilidad de la resolución.
Ese dilema se mezcla con los otros porque, mi amigo,
la realidad es un compendio de dilemas. Su exilio y el
mío alguna vez será trabajado por la historia, me refiero
a que los hechos que usted y yo protagonizamos serán

• 117 •
analizados por la ciencia histórica. El exilio femenino
no entra en la historia, ellas, cuando remontan las gri-
ses y antiguas orillas empiezan a estar fuera, saben que
no las espera la gloria sino la soledad, una despiadada
soledad y un sórdido olvido. Cuando a ellas las arrojan
del paraíso las rescata la literatura porque la literatura
es una tierra libre, ahí caen los perseguidos, la literatura
es una patria de asilo, una patria de asilo como dice el
himno de esta loca geografía donde hoy usted y yo esta-
mos. Las perseguidas de la dorada medianía fundan un
paraíso donde recalan para siempre cuando las palabras
inventan las franjas de la realidad para que ellas, por pri-
mera vez hagan las crónicas, las crónicas universales del
exilio. Que otra cosa que una crónica de esa persecución
es Madame Bovary o Ana Karenina, una rigurosa cró-
nica que los costados de la dorada medianía cuidadosa-
mente se encargan de cubrir. De ella, de Paula Recalde
no quedó nada, quiero decir que no hay ningún papel
donde uno pueda rastrearla, los papeles para seguirla y
perpetuarla. De todo lo que me contaron, del desorden
que me dejaron de la mujer, no me animo a sacar una
conclusión, en todo caso, surgen algunos interrogantes,
se me vienen preguntas que yo dejo que me acompa-
ñen. Claro, parto de no aceptar las versiones que hablan
de ella como una mala mujer, ante la constatación que
hice de la casi unanimidad de la gente para denominarla
de esa manera, no pude dejar de preguntarme, no pue-

• 118 •
do dejar de preguntarme, las razones que impulsaron
para que se pensara así de ella. Me pregunto si una de
las causas no reside en que aparecía desprendida, como
ajena, o a lo mejor alejada de las costumbres, procede-
res, de las ideas que eran comunes a todos. Puede ser
que ella no supiera los comentarios que provocaba en
los otros, que hubiera un cierto grado de inocencia en
sus actitudes. Puede ser que estuviera al tanto de lo que
de ella se decía y no le importara demasiado porque ha-
bía decidido que la visión de la realidad que le ofrecían
era contenida, falsa, apenas un trazo grotescamente in-
concluso y entonces ella elegía otros movimientos, un
desplazamiento diferente que modulaba de acuerdo a lo
que pensaba que podría arrimarse a figuras inesperadas.
Yo me inclino a pensar que en esto hay que pensar la
solución al dilema y entonces uno podrá encontrar las
noticias de la mujer.
Siempre me he inclinado a pensar que Miguel Ál-
varez fue un hombre valeroso, no lo digo por la cohe-
rencia que mantuvo o, mejor, no lo digo solo por eso,
lo digo porque se necesita un cierto valor para ser el
marido de una mujer así. Yo le voy a ser sincero, yo me
asomé al Mapocho y no sé si usted ya se dio cuenta lo
que es mirar un río, uno lo ve y es como si el río fuera un
espejo donde no solo me veo sino también veo los otros
que yo fui, y ahí, en ese momento tengo la posibilidad
de definir las caras de los otros que yo seré y bueno, me

• 119 •
asomé y lo vi a mi padre, lo vi a Matías Albornoz, a Mi-
guel Álvarez, la vi a ella en el Tinkunako entre el polvo
amarillo y rojo de mi patria y yo los miré a ellos, los que
estuvieron antes, los miré mirándome en el Mapocho
y supe que lo peor que me podía pasar era perder esa
mirada, y mientras en alguna vuelta no la perdiera, todo
iba a andar bien para mí y también supe ahí, aspirando
la mirada entre amarilla y roja del Mapocho que ya era
tarde para armarse de valor, ese valor que le permitió a
Miguel Álvarez encontrar una mujer así. Yo solo era ca-
paz de buscar las noticias de mi patria me decía Vera esa
noche en que yo lo escuchaba como usted me está es-
cuchando ahora, y yo le puedo decir, yo le digo después
que pasaron veintinueve años desde aquella noche, que
él supo, que Ricardo Vera supo encontrar las noticias
de la patria. Se lo digo yo que lo conocí bien, se lo digo
ahora que él está muerto y no me puede salir al cruce
con alguna broma de las suyas y yo me reía, cuando ha-
cía alguna broma, yo me reía como me reí esa noche de
hace veintinueve años o me reí con él, con Ricardo Vera
tantas veces más después de esa noche, aquí mismo, en
esta patria de asilo como él la llamaba y yo estaba donde
usted sabe dónde, en la calle Bermúdez cuando me llegó
una carta, me llamaron y me entregaron una carta y yo
la abrí y de adentro salió la cara de Vera que me miraba
desde el Mapocho, me miraba desde una fotografía cier-
ta y engañadora como son las fotografías y abajo, en el

• 120 •
borde inferior de la foto con letras graves, yo leí Ricardo
Vera: su fallecimiento y después seguía la honda conster-
nación que había ocasionado su muerte porque aunque
la muerte sea algo puntual, la muerte siempre ocasiona
honda consternación en los diarios y después había una
especie de inventario, inventariaban qué había estudiado,
donde había estudiado, los cargos que ocupó entre el 16
y el 19 y entre el 28 y el 30 y esas cosas, mencionaba la
honda cultura que poseía como si la cultura se asemejara
a un abismo que un hombre pudiera poseer, un abismo
de su propiedad para que figure en un nota necrológica
de un diario, un tajo inaccesible para los otros porque el
dueño de esa fotografía que aparece en el diario para bo-
rrar los pasos de ese hombre cruzando los Andes cada
vez que fue necesario cruzar los Andes para buscar las
noticias de la patria. Yo me acuerdo que cuando terminé
de leer esa nota, me pregunté qué hubiera dicho Ricardo
Vera de haberla leído y se me da por pensar que hubiera
mencionado las circunstancias que tuvo que vivir y en
las cuales no tuvo más remedio que morir, él hubiera
dicho que las cosas que el diario no se animó a publi-
car, que pulcramente disimuló, más el hecho indiscutible
de la publicación de una nota haciendo referencia a su
muerte configuran con claridad, Ricardo Vera hubiera
dicho que configuran claramente el signo de los tiem-
pos. Y después que me dije lo que Ricardo Vera hubie-
ra sido capaz de decir, me dije también que su muerte

• 121 •
solitaria, él muriendo solo, sin amigos, muriéndose sin
los amigos acompañándolo a la muerte y yo enterándo-
me en el lugar donde usted sabe, yo leyendo una nota
necrológica ahí, era también la manera de reconocer el
signo de los tiempos. Me dije que para un hombre es
importante anoticiarse de eso, registrar los indicios, los
residuos, las claves descubiertas y los dilemas que em-
pujan y me dije que lo peor que le puede ocurrir a una
persona es renegar de su época, de la época que le tocó
vivir. No dije que había varios hechos que demostraban
casi matemáticamente que yo había podido enterarme
del signo de los tiempos, de mis tiempos, pero eso que
es muy meritorio no me hacía olvidar de una ausencia,
de una melancólica ausencia, que a veces evoco y cada
vez es más ausencia, más melancólica y me remite, eso
que yo evoco me remite a una infamia, a lo mismo que
hace veintinueve años Ricardo Vera me contó para ad-
vertirme y yo, como Ricardo Vera, cometí la infamia de
no ser feliz, no fui capaz del valor, no tuve el coraje de
querer. Yo me dije que lo mío fue peor a lo de Vera por-
que pude reconocerla como Miguel Álvarez reconoció
a Paula Recalde y después me fui, sin decirle nada, tracé
una línea desde mi infamia hasta ella y el comienzo de la
ausencia, allá esa vez me dije por la patria y me fui.
Hace veintinueve años de esa noche en que Ricar-
do Vera me contó lo que yo cuento aquí, en el mismo
lugar de aquella vez y si usted mira la escena y las ante-

• 122 •
riores, las escenas que precedieron a ésta puede concluir
que cíclicamente algunos compatriotas no tienen otra
chance de mirar los Andes desde el Pacífico, entonces,
todo sería cuestión de prepararse para esos ciclos de
viaje, los interminables ciclos. Aunque los hechos adop-
ten el recurso de la reiteración, las escenas del pasado
que yo le conté no fueron armadas prolijamente con
las escenas de ese momento y tampoco con aquellas
escenas de las cuales ignoramos casi todo. Pula Recalde
y Miguel Álvarez anduvieron por las mismas calles que
anduvo Peñaloza y a lo mejor como él dijeron en Chile
y de a pie y yo estuve con Vera y lo dijo y usted me ha
escuchado decir lo mismo y su hijo y la mujer de su hijo
lo dirán, su hijo y ella dirán en Chile y de a pie cuando
el signo de los tiempos se los haga decir. Pero aunque la
frase se repita una y otra vez con obsesiva persistencia
yo le digo que los dilemas resueltos y los dilemas a re-
solver no serán los mismos. Cuando su hijo y la mujer
de su hijo tomen este mismo vino, el vino interminable
y bueno, el vino que caerá liviano y breve y la luz entre
amarilla y roja envuelvan las palabras, las palabras que
usted y yo no diremos envueltas en la luz entre amarilla
y roja, ellos montarán una flamante escena y le digo,
yo le digo que la escena que ellos hablarán rescatará el
galope que los frágiles esplendores de la muerte soña-
ron arrasar, ellos contarán la inutilidad de los cercos,
contarán la ambigua certidumbre de los dilemas, ellos

• 123 •
contarán lo que yo le estoy contando ahora, en esta no-
che de un día que empezó con niebla como empiezan
todos los días en esta loca geografía de sangrientas ala-
medas, la alameda que yo camino, yo voy caminando la
alameda buscando el río y ahí está, es un río enjuto, fla-
co, rápido, tan distinto a los nuestros, a la amarronada
mancha del Río de la Plata, por ejemplo, pero no sirve
hacer comparaciones. Sobre todo no sirve si uno sabe
la relación que existe entre las capas geológicas, los acci-
dentes geográficos, como para que uno tenga un ritmo
propio, particular. Entonces llego al Mapocho y lo em-
piezo a mirar y mientras lo estoy mirando me pregunto
cuántos argentinos se habrán parado para mirarlo como
yo y también me pregunto cuántos argentinos llegarán
después y harán lo mismo.
Lo veo en su fluir y se me da por pensar que el
río es lo más parecido a lo que los hombres denomi-
namos eternidad, a lo mejor sea la representación de la
eternidad y no nos damos cuenta. Yo miro el tiempo
de pequeñas olas urgentes que se amontonan sobre el
Mapocho que empujan obstinadamente y aunque no
puedo ver desde donde estoy parado que hay debajo
de esa prisa, yo sé que hay un tiempo distinto, calmo,
sólidamente tranquilo. El tiempo de las urgencias y el
otro no están separados, se mezclan y conviven armo-
niosamente, así fue desde los inicios, en el Mapocho
siempre esa simetría temporal. El problema se presenta

• 124 •
para los que, como yo, nos asomamos al río y obser-
vamos y podemos convencernos que el fluir del río es
esa intrincada urgencia y nada más y entonces actuamos
encandilados por el espejismo de la superficie. Yo miro
al Mapocho y pienso en la sabiduría de los pueblos que
se fundaron a sí mismos a las orillas de un río, no solo lo
hicieron para abastecerse de agua, mejor dicho, el agua
fue un elemento que les permitió continuar, continuar-
se, lo hicieron además porque el pueblo supo que el
río era tan semejante con esa continuidad de agua, tan
semejante a ellos mismos. El pueblo siempre lo supo,
los que no podían saber de esa semejanza fueron los
de a caballo y cayeron en la trampa al fundar ciudades
a la orilla de los ríos. Cayeron en la trampa porque cada
pueblo que intentaron clavar en algún recodo del olvi-
do cuando fundaban una ciudad se refugió en la eter-
nidad de la memoria de los ríos. Yo miro el Mapocho y
veo a los tehuelches, a los mapuches que me miran sin
urgencias pero me miran y si yo estuviera mirando el
Orinoco, el Urubamba, el Misisippi, el Río Grande, el
Lampa, el Artibonite, el Paraguay, el Papaloapan, el Su-
chiate, el Chamelecón, el Uruguay, vería a otros la mis-
ma mirada. Esa es la trampa que no pudieron sortear
los de a caballo, esa trampa es la que los convierte en
los derrotados de la historia. Yo estoy aquí y entonces
miro el Mapocho porque estoy aquí y no me puedo dar
el lujo de caer en la trampa de la ausencia, esa nostalgia

• 125 •
pegajosa y lastimera porque me fue otorgado el lujo de
poder mirar el Mapocho. Separo las engañosas crestas
del apuro y voy abajo, voy a las aguas de la memoria, voy
en busca de la mirada legítima y la rescato porque con
ese rescate puedo descifrar las futuras aguas que aún
no puedo ver. Yo estoy aquí y respiro el Mapocho para
contar alguna vez que respiré el Mapocho y empiezo a
caminar por el costado del río en dirección a la montaña
y me digo los ríos profundos y se me da por pensar que
es un buen título para una novela, a lo mejor, me digo,
habrá por ahí algún americano que algún día escriba los
ríos profundos. Me paro y tengo a mi izquierda el río y
levanto la cabeza para mirar las montañas llamadas de
los Andes, la cordillera atravesada y vuelta a atravesar
por tantos argentinos, cruzada por Paula Recalde, por
Ricardo Vera, por usted, por mí, por el hijo que segu-
ramente usted tendrá, cruzada por su hijo y la mujer de
su hijo. Ellos se habrán parado, ellos, los que todavía
no nacieron se pararán como yo para mirar los Andes,
para mirar la frondosidad de los Andes, para mirar las
llanuras del tiempo y saber que atrás de esa desmesura-
da historia de piedras está mi patria, la patria. Yo miro
el Mapocho como pudo mirarlo Miguel Álvarez y Paula
Recalde, como lo mirarán su hijo y ella su mujer, yo
miro el Mapocho y veo la irremediable corriente del
Beni, del Chamelecón, del Artibonite y digo mi patria.

• 126 •
A veces cuando el sueño
se demora en la ventana
o se queda en una esquina
jugueteando con el viento
y camina por la calle
abrazándose a la luna
entonces vos y yo
aparecemos lentamente
y armamos nuestro tiempo
separado por el odio
y día a día con palabras
juntamos tus vientos con mis soles
tu mirada de horizonte amarillento
con mis ojos llenos de un pedazo de ciudad
cuadriculada.
De la mano descubrimos
la aumentada geografía de los hijos
y al mirarnos recobramos
la ternura que peleamos al olvido.
Todo eso antes
que el sueño me lleve al otro día
donde renuevo mis ganas del reencuentro.

Celina Lacay

• 127 •
La vuelta

La noche desfiguraba el camino hacia La Plata y aunque


se esforzaba por reconocer zonas, mirar los dibujos que
había guardado en la memoria, se perdía entre los gru-
pos de árboles, entre la oscuridad y el pasaje rápido del
ómnibus que la llevaba de vuelta.
Se apoyaba en el respaldo del asiento probando
posibilidades inusuales para su cuerpo y era un descu-
brimiento sentir el abandono de la espalda, el contacto
blando y permisivo que contraponía a los bancos grises
y largos de la cárcel. Mientras se acercaba a una ciudad
que tendría que volver a trazar desde lejanas veredas
cubiertas de hojas donde sus pies se demoraban en obs-
tinados y derrotados intentos para cambiar el camino
hacia el colegio por un viaje donde ella era Mariana en
la ruidosa cubierta de un barco, veía las caras agolpa-
das atrás de las rejas, los gestos saludándola, las miradas
empezando un largo adiós que ninguna de ellas podía
imaginar aunque buscaran recortes de alguna otra des-
pedida que les devolviera la ilusión de lo conocido. Pero

• 128 •
bajar las escaleras después de haber abrazado a cada una
de las mujeres con las que había fabricado esos años
de ausencias y búsquedas, de incertidumbres y fatigosas
esperas, era un hecho nuevo y distinto iniciado cuando
los gritos y la mirada clausurada la habían arrojado a
un mundo que escapaba a las simples definiciones, al
encierro de los conceptos, al tono desvaído y deshojado
de las antiguas palabras.
Cerraba los ojos y se amontonaban los encuentros
que desfilarían como un alucinante salto al pasado, un
dulce engaño que la ubicaría en la utopía de que nada
había cambiado a medida que se enfrentara a sus hijos, al
marido, el resto de la familia, los amigos, la plaza Moreno,
la Facultad de Humanidades, las calles caminadas en las
manifestaciones o con el primer novio, las calles barri-
das por la más brutal de las tormentas. Caía en el vértigo
de lo que se avecinaba hasta que construía un precario
equilibrio deslizándose al sol de esa tarde cuando jugaban
un partido de vóley y escuchó su apellido acompañado
por un elíptico prepare sus cosas. Entonces dijo me voy
entre incrédula y sonriente y las demás gritaron te vas
confirmando una verdad que a partir de ese momento
empezaba a ocupar el espacio de los largos pasillos, de las
órdenes, de la escrupulosa puntualidad para desarticular
la historia. En el patio de recreo donde había dado tantas
vueltas para no tener frío, para que los músculos funcio-
naran, para seguir reconociendo el olor de la primavera

• 129 •
que saltaba las paredes, para descubrir los hilos y el en-
tramado de una compleja realidad que se escapaba, allí,
abajo de un recortado cielo, entre los primeros saludos y
lágrimas, sintió que la libertad era una salvaje convulsión.
Tocó el asiento y era posible deslizarse ligera y sua-
ve por una superficie que la alejaba de una sucesión de
rugosidades, asperezas, helados laberintos por donde la
llevaban esposada, manos atrás, cabeza gacha, a los em-
pujones y en silencio. En la cárcel había una monotonía
de ruidos: la opacidad de las rejas cuando las abrían o
las cerraban, el estruendo de los tacos altos de las cela-
doras, la pesadez del carro donde traían los tachos de
la comida, el sofocado paso de la fila que tenían que
formar para salir al patio de recreo. Todo eso lo supo el
día que la trasladaron a la cárcel y fue alojada en el tercer
piso de la planta número 5, pabellón 48 y apenas podía
moverse entre las cuchetas amontonadas, las frazadas
por el suelo y las chinches que empezaron a descubrir.

–¿De dónde sos?


–De La Plata.

A pesar del cansancio por el viaje en el celular,


el hostigamiento de los gritos, un interminable tiempo
de manos atrás, sin hablar, alguna se había encargado
del mate entre las voces y los gestos apareciendo en el
amontonamiento.

• 130 •
–¿Hace mucho que te detuvieron?
–Seis meses.
–¿Estuviste en una comisaría?
–Un mes, antes fueron unos días en Coordinación Fe-
deral hasta que me llevaron a Infantería de la policía en
La Plata.
–¿Ahí te incomunicaron?
–Me vendaron y esposaron.
–¿Sabés algo de tu familia?
–No.

Arriba de la cucheta, sentada sobre las piernas,


empezó la primera de una incalculable serie de cartas.
Escribió que ese día la habían llevado junto a otras cien-
to cincuenta a Villa Devoto, estaba bien, las visitas eran
los martes para las mujeres de diez a once y los vier-
nes para los hombres de nueve a diez. Aquella noche
se preguntó y ahora qué; hasta cierto punto, en algún
fragmento indefinible se daba cuenta que lo que había
irrumpido en ella cuando le anunciaron la libertad tenía
que ver con esa pregunta que era como llegar al umbral
de lo inexplorado, el furioso tono del futuro.
Acercándose a la ciudad que en dos meses celebra-
ría el centenario, pomposa ceremonia que entre desfi-
les y fuegos artificiales trataría de gambetear la grotesca
desmesura de la muerte, enumeró algunos datos: tenía
treinta y seis años, marido, tres hijos, familia, amigos

• 131 •
que habría que rastrear por el mundo, era profesora de
historia, había estado seis años, tres meses y siete días
a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Pero eran
apuntes, descoloridas palabras que se asemejaban más
a las notas sociales que una exploración para llegar a
alguno de los bordes de ella misma. Desde que la de-
tuvieron, fueron incontables las veces en que tuvo que
repetir nombre y apellido, estado civil, profesión, fecha
de nacimiento, domicilio. Era un juego macabro insistir
puntillosamente acerca de las básicas referencias de uno
mismo, una ayuda para que la memoria no se licuara y,
simultáneamente, recibir la perversa embestida destina-
da a que lo que había sido o todavía era, estallara en una
infinita sucesión de fragmentos.
Cuando el ómnibus llegara a la terminal y ella pisa-
ra el primer pedazo de La Plata que se le ofrecería apaci-
blemente, dejaría de imaginarse a sus hijos, abandonaría
el despiadado ejercicio de escribir cartas para decirles
feliz cumpleaños, felicitarlos por haber terminado el
jardín de infantes, la escuela primaria, preguntarles por
sus amigos, contarles que los quería y extrañaba mucho.
Los abrazaría para sentir aquello de lo que se enterarían
mucho tiempo después: ellos eran el punto de parti-
da desde el cual intentaría volver a empezar, armar un
rompecabezas con las piezas que suponía que conser-
vaba y las otras, las que tendría que buscar en sitios que
todavía no tenían nombre.

• 132 •
Antes de saber bajo sus pies el desborde de la ciu-
dad recibiéndola, una misteriosa y escurridiza entrega,
habían abierto la última puerta para que ella viera los
brotes de los árboles en esa primavera y caminó, impre-
cisa y nueva, sin esposas, vestida con la ropa que la acer-
caba a ser una mujer como las otras, dio vuelta la cabeza
para mirar lo que quedaba atrás: las impenetrables pa-
redes encerrando las vueltas de un relato que todavía
continuaba. Tenés que escribir sobre esto, le habían di-
cho y se preguntaba cómo se accedía, dónde estaban las
palabras para contar la densidad de los días de alrededor
de mil mujeres en Villa Devoto. Cómo se mostraban los
hilos que contenían un desopilante humor rebotando
en los helados inviernos, el entretejido arduo y sinuoso
para admitir que ya no existían proyectos y asomándo-
se a una revisión que rompía los viejos significados, la
narración única y repetida de los tormentos aplicados
a esa clase especial de peligro, las mujeres. Hemingway
escribía con un lápiz, descalzo y parado en su casa de
Cuba. ¿Cómo lo haría ella cuando pudiera encontrar las
palabras?

• 133 •
Dar a luz

Ella recordó fielmente cómo tenía que pujar, parecía


que la memoria fuera una extensión inacabable capaz
de contener los registros del viento, un reflejo que de-
volvía aproximadamente las voces, testimonios de an-
tiguos amores soplados entre los avances y retrocesos,
saltos y amordazamientos de los sucesos pasados y he-
chos memorables. Se concentró más para no desperdi-
ciar fuerzas, respiró y retuvo el aire; mientras el médico
decía ya viene pensó en el relato de la monja escuchado
detrás de la venda, en medio de una oscuridad violen-
ta y persistente. Sintió que le apretaban el brazo, des-
pués la caricia resbaló hasta su mano encerrándola en
un movimiento tibio al que se aferró mientras volvía a
respirar y mandaba el aire al húmedo pasaje que su hijo
abandonaba. Tenía pegado el pelo en la frente, la venda
alrededor de los ojos, alrededor del mundo, era un peso
que le fracturaba la cara en dos. Hizo el ademán para
arrancársela, la mujer le sostuvo la mano con una sua-
vidad blanda y concisa; en el oído derecho le dijo falta

• 134 •
poco querida y acompañó el querida con una presión en
la mano. Se preguntó quién sería y empujó el recuerdo
del personaje comprensivo y amistoso que aparecía des-
pués que la hacían saltar a un horror desolado, arbitra-
rio y demorado como la muerte de la monja. El Santo
Oficio resolviendo que se muriera de a poco para que
abjurara del amor o de lo que la llevó a buscar un hijo,
su muerte y el hijo naciendo en el nuevo mundo conde-
nado por los conquistadores para que abjuraran de los
demonios, una danza alucinante y envolvente brotando
de la tierra que había que purificar.
Conteniendo el aire, arqueando el cuerpo hasta
sentir los músculos en su máxima tensión, ella se pre-
guntó dónde estaría: el cuerpo desnudo y una venda
alrededor de los ojos, una línea ilusoria separándola de
los lugares que podía nombrar para tirar la línea y medir
la distancia que no llenaban ni los océanos ni los mares,
ni los desiertos olvidados de algún relato de Verne, ni
cualquier montaña asomándose a un camino que se es-
curría en la próxima llanura. Sin embargo, la distancia
entre ella apoyándose en Julio para entrar tres veces a
clínicas en donde había tenido sus hijos mientras atrás
de la puerta él y los demás esperaban, y esta duda ac-
tual sobre donde la habían traído indefensa atrás de la
venda que le robaba el mundo, esa distancia que iba
entre la oscuridad de ahora hecha con vueltas medita-
das y exactas y lo anterior era cierta; no formaba parte

• 135 •
de un sueño, de una pesadilla interminable y tenaz sino
de aquello que ahí, desnuda y expuesta, no terminaba
de medir pero que otras veces había sabido que era el
tramo sencillo, elemental, que arrancaba desde lo que
era mujer, hombre, manos, ojos, al salto que llevaba a
lo otro, algo que se definía por oposición a lo humano.
La mujer le sostuvo la cabeza sin soltar la mano y
en el movimiento que hizo, ella percibió el olor a jabón,
a desodorante, a una colonia para después del baño, que
la remitía a aquellos gestos banales, de todos los días so-
bre los cuales nunca había reflexionado pero que ahora
servían para recordarle que la ducha rápida o demorada,
la colonia desparramada por el cuello y los brazos fue-
ron clausurados cuando cada vuelta de la venda contra
los ojos fue un regreso de la historia, la cercanía de la
muerte. Después, cuando la llevaron a ese lugar que ella
sabía que tenía las paredes altas y el techo lejano pero que
en realidad no conocía, en el sentido común o parciali-
zado del conocimiento, y la tiraron a un colchón donde
ya había otra mujer y empezó, junto con las demás una
expedición a través del lenguaje, un suceso extraño, úni-
co, a veces desopilante que, con una singularidad ante la
cual no podía dejar de asombrarse, ellas transformaban
ese lugar de sistematizada destrucción en un gran relato
que nunca sería definitivo, que iban haciendo en la me-
dida que cada una hablaba para que las palabras rodaran
por honduras que podían llegar a ser fantásticas, o se

• 136 •
mecieran en un mar súbitamente calmo y plateado para
aparecer en una maraña de espanto enredándose en un
amanecer que oscilaba entre los anaranjados y violetas.
Ella fue dándose cuenta que ese relato abierto, espléndi-
damente desatado era un procedimiento inédito por el
que se asomaba a una realidad que contradictoriamente
a lo supuesto por Borges, era escandalosamente despro-
lija, un caos que tenía que ver con los pianíssimos, alle-
gro cantábile, moderato, andante con brío, los ritmos
de la música pero también los ritmos de los poemas,
las palabras convocadas; palabras que a veces traían la
inacabable figura de aquella mujer acercándose a las cos-
tas del nuevo mundo en un barco que cruzaba el mar
proceloso, cargado de presagios cuando la luna apare-
cía lentamente irresistible y ellas rezaban con afán para
huir de todo lo que las pudiera alejar de la Virtud de su
Bondad. El mar, colores restallando contra el murmu-
llo sostenido de las oraciones, era una prueba más que
atravesaban antes de arribar a las tierras del nuevo mun-
do, prueba máxima en la que las colocaba la Virtud de
su Poder como les había dicho Su Señoría, donde sólo
su palabra podría hacer que esas criaturas, de apariencia
humana, se volvieran cristianas. La larga lucha contra
las herejías, contra la morisma, plagas más devastadoras
aunque la gran peste, decía el obispo, hacen ver que la
muerte es la única posibilidad que tienen de encontrarse
con Él, pobres criaturas corroídas por hordas maléficas

• 137 •
que no solo cometían los pecados más terribles sino que
se vanaglorian de ello, persistiendo en una impenitencia
de la cual no se las puede arrancar.
Al relatar de nuevo el momento en que le venda-
ron los ojos con cuidado, para que cada vuelta exacta,
meditada, fuera un regreso de la historia, el muestrario
de hechos del pasado descendiendo cerca del río, en La
Plata, una ciudad acorralada entre el invierno y la obs-
tinación en desarmar cronologías, la tela ingenua apre-
tándole los ojos, sabiamente manejada para soltar fan-
tasmas y tirarla a un agujero con paredes borradas por el
olvido, un corredor resbaladizo para caer en ambiguas
ciudades de otro continente y de inviolada memoria,
entonces, como un improvisado detective se adelantó
y supo qué sería de ella después de tener a su hijo. No
lo pensaba por el acoso del miedo, concluía que tenía
que ser así porque los manotazos desmesurados y con-
fusos, esos fogonazos contradictorios que atravesaban
la línea que la separaban de los tonos, sabores y texturas
de una ciudad que había sido suya hasta los bordes de
la pertenencia, le daba ese resultado que no aceptaba,
ante el cual se plantaba con una indignada fuerza que
le subía a borbotones, con una desesperación nostálgi-
ca hamacada por las imágenes de Julio y sus hijos y de
ese otro hijo cuya suerte era tan incierta, a pesar que su
vientre agrandándose mes a mes, como un mandato bí-
blico, fuera una enorme paradoja que había que ocultar

• 138 •
atrás de una banda tensa, un testimonio irrebatible de la
historia ante esa negra y obscena orgía de muerte.
El invierno era algo más para añorar al escuchar
los relatos de otros inviernos, en ciudades que aban-
donaban sus clásicas dimensiones para ir apareciendo,
calles, plazas, el viento repasando los techos, la escarcha
como un agrietado espejo tembloroso en una esquina,
en una excursión sin programa, voluntaria persecución
de los secretos que ahora se abrían en ese lugar armado
en base a un plan madurado en el tiempo, que no admi-
tía excesos en la meticulosa aplicación de una aparente
irracionalidad. De los inviernos con lluvias intermina-
bles mirados desde una adolescencia tumultuosa y uni-
versalmente censurada, se volcaban a ese instante o mo-
mento o figuración del tiempo en que supieron que los
tilos, como inundación incontenible, podía desbordar
una ciudad que, según les habían enseñado, fue escru-
pulosamente diseñada. Volteando la antigua sucesión
de las estaciones para que, atrás de la venda inhóspita y
callada irrumpiera el amor, o la sucesión de amores que
en medio de las tinieblas empezaban a entender en los
inacabables tonos y sabores que ahora veían sin remor-
dimientos, mientras, el cuerpo se le agrandaba en una
loca carrera entre su hijo que se preparaba para nacer
y ella que se iba despojando de aquellas poses heroicas
para quedarse en la vida, alejada definitivamente de las
secas solemnidades que la fijaban en una estereotipada

• 139 •
muerte que, lo sabía muy bien, no había elegido. Tam-
poco la monja pudo haber elegido la forma en que la hi-
cieron morir llevándola por pasajes ocultos del conven-
to, atravesando habitaciones con imágenes del Calvario,
figuraciones de un amor que nadie podría alcanzar a
pesar de los actos de contrición, hasta que se detuvieron
en el lugar que habían dispuesto para la expiación. Le
entregaron un rosario que colgó en un costado, en los
pechos dos manchas avanzaban, incontenible desplie-
gue, fácil abundancia que brotaba y seguía brotando.
Como una danza obsesiva que a veces era cruel, se
preguntaba si su hijo nacería después de las veces que la lle-
varon atada, sujeta a una sombría venda al descenso inso-
portable del horror; se preguntaba también a quién se pa-
recería, y esta vez no era para cubrir expectativas ni como
un ejercicio de la fantasía. Con una devoción que suponía
perdida, pedía que ese niño fuera una réplica exacta de Ju-
lio, de ella, sabía que en algún momento iba a empezar la
búsqueda, un seguimiento cuerpo a cuerpo, una embestida
sin tregua hasta encontrarlo. Entonces pensaba métodos
para asegurar el encuentro, la botella tirada al mar con el
mapa de su hijo dibujado rasgo por rasgo, las texturas de
la piel anotadas desde la frente que aparecía lisa y quieta
para encogerse en el primer pliegue del cuello que guar-
daría, hasta el límite del tiempo, los rastros de las primeras
caricias que ella le daría, un espejismo de inmortalidad, los
signos que había que perseguir fiel y sostenidamente.

• 140 •
La mujer le separó el pelo, los dedos hicieron anó-
nimos dibujos sobre su frente, ella se volvió a preguntar
quién sería mientras guardaba el aire en los pulmones para
terminar de desprender ese hijo como también lo habría
hecho la monja, silencioso viaje por una conmoción de pa-
labras, batahola interminable de una escatológica persecu-
ción de herejes que no pudo impedir el nacimiento en este
lado del cielo de los que eran nuevos en la fe, gente flaca
y de poca sustancia en los que se verificaban los epítetos
de miserias y desventuras que el bíblico profeta Isaías dio
a los que habitaban más allá de los ríos de Etiopía, pero
ellos seguían naciendo en otra prueba de su imperturbable
contumacia, de una irreversible impenitencia final.
La mujer le sostuvo la cabeza y ella gritó viene, un
anuncio que derrotaba las vueltas meditadas y exactas
de las vendas alrededor de los ojos, una descubierta y
sencilla proclama en ese día del último mes del año en
que los sueños volaron al compás de una marcha pom-
posamente triunfal y definitiva. Ese día que sintió liso y
despejado ella fue capaz de andar en las tinieblas trazan-
do el más bello movimiento cuando la cabeza, seguida
por la espalda en una línea que supo de desenfrenadas
tormentas, fue un arco acompañando el estruendo de
luz que arrancaba de su cuerpo supuestamente quieto,
silenciado por una tragedia todavía incalculable, desnu-
da sobre el mar fragoso que la sostuvo cuando dio a luz
mientras sonrió, liviana y espléndida.

• 141 •
Caminando alrededor
de una mesa
La voz se le escapaba en algunas noches, un sábado o
vísperas de feriado, cuando la guardia permitía que se
asomaran a la ventana y se entrecruzaban saludos, risas,
un costoso y apurado diálogo y los pedidos que llegaban
de cualquiera de los pisos para que Ana cantara. Enton-
ces ella subía a la cucheta de arriba, hacía equilibrio en
los bordes y sosteniéndose de la ventana empezaba a
cantar. El pelo largo le tapaba un costado de la cara
y la boca estaba casi pegada al enrejado cuando le iba
saliendo la voz desde un amontonamiento de paisajes,
una clase de felicidad perdida en un tiempo diferente.
María la escuchaba recostada en la cucheta de aba-
jo sosteniendo con una mano la cabeza y con la otra
recorría el mate y lo pasaba junto con el cigarrillo, pre-
cario agujero rojo, casi con el mismo ritmo que el mate.
No estaba ahí, la voz colorida y abierta la llevaba a otro
lugar, a un caótico sitio que reconquistaba con un arduo
ejercicio al que sin embargo se entregaba blanda, sin ba-
talla. Podían aparecer figuras, ella y Jorge paseando por

• 142 •
Buenos Aires unos días antes del golpe de Onganía, los
dos en una manifestación en Santiago, dando clase en
una primavera dilapidada entre el humo y el encierro,
sacudida por la discusión en que se metía con ganas. Era
posible que le vinieran frases con las que había supuesto
que conocía la realidad, palabras sopladas con vino o
en alguna noche sin apuro en que con los otros trataba
de argumentar los misterios del futuro. Quizás cuando
la voz se hacía de un color imperioso, un desborde de
palomas en la plaza Moreno, María sospechaba que en
algún lugar raro, inconcluso, un mapa cargado de difusa
niebla por la que tendría que abrirse paso, la vida la es-
taría esperando.
Más o menos esa era la huella que podía recons-
truir años después que Ana se había ido, cuando un ges-
to, un sonido o quién sabe qué reclamo de la memoria
hacía que evocara aquella voz soltándose algunas no-
ches. Pero solamente era una cara de la huella, quedaban
perfiles oscuros, anversos y reversos inexplorados toda-
vía que, a veces, se asomaban cuando en alguna conver-
sación de las innumerables subidas al piso de sanciones,
o en el pasillo de alguno de los pisos entre el frío que
resultaba difícil de combatir o el calor que irrumpía casi
con crueldad, Ana iba apareciendo. Cuando estaban en
Córdoba, en el traslado, en el celular 4° o más atrás, el
día en que decidió que la arquitectura era algo secunda-
rio, que América nadaba convulsionada entre la miseria

• 143 •
y las tensiones de la esperanza agazapándose en el fin de
una etapa histórica.
María estaba en una celda de castigo, en enero
o febrero de 1978, no recordaba exactamente, pero sí
se acordaba de otras cosas: que eran siete en un espa-
cio que se recorría a lo largo de nueve o diez pasos y
se lo atravesaba en cuatro o cinco. Recordaba el calor,
una masa apretada que avanzaba con la salida del sol
y se desparramaba desde la ventana insuficiente hasta
la puerta absurdamente clausurada con un pasador y el
candado. El calor, un atropello más. Entre la luz que
puntualmente se apagaba a las 22 horas y las comidas
que tenían cuatro veces al día María escuchó: –La lleva-
ron en enero o febrero, no me acuerdo bien, fue antes
del golpe. Tenía una panza enorme y el pelo largo, muy
largo hasta casi la cintura, sonrió enseguida y rápida-
mente empezó a reírse de esa manera contundente y
fantástica con que se reía mientras contaba algo diver-
tido, creo que era la dificultad de los militares para pro-
nunciar el apellido alemán de Rodolfo, que en cordobés
sonaba como un disparate y no pudo contener la misma
risa hasta que le apuntaron directamente a la panza. Me
enteré que cantaba cuando en un día de visita le acerca-
ron una guitarra y ella empezó. Fue en una de las últi-
mas visitas antes que nos sitiaran, porque fue un sitio o
una ocupación. La llegada de tropas del Tercer Cuerpo
rodeando el penal y entrando como si fueran al asalto

• 144 •
de un bunker. Era lo más ridículo que había visto, no
podía entender esa escenografía guerrera que montaban
como si estuvieran filmando una película. Es innegable
que tenían un sentido lúdico, jugando a que el país esta-
ba en guerra y se lanzaran contra el enemigo oculto para
dar un peso de mayor eficacia a su heroica y patriótica
lucha. El opositor común, el que ellos habían estudia-
do en sus años de formación militar, actuaba según las
reglas clásicas del combate, éste, señores, se agazapaba
atrás de las sombras, lo cual, como se entenderá, reque-
ría una estrategia diferente. No era fácil desarmar una
sombra sobre todo en las noches sin luna, seguramente
por ésta especial característica de la guerra. Fue necesa-
rio sostener con mano firme el arma, es decir las tijeras
y mientras Ana estaba arrodillada, manos atrás y cabeza
gacha, le ametrallaron el pelo. Esa noche Ana cantó por
la ventana, las que estaban cerca de su celda trataron
de que se callara pero no hacía caso, ni siquiera explicó
por qué se empecinaba en seguir. Yo la oía y sentía algo
parecido a la fascinación: su voz se dispersaba lenta-
mente, como si no estuviera donde estaba y fuera dueña
del tiempo, de lo imposible, de lo inconmensurable. Me
acordé de Ulises, errando por el Mediterráneo y no pu-
diendo resistir la voz de Calipso en un mar abandonado
y poblado de sorpresas.

–¿Y la sancionaron?

• 145 •
–No. Nunca supimos por qué pero no le aplicaron nin-
guna medida disciplinaria como decían y como era ló-
gico suponer.
–¿Lógico?
–Desde su concepción cantar rompe un sistema de or-
denamiento, una secuencia donde el bien y el mal son la
base estructurante del orden universal.

María había escuchado a Ana un poco antes de


que se fuera, cuando le arrancaron el pelo, en un día
que se imaginó gris, color difuso, entre bruma y espan-
to decir que tuvo la imagen de Hiroshima mon amour
que había visto por primer vez en un ciclo de la Alianza
Francesa, en un día de una luz acerada como cuando la
persiguen a la protagonista de la película y ella se cae
y se arrastra por el barro en una lucha que sabe perdi-
da de antemano, pero igual se resiste hasta que logran
aquietarla y la rapan mientras la luz se hace más gris o
más espanto decir:

–Cada mechón de pelo que me arrancaban, cada chas-


quido de la tijera, era un acto definitivo. Cuando ter-
miné de ver la película pensé con alivio que el nazismo
había ocurrido hacía mucho tiempo, en Europa, y que
yo estaba lejos de una experiencia similar, que nunca me
iba a pasar. Pero me pasó, nos pasó, y ese hecho y los
otros que también vivimos me situó descarnadamente

• 146 •
ante una visión ingenua de la realidad, una construcción
histórica que tiene que ver con la ficción, quiero de-
cir, una representación fabricada que resultaba inmóvil,
clausurada, oscura, una mala novela. Cada tijeretazo que
me daban era una reafirmación de que yo no era igual,
que nada iba a ser igual. No negaba que existiera un
después, que alguna vez terminase todo esto y de nuevo
el afuera, era otra cosa, era saber que no podía volver a
lo que había sido.
–¿Y no sentiste lo mismo después de la tortura?
–Supongo que cuando caminaba por Córdoba y no sa-
bía si iba a volver a casa o si podía dormir toda la noche
sin sobresaltos esperando que llegara Rodolfo o que lle-
garan ellos, al enterarme de las muertes y desapariciones
cotidianas, de los que se iban o caían presos, el darme
cuenta que no podía planificar más allá del mañana y
que hasta ese mínimo futuro era incierto empecé a pen-
sar en lo que después se me apareció tan claramente.
Hacía tiempo que me estaba enterando pero fue en el
momento en que se abalanzaron sobre mí, me rodearon
gritando ordenes e insultos, las rodillas contra el suelo
duro y frío, brazos atrás como conteniendo la furia que
me avanzaba, desmesurada y perdedora, la cabeza do-
blada sobre el pecho y las tijeras sonando en el pabellón
silenciado, de puertas cerradas y atrás de cada puerta,
sosteniéndose en las paredes, caminando, algunas llo-
rando, otras sin poder sacar los ojos de donde sabían

• 147 •
que me tenían, todas la exacta imagen de la impotencia,
las demás me acompañaban mientras me arrancaban el
pelo, vano trofeo de una guerra de sórdida estrategia y
yo sabía que en ese momento cumplía cien años.
–¿Cómo?
–Cien o doscientos.

• 148 •
Recordar es deshojar hacia atrás el tiempo
ganarle algunos combates al olvido
es entender más los actos cotidianos
y los que vendrán empujando con los días.
De todos los recuerdos que armamos juntos
quiero decir, de aquellos que vivimos de a dos
elijo uno: tu cara cuando me decías te quiero
y yo cerraba los ojos para mirarte mejor
mientras inventábamos un mundo
entre los límites precisos de tus manos y mi boca.

Celina Lacay (27/10/1980)

• 149 •
1905

El domingo era un día en que no podía pasar nada


o podría pasar mucho menos que lo que ocurría con
amenazas que puntualmente se extendían de lunes a
sábado, sin pausa, en una tormentosa sucesión inaca-
bable. Clara trató de darse vuelta buscando una posi-
ción que fuera más cómoda sabiendo que estaba persi-
guiendo una quimera. Del otro lado de las vendas, en
el espacio que iba desde lo acumulado en la memoria,
pliegues incesantes rodeando el olvido, hasta la cons-
tante oscuridad en que la habían tirado, saltó a una ex-
pedición solitaria, una ruta que iba abriendo entre un
paraíso de palabras, un galope de fracasos escapando a
la muerte. La Plata, en los primeros años del siglo era
un poco más que un decreto fundacional, una decisión
pensada prolijamente para volverla ciudad. Los árboles
crecían parejos al trazado de las calles, a la llegada de
los que, en el tiempo, le iban a dar el olor y el tono que
al entrar por el camino que la unía a Buenos Aires se
podría reconocer.

• 150 •
Clara hacía cinco años que vivía en La Plata, en
una casa que su padre había mandado a construir cuan-
do anunció que se iban de El Porteño. Dijo vamos a vi-
vir a La Plata en dos o tres meses durante un almuerzo,
cuando las flores del jardín que rodeaba el comedor se
habían ido abriendo cada mañana. Ni sus hermanos ni
su madre hicieron algún comentario, siguieron comien-
do mirando el plato como era habitual después que el
padre comunicara una decisión. Solamente Clara levan-
tó la cabeza y dijo yo no quiero irme mientras su padre
buscaba en la cara de su madre la explicación de esa
actitud. Repitió en un tono más alto que se iban en dos
o tres meses cuando terminaran de hacer la casa y Clara
volvió a decir que no quería.
Los días que siguieron al anuncio fueron una inútil
embestida para tratar de variar la voluntad paterna, para
que El Porteño continuara siendo el escenario fácil y
cambiante que montaba según quisiera ser la mujer de
un estanciero con un pasado rosista que, codo a codo,
disparaban contra los indios o una versión con cam-
bios de Remedios de Escalada, sin la lánguida y apura-
da muerte que la hacía un tanto desvaída y provocaba
un eterno dolor general. Los ruegos y argumentaciones
que esgrimió chocaron con una irreductible firmeza del
padre que aparecían en las dos o tres frases que repetía
inmutable o en las palabras que su madre alternativa-
mente usaba para presentarle un panorama de triunfos

• 151 •
constantes en La Plata o le señalaba, con una voz donde
la seducción había dejado paso a la seriedad, los peli-
gros que entrañaba la desobediencia.
Cuando Clara se dio cuenta que su pedido ni si-
quiera era tomado en cuenta para discutir las razones
en las que se basaba, amaneció con una temperatura ca-
paz de trasladarla a un infernal despliegue de inacabadas
imágenes. El doctor Charrier, un francés llegado a Bar-
tolomé Bavio en una desconocida travesía, la observaba
temiendo la aparición de una de esas enfermedades que
la ciencia, desgraciadamente, no era todavía capaz de
combatir. Con el cuerpo constantemente rígido y sacu-
dido, a veces, por inesperados temblores, Clara se su-
mergía en las llamas que iban cambiando El Porteño a
pesar del tremendo esfuerzo que hacían los peones para
para apagarlo y los gritos de su padre para que se apar-
tara, o se bañaba, suelta y dispuesta, en el tanque austra-
liano que habían construido a la izquierda de la cancha
de pelota a paleta. El pasaje de una mañana de verano
en que Rodolfo, su hermano mayor, le enseñó a montar
a caballo al olor de la tierra mojada después de una re-
pentina lluvia observada desde las acogedoras ramas de
un ombú que, según decían, había sido el lugar elegido
por William Shelton para morir por un amor desgarra-
do y oculto, ella lo hacía con algunas interrupciones;
su madre, amable y diligente, le llevaba las comidas en
una bandeja que cubría con manteles de hilo que había

• 152 •
bordado antes de casarse. La cara del doctor Charrier
la seguía observando para después comentar, cuando la
fiebre comenzó a disminuir, que tener quince años pro-
ducía tales convulsiones en el organismo, que no sería
erróneo atribuir a la edad la alta temperatura. Durante la
semana en la que le habían permitido levantarse tuvo su
primera menstruación lo cual contribuyó a confirmar el
diagnóstico del médico. Su madre, en secretas conver-
saciones que rápidamente variaba si se acercaba alguno
de los hombres de la casa, trataba de introducirla en
un universo plagado de partos, jaquecas, enfermedades
infantiles, infalibles períodos menstruales donde Clara
tendría que moverse hasta el fin de sus días. Cerrando
los ojos en el momento en que la vos se le hacía dulce
y suave, la madre aprovechaba lo que nombraba como
conversaciones femeninas, para recordarle que en La
Plata la esperaban bailes, paseos, los halagos que na-
turalmente le harían porque se estaba poniendo muy
linda y, lo que era más importante, encontraría un mozo
adecuado para hacerla feliz. Ante el futuro que le augu-
raba peripecias donde la felicidad del amor la llevaría
inexorablemente a una atadura eterna de sufrimientos
y deberes, Clara persistía en quedarse en El Porteño
como única posibilidad de salvación. Diez días después
de empezar el nuevo siglo, en cuatro carretas de las uti-
lizadas por su padre en su negocio de transportes, la
familia de Luis Illscas había cargado algunos muebles y

• 153 •
muchos baúles para iniciar su definitiva residencia en La
Plata. En una volanta tirada por dos caballos, Clara mi-
raba como se iban perdiendo los contornos del ombú,
de los eucaliptus y álamos que escondían la casa y entre
la mirada acusadora de su madre y la indiferencia de sus
hermanos, lloró como una forma de aliviar el primero
de los sufrimientos que le habían anunciado.
En menos de un año Clara estaba cambiada, había
abandonado los modales adquiridos en su permanencia
en El Porteño y sucesivas clases de piano, de francés,
de bordado y costura más los consejos de sus primas
mayores, le ayudaron a ir perdiendo el terror que sentía
al enfrentarse a los crípticos ademanes de una fervorosa
vida social a la que su madre la empujaba con renova-
dos bríos cada vez que, victoriosa y exaltada, enarbo-
laba la revista o el diario donde el cronista de sociales
había estampado el nombre de Clara y alguna inevitable
alusión a su belleza y simpatía. No entendía porque re-
cortaba con tanto entusiasmo las crónicas para pegarlas
en un álbum de tapas verdes y unos pretenciosos ador-
nos dorados dibujando la silueta de una mujer y leones
entrelazados. Tampoco entendía la distancia entre lo
que su madre podía hacer o decir en lo que denomina-
ba intimidad, y la figura de movimientos articulados, de
mirada indefinida y delgadas palabras que paseaba por
los hogares en donde tenía lugar la tan mentada vida
social. Ella seguía añorando los ruidos de El Porteño, la

• 154 •
tierra fresca y oscura que le gustaba pisar por la mañana
después que le servían un tazón de leche caliente, recién
ordeñada como le decía Gabina desde que tenía memo-
ria. No pretendía nada de lo que sus primas o su madre
le presentaban como los paraísos a los que había que
llegar, su meta era volver. Aceptaba las indicaciones que
le daban, iba adonde le decían y hacía lo que se imponía
que tenía que hacer, pero no era la deseada transforma-
ción apurada por su madre, simplemente Clara espera-
ba el momento de regresar a El Porteño.
A los diecinueve años conoció a Jean Pierre Mo-
reau y a Ignacio Suárez Ibarra; el primero fue su se-
gundo profesor de francés, el otro un pretendiente que
habló con su padre para visitarla con gran algarabía de
su madre y una renovada indiferencia de su parte.
Con Moreau se dio cuenta que el mundo tenía una
proyección mayor que los olores de El Porteño y de
esta ciudad que todavía no había cumplido diez años. Se
aproximó a Europa desde las postales y figuras que le
iba describiendo despacio, en francés. Pero lo que más
le gustaba era lo que le contaba de las calles empedradas
y estrechas de París, el opaco rumor del río bordeando
un pasado espeso de fabulosas voces que él citaba enfa-
tizando los episodios más cercanos: las banderas rojas
flotando en un aire cargado de pólvora, un aire de ama-
neceres colosales alumbrando míticas barricadas. Por
primera vez Clara se acercó a palabras como socialismo,

• 155 •
anarquismo, obreros, transformación social desde una
perspectiva diferente a la que estaba acostumbrada. Su
padre se encargaba de presentar como única causa de
los males argentinos a la plaga de haraganes extranjeros
anarquistas. Podía llover copiosamente hasta inundar
los campos o, por el contrario, una prolongada seca ha-
cer trastabillar los planes más precisos pero los peones
de El Porteño o los que trabajaban en el negocio de
transportes le hacían saber que se había roto un alam-
brado o que se había muerto un viejo caballo. La Plata
se enredaba de humo después de las heladas de julio
o el alumbrado público no funcionaba y él, como un
científico que en la recurrencia de un fenómeno evalúa
la posibilidad real de su existencia, empezaba a despo-
tricar contra los que habían llegado en barcos repletos
de ratas y de inmundas ideas, que querían enriquecerse a
costa de los argentinos y pretendían propagar esas ideas
por este territorio cristiano y de paz. A su mujer le había
prohibido que en la casa entrara a trabajar cualquiera de
los haraganes que andaban pululando, lo cual había traí-
do algunos inconvenientes que se superaron haciendo
las refacciones necesarias cuando su marido estaba en
El Porteño o en los horarios en que se iba a atender su
negocio.
Ciertos extranjeros eran exceptuados de su demo-
ledora repulsa: cuando en el club o a través de su traba-
jo le presentaban a los que habían decidido afincarse en

• 156 •
el país en ocupaciones que él denominaba honorables
o de bien, saludaba la generosidad de los que ofrecían
su esfuerzo para la construcción de la nación. Jean Pie-
rre Moreu era uno de aquellos. Le había hablado el Se-
cretario de Gobierno sobre ese francés llegado con la
delegación de Hannover que había ganado la licitación
para construir el edificio municipal. Él no era arquitec-
to, ni ingeniero, ni tenía nada que ver con la edificación,
estaba viviendo en Alemania, en la casa de uno de los
arquitectos que presentaron el proyecto y viajó en la de-
legación como personal administrativo aprovechando
su conocimiento del español. Como el trabajo de dejaba
tiempo disponible empezó a dar clases particulares, una
manera, decía, de integrarse a la vida del país.
Cuando se convirtió en el profesor de francés de
Clara, pero más precisamente en el momento en que
dejó de lado las convencionales lecciones y empezó a
conversar con ella embarcándola en un lenguaje con
historia, Clara comprendió que su padre tenía la más
profunda ignorancia sobre Moreau. Al llegar la prima-
vera trasladaron las clases al paseo del bosque, entre las
araucarias y magnolias, vagos olores que le traían el re-
cuerdo de El Porteño, sentados en los casi brillantes
bancos o caminando por la vereda del recientemente
inaugurado jardín zoológico, Clara recorría las noticias
de un mundo que había imaginado plano, sin fisuras,
algo así como el horizonte que ella veía al atardecer, en

• 157 •
el campo y ahora, desde esa voz cubierta de inespera-
das resonancias, miraba el desgarrón de las guerras, los
barrios atestados de un milenario y sudoroso clamor
aplastado por el embrujo de la modernidad.
De todas las personas que había conocido en La
Plata, Moreau fue el único a quien le contó sus planes
de regreso. Cuando por una ciudad que no terminaba
de definir su aspecto entre la voracidad de las construc-
ciones que se levantaban a cada paso y la ambigüedad
que daban los distintos estilos triunfantes en las licita-
ciones llamadas por el gobierno, Clara le hablaba de las
voces que había conocido en el campo: los ritmos de la
tierra en cada época del año arrancando diversos vue-
los de los pájaros en el cielo cambiante, el fulgor de
las palabras de los peones alrededor del fuego, mien-
tras en mate iba circulando y ella, escondida atrás de
unos recados, escuchaba las circunstancias por las cua-
les Francisco Juárez caminaba rengo y llevaba, como si
le perteneciera, el hueco de una boleadora en el costado
derecho de su cara, lo único que trajo de la campaña del
desierto. El ombú desde donde podía ver la estrepitosa
llegada de los indios, imaginada polvareda que inundaba
el aire o girando la cabeza en sentido contrario miraba
la escuela que su padre había mandado a construir a
trescientos metros de su casa, resistida obligación que
Clara soportaba de lunes a viernes. El pan con manteca
rociado con azúcar junto al tazón de leche oloroso a

• 158 •
canela que a las tardes, después de las clases, Gabina
le servía en la cocina y las amenazas, prólogo del te-
mor que la acompañaría a las noches, estallando ante
la leche desparramándose por el suelo o un poco de
manteca pegado en el vestido y Gabina anunciándole
la inminente llegada del brasilero que se la llevaría a su
país, donde todos eran negros y hablaban raro. Invaria-
blemente, a la madrugada, Clara se despertaba de un
sueño fatal justo en el momento en que el brasilero la
arrancaba de la cama y empezaba a correr con ella en
brazos. Aunque el sueño se repetía acorde a las faltas
que cometía, nunca lograba verle la cara y tampoco se
animaba a requerir la correspondiente información de
parte de Gabina. Aun cuando en la escuela le explicaron
las características geográficas e históricas del Brasil, el
miedo, para Clara, se había detenido en el eco de esa
voz anunciándole un rapto por parte de un personaje
sin cara pero oscuramente feroz del que poco se sabía,
salvo el dato inexorable de su procedencia.
Aunque salía y entraba en las palabras que le con-
taban a Moreau por qué volver a El Porteño era la úni-
ca meta que perseguía, Clara se daba cuenta que él no
creía o no confiaba en sus razones. Contrariamente a
la fidelidad con la que ella seguía las referencias que le
daba sobre ese mundo a punto de estallar, las columnas
de obreros provocando un recambio en la historia, Mo-
reau la alertaba sobre la chatura y sin razón de su vuelta

• 159 •
al campo, un arrastre hacia el atraso en el momento en
que el mundo se aprestaba a dar el más grande de los
saltos de los que se tenía memoria. Pasando de un fran-
cés que se le escapaba en un torrente de frases y gestos
al español, para volver casi de inmediato a un francés
medido y sin arrebatos que no entendía, Moreau ha-
blaba sobre la inexistencia de la historia en Argentina
y en los demás países americanos, la confusión gene-
ralizada entre lo que es tradición, amague efímero para
detener la arrolladora marcha, el apego solemne a una
simbología impuesta por la colonización española. Los
mezquinos discursos patrióticos exaltando un porvenir
de riquezas incalculables que, un soberbio cono de vo-
ces infladas aseguraban que esa ilusión era historia. Cla-
ra no contestaba al desfile de palabras misteriosas que,
además, suponía desmesuradas ante su deseo de volver
a El Porteño, pero comprobaba que el francés veía un
abismo entre su regreso al campo y las apuestas para
la imaginación de un hombre y sociedad nuevos, que
no provocaba en Clara otra cosa que la verificación de
ciertos rasgos del pensamiento de Moreau. Ella seguía
hablándole de lo que sin titubeos aventuraba su destino:
llegar a la casa que se abriría entre álamos y eucaliptus.
Si las conversaciones con el francés la acercaban
al inicio de lo desconocido, las visitas de Ignacio Suárez
Ibarra la fatigaban entre frases marchitas que pronun-
ciaba con un tono concluyente los martes y jueves, días

• 160 •
que su padre lo había autorizado a visitarla. Desde la
mañana su madre la rondaba proponiéndole los ves-
tidos y accesorios que más la favorecían, insinuándole
temas de conversación adecuados, insistiendo siempre
en las cualidades evidentes que se desprendían del jo-
ven Suárez como lo nombraba. Clara hacía como que
aceptaba las sugerencias y a las seis menos diez estaba
preparada para la visita que llegaba pocos minutos des-
pués. Todo era previsible: el saludo circunspecto, la en-
trega de flores los martes y de una caja de bombones los
jueves, sentarse en las mismas sillas y la voz monótona-
mente altisonante de Ignacio Suárez lanzándose a una
descripción del mundo que a través de su padre y de
sus hermanos ya conocía. Al principio se había entre-
tenido observando sus gestos, la forma en que sus ojos
se le achicaban cuando hablaba de los radicales, chus-
ma revoltosa y guaranga, o la manera en que acentuaba
con las manos su convicción en la obra de gobierno
que encaminaría al país en un destino de grandeza. Pero
a medida de que las visitas se sucedieron sin interrup-
ción, Clara fue perdiendo el interés en esos gestos que
se repetían y optó por entretenerse en labores que iba
renovando en el encadenamiento de los martes y jue-
ves. De vez en cuando levantaba la cabeza para mirarlo,
más que un ademán de cortesía, pretendía asegurarse
que no había ningún cambio en las palabras de Ignacio.
Sospechaba que cualquier variación la iba a llevar a una

• 161 •
situación engorrosa; algún día él pediría su mano y ten-
dría que soportar una andanada de reproches, súplicas,
y la representación de un futuro aciago de parte de su
madre más el peso del silencio de su padre por rechazar
un casamiento conveniente.
Clara le había contado a Moreau las visitas de
Suárez desde el mismo día en que su madre, alboro-
zada y casi en éxtasis, le anunció la aceptación de una
rutina empezaría a aburrirla inacabadamente. Se reía de
sus comentarios y pensaba distintos métodos para so-
portar las visitas. No había duda en torno a la confianza
que Clara tenía en Moreau, por eso cuando conoció a
Eduardo Arce le fue transmitiendo lo que escuchaba
que hablaba con su padre y hermanos, la manera en que
desarrollaba lo que llamaba la causa con una sonrisa, el
silencio que seguía a sus palabras y la inmediata percep-
ción que lo llevaba a introducir un tema neutral como
la inminente llegada de una compañía italiana de ópe-
ra o la marcha de la construcción de la catedral. A los
postres, luego de alabar el prodigio que su madre había
esmeradamente elaborado en la cocina, se dirigía a ella
para preguntarle sobre sus estudios de francés o impre-
siones sobre La Plata y su gente. Las primeras veces en
que fue invitado a comer Clara se sintió cohibida para
contestarle, pero en realidad, según le explicaba a Mo-
reau, no le molestaban esas preguntas sino la presencia
de la familia.

• 162 •
Eduardo Arce tenía un parentesco lejano con la
familia de su madre, esta circunstancia más la existen-
cia de amigos comunes, posibilitaron que con su padre
iniciaran un negocio que lo traía cada diez o quince días
desde Buenos Aires a La Plata, en el tren que llegaba a
las 10 y 15. La continuidad del trato y el hecho que a
veces podían conversar a solas permitieron que Clara
fuera adquiriendo la soltura necesaria para ir hablándole
de su vida en El Porteño y sus deseos de volver.
El verano tenía un fervoroso olor a jazmines en
el patio de su casa el día en que le contaba a Moreau
sobre el especial agobio que había sentido con la visita
de Suárez. El profesor la escuchaba mientras hojeaba
una edición en francés de Los Miserables y sin mirarla le
dijo que estaba enamorada de Eduardo Arce. Con una
vehemencia inusual, Clara se levantó de la silla y se que-
dó parada tratando de buscar una posición adecuada
para decirle que tenía demasiadas novelas en la cabeza,
solo un exceso de fantasiosas ideas podían haberlo lle-
vado a semejante disparate. Se alarmaba de escucharle
un pensamiento tan alejado de su propia realidad y la
del señor Arce que era casado y con hijos. Moreau le
sonrió mientras apoyaba el libro sobre la mesa y tendía
la mano para saludarla.
Por primera vez en el año que llevaba estudiando
francés le hizo llegar a Moreau un recado para ponerlo
al tanto de una dolencia sin importancia que le impedía

• 163 •
seguir con sus clases hasta nuevo aviso. Pasó poco más
de un mes para que decidiera mandarle un mensaje y
retomar, si fuera posible y de su agrado, los estudios
de francés con tan distinguido profesor. Moreau llegó
alrededor de dos semanas después de navidad, un día
en que se registró la máxima temperatura en lo que iba
del verano. No preguntó por su salud y le contestó que
no se había dado cuenta que estaba más delgado luego
que ella, con un tono entre protector y de reproche, le
hiciera notar que había adelgazado y que la palidez que
ahora llevaba le daba un aire de poeta. Después de co-
mentar obligadamente el calor que no dejaba descansar
por las noches y la buena versión de Lucía de Lammer-
moor ofrecida por una compañía romana que, lamenta-
blemente Moreau no había podido escuchar, le anunció
que, en una semana, volvería a Europa.
El final de diciembre fue de días de un calor ago-
biante, la noche apenas era un alivio hasta que aparecían
bandadas de mosquitos que sucesivos ungüentos y el
humo de los braseros no conseguían espantar. Seme-
jante descalabro de la naturaleza servía de explicación al
mutismo en que se hallaba sumergida Clara con la mira-
da perdida interrumpida de vez en cuando en un paseo
distraído por las páginas de Los Miserables.
El zumbido pegajoso de los mosquitos y el decai-
miento de Clara fueron los motivos que decidieron a
la familia Illescas a trasladarse a El Porteño; con ellos

• 164 •
iría Eduardo Arce. En noviembre la familia Arce había
viajado a Mendoza de donde era oriunda su mujer; esta
circunstancia y una compra de hacienda en Bartolomé
Bavio, hicieron que su padre lo invitara con gran be-
neplácito de su esposa que se sentía halagada con los
cumplidos que le hacía por sus postres.
Salieron a las cinco de la mañana previendo que a
las nueve sería imposible transitar por cualquier camino.
Clara se acomodó atrás con sus padres, Eduardo viajó
sentado en el pescante de tal manera que cuando el sol
empezó a sobresalir de la línea del horizonte, los prime-
ros resplandores le iluminaron el pelo que ella vio suel-
to, moviéndose en el aire rojo de esa mañana de verano.
A medida en que se iban acercando a El Porteño
reencontraba los olores y la espesura de los recuerdos
se abría para escoger en los contornos de los árboles
el silencio del cielo veteado por el vuelo de los pájaros.
Las voces de la memoria eran un tumulto rodando en el
sonido acompasado del trote de los caballos, en la vaga
travesía que la separaba del cuello de Eduardo, sorpren-
dente irrupción en un paraje conocido.
Día a día buscaba los rastros, signos evidentes de
un tiempo al fin recuperado, mientras la presencia de
Eduardo adquiría la vehemencia que antes había ocu-
pado el afán de volver. Envuelta en una agitación que
no la dejaba hablar cuando se encontraban imprevista-
mente o en la marcha despaciosa de los caballos que los

• 165 •
traían en el atardecer, después de un galope donde ella
se tragaba el viento, hubiera querido detener el futuro,
alargando para siempre los recorridos de su propia his-
toria por donde la llevaba, sin decírselo, las sobremesas
que se estiraban en la galería donde se refugiaban de un
insistente calor.
Su madre hacía planes para el regreso a La Plata,
relataba fiestas y vestidos, fiestas sociales donde Clara
figuraría única y espléndida acompañada por el joven
Suárez de tan promisorio porvenir. Si antes la escucha-
ba en silencio, ahora procuraba desviarla del mañana
venturoso que con tanto ahínco trazaba, sobre todo
cuando podía llegar hasta Eduardo el destino que ella
proyectaba.
La familia se ubicaba en las reposeras para las no-
ches de aquél verano que resultó especialmente abru-
mador. A pesar del agobiante aire que los cercaba, la
conversación no decaía, su padre señalaba una y otra
vez el deterioro infinito para el país desde la llegada de
los inmigrantes con la fácil aprobación de sus herma-
nos. Eduardo sonreía y a su turno comentaba que la
inmigración no constituía un problema en sí mismo, el
agravio que había que apuntar era la conjuración del
régimen que impedía la libre expresión del pueblo. Sin
apuro, evitando utilizar palabras como radicalismo o
Hipólito Yrigoyen que provocaban en el señor Illescas
un visceral rechazo, lograba que lo escucharan aunque

• 166 •
sabía según le confesaba a Clara, que no era posible ha-
cerlo cambiar de parecer.
Algunas veces sus padres y hermanos se retiraban
a dormir y ellos de demoraban escuchando los ruidos
que Clara le enseñaba a reconocer. Un movimiento des-
cuidado hacía que una mano o el brazo o la pierna de
Eduardo encontrara una parte de su cuerpo, ella sentía
que le costaba respirar, que en cierto lugar que no podía
establecer hallaría recónditos sonidos que la precipita-
ban a su cuarto en una torpe carrera que la arrojaba,
jadeante y asombrada, a un sueño agitado en donde el
brasilero hacía su aparición para llevarla en sus brazos
en una marcha amenazante.
Los animales habían anunciado la tormenta desde
el anochecer, hay que poner cuidado con los refucilos
dijo Gabina, y todos miraron el cielo que se iba cubrien-
do de apremiantes nubes. Las primeras gotas y el viento
que traía un refrescante olor a tierra mojada impidieron
la conversación de sobremesa de cada noche. Clara y
Eduardo se quedaron mirando como la lluvia resbalaba
por las plantas en una apresurada embestida. Enseguida
ella dijo que se iba a dormir. Su cuarto era el último de
los que daban a la galería y Eduardo la acompañó por
primera vez caminando con una lentitud que no le co-
nocía. Un relámpago alumbró su mano en el picaporte
y la cara de Eduardo acercándose a la suya mientras
la iba empujando adentro del cuarto y ella se sumergía

• 167 •
arrojada y con ignorados bríos al revuelo de sus cuerpos
al mismo tiempo que la lluvia desbordaba la oscuridad.
Solamente Clara supo que Eduardo se iba para in-
tervenir en una revolución radical, para los demás era
natural que se fuera después de concluido el negocio
que lo había llevado a El Porteño. Confiaba en el seguro
triunfo de las fuerzas civiles y militares que se apresura-
ban a terminar con el régimen. Entonces en veinte días
volverían a verse en un país cambiado.
Las noticias fueron llegando fragmentadas: ha-
bía muchos detenidos, otros lograron escapar de las
fuerzas gubernamentales que en una acción ejemplar
pudieron derrotar el movimiento subversivo. Cuando
se conoció que Yrigoyen estaba preso el señor Illes-
cas redobló su entusiasmo por el gobierno que sabía
dar su merecido escarmiento al cabecilla de la chus-
ma revoltosa. Clara casi no dormía, cerraba la puerta
de su cuarto y lloraba por no saber nada de Eduardo,
presentía un destino incierto para los dos, la ausencia
era un hostigamiento sin pausa. Ante un decaimiento
al que no encontraba explicación, su madre decidió el
regreso a La Plata.
En el mes de mayo, con las primeras heladas, le fue
imposible seguir disimulando que iba a tener un hijo.
Después de nuevos llantos, entrecortados por gritos, y
que su madre le hiciera saber que se había perdido para
siempre, le comunicó que se iban a El Porteño.

• 168 •
Clara no volvió a ver ni supo nada de Eduardo
Arce. En octubre de 1905 nació su hijo. Al mes siguien-
te su madre regresó a La Plata y las numerosas relacio-
nes que tenían felicitaban calurosamente al matrimonio
Illescas por el nuevo vástago que aumentaba a la tan
prestigiosa familia platense.

• 169 •
Índice

Prólogo............................................................................6
La argelina.......................................................................8
El ahijado.........................................................................26
Vendrán los cóndores....................................................32
La luz mala......................................................................60
Una curiosa historia.......................................................68
La última vez...................................................................76
Los cercos........................................................................80
La vuelta..........................................................................128
Dar a luz..........................................................................134
Caminando alrededor de una mesa.............................142
1905..................................................................................150

• 170 •
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