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La Banalidad

En 1961 la periodista Hanna Arendt escribió, en el New York Times, una serie de artículos a los
que nombró “La banalidad del mal. ” Ella había asistido al juicio de Adolf Eichmann en
Jerusalén. “Uno esperaría -dice- que con la cantidad de crímenes imputados al asesino éste
debería lucir como un monstruo y tener un comportamiento especialmente aberrante. Pero no
era así: Eichman, en el juicio, fue revisado por seis psiquiatras y todos lo consideraron normal.
Incluso como padre de familia sus relaciones eran mucho mejores que el promedio. Si hizo lo
que hizo fue sólo porque –él dijo– sólo recibía órdenes.

En ese mismo año (1961), la Universidad de Yale empezó un estudio en dirigido por Stanley
Milgram, que se publicó en 1964. Incluía más de mil voluntarios, que fueron reclutados
mediante la colocación de letreros en el campus universitario, solicitando voluntarios para un
“experimento”. Se pedía que fueran hombres, mayores de edad, pero no se dieron mayores
datos. Incluso se les iba a pagar por ello; poco dinero, pero muchos jóvenes de New Haven se
inscribieron. Se les hizo una prueba psicológica previa para asegurarse de su normalidad.
Cualquier tipo de rareza, fobias o traumas excluía al aspirante. Luego se les introducía a una sala
en la que había una máquina que soltaba descargas de 15 a 450 voltios, y que aumentaba la
potencia de 15 en 15 voltios. Al estudiante se le dijo que era un experimento para mejorar la
memoria: ellos le leían un artículo a un sujeto visible tras un vidrio (que no era otro estudiante,
sino un actor pagado) y luego le hacían preguntas sobre el tema. Si no daba la respuesta
correcta debían propinarle una descarga eléctrica, por electrodos que estaban colocados sobre
su cuerpo.

Cada vez la descarga se incrementaba 15 voltios. En realidad el actor no recibía ninguna


descarga, pero veía una luz en donde se le indicaba qué voltaje supuestamente se le estaba
aplicando, y fingía dolor acorde a la descarga. Además había otra persona: un señor, de grave
aspecto, autoritario, aparentemente el jefe del experimento, que los incitaba a aumentar más y
más la descarga, mientras que el actor era instruido para contestar mal a las preguntas y
reaccionar dramáticamente ante las descargas. Como los estudiantes pertenecían a un nivel
social superior, bien educado, se esperaba que a lo más (en caso de que un sádico se les
hubiese colado) un 1% llegaría a descargar 300 voltios (descarga empieza a ser peligrosa), un 0.
5% llegaría a los 350 voltios y el 0 % descargaría 400 o más. Los resultados fueron distintos a los
esperados: todos rebasaron los 300 voltios de descarga; 65% alcanzaron los 350 voltios; 35%
llegaron a los 400 o más. De hecho, sin importar que a partir de los 300 voltios el actor ya no
respondiera, muchos siguieron propinando descargas. Milgram explicó: un animal nunca
hubiera hecho eso, propinarle un castigo innecesario a su oponente. En los animales la lucha
intergrupal está ritualizada y los combates por territorio, posición social o acaba cuando un
contrincante se retira.

Diez años después de eso, en 1971, Philip Zimbardo, de la Universidad de Stanford, hizo un
ensayo algo similar. Él Solicitó estudiantes, y 75 se inscribieron, de los cuales se escogieron 24. El
que el número de voluntarios haya sido más bajo que en el caso de Milgram en Yale fue
posiblemente debido a que a ellos sí se le explicó lo que iba a pasar y la mayoría que pidió
información no les gustó el tipo de experimento: se trataba de escoger, de entre los voluntarios,
al azar, un grupo en el que la mitad fueran “carceleros” y la otra mitad fueran “presos”. Los
presos llevaban la de perder: estarían en una cárcel por 2 semanas, mientras que los carceleros
se rotaban y podían irse diariamente a sus casas a descansar. De los 75 que aceptaron se hizo
una selección, tratando de evitar a los que tuvieran cualquier signo de rareza, fobia o sadismo; y
quedaron un número par, 24. Los “presos” fueron capturados por la policía normal, que no sabía
que se trataba de un experimento y a la cual se le dio la información de que se trataba de
personas peligrosas. Luego que eran llevadas a la Estación de Policía local, de allí se les
transportaba a unas instalaciones semejantes a celdas en los sótanos de la universidad de
Stanford. Zimbardo mismo era el que acicateaba a los “carceleros” para que torturaran a los
“presos”.

El estudio no duró las dos semanas que se tenía planeado. Ya desde el primer día hubo
deserciones, reemplazos precipitados y a los 6 días, una psicóloga, a quien Zimbardo había
invitado para que viera su “fantástico” experimento, en lugar de quedar impresionada, fue
directo a las autoridades universitarias y éstas retiraron su permiso pues el mejor parecido a esa
“cárcel” manejada por estudiantes era una en Irak manejada por soldados que estaba siendo
investigada por tortura indebida a los presos. Así que el ensayo sólo duró 6 días, con la protesta
de Zimbardo. Todos, incluyendo éste último, requirieron terapia psicológica post trauma. La
frase recurrente entre los carceleros era: “Nunca creí lo malo que yo podía llegar a ser. ” ¡Y eso
que ellos podían irse a su casa al terminar su turno y actuar como si nada! Incluso varios se
dedicaron a estudiar psicología, para erradicar esas tendencias que mostraron en el
experimento; para analizar eso en que se convirtieron y que no querían volver a ser.

Recordemos a los campos de concentración de Alemania (mayormente en Polonia) en la 2


Guerra Mundial. Muchos actos de maldad pura fueron realizados y registrados por los
exponentes de la “Operación Holocausto” que trabajaron con miras a reparaciones en dinero
después de la guerra (el enemigo hizo igual de tropelías, pero a esas se les dio menos exposición
mediática). Por ejemplo, de un guardia SS, en Auschwitz-Birkenau, en 1942, se dijo que, al
descubrir un niño, escondido dentro de una maleta llevada por su madre, y cuyo llanto lo delató
cuando la madre bajó del vagón de ferrocarril después de días de ser transportada en ese vagón
para ganado, agarró al niño por las piernas y lo estrelló contra el riel metálico de un camión. Ese
acto barbárico no es nada nuevo. En Babilonia el profeta Jeremías amenaza a los babilonios de
que sus hijos serán estrellados contra las piedras por Ciro, y las tropas mercenarias que viajaban
con las legiones romanas acostumbraban levantar niños en la punta de sus picas, según algunas
representaciones pictórica los dibujos que tenemos. Para entender su significado es necesario
contextualizar el versículo dentro del propio Salmo y de la historia bíblica. Salmo 137:8-9 En este
texto el salmista está pronunciando feliz a aquel gobernante que llegue a ejecutar justicia divina
(“ojo por ojo, diente por diente, alma por alma”) dándole el mismo trato a Babilonia que el trato
que los babilonios le dieron al pueblo de Israel cuando este fue conquistado por aquellos (607
a.d.C), quienes durante la conquista llegaron a “estrellar” a los hijos de los judíos contra las
rocas.

Ahora bien: esos actos tan notorios de crueldad, ¿demuestran que el humano es malo por
naturaleza? ¿O sólo demuestran que es obediente? Si queremos evitar el estigma de la primera
posibilidad debemos explicar el porqué, una gente “normal” puede volverse tan cruel si se lo
pide un agente que representa una autoridad. Vamos a tratar de explicar eso en base a la
naturaleza de la percepción. Y es que la percepción lo es todo; es la mente, las sensaciones, las
emociones, los sentimientos. Y tiene cualidades que le son propias; cualidades que limitan
la percepción y hacen ver al mundo de determinada manera. Vamos a explicar todo esto en
base a lo que hemos dichos antes, sin introducir ninguna cosa que caiga de sorpresa.

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