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EL ABUELO BIJAO

y otros cuentos de
lao

3a Edición

Editorial EL TÚNEL
JOSÉ LUIS GARCÉS GONZÁLEZ

EL ABUELO BIJAO
y otros cuentos de lao

3a Edición

Editorial EL TÚNEL
EL ABUELO BIJAO Y OTROS CUENTOS DE LAO
JOSÉ LUIS GARCÉS GONZALEZ
Cel:3135099504-E-mal: jlgarces2@yahoo.es
Montería-Córdoba-Colombia
TERCERA EDICIÓN: febrero de 2012
DISENO PORTADA: José Luis Garcés González
DIAGRAMACIÓN: Felicia Palomo Ávila
ILUSTRACIONES: Luisa y Valentina Garcés García

EDITORIAL EL TÚNEL Calle 14A No 3A-39 Barrio Buenavista Montería-


Córdoba-Colombia
ISBN:978-958-98034-2-4
Impreso en Colombia Printed in Colombia
"La infancia

es una cicatriz abierta


en el pecho de un hombre

que duerme sobre las vías del tren".

EDUARDO LANGAGNE
(Donde habita el cangrejo)
Caballero de otoño

Por JOSÉ HIERRO, poeta español

Musa de septentrión, melancolía.

Amós de Escalante

Viene, se sienta entre nosotros,

y nadie sabe quién será,

ni por qué, cuando dice nubes,

nos llenamos de eternidad.

Nos habla con palabras graves y se desprenden, al hablar, de su cabeza, secas


hojas que en el viento vienen y van.

Jugamos con su barba fría. Nos deja frutos. Torna a andar con pasos lentos
y seguros como si no tuviera edad.

Él se despide. iAdiós! Nosotros sentimos ganas de llorar.

(De Tierra sin nosotros)


Para los niños-niños

Para los niños-jóvenes

Para los niños-viejos


CONTENIDO

CAPÍTULO I:

CUENTOS DEL ABUELO BIJAO

EL CAMINAO DEL ABUELO BIJAO

MANUELITO Y EL ABUELO BIJAO

EL PERRO NELSON

LOS MUNECOS DE TRAPO

LA MARIPOSITA AZUL

EL ABUELO BIJAO Y LOS PÁJAROS

EL ABUELO BIJAO Y LA LLUVIA

EL ABUELO BIJAO AGARRÓ UN RELÁMPAGO POR LA COLA


CAPITULO II:

Y, AHORA, AMIGOS, A LEER OTROS CUENTOS DE LAO...

EL HOMBRE QUE REGALABA CORAZONES

EL PAJARITO DE LA LIBERTAD

VICTORINO Y REGALITO

EL LORO SIGIFRIDO

POR CUESTIÓN DE NOMBRE

EL AVIÓN Y EL GALLINAZO

EL CIRCO DE CIRIACO

LA PERRITA DEL MECÁNICO


Capítulo I

CUENTOS DEL ABUELO BIJAO


EL CAMINAO DEL ABUELO BIJAO
(CANTO PARA PRINCIPIAR LA FIESTA)

EI abuelo Bijao tenía un especial caminao. Caminaba de lao. No era pandiao.


Era de lao. Para caminar hacia delante tenía que ponerse de lao. Y empezaba a
caminar y aunque iba hacia delante, parecía avanzar de lao. Ese era el caminar
del abuelo Bijao.

Una vez un niño le preguntó: “Abuelo Bijao, por qué camina de lao”. Y el
abuelo Bijao le respondió: “Oye niño, yo camino hacia delante, aunque parece
que es de lao, y si no te has dado cuenta, afila los ojos porque estás fregao”.

Y para completar dijo: “Mi caminao es así, no porque esté torcío o esté
pandiao. Camino así por lo mucho que he andao, por lo mucho que he mirao,
por lo mucho que he corregío y por lo mucho que he hablao".

Dicho esto siguió su camino, con su original caminao. Pasaría por


montañas y valles, por sabanas y bosques, hasta llegar a este libro, donde en
algunos de sus cuentos, siempre andando ladiao, se metió este viejo que tiene
quinientos años, el legendario abuelo Bijao, el que camina de lao.
MANUELITO Y EL ABUELO BIJAO

Cuando el abuelo Bijao llegó a la finca El Árbol de Oro le contaron que


Manuelito Linares, un niño de diez años, era muy problemático a la hora de las
comidas. Se lo dijo su padre Lorenzo Linares, y le informó que habían agotado
todos los recursos para lograr que Manuelito se alimentara correctamente.
-Déjenlo por mi cuenta -dijo el abuelo Bijao.

Esa tarde todos se sentaron a la mesa. Había carne, verduras, arroz, plátano,
yuca y un plato con mangos. Manuelito se atareó con el arroz y encima le puso
un pedazo de yuca. Nada más.

- ¿No te gusta la carne? -le preguntó el abuelo Bijao.

-No, no me gusta-contestó Manuelito.

-Es muy sabrosa la carne. Pero dime: ¿por qué no te gusta?

-La carne se pudre y huele feo. Una vez vi una carne podrida que se la comía
un gallinazo.

-Ajá-dijo el abuelo Bijao y no agregó más palabras.

Al otro día, al desayuno, el abuelo Bijao vio que Manuelito sólo comía queso
y un poco de café.
- ¿No te gusta el huevo frito? -le preguntó el abuelo Bijao.

-No, el huevo se pudre. Una vez vi uno en el nidal de la gallina.

-Ajá-dijo el abuelo Bijao.

A la hora del almuerzo, Manuelito se dedicó a comer yuca y sopa clarita.


-No te gusta el pescado? -le preguntó el abuelo Bijao.
-No. El pescado se pudre. Una vez vi uno cerca del río -contestó Manuelito.

-Ajá-dijo el abuelo Bijao.

Al atardecer, la comida fue variada y muy apetitosa, pero Manuelito sólo


comió arroz y un pedazo de plátano amarillo.

- ¿No te gusta el guiso de pollo? -le preguntó el abuelo Bijao.


-No. El pollo se pudre. Una vez vi uno destripado en el fondo del patio.
-Ajá-dijo el abuelo Bijao.

Anocheció. Manuelito y los otros niños se fueron al pie de un viejo camajón


a jugar, y a echar cuentos y adivinanzas. Jugaron a La Llaga y a Emiliano que
le dan. Al rato, cuando la luna había salido, apareció el abuelo Bijao. Como
tenía fama de ser buen cuentero, varios niños le pidieron que refiriera historias
del "tiempo de antes".

-Les voy a referir el cuento cuando yo fui cortador de arroz.

- ¿Y usted fue cortador de arroz? -le preguntó un morenito de ojos inquietos.

-Claro -dijo un pelo liso- ¡el abuelo Bijao ha sido de todo!


Estaba yo en Jaraquiel -comenzó diciendo el abuelo Bijao-, contratado.
para cortar cincuenta hectáreas de arroz. Me acompañaban dos tipos, buenos
para el trabajo: el indio Mocarí y el negro Aristarco. Cortábamos el arroz y lo
depositábamos en una bodega como de cien metros de largo. Laboramos de sol
a sol. Cuando nos faltaba solo un día para terminar el trabajo, se vino un
aguacero de doce horas y lo inundó todo. Pero lo que se dice todo. El agua
cubrió toda la bodega y el arroz se mojó y se pudrió, y era que olía a feo.

- ¿Y el arroz se pudrió? -preguntó, dudoso, Manuelito.

-Claro, los vegetales también se pudren -respondió el abuelo Bijao.

-Ah...-dijo Manuelito.

-Y eso no es nada -continuó el abuelo Bijao-, también se pudrieron los


plátanos y esa mazamorra de plátano podrido era que olía a maluco, a
fermentado. Imagínense cómo sería ese aguacero, que el agua se tragó la
quesera y a las pocas horas de los quesos salieron unos gusanos blancos que se
podían retorcer de los gordos. Y del yucal, mejor no hablar, todo se perdió. Y
la yuca que estaba en el pañol se rajó y se puso negra, babosa y le cayó hormiga.
Ése ha sido el aguacero más grande que he soportado en mi vida. Claro, nosotros
cumplimos con el trabajo.

Todos los niños hicieron diversos comentarios. Manuelito fue el único que
permaneció callado. A la media hora se fueron a dormir.
Cuando amaneció, a la hora del desayuno, Manuelito no se acercó a la mesa.
Salió para el cañaduzal y por allí demoró perdido toda la mañana. Al medio día
lo mandaron a buscar con un trabajador que montaba a caballo. Lo halló debajo
de un guarumo, pero Manuelito dijo que no tenía hambre y que prefería ir a
pajarear al maíz. Retrechero, no contestó a los llamados que su padre le hizo
cuando salió a buscarlo a las cuatro de la tarde. A la hora de la caída del sol, el
abuelo Bijao lo encontró montado en un palo de guásimo, contando pepas de
cabalonga.

El viejo le habló, lo persuadió e hizo que se bajara. Caminaron metidos en


las primeras sombras. Cuando llegaron a la casa estaban sirviendo la cena. El
olor del pollo despertaba el apetito. El arroz de coco humeaba.

-Nos sirven, que vamos a comer -dijo con autoridad el abuelo Bijao.

Doña Silvia, la madre de Manuelito, trajo de inmediato la comida para ellos.

El abuelo Bijao empezó a comer dando muestras de tener mucha hambre.


Manuelito lo miraba, pero no se decidía. Su plato continuaba intacto. El abuelo,
que masticaba con entusiasmo, tomó una presa de las suyas y se la ofreció a
Manuelito. El niño se quedó mirándola. Titubeó. El abuelo insistió. Manuelito,
lento, estiró la mano y la cogió.

- ¿Y si se pudre? -preguntó, desconfiado, Manuelito.

-Si la comes con ganas y la masticas con cariño, no se pudre

-repuso el abuelo Bijao.

- ¿De verdad? -interrogó el niño.


- iDe verdad! -dijo el abuelo Bijao. El cariño evita que las cosas se pudran.
iPrueba!
Manuelito mordió la presa de pollo frito y su sabor hizo que se lamiera los
labios. Entonces se produjo el milagro: siguió comiendo con ganas y devoró
todo lo que tenía en el plato. Sus padres se miraban extrañados y complacidos.

-Está delicioso el pollo-dijo, entusiasmado, Manuelito.


- ¿Y si se pudre? -preguntó, burlesco, el abuelo Bijao.
Manuelito no respondió.
-Está sabrosa la ensalada-elogió Manuelito.

- ¿Y si se pudre? -interrogó, irónico, el abuelo Bijao.

Manuelito se quedó mirándolo fijamente. Luego, contestó:

- ¡No se pudre!, iCon cariño no se pudre!

El abuelo Bijao rió con toda la cara. Rió como hacía rato no reía.
De inmediato todos, incluido Manuelito, empezaron a reír. Reían. Felices
reían.
Arriba, en el cielo, la luna comenzaba su loca carrera de luz.
EL PERRO NELSON

Les cuento la historia porque sé que algunos no me van a creer. Si me la fueran


a creer fácilmente, no la contaría. Cuando a mí me la refirieron, no la creí. Tuve
que verla con mis propios ojos. Entonces acepté que los animales también tienen
inteligencia, o como se llame esa astucia que demuestran algunos.

La historia era con un perro. Me dije: “Caramba, abuelo Bijao, nunca habías
visto nada parecido. Qué sorpresas te da la vida". El perro se llamaba Nelson.
Pero todos le decían, como si fuera una persona, con nombre y apellido, “el
Perro Nelson".

No era de muy alta estatura, pero era rollizo. De color rapé con unas líneas
amarillentas. De mirada huidiza, Nelson nunca caminaba: siempre iba a trote,
mirando y dejando de mirar. En El Floral todos conocían sus hazañas. Era
temido por algunos; admirado por otros. Y todo porque Nelson salía de su
vereda llamada Mata de Maíz, cruzaba el río Sinú y llegaba a El Floral. Pero no
llegaba a pasear o a comer desperdicios de la carnicería del viejo Luis. Por el
contrario, venía exclusivamente a buscar pelea. Pelea con los perros de El
Floral.
Y así, se armaban unas peloteras tremendas. En la Plaza de la Cruz, en la
Calle de los Cinco Santos, en los patios de las casas, porque Nelson era tan
osado que, cuando un perro se le escondía, se metía a las casas a armar sus
trifulcas. No respetaba a nada ni a nadie. Yo con estos ojos que han mirado
tanto, lo vi entrar en el dormitorio de la señora Estebita Martínez, la que tiene
la pierna de palo, y pelear allí con el perro El Mango, metiéndose por debajo de
la cama, tumbando asientos, mesas, rompiendo un espejo y quebrando una
tinaja arachera.

Nelson venía a pelear a El Floral sólo los martes y los sábados: por su
cumplimiento, parecía una persona responsable. Y llegaba sin importarle que
en la pelea anterior le hubieran mordido una oreja o le hubiesen arrancado un
pedazo de piel, porque Nelson algunas veces salía mal librado. No perdía, pero
los otros perros, especialmente cuando le caían dos o tres, le hacían daño. Con
decirles que en una ocasión le cortaron la punta del rabo y esa herida se le puso
maluca. Sin embargo, Nelson se curó restregándose en el barro prieto de la
barranca del río.

Cuando el viejo Luis se dio cuenta de que las peleas de Nelson iban para
largo, le propuso al Inspector de Policía, al dueño de la tienda “A mi mamá que
le mande” y a otros amigos del pueblo, que atraparan al perro y lo pusieran a
pelear en el redondel de la gallera Pico de Oro. Así, cobrarían por las entradas,
exigirían un porcentaje de las apuestas y con ese dinero podrían pagar todos los
daños que el perro había hecho en El Floral.
El proyecto funcionó de inmediato. Un martes, seis hombres con una
atarraya, atraparon a Nelson, después de un forcejeo de dos horas. Lo cogieron
cansado, le pusieron un bozal y lo amarraron en un roble que estaba en el patio
de la inspección. La noticia se difundió por todos los pueblos y veredas.
Imagínense, que para la primera pelea le trajeron a Nelson perros de Hueso,
Tres Marías, Santa Clara, El Balsal, Aguas Negras y Patio Barrido.

Ese sábado en la tarde la gallera estaba totalmente llena. La gente comentaba


y gritaba las apuestas. Los perros ladraban y desde lejos se mostraban los
dientes. Se acordó que Nelson hiciera sólo tres peleas. Todas las ganó, y eso
que tuvo que combatir con perros de más peso. A los dos primeros los despachó
en diez minutos. Apenas sintieron los colmillos de Nelson empezaron a
lamentarse y a buscar la salida. Eran muy cobardes o Nelson era mucho perro.
El tercero opuso mayor resistencia y logró morder a Nelson en la pata trasera
derecha. Sin embargo, después de esa dentellada, Nelson se le fue encima y se
lo estaba comiendo a dientes cuando el dueño del perro interpuso la vara de
mangle que significaba que daba por perdida la pelea.

El perro Nelson
De esta forma, amigos, el perro Nelson inició su carrera de perro peleador en
la gallera de El Floral. El viejo Luis se convirtió en su apoderado. Lo
alimentaba, lo bañaba, lo sacaba a pasear por las tardes. Así, Nelson hizo
muchos amigos y se convirtió en el héroe del pueblo. En cinco años hizo 253
peleas y las ganó todas. Con las ganancias que dejó su actividad de peleador se
arreglaron las calles de El Floral, se instaló la luz eléctrica y se terminó de
construir la escuela para niños de primaria.
Una mañana el viejo Luis no lo encontró amarrado al roble. De inmediato se
dedicó a investigar. Unos pescadores dijeron que lo habían visto, muy de
madrugada, cruzar el río rumbo a su vereda. En esos días el Sinú creció, se
produjeron inundaciones y nadie puede pasar al otro lado. Nunca más se supo
de él. Durante varios meses la gente anduvo melancólica y el nombre del perro
Nelson, peleador invencible y luego animal benefactor y generoso, fue dado a
la plaza del pueblo. Ahora, el viejo Luis, su antiguo apoderado, y otros vecinos,
le mandaron a hacer una estatua.

El hijo del perro Nelson.


LOS MUNECOS DE TRAPO

Mi hermano Francisco nunca había gustado de los muñecos de trapo.


Desde pequeño los botaba, los tiraba contra las paredes y hasta los quemaba.
Pero un sábado, al atardecer, apareció mi tío Andrés, hombre andariego, que
conocía muchas historias. Tío Andrés, cada vez que regresaba de sus vueltas
por el mundo, nos refería cuentos maravillosos, que en muchas ocasiones nos
hacían estremecer. En esta oportunidad encontró a Francisco en el patio
haciendo una hoguera con dos muñecos grandes vestidos de azul.

Tío Andrés lo agarró por el brazo y se lo llevó para la sala. Yo, que estaba
en mi cuarto cambiándome de camisa, entreabrí la puerta y me dediqué a
escuchar ya mirar.

-Si tú coges un muñeco de trapo que tenga más de 50 centímetros de alto y


le frotas tres veces el sitio del corazón, ese muñeco vivirá y se convertirá en un
niño juguetón -dijo mi tío Andrés.

-Pero los muñecos son de tela y no de carne-dijo, desconfiado y burlesco,


mi hermano Francisco.

-Por eso, porque son de trapo, se convierten en vivos, en muñecos de carne


y hueso.
- ¿Y caminan? -preguntó Francisco.

-iCaminan! -respondió mi tío.

- ¿Y juegan? -insistió Francisco.

-iJuegan! -contestó tío Andrés.

- ¿Y comen? -interrogó Francisco.

-iComen! -dijo, enfático, tío Andrés.

- ¿Y bailan? -preguntó Francisco.

-Bailan, claro que sólo entre ellos-respondió tío Andrés.

-Ah... mal hecho -dijo Francisco. Y agregó: -Me gustaría bailar con una
muñeca de pelo rojo y ojos azules, y llevarla a tomar jugo a mi mesa.

-Todo eso es posible -recalcó tío Andrés.

- ¿Posible? No, tú te estás burlando de mí, tío. Los muñecos de trapo no


bailan, no comen, no juegan -dijo Francisco.

-No me burlo, Francisco.

-Te burlas, tío.


-No me burlo. Los muñecos de trapo en un tiempo fueron niños. Como tú,
como tus hermanos. Pero un día que fueron a una excursión, desobedeciendo a
sus padres, se escaparon a bañar al río y a la ciénaga de Las Flores. Eran como
doscientos niños. Se desnudaron, se metieron a las aguas y empezaron a nadar.
Se mostraban felices y se olvidaron del paso del tiempo.
-iAh, qué bien! Sabroso bañarse en la Ciénaga de Las Flores y jugar con los
muchachos -dijo Francisco.
-Sí, sabroso, si no hubiera pasado lo que pasó.

- ¿Lo que pasó? ¿Y qué pasó, tío?

- iLo peor!

- iLo peor?

- Claro, se entusiasmaron tanto que se les olvidó que debían regresar y


cuando se percataron de ello ya era de noche. Entonces salieron del río y de la
ciénaga y todo lo hallaron oscuro y no encontraron el camino de regreso.
Lloraron toda la noche. Al amanecer se les apareció el abuelo Bijao, un persona-
je que surge en los campos sinuanos en los momentos difíciles. Bijao los
reprendió, les dijo que sus padres habían sufrido mucho y que, por
desobedientes, los condenaba a convertirse en muñecos de trapo durante
veinticinco años.

- ¿Veinticinco años, tío? -preguntó Francisco, con el rostro lleno de miedo.

-Sí, a los veinticinco años se vuelven a convertir en niños.


- ¿Y...?
-Y hacen todo lo que hacen los niños. Retornan a ser niños normales, como
tú y como tus hermanos.
- ¿Y comen, y juegan y corren?
-Sí, hacen de todo, y sus papás, que, por poderes que les da el abuelo Bijao,
no han envejecido, los vuelven a recibir, les dan. una cueriza por desobedientes,
y los incorporan de nuevo a las familias.
-Eso me da miedo, tío Andrés-dijo Francisco.
-Espero que más que miedo, te dé respeto por los muñecos y dejes de
romperlos, patearlos y quemarlos como hasta hoy lo haces.
-Pero, ya niños, ¿los muñecos, no vuelven a ser muñecos? ¿Y si vuelven a
desobedecer a sus padres?
-No lo hacen. Les ha quedado la experiencia que nada ganan con la
desobediencia y que es mejor no pasarse de listos.
- ¿Y el abuelo Bijao, dónde vive?
-Ah... Bijao vive por los montes y duerme a la orilla de los ríos, ciénagas
y quebradas.
- ¿Y qué come?
-Como de todo lo que encuentra en la naturaleza. Se alimenta de frutas y
cogollos tiernos.
- ¿Y tiene fuerza, y pelea y baila?
-Claro que tiene fuerza, se la pasa todo el día caminando y no se cansa. No
le gusta la pelea. Y del baile, ni hablar. Aunque el abuelo Bijao tiene más de
quinientos años baila como un muchacho de quince.
- ¿Baila? ¿De verdad, tío Andrés?
-Acompáñame. Para que salgas de dudas vamos al lugar ese que llaman de
los Cuatro Caminos. Allí, dentro de poco, debe estar en el baile de fin de año de
los muñecos de trapo.

Yo, que escuchaba desde el cuarto vecino, vi que Francisco y tío Andrés
salían por la puerta del patio. No pude con la curiosidad y, con precaución, me
les fui detrás. A los quince minutos llegaron. Me escondí entre unas matas de
bonche y pude ver que Francisco quería devolverse, pero tío Andrés lo agarraba
fuerte por la mano.

Al doblar una cerca de matarratón y después de pasar unas palmeras que se


batían con el viento de la media noche, escuché la música y observé lo que
nunca habían visto mis ojos: decenas de muñecos de todos los colores, de todos
los tamaños, y de todas las formas, bailaban una especie de cumbia agarrados
de las manos. Movían las cabezas como el péndulo de un reloj de pared, pero,
cosa extraña, no levantaban polvo del suelo. Un mechón colocado en una estaca
alumbraba el lugar. En el medio, el abuelo Bijao, con los brazos arriba, bailaba
incansable. Su cabello de plata se veía sudado, sus abarcas totalmente limpias.
- iSe ven como vivos! -dijo Francisco, con los ojos ampliados por la

sorpresa.

-No sólo se ven, sino que están vivos. Esos son los muñecos que mañana
volverán a ser niños y regresarán a sus casas. Ya cumplieron 25 años de castigo.

-Pobrecitos los muñecos de trapo-dijo, triste, Francisco. Y agarrando fuerte

a tío Andrés, agregó: -Pero también tienen algo de misteriosos. Algo que me da

miedo.

En ese instante el abuelo Bijao detuvo el baile y miró hacia la oscuridad


buscando las voces. Francisco haló a tío Andrés y salió corriendo. Yo cogí por
un atajo, y me les adelanté hacia la casa. A lo lejos, todavía, se oía el raspar de
la cumbia.
LA MARIPOSITA AZUL

Cuando llegó al pueblo de El Floral, el abuelo Bijao encontró C a una niña


sentada en una banca del parque con un libro en el regazo. Hacía sol, pero el
parque estaba sembrado de higos y de almendros, lo cual le daba frescura y una
amplia sombra. El abuelo Bijao se le acercó a la niña, le dijo su nombre y
empezó a hablarle.

- ¿Qué te pasa? -le preguntó.

-Nada. Estoy esperando a una amiga para leer este libro. Nos lo pusieron
de tarea.

-iAjá!, dijo el abuelo Bijao, al tiempo que echaba un ojo por todo el
perímetro del parque. Luego agregó:

-Tu amiga no viene, pero eso no importa. iLéemelo a mí!


- ¿A usted? -preguntó, sorprendida, la niña.

-Sí, a mí, lo importante es leer el libro. Si en mis tiempos hubiera habido


escuelas, yo supiera leer en los libros, y, además, escribir.

- ¿No sabe leer?

-No, no sé. Por eso te digo que me leas.

-Pero… leer es aburrido -dijo la niña y se le notó cierto fastidio.

-No, no digas eso. Leer es maravilloso.

-Pero...si usted no sabe. ¿Cómo puede decirlo?

-Por eso lo digo. En Jaraquiel unos muchachos me leyeron la historia de


un poeta andariego. Era un libro de tapas rojas. Uf, y me entusiasmé tanto, que
me creí ese poeta ciego que iba contando sus historias de pueblo en pueblo. iMe
imaginé un poeta!

La niña Leonor leyó durante una hora para el abuelo Bijao. El viejo
mantuvo la atención, lo cual le gustó a la niña. Cuando cerró el libro, ella le
preguntó:
- ¿Le pareció interesante la historia de la mariposita azul?

-Muy interesante. iMe gustaría ser mariposita azul! -dijo el abuelo Bijao.
- ¿A usted? No, déjeme ser a mí. Yo quiero ser la mariposita azul. Los
viejos no pueden ser mariposas sino cucarrones.

-Pero, ¿no dijiste que no te gustaba leer? -preguntó, pícaro, el abuelo Bijao.

La niña evadió la respuesta y solicitó:


-Déjame ser la mariposita azul, ¿sí? Ya usted fue el poeta ciego. Ahora me
toca a mí. No acapare todo, abuelo Bijao: déjeme ser la mariposita azul.

Dicho lo anterior, la niña le extendió el libro al abuelo Bijao.

-Guárdemelo-dijo.

Apenas el viejo alargó la mano y agarró el texto, la niña desapareció y de


las páginas centrales del libro salió, rauda, una hermosa mariposita azul que
empezó a dar vueltas por el par- que y a pararse en las flores de veraneras,
bonches y astromelias que estaban en el jardín central.

Una mariposita alegre y saltarina.

A los pocos minutos llegó la compañera de la niña, una indiecita bella de


ojos grandes. Al ver que el abuelo Bijao tenía el libro en las manos y que con el
girar de la cabeza seguía el vuelo del coleóptero, le interrogó:
- ¿Dónde está Leonor?
-Allá va -contestó el abuelo Bijao, al tiempo que señalaba hacia su
izquierda.

Ahora ya eran dos: la niña y el viejo miraban entusiasmados el vuelo


victorioso de la mariposita azul, que juguetona y feliz se posaba de flor en flor.
La niña recién llegada y el abuelo Bijao la señalaron con el dedo índice. Leonor
ya convertida para siempre en mariposita azul, desde la distancia les agitaba la
hermosura de sus alitas azules.

A mi madre (q.e.p.d.).

Madrugada del 26 de abril de

1993
EL ABUELO BIJAO Y LOS PÁJAROS

EI abuelo Bijao era pariente de los pájaros. Su caminar rápido, aunque


fuera de lao, lo emparentaba con las alas. Su silbido era parecido al del
guacamayo. Y, cuando se lo proponía, gorjeaba como un canario.

En más de una ocasión se le vio lanzarse desde las ramas de los palos de
mango. Abría los brazos y caía de pie. No se puede decir que flotaba como un
pájaro, pero, al caer, no se estropeaba. Si acaso se le doblaba alguna de sus
abarcas. Nada más.

En verano, el abuelo Bijao inventaba un silbido tan seductor que, por las
tardes debajo de un palo de guásimo, convocaba a todos los pájaros de la región.
Se daba una especie de asamblea de pájaros. Allí acudían mochuelos,
picogordos, toches, chamarías, carpinteros, cocineras, azulejos y otros, hasta
loros y pericos.
Entonces, el abuelo Bijao se colocaba la mano derecha en la boca y estiraba
los dedos y hacía como si estuviera tocando una trompeta. De inmediato
empezaba a silbar y a mover los dedos y a girar la cabeza. Los pájaros se
quedaban paralizados. El abuelo Bijao interpretaba todos los gorjeos y lo hacía
sin des- cansar.

Las pequeñas aves, extasiadas, le tomaron admiración y confianza.

En una de esas asambleas el abuelo Bijao les hizo a los pájaros la única
recriminación que, hacia ellos, saldría de sus labios.

-Hay algo que no me gusta de ustedes-dijo el abuelo.

-No puede ser-dijo un mochuelo.

-iQué te hemos hecho? -preguntó un azulejo.

-Amí, nada-respondió el abuelo Bijao.

-Entonces... -terció, estirando su pico, un carpintero.

-Me gusta que coman, pero que coman de verdad.

-iY eso a qué viene? -interrogó un picogordo.

-Siempre hemos comido y somos unos seres bellos y saludables.

-Bájale el volumen a la vanidad-aconsejó el abuelo Bijao.

-Entonces...-volvió a terciar el carpintero, abriendo más el pico.

-Están dañando inútilmente los frutos. Los picotean, los dañan por
pedazos y los. abandonan. No me. gusta que los pájaros actúen así.

-Casi siempre lo hemos hecho así y nadie nos había criticado -dijo una
chamaría.
-Bueno, ya es hora de cambiar-ordenó el abuelo Bijao.

-No veo qué mal hacemos. Peor lo hacen las iguanas, que se comen las
hojas, las ramas tiernas y los frutos verdes -dijo, orgulloso, un toche.

-No te sigas por lo que hacen los otros -reprochó el abuelo Bijao.

-Entonces, tú quieres que nos muramos de hambre -dijo un hermoso sangre


de toro.

-No es cierto -dijo el abuelo Bijao y miró de lao al pájaro fustigador.

-O que comamos tan poquito que no tengamos fuerzas para volar-dijo un


canario.

-No es eso. Quiero que coman lo suficiente, pero que no desperdicien. Vean
lo que han hecho en la finca de don Anselmo. Casi todos los mangos los han
picoteado y los han dejado inservibles.

- ¿Inservibles? -preguntó una cocinera.

-Claro, así no se los compran en el mercado. Ni se los comen ustedes ni se


los comen las personas. Quedan para comida de los puercos.

- ¿Acaso los humanos no pueden comerse un mango picotea- do por un


pájaro? -preguntó una saramulla paloma guarumera.

-Pueden, pero casi nadie lo hace-respondió el abuelo Bijao.

-Peor para los humanos-dijo el carpintero.

-Bájale el volumen a la soberbia, pájaro carpintero -advirtió el abuelo Bijao.

-Hoy te has vuelto criticón, abuelo -dijo un loro que había permanecido
callado.
-Nada de criticón. Lo que pasa es que no es bueno que desperdicien los
frutos. Cuando no haya, entonces sufrirán y pasarán hambre.

- ¿Algún día se acabarán los frutos? -preguntó un dudoso mochuelo.

-No sólo se acabarán. Sino que, también, pueden acabarse los vegetales,
las plantas, los árboles todos.
-No puede ser-dijo una chamaría.
-Claro que puede llegar a ser. Y lo que es peor: si los árboles se acaban,
ustedes perderán el color de sus alas; si las flores se acaban ya no habrá más
rojos, azules, amarillos, verdes, rapés, en fin.

- ¿Y cuándo será eso? -preguntó, nervioso, un periquito.


-Si continúan con el desperdicio será pronto -contestó el abuelo Bijao. Y
agregó: piensen en lo feo que puede verse un pájaro sin colores en las plumas.

-Uy, uy -dijo una palomita torcaza-, se vería como un pájaro desnudo, como
un pájaro encuero. Feo. Feo.
-Exacto, palomita torcaza -dijo el abuelo Bijao -Esos pájaros serían los
animales más feos.
Todos los animales se quedaron mirando al abuelo Bijao. El silencio fue
total. El viejo sabio empezó a montarse en el palo de guásimo donde estaba
recostado. Y se montó tan rápido que, al parecer un muchacho de quince años,
dejó sorprendidos a sus alados amigos. Y la sorpresa fue mayor cuando lo
vieron alcanzar la copa del árbol, emitir un gorjeo hermosísimo y lanzarse a los
aires como si fuera otro pájaro más.

San Jerónimo de los Charcos,

mayo de 1995
EL ABUELO BIJAO Y LA LLUVIA

El abuelo Bijao casi siempre se pone nostálgico cuando llueve.


Cuando se halla debajo de un rancho le encanta ver deslizar- se las aguas por
las hojas afiladas de los mangos; o por las hojas anchas y nervudas de los
almendros; o por las largas, anchas y verdes hojas de los platanales. O se queda
extasiado viendo los riachuelos que el agua forma en los desniveles de la tierra,
esas culebrillas brillantes y saltarinas que lo hacen retornar a la infancia.
Al abuelo Bijao la lluvia le da nostalgia. No tristeza. Nostalgia, que es un
apretoncito del lado del corazón. Y en ocasiones, al mirar el aguacero, se
imaginaba la lluvia como agujas líquidas que caían verticales trayendo mensajes
del cielo; o se la imaginaba como llanto de ángeles, pero no llanto por tristezas,
llanto por alegría, lágrimas que surgían de los rostros en fiesta de cientos de
ángeles que flotaban en el azul más azul del firmamento.
Pero cierta vez un fuerte aguacero sorprendió al abuelo Bijao debajo de un
palo de guásimo. Llovió tanto que el abuelo decidió montarse al árbol. Pero el
guásimo estaba resbaloso, y por más que el abuelo trataba de subir siempre se
deslizaba. Experimentado como es, el viejo sacó de su mochila una bola de hilo
rojo y empezó a amarrar el tronco del árbol con ese hilo que
entre más sacaba más salía y más gruesa se ponía la hebra. Por esa especie de
escalera de hilo el abuelo Bijao pudo subir a la copa del guásimo.
Pero esto no le bastó. Con ese hilo mágico comenzó a hacer un techo para
no mojarse. En pocos minutos lo concluyó y allí se guareció para soportar la
furia del aguacero. A las tres horas, cuando escampó, el abuelo Bijao miró hacia
abajo y vio que el agua tenía más de un metro de altura y que sobre ella flotaban
troncos, ramas, y animalitos roedores y saltarines. Toda la sabana parecía una
inmensa sopa.
Entonces, ágil de mente como es, sacó de otro bolsillo otra bola de hilo y
principió a tejer una red para hacer un camino que uniera la copa de los árboles.
Así, fue extendiendo más y más la malla hasta que hizo una carretera de hilo
grueso, por la cual empezó a caminar para llegar al pueblo de El Vidrial. La
malla se extendió por más de dos leguas, por donde el abuelo Bijao se
movilizaba con mucha precaución para no dañar su exigente trabajo y evitar una
caída peligrosa.

Cuando al amanecer algunos ordeñadores lo vieron bajarse de una rama


de roble, empezaron a regar el cuento de que el abuelo Bijao se había vuelto
pájaro, pues para ellos esa era la única forma de llegar al pueblo después de tan
prolongado aguacero. Algunos niños se acercaron a él, lo tocaron incrédulos y
se pusieron a buscarle alas al viejo.

Él se dejó manosear, alzó los brazos y siguió hacia la plaza rodeado


de jóvenes y viejos. Iba hacia delante, aunque caminara de lao.

15 de agosto de 1995
EL ABUELO BIJAO AGARRÓ UN RELÁMPAGO
POR LA COLA

Una noche de tempestad, el abuelo Bijao agarró a un relámpago por la cola.


El relámpago trae el trueno, y esa noche estaba tronando con fiereza y los
niños de El Rosal se morían de miedo.
Entonces, vista la situación, el abuelo Bijao salió hacia el monte de Tres
Piedras. Aceleró su bastón de polvillo y en un dos por tres llegó a la cima.

El aguacero arreciaba. Los árboles estremecían las ramas. Los truenos


estallaban. Los relámpagos pasaban raudos por sobre su cabeza. El abuelo Bijao
se colocó en acecho, los brazos dispuestos, las manos decididas. Pero esas
serpientes de luz eran muy rápidas.

El abuelo Bijao le tiró el viaje a varios relámpagos, pero no pudo capturar a


ninguno. Las explosiones en el cielo aumenta- ban. Los niños de El Rosal
continuaban, atemorizados, metidos en las costillas de sus mamás, las cuales ya
habían quemado inútilmente todos los ramos benditos con el fin de hacer
amainar la tormenta.

Aunque el abuelo Bijao es un viejo aplomado y dominador de su propio


miedo, empezaba a mostrarse algo intranquilo. Las cosas no le salían como él
pensaba. De pronto asumió una actitud de tigre, una actitud de fiera, dispuesto
a saltar sobre el
relámpago más grande que le pasara más cerca. Porque, eso sí, el viejo no quería
enredarse con ningún pichón de relámpago.

Concentró todos sus esfuerzos, pese a la lluvia se mantuvo impertérrito, y


de súbito giró hacia la derecha y lanzó un zarpazo con la mano izquierda con
tanta velocidad que logró agarrar la luz de un enorme relámpago por la parte
final, por la misma cola.

Con el relámpago entre la mano, el abuelo Bijao empezó una lucha tenaz.
El relámpago corcoveaba como un mulo cerrero. El viejo, para asegurarse, lo
agarró, también, con la otra mano. Y entonces sí empezó el combate. El
relámpago a soltarse, y el abuelo Bijao a no dejarlo zafar. La fuerza del
relámpago lo arrastró cerro abajo, lo reventó contra varias rocas, lo estrelló
contra un árbol de guásimo, pero el viejo, sacando todas sus fuerzas, no lo
soltaba. Recordó su tiempo de coleador de gana- do. Fue una confrontación de
gigantes.

En una de esas vueltas, el abuelo Bijao logró agarrar el bastón del


polvillo y con un movimiento de esgrimista lo colocó en la cintura del
relámpago y allí, con una destreza envidiable, hizo un nudo doble ocho.

Ese gesto audaz definió la tremenda lucha. El relámpago empezó a


chisporrotear y a soltar alaridos de gato. El abuelo Bijao concentró todas sus
fuerzas en sus dos manos y comenzó a zarandear al relámpago. A agitarlo, a
revolotearlo por encima de su cabeza, a hacerlo girar como un abanico de techo.

Cuando creyó que tenía muy mareado al relámpago, el abuelo Bijao


lo estrelló contra una enorme roca roja medio cubierta de espinas. Todo el
cuerpo largo y torcido del relámpago crujió como cuando se mastica una galleta
de soda, y enseguida se convirtió en cenizas. Habían pasado más de siete horas
de combate.
De mediato cesó La tempestad. Lentamente el azul retornaba el cielo.
El abuelo bijao sacudió contra una piedra su bastón de polvillo. Se levantó hasta
las rodillas su pantalón y principio a bajar del monte. Ya estaba amaneciendo.
16 de enero de 1996
CADA HOMBRE TIENE DERECHO A UN PALO
DE MANGO

Cuando Camajón decidió conocer la vida viviendo la vida, C su padre, el


abuelo Bijao, le dijo que lo pensara muy bien. Que no se oponía a la experiencia,
pero sí a la aventura. Al deseo de jugarse la vida de manera alocada e irreflexiva.
Que vida había solo una y que había que saberla vivir para sacarle todos los
frutos posibles.

Camajón, aunque ya tenía edad para recapacitar, no había escuchado los


consejos del abuelo Bijao y suponía que por su cuenta y riesgo podía hacer
cualquier cosa. Había trabajado tumbando monte, ahuyentando tigres,
ampliando arroyos, limpiando árboles. Pero a Camajón lo que ganaba nunca se
le veía. Andaba casi ripiado, con una mochila sucia y un pedazo de machete sin
vaina.
Cuando Camajón decidió irse por el mundo, su padre le advirtió que en los
caminos de la vida existen lo bueno y lo malo:

-Practica lo bueno y desecha lo malo. No le hagas daño a nadie, y trata de


que a ti no te lo hagan.

Además de ésta, le hizo otras recomendaciones, que el muchacho, a la


sazón de veinte años, pareció escuchar con mucho respeto.

-Estos consejos valen más que el oro -le dijo el viejo.


Así, Camajón, que llevaba todos sus preparativos en orden, inició la
marcha. El abuelo Bijao lo vio perderse en la primera curva del camino y le
deseó muchos éxitos. Así eran los hijos. Se ven nacer, crecer y, como a los
pájaros cuando les crecen las alas, cogen su rumbo sin saber cómo quedan los
padres. Bueno, ésa parecía ser la ley de la vida. Por ello el abuelo Bijao no
derramó una lágrima. No podía ocultar que cuando ello ocurrió sintió que una
mano invisible le oprimía el corazón. Pero duro como era, pudo recuperarse
pronto. No obstante, su pensamiento se fue con su hijo Camajón, que en esa
época era un mozalbete alto y fornido (por algo le pusieron por nombre
Camajón) con un pelo negro, abundante, liso y de hebra gruesa que se cortaba
cada seis meses con el filo de su machete.

La primera noticia de él la tuvo un año después de su partida. Le


informaron que estaba por los lados del río San Jorge, cerca de Montelíbano, y
que se había especializado en cazar caimanes sacándolos de sus propias cuevas.
Era un trabajo arriesgado y en cierta ocasión un caimán le había tirado un
trancazo que si Camajón no hubiera sido tan rápido le hubiera arrancado la
mano izquierda. El muchacho se curó con emplastos de barro y a los quince
días, ya sano, volvió a su trabajo.

Después demoró dos años para saber de la vida de Camajón. La noticia


se la dio un indio viejo que bajaba del Alto Sinú en una
balsa trayendo madera, banano y animales de monte. Le dijo que por los lados
de Casapia, muy cerca de donde nace el río, estaba un hombre joven que
demostraba gran destreza para tirar la atarraya y para pescar sumergiéndose en
las aguas del Sinú. "Ése debe ser él”, pensó Bijao. Pero no tuvo más noticias.
El abuelo Bijao había aprendido que saber esperar hacía parte de la victoria, y
esperó. Él sabía que Camajón tenía un poco de aventura en la herencia y tuvo
la certeza de que nada malo le pasaría.
Un día de finales de abril, después de un aguacero, montado en un caballo
flaco, apareció Camajón. El abuelo Bijao lo vio recostado a un roble, mirando
hacia el rancho que en esa época había construido el viejo por los lados de Sierra
Azul. Tenía el rostro flaco pero sonriente. Parecía haber aumentado de esta- tura
y el cabello casi le llegaba a los hombros. No había dudas: era el mismo
Camajón, pero tenía un gesto de seguridad que lo hacía ver más hombre. El
joven se acercó y desde cien metros le gritó:

-Papá, soy yo-dijo el muchacho.

-Sí, ya sé que eres tú.

- ¿Acaso alcanza a verme?


- ¿Acaso me crees ciego?
-Por la distancia.
-No tengo problemas con la distancia.
-Como usted estuvo cegato durante un tiempo.

-Eso fue antes de tú irte de mi lado.

- ¿Y se curó?
-Claro, con lágrimas de matarratón.
-Ah, muy bien.
-Y si no te hubiera visto, te hubiera olido. Tengo más olfato que un tigre.
El muchacho se acercó y lo abrazó. El abuelo Bijao sintió la fortaleza de
sus brazos. Lo apretaba tanto como dicen que 'aprieta un oso. Cuando se
separaron, el viejo lo pudo observar bien: la ropa la tenía hecha trizas, las
abarcas estaban cruzadas de nudos y amarradas con bejucos, la mochila casi no
tenía fondo y en la mano derecha le colgaba un pedazo de machete tan delgado
que parecía un cuchillo casero demasiado trajinado.

Así, se reencontraron. En la noche, al pie del fogón, Camajón le confesó


que sus consejos le habían sido de mucho provecho y que siempre los había
tenido en cuenta. Cierto, no le había ido muy bien por falta de experiencia, pero
había descubierto el mundo por su propia cuenta y eso lo llenaba de satisfacción.
- ¿Cuándo te vuelves a marchar? -le preguntó el abuelo Bijao.

-No, por ahora no.

- ¿Cuándo?

-No sé, quiero quedarme, siento que esta tierra me llama.


-Ah, eso está muy bien. Regresar a la tierra es un noble gesto de
agradecimiento.
-Quiero sembrar maíz.

-Muy bien, compartimos el gusto. El maíz le ha dado vida a todos estos


pueblos.
-Me gusta que empecemos a entendernos.

-Y te voy a dar otro consejo: en medio de la tierra que vas a cultivar, que
puede ser la que queda aquí a la derecha después del cayo de plátano, siembra
un palo de mango, para que crezca y dé sombras y dé frutos. Esa siembra es
obligatoria en esta tierra.

- ¿Un palo de mango?


-Claro, cada hombre tiene derecho a tener un palo de mango

en el patio de su casa o en la mitad de un sembrado.


Camajón se sobó el abundante cabello y. Se quedó pensativo. A su padre se
le ocurrían cosas que a él nunca se le hubieran ocurrido pensar. No aconsejaba
otro frutal. U otra mata, ya fuese de jardín o de sombra. Había dicho un palo de
mango.

-Mango de qué clase-interrogó el muchacho.


-De la que quieras. Cuando están maduros, es decir, en su tiempo, no hay
mango malo. Y tienes de todos los sabores, de todos los olores y de todos los
sentimientos. Si quieres uno que te quede crepitando en el pecho, siembras uno
de corazón; si deseas uno que huela a flor, siembras de rosa; si quieres uno que
vuele, siembras de paloma; si quieres uno que tenga un sabor fuerte, siembras
de canela; si quieres uno que huela a cielo, siembras boca de la reina; si lo deseas
para que te endulce la boca y la vida, siembras uno de azúcar; si no te gusta que
la tradición y las buenas costumbres se pierdan, siembras uno criollo, que
algunos para demeritarlo le dicen de puerco, y que es de los mejores.

Caramba, pensó Camajón, mi padre está en razón: teniendo un palo de


mango tendría frescura, comida, música de pájaros, leña con las ramas viejas,
un punto para orientarse, un techo para dormir. Sí, cada hombre debía tener un
palo de mango en el patio de su casa. O en su finca. O en su plantío. ¿Y por qué
no, en su propio corazón?

Montería,2005-2006
JUEGO DEL ABUELO BIJAO

EI abuelo Bijao conocía la razón de los árboles. Conocía sus relaciones, sus
virtudes, sus secretos. Y todo esto lo proclamaba en un estribillo o en un verso
con rima. Un día, en la Plaza de la Libertad, rodeado de niños, sentado en un
tronco y agarrado de su bastón, empezó sonriente el interesante juego:

El Polvillo-decía un niño.

-Está hecho de sol amarillo -contestaba Bijao.

El Roble-decía otro niño.

-Es de madera noble-respondía el abuelo.

El Cedro.

-Lleva la marca de Pedro.

El Matarratón.

-Bello y de duro corazón.

La Teca.

-La reina de la tierra seca.

El Caucho.

-Pertenece a la finca de Lucho.

El Camajón.

-Tiene orejas de chicharrón.


El laurel
-Para sombra no hay como él.
El Espino
-No tiene brazos pero tiene tino.
-El Amarillo
-Es un sol con túnel brillo.
La Palma
-Es la compañera de la luna llena.
El Mango
-Hermoso en lo alto como el fango.
El Pino
-Es el espíritu más fino.
-El aracolí
-Su sombra es para ti y para mí.
El Guayacán
-De lo duro ninguna herida le dan.
El Chichero
-Con la candela no tiene pero.
-La Astronomía
-Para amelia y para Ofelia
El Croto
-Es un amanecer que está roto.
-El Cacao
-Ah, el árbol favorito del abuelo bijao
Los niños rieron y aplaudieron, embelesados con el juego que el viejo había
empezado. Y en coro le pidieron que lo continuara.
El Volao.
-Gigante como el abuelo Bijao.
El Totumo.
-Milagroso es su zumo.
El Abeto.
-Seco, para leña y parapeto.
El Espino.
-Sus ramas con brisa hacen un trino. La Guama.
-Delicado su fruto, mucha su fama.
El Bongo.
-Grande eres, así te pongo.
El Olivo.
-Quien lo bebe se mantiene vivo.
El Guayabo.
-Resbaloso tiene su rabo.
Durante varias horas los niños y el abuelo continuaron con la tierna tarea
de buscarle rima a los nombres de los árboles. Y desde ese día en todo el valle
del Sinú se popularizó este interesante juego: “el juego del abuelo Bijao”, el que
anda hacia delante pero camina de lao.

San Jerónimo de los Charcos,


febrero de 1996
BREVE CÉDULA DEL ABUELO BIJAO
(CANTO PARA LA DESPEDIDA)

EI abuelo Bijao no se las da. Es. Es justo. Es bravo. Es comprensivo. Es amigo.


Viene de lejos. Anduvo y anda por todas las regiones. Por las cordilleras del
sur, por las llanuras ardientes del centro, por las costas del Mar Caribe. En la
mano derecha lleva un palo de polvillo. Con esa especie de bastón ha matado
culebras, ha subido montañas, se ha defendido del tigre, de los perros de monte
y de los salteadores de camino. Cuando lo sorprende la lluvia, el palo de
polvillo, a quien él llama “Simón Guayaba”, lo ayuda a no resbalar al subir o
bajar por trillas de espanto.

El abuelo Bijao no se las da. Es. Por las mañanas, protegido con su
sombrero concha e' jobo, está en la siembra del maíz, ya sea limpiando,
recogiendo o pajareando. A mediodía se encuentra en los campamentos donde
los campesinos y jornaleros van a almorzar y a esperar que baje un poco el
tremendo sol de la una de la tarde: allí el abuelo Bijao vigila que nadie se quede
sin comida y que todos, al regresar al campo, lleven lleno de agua el calabazo
de jareta. Por la tarde, cuando la brisa reinicia la fiesta, el abuelo Bijao se quita
el sombrero y anda feliz por trochas y caminitos, silbando y tirando hacia arriba
a "Simón Guayaba".
Por las noches, vigila. Cuando llegan las sombras, el abuelo Bijao se viste

de sombra, guarda su sombrero y afila su bastón de polvillo. Entonces, sin que

lo vean, merodea por las casas, evita que se acerquen los animales dañinos y los

hombres malvados. Traza en torno de ellas un círculo invisible y protege a las

personas y las cosas. Los espíritus del mal nada pueden contra el abuelo Bijao,

pese a que ya está un poco encorvao y camina de lao.

Cuando el sueño lo ataca demasiado, el abuelo Bijao, que siempre duerme

de día, se recuesta en una barranca seca del río, en unas rocas rojas de la costa

o en la horqueta de un palo de mango o de almendro, y allí duerme. No ronca.

No se cae. Los brazos los recoge en la mitad del abdomen y duerme con los ojos

abiertos. Como su sueño es rápido nadie lo sorprende. Y si algo llegare a pasar,

allí cerquita tiene su bastón de polvillo. Al rato, lo despiertan los pájaros de la

selva o la llanura. Y entonces comienza a caminar. A caminar de lao que es el

eterno caminar del abuelo Bijao.


Capítulo II

Y, AHORA, AMIGOS, A LEER OTROS CUENTOS DE


LAO…
EL HOMBRE QUE REGALABA CORAZONES

EI hombre tenía inconmensurable su corazón. Por ello, cuando iba por las
calles, cuando entraba a las casas, cuando transitaba por los caminos rurales, o
cuando contemplaba los árboles, los pájaros o el río, iba dejando su corazón.
Uno de sus tantos corazones.

Iba por una calle concurrida y de pronto veía a una linda muchacha con el
cabello estremecido por el viento, entusiasmado abría su pecho, sacaba su
corazón, se lo metía al corpiño de la hermosa mujer y proseguía su camino. Si
en cualquier esquina del suburbio se encontraba a varios niños durmiendo sobre
periódicos, el hombre se conmocionaba, se sacaba un corazón, se los dejaba
como pan recién horneado y proseguía
su camino. Cuando en la Avenida del Río de súbito lo sorprendía el
crepúsculo, él se quedaba largo rato contemplándolo, y, entonces, nostálgico,
se sacaba un corazón, lo lanzaba hacia el color anaranjado del poniente y
proseguía su camino. En algunas ocasiones, para amainar el calor, se paseaba
por los barrios con aceras sembradas de laureles, cauchos, palmeras, abetos,
higos, pimientos y si de improviso escuchaba el gorjeo de los pájaros entre el
follaje, paralizaba su marcha, se ensimismaba un rato, luego se sacaba su
corazón, lo colocaba como tributo entre las ramas y proseguía su camino.
Su historia se esparció con la velocidad de la luz. Ahora a su casa iban los
enamorados, los desahuciados, los decepcionados, los engañados, los
melancólicos, los tristes, los escépticos, y él a todos los atendía y a los que los
necesitaban les regalaba corazones. Por las tardes, centenares de niños le
llevaban flores y se agolpaban a su puerta, y él, en reciprocidad, seleccionaba a
los más correctos y estudiosos, y regalaba en cada sesión tres o cuatro
corazones.
A las pocas semanas vinieron gentes de otras ciudades y de otros países.
Intrigados por tan extraño personaje y por tan exótico regalo, comprobaron que
el hombre ciertamente regalaba millares de legítimos, rojos y palpitantes
corazones.
Mas en una ocasión, uno de los visitantes venido de un país del Norte,
mientras mascaba tabaco, le planteó una duda a sus compañeros de excursión:
“Imposible, no puede tener tantos corazones. Debe ser un truco; si no, hubiera
muerto desde la primera donación". Pero un niño del lugar que lo escuchaba
metido casi entre las piernas de uno de esos grandulones, lo corrigió: "Se
equivoca, señor, él regala corazones de verdad. Quien regala el corazón siempre
tendrá más corazones".
EL PAJARITO DE LA LIBERTAD

"Un solo pájaro enjaulado desata

un escándalo en el cielo".
WILLIAM BLAKE

EI pajarito, un canario de poca edad, aún no del todo amarillo, golpeó esa
noche el techo de zinc de la casa donde Manuel vivía con su mamá desde seis
meses atrás, desde que su padre, llamado también Manuel, se había marchado a
conseguir suerte a Venezuela.

La mamá se extrañó por el ruido persistente que venía del zinc, a esa hora
iluminado y frío. Ella se imaginó la presencia de algunos ratones hambrientos
o de algún gato vagabundo. Nunca pensó en un pájaro nocturno que, confundido
quién sabe por qué razones, brincaba en la tiranta divisoria que sostenía el techo.
Los dos, Manuel y la mamá, dirigieron los ojos al ruido.
Ahí estaba un pajarito cubierto por un amarillo indeciso, recorriendo el
listón y chocando su cabeza contra el zinc. Se veía desesperado, como si
estuviera ciego, dejado escapar unos débiles chillidos. No es difícil suponer. que
se sentía extraño, transportado a un ámbito lejano de su mundo.
Manuel fue al patio semioscuro y trajo la escalera. La recostó a la pared sin
repello, montó con la habilidad que le permitían sus doce años y estiró su mano
derecha hacia el canario.
El pajarito logró evadir los cinco dedos abiertos.
Manuel le lanzó un nuevo manotazo. El pajarito se desplazó. hacia la
izquierda.
Manuel miró a su madre. La madre miró a Manuel.
El muchacho extendió todo el brazo en búsqueda desesperada. El pajarito
chilló, trató de acurrucarse, luego se corrió a su derecha, después a su izquierda,
y quedó exactamente en la concavidad de la mano de Manuel.
El muchacho bajó con su trofeo. Una risita de victoria le alargaba el labio
inferior.
Una jaula oxidada, pintada de un verde en retroceso, le dio cabida al
canario. El pajarito miró durante largo rato su nueva morada. Giró su cabeza en
gesto inequívoco de orientación. Manuel condujo la jaula a la penumbra de una
esquina y la colocó encima de un armario que contenía trastos viejos.
Allí permaneció durante una semana. Nunca ensayó un gorjeo. Allí,
Manuel, se dio cuenta de que el pajarito cojeaba de la pata izquierda.
El descubrimiento le afectó su victoria, llegó a preguntarse si él había sido
el causante de ese doloroso accidente y se sintió poseído por una sorpresiva
melancolía.

En los días siguientes la mamá se encargó de darle de beber y de comer al


animalito lesionado. Manuel se refundió en otros quehaceres. Se mostró escaso
en el hablar.
Una mañana de febrero la mamá salió a comprar la comida y Manuel se
quedó haciendo las tareas para las clases de la tarde. En un rapto de buena
memoria se acordó del pajarito. Fue al armario y vio al canario brincando en las
rejas del piso. La alegría del pájaro lo llenó de una contradictoria tristeza.
Agarró la jaula y se encaminó al palo de mango de corazón que está al fondo
del patio. Se montó en la segunda rama y percibió en su rostro una suave brisa
mañanera.
Manuel alzó la jaula hasta la altura de sus ojos. De improviso le levantó la
puerta. El canario no se dio por aludido. Le golpeó los alambres para obligarlo
a que saliera. El canario se quedó parado en la varilla central. Le abrió y le cerró
varias veces la puerta de la jaula. Nada. El pájaro permaneció quieto. Manuel
empezó a sudar. Sintió una gota de sal en su ojo derecho. Se dijo que el
animalito se había vuelto caprichoso, y quizá hasta orgulloso... Resabiado,
indudablemente resabiado el pintadito de amarillo

Decidió entonces sacarlo de la jaula con su propia mano. Se dijo que si su


mano le había apresado, su mano le devolvería la libertad. Introdujo los tres
primeros dedos en pos del animalito. El pajarito brincaba, se le escapaba, de
pronto aparecía cerca- no, luego se distanciaba. Los dedos lo persiguieron como
si fueran unas tenazas implacables. En una actitud inusual el pajarito se
arrinconó. Allí lo atrapó la totalidad de la mano.
Manuel examinó con minuciosidad al animalito. Después le sobó la
cabecita. El pajarito miró a todos los lados. Enseguida el muchacho extendió su
brazo derecho hacia el aire fresco de la mañana. Como quien tira una moneda
en busca del azar, lo lanzó hacia arriba. iOh sorpresa! El pajarito, con las alas
recogidas y el pico hacia abajo, cayó indefenso contra el balasto del suelo. Fue
un golpe instantáneo pero definitivo.

Manuel sintió el hilo frío del terror descenderle por sus piernas. Bajó del
mango. Vio al animalito espaturrado, quieto, silencioso, tirado como una piedra
más. En esos momentos escuchó que empujaban la puerta. Manuel, con sudor
en la frente, 'con ardor en el estómago, miró al pajarito. Miró la jaula vacía y
oxidada que colgaba de su mano izquierda. Miró hacia la puerta. Miró al
pajarito. Escuchó los pasos cercanos de su madre.
VICTORINO Y REGALITO

Después de la muerte del gato Victorino mi hermana Noralina quedó muy triste.
Ella estaba encariñada con ese gatico amarillo con rayas blancas que le
maullaba como saludo cada vez que regresaba del colegio. Una mañana un carro
anónimo atropelló a Victorino y lo dejó tirado en la calle, frente a la puerta de
la casa. De allí lo recogió mi mamá, lo llevó a su cuarto, lo examinó y le puso
diversos emplastos contra los golpes.

Victorino no se recuperó.
Al otro día trajeron a un veterinario amigo, quien lo miró, lo palpó y
concluyó que Victorino tenía graves lesiones internas. Mi hermana se desesperó
y se dedicó a atenderlo y a estar todo el tiempo a su lado. Victorino se quejaba,
levantaba la cabeza como buscando a alguien y dejó de comer. Toda la casa se
trastornó con el accidente del gatico. Se le pusieron hojas contra los golpes,
inyecciones y se le dieron tomas a la fuerza. Todo fue en vano. Al tercer día,
Victorino amaneció muerto.

En ese momento, muy decepcionada, Noralina juró que no llevaría un


animal más a la casa. Pasaron varios meses. Pero blanda de corazón como es,
la noche en que encontró en el puente de la Circunvalar un perrito negro colita
alzada, no dudó en acariciarlo y recogerlo. Se entusiasmó y le puso por nombre
Regalito. De inmediato se dedicó a criarlo. Medio problemático para la
alimentación, Regalito sólo tomaba leche y comía pan francés. Noralina, muy
solícita, le conseguía eso. Así como le compró champú, jabón, toalla, un platico
para la leche, una tacita para el agua y una esterita para que reposara y durmiera.
La gente de la casa acogió a Regalito con mucha alegría, Regalito era el número
uno y se la pasaba hociqueando los muebles, las plantas de sombra y las piernas
de las personas. Mi mamá y mis otras hermanas lo cargaban, lo bañaban y
cuando no estaba Noralina, le entregaban toda su atención.

Tan apegado como estaba a su dueña, Regalito la acompañaba hasta la


esquina cuando ella salía para el colegio. De allí regresaba cuando Noralina se
lo ordenaba.
Pero una mañana, mientras ella estaba diciéndole que retornara a su casa
y le indicaba el camino con la mano, un carro frenó muy cerca de la esquina.
De pronto se oyó una voz de niño que decía: “Ay, papi, ahí está Azabache. Ahí
está". Apenas Regalito escuchó la voz, paró las orejas, levantó el rabo y
enrumbó directo para el carro. El niño, un pelito liso de unos siete años, se bajó
y salió con los brazos estirados al encuentro del perrito. El infante lo abrazó
contra su pecho y se puso a brincar de entusiasmo. De inmediato el papá se bajó
del auto- motor y se dirigió a Noralina.
-El perrito se nos había perdido hacía un mes, una noche que salimos a
pasear por la Circunvalar-dijo el señor.

Noralina nada le contestó.

-Gracias por haberlo cuidado. Azabache es un animalito muy tierno, y me


gustaría recompensarla por las molestias que le causó.

-No, no me debe nada -dijo Noralina, un segundo antes de que dos lágrimas
resbalaran de sus ojos.

-De todas maneras, muy agradecido. Hasta luego.

-Un momento, señor, un momento. Acompáñeme a la casa.

-¿Asu casa? No, no hay necesidad.

-Vamos, que le quiero entregar las cosas que le pertenecen a Regalito.


Como él no es mío, las cosas de él deben irse con él.

-Pero niña...

-Acompáñeme, señor, por favor...

Noralina le entregó todo al dueño de Regalito, desde el plato de la leche


hasta la esterita. El niño y el papá insistieron en su agradecimiento y quisieron
darle algún dinero a Noralina. Ella, en forma terminante, no aceptó.

Desde ese día han pasado tres meses. Noralina reafirma que no volverá a
recoger ningún animalito que llegue a la casa o encuentre en la calle, como pasó
con Victorino y Regalito. Se ve muy triste. Muy melancólica. Pero yo no le
creo. Cualquier día aparece con otro. Porque en verdad, ella, es de muy buen
corazón.

San Jerónimo de los Charcos, 1992


EL LORO SIGIFRIDO

A Rodrigo Tirado Aguas.

A Jonathan Tittler

EI viejo Rodrigo tenía varios loros en su casa del sur de la ciudad. Hacían
bochinche, peleaban, pedían comida. Un día llegaron a despedirse los
Salamanca, una familia amiga que viajaba a Estados Unidos. El viejo Rodrigo
miró a Sigifrido y se le iluminó su mente: le propuso a la familia que se llevaran
a Sigifrido para que aprendiera a hablar inglés. La familia aceptó.

El viejo Rodrigo preparó bien a Sigifrido: lo lavó, le brilló el plumaje y tuvo


con él largas sesiones de charlas y advertencias. El día de la partida llegó y el
viejo Rodrigo se puso muy triste. Lo mismo el resto de animales. Sigifrido, por
el contrario, se marchó batiendo las alas.
A los 15 días los Salamanca escribieron desde Norteamérica. En la carta
decían que Sigifrido salía a pasear por los parques, lo llevaban al carrusel, iba
con ellos al supermercado, tenía buen apetito, y a todo le ponía atención, por lo
cual ellos suponían que el aprendizaje del idioma iba a ser muy rápido. El viejo
Rodrigo se alegró. Su loro haría lo que él siempre quiso y nunca logró: aprender
inglés.

A los dos meses otra carta le decía que Sigifrido continuaba atento a todas
las conversaciones, pero que aún no pronunciaba palabra. El viejo se dijo que
Sigifrido estaba captando todo y que cuando se pusiera a hablar sería un torrente
incontenible. Así se lo dijo, entre otros, al loro Manuelito y a la lora Margarita,
los cuales se alegraron: itendrían un colega bilingüe!

A los seis meses otra carta decía que Sigifrido seguía escuchando.
"Caramba, se dijo Rodrigo, se ha vuelto sabio y filósofo el Sigifrido. Qué cosas
tiene la vida, caballero".

A los dos años, el loro Sigifrido seguía sin pronunciar palabra: ni en inglés
ni en español. El viejo Rodrigo desesperó, y mandó a que le regresaran su
animal.

El loro llegó y casi no conocía a nadie. Miró a todos los loros y loras. Miró
al viejo Rodrigo y no dio ninguna señal de amistad. El viejo le habló y Sigifrido
dio muestras de no entender nada. Muy triste se puso Rodrigo. Cuando el loro
Manuelito, disgusta- do por el silencio orgulloso de su otrora colega, le empezó
a insultar y mostró deseos de castigarlo, Sigifrido abrió sus alas y comenzó a
responder en inglés. Habló y habló, sin control ni mesura. Nadie lo entendía,
pero él seguía parloteando. Ufano y vanidoso continúa hablando sin parar. El
viejo Rodrigo de nuevo está triste, pues su loro olvidó el español. O se niega a
hablarlo. Yellos, ni mú del inglés.
POR CUESTIÓN DE NOMBRE

Esa madrugada de mayo, estropeada por una lluvia caprichosa que estuvo
golpeando el zinc del techo durante toda la noche, mi tío Raulito, que de
diminutivo no tenía nada pues la anchura de su porte hacía recordar las neveras
de palo de las fiestas de corraleja de principios de siglo, llegó a casa con unas
copas encima, silbando una nostálgica canción de Daniel Santos y guardando
en su sobaco derecho un paquete hecho con dos arrugadas hojas de papel
periódico. Decidió no buscarle la lengua a mi tía Roquelina, su mujer, y
depositó en un rincón de la sala, cerca del florero de barro comprado en San
Sebastián, su carga, que al sentirse en tierra firme y amparada de la lluvia, se
sacudió con pereza, botó el papel y dio dos lentos y dudosos pasos: era un perrito
de mala pelambre, que en un tiempo fue de color negro, hocico levantado, flaco
hasta el límite del hueso, con un máximo de diez centímetros de alzada: un
chihuahua frente a él era un verdadero y temible gigante.

Dos días después nadie podía imaginar qué intrincado mecanismo de la


conmiseración había movido al tío, proclive a toda clase de extravagancias y
simpatizante eterno de los objetos descomunales, a recoger a ese destartalado
perrito callejero. Pero lo que me interesa señalar es que el tío Raulito esa noche,
lleno de desconfianza, echó los dos ojos por toda la sala y agudizó los oídos
buscando detectar el menor ruido, y cuando encontró el silencio como respuesta
concluyó, muy sabio él, que toda
la familia dormía y que él debía hacer lo mismo. Se acostó sin desvestirse, no
sin antes palmear amorosamente el minúsculo trasero del recién llegado can. Se
durmió al instante y aunque no sufrió su acostumbrada pesadilla poblada de
toros de un solo cacho, comenzó a roncar, emitiendo ruidos tan amenazantes
que hacían temblar las flores moradas de la cortina de la ventana.
Sumergido en una neblina de cansancio lo sorprendió la luz culebrera del
amanecer. Por eso, lógicamente, no pudo darse cuenta de que sus tres hijos y
yo, estábamos, con ojos sorprendidos, mirando el animal, haciéndole círculo,
deseando cargarlo y empezando a discutir el posible nombre del que ya a esa
hora tenía el hocico untado de leche. Mientras, el perrito nos observaba con
gesto altanero, y se paseaba gruñendo, quizá más por desprecio que por
camorra. Si la verdad es dicha, tenemos que aceptar que formamos una trifulca
merecedora de un Decreto de Estado de Sitio, llegando a incluir en el escándalo
a la flacura eterna de la tía Roquelina, que, pese a tener fama de lenguaraz, no
era partidaria de intervenir en polémicas de escasa cuantía. No puede afirmarse
cuánto tiempo estuvimos alimentando semejante algazara, lo cierto es que de
súbito, en el umbral de la puerta, apareció el tío cubriendo su abdomen con la
blancura temblorosa de una franelilla algodonada, y enrollando en su cuello de
porcino bien alimentado una toalla de cuadros pálidos. Parpadeó para instalarse
en la realidad, se frotó los ojos y luego se encaminó hacia nosotros. Se colocó,
en actitud de guerra, las manos en la cintura, y preguntó, como si estuviera
escupiendo, cuál era la razón de tanta bulla.
Nos miramos sorprendidos, temerosos, pues sus rabietas periódicas eran
proporcionales a sus kilos. De nosotros, nadie se atrevió a modular palabra.
Entonces intervino la tía Roquelina. Habló con su indefinible voz de
adolescente. "Estamos discutiendo qué nombre le ponemos al perrito que los
muchachos encontraron aquí en la sala" -dijo ella. La tensión bajó con las
primeras palabras de la tía. El tío se insertó en su cara hosca y nada dijo. Ella
continuó: "Juancito dice que le pongamos Chuchi; Antonio prefiere que lo
llamemos Chiqui; a Honorio le gusta Bay, y tu sobrino, no sé por qué, plantea
que lo nombremos Johnson. A mí cualquiera me parece bonito, son nombres
sencillos, así como él, y, además, lindos. ¿Tú que dices?". Mi tío Raulito estiró
su trompa, agachó la cabeza, se enroscó como un áspid, y rojo de la cólera nos
gritó:" iDescarados!... ¡El perro no lo encontraron aquí por arte de magia, ini se
va a llamar como ustedes quieren! El perro lo traje yo, mojándome, padeciendo
por él, es mío... y no se le va poner ningún nombre pendejo. El perro se llamará
"Elefante”. Oigan bien: iE-le-fan-te! ¿Entendido? “iElefante!”.

Su vozarrón hizo vibrar las paredes de la sala. Nosotros, sin cruzar palabra,
nos dirigimos al rincón del espejo de cuerpo entero, un tanto contritos, temiendo
aún un espasmo aplazado de las cóleras monumentales del tío. Él, en cambio,
se agachó para acariciar las diminutas orejas del gozque y decirle algunos
cariños que terminaron en el vocablo escogido: “iE-le-fan-te!”. El perro, tal vez
contento por el calor que desprendía la manaza que lo sobaba, penduló su rabo
puntiagudo y escaso. El tío esbozó la sonrisa de la victoria, dio media vuelta y
se encaminó al baño.

Mi tía Roquelina nos llamó para que tomáramos el café con leche y
masticáramos el pan duro del desayuno. En el ambiente se respiraba la guerra
casera, y una estela de tristeza había copado todos los espacios de nuestra
calurosa residencia de tercera, ubicada en un barrio del llamado sur de la ciudad.
Comimos en silencio, y nadie, contrariando la costumbre, pidió que le repitieran
la ración. Muy pronto oímos descorrer el cerrojo. Unos segundos y la barriga
del tío hizo su aparición. Venía frotándose la cabeza con la toalla, salpicando
de agua
todo lo que encontraba a su paso. Nosotros, ojos desparrama- dos, le seguimos
la lentitud de su itinerario. De pronto se detuvo en seco, como si lo hubieran
halado con una soga poderosa. Se agachó con una desusual agilidad y se quedó
mudo, mirando al piso, desdoblándose en un exótico gesto de humildad.
Nosotros nos levantamos de los taburetes y nos acercamos, con pasos medidos,
escrutando desde la distancia la dimensión del misterio. Llegamos, y ahí, muy
cerca de nuestros ojos, estaba tirado el perrito, como un inútil juguete en
miniatura, volteado como un trasto viejo, tieso, definitivamente muerto.
Absortos, reunidos en una solidaridad sin sonidos, nos inclinamos para
contemplar la pelambre inerte del callejero que ya había encontrado hogar.
Nuestros ojos reemplazaron a las palabras. La sorpresa nos dejó con las manos
colgando, y nadie se aventuró a colocarle en su costillar tendido los golpecitos
tristes de la despedida.
El tío, tumbando una lata que contenía una corpulenta mata de mafafa,
empujó su obesidad hacia el cuarto. No pronunció su acostumbrada maldición;
nada dijo. Se veía inyectado de un pesar sin atenuantes, de un dolor sincero.
Entró sin voltearse a mirar y cerró la puerta de un sólido portazo. A nosotros se
nos arrugó el corazón. Personalmente acepté que el tío, si bien era extravagante,
ahora había sido golpeado en el centro mismo de su cariño y estaba
auténticamente afligido. Un gordo afligido, iqué desastre! A nosotros también
nos alcanzó la melancolía. iPobrecito el perrito! La suerte que le tocó. Días más
tarde, cuando, sentados a la sombra de los mangos olorosos del patio,
mencionamos el tema del animal infortunado, todos, olvidando nuestras grescas
permanentes, llegamos a la desconcertante conclusión de que al perro lo había
matado el nombre. iNo más que el nombre! iMucho nombre! Muy pesado para
su estatura. Exageraciones del tío llamarlo “Elefante”.
EL AVIÓN Y EL GALLINAZO

En la profundidad azul del cielo, cerca del lado sur del Mar de las Tormentas,
un gallinazo escuálido y retrasado aleteaba su viaje rumbo al occidente
miserable, quizás a la búsqueda prematura de las primeras sombras del
atardecer.

No muy lejos de él, un gigantesco Jumbo 747, golpeado tenuemente en su


costado derecho por las luces de un sol moribundo, imponía su majestad al
espacio límpido, ilímite y silencioso.

Aunque iban en sentido contrario, el animal se le acercó y lo miró con ojos


melancólicos, y entonces creyó que ese inmenso aparato plateado con cola
tricolor no era más que la versión desarrollada y orgullosa de un gallinazo
exótico, tal vez amo y señor de otras tierras y de otros cielos.

En ese momento el gallinazo sintió envidia, envidia pura, llana envidia.

Mediante su lenguaje inarticulado, indescifrable aún para los más


avanzados dolicocéfalos humanos, le envió un cálido mensaje de saludo y
bienestar, y se dedicó a esperar.

El avión no contestó.
El gallinazo comprobó lo que había presentido desde el primer momento;
ese animal largo y panzudo con múltiples
ojos, empañados, diez veces más largo que la ballena que se tragó a Jonás,
era pretencioso, soberbio, definitivamente insoportable.

Sin embargo, creyendo en los resultados milagrosos de la tenacidad, envió


un nuevo mensaje, más conciso, en donde combinaba un insípido saludo con
una crítica velada pero traducible.

El gallinazo esperó.

El avión no contestó.

El gallinazo lo repitió clara y pausadamente para tener la certidumbre de


que en él no radicaba obstáculo para empezar la conversación.

El avión no contestó.

Ya en los límites de la rabia, sintiéndose olímpicamente despreciado por


un animal extraño de alas estáticas, el gallinazo desistió de establecer la
comunicación, y se dijo que en el mundo aéreo cualquier garza paticoja
creyéndose reina absoluta de los espacios se da el lujo de rechazar la amistad y
el compañerismo, lo cual, además de injusto, es torpe y absurdo.

El gallinazo serenó su marcha para contemplar al soberbio. El avión, mudo


y desentendido, prosiguió su camino.

En ese instante el gallinazo recordó que, muchos años atrás, le había oído
a su abuelo decir que los gallinazos aunque comieran carroñas también tenían
dignidad. Ese pensamiento lo reconfortó y se dijo que olvidaría al pedante
animal de costillar reluciente. Optó por continuar su vuelo ya con el crepúsculo
incendiándole la flexibilidad de las alas, alejándose cada vez más del tenebroso
Mar de las Tormentas.
No había superado la primera concentración de nuevos bríos cuando un
ruido violento que le hizo crepitar los huesos y que le pareció proveniente de la
garganta oscura de un animal gigante y milenario, invadió el espacio como si
fuera un aire maldito. El animal frenó su marcha y se volteó para mirar. En el
éter no había nada. Observó hacia abajo y allí encontró la respuesta: humo,
candela, explosiones, lamentos débiles y lejanos.

El galinazo dio la vuelta y se encaminó al lugar de la desgracia. Voló con


rapidez inusitada, percibió ardor en los músculos de sus alas, sintió la sangre
atropellarse en la rigidez de su pescuezo, Llegó con la respiración entrecortada
y pudo ver brazos y piernas humanos esparcidos por doquier, manchas oscuras
saliendo por las ventanilas, lenguas de candela consumiendo los restos
plateados, y, cubriéndolo todo, un profundo silencio de muerte.
El gallinazo, desesperado, confundido, envió un último mensaje, pidiendo
explicaciones y manifestando alarma. Se dedicó a revolotear mientras esperaba
la respuesta.
El avión no contestó.

El gallinazo entendió que la posibilidad de realizar el contacto se había


frustrado, y se sorprendió al comprobar que un animal tan majestuoso, al
parecer tan omnipotente, más veloz que cualquier otro, se hubiera destrozado
con sólo tocar tierra. Se dijo que él era oscuro, flaco, quizá feo, poco simpático,
pero carecía, para su bien, de ese defecto tan terrible. Por un minuto se sintió
feliz de ser eso: un simple gallinazo.
Más tarde, al escuchar el sonido macabro del fuego al elevarse hacia el
cielo, se olvidó que momentos antes se había sentido despreciado, humillado,
olvidado por ese animal caprichoso y débil que se consumía entre las llamas.
Ahora, planeando sin acoso, se sintió triste, realmente muy triste.

Lentamente fue tomando altura. Las sombras ya cubrían el mundo.

Él era un gallinazo rezagado.


EL CIRCO DE CIRIACO

El circo, pobre y con nueve personas, llegó a Las Flores un lunes después del
aguacero. Tenía dos payasos y un chivo al que llamaban Leonardo. Los payasos
eran viejos, repetitivos y cansones. El chivo, con una cinta roja en la cintura,
era la estrella del magro espectáculo: cruzaba por un aro encendido, saltaba
sobre una mesa, simulaba bailar el porro María Varilla. Los pocos asistentes lo
aplaudían entusiasmados y le contaban a todos los vecinos las audacias del
chivo color de miel y ojos de burro pequeño. En fin, el chivo Leonardo estaba
de boca en boca y permitió que el circo elevara el número de sus entradas. El
jefe de grupo, llamado el maestro Ciriaco, volvió a sonreír después de dos años
de amargura.
Pero la envidia nunca se ha ido del todo del corazón humano. Una
cuadrilla de vagos que bebían tragos los fines de semana, en le esquine de la
plaza, cometió la infamia. El sábado las tres funciones del circo estuvieron
repletas, y el grupo, cansado, se durmió a las once de la noche. En las primeras
horas de la madrugada, tres tipos que merodeaban por los alrededores,
rompieron el alambre de púas, entraron a la tolda donde estaba el chivo, le
amarraron el hocico y se llevaron al animal. Nadie en el circo se dio cuenta.

El chivo Leonardo fue sacrificado y convertido en un oloroso guiso que


estuvo listo a las siete de la mañana. Los vagos lo consumieron con yuca, lo
rociaron con ron y se ufanaron y rieron por su hazaña. Cuando, a las nueve, con
un sol esplendoroso en el cielo, se levantó la gente del circo, la tristeza fue
enorme al encontrar vacía la carpa del chivo. Lo buscaron durante tres horas
hasta que supieron la verdad.

El domingo y el lunes el personal se agolpó frente al circo. Nadie pudo dar


una esperanza o una explicación. El martes, en las primeras horas, el circo
levantó la carpa, ubicó sus enseres en tres enormes cajas que fueron colocadas
en tres mulas y partió del pueblo. Por un megáfono el maestro Ciriaco se
despidió de todos los habitantes de Las Flores; luego, el grupo marchó a pie.
Hasta los payasos iban silenciosos y tristes. Qué gran ausencia representaba el
chivo.
LA PERRITA DEL MECÁNICO

El hombre había llegado medio borracho, se quitó el pantalón y lo dejó colgado


del espaldar de la única silla que se hallaba en el comedor. El pantalón se resbaló
y cayó al suelo. En el suelo lo encontró la perrita de la casa y, con esa curiosidad
de animal primerizo, empezó a es curucutearlo. Logró sacar la billetera del
bolsillo de atrás, y al moverla varias veces la cartera se abrió y de su interior se
salieron varios billetes de diez mil pesos, parte del sueldo de este hombre de
clase media que pone sellos y revisados en una oficina bancaria de la ciudad.
Como la perrita no sabía de billetes ni de cuantías, con las patas y los dientes
despedazó cinco o seis de ellos. Luego de termina- do el juego, se fue a dormir
tranquila en una esquina de la sala.
El hombre se despertó a eso de las diez de la mañana y se levantó medio
mareado. Fue a tomar un vaso de agua y al pasar por el comedor encontró el
pantalón en el suelo y los billetes esparcidos y destrozados en el piso. La rabia
inundó el rostro del hombre. Un rictus de fiereza afectó la dureza de sus labios.
Entonces un grito terrible salió con ira de su garganta:
-iMaldita sea esta perra!
El grito despertó a su mujer y a su hijo de cinco años, Andresito, el dueño
del animalito. La perrita, a la cual todos le decían Perrita, era su compañera de
juegos, y entre los dos había una hermosa relación de amistad. Entonces,
alarmados por la bulla, todos salieron a ver qué pasaba. Primero, fue la mujer,
quien, con la cabeza aún llena de ganchos, se puso la mano en la boca,
despernancó los ojos y sólo atinó a decir:

-iAy, qué daño!

El hombre salió al patio a buscar la tranca que, atravesada, cerraba la puerta


del callejón. Cuando regresó, dispuesto a reventarle la cabeza a la perrita,
encontró a su hijito recogiendo los pedazos de billetes. El niño vio al padre con
el palo en la mano. Un estremecimiento recorrió el cuerpo del pequeño. El niño
intentó sonreírle al hombre, pero le salió un gesto de miedo. El hombre bajo la
tranca, se rascó la cabeza y tiró el palo con un mohín de desprecio. Sintió que
la furia se le atrancaba en la garganta, y, sin decir una palabra, caminó hacia su
cuarto.

-iMaldita perra! -volvió a gritar antes de cerrar la puerta.

Se acostó con los puños crispados. La rabia no lo dejaba dormir. Entonces


empezó a planear la venganza. Sus billetes no quedarían despilfarrados
impunemente. La maldita perra, chiquitica y todo, tendría que pagar por el
abuso. Imaginó y luego desechó varios planes. Quería acabar con el animal,
pero no quería lastimar a su hijo. Había que inventar una inteligente
estratagema.
El mediodía le llegó con el plan seleccionado.

-Hijo -llamó el hombre-, hijo, ven acá.

El niño acudió presuroso. Estaba algo tímido, pero no podía ignorar el


llamado de su padre. Se detuvo en la puerta. Empezó a morderse las uñas.
-Acércate -ordenó el padre. Te quiero contar algo: cuando un animal come
periódicos o billetes se puede intoxicar, enfermar y después morir, pues esa tinta
es venenosa.

- ¿Se puede morir la perrita? -preguntó el niño un tanto triste.


-Claro, ése es el peligro. Por eso tengo que llevarla de inmediato al
veterinario.
-Sí, llévala -dijo el niño. Y agregó: si quieres, voy contigo.
-No, no hace falta. Ese es un tratamiento muy largo y te puedes aburrir.
El hombre se bañó, se vistió y con rabia contenida agarró la perrita y la
amarró con un hico en la parte trasera de su viejo auto. El animalito lanzó varios
chillidos y en una ocasión intentó soltarse, pero al final se quedó quieto. Cuando
el padre arrancó, el niño lo vio partir y le hizo un gesto de despedida con su
mano derecha. Ahora sí no peligraría su perrita.

Cuando se vio en la calle, solo, sin la mirada o la presencia del hijo, el


hombre se sintió triunfador. Iría al basurero municipal y allí mataría a pedradas
a la desgraciada perra. Nadie podría salvarla. Así, pagaría el destrozo de sus
billetes, que, como se sabe, eran parte de su salario por revisar documentos y
poner sellos en una oficina bancaria de la ciudad.
El sol quemaba a todo dar y el calor era una bocanada que comenzó a
atosigarlo y a mojarle la camisa. Por ello se inclinó a bajar más el vidrio lateral
derecho del carro. Pero no tuvo suerte. El manubrio, cuando trató de moverlo,
se quebró y cayó al piso. Carajo, ahora ya tenía otro problema y esto no era
asunto
de él sino de un mecánico. Después de pensarlo dos veces, porque él era un
hombre que siempre pensaba más de una vez cualquier cosa, decidió
encaminarse hacia el taller de Arnulfo, que era su mecánico de confianza. Era
sábado y no quería pasar el fin de semana con el vidrio trabado, y, lo peor, con
semejante temperatura. La muerte de la perrita podría esperar un par de horas.
Arnulfo estaba arreglando el carburador de un campero y tocó aguardar un
rato. De vez en cuando el hombre le echaba un ojo al animal. La perrita, al verlo,
lo saludaba moviéndole el rabo, inocente del final que le esperaba. Arnulfo se
desocupó y en un abrir y cerrar de boca le cambió el manubrio a la puerta del
carro. Era un mecánico diestro y veterano. Luego, lo probó y el vidrio funcionó
a la perfección. Segundos antes de que el técnico diera por concluido su trabajo,
la perrita ladró desde el puesto de atrás. Arnulfo se sorprendió y le preguntó al
hombre si le habían regalado el animalito.
- ¿Regalado? -contestó el hombre. La voy es a matar -recalcó con renovada
furia.

- ¿Matar? -preguntó, entrecerrando los ojos, Arnulfo.

-Claro que sí, la voy a matar.

- ¿Tiene el mal de la rabia? -interrogó Arnulfo.

-Peor, me destrozó varios billetes de diez mil. Y, todavía con ira, comenzó
a narrar la historia.

Arnulfo escuchó todo sin parpadear y sin preguntar. Al terminar de contar lo


que él creía su desgracia, el hombre miró hacia su alrededor y al ver un trozo de
hierro como de cincuenta centímetros, dijo: “Ese pedazo de varilla gruesa me
servirá para matarla; con un solo golpe le parto el cráneo”. Arnulfo se quedó
mirándolo y algo dentro de él, más allá de carne y huesos, principió a revolverse,
a hervir como una sopa puesta en fogón de leña.
-Regálame ese pedazo de varilla -propuso el hombre.
-No puedo-dijo Arnulfo.
-Entonces, véndemela -insistió el hombre.
-No puedo-respondió Arnulfo.
- ¿Entonces qué? -inquirió el hombre.
-No, ni la vendo ni la regalo-dijo, terminante, Arnulfo.
El hombre hizo un gesto despectivo con los hombros. Se llevó la mano al
bolsillo derecho y preguntó:
-En fin, tú sabrás. Dime, cuánto te debo por el arreglo del manubrio.
-Nada-contestó Arnulfo.
- ¿Nada? -interrogó, confundido, el hombre.
-Nada-recalcó Arnulfo.
-No puede ser. Es tu trabajo.
-Sí, es mi trabajo. Pero hoy no vale nada.
-No puede ser; yo trabajo es para que me paguen, para ver y tener los
billetes. Qué sería del mundo sin dinero. No, no puede ser, cóbrame algo.
-Bueno, le cobraré: déjeme ese animalito.
- ¿La perra?
- ¿Es perra? Sí, déjemela, me paga con la perrita.
Al hombre una luz se le encendió en el alma. Una luz un poсо turbia. Si le
pagaba con el animalito, se ahorraría un dinero, pero a la vez dañaría el placer
de la venganza. El hombre, sin parpadear, miró a Arnulfo. Diversas ideas se
atropellaban en su mente. Experimentó un poco de rabia por el mecánico y lo
consideró un entrometido, aunque la propuesta no era del todo mala. Se evitaría
pagar algunos pesos y eso, para él, era algo

importante. Arnulfo miró al hombre como buscando una respuesta. Encontró


unos ojos duros, pero, a la vez, indecisos.
-Está bien -dijo el hombre. Pero sácala de una vez y no la tengas cerca de
mis ojos.

Arnulfo abrió la puerta trasera del auto y se acercó al gruñido defensivo de


la perrita. Con cuidado le desató el nudo del hico y la tomó entre sus manos. El
animalito ladró y trató de morderlo varias veces. Arnulfo, sin hacerle daño, le
cerró la boca y salió con ella para el pedacito de patio que quedaba detrás del
baño de bloques veteados de blanco. La amarró en el tronco de un roble que
empezaba a echar flores moradas.

El hombre, por su parte, prendió su carro y empezó a dar vueltas por la única
calle arborizada de la ciudad. Fue y vino. Se sintió algo derrotado. Su plan no
se había desarrollado plenamente. El infame animal seguía con vida. Lo que le
debía pagar al mecánico no compensaba el valor de los billetes destrozados.
Bueno, pero algo recuperaba, no perdía todo. Entonces decidió dar la última
vuelta y después regresar a su casa. Ya había pasado la hora del almuerzo y
sentía en la boca un sabor a cobre.

Cuando llegó a la casa y pitó, la mujer salió a abrirle la puerta. El niño la


acompañaba. El hombre se bajó del carro y caminó despacio. La mujer abrió
los brazos, pero el hombre eludió el abrazo. La mujer no se mostró afectada y
le dijo con alegría en el rostro:

-Mi amor, con Andresito pegamos todos los pedazos de billetes y quedaron
como nuevos.

- ¿Cómo nuevos?

-Sí, todos, se pueden usar sin ningún problema.

El hombre alargó el rictus. Era un gesto cercano a la alegría, pero todavía


no era la alegría. Quiso darle las gracias a su mujer,
pero la palabra le quedó atascada en el alma, o en un sitio parecido. Llegó a la
sala y vio los billetes ordenados, tiesos, y en verdad, como nuevos. El hombre
se sintió extraño, como si empezara a rasguñarlo la culpa o la tristeza. Intentaba
encontrarle una explicación a lo ocurrido, cuando la voz del hijo lo interrumpió:
- ¿Papá, y la perrita?
- ¿La perrita?
Uf, se le había olvidado la suerte del animalito, y debía encontrar de
inmediato una respuesta al niño.
- ¿La llevaste al veterinario? -reincidió Andresito.
-Ah, sí, claro. La llevé y tuvieron que quedarse con ella-dijo el hombre y se
contentó por lo que creyó su sagacidad mental. Y añadió: tienen que
desintoxicarla durante varios días.
-Pero si ella no se comió ni un pedazo de billete -dijo la mujer. Todos
estaban completos.
-No importa. Algo de esa sustancia se tragó y hay que curarla-aseveró con
fortaleza el hombre.
La mujer recogió los billetes, los ordenó y se los entregó al hombre. Éste
los tomó, los dobló, se los metió en el bolsillo de la camisa y estiró los labios
en actitud de desconcierto o desagrado. Bueno, por esto ya no habría problemas.
Una semana después el hombre decidió ir donde Arnulfo y pedirle que le
devolviera el animalito, decirle que se lo entregara, que ya todo estaba
solucionado. Pero Arnulfo le dijo que no se la devolvía, que sus hijos estaban
encariñados con la perrita, y que no quería hacerle ese daño a sus afectos. Y
que, además, la perrita era suya y no era un regalo, pues él se la había cambiado
por el trabajo que le hizo al manubrio dañado. El hombre invocó la vieja amistad
que había entre ellos, pero el mecánico no dio su brazo a torcer. El hombre, esta
vez sí,

regresó derrotado. Había querido remediar un error, pero se le había negado


esa posibilidad. Había llegado tarde a la enmienda.

Ahora lo difícil era qué decirle al hijo cuando día tras día le preguntara por
la suerte de la perrita. Y él, día tras día, tuviera que inventar una nueva mentira,
hasta que en cualquier momento le dijera la última: que la perrita, al no aguantar
el tratamiento, había amanecido muerta en la clínica veterinaria. Claro, ésa era
la solución. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Ésa sería la respuesta
definitiva. Así, creía él, todo volvería a la calma. En su familia y en su
conciencia.

Montería, diciembre 23-24 de 2004

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