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y otros cuentos de
lao
3a Edición
Editorial EL TÚNEL
JOSÉ LUIS GARCÉS GONZÁLEZ
EL ABUELO BIJAO
y otros cuentos de lao
3a Edición
Editorial EL TÚNEL
EL ABUELO BIJAO Y OTROS CUENTOS DE LAO
JOSÉ LUIS GARCÉS GONZALEZ
Cel:3135099504-E-mal: jlgarces2@yahoo.es
Montería-Córdoba-Colombia
TERCERA EDICIÓN: febrero de 2012
DISENO PORTADA: José Luis Garcés González
DIAGRAMACIÓN: Felicia Palomo Ávila
ILUSTRACIONES: Luisa y Valentina Garcés García
EDUARDO LANGAGNE
(Donde habita el cangrejo)
Caballero de otoño
Amós de Escalante
Jugamos con su barba fría. Nos deja frutos. Torna a andar con pasos lentos
y seguros como si no tuviera edad.
CAPÍTULO I:
EL PERRO NELSON
LA MARIPOSITA AZUL
EL PAJARITO DE LA LIBERTAD
VICTORINO Y REGALITO
EL LORO SIGIFRIDO
EL AVIÓN Y EL GALLINAZO
EL CIRCO DE CIRIACO
Una vez un niño le preguntó: “Abuelo Bijao, por qué camina de lao”. Y el
abuelo Bijao le respondió: “Oye niño, yo camino hacia delante, aunque parece
que es de lao, y si no te has dado cuenta, afila los ojos porque estás fregao”.
Y para completar dijo: “Mi caminao es así, no porque esté torcío o esté
pandiao. Camino así por lo mucho que he andao, por lo mucho que he mirao,
por lo mucho que he corregío y por lo mucho que he hablao".
Esa tarde todos se sentaron a la mesa. Había carne, verduras, arroz, plátano,
yuca y un plato con mangos. Manuelito se atareó con el arroz y encima le puso
un pedazo de yuca. Nada más.
-La carne se pudre y huele feo. Una vez vi una carne podrida que se la comía
un gallinazo.
Al otro día, al desayuno, el abuelo Bijao vio que Manuelito sólo comía queso
y un poco de café.
- ¿No te gusta el huevo frito? -le preguntó el abuelo Bijao.
-Ah...-dijo Manuelito.
Todos los niños hicieron diversos comentarios. Manuelito fue el único que
permaneció callado. A la media hora se fueron a dormir.
Cuando amaneció, a la hora del desayuno, Manuelito no se acercó a la mesa.
Salió para el cañaduzal y por allí demoró perdido toda la mañana. Al medio día
lo mandaron a buscar con un trabajador que montaba a caballo. Lo halló debajo
de un guarumo, pero Manuelito dijo que no tenía hambre y que prefería ir a
pajarear al maíz. Retrechero, no contestó a los llamados que su padre le hizo
cuando salió a buscarlo a las cuatro de la tarde. A la hora de la caída del sol, el
abuelo Bijao lo encontró montado en un palo de guásimo, contando pepas de
cabalonga.
-Nos sirven, que vamos a comer -dijo con autoridad el abuelo Bijao.
El abuelo Bijao rió con toda la cara. Rió como hacía rato no reía.
De inmediato todos, incluido Manuelito, empezaron a reír. Reían. Felices
reían.
Arriba, en el cielo, la luna comenzaba su loca carrera de luz.
EL PERRO NELSON
La historia era con un perro. Me dije: “Caramba, abuelo Bijao, nunca habías
visto nada parecido. Qué sorpresas te da la vida". El perro se llamaba Nelson.
Pero todos le decían, como si fuera una persona, con nombre y apellido, “el
Perro Nelson".
No era de muy alta estatura, pero era rollizo. De color rapé con unas líneas
amarillentas. De mirada huidiza, Nelson nunca caminaba: siempre iba a trote,
mirando y dejando de mirar. En El Floral todos conocían sus hazañas. Era
temido por algunos; admirado por otros. Y todo porque Nelson salía de su
vereda llamada Mata de Maíz, cruzaba el río Sinú y llegaba a El Floral. Pero no
llegaba a pasear o a comer desperdicios de la carnicería del viejo Luis. Por el
contrario, venía exclusivamente a buscar pelea. Pelea con los perros de El
Floral.
Y así, se armaban unas peloteras tremendas. En la Plaza de la Cruz, en la
Calle de los Cinco Santos, en los patios de las casas, porque Nelson era tan
osado que, cuando un perro se le escondía, se metía a las casas a armar sus
trifulcas. No respetaba a nada ni a nadie. Yo con estos ojos que han mirado
tanto, lo vi entrar en el dormitorio de la señora Estebita Martínez, la que tiene
la pierna de palo, y pelear allí con el perro El Mango, metiéndose por debajo de
la cama, tumbando asientos, mesas, rompiendo un espejo y quebrando una
tinaja arachera.
Nelson venía a pelear a El Floral sólo los martes y los sábados: por su
cumplimiento, parecía una persona responsable. Y llegaba sin importarle que
en la pelea anterior le hubieran mordido una oreja o le hubiesen arrancado un
pedazo de piel, porque Nelson algunas veces salía mal librado. No perdía, pero
los otros perros, especialmente cuando le caían dos o tres, le hacían daño. Con
decirles que en una ocasión le cortaron la punta del rabo y esa herida se le puso
maluca. Sin embargo, Nelson se curó restregándose en el barro prieto de la
barranca del río.
Cuando el viejo Luis se dio cuenta de que las peleas de Nelson iban para
largo, le propuso al Inspector de Policía, al dueño de la tienda “A mi mamá que
le mande” y a otros amigos del pueblo, que atraparan al perro y lo pusieran a
pelear en el redondel de la gallera Pico de Oro. Así, cobrarían por las entradas,
exigirían un porcentaje de las apuestas y con ese dinero podrían pagar todos los
daños que el perro había hecho en El Floral.
El proyecto funcionó de inmediato. Un martes, seis hombres con una
atarraya, atraparon a Nelson, después de un forcejeo de dos horas. Lo cogieron
cansado, le pusieron un bozal y lo amarraron en un roble que estaba en el patio
de la inspección. La noticia se difundió por todos los pueblos y veredas.
Imagínense, que para la primera pelea le trajeron a Nelson perros de Hueso,
Tres Marías, Santa Clara, El Balsal, Aguas Negras y Patio Barrido.
El perro Nelson
De esta forma, amigos, el perro Nelson inició su carrera de perro peleador en
la gallera de El Floral. El viejo Luis se convirtió en su apoderado. Lo
alimentaba, lo bañaba, lo sacaba a pasear por las tardes. Así, Nelson hizo
muchos amigos y se convirtió en el héroe del pueblo. En cinco años hizo 253
peleas y las ganó todas. Con las ganancias que dejó su actividad de peleador se
arreglaron las calles de El Floral, se instaló la luz eléctrica y se terminó de
construir la escuela para niños de primaria.
Una mañana el viejo Luis no lo encontró amarrado al roble. De inmediato se
dedicó a investigar. Unos pescadores dijeron que lo habían visto, muy de
madrugada, cruzar el río rumbo a su vereda. En esos días el Sinú creció, se
produjeron inundaciones y nadie puede pasar al otro lado. Nunca más se supo
de él. Durante varios meses la gente anduvo melancólica y el nombre del perro
Nelson, peleador invencible y luego animal benefactor y generoso, fue dado a
la plaza del pueblo. Ahora, el viejo Luis, su antiguo apoderado, y otros vecinos,
le mandaron a hacer una estatua.
Tío Andrés lo agarró por el brazo y se lo llevó para la sala. Yo, que estaba
en mi cuarto cambiándome de camisa, entreabrí la puerta y me dediqué a
escuchar ya mirar.
-Ah... mal hecho -dijo Francisco. Y agregó: -Me gustaría bailar con una
muñeca de pelo rojo y ojos azules, y llevarla a tomar jugo a mi mesa.
- iLo peor!
- iLo peor?
Yo, que escuchaba desde el cuarto vecino, vi que Francisco y tío Andrés
salían por la puerta del patio. No pude con la curiosidad y, con precaución, me
les fui detrás. A los quince minutos llegaron. Me escondí entre unas matas de
bonche y pude ver que Francisco quería devolverse, pero tío Andrés lo agarraba
fuerte por la mano.
sorpresa.
-No sólo se ven, sino que están vivos. Esos son los muñecos que mañana
volverán a ser niños y regresarán a sus casas. Ya cumplieron 25 años de castigo.
a tío Andrés, agregó: -Pero también tienen algo de misteriosos. Algo que me da
miedo.
-Nada. Estoy esperando a una amiga para leer este libro. Nos lo pusieron
de tarea.
-iAjá!, dijo el abuelo Bijao, al tiempo que echaba un ojo por todo el
perímetro del parque. Luego agregó:
La niña Leonor leyó durante una hora para el abuelo Bijao. El viejo
mantuvo la atención, lo cual le gustó a la niña. Cuando cerró el libro, ella le
preguntó:
- ¿Le pareció interesante la historia de la mariposita azul?
-Muy interesante. iMe gustaría ser mariposita azul! -dijo el abuelo Bijao.
- ¿A usted? No, déjeme ser a mí. Yo quiero ser la mariposita azul. Los
viejos no pueden ser mariposas sino cucarrones.
-Pero, ¿no dijiste que no te gustaba leer? -preguntó, pícaro, el abuelo Bijao.
-Guárdemelo-dijo.
A mi madre (q.e.p.d.).
1993
EL ABUELO BIJAO Y LOS PÁJAROS
En más de una ocasión se le vio lanzarse desde las ramas de los palos de
mango. Abría los brazos y caía de pie. No se puede decir que flotaba como un
pájaro, pero, al caer, no se estropeaba. Si acaso se le doblaba alguna de sus
abarcas. Nada más.
En verano, el abuelo Bijao inventaba un silbido tan seductor que, por las
tardes debajo de un palo de guásimo, convocaba a todos los pájaros de la región.
Se daba una especie de asamblea de pájaros. Allí acudían mochuelos,
picogordos, toches, chamarías, carpinteros, cocineras, azulejos y otros, hasta
loros y pericos.
Entonces, el abuelo Bijao se colocaba la mano derecha en la boca y estiraba
los dedos y hacía como si estuviera tocando una trompeta. De inmediato
empezaba a silbar y a mover los dedos y a girar la cabeza. Los pájaros se
quedaban paralizados. El abuelo Bijao interpretaba todos los gorjeos y lo hacía
sin des- cansar.
En una de esas asambleas el abuelo Bijao les hizo a los pájaros la única
recriminación que, hacia ellos, saldría de sus labios.
-Están dañando inútilmente los frutos. Los picotean, los dañan por
pedazos y los. abandonan. No me. gusta que los pájaros actúen así.
-Casi siempre lo hemos hecho así y nadie nos había criticado -dijo una
chamaría.
-Bueno, ya es hora de cambiar-ordenó el abuelo Bijao.
-No veo qué mal hacemos. Peor lo hacen las iguanas, que se comen las
hojas, las ramas tiernas y los frutos verdes -dijo, orgulloso, un toche.
-No te sigas por lo que hacen los otros -reprochó el abuelo Bijao.
-No es eso. Quiero que coman lo suficiente, pero que no desperdicien. Vean
lo que han hecho en la finca de don Anselmo. Casi todos los mangos los han
picoteado y los han dejado inservibles.
-Hoy te has vuelto criticón, abuelo -dijo un loro que había permanecido
callado.
-Nada de criticón. Lo que pasa es que no es bueno que desperdicien los
frutos. Cuando no haya, entonces sufrirán y pasarán hambre.
-No sólo se acabarán. Sino que, también, pueden acabarse los vegetales,
las plantas, los árboles todos.
-No puede ser-dijo una chamaría.
-Claro que puede llegar a ser. Y lo que es peor: si los árboles se acaban,
ustedes perderán el color de sus alas; si las flores se acaban ya no habrá más
rojos, azules, amarillos, verdes, rapés, en fin.
-Uy, uy -dijo una palomita torcaza-, se vería como un pájaro desnudo, como
un pájaro encuero. Feo. Feo.
-Exacto, palomita torcaza -dijo el abuelo Bijao -Esos pájaros serían los
animales más feos.
Todos los animales se quedaron mirando al abuelo Bijao. El silencio fue
total. El viejo sabio empezó a montarse en el palo de guásimo donde estaba
recostado. Y se montó tan rápido que, al parecer un muchacho de quince años,
dejó sorprendidos a sus alados amigos. Y la sorpresa fue mayor cuando lo
vieron alcanzar la copa del árbol, emitir un gorjeo hermosísimo y lanzarse a los
aires como si fuera otro pájaro más.
mayo de 1995
EL ABUELO BIJAO Y LA LLUVIA
15 de agosto de 1995
EL ABUELO BIJAO AGARRÓ UN RELÁMPAGO
POR LA COLA
Con el relámpago entre la mano, el abuelo Bijao empezó una lucha tenaz.
El relámpago corcoveaba como un mulo cerrero. El viejo, para asegurarse, lo
agarró, también, con la otra mano. Y entonces sí empezó el combate. El
relámpago a soltarse, y el abuelo Bijao a no dejarlo zafar. La fuerza del
relámpago lo arrastró cerro abajo, lo reventó contra varias rocas, lo estrelló
contra un árbol de guásimo, pero el viejo, sacando todas sus fuerzas, no lo
soltaba. Recordó su tiempo de coleador de gana- do. Fue una confrontación de
gigantes.
- ¿Y se curó?
-Claro, con lágrimas de matarratón.
-Ah, muy bien.
-Y si no te hubiera visto, te hubiera olido. Tengo más olfato que un tigre.
El muchacho se acercó y lo abrazó. El abuelo Bijao sintió la fortaleza de
sus brazos. Lo apretaba tanto como dicen que 'aprieta un oso. Cuando se
separaron, el viejo lo pudo observar bien: la ropa la tenía hecha trizas, las
abarcas estaban cruzadas de nudos y amarradas con bejucos, la mochila casi no
tenía fondo y en la mano derecha le colgaba un pedazo de machete tan delgado
que parecía un cuchillo casero demasiado trajinado.
- ¿Cuándo?
-Y te voy a dar otro consejo: en medio de la tierra que vas a cultivar, que
puede ser la que queda aquí a la derecha después del cayo de plátano, siembra
un palo de mango, para que crezca y dé sombras y dé frutos. Esa siembra es
obligatoria en esta tierra.
Montería,2005-2006
JUEGO DEL ABUELO BIJAO
EI abuelo Bijao conocía la razón de los árboles. Conocía sus relaciones, sus
virtudes, sus secretos. Y todo esto lo proclamaba en un estribillo o en un verso
con rima. Un día, en la Plaza de la Libertad, rodeado de niños, sentado en un
tronco y agarrado de su bastón, empezó sonriente el interesante juego:
El Polvillo-decía un niño.
El Cedro.
El Matarratón.
La Teca.
El Caucho.
El Camajón.
El abuelo Bijao no se las da. Es. Por las mañanas, protegido con su
sombrero concha e' jobo, está en la siembra del maíz, ya sea limpiando,
recogiendo o pajareando. A mediodía se encuentra en los campamentos donde
los campesinos y jornaleros van a almorzar y a esperar que baje un poco el
tremendo sol de la una de la tarde: allí el abuelo Bijao vigila que nadie se quede
sin comida y que todos, al regresar al campo, lleven lleno de agua el calabazo
de jareta. Por la tarde, cuando la brisa reinicia la fiesta, el abuelo Bijao se quita
el sombrero y anda feliz por trochas y caminitos, silbando y tirando hacia arriba
a "Simón Guayaba".
Por las noches, vigila. Cuando llegan las sombras, el abuelo Bijao se viste
lo vean, merodea por las casas, evita que se acerquen los animales dañinos y los
personas y las cosas. Los espíritus del mal nada pueden contra el abuelo Bijao,
de día, se recuesta en una barranca seca del río, en unas rocas rojas de la costa
No se cae. Los brazos los recoge en la mitad del abdomen y duerme con los ojos
EI hombre tenía inconmensurable su corazón. Por ello, cuando iba por las
calles, cuando entraba a las casas, cuando transitaba por los caminos rurales, o
cuando contemplaba los árboles, los pájaros o el río, iba dejando su corazón.
Uno de sus tantos corazones.
Iba por una calle concurrida y de pronto veía a una linda muchacha con el
cabello estremecido por el viento, entusiasmado abría su pecho, sacaba su
corazón, se lo metía al corpiño de la hermosa mujer y proseguía su camino. Si
en cualquier esquina del suburbio se encontraba a varios niños durmiendo sobre
periódicos, el hombre se conmocionaba, se sacaba un corazón, se los dejaba
como pan recién horneado y proseguía
su camino. Cuando en la Avenida del Río de súbito lo sorprendía el
crepúsculo, él se quedaba largo rato contemplándolo, y, entonces, nostálgico,
se sacaba un corazón, lo lanzaba hacia el color anaranjado del poniente y
proseguía su camino. En algunas ocasiones, para amainar el calor, se paseaba
por los barrios con aceras sembradas de laureles, cauchos, palmeras, abetos,
higos, pimientos y si de improviso escuchaba el gorjeo de los pájaros entre el
follaje, paralizaba su marcha, se ensimismaba un rato, luego se sacaba su
corazón, lo colocaba como tributo entre las ramas y proseguía su camino.
Su historia se esparció con la velocidad de la luz. Ahora a su casa iban los
enamorados, los desahuciados, los decepcionados, los engañados, los
melancólicos, los tristes, los escépticos, y él a todos los atendía y a los que los
necesitaban les regalaba corazones. Por las tardes, centenares de niños le
llevaban flores y se agolpaban a su puerta, y él, en reciprocidad, seleccionaba a
los más correctos y estudiosos, y regalaba en cada sesión tres o cuatro
corazones.
A las pocas semanas vinieron gentes de otras ciudades y de otros países.
Intrigados por tan extraño personaje y por tan exótico regalo, comprobaron que
el hombre ciertamente regalaba millares de legítimos, rojos y palpitantes
corazones.
Mas en una ocasión, uno de los visitantes venido de un país del Norte,
mientras mascaba tabaco, le planteó una duda a sus compañeros de excursión:
“Imposible, no puede tener tantos corazones. Debe ser un truco; si no, hubiera
muerto desde la primera donación". Pero un niño del lugar que lo escuchaba
metido casi entre las piernas de uno de esos grandulones, lo corrigió: "Se
equivoca, señor, él regala corazones de verdad. Quien regala el corazón siempre
tendrá más corazones".
EL PAJARITO DE LA LIBERTAD
un escándalo en el cielo".
WILLIAM BLAKE
EI pajarito, un canario de poca edad, aún no del todo amarillo, golpeó esa
noche el techo de zinc de la casa donde Manuel vivía con su mamá desde seis
meses atrás, desde que su padre, llamado también Manuel, se había marchado a
conseguir suerte a Venezuela.
La mamá se extrañó por el ruido persistente que venía del zinc, a esa hora
iluminado y frío. Ella se imaginó la presencia de algunos ratones hambrientos
o de algún gato vagabundo. Nunca pensó en un pájaro nocturno que, confundido
quién sabe por qué razones, brincaba en la tiranta divisoria que sostenía el techo.
Los dos, Manuel y la mamá, dirigieron los ojos al ruido.
Ahí estaba un pajarito cubierto por un amarillo indeciso, recorriendo el
listón y chocando su cabeza contra el zinc. Se veía desesperado, como si
estuviera ciego, dejado escapar unos débiles chillidos. No es difícil suponer. que
se sentía extraño, transportado a un ámbito lejano de su mundo.
Manuel fue al patio semioscuro y trajo la escalera. La recostó a la pared sin
repello, montó con la habilidad que le permitían sus doce años y estiró su mano
derecha hacia el canario.
El pajarito logró evadir los cinco dedos abiertos.
Manuel le lanzó un nuevo manotazo. El pajarito se desplazó. hacia la
izquierda.
Manuel miró a su madre. La madre miró a Manuel.
El muchacho extendió todo el brazo en búsqueda desesperada. El pajarito
chilló, trató de acurrucarse, luego se corrió a su derecha, después a su izquierda,
y quedó exactamente en la concavidad de la mano de Manuel.
El muchacho bajó con su trofeo. Una risita de victoria le alargaba el labio
inferior.
Una jaula oxidada, pintada de un verde en retroceso, le dio cabida al
canario. El pajarito miró durante largo rato su nueva morada. Giró su cabeza en
gesto inequívoco de orientación. Manuel condujo la jaula a la penumbra de una
esquina y la colocó encima de un armario que contenía trastos viejos.
Allí permaneció durante una semana. Nunca ensayó un gorjeo. Allí,
Manuel, se dio cuenta de que el pajarito cojeaba de la pata izquierda.
El descubrimiento le afectó su victoria, llegó a preguntarse si él había sido
el causante de ese doloroso accidente y se sintió poseído por una sorpresiva
melancolía.
Manuel sintió el hilo frío del terror descenderle por sus piernas. Bajó del
mango. Vio al animalito espaturrado, quieto, silencioso, tirado como una piedra
más. En esos momentos escuchó que empujaban la puerta. Manuel, con sudor
en la frente, 'con ardor en el estómago, miró al pajarito. Miró la jaula vacía y
oxidada que colgaba de su mano izquierda. Miró hacia la puerta. Miró al
pajarito. Escuchó los pasos cercanos de su madre.
VICTORINO Y REGALITO
Después de la muerte del gato Victorino mi hermana Noralina quedó muy triste.
Ella estaba encariñada con ese gatico amarillo con rayas blancas que le
maullaba como saludo cada vez que regresaba del colegio. Una mañana un carro
anónimo atropelló a Victorino y lo dejó tirado en la calle, frente a la puerta de
la casa. De allí lo recogió mi mamá, lo llevó a su cuarto, lo examinó y le puso
diversos emplastos contra los golpes.
Victorino no se recuperó.
Al otro día trajeron a un veterinario amigo, quien lo miró, lo palpó y
concluyó que Victorino tenía graves lesiones internas. Mi hermana se desesperó
y se dedicó a atenderlo y a estar todo el tiempo a su lado. Victorino se quejaba,
levantaba la cabeza como buscando a alguien y dejó de comer. Toda la casa se
trastornó con el accidente del gatico. Se le pusieron hojas contra los golpes,
inyecciones y se le dieron tomas a la fuerza. Todo fue en vano. Al tercer día,
Victorino amaneció muerto.
-No, no me debe nada -dijo Noralina, un segundo antes de que dos lágrimas
resbalaran de sus ojos.
-Pero niña...
Desde ese día han pasado tres meses. Noralina reafirma que no volverá a
recoger ningún animalito que llegue a la casa o encuentre en la calle, como pasó
con Victorino y Regalito. Se ve muy triste. Muy melancólica. Pero yo no le
creo. Cualquier día aparece con otro. Porque en verdad, ella, es de muy buen
corazón.
A Jonathan Tittler
EI viejo Rodrigo tenía varios loros en su casa del sur de la ciudad. Hacían
bochinche, peleaban, pedían comida. Un día llegaron a despedirse los
Salamanca, una familia amiga que viajaba a Estados Unidos. El viejo Rodrigo
miró a Sigifrido y se le iluminó su mente: le propuso a la familia que se llevaran
a Sigifrido para que aprendiera a hablar inglés. La familia aceptó.
A los dos meses otra carta le decía que Sigifrido continuaba atento a todas
las conversaciones, pero que aún no pronunciaba palabra. El viejo se dijo que
Sigifrido estaba captando todo y que cuando se pusiera a hablar sería un torrente
incontenible. Así se lo dijo, entre otros, al loro Manuelito y a la lora Margarita,
los cuales se alegraron: itendrían un colega bilingüe!
A los seis meses otra carta decía que Sigifrido seguía escuchando.
"Caramba, se dijo Rodrigo, se ha vuelto sabio y filósofo el Sigifrido. Qué cosas
tiene la vida, caballero".
A los dos años, el loro Sigifrido seguía sin pronunciar palabra: ni en inglés
ni en español. El viejo Rodrigo desesperó, y mandó a que le regresaran su
animal.
El loro llegó y casi no conocía a nadie. Miró a todos los loros y loras. Miró
al viejo Rodrigo y no dio ninguna señal de amistad. El viejo le habló y Sigifrido
dio muestras de no entender nada. Muy triste se puso Rodrigo. Cuando el loro
Manuelito, disgusta- do por el silencio orgulloso de su otrora colega, le empezó
a insultar y mostró deseos de castigarlo, Sigifrido abrió sus alas y comenzó a
responder en inglés. Habló y habló, sin control ni mesura. Nadie lo entendía,
pero él seguía parloteando. Ufano y vanidoso continúa hablando sin parar. El
viejo Rodrigo de nuevo está triste, pues su loro olvidó el español. O se niega a
hablarlo. Yellos, ni mú del inglés.
POR CUESTIÓN DE NOMBRE
Esa madrugada de mayo, estropeada por una lluvia caprichosa que estuvo
golpeando el zinc del techo durante toda la noche, mi tío Raulito, que de
diminutivo no tenía nada pues la anchura de su porte hacía recordar las neveras
de palo de las fiestas de corraleja de principios de siglo, llegó a casa con unas
copas encima, silbando una nostálgica canción de Daniel Santos y guardando
en su sobaco derecho un paquete hecho con dos arrugadas hojas de papel
periódico. Decidió no buscarle la lengua a mi tía Roquelina, su mujer, y
depositó en un rincón de la sala, cerca del florero de barro comprado en San
Sebastián, su carga, que al sentirse en tierra firme y amparada de la lluvia, se
sacudió con pereza, botó el papel y dio dos lentos y dudosos pasos: era un perrito
de mala pelambre, que en un tiempo fue de color negro, hocico levantado, flaco
hasta el límite del hueso, con un máximo de diez centímetros de alzada: un
chihuahua frente a él era un verdadero y temible gigante.
Su vozarrón hizo vibrar las paredes de la sala. Nosotros, sin cruzar palabra,
nos dirigimos al rincón del espejo de cuerpo entero, un tanto contritos, temiendo
aún un espasmo aplazado de las cóleras monumentales del tío. Él, en cambio,
se agachó para acariciar las diminutas orejas del gozque y decirle algunos
cariños que terminaron en el vocablo escogido: “iE-le-fan-te!”. El perro, tal vez
contento por el calor que desprendía la manaza que lo sobaba, penduló su rabo
puntiagudo y escaso. El tío esbozó la sonrisa de la victoria, dio media vuelta y
se encaminó al baño.
Mi tía Roquelina nos llamó para que tomáramos el café con leche y
masticáramos el pan duro del desayuno. En el ambiente se respiraba la guerra
casera, y una estela de tristeza había copado todos los espacios de nuestra
calurosa residencia de tercera, ubicada en un barrio del llamado sur de la ciudad.
Comimos en silencio, y nadie, contrariando la costumbre, pidió que le repitieran
la ración. Muy pronto oímos descorrer el cerrojo. Unos segundos y la barriga
del tío hizo su aparición. Venía frotándose la cabeza con la toalla, salpicando
de agua
todo lo que encontraba a su paso. Nosotros, ojos desparrama- dos, le seguimos
la lentitud de su itinerario. De pronto se detuvo en seco, como si lo hubieran
halado con una soga poderosa. Se agachó con una desusual agilidad y se quedó
mudo, mirando al piso, desdoblándose en un exótico gesto de humildad.
Nosotros nos levantamos de los taburetes y nos acercamos, con pasos medidos,
escrutando desde la distancia la dimensión del misterio. Llegamos, y ahí, muy
cerca de nuestros ojos, estaba tirado el perrito, como un inútil juguete en
miniatura, volteado como un trasto viejo, tieso, definitivamente muerto.
Absortos, reunidos en una solidaridad sin sonidos, nos inclinamos para
contemplar la pelambre inerte del callejero que ya había encontrado hogar.
Nuestros ojos reemplazaron a las palabras. La sorpresa nos dejó con las manos
colgando, y nadie se aventuró a colocarle en su costillar tendido los golpecitos
tristes de la despedida.
El tío, tumbando una lata que contenía una corpulenta mata de mafafa,
empujó su obesidad hacia el cuarto. No pronunció su acostumbrada maldición;
nada dijo. Se veía inyectado de un pesar sin atenuantes, de un dolor sincero.
Entró sin voltearse a mirar y cerró la puerta de un sólido portazo. A nosotros se
nos arrugó el corazón. Personalmente acepté que el tío, si bien era extravagante,
ahora había sido golpeado en el centro mismo de su cariño y estaba
auténticamente afligido. Un gordo afligido, iqué desastre! A nosotros también
nos alcanzó la melancolía. iPobrecito el perrito! La suerte que le tocó. Días más
tarde, cuando, sentados a la sombra de los mangos olorosos del patio,
mencionamos el tema del animal infortunado, todos, olvidando nuestras grescas
permanentes, llegamos a la desconcertante conclusión de que al perro lo había
matado el nombre. iNo más que el nombre! iMucho nombre! Muy pesado para
su estatura. Exageraciones del tío llamarlo “Elefante”.
EL AVIÓN Y EL GALLINAZO
En la profundidad azul del cielo, cerca del lado sur del Mar de las Tormentas,
un gallinazo escuálido y retrasado aleteaba su viaje rumbo al occidente
miserable, quizás a la búsqueda prematura de las primeras sombras del
atardecer.
El avión no contestó.
El gallinazo comprobó lo que había presentido desde el primer momento;
ese animal largo y panzudo con múltiples
ojos, empañados, diez veces más largo que la ballena que se tragó a Jonás,
era pretencioso, soberbio, definitivamente insoportable.
El gallinazo esperó.
El avión no contestó.
El avión no contestó.
En ese instante el gallinazo recordó que, muchos años atrás, le había oído
a su abuelo decir que los gallinazos aunque comieran carroñas también tenían
dignidad. Ese pensamiento lo reconfortó y se dijo que olvidaría al pedante
animal de costillar reluciente. Optó por continuar su vuelo ya con el crepúsculo
incendiándole la flexibilidad de las alas, alejándose cada vez más del tenebroso
Mar de las Tormentas.
No había superado la primera concentración de nuevos bríos cuando un
ruido violento que le hizo crepitar los huesos y que le pareció proveniente de la
garganta oscura de un animal gigante y milenario, invadió el espacio como si
fuera un aire maldito. El animal frenó su marcha y se volteó para mirar. En el
éter no había nada. Observó hacia abajo y allí encontró la respuesta: humo,
candela, explosiones, lamentos débiles y lejanos.
El circo, pobre y con nueve personas, llegó a Las Flores un lunes después del
aguacero. Tenía dos payasos y un chivo al que llamaban Leonardo. Los payasos
eran viejos, repetitivos y cansones. El chivo, con una cinta roja en la cintura,
era la estrella del magro espectáculo: cruzaba por un aro encendido, saltaba
sobre una mesa, simulaba bailar el porro María Varilla. Los pocos asistentes lo
aplaudían entusiasmados y le contaban a todos los vecinos las audacias del
chivo color de miel y ojos de burro pequeño. En fin, el chivo Leonardo estaba
de boca en boca y permitió que el circo elevara el número de sus entradas. El
jefe de grupo, llamado el maestro Ciriaco, volvió a sonreír después de dos años
de amargura.
Pero la envidia nunca se ha ido del todo del corazón humano. Una
cuadrilla de vagos que bebían tragos los fines de semana, en le esquine de la
plaza, cometió la infamia. El sábado las tres funciones del circo estuvieron
repletas, y el grupo, cansado, se durmió a las once de la noche. En las primeras
horas de la madrugada, tres tipos que merodeaban por los alrededores,
rompieron el alambre de púas, entraron a la tolda donde estaba el chivo, le
amarraron el hocico y se llevaron al animal. Nadie en el circo se dio cuenta.
-Peor, me destrozó varios billetes de diez mil. Y, todavía con ira, comenzó
a narrar la historia.
El hombre, por su parte, prendió su carro y empezó a dar vueltas por la única
calle arborizada de la ciudad. Fue y vino. Se sintió algo derrotado. Su plan no
se había desarrollado plenamente. El infame animal seguía con vida. Lo que le
debía pagar al mecánico no compensaba el valor de los billetes destrozados.
Bueno, pero algo recuperaba, no perdía todo. Entonces decidió dar la última
vuelta y después regresar a su casa. Ya había pasado la hora del almuerzo y
sentía en la boca un sabor a cobre.
-Mi amor, con Andresito pegamos todos los pedazos de billetes y quedaron
como nuevos.
- ¿Cómo nuevos?
Ahora lo difícil era qué decirle al hijo cuando día tras día le preguntara por
la suerte de la perrita. Y él, día tras día, tuviera que inventar una nueva mentira,
hasta que en cualquier momento le dijera la última: que la perrita, al no aguantar
el tratamiento, había amanecido muerta en la clínica veterinaria. Claro, ésa era
la solución. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? Ésa sería la respuesta
definitiva. Así, creía él, todo volvería a la calma. En su familia y en su
conciencia.