Está en la página 1de 23

Lección 1.

El Derecho Constitucional español. Origen y características de la Constitución.

1. LAS NOTAS DEFINITORIAS DE LA CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1978.

La Constitución española de 1978 se inserta en la ya larga tradición que se inicia en la Constitución de 1812 (si dejamos
de lado la de 1808, de dudosa vigencia) y que, en múltiples intentos, ha tratado de organizar a la comunidad política
española, de acuerdo con criterios que asegurasen la ordenación estable de los poderes públicos y la libertad de los
ciudadanos. Esta tradición se ha visto rota en reiteradas ocasiones, al verse sustituido el orden constitucional por
períodos de poder personal; el último y más prolongado de los cuales fue el que va desde 1936, año en que se produjo
la sublevación militar frente a la Segunda República Española, hasta la iniciación del proceso constituyente que culmina
en la vigente Constitución.

La actual norma constitucional recoge elementos propios de esa tradición, así como de la común tradición
constitucionalista europea y americana; pero también viene a añadir elementos nuevos, fruto de la experiencia
histórica propia y ajena. En la línea de las Constituciones históricas, la Constitución de 1978, desde una perspectiva
material, ordena los elementos fundamentales de la estructura política del Estado, aunque con mucha mayor amplitud
que los anteriores textos constitucionales; y, también dentro de la tradición constitucionalista, lleva a cabo esa
ordenación, desde la perspectiva formal, mediante un texto legal único al que se le confiere una especial rigidez, en la
línea de las Constituciones «progresistas» de 1812, 1869 y 1931.

No obstante, la Constitución de 1978 supone una cierta innovación en el constitucionalismo español, al menos en dos
aspectos: por un lado, el referente a su dimensión ideológica; por otro, a su pretensión de ostentar fuerza jurídica
vinculante.

a) En cuanto a la dimensión ideológica, la Constitución, ciertamente, participa de la característica esencial del


constitucionalismo, esto es, la previsión de un orden político que tiene una finalidad específica, la garantía y protección
de la libertad: en los términos del breve preámbulo a la Constitución norteamericana de 1787, «asegurar las
bendiciones de la libertad para nosotros y nuestra posteridad». Por ello, recoge el rasgo común de todas las
Constituciones españolas, moderadas o progresistas, consistente en estructurar el orden político, estableciendo, en
los términos clásicos del art. 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, «la separación de
los poderes y la garantía de los derechos de los ciudadanos». Pero, a diferencia de las Constituciones anteriores, la de
1978 viene a proclamar, expresamente, y con alguna extensión, las finalidades que persigue la comunidad política y
los principios y valores en que debe fundarse la convivencia. Esta proclamación se lleva a cabo, primeramente, en el
Preámbulo constitucional, separado de la parte dispositiva del texto; pero los puntos de ese Preámbulo se ven
reiterados y ratificados a lo largo de todo el articulado. La Constitución se configura así, como se verá con más
amplitud, no sólo como una norma organizativa de instituciones y garantizadora de derechos, sino también como un
sistema de valores. El artículo 3 del Código Civil recoge la regla general de interpretación de que las normas han de
interpretarse atendiendo a «su espíritu y finalidad». Pues bien, la Constitución española de 1978 trata de precisar ese
espíritu y finalidad, proclamando no sólo los valores propios del constitucionalismo clásico (libertad, igualdad, Estado
de Derecho) sino también los propios del Estado social, y, de acuerdo con las circunstancias de nuestro tiempo,
propugnando «el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los pueblos de la
tierra».

b) A este reforzamiento del elemento ideológico-valorativo en la Constitución se une otra característica que
representa una innovación en el constitucionalismo español: la pretensión de que los preceptos constitucionales
tengan una efectiva fuerza vinculante, de manera que el cumplimiento de los mandatos constitucionales sea exigible
por vías jurídicas. De esta forma, el Derecho Constitucional se convierte en auténtico Derecho, al adquirir carácter
normativo en la realidad, a diferencia del tipo de Constituciones «nominales» o «semánticas» cuyo objetivo es
únicamente dar una apariencia, exterior e interior, de legitimidad a regímenes políticos de tipo autoritario. Por el
contrario, las previsiones de la Constitución de 1978 y la práctica efectiva de su cumplimiento han convertido a los
mandatos constitucionales en regla de comportamiento, jurídicamente exigible, de los poderes públicos, y, también,
en determinados aspectos, en regla de conducta de los ciudadanos. Elemento esencial de esa juridificación ha sido la
creación de instituciones jurisdiccionales y vías procedimentales para la exigencia, por ciudadanos y poderes públicos,
del cumplimiento de los mandatos constitucionales. El Tribunal Constitucional aparece como institución
específicamente destinada a cumplir esta función; pero también los jueces ordinarios tienen asignadas tareas con
notable relevancia a este respecto.

Esta pretensión de vinculación jurídica se manifiesta además en la introducción, por primera vez en nuestra historia
constitucional, de una cláusula derogatoria de notable amplitud, que se refiere, no ya sólo a la regulación fundamental
de las instituciones, que se ve directamente sustituida por la nueva regulación constitucional, sino, de forma general,
a «cuantas disposiciones se opongan a la presente Constitución». Esta derogación supone, pues, un efecto directo de
la Constitución, inmediatamente derivado de su entrada en vigor, invocable por los ciudadanos y de forzosa aplicación
por Administración y tribunales. La Constitución se inserta por tanto, con fuerza propia, en el ordenamiento jurídico,
sin necesidad de que sus preceptos sean «desarrollados» por el legislador.

2. ANTECEDENTES DE LA CONSTITUCIÓN EL PROCESO CONSTITUYENTE.

La Constitución de 1978 es, hasta el momento, el último episodio de la agitada historia constitucional española,
durante la cual, desde 1812 a la actualidad, han estado en vigor hasta ocho textos constitucionales distintos. El
inmediatamente anterior al actual, la Constitución republicana de 1931 fue víctima de la sublevación militar de 1936
y la guerra civil, que dio lugar a un prolongado régimen dictatorial.

Una de las características definidoras de la Constitución de 27 de diciembre de 1978 consiste en que surge como
resultado de un proceso de evolución o reforma política que permitió pasar de un sistema autoritario a uno
constitucional en forma pacífica, y, desde el punto de vista jurídico, sin que se produjera una ruptura o solución de
continuidad en la validez del ordenamiento. Contrariamente a otras ocasiones en la historia de España (sublevación
de Riego en 1820, Revolución de septiembre de 1868, proclamación de la República el 14 de abril de 1931) la
introducción de un régimen constitucional no se hizo mediante una ruptura jurídica con el ordenamiento anterior. En
el proceso de elaboración de la Constitución de 1978, por el contrario, aun partiéndose de valores y principios
radicalmente distintos a los que inspiraban el régimen político precedente, se siguieron las normas establecidas por
éste para regular el cambio constitucional. Ello requiere una breve exposición:

a) El ordenamiento político de la dictadura del General Franco. Desde una perspectiva formal, la base y el origen del
régimen dictatorial del general Franco, de 1936 a 1975, fue el nombramiento que los jefes militares sublevados en
julio de 1936 (la Junta de Defensa Nacional) efectuaron en favor del general de división, Francisco Franco Bahamonde,
como «Jefe del Gobierno del Estado Español» por el Decreto 138/1936, de 29 de septiembre, de la Junta de Defensa
Nacional. En ese Decreto se disponía que el general Franco asumiría «todos los poderes del nuevo Estado» (art. 1).
Esta asunción general de poderes se confirmó, en forma inalterada hasta el final del régimen, mediante dos leyes,
dictadas por el propio general Franco, que le atribuían «la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter
general», fueran éstas leyes o decretos (ley de 30 de enero de 1938), sin necesidad siquiera de previa deliberación del
Consejo de Ministros (ley de 8 de agosto de 1939). Estas normas (verdadera columna vertebral del sistema jurídico de
la dictadura) se mantuvieron en vigor hasta el mismo momento de la muerte del general Franco, que no dudó en
utilizar, cuando lo estimó oportuno, la posibilidad de dictar «leyes de prerrogativa».

Sin perjuicio de esta reserva de poder personal, a lo largo del régimen se fueron aprobando una serie de «Leyes
Fundamentales» (hasta siete de ellas) que establecían un aparato institucional, ejecutivo y legislativo, y que, sin
mermar el poder último del general Franco, hacían posible el funcionamiento del Estado sin la intervención inmediata
y directa de aquél. En todo caso, se trataba de normas de tipo eminentemente organizativo, que excluían tanto la
participación democrática como la garantía de los derechos fundamentales.

Uno de estos aspectos organizativos era el relativo a la cuestión sucesoria, tratada en la Ley de Sucesión de 1947. En
virtud de lo allí dispuesto, por Ley de 22 de junio de 1969, fue designado sucesor en la Jefatura del Estado, a título de
Rey, y para el supuesto de muerte, renuncia o incapacidad del general Franco, don Juan Carlos de Borbón. Un segundo
aspecto de las Leyes Fundamentales se refería a la rigidez de su reforma, para la que se requería un procedimiento
agravado, que incluía el referéndum popular, además de la aprobación por parte de las Cortes, no elegidas
democráticamente.
b) La reforma política. La muerte del general Franco, el 20 de noviembre de 1975, supuso la proclamación como Rey
del sucesor, bajo el nombre de Don Juan Carlos I, y poco después (julio de 1976) la formación de un gobierno presidido
por Adolfo Suárez González, y designado según la legislación vigente; gobierno que envió, en octubre de 1976, a las
mismas Cortes nombradas por la dictadura un proyecto de Ley para la Reforma Política, que fue aprobado por las
Cortes, y, posteriormente, y según todos los requisitos exigidos por las Leyes Fundamentales (señaladamente la Ley
de Sucesión) sometido a referéndum. Esta Ley para la Reforma Política (LRP) representó una notable alteración de las
Leyes Fundamentales: sin introducir ella misma un sistema democrático-constitucional, hacía posible la creación de
éste. La LRP (L. 1/1977, de 4 de enero) era muy corta (cinco artículos, tres disposiciones transitorias, una disposición
final) y venía, esencialmente, a regular dos cuestiones básicas para la transición a la democracia:

Por un lado, reformaba el sistema institucional, creando unas Cortes bicamerales, elegidas por sufragio universal,
directo y secreto, a quienes se confiaba el poder legislativo (arts. 1 y 2).

Por otro lado, la LRP establecía (art. 3) un procedimiento de reforma constitucional, que requería la intervención de
las Cortes y el posterior referéndum popular.

La ley se incardinaba formalmente en el ordenamiento vigente (su disposición final la definía expresamente como «Ley
Fundamental») pero difería radicalmente en su espíritu de ese ordenamiento: reconocía los derechos fundamentales
de la persona como inviolables (art. 1) confería la potestad legislativa en exclusiva a la representación popular (art. 2)
y preveía un sistema electoral inspirado en principios democráticos y de representación proporcional.

Una vez aprobada la LRP, diversas normas hicieron posible el ejercicio de las libertades de reunión, asociación,
sindicación y huelga, entre otras; y el Real Decreto-ley 20/1977, de 18 de marzo, reguló el procedimiento para la
elección de las Cortes, elección que se llevó a cabo el 15 de junio de 1977, en las primeras elecciones libres desde
febrero de 1936.

c) El proceso constituyente. Las Cortes elegidas en junio de 1977, compuestas según lo previsto en la LRP por dos
cámaras, Congreso de los Diputados y Senado, asumieron inmediatamente el papel de Cortes constituyentes, a efectos
de redactar un texto fundamental que creara un régimen democrático y constitucional. La LRP ofrecía la posibilidad
de que la iniciativa de la reforma constitucional correspondiera al Gobierno o al Congreso de los Diputados. Esta última
opción fue la elegida. La Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados
nombró una ponencia de siete diputados, que elaboró un anteproyecto de Constitución. Este fue discutido en la
Comisión citada, y, posteriormente, discutido y aprobado por el Congreso de los Diputados. A continuación, se
procedió al examen del texto del Congreso por la Comisión Constitucional del Senado, y el Pleno del mismo órgano.
Las discrepancias entre el texto aprobado por el Congreso y el aprobado por el Senado hicieron necesaria (de acuerdo
con las previsiones de la LRP) la intervención de una Comisión Mixta Congreso-Senado, que elaboró un texto definitivo.
Este fue votado y aprobado por las dos Cámaras. Sometido a referéndum, fue ratificado el día 6 de diciembre de 1978,
sancionado el día 27 del mismo mes por el Rey, y publicado en el Boletín Oficial del Estado el 29 de diciembre de 1978.

3. LA INFLUENCIA DEL PROCESO CONSTITUYENTE EN EL CONTENIDO DE LA CONSTITUCIÓN.

El texto de la Constitución de 1978 aparece como la fuente primaria y esencial del Derecho constitucional español.
Define las instituciones fundamentales de la estructura estatal; reconoce y garantiza los derechos de los ciudadanos;
y, finalmente, viene a establecer que los preceptos contenidos en la Constitución ostentan un rango normativo
superior a las demás fuentes del Derecho, encomendando su defensa a un órgano específico.

En virtud de su carácter de norma rígida, que exige un procedimiento especial de reforma, se define también como
una norma con pretensión de especial estabilidad, válida para períodos muy posteriores al de su redacción y
aprobación; de tal manera que, por así decirlo, prevé su aplicación por generaciones y en momentos posteriores, y
circunstancias muy distintas a las que dieron lugar a su nacimiento.

No obstante, tal pretensión de aplicación incondicionada en el tiempo, y habida cuenta de la necesidad de conocer
«el sentido y finalidad» de la norma fundamental, resulta indispensable tener en cuenta el concreto momento
histórico en que se aprobó la Constitución para un examen comprensivo de su contenido. La Constitución de 1978
surge como resultado de la agitada historia constitucional española, en que abundaron los cambios —más o menos
radicales— de los textos constitucionales en vigor, y en que, en muchas ocasiones, las líneas directivas de la
Constitución se identificaban con la posición ideológica de un partido político, y eran por ello rechazadas por amplios
sectores de ideologías opuestas, dando lugar a la falta de legitimidad de todo el sistema, así como a la frecuente
alteración de los mandatos constitucionales por medios extrajurídicos. La experiencia histórica llevó a los
constituyentes de 1977-78 a tratar de evitar la aprobación de una «Constitución de partido», buscando, por el
contrario, que el nuevo texto fundamental recogiese principios aceptables por todas las fuerzas políticas, y que
hicieran posible la convivencia y la concurrencia de todas ellas dentro de un marco jurídico unánimemente respetado.
En denominación ya comúnmente aceptada, la Constitución de 1978 se ha definido como una Constitución de
consenso, como se manifestó en su misma aprobación: los votos negativos fueron en el Congreso 6, frente a 325 (y 14
abstenciones) y en el Senado 5, frente a 226 (y 8 abstenciones). Los más diversos partidos y posiciones ideológicas
concurrieron en su aprobación.

De entre las consecuencias posiblemente derivadas del consenso constitucional en relación con el contenido de la
Constitución, cabe destacar tres, que afectan directamente a su estructura:

a) Por un lado, la amplitud de las materias objeto de regulación constitucional. Pocos aspectos de la vida social quedan
sin alguna regulación —siquiera sea sumaria— por parte del texto constitucional. Y a la luz del proceso constituyente
no resulta arriesgado afirmar que la inclusión de muchas materias se debió al deseo de garantizar, por parte de las
diversas fuerzas políticas, una protección mínima de determinadas instituciones o situaciones, frente a posibles
cambios de futuro; garantías cuya aceptación se incluía dentro del consenso constitucional. La Constitución incluyó así
mandatos referentes, no sólo a las instituciones clave del Estado —Cortes, Gobierno, Corona, Tribunal
Constitucional— sino también a instituciones de muy distinto tipo: Tribunal Supremo, Tribunal de Cuentas, Consejo
de Estado, Colegios profesionales, Fuerzas Armadas, Universidades, Reales Academias. Lo mismo puede afirmarse
respecto de las entidades territoriales — municipios, islas, provincias, Comunidades Autónomas, las ciudades de Ceuta
y Melilla— y, destacadamente, respecto a instituciones relativas a la ordenación de la vida económica y social, como
son los derechos de la persona (de libertad, de participación, económicos) y los «principios rectores de la política social
y económica». Todo ello hace que, efectivamente, la Constitución española haga realidad la afirmación de que en el
Derecho constitucional se incluyan los epígrafes o «têtes de châpitre» de los restantes sectores del Derecho. En
España, en consecuencia, y como resultado del consenso, y de una amplia pretensión garantista, se ha dado rango
constitucional a los principios básicos del Derecho civil (familia, patrimonio, propiedad), penal, financiero, etc.

b) Una segunda consecuencia del consenso entre las fuerzas políticas en el proceso constituyente ha sido la diversa
precisión e intensidad de la regulación constitucional de las diferentes materias sobre las que la Constitución versa.
Respecto a aquellas instituciones o derechos sobre los que existía mayor acuerdo, fue posible efectuar una regulación
más detallada: en otras materias, sin embargo, las normas constitucionales se redujeron a aquellos aspectos sobre los
que era posible una coincidencia de opiniones, dejando que el legislador, posteriormente, completase el tratamiento
jurídico de la cuestión de que se tratase. Por ello son abundantes las remisiones al legislador en el texto constitucional,
que en muchos casos se limita a regular aspectos básicos o esenciales. Ciertamente, la Constitución no podía pretender
regular en detalle la gran cantidad de materias sobre las que versan sus mandatos: ello hubiera supuesto convertir la
Constitución en un Código onmicomprensivo. Pero, en cualquier caso, la remisión al legislador supuso evitar
confrontaciones sobre puntos, a veces de gran trascendencia, sobre los que no existía acuerdo. Ejemplos de tales
remisiones pueden ser el artículo 125 en relación con el jurado en los procesos penales: el artículo 122 en cuanto a la
forma de elección del Consejo General del Poder Judicial: o el artículo 27.9, referente a los centros docentes que
habrían de recibir ayuda del Estado.

c) Una tercera consecuencia del consenso, según extendida opinión, ha sido la presencia, en muchos preceptos
constitucionales, de fórmulas que precisan una integración e interpretación detallada para hallar su verdadero sentido.
En materias objeto de especial y, a veces, áspera confrontación, sobre las que era difícil llegar a un acuerdo básico,
pero cuya presencia en el texto constitucional era ineludible, los constituyentes prefirieron utilizar fórmulas que no
reflejasen explícitamente una de las alternativas presentes. En su lugar, se emplearon fórmulas técnicas menos
expresivas políticamente, y necesitadas de una interpretación. Tal podría ser el caso del art. 15 en relación con la
controvertida cuestión del aborto («Todos tienen derecho a la vida») o de los derechos históricos de los territorios
forales (Disposición adicional primera). Precisamente, una de las tareas del legislador y la jurisdicción constitucional
ha sido la de precisar el sentido de tales fórmulas.
4. EL CARÁCTER FUNDAMENTAL DE LA CONSTITUCIÓN

a) La voluntad de vigencia de la Constitución.

Este carácter de Constitución de consenso no debe llevar, sin embargo, a estimar que los constituyentes únicamente
crearon un documento destinado a ofrecer una formal sensación de acuerdo, pero sin establecer mandatos
fundamentales, de forma que el legislador pudiera, según las cambiantes condiciones políticas, alterar sin límites las
bases de la convivencia. Antes bien, del mismo texto constitucional resulta evidente la voluntad de establecer unos
fundamentos firmes, y prácticamente inamovibles (o al menos alterables sólo con mucha dificultad) de la convivencia
civil, y de la actuación de los poderes públicos, sujetando a éstos a estrictas normas de comportamiento, y
garantizando los derechos de los ciudadanos. En la Constitución se hace presente una innovación en el
constitucionalismo español: la pretensión de que los preceptos constitucionales tengan una efectiva fuerza vinculante,
de manera que el cumplimiento de los mandatos constitucionales sea exigible por vías jurídicas. De esta forma, el
Derecho Constitucional se convierte en auténtico Derecho, al adquirir carácter normativo en la realidad, a diferencia
del tipo de Constituciones «nominales» o «semánticas» cuyo objetivo es únicamente dar una apariencia, exterior e
interior, de legitimidad a regímenes políticos de tipo autoritario. Por el contrario, las previsiones de la Constitución de
1978 y la práctica efectiva de su cumplimiento han convertido a los mandatos constitucionales en regla de
comportamiento, jurídicamente exigible, de los poderes públicos, y, también, en determinados aspectos, en regla de
conducta de los ciudadanos. La voluntad de vigencia efectiva de la Constitución se manifiesta inequívocamente, por
ejemplo, en la pretensión de fuerza normativa directa de la Constitución en materia de derechos fundamentales; en
la sujeción a sus mandatos de todos los poderes públicos, como dispone el art. 9.1; en los procedimientos agravados
o dificultados para su reforma, que impiden al legislador alterar los mandatos constitucionales; y last but not least, en
la creación de un órgano guardián del cumplimiento de la Constitución como es el Tribunal Constitucional. Ni de las
palabras de la ley, ni de la práctica jurídica puede deducirse que la Constitución española sea una Constitución
«semántica» o una «Constitución de papel», sino, en la línea del Derecho constitucional clásico, una norma cuyo
objetivo es, efectivamente, organizar las instituciones del Estado y garantizar los derechos de los ciudadanos.

b) La Constitución como norma fundamental.

En este sentido, la Constitución deja clara su voluntad de ser la norma fundamental del ordenamiento. Y ello se traduce
en dos características:

• El texto constitucional ostenta un carácter de norma supralegal en cuanto no puede ser alterado o reformado
mediante los procedimientos ordinarios de creación o modificación de normas. La Constitución sólo podrá reformarse
mediante un procedimiento específico, de carácter agravado, más dificultoso que el procedimiento legislativo
ordinario. La ley, pues, no puede modificar la Constitución.

• Pero, además, los preceptos constitucionales, no sólo no pueden ser alterados, sino tampoco contradichos, o
ignorados, por la acción u omisión de los poderes públicos. La Constitución tiene un valor de Derecho más fuerte, en
el sentido de que esos poderes no podrán válidamente contravenir sus disposiciones; si así lo hicieran, su actuación
sería inconstitucional, y susceptible, por tanto, de la correspondiente sanción, que puede llegar a la declaración de
nulidad.

Es necesario, en todo caso, precisar lo que debe entenderse como «norma fundamental». En efecto, norma
fundamental no puede significar norma omnicomprensiva: ni en el sentido de regular totalmente las instituciones del
Estado (ni siquiera las instituciones fundamentales) ni tampoco en el de programar o prever con precisión las líneas o
directrices a seguir en el futuro por los poderes del Estado. Lo primero sería, como ya se ha dicho, convertir a la
Constitución en un código prácticamente inabarcable; lo segundo representaría olvidar que no son previsibles las
cambiantes circunstancias por que puede pasar en el futuro la comunidad política, circunstancias que exigirán
soluciones nuevas, imposibles de predeterminar.

En consecuencia, la Constitución no puede ser un programa para los poderes públicos (y sobre todo el legislativo), que
establezca detalladamente objetivos a conseguir y los medios para lograrlos, sean cual sean las (imprevisibles)
condiciones de futuro. La Constitución española de 1978, a diferencia de otras Constituciones, no establece metas ni
objetivos precisos a lograr, ni mandatos específicos al legislador o al ejecutivo para que realicen unas tareas concretas
(como pudieran ser, en otras Constituciones, la reforma agraria, la socialización de la economía, etc.). La Constitución
determina el tipo de funciones y las competencias que corresponden a cada uno de los poderes públicos, y, en
ocasiones, precisa algunas de las tareas que deben realizar: así, prevé la promulgación de una ley electoral (art. 68) o
la presentación y discusión del Presupuesto cada año (art. 134). Pero la Constitución no instruye al legislador o al poder
ejecutivo sobre la orientación que deben asumir sus actuaciones, o las directivas políticas a seguir. Ello implica que los
poderes públicos no «desarrollan» la Constitución, en el sentido de actualizar o concretar unos mandatos políticos. La
Constitución, por el contrario, parte del pluralismo político (art. 1.1) como valor superior, lo que supone admitir la
pluralidad de concepciones de la sociedad, de los fines a cumplir por los poderes públicos, y de las vías para obtener
esos fines.

Ello no significa que la Constitución no contenga declaraciones de determinados objetivos como valiosos, y prevea,
por tanto, su consecución por los poderes públicos: tal sería el caso de muchos de los preceptos del Capítulo Tercero
del Título Primero (De los principios rectores de la política social y económica). Pero ha de tenerse en cuenta que tales
preceptos, que contienen normas con fuerza vinculante, están formulados con un nivel de generalidad que permite
una amplia pluralidad de opciones para la consecución o defensa de los objetivos allí previstos (progreso social y
económico, retorno de los trabajadores en el extranjero, acceso a la cultura, promoción de la ciencia). En este sentido,
estas disposiciones aparecen, sobre todo, no como un programa político, sino como la afirmación de unos valores
mantenidos por la Constitución, y que se traducen en objetivos que se definen como comunes a todas las opciones
políticas.

c) La Constitución como límite a los poderes públicos.

El carácter fundamental de la Constitución supone que sus mandatos quedan fuera de la disponibilidad de las fuerzas
políticas, esto es, que no son alterables o modificables por los poderes públicos en su actuación ordinaria. En este
sentido, los preceptos constitucionales son básicos, en cuanto inatacables. Por ello, los mandatos de la Constitución
han de entenderse también como límites a los poderes del Estado. En el transcurso de la vida política, las diversas
fuerzas o corrientes de opinión podrán establecer sus programas, afectando a los más diversos aspectos de la vida de
la comunidad y del individuo (economía, educación, defensa, comunicaciones, etc.) y, si obtienen el poder, poner en
la práctica esos programas, que, debe insistirse, no vienen previstos en la Constitución, ni obviamente, podrían serlo.
Pero la Constitución establece unos límites, intocables por la acción política (excepto que se reforme la Constitución),
límites resultados del proceso constituyente y del acuerdo nacional que representa, como expresión de las «reglas del
juego». El carácter jurídico de la Constitución como norma (y no como exhortación, programa o manifiesto) se traduce
en que establece manda tos identificables y concretos, cuya contravención es sancionada por órganos con
competencia expresa para ello. La Constitución, pues, no es un programa político, sino un marco jurídico normativo,
dentro de cuyos límites se mueven (libremente) las fuerzas políticas y sociales, y —lo que ha de tenerse en cuenta—
también los poderes públicos, en el ámbito de sus competencias.

Estos límites, expresión del carácter fundamental de la Constitución, son de diversos tipos: formales, materiales y
genérico-valorativos. En algunos casos, se trata de limitaciones formales: para adoptar una determinada decisión se
requiere seguir un procedimiento específico, y sólo dentro de él tal decisión será válida. Por ejemplo, la ley electoral
ha de aprobarse mediante el procedimiento previsto en el art. 81 de la CE; o la ley de presupuestos, mediante el
procedimiento del artículo 134. Otros límites son de carácter material, en el sentido de que la Constitución establece
un contenido intocable de una institución o derecho: así, el art. 15 prohíbe radicalmente la tortura como contraria al
derecho a la integridad física: y el art. 68 establece como circunscripción electoral la provincia, elemento pues
indisponible del sistema electoral para el Congreso de los Diputados.

Tales límites, formales o materiales, varían considerablemente, según las materias de que se trate. En algunos
supuestos, la Constitución disciplina una materia con cierto detalle, de tal manera que el ámbito de libertad del
legislador es reducido. Tal sería, por ejemplo, el caso de la ley electoral: la Constitución prevé, no sólo el procedimiento
a seguir para su aprobación (ley orgánica) sino también los aspectos esenciales del régimen electoral (números
máximo y mínimo de Diputados, circunscripción electoral, sistema proporcional, causas de inelegibilidad e
incompatibilidad). En otros supuestos, por el contrario, la Constitución se limita a una regulación sucinta, que deja una
amplia libertad de configuración al legislador: así, por ejemplo, en el caso del derecho de fundación (art. 34) o el
régimen jurídico de los Colegios profesionales (art. 36).
Finalmente, ha de tenerse en cuenta que la Constitución viene a imponer también unos límites genéricos a la acción
de los poderes públicos (incluyendo al legislador): los límites derivados del respeto a una serie de valores y principios
que se expresan en abstracto en la Constitución, sin relación inmediata con una institución o derecho concreto, pero
que participan del carácter fundamental de la Constitución y de las propiedades que se asocian a ese carácter
fundamental. En efecto, la Constitución no se limita a regular una serie de derechos e instituciones, sino que pretende
ser elemento básico de todo el ordenamiento jurídico. En consecuencia, establece mandatos aplicables, no sólo a las
instituciones diseñadas en la Constitución, sino a todos los aspectos —presentes y futuros— del ordenamiento. Ello
se lleva a cabo mediante la definición de un conjunto de valores y principios.

5. LA CONSTITUCIÓN COMO SISTEMA DE VALORES.

La Constitución no consiste en un conjunto de regulaciones inconexas de instituciones públicas y derechos


individuales, yuxtapuestas en su texto normativo, sin relación entre ellas. Por el contrario, y reflejando en esto los
principios básicos del constitucionalismo, viene a representar una toma de posición valorativa, que se refleja en sus
disposiciones concretas. Es decir, que la Constitución es un conjunto coherente de preceptos; y esta coherencia deriva
de que sus mandatos responden a unos criterios comunes ordenadores.

La Constitución no es una norma neutra, en el sentido de instaurar procedimientos que puedan orientarse a cualquier
fin. Si bien no establece, como se vio, un programa político, ni se adscribe a una de las múltiples ideologías de la época
(liberalismo, conservadurismo, socialismo, ecologismo, etc.) sí que responde a una concepción valorativa de la vida
social, y viene a instaurar un marco básico de principios que han de conformar la convivencia. En este sentido, la
Constitución va más allá de las regulaciones concretas que contiene, y sienta unas líneas directrices que han de ser
respetadas por todo el ordenamiento, incluso en aquellos aspectos no tratados por las normas constitucionales.

Ello explica que la Constitución contenga, no sólo mandatos específicos, sino también declaraciones de tipo general y
omnicomprensivo: así, en el art. 1.1 al sentar que «el Estado español propugna como valores superiores de su
ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político»; y declaraciones similares pueden
encontrarse en los arts. 9 y 10, entre otros, donde se garantiza la seguridad jurídica y la responsabilidad de los poderes
públicos (art. 9) y se afirma la dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes como
«fundamento del orden político y de la paz social» (art. 10).

Estas afirmaciones no pueden considerarse como meras cláusulas retóricas o de estilo, o como simples
manifestaciones, no vinculantes, de buenos propósitos. Se encuentran incluidas en un texto normativo, con voluntad
de eficacia jurídica, y son predicables de los artículos que las contienen aquellas disposiciones de la misma Constitución
que la establecen como norma vinculante. El art. 9.1 de la CE sujeta a los ciudadanos y a los poderes públicos a la
Constitución, sin excepcionar cláusula alguna de ésta. La disposición derogatoria, apartado 3, proclama que «quedan
derogadas cuantas disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución» sin excluir lo establecido en
artículos como el 7, 1.1, 9.3 ó 10.1, entre otros. Estos artículos se ven protegidos, como los demás, por el
procedimiento agravado de reforma constitucional; igualmente, toda ley que se oponga a los preceptos
constitucionales en que se contienen esas afirmaciones, podrá ser declarada inconstitucional.

La proclamación de la existencia de unos criterios inspiradores del ordenamiento tiene, pues, consecuencias jurídicas,
y supone, por tanto, como las demás normas constitucionales, la fijación de unos elementos básicos, indisponibles
para los poderes públicos, incluido el legislador, y cuya garantía corresponde a los Tribunales.

Para designar estos criterios generales o líneas directrices, la Constitución emplea términos como «valores» (art. 1.1:
«España (…) propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el
pluralismo político») y «principios» (arts. 9.3; 27.2; 103; 117.5, entre otros). En algún caso, estos criterios se consideran
aplicables a todo el ordenamiento (así, art. 1.1) mientras que en otros se predica de ellos una aplicabilidad más
reducida: a la acción de los poderes públicos (art. 9.3) al ámbito de la Administración (art. 103) o al poder judicial (art.
117.5). En forma general, puede afirmarse que los «valores» consagrados en la Constitución (libertad, justicia,
igualdad, pluralismo político) tienen un contenido más abstracto, mientras que los «principios» tienen una más
acusada dimensión jurídica y una mayor concreción (legalidad, jerarquía normativa, publicidad de las normas, art. 9.3;
descentralización, desconcentración, art. 103). Pero, en todo caso, se trata de cánones o criterios materiales, que
pretenden orientar e inspirar el ordenamiento, y que participan de la fuerza vinculante de la Constitución. En efecto,
la jurisprudencia del Tribunal Constitucional no ha vacilado en utilizar las formulaciones constitucionales de principios
y valores para interpretar el sentido de los mandatos de la Constitución e incluso para declarar la inconstitucionalidad
de disposiciones legislativas como en las SSTC 132/1989, caso Cámaras Agrarias (Tol 1582), o 179/1994, caso Cámaras
de Industria (Tol 82584) y ha venido a ratificar esta fuerza vinculante de los valores constitucionales que forman un
«sistema de valores cuya observancia requiere una interpretación finalista de la norma fundamental» según la STC
18/1981, caso Blanco c. Gobierno Civil de Barcelona (Tol 110823). Este sistema axiológico «que constituye los
fundamentos materiales del ordenamiento jurídico entero», como señala el voto particular a la STC 5/1981 caso
Estatuto de Centros (Tol 109400), impone que las normas, tanto constitucionales como de otro orden, sean
interpretadas de forma que no colisionen con los valores superiores, y, por el contrario, promuevan su realización. De
entre las varias interpretaciones posibles de una norma, por tanto, resultará constitucionalmente correcta la que
responda a los valores consagrados por el texto fundamental.

La introducción de estos valores y principios constitucionales ha planteado el problema de si, con ello, no se vienen a
establecer, en lugar de normas de significado claro y unívoco, unos cánones de constitucionalidad imprecisos,
cambiantes y sujetos a la voluntad de los intérpretes. ¿Qué debe entenderse por «libertad» y «justicia»? ¿No se corre
el riesgo de que esos «valores superiores» se interpreten de forma distinta, según las fuerzas políticas en el poder,
eliminándose así el carácter invariable y por ello, fundamental, de la Constitución?

La respuesta a estas preguntas resulta del mismo carácter de la Constitución como norma jurídica coherente. La
introducción de conceptos como igualdad, libertad o justicia no supone restar fuerza o sentido a la literalidad de los
mandatos constitucionales, ni evitar el carácter vinculante de los mismos: los valores constitucionales no pueden, por
tanto, servir para justificar una contradicción con los preceptos expresos de la Constitución. Sí que tienen, sin embargo,
una evidente potencialidad interpretativa. Los principios y valores constitucionales ayudan a precisar y determinar el
sentido de los mandatos contenidos en la Constitución, y la forma en que han de aplicarse a situaciones nuevas,
imprevistas por el constituyente. Ello supone una tarea de considerable importancia, que aumenta con la misma vida
de la Constitución: son los valores constitucionales los que permiten la adaptación de la Constitución a realidades
cambiantes. Pero esta tarea interpretativa no se deja tampoco al arbitrio del intérprete. Se trata de una función
técnico-jurídica, que viene a caracterizarse, en último término, por la necesidad de explicitar y justificar el alcance que
se da a los valores y principios constitucionales que se aplican y, por tanto, de fijar su contenido como punto de
referencia estable para el futuro. No ha de olvidarse que como intérprete supremo de la Constitución se configura el
Tribunal Constitucional, órgano de naturaleza jurisdiccional, que ha de motivar (razonar y justificar) sus decisiones, y
que se encuentra (salvo expresa rectificación posterior, art. 13 LOTC) vinculado por sus propios criterios. La
Constitución, pues, positiviza unos principios de índole valorativa, y meta-jurídicos, en el sentido de que su validez no
se reconduce sólo al campo jurídico. Pero ello no supone dar vía libre a las opiniones personales de los intérpretes de
la Constitución sobre el significado y alcance de esos valores, sino que la fijación de ese significado y alcance ha de ser
resultado de un proceso lógico-jurídico, razonado, que no entre en contradicción con la letra de la Constitución, y que
conduzca a criterios interpretativos estables.
Lección 2.

La Constitución como norma

1. EL CARÁCTER NORMATIVO DE LA CONSTITUCIÓN

a) Evolución histórica.

Las primeras Constituciones aprobadas en el siglo XVIII en Estados Unidos y en Francia como manifestación del
constitucionalismo liberal se configuran como la expresión de un pacto social y político sobre dos cuestiones
primordiales de toda sociedad, la estructura de su organización política (el Estado) y el reconocimiento de los derechos
individuales. Dicho pacto respondía al doble postulado de limitar el poder del Estado y de garantizar la libertad de los
ciudadanos. De este modo las Constituciones en las que se plasmaba ese pacto tenían, por su propia naturaleza, una
clara aspiración de efectividad, pues su finalidad era precisamente regir el comportamiento del poder público y de las
instituciones del Estado, así como servir de garantía eficaz de los derechos del individuo, que eran proclamados por
vez primera como derechos del ciudadano en el marco de una concepción liberal burguesa moderna. Semejante
planteamiento por parte de las fuerzas que impulsaban la revolución liberal no puede hacer caer en el error de pensar
que esos objetivos se cumplieron con la sola aprobación de los primeros textos constitucionales y tablas de derechos.
Por el contrario, hay que tener en cuenta la enorme dosis de ingenuidad y optimismo revolucionarios, lógicos en la
época inicial del constitucionalismo liberal, así como, sobre todo, que las aspiraciones de dichos textos constitucionales
y declaraciones de derechos no estaban acompañadas del entramado institucional y jurídico que permitiera hacerlas
realidad.

Lo anterior no resta importancia a dos hechos; el primero, que los textos constitucionales históricos surgen con la
referida finalidad de regir efectivamente el funcionamiento institucional del Estado y las relaciones entre éste y los
ciudadanos; el segundo, que la evolución histórica posterior conllevó una profunda devaluación de esta originaria
pretensión normativa de los textos constitucionales. En efecto, a resultas de diversos factores políticos e ideológicos,
a lo largo del siglo XIX y hasta bien entrado el siglo XX las Constituciones pasan de forma progresiva a ser consideradas
como meros textos programáticos cuya naturaleza no sobrepasa la de simples principios orientadores de la acción
política pública. Sin que ello fuera un proceso uniforme y a diferencia, precisamente, de lo que ocurrió en el
constitucionalismo norteamericano, el constitucionalismo europeo atravesó durante todo el siglo XIX una larga época
en la que la Constitución fue considerada como un mero marco político, ideológico y programático que ofrecía unas
simples pautas orientadoras de comportamiento a los poderes del Estado, más que como una norma jurídica
vinculante para dichos poderes. Durante largas décadas, en Europa y, desde luego, en nuestro país, serían más
importantes para regular el comportamiento del poder público y para asegurar la garantía de los derechos
individuales, las prácticas y convenciones de los sujetos políticos y la obra del legislador y del poder reglamentario,
que los postulados constitucionales.

Es la dogmática alemana de finales del siglo XIX la que comienza una elaboración jurídica del derecho público que
fructificará en la «juridificación» de las Constituciones democráticas del primer tercio del siglo XX. Y aun así, al igual
que en todo el anterior período histórico, será todavía el contenido orgánico de la Constitución el que tendrá un
carácter normativo más intenso, regulando en forma cada vez más efectiva el funcionamiento del Estado. En lo que
respecta a los derechos individuales, si bien los textos constitucionales europeos posteriores a la primera gran guerra
comienzan ya a prever mecanismos de garantía en vez de limitarse a su mero enunciado, no será hasta después de la
segunda conflagración mundial cuando tales procedimientos se articulen definitivamente de manera efectiva. Es, en
efecto, a partir de 1945 cuando las Constituciones no sólo adquieren una eficacia normativa más o menos
perfeccionada, sino que se convierten en el eje del ordenamiento jurídico. Aun así, no cabe olvidar que dicho proceso
no puede darse todavía por completado, pues al menos en el constitucionalismo europeo incluso ahora se está todavía
en muchos aspectos lejos de extraer todas las consecuencias que han de derivarse del carácter jurídicamente
vinculante de la Constitución.

Por otra parte, no puede dejarse de mencionar aquí como fenómeno más relevante en los sistemas constitucionales
europeos y, entre ellos, el español, la integración en la Unión Europea y la creación de un orden jurídico supranacional,
el derecho comunitario, con una profunda repercusión en el ordenamiento nacional que alcanza incluso a la
Constitución y a su interpretación. A ello se dedica una lección posterior.

b) La normatividad de la Constitución española.

La Constitución española, en la mejor tradición del constitucionalismo liberal, recoge el contenido material propio de
los primeros textos constitucionales (organización del Estado y declaración de derechos), adaptado, claro es, a la época
del constitucionalismo racionalizado y de los derechos sociales. Pero, además, también refleja esa pretensión
normativa propia del constitucionalismo originario y común en las Constituciones actuales, de tal forma que, como
hemos señalado en la lección primera, nuestra Constitución puede calificarse de norma jurídica fundamental del
ordenamiento. Procede ahora examinar este carácter normativo del texto constitucional, así como su posición y fuerza
dentro del ordenamiento jurídico.

Afirmar que la Constitución tiene naturaleza normativa, que es, en suma, una norma jurídica, significa considerarla
una norma susceptible de aplicación por parte de los poderes públicos encargados de la aplicación del Derecho y,
señaladamente, por parte de los tribunales. Significa, pues, que la Constitución es auténtico Derecho integrado en el
ordenamiento jurídico y que ha de ser aplicada como tal según el propio carácter y contenido de cada uno de sus
preceptos, y que no se limita a enumerar una serie de principios programáticos no vinculantes para los sujetos y
órganos encargados de velar por el cumplimiento del orden jurídico.

Como ya se indicó, la propia Constitución afirma de manera explícita y taxativa este carácter normativo. Por un lado,
el art. 9.1 establece que «los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del
ordenamiento jurídico». Por otro, la disposición derogatoria, apartado 3 declara que «quedan derogadas cuantas
disposiciones se opongan a lo establecido en esta Constitución».

Del tenor literal del primero de ambos preceptos se deduce, como es evidente, que la Constitución pretende vincular
jurídicamente a todos los sujetos, públicos y privados. Esto supone, en primer lugar, una profunda innovación en
relación con la noción clásica de Constitución, según la cual la norma constitucional vincula exclusivamente a los
poderes públicos. Es a éstos, efectivamente, a quienes se refiere la parte orgánica de la Constitución, que regula la
composición, facultades y funcionamiento de los órganos constitucionales o de relevancia constitucional. Y es
asimismo a los poderes públicos a quienes tradicionalmente se entendían dirigidos los preceptos relativos a los
derechos fundamentales, pues la innovación del constitucionalismo liberal era, como ya se ha dicho, garantizar tales
derechos frente al poder público, cuya actuación quedaba limitada por el reconocimiento constitucional de los mismos
a favor de los ciudadanos. La Constitución española, dando un paso que originó un amplio debate doctrinal que ya
había tenido lugar en el constitucionalismo europeo de postguerra, ha entendido que también los propios ciudadanos
quedaban vinculados por ella. Por lo demás, las consecuencias prácticas de esta vinculación general son distintas para
poderes públicos y ciudadanos y varían según el objeto y contenido de los diversos preceptos constitucionales.

Así pues, en principio, todas las normas de la Constitución son aplicables por todos los tribunales y vinculan a todos
los sujetos de derecho. Pero, una vez sentado esto, es evidente que no todos los preceptos constitucionales vinculan
del mismo modo, ni a todos los sujetos por igual. Por ejemplo, está claro que aquellos mandatos que se refieren a la
estructura de un órgano constitucional, como pueda serlo el Congreso de los Diputados, por su propia naturaleza no
son susceptibles de ser aplicados a los ciudadanos particulares, así como que otros preceptos sólo tienen eficacia en
relación con determinados operadores jurídicos como los jueces o bien, en general, los poderes públicos. Pero tal
característica es común con muchas otras normas, sin que por ello se predique de ellas que tienen una capacidad de
vinculación restringida a los poderes públicos. Toda norma jurídica en general, y por tanto también la Constitución, al
menos en nuestro actual ordenamiento constitucional, tiene una vocación general de obligar, por mucho que, por su
propio contenido, determinados preceptos sólo afecten en la práctica a algunos sujetos. En lo que respecta a los
particulares, el grado de vinculación de los preceptos constitucionales puede variar considerablemente, pero incluso
en aquellos casos en los que su contenido no les afecta directamente, siempre existe un grado mínimo de vinculación,
común con cualquier otra norma jurídica, que sería el de no oponerse u obstaculizar su cumplimiento. Ahora bien, la
cuestión de la sujeción de los particulares a la Constitución es especialmente relevante en relación con los preceptos
reconocedores de derechos fundamentales, cuya intensidad de obligar a los demás ciudadanos de forma directa varía
en función del contenido de cada uno de dichos preceptos y de los derechos de los demás sujetos afectados en el caso
concreto.
En cuanto a la disposición derogatoria, apartado 3, su absoluta generalidad, declarando derogada toda disposición
que se oponga a lo establecido en la Constitución, demuestra la plena vocación normativa de ésta. En efecto, es propio
de toda norma la capacidad derogatoria en relación con cualquier disposición anterior de igual o inferior rango. La
disposición derogatoria citada manifiesta esa eficacia derogatoria propia de toda lex posterior, con la peculiaridad de
que posee eficacia general con respecto al conjunto del ordenamiento jurídico, puesto que se produce desde la
cúspide del mismo. Esto es, su eficacia derogatoria es la máxima posible al sumar, a su carácter de lex posterior, su
naturaleza de lex superior de todo el ordenamiento. En suma, tal eficacia derogatoria demuestra de forma inequívoca,
desde la perspectiva que ahora interesa, la plena naturaleza normativa de la Constitución.

El carácter normativo de la Constitución tiene asimismo otras diversas manifestaciones. La Constitución muestra, por
ejemplo, su naturaleza normativa en todos aquellos casos en los que admite su aplicación directa, sin precisar de
manera inexcusable de leyes de desarrollo, aunque tampoco las impida. Así, las libertades públicas y los derechos
fundamentales en ella reconocidos son alegables directamente ante los tribunales ordinarios y ante el Tribunal
Constitucional en su caso, según prevé el art. 53.2 de la CE, sin necesidad de dicho desarrollo. Sin embargo, lo usual y
lo más conveniente para su eficacia es que cuente con desarrollo legal. También serían supuestos de directa
aplicabilidad por parte de los sujetos y órganos afectados los preceptos constitucionales que regulan la estructura
organizativa de los poderes constitucionales.

Esencial para la efectividad del carácter normativo de la Constitución es, finalmente, el papel de los tribunales
ordinarios. A ellos les corresponde la parte principal en cuanto a la aplicación directa, cuando proceda, de la norma
constitucional, así como la interpretación conforme a ella del resto del ordenamiento jurídico, como vemos en el
siguiente apartado.

c) La posición de la norma constitucional en el ordenamiento jurídico.

La Constitución como norma primaria. Además de determinar la capacidad normativa general de la Constitución, el
art. 9.1 de la CE subraya claramente el carácter destacado de la Constitución dentro del ordenamiento, al señalar la
vinculación de todos a la Constitución por un lado y al resto del ordenamiento jurídico por otro. La Constitución es,
precisamente, la lex superior de ese ordenamiento, una lex que forma parte del mismo, pero ocupando su cúspide.
Posición superior que deriva de su carácter de única norma primaria, directamente emanada del poder constituyente,
del que dimana tanto su validez como su carácter imperativo. Es precisamente la capacidad de elaborar una
Constitución lo que caracteriza al poder constituyente, que puede definirse como el poder que representa la voluntad
popular y tiene la capacidad para aprobar un pacto social y político sobre la organización del Estado y los derechos y
libertades de los ciudadanos que se plasma en la Constitución. La noción de poder constituyente se contrapone así a
la de poder constituido, que es el que emana de la Constitución y es ejercido de acuerdo con ella.

Frente a la Constitución, en tanto que norma cuya validez deriva de una decisión del poder constituyente, todas las
demás normas integrantes del ordenamiento jurídico son normas secundarias, pues su validez se fundamenta en la
propia Constitución, al estar elaboradas de acuerdo con las prescripciones de ésta tanto respecto al procedimiento
como a su contenido material. Y, como veremos a continuación, es precisamente este carácter de la Constitución de
ser el fundamento del ordenamiento jurídico el que explica y justifica su supremacía jerárquica formal sobre todas las
demás normas y su resistencia o protección frente a las leyes posteriores, que no pueden modificar ni contravenir las
disposiciones constitucionales.

Así pues, el carácter primario de la Constitución tiene una de sus principales manifestaciones en su superior posición
jerárquica. Esta supremacía, visible ya en el tenor del art. 9.1 de la CE, es también una consecuencia necesaria del
propio concepto de Constitución. Si es la única norma procedente del poder constituyente, en la que fundamentan su
validez el resto de las normas, es claro que todas estas otras normas no deben poder contradecir lo dispuesto por la
Constitución; de lo contrario se anularía la distinción antes mencionada entre poder constituyente y poder constituido
y dejaría sin significado y eficacia la existencia de un marco jurídico superior, la Constitución, como expresión de un
determinado pacto social y político. Esta superioridad de la norma constitucional frente a las restantes normas del
ordenamiento se manifiesta con especial relevancia en el caso de las leyes, normas que constituyen la obra del poder
legislativo, que representa al pueblo, titular de la soberanía. Aquí reside la diferencia fundamental entre los sistemas
europeos continentales y el británico, en el que la plena soberanía es ejercida en todo momento por el poder
legislativo. Esto supone que en Gran Bretaña no existe una Constitución en el sentido de norma primaria superior:
aunque es cierto que en su sistema político existen normas que rigen la actuación de los órganos políticos, y que están
reconocidos y garantizados los derechos fundamentales (a través del common law, de creación judicial) y que todo
ello es denominado habitualmente «Constitución británica», tanto aquéllas como el propio common law pueden ser
modificados por voluntad del poder legislativo ordinario.

En cambio, en los sistemas continentales, admitida la superioridad de la norma constitucional en tanto que obra del
poder constituyente a la que debe ajustarse la actuación de todos los poderes públicos, incluido el legislativo, se
impone la necesidad ineludible de establecer un sistema de control de la constitucionalidad de las normas —esto es,
un control de la conformidad de las normas con las previsiones constitucionales—, en especial de las leyes, para evitar
que contradigan cualquier precepto constitucional. Esta necesidad dio origen al sistema americano del judicial review
—cuyos orígenes se remontan a 1803, fecha de la famosa resolución Marbury vs. Madison—, que se manifiesta en la
simple inaplicación por los tribunales de aquellas normas, incluso de rango legal, que consideran contrarias a la
Constitución. Posteriormente, ya en el siglo XX, los regímenes europeos que se implantan a partir de la primera guerra
mundial dieron vida a un sistema de control de constitucionalidad de las leyes distinto y centralizado en un único
órgano jurisdiccional, que en el ordenamiento español es el Tribunal Constitucional, su premo intérprete de la
Constitución y órgano encargado de invalidar las normas legales o de inferior rango contrarias al texto constitucional.

La interpretación del ordenamiento jurídico conforme a la Constitución. Una importante manifestación y consecuencia
de su superior posición en el ordenamiento es también el principio, sólidamente reconocido por la jurisprudencia
constitucional, de interpretación conforme a la Constitución de todo el ordenamiento. A través de este principio la
Constitución, que incorpora los valores y principios jurídicos básicos del ordenamiento jurídico, mediatiza la
interpretación del conjunto de éste y obtiene con ello una eficacia conformadora muy superior a la que derivaría de
su sola aplicación inmediata. El principio de interpretación conforme a la Constitución supone, en primer lugar, que
los poderes públicos y, muy especialmente, los tribunales deben buscar en lo posible, antes de considerar una norma
incompatible con la norma suprema, una interpretación de la misma conforme a la Constitución. A ello conducen los
principios de conservación de las normas y de seguridad jurídica, que operan en beneficio de la legitimidad
constitucional de las normas, en especial de las leyes aprobadas por el poder legislativo. En segundo lugar, implica
que, entre varias interpretaciones, todas ellas conformes a la Constitución, los órganos aplicadores del Derecho deben
escoger, en principio, la más conforme con el conjunto de sus valores y principios. Esto ha de entenderse, sin embargo,
de una manera flexible, sin pretender una interpretación monovalente de la Constitución, lo que resultaría contrario
a uno de sus principales valores, el pluralismo ideológico, político y social. Reserva que es de especial importancia cara
a la labor del Tribunal Constitucional cuando, como supremo intérprete de la Constitución, enjuicia la obra del poder
legislativo y se pronuncia sobre la constitucionalidad de las leyes. El alto Tribunal debe tener muy presente, en efecto,
que la norma constitucional ha de ser entendida como un marco plural en el que ha de poder actuar los poderes
constituidos con políticas de distinto contenido, pero igualmente legítimas desde una perspectiva constitucional.

2. LA CONSTITUCIÓN COMO NORMA PRIMARIA SOBRE LA PRODUCCIÓN JURÍDICA.

El carácter fundamental y primario de la Constitución se manifiesta también en que la Constitución regula el


procedimiento de creación y modificación de las restantes normas del ordenamiento jurídico, esto es, las potestades
normativas previstas en el mismo. Una potestad jurídica se define como el poder jurídico, o facultad de obrar con
efectos jurídicos, atribuido por el propio ordenamiento. En Derecho público las potestades jurídicas son poderes
atribuidos a órganos del Estado, a los que quedan sometidos los particulares. Una potestad normativa es, en
consecuencia, el poder atribuido a un órgano del Estado para dictar normas generales que obligan a los sujetos de
derecho a su cumplimiento. Se trata, en definitiva, de una atribución de poder público para dictar normas imperativas.
Pues bien, la Constitución es la norma primaria sobre la producción jurídica en cuanto que determina las potestades
normativas del ordenamiento, el titular de cada una de ellas, su alcance y los principales caracteres de las normas
emanadas de tales potestades.

La Constitución española contempla expresamente, en relación con las instituciones generales del Estado, una amplia
serie de potestades normativas:

a) la potestad legislativa, atribuida a las Cortes Generales, a las que otorga capacidad para dictar leyes, normas
superiores del ordenamiento, única y directamente infraordenadas a la Constitución (art. 66.2 CE);
b) la potestad de dictar decretos-leyes, atribuida al Gobierno, al que la Constitución autoriza para promulgar, por
razones de urgencia y necesidad, normas provisionales con fuerza de ley, sometidas a la convalidación y control del
Congreso de los Diputados (art. 86 CE);

c) la potestad de dictar decretos legislativos, asimismo normas con fuerza de ley, potestad que las Cortes Generales
pueden atribuir al Gobierno, en virtud de las previsiones del art. 82 CE, usualmente por razones de extensión o
complejidad técnica de la materia a regular;

d) la potestad reglamentaria, atribuida al Gobierno, que capacita a éste a dictar normas de rango inferior a la ley (art.
97 CE);

e) la potestad de las Cámaras legislativas para dictar sus reglamentos internos (art. 72 CE);

f) la potestad reglamentaria interna de otros órganos o instituciones contemplados por la propia Constitución,
implícitamente basada en la propia norma superior al crear tales órganos de relevancia constitucional.

De todas estas potestades la Constitución prevé, con mayor o menor detalle según su importancia o naturaleza, los
requisitos y procedimientos formales para su ejercicio por parte de sus respectivos titulares. Establece asimismo, en
determinados supuestos, marcos o límites materiales para tales potestades, de tal forma que determinadas materias
quedan reservadas para cierto tipo de normas (es el caso, por ejemplo, de las reservas de ley, esto es de la previsión
de que ciertas materias han de ser reguladas por leyes) o, por el contrario, ciertos ámbitos materiales quedan excluidos
para algunas normas (como sucede para los decretos legislativos o de los decretos-leyes).

Finalmente, hay que tener en cuenta también todas aquellas potestades normativas, análogas a las que se han
mencionado, que los Estatutos de Autonomía atribuyen a los Parlamentos, Gobiernos y otros órganos e instituciones
de las Comunidades Autónomas con base en las previsiones constitucionales.

3. EL DESARROLLO DE LA CONSTITUCIÓN.

Numerosos preceptos de la Constitución incorporan concretos mandatos normativos susceptibles de aplicación


inmediata. Claros ejemplos de ello lo constituyen algunos de los artículos que reconocen derechos fundamentales o
aquéllos que estructuran los órganos constitucionales; no es que tales preceptos no admitan una regulación más
detallada, pero la ausencia de ésta no impide su plena eficacia. Sin embargo, la Constitución contiene también
preceptos de muy distinta naturaleza que sí requieren algún tipo de desarrollo. Así, existen preceptos que enuncian
objetivos jurídicos, sociales o políticos a alcanzar que necesariamente requieren una ulterior acción política y
normativa. Otros que reconocen principios y valores que no necesitan ser desarrollados en cuanto tales, pero sí
plasmarse en el resto del ordenamiento, si se quiere que tengan una efectiva vigencia material. Otros, en fin, y sin que
esta enumeración pretenda ser exhaustiva, contienen remisiones a leyes concretas que son, por ello, normas
expresamente requeridas por la Constitución y que obligan al legislador a dictarlas. De acuerdo con lo anterior, los
preceptos de la Constitución pueden clasificarse según necesiten o no desarrollo legislativo específico, en tres grupos:
a) los que no requieren dicho desarrollo; b) los que sí lo requieren para asegurar su mayor eficacia material, aunque
no sea constitucionalmente obligado en términos inmediatos; c), por último, aquellos preceptos respecto a los que la
Constitución exige de manera directa la intervención del legislador.

a) Entre los que no necesitan tal desarrollo estarían, en primer lugar, los valores y principios que son fundamento del
orden constitucional y que han de informar el ordenamiento jurídico. Pueden citarse, entre ellos, los valores
reconocidos en el art. 1.1 de la CE (libertad, justicia, igualdad y pluralismo político), los principios reconocidos en el
art. 9.2 y 3 o el propio principio de igualdad garantizado en el art. 14. Tales valores y principios tienen vocación de
eficacia general, pero no requieren normas específicas que los desarrollen, aunque no resulte imposible hacerlo, sobre
todo con carácter sectorial, esto es, para un sector del ordenamiento jurídico. Sus efectos sobre el ordenamiento son,
sin embargo, muy amplios, precisamente en la medida en que deben informar el conjunto de la actuación legislativa
y, en general, de los poderes públicos.

Por razones opuestas tampoco requieren desarrollo específico (aunque pudiera haberlo) aquellos preceptos, de
contenido material concreto, que requieren exclusivamente ser respetados y, en su caso, recogidos expresamente por
la legislación sobre la materia. Ejemplos de ello podrían serlo el art. 5, que dispone que la capital de España es Madrid;
el art. 11.2, que excluye la posibilidad de privar a los españoles de su nacionalidad, o el art. 12, que establece la mayoría
de edad a los 18 años, entre otros muchos.

b) Entre los preceptos que sí exigen, en mayor o menor medida, un desarrollo legislativo, podemos distinguir varios
tipos. En primer lugar, tenemos aquéllos que reconocen principios o mandatos de carácter más concreto que los
mencionados en el apartado anterior y que, por su propia naturaleza, requieren una acción de los poderes públicos y,
por tanto, muy principalmente, del legislador. Se trata de principios y mandatos cuyo desarrollo, aunque
constitucionalmente exigible, no precisa ser inmediato, sino que es más bien de naturaleza progresiva y discrecional,
en forma y ritmo, para el legislador. Numerosos ejemplos pueden encontrarse en el Capítulo III del Título I (arts. 39 y
ss.), como el mandato de protección a la familia (art. 39.1), el principio de protección de la salud pública (art. 43.2),
etc.

Un segundo grupo lo forman aquellos preceptos constitucionales que requieren un desarrollo legislativo que, aunque
no sea constitucionalmente obligado, si resulta conveniente para que el mandato constitucional alcance una mayor
eficacia. Como ejemplo podría ponerse el reconocimiento de los derechos al honor, la intimidad y la propia imagen.
No cabe duda que, incluso sin ley de desarrollo, dichos derechos pueden ser garantizados por la actuación de los
Tribunales. Pero no es menos claro que esa labor jurisprudencial supondría, en tal caso, una tarea en gran parte
supletoria de la pasividad del legislador, así como que la garantía de tales derechos puede ser mucho más completa
con una regulación legislativa que contemple de manera sistemática los diversos aspectos necesitados de una
protección específica.

c) Finalmente, otros preceptos requieren de modo inexcusable su desarrollo legislativo, porque así lo exige
expresamente el propio texto constitucional. Entre los casos más relevantes de este último supuesto está el de
determinados mandatos materiales relativos a derechos fundamentales en los que la Constitución exige una ley;
pueden mencionarse, entre otros, el art. 18.4, que requiere la aprobación de una ley para asegurar la protección del
honor, la intimidad y la propia imagen frente al uso de a informática; el 19, segundo párrafo sobre el derecho de los
españoles para entrar y salir libremente del territorio nacional; o el 20.1.d) que requiere la aprobación de una ley
sobre el derecho a la cláusula de conciencia y el secreto profesional en la libertad de información. En ocasiones, el
contenido material se deja casi en su integridad al arbitrio del legislador, al que además se le exige su intervención
mediante una reserva de ley (por ejemplo, los artículos 35.2 sobre el estatuto de los trabajadores o 36 sobre los
Colegios Profesionales y el ejercicio de las profesiones tituladas).

Otro supuesto de interés es el de aquellos preceptos constitucionales que se refieren a determinados órganos o
instituciones y que incluyen determinados contenidos materiales mínimos, como la composición, el régimen de
nombramiento de sus miembros, sus competencias o sus relaciones con otros órganos, pero que añaden una reserva
de ley, a la que se remiten para una regulación general de la institución. Ejemplos serían el art. 98, en relación con el
Consejo de Ministros, respecto al cual también los arts. 97 y 99 regulan importantes aspectos; el Título III, que regula
las Cortes Generales y varios de cuyos artículos se remiten a leyes o a los reglamentos parlamentarios; o, en forma
análoga, el Título IX en relación con el Tribunal Constitucional, con exigencia de una ley orgánica que contemple un
desarrollo completo de la institución. En otros casos, como el del art. 107 relativo al Consejo de Estado, la Constitución
apenas incluye otra cosa que la definición del órgano («supremo órgano consultivo del Gobierno»), dejando para el
legislador la tarea de dar contenido a la institución.
Lección 21.

La Jefatura del Estado

1. CONSTITUCIÓN Y MONARQUÍA PARLAMENTARIA.

El artículo 1.3 de la Constitución afirma «que la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria».
Esta fórmula parece confundir «forma de gobierno» con «forma de Estado». En efecto, cuando se habla de «forma de
Estado» se suele hacer referencia a la estructura y principios fundamentales que definen su naturaleza. Por el
contrario, la expresión «forma de gobierno» se refiere a la «recíproca posición en que se encuentran los diversos
órganos constitucionales del Estado», que es precisamente a lo que parece referirse la fórmula contenida en el citado
precepto constitucional. Por ello, superando la literalidad del art. 1.3 CE, debe entenderse que dicha fórmula se refiere,
aunque sea parcialmente, a la articulación de los poderes constituidos. En efecto, la fórmula «monarquía
parlamentaria» como «forma política del Estado», de calculada ambigüedad para facilitar el consenso, solo define la
forma de gobierno en su núcleo esencial (esto es, la separación del Monarca de la función ejecutiva y la relación de
confianza del Gobierno ante el Parlamento, con responsabilidad política de aquel ante este). Pero otros elementos
organizativos o procedimentales de esta forma de gobierno no vienen prefijados por esa definición; existiendo, en la
práctica, una amplia gama de posibilidades.

A pesar de la crítica apuntada, el artículo 1.3 CE tiene la virtualidad de subrayar que estamos muy lejos de la monarquía
absoluta (propia del Antiguo Régimen), en la que el Rey tenía en sus manos todos los poderes del Estado, y de la
monarquía limitada o constitucional (característica del liberalismo doctrinario del siglo XIX y del primer tercio del siglo
XX), en la que el Rey conservaba el poder ejecutivo y compartía, a través de la sanción de las normas, el poder legis
lativo con el Parlamento. Ciertamente, en la monarquía parlamentaria el poder se residencia en el Parlamento, el
Gobierno y los jueces, en tanto que el Monarca se convierte en una figura honorífica, carente de poderes decisorios
(«el Rey reina, pero no gobierna», en la conocida expresión de Adolphe Thiers, situándose totalmente al margen del
juego político). La monarquía parlamentaria es, desde esta perspectiva, la última fase de la evolución histórica de las
monarquías, que responde a la necesidad de buscarles encaje en un Estado que se configura, en todos sus niveles, de
acuerdo con el principio democrático. Solo una monarquía desprovista de cualquier poder efectivo, que por tanto
siempre exterioriza sus funciones con actos debidos, resulta compatible con un Estado democrático de.

Derecho. Con buen criterio, es este punto, nuestros constituyentes se limitaron a poner negro sobre blanco muchas
de las prácticas políticas y de las normas constitucionales que rigen las monarquías parlamentarias europeas, que son
Estados con altos estándares democráticos. Por tanto, puede afirmarse que «la monarquía parlamentaria prevista en
nuestra Constitución es una monarquía parlamentaria racionalizada en la medida que la Constitución así lo ha querido,
sin que al intérprete de la misma, cualquiera que este sea, le esté permitido completar esa racionalización en la
dirección o con la extensión que él estime adecuadas» [STC 5/1987, caso Lehendakari I (Tol 79713)].

2. EL ESTATUTO PERSONAL DEL REY.

La Corona encuentra su regulación básica en el título II de la Constitución (arts. 56-65), abriendo lo que
convencionalmente llamamos parte orgánica de la misma. El primero de estos artículos, en su primer apartado, afirma
de forma solemne que el Rey es «el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia». Ser símbolo del Estado
significa representarlo, encarnar su continuidad histórica y dar coherencia formal al sistema político en su conjunto.
La titularidad de la Corona comporta un estatus personal y político único y excepcional, que extiende sus efectos a
numerosos ámbitos jurídicos.

a) Títulos, juramentos y prerrogativas económicas.

En cuanto a los títulos, la Constitución afirma que el suyo es el de Rey (o Reina) de España y puede utilizar también los
demás títulos que, de acuerdo con el Derecho histórico, correspondan a la Corona española (art. 56.2). Este precepto,
que no sufrió ninguna alteración durante el proceso constituyente, ha sido desarrollado por el Real Decreto
1368/1987, de 6 de noviembre, sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes.
De conformidad con su artículo 1, el Rey y la Reina recibirán el tratamiento de «Majes tad». Dichos títulos (Rey y Reina)
y tratamiento («Majestad») podrán ser usados vitaliciamente, con carácter honorífico, por don Juan Carlos de Borbón
y doña Sofía de Grecia, padres del actual Monarca, gracias a la disposición transitoria cuarta del citado Real Decreto
de 1987, añadida por el Real Decreto 470/2014, de 13 de junio, cuyo objeto era regular la nueva situación —en materia
de títulos, tratamiento y honores— de los anteriores Reyes tras la abdicación de don Juan Carlos I.

El Príncipe heredero, desde su nacimiento o desde que se produzca el hecho que origine el llamamiento (por ejemplo,
el acceso de su padre al trono o la renuncia o el fallecimiento de su hermano mayor), tendrá «la dignidad de Príncipe
de Asturias» (que se remonta a 1388) y los «demás títulos vinculados tradicionalmente al sucesor de la Corona de
España» (art. 57.2).

El Rey, de conformidad con el art. 61.1 CE, «al ser proclamado ante las Cortes Generales, prestará juramento de
desempeñar fielmente sus funciones, guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes y respetar los derechos de los
ciudadanos y de las Comunidades Autónomas» (el juramento y la proclamación como Rey de España de don Felipe VI
de Borbón tuvo lugar el 19 de junio de 2014). Dicha fórmula busca que quien preste el juramento exprese, de la forma
más solemne posible, su fidelidad a la Constitución. Esta fidelidad, según el Tribunal Constitucional, puede
«entenderse como el compromiso de aceptar las reglas del juego político y el orden jurídico existente en tanto existe
y a no intentar su transformación por medios ilegales» [STC 122/1983 (Tol 79287); STC 119/1990 (Tol 80396); y STC
74/1991 (Tol 80488)]. Sin embargo, a pesar del tenor literal de la fórmula del juramento («guardar y hacer guardar la
Constitución»), es evidente que el Rey no tiene ninguna facultad de controlar la constitucionalidad de las leyes. No es,
por tanto, ni un defensor de la Constitución, ni un juez de la constitucionalidad de las normas. La Constitución también
establece (art. 61.2) que el Príncipe heredero, al alcanzar la mayoría de edad, prestará el mismo juramento que el
Monarca, así como el de fidelidad al Rey.

En cuanto a las prerrogativas económicas del Rey, el artículo 65.1 CE afirma que «recibe de los Presupuestos del Estado
una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma». Parece acertada la
exigencia constitucional de que dicha cantidad global figure en los Presupuestos Generales del Estado, pues la Corona
es un órgano constitucional y, en cuanto tal, su cobertura económica debe venir cifrada en las cuentas del Estado,
cuyo «examen, enmienda y aprobación» corresponde a las Cortes Generales (art. 134.1 CE) a través de la
correspondiente ley anual. Se podrá discutir su cuantía, pero no su existencia. Por tanto, la cantidad global que el Rey
recibe no debe considerarse un sueldo o salario, sino el presupuesto de un órgano constitucional del Estado, cuyo
titular puede disponer libremente del mismo. Para tener, sin embargo, una visión más completa de la financiación
pública de la Corona, no puede olvidarse que los Presupuestos Generales del Estado contienen, en las partidas
incluidas dentro de diversos ministerios, otras consignaciones fijadas para hacer frente a gastos relacionados, de uno
u otro modo, con la Casa del Rey (por ejemplo, dentro del Ministerio de Defensa figura la cuantía, ciertamente
importante, destinada a sufragar a la Guardia Real).

En este mismo epígrafe referido al estatus del Rey, cabe estudiar los dos rasgos que lo definen de forma más
característica: la inviolabilidad y la irresponsabilidad, que, por su importancia, se van a analizar con mayor
detenimiento. En nuestras Constituciones históricas —v.g., el artículo 168 de la Constitución de 1812, el artículo 44 de
la Constitución de 1837, el artículo 42 de la Constitución de 1845 y el artículo 48 Constitución de 1876—, junto a las
notas de la inviolabilidad y la irresponsabilidad, se añadía la de la sacralidad (la persona del Rey era «sagrada»).
Atributo que, debido a la actual secularización del poder político, ha desaparecido en la Constitución de 1978.

b) La inviolabilidad del Rey.

El artículo 56.3 inicia su redacción afirmando que «la persona del Rey es inviolable». La doctrina entiende que la
inviolabilidad vendría a ser un estatus personal de inmunidad frente a las leyes penales o, dicho en román paladino,
que el Rey, haga lo que haga, no puede ser juzgado ni, por tanto, condenado. En consecuencia, la inviolabilidad del
Rey establecida por la Constitución supone, según la actual doctrina del Tribunal Supremo y del Tribunal
Constitucional, una excepción absoluta y perpetua a cualquier hipotética responsabilidad penal del Monarca. Sin
embargo, para una parte de la doctrina, esta interpretación podría plantear dificultades con la jurisdicción del Tribunal
Penal Internacional y con el derecho a la tutela judicial efectiva de terceros afectados. Por ello, dichos autores
proponen limitar la inviolabilidad del Rey a sus actos públicos, es decir, los que lleva a cabo como Jefe del Estado.

c) La irresponsabilidad del Rey y el refrendo.


El artículo 56.3 CE, después de afirmar que «la persona del Rey es inviolable», añade que «no está sujeta a
responsabilidad», precisando que sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64,
careciendo de validez sin dicho refrendo (salvo lo dispuesto en el artículo 65). Dicho con otras palabras, el Rey nunca
responde de los actos que realiza como Jefe del Estado y siempre hay alguien (que es quien refrenda: el refrendante)
que responde por ellos. Se produce, de hecho, una traslación de la responsabilidad, ya que «de los actos del Rey serán
responsables las personas que los refrenden» (art. 64.2 CE).

El refrendo, que garantiza la irresponsabilidad del Monarca, es también el fundamento de su carencia de poder
efectivo. Ciertamente, como el Rey no responde tampoco decide, como el Rey no decide tampoco se le puede pedir
que responda. El Tribunal Constitucional —en las Sentencias 5/1987, caso Lehendakari I (Tol 79713), y 8/1987, caso
Lehendakari II (Tol 79716)— delimitó el concepto de refrendo de la siguiente manera: a) los actos del Rey deben ser
siempre refrendados, con las excepciones indicadas en los artículos 56.3 y 65 CE (esto es, la distribución de la cantidad
global que recibe de los Presupuestos Generales del Estado y el nombramiento y relevo de los miembros civiles y
militares de su Casa); b) en ausencia de refrendo, los actos del Monarca no tienen ninguna validez; c) el refrendo debe
realizarse en la forma fijada en el artículo 64 de la Constitución; y d) la autoridad refrendante asume, en cada caso, la
responsabilidad del acto del Rey.

Los actos del Rey deben ser refrendados por el Presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes,
con tres excepciones en las que el refrendo corresponde al Presidente del Congreso de los Diputados: la propuesta de
candidato a Presidente del Gobierno, el nombramiento de Presidente del Gobierno y la disolución de las Cortes por
falta de acuerdo para elegir un Presidente del Gobierno (art. 64.1 CE). Esta enumeración de sujetos legitimados para
refrendar que hace la Constitución es, según el Tribunal Constitucional, un numerus clausus; y, en coherencia con ello,
en la ya citada Sentencia 5/1987, caso Lehendakari I (Tol 79713), estimó inconstitucional la pretensión de que el
nombramiento de Lehendakari fuera refrendado por el Presidente del Parlamento vasco.

La forma del refrendo suele concretarse en una firma que sigue a la del Monarca en los documentos oficiales (refrendo
expreso). Sin embargo, también cabe el refrendo de presencia (o refrendo tácito), que se expresa en el
acompañamiento del Presidente del Gobierno o de un ministro en las visitas oficiales del Rey —dentro o fuera de
España—, así como en los actos en los que debe pronunciar discursos o mensajes. Los miembros del Gobierno, con su
presencia física junto al Rey, asumen la responsabilidad de lo que este dice y hace (por ello, el Monarca no puede
hacer ningún viaje oficial ni pronunciar discursos sin contar con el asentimiento previo y expreso del Gobierno).

Como hemos indicado, todos los actos que realiza el Rey como Jefe del Estado precisan refrendo para tener validez
jurídica, con dos excepciones: distribuir «libremente» la cantidad global que recibe de los Presupuestos Generales del
Estado para el sostenimiento de su Familia y Casa (art. 65.1); y nombrar y relevar «libremente» a los miembros civiles
y militares de su Casa (art. 65.2). Sin embargo, en este último caso, el Rey optó, ya en 1982, porque estos
nombramientos y relevos estén refrendados por el Presidente del Gobierno. De este modo, podría entenderse que se
ha producido una mutación constitucional, por la cual el Monarca ha perdido la plena libertad de elección y cese los
miembros de su Casa y que, simultáneamente, se ha traslado la responsabilidad política y jurídica de dichos actos al
Jefe del Ejecutivo.

3. LAS FUNCIONES DEL REY.

Para saber realmente cuáles son las funciones del Rey en nuestro actual sistema constitucional, es preciso partir de
una clave interpretativa de aquello que se puede leer en la Constitución y en otras normas sobre el Monarca: todas
sus funciones o facultades son siempre honoríficas, nunca efectivas. La Corona es un órgano del Estado desprovisto
de poder político, pues solo así puede cohonestarse su carácter no electivo con un Estado que hace de la democracia
su esencia nuclear. Querer negar esta realidad o edulcorarla con grandilocuentes frases ambiguas es hacer un pobre
favor a la democracia española y, sobre todo, al propio Rey.

Teniendo presente lo anterior, debemos recordar que el artículo 56.1 CE afirma que el Rey es «el Jefe del Estado,
símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más
alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su
comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes». En base a la
literalidad de este precepto, se suelen clasificar las funciones específicas del Rey (enumeradas, de forma casuística,
esencialmente en los artículos 62 y 63 de la Constitución) dentro de aquellas tres grandes funciones genéricas: función
simbólica, función arbitral y función moderadora.

El Rey es, en efecto, símbolo. El símbolo que representa, por excelencia y con carácter integrador, la unidad, la historia
y la continuidad del Estado español. Sin embargo, siendo rigurosos, debemos afirmar que el Rey de la Constitución de
1978 carece de poderes para hacer de árbitro o de moderador en la vida política. Sus facultades se limitan a las que,
de forma paradigmática, se atribuyen a los Monarcas del Reino Unido, esto es, aconsejar, advertir y animar. El Rey de
España podrá tener auctoritas o no, esto dependerá de su comportamiento privado y público, pero nunca tendrá
potestas. Lo contrario pondría inmediatamente en entredicho su indispensable neutralidad.

En consecuencia, cabe clasificar las funciones específicas del Rey en base a su relación con los tres poderes clásicos
del Estado: facultades conexas con el Gobierno, facultades relacionadas con las Cortes Generales y facultades
vinculadas al Poder Judicial.

• Facultades conexas con el Gobierno. Proponer el candidato a Presidente del Gobierno al Congreso de los Diputados
(arts. 62.d y 99.1 CE), estando obligado, de acuerdo con las reglas implícitas del sistema parlamentario, a proponer a
aquel candidato que, según ha conocido a través de las preceptivas consultas previas, tiene más apoyos en la Cámara;
nombrar al Presidente del Gobierno, si es investido, así como poner fin a sus funciones en los términos previstos en la
Constitución (arts. 62.d, 99.3 y 114.2 in fine CE); nombrar y separar a los demás miembros del Gobierno, a propuesta
de su Presidente (arts. 62.e y 100 CE); ser informado de los asuntos de Estado y presidir, a estos efectos, las sesiones
del Consejo de Ministros, cuando lo estime oportuno, a petición del Presidente del Gobierno (art. 62.g CE); expedir los
decretos acordados en el Consejo de Ministros (art. 62.f primer inciso CE), que solo por el peso de la tradición llamamos
«reales decretos»; conferir los empleos civiles y militares y conceder los honores y distinciones con arreglo a las leyes
(art. 62.g segundo inciso CE); el mando supremo de las Fuerzas Armadas (art. 62.h CE); acreditar a los embajadores y
otros representantes diplomáticos, así como recibir a los representantes extranjeros en España, que están acreditados
ante él (art. 63.1 CE); convocar a referéndum en los casos previstos en la Constitución (arts. 62.c, 92.2, 151, 167.3 y
168. 3); y el alto patronazgo de las Reales Academias (art. 62.j CE). Por otra parte, refiriéndonos ahora a las facultades
del Rey conexas con los gobiernos autonómicos, debemos recordar que le corresponde el nombramiento de los
Presidentes de las Comunidades Autónomas, elegidos por sus respectivas Asambleas Legislativas (art. 152.1 CE).

• Facultades relacionadas con las Cortes Generales. Sancionar y promulgar las leyes en el imperativo plazo de quince
días (arts. 62.a y 91) —la sanción es el acto solemne por el cual el Rey se muestra conforme con el contenido de la
norma; y la promulgación es una fórmula ritual por la que el Monarca ordena que esta se incorpore al ordenamiento
jurídico y que sea cumplida por las autoridades y los particulares—, sin que quede ya nada del antiguo derecho de
veto regio; convocar y disolver las Cortes Generales y convocar elecciones en los términos previstos en la Constitución
(arts. 62.b, 68.6, 99.5 y 115.1 CE); manifestar el consentimiento del Estado para obligarse internacionalmente por
medio de tratados, de conformidad con la Constitución y las leyes (art. 63.2 CE); y, previa autorización de las Cortes
Generales, declarar la guerra y hacer la paz (art. 63.3 CE).

• Facultades vinculadas al Poder Judicial. El artículo 117.1 CE, tras afirmar que «la justicia emana del pueblo», añade
que «se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados integrantes del Poder Judicial». Esta invocación al
Monarca alude a su función simbólica, siendo un tributo a la historia y a la importancia de la función de administrar
justicia. En este tercer bloque también hemos de incluir el nombramiento (que no elección) del Presidente del Tribunal
Supremo, a propuesta del Consejo General del Poder Judicial, en la forma que determine la ley (art. 123.2 CE); el
nombramiento del Fiscal General del Estado, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial (art.
124.4 CE); y el ejercicio del derecho de gracia con arreglo a la ley (art. 62.i CE).

A pesar de esta amplísima lista de teóricas funciones del Monarca, hay que reiterar que, en nuestro sistema
constitucional, el Rey no tiene ningún político efectivo, siendo sus funciones, como ya se ha indicado,
fundamentalmente simbólicas y representativas. La Corona es un órgano constituido, no un órgano constituyente,
carente por completo de funciones legislativas, gubernamentales o judiciales. El Monarca no decide ninguna cuestión
con trascendencia política y, por la misma razón, es irresponsable de los errores que puedan producirse en este
ámbito.
El hecho de que la Corona sea una institución desprovista de facultades de decisión política incrementa la estabilidad
de la Monarquía parlamentaria establecida por la Constitución: como no puede decidir, tampoco puede equivocarse
(ni, por supuesto, entrar en colisión con el Parlamento, el Gobierno o los tribunales). Como indicó Walter Bagehot, en
la Monarquía parlamentaria la función del Rey se concreta, a lo más, en advertir, animar y aconsejar; es decir,
utilizando una conocida expresión, se trata de un poder meramente residual. La práctica totalidad de la doctrina —si
bien es cierto que con alguna voz discrepante— ha entendido que las funciones del Rey (tanto las genéricas como las
específicas, que concretan aquellas) se desarrollan en el plano de la auctoritas, no en el de la potestas, porque solo así
cabe encajar una magistratura hereditaria en un Estado democrático. Estamos, dicho de forma lacónica, ante una
Monarquía carente de poderes propios.

4. LA SUCESIÓN EN LA CORONA

a) El orden sucesorio.

La rúbrica del título II («De la Corona») ya deja entrever la referencia a una cierta despersonalización con respecto al
titular circunstancial de la Jefatura del Estado, el Rey. En efecto, la Corona es la denominación de la Jefatura del Estado,
cuyo titular es reclutado siguiendo el principio hereditario. La Constitución, como resultas de consagrar una forma de
Jefatura de Estado monárquica, establece un criterio automático de sucesión, de manera que en ningún supuesto
(excepto en el caso de extinción total de la dinastía) pueda quedar vacante la Corona. En este sentido, como señaló el
profesor Pérez Serrano, «la transmisión de la Corona se efectúa ope legis y en el seno de una familia (dinastía) cuyos
miembros ostentan el derecho a ocupar el trono en caso de vacante, según el orden al objeto establecido». Así, puede
afirmarse que el sistema sucesorio es la pieza esencial de la institución monárquica.

La fórmula sucesoria adoptada por la Constitución de 1978 es la tradicional en España desde la Ley de Partidas (II,15,2)
de Alfonso X el Sabio de 1265, que ya se había incorporado a todas nuestras Constituciones históricas del siglo XIX.
Así, el artículo 57.1 CE, tras afirmar que «la Corona de España es hereditaria en los sucesores de S.M. don Juan Carlos
de Borbón» (dándole así, al Rey ya reinante, una legitimidad constitucional, de la que hasta entonces carecía), añade:
«La sucesión en el trono seguirá el orden regular de primogenitura y representación, siendo preferida siempre la línea
anterior a las posteriores; en la misma línea, el grado más próximo al más remoto; en el mismo grado, el varón a la
mujer, y en el mismo sexo, la persona de más edad a la de menos».

El orden sucesorio se asienta en los principios de primogenitura (tienen prioridad los que han nacido antes sobre los
que lo han hecho después) y representación (los descendientes representan a sus ascendientes directos, aunque estos
no hayan llegado a reinar). Además, estos principios se completan con las siguientes reglas: 1ª) La preferencia de la
línea anterior a las posteriores (es decir, de la línea recta sobre las líneas colaterales: la línea recta son las personas de
distintas generaciones que descienden unas de otras; por el contrario, las líneas colaterales son las que no descienden
unas de otras, pero proceden de un tronco común). 2ª) La preferencia del grado más próximo al más remoto (esto es,
que las generaciones mayores —v.g., hijos— van delante de las más jóvenes —v.g., nietos—). 3ª) La preferencia, en el
mismo grado, del varón sobre la mujer (es decir, el hermano frente a la hermana). 4ª) La preferencia, en el mismo
sexo, de la persona de más edad a la de menos. Con la expresión «orden regular», presente ya en el Derecho medieval
castellano-leonés, se quería indicar que, «en la sucesión de la Corona, solo se llamaba a los nacidos por naturaleza de
legítimo matrimonio y primero se consideraba la línea, segundo el grado, tercero el sexo y cuarto la edad», citando las
palabras reiteradamente utilizadas por los juristas castellanos. En síntesis, pues, el orden sucesorio establecido en el
artículo 57.1 CE «engarza con la regulación de nuestro Derecho histórico, que arranca de la Ley de Partidas, de la
costumbre de la Corona de Aragón y del Fuero General de Navarra». Sin embargo, al ser incluidas dichas reglas
históricas en la Constitución de 1978, «son, en su definición básica, normas singulares de Derecho Constitucional
positivo que regulan la sucesión temporal de los titulares de la Jefatura monárquica del Estado, y ello con arreglo a
determinados órdenes y preferencias que sirven para identificar en cada momento, y entre varias personas, al
heredero al trono» (Informe del Consejo de Estado sobre modificaciones de la Constitución Española, de 16 de febrero
de 2006).

En el muy improbable caso de inexistencia de sucesor por extinción de todas las líneas llamadas en Derecho, «las
Cortes Generales proveerán a la sucesión en la Corona en la forma que más convenga a los intereses de España»,
establece el artículo 57.3 de la Constitución. Precepto que, al encomendar al Parlamento buscar una nueva dinastía
para la Corona de España, parece excluir la solución republicana incluso en el supuesto de que hayan desaparecido (o
hayan renunciado) todos los que tuvieran derecho de sucesión. La influencia en este punto de la Constitución canovista
de 1876 (art. 62: «Si llegaran a extinguirse todas las líneas que se señalan, las Cortes harán nuevos llamamientos, como
más convenga a la nación») es evidente.

Los supuestos que abren paso a la sucesión en la Corona son: el fallecimiento del Monarca; la abdicación (el Rey decide,
por las razones que estima oportuno, abandonar la titularidad de la Corona —observemos que solo el Monarca
ejerciente puede «abdicar», en tanto que las personas con derecho a la sucesión en el trono tienen la facultad de
«renunciar» a sus derechos—); y, finalmente, la inhabilitación permanente para el ejercicio de su autoridad reconocida
por las Cortes Generales (de acuerdo con una interpretación lógica del artículo 59.2 CE: por ejemplo, en el supuesto
de que el Rey quedara en coma permanente e irreversible a causa de un accidente, o hubiera cometido un delito
doloso y se negara a abdicar). Indiquemos también que, a tenor del artículo 57.5 CE, las abdicaciones, renuncias y
cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley
orgánica. La cual todavía no se ha aprobado ni parece que vaya a serlo a corto plazo, pues es evidente que no cumple
este mandato constitucional la Ley Orgánica 3/2014, de 18 de junio, por la que se hizo efectiva la abdicación de Juan
Carlos I de Borbón, que es una ley singular o de caso único.

b) La preferencia del varón sobre la mujer en el orden sucesorio.

El artículo 57.1 de la Constitución, al regular la sucesión en la Corona de España, afirma, como hemos dicho, que, en
el mismo grado, será preferido «el varón a la mujer». Por tanto, este precepto, que introduce una regla tradicional en
la sucesión de la Monarquía española, limita la posibilidad de que las mujeres accedan a la Corona al supuesto de
ausencia de hermanos varones. Precisamente por ello, cuando el Estado español ratificó, el 16 de diciembre de 1983,
la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación sobre la mujer, suscrita en Nueva York el 18
de diciembre de 1979, tuvo que hacerlo bajo la reserva de que dicha ratificación «no afectará a las disposiciones
constitucionales en materia de sucesión a la Corona española».

Ante esta clara discriminación por razón de sexo, algunos autores han afirmado que el artículo 57.1 de la Constitución
vulnera los artículos 1.1 y 14 de la misma (el primero de dichos preceptos propugna «la igualdad» como valor superior
del ordenamiento jurídico; y el artículo 14 consagra el principio de «igualdad ante la ley, sin que pueda prevalecer
discriminación alguna por razón de… sexo»). Se trataría, a su juicio, de un precepto «constitucional inconstitucional»,
según la terminología de la doctrina y la jurisprudencia alemanas. No ha sido esta, sin embargo, la doctrina del Tribunal
Constitucional [Sentencia 126/1997, caso Mujer y títulos nobiliarios (Tol 83269)] ni del Consejo de Estado (Informe de
16 de febrero de 2006), que han entendido que lo que consagró el constituyente en el artículo 57.1 fue una excepción
(no una contradicción) a la regla general de la igualdad y la no discriminación por razón de sexo.

Aunque la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión a la Corona de España ha sido tradicional en nuestro
constitucionalismo histórico, hoy resulta una inadmisible discriminación por razón de sexo. Por ello, suprimir la
preferencia del varón consagrada en el artículo 57.1 CE nos pondría en el mismo camino que han seguido otras
Monarquías democráticas europeas en los últimos decenios, consagrando la plena igualdad por razón de sexo en el
acceso a la Corona. Así ha ocurrido, en efecto, en Suecia (1980), Holanda (1983), Noruega (1990), Bélgica (1991),
Dinamarca (2009) y el Reino Unido (2011).

c) El matrimonio inconveniente como causa de la pérdida de los derechos sucesorios.

A diferencia de lo establecido en la mayoría de las Constituciones históricas españolas, ni el Rey ni sus descendientes
precisan de autorización parlamentaria para contraer nupcias. Sin embargo, el artículo 57.4 CE se refiere al supuesto
de matrimonios inconvenientes de personas que podrían ser llamadas, algún día, a ocupar la Corona. En concreto,
afirma que, «aquellas personas que teniendo derecho a la sucesión en el trono contrajeren matrimonio contra la
expresa prohibición del Rey y de las Cortes Generales, quedarán excluidas en la sucesión a la Corona por sí y sus
descendientes». Muchas cuestiones quedan sin resolver en este precepto, por ejemplo, nada se dice sobre la forma
que deben adoptar dichas voluntades negativas, ni si estas prohibiciones deben venir motivadas o no, ni si el
Presidente del Gobierno favorable al enlace está obligado a refrendar la negativa del Rey, ni qué mayoría debería
aprobar la negativa en la sesión conjunta de ambas Cámaras. Cuestiones todas ellas que deberán resolverse en la
largamente esperada ley orgánica que anuncia el artículo 57.5 CE.
5. LA REINA CONSORTE Y EL CONSORTE DE LA REINA.

Por lo que se refiere al título del cónyuge del titular de la Corona, el artículo 58 CE consagra una clara discriminación
del consorte varón en relación con la consorte mujer. En efecto, en tanto que la mujer que está casada con el Rey
ostenta el título de «Reina consorte», el varón que contrae nupcias con la Reina deberá conformarse con el más
modesto de «consorte de la Reina». Por tanto, la mujer que contrae matrimonio o está casada con el Rey dinástico
adquiere el título de «Reina» (aunque sea con el adjetivo añadido de «consorte»); por el contrario, al varón que
contrae nupcias con la Reina dinástica se le niega el título de Rey, denominándolo simplemente «consorte de la Reina».

En el texto que salió de la Ponencia Constitucional no existía esta distinción, ya que se aludía al «consorte del Rey o de
la Reina». Dicha diferencia de título del cónyuge de la persona regia, en función de que sea hombre o mujer, se debió
a una enmienda in voce del Grupo Parlamentario de Unión de Centro Democrático en la Comisión de Asuntos
Constitucionales del Congreso. La argumentación que se esgrimió, y que convenció a la Comisión, fue que la esposa
del Rey es, por lógica, la Reina consorte, por el contrario, no puede aplicarse el título de Rey al marido de la Reina
dinástica. Como decimos, se trató de un juego de palabras sin ningún contenido argumentativo. Sin embargo, a partir
de esta fase del iter constituyente, el actual artículo 58 ya fue aprobado sin debate alguno hasta la versión definitiva.

Esta discriminación en el título, que ha consagrado el artículo 58 de la Constitución, se ha prolongado en los


tratamientos honoríficos. En efecto, el artículo 1 (apartados 2 y 3) del Real Decreto 1368/1987, de 6 de noviembre,
sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes, establece que la Reina consorte
recibirá el tratamiento de «Majestad» (art. 1.2), en tanto que el consorte de la Reina (al que corresponderá la dignidad
de «Príncipe») solo recibirá el tratamiento de «Alteza Real» (art. 1.3 CE).

6. LA REGENCIA.

La Regencia es una institución de Derecho público por medio de la cual, de forma provisional, una persona (el Regente)
ejerce la Jefatura del Estado en nombre del Rey, que está imposibilitado temporalmente para ejercerla por motivos
de minoría de edad, ausencia, enfermedad incapacitante, etc. Su característica fundamental es, pues, la interinidad.
Puede ser unipersonal o colegiada, pudiéndose recordar que la Constitución de Cádiz preveía una del segundo tipo,
ya que debía estar integrada por tres o cinco personas (art. 192). Llama la atención la minuciosidad con que la
Constitución de 1978 la ha regulado, lo que puede explicarse por nuestra historia reciente, en concreto las largas
Regencias durante las minorías de edad de Isabel II y de Alfonso XIII.

La Constitución vigente contempla dos supuestos de Regencia: por minoría de edad del Rey (art. 59.1 CE) y por
inhabilitación del mismo (art. 59.2 CE). En el primer supuesto, ejercerá la Regencia el padre o la madre del Rey y, en
su defecto, el pariente mayor de edad más próximo a sucederle en la Corona, según el orden establecido en la
Constitución (dura el tiempo de la minoría de edad del Rey, esto es, hasta que cumple los dieciocho años). En el
segundo supuesto, es decir, por inhabilitación del Rey, entrará a ejercer inmediatamente la Regencia el Príncipe
heredero de la Corona, si fuera mayor de edad; si no lo fuese, se procederá de la manera prevista para la Regencia por
minoría de edad del Rey, hasta que el Príncipe heredero alcance la mayoría de edad (esta Regencia finalizará por la
recuperación, muerte o abdicación del Rey, así como —a nuestro juicio— por su inhabilitación permanente reconocida
por las Cortes). Si no hubiera ninguna persona a quien corresponda la Regencia de conformidad con las reglas
anteriores, esta será nombrada por las Cortes Generales (Regencia electiva), y se compondrá de una, tres o cinco
personas (art. 59.3 CE). La Regencia se ejercerá por mandato constitucional y siempre en nombre del Rey (art. 59.5
CE), exigiéndose que quien la ocupe sea español y mayor de edad (art. 59.4 CE). Téngase en cuenta, además, que el
Regente, que tendrá el tratamiento de «Alteza» (a no ser que le corresponda otro de mayor rango), asumirá todos los
cometidos que la Constitución encomienda al Rey, con su misma irresponsabilidad y precisando refrendo en idénticos
términos.

7. LA TUTELA REGIA.
En el supuesto de minoría de edad del Monarca, junto a la Regencia, también tiene relevancia constitucional la tutela
del Rey menor (regulada en el artículo 60 CE, de modo bastante distinto a la del Código Civil). Así, mientras el Regente
ocupa el lugar del Rey-órgano constitucional, el tutor ocupa el lugar del Rey-padre. El ejercicio de la tutela —que es
incompatible con el de todo cargo o representación política (art. 60.2 CE)— finaliza, como es obvio, con la mayoría de
edad del Rey, al cumplir los dieciocho años y prestar el preceptivo juramento ante las Cortes. De conformidad con el
citado precepto constitucional, se prevén tres tipos de tutela del Rey menor:

• La tutela testamentaria. Será tutor, en primer lugar, la persona que en su testamento hubiese nombrado el Rey
difunto, siempre que sea mayor de edad y español de nacimiento (fijémonos que el requisito de la nacionalidad es
más estricto para ejercer la tutela que para desempeñar la Regencia). También merece la pena subrayar que, a la hora
de determinar quién será el tutor del Rey menor de edad, la Constitución da prioridad absoluta a la voluntad
testamentaria expresada por el Rey difunto (frente a la designación del Regente que viene fijada ope legis), lo que
permite que la tutela regia recaiga en una persona ajena a la Familia Real y a la vida pública (por ejemplo, un amigo
del Monarca fallecido o una persona de su especial confianza). La necesidad de que el testamento del Monarca, en el
que nombra tutor del futuro Rey, esté refrendado por el Presidente del Gobierno es una cuestión discutida en la
doctrina, con argumentos serios en ambos sentidos.

La tutela legítima. Si no hubiera tutor testamentario, será tutor el padre o la madre del Rey menor, mientras
permanezcan viudos. Por tanto, en el supuesto de que el Monarca no hubiera otorgado testamento o, habiéndolo
otorgado, no hubiera designado tutor para el caso de su fallecimiento, los constituyentes estimaron que la mejor
opción era que este cargo recayera en el padre o madre del Rey menor, esto es, en el cónyuge del Rey dinástico.

Con una condición: que permaneciera viudo. Por tanto, a contrario sensu, si contraía nuevas nupcias se le retiraría de
forma automática la tutela de su propio hijo, lo que, aunque es una medida de prudencia política (para evitar el posible
ascendiente de ciertas personas en la formación del Rey menor, en una edad muy influenciable), no deja de suscitar
algunos problemas por lo que se refiere a las relaciones familiares.

• La tutela parlamentaria. En defecto de la dos anteriores, el tutor será nombrado por las Cortes Generales (pero no
podrán acumularse los cargos de Regente y de tutor sino en el padre, madre o ascendientes directos del Rey). En este
caso, las Cortes Generales (Congreso y Senado) tienen el cometido de elegir a la persona que ocupará el delicado
puesto del padre fallecido del Rey menor de edad. A nuestro juicio, para realizar la mejor elección, el Parlamento
deberá ponderar dos tipos de candidatos: posibles familiares del Rey mayores de edad, por razones afectivas (tal vez,
un abuelo o una tía), o terceras personas provistas de virtudes, cualidades y educación que les hagan adecuadas para
una tutela realmente extraordinaria. En todo caso, nos parece evidente que es posible tanto la renuncia del tutor
parlamentario como su revocación por las Cortes, procediéndose en ambos casos a una nueva elección.

8. LA CASA DEL REY.

La Casa del Rey, como instrumento jurídico al servicio de la Corona, se creó mediante el Decreto 2942/1975, de 25 de
noviembre, pocos días después del fallecimiento del general Franco y tras la coronación de Juan Carlos de Borbón
como Rey de España (se unificaron para ello las Casas Civil y Militar del anterior Jefe del Estado). Dicha institución fue
consagrada, adquiriendo superior rango, en el artículo 65 de la Constitución de 1978; y, en la actualidad, su
organización está regulada en el Real Decreto 434/1988, de 6 de mayo, sobre reestructuración de la Casa de S.M. el
Rey, que ha sido objeto de numerosas modificaciones.

La Casa del Rey es el organismo que, bajo la dependencia directa de Su Majestad, tiene como misión servirle de apoyo
en cuantas actividades se deriven del ejercicio de sus funciones como Jefe de Estado. Dentro de esta misión general y
además de desempeñar los cometidos de carácter administrativo y económico que correspondan, deberá atender
especialmente a las relaciones del Rey con los organismos oficiales, entidades y particulares, a la seguridad de su
persona y de la Familia Real, así como a la rendición de los honores reglamentarios y a la prestación del servicio de
escoltas cuando proceda. Igualmente, atenderá a la organización y funcionamiento del régimen interior de la
residencia de la Familia Real. La Casa del Rey está constituida por: la Jefatura de la Casa, la Secretaría General, el Cuarto
Militar y la Guardia Real.
La Sentencia del Tribunal Constitucional 112/1984, caso Jefe de la Guardia Real (Tol 79401), tiene especial interés,
pues se refiere a la naturaleza jurídica de la Casa del Rey y al estatuto jurídico de sus miembros. En concreto, dicha
Sentencia afirma que «es una organización estatal, pero que no se inserta en ninguna de las Administraciones
Públicas». La Casa del Rey es, en síntesis, una estructura administrativa autónoma que colabora decisivamente con el
Monarca para que pueda dar cumplimiento adecuado a las funciones que le encomienda la Constitución; es, por tanto,
una «Administración medial» (un medio para conseguir un fin), en concreto servir y apoyar a la Jefatura del Estado,
en muy variadas actividades de todo orden.

Por otra parte, el Tribunal Constitucional, también en la citada Sentencia 112/1984, caso Jefe de la Guardia Real (Tol
79401), indicó que los actos que proceden de los órganos a los que se encomienda la gestión de dicha Casa pueden
someterse al control jurisdiccional, a través de la vía contencioso-administrativa y, en el caso de que se aprecie la
violación de un derecho o libertad fundamental, tener acceso al recurso de amparo constitucional. El presupuesto
jurídico para la existencia de un control jurisdiccional de la actuación de la Casa del Rey es la fuerza expansiva del
Estado de Derecho, por una parte, y el derecho a la tutela judicial efectiva, por otra. Por tanto, todos sus actos, sean
del tipo que sean, están sometidos al control que ejercen los jueces y tribunales.

También podría gustarte