CARMEN LAFORET
Nada
Crucé a mi vez a la otra acera, no pudiendo evitar, sin embargo, que nos
encontrdramos en medio. El Ilegé sin alientos para pasar justamente a mi lado,
quitarse la vieja gorra y saludarme. —jBuenos dias, senorita!
El picaro aquel tenia los ojos brillantes de ansiedad. Le saludé con una
inclinacion de cabeza y hui.
Le conocia bien. Era un viejo «pobre» que nunca pedia nada. Apoyado en una
esquina de la calle de Aribau, vestido con cierta decencia permanecia horas de pie,
apoyandose en su bastén y atisbando. No importaba que hiciera frto 0 calor: éi estaba
alli sin plaitir ni gritar, como esos otros mendigos expuesios siempre a que los recojan
ylleven al asilo. El sélo saludaba con respetuosa cortesia a los transetintes, que a veces
‘se compadecian y ponian en sus manos una limosna. Nada se le podia reprochar. Yo le
tenia una antipatia especial que con el tiempo iba creciendo y encondndose. Era mi
protegido FORZOSO, Y por eso creo yo que le odiaba tanto. No se me ocurria pensarlo
entonces, pero me sentia obligada a darle una limosna y a avergonzarme cuando no
tenia dinero para ello. Yo habia heredado al viejo de mi tia Angustias. Me acuerdo de
que cada vez que saliamos ella y yo a la calle, la tia depositaba cinco céntimos en
aquella mano enrojecida que se alzaba en un buen saludo. Ademds, se paraba a
hablarle en tono autoritario, obligdndole a contarle mentiras o verdades de su vida. El
contestaba a todas sus preguntas con la mansedumbre apetecida por Angustias... A
veces los ojos se le escapaban en direccién de algin «cliente» a quien ardia en ganas
de saludar y cuya vista estorbdbamos mi tia y yo paradas en la acera.
Ld
Aprendi a conocer excelencias y sabores en los que antes no habia pensado;
por ejemplo, la fruta seca fue para mi un descubrimiento. Las almendras tostadas,
0 mejor, los cacahuetes, cuya delicia dura mds tiempo porque hay que
desprenderlos de su céscara, me producian fruicion.
La verdad es que no tuve paciencia para distribuir las treinta pesetas que me
quedaron el primer dia, en los treinta dias del mes. Descubri en la calle de Tallers
un restaurante barato y cometi la locura de comer alli dos o tres veces. Me parecié
aquella comida mds buena que ninguna de las que habia probado en mi vida,
infinitamente mejor que la que preparaba Antonia en la calle de Aribau. Era un
restaurante curioso. Oscuro, con unas mesas tristes. Un camarero abstraido meservia. La gente comia de prisa, mirdndose unos a otros, y no hablaban ni una
palabra. Todos los restaurantes y comedores de fondas en los que yo habia entrado
hasta entonces eran bulliciosos menos aquél. Daban una sopa que me parecia buena,
hecha con agua hirviente y migas de pan. Esta sopa era siempre la misma, coloreada
de amarillo por el azafrin o de rojo por el pimentén; pero en la «carta» cambiaba
de nombre con frecuencia, Yo salia de alli satisfecha y no me hacia falta més.