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MARCELO DÍAZ

TROBAR LEU

No le des tanta vuelta, la ciudad


también monta su poema,
y no te espera; por ejemplo,
este comercio al borde
de la quiebra y el grupito
de gendarmes en su puerta,
y el cartel:

ESTAMOS LIQUIDANDO

INVENTARIO DEL MALÓN

7 lanzas, 2 hachas, 1 tambor,


14 indios, 1 caballo blanco.

De los catorce, sólo dos


lucen amenazantes, uno sonríe,
uno, detrás, es sorprendido en pleno
ejercicio de invisibilidad, uno tiene
un cuchillo entre los dientes,
uno permanece indiferente al mundo
y a todo lo demás, uno otea a la distancia,
como un prócer.

Un par pasa los cuarenta,


uno es realmente pequeño,
cuatro, en el ángulo izquierdo,
son adolescentes,
el resto oscila entre los veinte y los treinta.

El caballo, además de blanco, es potrillo.

Todos tienen el torso desnudo y cubierto


de pintura con motivos ornamentales.
Abundan las plumas, los flecos,
las cabelleras largas y greñudas.
En el centro, un cartel:

LOS ÚLTIMOS DE ESTA RAZA


Cuatro están casados, uno
preferiría no estarlo, cinco
son parientes entre sí, dos
se aman en secreto, uno querría
dejar todo y viajar, y tal vez lo haga,
pero más adelante, dos tocan
la guitarra con destreza, seis profesan
la religión católica,
tres son ateos, cuatro, socialistas,
cinco militan con fervor
en las filas del anarcosindicalismo.
Diez, al menos, tomaron la primera comunión.
Seis pasaron una noche detenidos en un calabozo,
cuatro de ellos por un malentendido.

De los 14 integrantes del malón inmóvil, cinco


son italianos, seis, españoles, y los restantes
son sirio libaneses (aunque les dicen
turcos).

El caballo es blanco como el caballo de Lawrence de Arabia.

El tambor es un regalo que un familiar


trajo del norte, un adorno
más que un instrumento, por eso
suena así.

El que sonríe, con quince años, es mi abuelo.

El marco es de un cartón grueso y oscuro,


un marrón noble cubierto de ramificaciones con hojas
y pequeños florilegios en relieve. En el reverso,
escrito en lápiz, se lee:

año 1926, 1º premio


Comparsa 15 Argentinos.
BRICOLAGE

¿Qué hubiera visto Ponge en esa soga blanca


de nylon trenzado? ¿Cuánto tiempo
le hubiese dedicado William Carlos Williams
a trenzarla en cuatro versos?
¿Hubiera tenido algo para decir el objetivismo
de su mudez y su distancia inaccesibles?
Una vez, al menos, por semana, Claudio hacía
con la soga blanca un nudo, la cruzaba
por sobre un tirante y
se la calzaba al cuello.
Subido a un banco de madera contemplaba el mundo
en los pequeños objetos de su galpón:
frascos de vidrio con tornillos, una colección
de revistas deportivas de los 70,
sobrecitos con semillas de lechuga
y achicoria, y la luz que se filtraba
por una ventana no muy grande,
no muy limpia, y daba plena
en la hoja de un serrucho. Después
se quitaba la soga,
desataba el nudo,
guardaba el banco bajo una estantería,
y regaba los canteros.
Un día prueba varios nudos más pequeños
que aprendió a hacer en Malvinas,
y con la soga blanca de nylon trenzado
arma un portamaceta más o menos,
medio choto pero firme,
que sigue ahí en el patio
con un clavel del aire.
DÍPTICO PARA SER LEÍDO CON MÁSCARA DE LUCHADOR MEXICANO

I – La Era del Karaoke

Los cactus han brotado en el verano, uniformes e instantáneos. Se los ve


desde el bar Oro Preto, en el declive de una tarde bochornosa.
Se oye hablar de palmeras, y de playas donde el agua es de un celeste cristalino,
y de cardúmenes que se abren como estallidos multicolores,
se oye el hielo derretirse en vasos de cuello largo,
y motores que regulan en el semáforo de la avenida
y los primeros acordes del tema musical de Titanic.
Están en un extremo de la peatonal Drago, frente al bar Oro Preto,
están entre los cactus, bajo el cartel azul y verde que dice MOVISTAR,
delante de un mundo iluminado por celulares y sonrisas ploteadas en el vidrio.
¡DUPLICATE! ¡RECARGAME! ¡SOMOS MÁS! Pero ellos no son parte
de la campaña de MOVISTAR, tampoco lo son los cactus,
aunque una mujer le dice a otra: mirá qué lindos
los cactus que puso MOVISTAR. Pero los cactus, verdes, instantáneos,
uniformes y estampados sobre una gruesa lona vinílica, no forman parte
de la campaña publicitaria de MOVISTAR, están ahí
para simbolizar el desierto
aún presente en la ciudad, están ahí
para recordarnos que el desierto
sigue ahí, bajo el cemento. Aunque es cierto
que son lindos y que los artistas
se inclinaron por la misma tonalidad de verde que los creativos de la transnacional. Ahora,
desde una mesa en la vereda del bar Oro Preto,
asistimos al hundimiento del Titanic, que este grupo
(dos sikus, dos parlantes, una quena,
un amplificador TONOMAC, una flauta de pan)
interpreta con entusiasmo andino entre cactus de lona vinílica,
ante un cardumen multicolor de celulares
que se recargan y se duplican en la pecera telefónica.
El Titanic, en la versión electro-kolla, más que hundirse, se disuelve
en trinos de quena y siku, y he aquí a los músicos,
sobrevivientes tenaces del naufragio de un continente, en los estertores
de la era del karaoke, con sus ropajes que juzgamos típicos, aunque no sepamos
típicos de qué, de pie y agradeciendo la llovizna
de aplausos que no bien
toca el desierto se evapora.

II – Señas de identidad

Para el taxista que mira en diagonal el conjunto


desde su parada en Avenida Colón
son bolivianos, pero están
disfrazados de otra cosa; para el cafetero que atraviesa la peatonal
con su carrito de metal lleno de termos
son paraguayos que se hacen los bolivianos, y además
hacen playback; para el cajero del bar Oro Preto
son todos de Fuerte Apache, si bien concede
que la versión de Chiquitita
es lo mejor de un repertorio
marcadamente multicultural, y a él, en particular, le gusta;
para el guardia de seguridad privada de MOVISTAR
son un objeto a desalojar, tarde o temprano, cuando le den la orden;
para las administrativas de la Universidad Nacional del Sur
que se hacen un minuto y toman un café, las plumas del vestuario son
de papagayos amazónicos, y sus colores: ¡hermosos!;
para el productor agropecuario que en su camioneta exhibe
ESTAMOS CON EL CAMPO, como quien dice “estoy conmigo”,
en un ejercicio de solidaridad identitaria
difícil de superar, son bolivianos que se cansaron
de juntar cebolla en Mayor Buratovich y ahora se dedican
al arte musical; para el Presidente de la Nación Nicolás Avellaneda
el problema es el desierto; para el joven abogado Estanislao Zeballos
se trata de quitarles el caballo y la lanza
y obligarlos a cultivar la tierra con el Rémington al pecho, diariamente;
para el Ministro de Guerra Julio Argentino Roca 1 Rémington se carga
15 indios a la carrera, el resto es hacer cuentas,
y embolsar; para el periodista que se arrima
con espíritu etnográfico y pregunta:
¿de dónde son? la respuesta es: vamos
a Monte Hermoso, después a San Antonio,
hacemos la costa, y tenemos
una oferta imperdible: The best of siku, volumen cinco, que contiene
La casa del sol naciente, Imagine, Hotel California, Cuando los ángeles lloran,
y la versión de Chiquitita que acabamos de escuchar,
a sólo quince pesos,
por ser usted.

Marcelo Díaz (Bahía Blanca, 1965) Marcelo Díaz, poeta y operador cultural, nació en Bahía
Blanca en 1965. Estudió Letras en la Universidad Nacional del Sur en integró el grupo de arte
público Poetas Mateístas. Colaboró con las revistas Vox, Diario de Poesía, Otra Parte y el sitio
Bazar Americano. Coordinó en Ferrowhite, museo ferroviario del puerto de Ingeniero White,
junto a Vivi Tellas y Natalia Martirena, el proyecto Archivo White de teatro documental.
Integra el comité organizador del Festival de Poesía Latinoamericana de Bahía Blanca. Ha
publicado Berreta, Libros de Tierra Firme, Buenos Aires, 1998; Diesel 6002 , Vox, Bahía Blanca,
2002; Laspada, El Calamar, Bahía Blanca, 2004; Es lo que hay (poesía reunida), 17 grises, Bahía
Blanca, 2010; Blaia, Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2013, y 17 grises, Bahía Blanca, 2015; La
estructura del desequilibrio, Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2017.

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