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UNIDAD 2 – LA INSPIRACION

TEMA: LA EXISTENCIA DE LA INSPIRACIÓN.


CONCEPTOS GENERALES

LECTURA OBLIGATORIA

• UNIDAD 1 – Introducción a las Sagradas Escrituras.


• Dei Verbum, Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación, Concilio Vaticano II.
• Verbum Domini, Exhortación Apostólica Postsinodal sobre la Palabra de Dios en la vida y en
la misión de la Iglesia, Benedicto XVI, 2010.

La existencia de la Inspiración
Después de haber tenido una primera aproximación ahora pasamos a enfrentarnos con el
análisis teológico de la Biblia.

Nociones previas y nomenclatura

Por Sagrada Escritura entendemos a los libros escritos bajo la Inspiración del Espíritu Santo.

Tal expresión arranca de la misma Biblia. De hecho, el NTI designa frecuentemente (cerca de
50 veces) la colección de libros del AT con los términos: “La Escritura” (Mc 12, 10; Lc 4, 21; Jn 2,
22); “Las Escrituras” (Mt 21, 42; Mc 12, 24; Lc 24, 27; Jn 5, 39); “Escrituras Santas” (Rom 1, 2).
Los Santos Padres hicieron eco de tal uso, comenzando, desde la edad inmediatamente
posterior a los Apóstoles, a extender las mismas denominaciones a los escritos del NT.

Al lado de estas denominaciones, la misma Escritura presenta otras equivalentes: “Las


Sagradas Letras” (II Tim 3, 13); “El Libro sagrado” (II Mac 8, 23); “Los Libros santos” (I Mac 12, 9).
El último término es griego: Biblía (del singular: biblíon, es decir, `librito´, diminutivo de biblos). En
griego, ta biblía es un plural neutro: “los libros”, y da idea de lo que es, en realidad, la Sagrada
Escritura judeo–cristiana: una biblioteca, más que un solo libro.

En la Edad Media, fue trasladado tal cual al latín (Biblia–Bibliorum: plural, por lo tanto); sólo que
se fue transformando poco a poco en un femenino singular (dada su terminación). En esta forma
(en singular), pasó a las lenguas modernas: La Bi-blia, La Bibbia, Die Biebel, The Bible, La Bible.
En realidad, se trató de un error feliz, ya que el plural (del original griego) indica la diversidad de
autores humanos que aportaron sus escritos al conjunto, mientras que el singular está apuntando
al único autor principal: Dios.

La gran colección bíblica se divide en dos grandes partes:


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La palabra Testamento es convencional y prácticamente equivale a “alianza”, indicando el


pacto que Dios trabó con su pueblo Israel antes de Cristo, por medio de Moisés en el Sinaí. En
virtud de esa alianza, Dios prometió colmar de bienes a Israel, a condición de que éste la
observase (Ex, 24).

Pero, en realidad, fue constantemente quebrantada por infidelidades de parte del Pueblo
elegido (Jer 11, 1–10), de modo que Dios mismo prometió una nueva alianza (Jer 31, 31–34).
De ahí que los escritores neo-testamentarios llamen “antigua” a la primera (II Cor 3, 14; Hebr 8,
13), oponiendo a ella la “nueva” (II Cor 3, 6; Hebr 8,8, pasaje en que se refiere expresamente a
Jer 31, 31 ss; 9, 15; 12, 24).

División del AT en el canon palestinense

Una vez habida cuenta de la gran composición fundamental de la Biblia (no admitida por los
judíos, evidentemente, que sólo emplean los libros anteriores a Cristo) entre Antiguo y Nuevo
Testamentoii, no es exactamente igual entre los hebreos y los cristianos, siendo el modo propio
de Israel de encarar la Biblia más adherente a la realidad del género literario y contenidos.

Ellos dividen en estas secciones:

Torah (Pentateuco);

Nebiîm (profetas);

Ketubîm (escritos restantes).

La unión de las tres consonantes ha producido la palabra TaNaK. También se ha de notar una
ulterior división en la sección central de los Nebiîm: Nebiîm harishonîm (profetas primeros) y
Nebiîm aharonîm (profetas posteriores). Los primeros son: Josué, Jueces, Samuel (unidos en un
solo libro), Reyes (considerados también como una única obra); los posteriores: Isaías, Jeremías,
Ezequiel, Los Doce profetas menores.

Hemos de observar, respecto a la distribución más común en las ediciones cristianas, que la
catalogación hebrea no considera a Daniel entre los profetas; y con razón, pues propiamente es
el libro por excelencia de género apocalíptico.iii
También se ha de tener presente que los Doce Profetas Menores son agrupados en un solo
libro, así como los que, para nosotros son “dos” (Samuel y Reyes), que son tenidos como “un”
libro de Samuel y “otro” de Reyes.

El resto de los escritos (ketubîm) comprende: Salmos (o Alabanzas), Job, Proverbios, Ruth,
Cantar de los Cantares, Eclesiastés (Qohelet), Lamentaciones, Esther. En este grupo, hemos de
notificar que los cinco últimos (desde Ruth) componen un nuevo grupo llamado: “Los Rollos”
(Megillôt), pues eran leídos en especia-les fiestas de la Sinagoga. Quedan Daniel, Esdras,
Nehemías, Crónicas. Aquí se ha de recordar que Crónicas está dividido en dos libros,
coincidiendo con la distribución cristiana.

En total, son 24 libros; por eso (además de TANAK) es también denominada:

“esherîm wearbaàh” (Los Veinticuatro).


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Estudiaremos en su momento la explicación histórica de estas diferencias. Por lo pronto, baste


tener presente que esta lista fue fijada por los rabinos judíos después de la era cristiana y es
conservada así por los judíos actuales y también por los protestantes. No contiene más que los
libros escritos originalmente en hebreo.iv
Decíamos que la nomenclatura “profetas”, para libros como Josué que clasificamos como
“históricos”, ha de ser preferida, pues la historia está enfocada bajo el prisma de los profetas. No
les interesa a estos autores el detalle periodístico, sino más bien la concordia o no con la alianza
de YHWH de los distintos personajes o del Pueblo todo.v
En la distribución griega, procedente de la primera traducción realizada en Alejandría, además
de los libros del elenco hebraico, se han de añadir como libros enteros: Judith, Tobías, I y II
Macabeos, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc. En total, son 7 libros, llamados, por razones que se
analizarán a su tiempo, “deuterocanónicos”, siendo los de la lista hebrea “protocanónicos”. Así la
distribución de la LXX es como sigue:

Pentateuco: legislación;

Libros Históricos: historia (desde Josué hasta Macabeos)

Libros didácticos: Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar, Sabiduría, Eclesiástico;

Libros Proféticos: los ya indicados en el canon hebreo (más Daniel), además de


Lamentaciones y Baruc, que vienen enseguida de Jeremías.

Esta clasificación cristiana se remonta al siglo IV (San Cirilo de Jerusalén).vi

División del NT

El NT está compuesto por 27 libros, de los cuales, los protestantes primitivos consideraron 7
deuterocanónicos (Hebreos, Santiago, II Pedro, II y III Juan, Judas y Apocalipsis).

Vii
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Después de estos primeros contactos (más bien materiales, aunque ya apuntando en ellos
muchos problemas histórico–teológicos, como se vio de pasada), nos enfrentamos con el estudio
del carácter distintivo que pone a estos libros por encima de cualquier otro que se conozca en la
historia de las religiones y de la cultura.

Se trata de literatura compuesta, en última instancia, por Dios.

Pero será oportuno, asimismo, dar una idea del camino que ha hecho esta verdad, siempre
depositada en la conciencia de la Iglesia, pero que, a lo largo de incomprensiones y aclaraciones,
se fue perfilando hasta su definición nítida.

Negadores de la Inspiración

Negadores parciales

Hasta fines del siglo XVIII, ningún cristiano (en general) rechazó el hecho de la Inspiración de la
Sagrada Escritura. Algunos antiguos herejes, de cuño dualista, no negaron la Inspiración en sí, sino
la extensión de la misma al AT; así, por ejemplo, el Gnosticismo (siglos I–II), entre los cuales
descuella Marción, quien basa todo su sistema en la oposición irreductible entre el Dios del AT,
justo y terrible, y el del NT, bueno y misericordioso; también los maniqueos (s. III) y los
neomaniqueos medievales (s. X y siguientes): Albigenses, Cátaros y Valdenses. En el sistema
dualista de todos ellos, siempre el AT se lleva la peor parte, pues lo atribuyen al principio del mal
con el cual identifican al Dios de la Creación, distinto, para ellos, del de la Redención.

Son también negadores parciales de la extensión de la Inspiración los antiguos protestantes,


pero por razones distintas. Ellos excluyeron sólo los libros del AT llamados deuterocanónicos, así
como algunos del NT.

Pero estos reformadores están muy lejos de atacar e l hecho de la Inspiración; habiendo
rechazado la autoridad del Magisterio eclesiástico y de la Tradición, se apegaron a la Escritura
como único vehículo de la Revelación de tal modo que exageraron la noción de Inspiración,
identificándola con un dictado mecánico, que el escritor humano recibía de parte de Dios.

Negadores totales

¿Cómo se pasó, en el protestantismo, de aquella extrema reverencia hacia la Biblia a la postura


opuesta de los protestantes “liberales”?

Es que, si bien los primeros luteranos no negaron el hecho de la Revelación ni el de la


Inspiración de la Escritura, introdujeron el principio del “libre examen” para discernir su sentido.
Esta idea es de amplio alcance, corrosiva, subjetivista y está en la base de las sucesivas
desagregaciones modernas, tanto en Teología como en filosofía y la cultura.

El predominio exagerado que Lutero quiso dar a Dios llevó a su extremo opuesto: una total
autonomía del hombre: “solus ego”, ya que él quedaba como el único juez sobre el sentido de la
Escritura.

En virtud de ese sesgo interpretativo, ya en el s. XVI, algunos protestantes admitieron como


verdadero en la Escritura sólo aquello que puede percibir la razón natural y rechazaron o
explicaron simbólicamente (ni más ni menos como se hace hoy en día con Zeus, Minerva, Marte en
la literatura y mitología griegas) los misterios sobrenaturales de la Trinidad, la Encarnación, la
Redención, la Eucaristía, etc.viii
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Al mismo tiempo, como de la libre interpretación se originaban muchas dudas y


contradicciones (ya en tiempos de Lutero tuvo él mismo discusiones irreconciliables con
Zwinglio, Münster y otros, que se valían de las propias reglas luteranas para separarse de
él), llegaron a pensar que nada cierto se puede conocer por Revelación y, por
consiguiente, que ésta no es necesaria, bastando la religión natural.ix
Criterios de la Inspiración

Una vez revisadas las posiciones habidas acerca del “hecho mismo” de la Inspiración, nos
orientamos ahora en la búsqueda de los criterios que nos sirvan (par-tiendo de la fe en
Jesucristo y su Iglesia, ya acertada en la Teología Fundamental), para distinguir estos libros
sagrados de otros.

Porque los libros sagrados no son de una naturaleza tal que nos obliguen ineluctablemente
a reconocer en ellos algún elemento, que provenga necesariamente de una intervención
sobrenatural; no irradian efluvio místico alguno, bajo cuyo efecto todos nos sentiríamos
atraídos a confesar su especial santidad.

Si así fuera, nunca hubieran podido surgir dudas y oscuridades acerca del número de libros
provenientes de esta intervención divina.

Esa obra de Dios, por otra parte, queda como oculta en el molde humano del libro, pues
basta leer uno de los libros bíblicos, para que no se note naturalmente el influjo sobrenatural
en su composición.

Por esta razón, antes de analizar el hecho mismo de la Inspiración, hemos de in-formarnos
sobre los medios que tenemos para discernir este acontecimiento, superior a la mera captación
racional.

Llamamos a estos medios criterios de la Inspiración o las normas que nos harán
distinguir la verdad del error, en nuestro caso, los libros de origen divino de los que no
son tales.

Una vez encontrado este criterio, nos servirá también para establecer, en un paso posterior,
la canonicidad de los mismos libros, la cual no agrega otra cosa a la Inspiración fuera del
reconocimiento de ese origen divino por parte de la Iglesia, que autoritativamente señala qué
libros provienen de esta composición divina.

Cualidades de los criterios

Dado que ya nos encontramos en un procedimiento dogmático, el criterio debe ser:

infalible: porque el propio hecho de la Inspiración escrituraria es un objeto de nuestra


fe. Por lo tanto, tal obligación de creer en él ha de basarse, a su vez, en un criterio
firmísimo e infalible.

Después de dicho reconocimiento, la misma Escritura se presentará no sólo como


itinerario histórico hacia la fuente de la Revelación, Cristo, sino que ella misma se
constituirá en vertiente de Revelación, o sea, de verdades que forman el objeto de
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nuestra fe, que estamos obligados a creer bajo pena de anatemas y con asentimiento
“super omnia firmus” (firme por encima de todo, aún de la “razón científica”).

En definitiva: un criterio no puede ser inferior respecto a lo que debe juzgar. Así como
para discernir una auténtica obra de arte, acudimos a un perito en pintura, escultura,
música, no a un “zapatero”, de forma análoga, un hecho sobrenatural, basado en una
premisa solamente humana o falsamente divina sería un contrasentido, porque la
conclusión rebasaría el alcance de las premisas. Se verá esto más claro a medida que
vaya-mos descartando propuestas, que se han mostrado como callejones sin salida.

Propio y universal: lo primero quiere decir que no se pueda aplicar a libros no


inspirados. Ha de ser también universal, porque se ha de poder aplicar a todos los libros del
Antiguo y Nuevo Testamento, conocidos por otro dogma (el canon bíblico).

Claro: Accesible a todos, no sólo a los doctos, ya que, teniendo todos los fieles el deber
de creer, igualmente tienen derecho a los medios necesarios para alcanzar el
conocimiento de las verdades de fe.

Así, se han propuesto criterios basados:

• en el libro inspirado,
• en el escritor sagrado y
• en el testimonio divino,

Porque en la Inspiración concurren tres factores:

• el libro, resultado de la colaboración entre

• el Hombre inspirado y

• Dios que inspira.


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Criterio basado en el libro

El primer criterio se basó en el contenido del libro, porque los antiguos protestantes
acudían, por ejemplo, a la sublimidad y santidad de la doctrina, a los milagros y profecías o
también a la forma de especial belleza literaria u otras cualidades de los libros santos.

Sin embargo, este no es un criterio claro, pues se requiere instrucción y estudio para
apreciar las bellezas literarias, lo cual no es accesible a todos.

Tampoco es universal, porque no se verifica en todos los libros, ni en todos los pasos de la
Sagrada Escritura, comprendidos aún los mismos que los protestantes admiten como inspirados.

Tampoco es infalible, pues se basa en un equívoco, que consiste en confundir la calidad de


un escrito con su origen.

Puede muy bien haber un escrito que contenga igualmente doctrina sublime y narraciones de
milagros y profecías y, por otra parte, haber sido compuesto con las solas fuerzas humanas;
como es el caso de las Antigüedades judaicas de Flavio Josefo, que repite sucintamente la
historia del AT, así igualmente las obras de Teología (la Summa de Santo Tomás), las vidas de
santos, que a veces refieren milagros. Más aún, no repugna que libros escritos con s imples
fuerzas humanas tengan un contenido más elevado que algunas obras de la Sagrada Escritura;
ciertas poesías de Rabindranath Tagore son más sublimes que el relato de los engaños de
Jacob a Esaú (Gen 27) o el incesto de las hijas de Lot (Gen 19,30–38).

El segundo criterio se refiere a los efectos saludables del libro, dado que otros
protestantes sostienen que, así como los alimentos dulces o amargos tienen en sí algo que
produce su sabor, de forma semejante, la Escritura tiene de por sí una fuerza intrínseca que
manifiesta su origen divino, pues ella provoca el ánimo del lector bien dispuesto hacia efectos
saludables, como luz espiritual, calor, afectos piadosos, un sabor sobrenatural, etc. De ahí el
dicho de Calvino: “Scriptura est inspirata, quia Deum spirat” (La Escritura es inspirada porque
expira a Dios) (Institutiones, l. I, c. 7, n. 2).

Sin embargo, aunque no negaremos que la lectura de la Escritura es utilísima (lo atestigua ya
San Pablo en Rom 15, 4; II Tim 3, 16), no puede ser éste el criterio apto para revelarnos
infaliblemente su origen divino, ya sea porque es subjetivo y puede variar según las
disposiciones del lector (un día hay Salmos que inflaman; otros, por sequedad interior, pueden
dejarnos fríos), ya sea porque no es propio y exclusivo de la Sagrada Escritura.

De hecho se da en libros humanos, como los Sermones de San Bernardo o la Imitación de


Cristo , que edifican tanto o más que algunos pasajes de la Sagrada Escritura, como por
ejemplo, el Levítico que exige una probada paciencia, para ser leído.x
Finalmente, alcanzará con citar el ejemplo de San Agustín, quien, antes de su conversión, se
sentía movido a buscar la sabiduría divina en la lectura del Hortensius de Cicerón:xi

“Este libro [Hortensius] trocó mis afectos y me mudó de tal modo, que me hizo dirigir a
Vos, Señor, mis súplicas y ruegos y mis intenciones y deseos fuesen muy otros de lo
que antes eran” (C: l. III, cap. 4);

pero se rehusaba a leer la Biblia por su estilo demasiado simple:


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Determiné, pues, dedicarme a la lección de las Sagradas Escrituras, para ver


qué tal eran. Y conocí desde luego que eran una cosa que no entendían los soberbios y
era superior a la capacidad de los muchachos; que era humilde en el estilo, sublime en la
doctrina y cubierta por lo común y llena de misterios; y yo entonces no era tal que pudiese
entrar en ella, ni bajar mi cerviz, para acomodarme a su narración y estilo. Cuando las
comencé a leer, hice otro juicio muy diferente del que refiero ahora, porque entonces me
pareció que no merecía compararse la Escritura con la dignidad y excelencia de los
escritos de Cicerón” (C: l. III, cap. 5). xii
A pesar de la ineficacia de los criterios meramente internos para dar a conocer un libro
de origen divino, si Dios inspiró la Escritura, se debe suponer a priori que, por algún capítulo,
debe mostrar dotes eminentes, pues si los hombres, desprovistos de este carisma hubiesen
podido componer un libro semejante al inspirado, no se ve razón alguna para esa intervención
especial de Dios.

Y de hecho (como ya insinuamos en la introducción) es patente la doctrina inmune de


todo error religioso o moral, dentro de una pedagogía divina, que se va perfeccionando
cada vez más hasta el Nuevo Testamento; en cambio, en los demás pueblos, se observa todo
lo contrario.

Se aprecia, además, la interdependencia de los dos Testamentos, el cumplimiento


en el Nuevo de los vaticinios del Antiguo; razones todas, que apuntan a algo sobrehumano,
que respalda a estos libros.

Con todo, se ha de notar que es verdad el hecho de que un lector cristiano, quien
previamente está enterado de la divina Inspiración de los libros, no puede sino admirar la obra
divina, cuando ve, en algunos lugares, tal sublimidad de las cosas celestes expresadas con
tanta humildad y simplicidad de forma.

En cambio, si la Escritura fuera presentada a un infiel o incrédulo, o bien no entendería


nada o lo comprendería de manera completamente distinta a la del fiel que, creyendo ya en la
Inspiración, se acerca a ella:xiii
“Es una cosa muy distinta encontrar algunas huellas de divinidad, siendo guiados por la
luz y otra deducir que tal libro requiere otro autor distinto del humano, por sólo haber
examinado su índole literaria” (Credts, citado por. Pesch 1926: 606).

Criterio basado en el hagiógrafo

Según otros autores, el mejor testimonio de la Inspiración no puede ser otro que el de
aquel que la ha recibido.

Por lo mismo, cuando el hagiógrafo atestigua, por lo menos de manera equivalente, haber
escrito bajo la Inspiración, merece confianza y constituye el mejor criterio de la intervención de
Dios en su obra.

Sin embargo, este criterio es insuficiente de hecho y de derecho; de hecho, porque tal
testimonio se encuentra sólo raras veces, pues, como veremos, al tratar de la naturaleza de la
Inspiración, el hagiógrafo no es necesariamente consciente del influjo divino en él. Zanecchia
explica:
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En la Inspiración bíblica sucede algo semejante a lo que pasa en la justificación del pecador,
en la cual los auxilios divinos prevenientes, concomitantes y subsiguientes a la conversión, se le
confieren tan connaturalmente, hasta tan en conformidad con la naturaleza, índole y
temperamento de cada uno, que se ocultan completamente a la percepción del hombre, el cual
no puede conocer si está justificadoxiv y sólo reflejamente, por ciertos indicios, puede tan sólo
conjeturalmente alcanzar esto (1898: 29).

Ya analizaremos cómo los autores dan más bien la impresión de haber trabajado en sus obras
sin percibir este influjo divino.

También es insuficiente de derecho, porque, aún suponiendo que todos los hagiógrafos
hayan sido conscientes de la Inspiración y hayan siempre testimoniado acerca de ella, podemos
considerar su testimonio formalmente: en cuanto inspira-do, y en tal caso, caemos en un círculo
vicioso, porque nos basaríamos en un testimonio inspirado para probar su Inspiración; o bien lo
consideramos materialmente, haciendo abstracción de la Inspiración y, entonces, el testimonio
es puramente humano e histórico, de modo que podría producir una certeza moral humana, pero
no aquella absoluta certeza divina sobre la cual debemos fundar nuestro acto de fe en la
Inspiración de la Sagrada Escritura.

Criterio del origen apostólico

Es una variante del anterior: Jesús prometió a los Apóstoles la asistencia del Espíritu Santo en
la enseñanza de la Verdad revelada (Jn 14, 16ss. 26; 16, 13); dado que la enseñanza se puede
ejercer oralmente o por escrito, en consecuencia, todo escrito de un apóstol, siempre que
contenga un objeto de doctrina religiosa, es inspirado.

Tal pauta para discernir los libros inspirados fue propuesta, por primera vez, en 1750 por el
protestante J. D. Michaëlis, quien, por lógica consecuencia, tuvo que negar la Inspiración de
Marcos, Lucas y los Hechos de los Apóstoles.

Sin embargo, es admitido por todos que el criterio del apostolado tiene realmente un valor
negativo, en el sentido de que un libro, escrito después de la época apostólica, no puede ser
tenido por inspirado; porque “la revelación, que constituye objeto de la fe católica (...) se terminó
con los Apóstoles”, como enseña San Pio X en el decreto Lamentabili (Ench. Biblicum,, nº 205).

Ahora bien, la Inspiración de los libros canónicos es un dogma de fe católica; por eso, todo lo
que se ha de creer como dogma de fe debe proceder de los Apóstoles; entonces, no se puede
proponer un libro como inspirado, si no fue entregado por los Apóstoles a la Iglesia.

Por eso, los herejes, que querían garantizar sus doctrinas, atribuían escritos a los Apóstoles
(Tertuliano, A: 32). Ése es el motivo por el que se excluye del catálogo muratorianoxv al “Pastor”
de Hermas, ya que no pertenecía al período apostólico. Además, el criterio posee también un
valor positivo, pero sólo de hecho, porque todos los escritos apostólicos que poseemos son
efectivamente inspirados. Así y todo, el criterio no vale, en primer lugar, para el AT.

Por otra parte, la descripción misma del criterio: “escrito apostólico que contenga un objeto de
doctrina religiosa” no cuadra con muchos pasajes de escritos apostólicos inspirados, que nada
contienen de doctrinal, como cuando Pablo pide que le envíen los pergaminos y un manto,
olvidados en Tróade (I Tim 4, 13).
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El criterio supone, gratuitamente, que todo lo que el Apóstol escribía en materia religiosa era
inspirado.

Ahora bien, el apostolado implica sólo el carisma de la infalibilidad. Es cierto que, muy
frecuentemente, de hecho, encontramos ambos carismas unidos en el NT, pero no por fuerza de
un nexo intrínseco, sino sólo extrínsecamente, en cuanto la Inspiración se añade al apostolado.

La misma promesa del Espíritu Santo, hecha por Jesús a los Apóstoles, no implica
necesariamente el don de la Inspiración escriturística, sino sólo la asistencia en la enseñanza. Es
verdad que la enseñanza puede ser también escrita (como arguye Michaëlis), pero la asistencia
infalible en el escribir no equivale a la Inspiración bíblica.

Por otro lado, es un hecho incontrovertible que Marcos y Lucas no eran Apóstoles. Sin
embargo, en toda la Tradición, jamás hubo la más mínima duda acerca del carácter inspirado de
sus Evangelios.

Como ya se anotó, sólo Michaëlis se atrevió a negarlo, pero en contra de toda la Tradición,
aún la protestante. Los católicos que lo siguen admiten la Inspiración de aquellos escritos; pero
no se ponen de acuerdo en explicar de qué manera tales obras, sin tener a los Apóstoles por
autores, son, con todo, inspiradas.

Esa misma discordia es un indicio de la insuficiencia de sus explicaciones. Algunos dicen que
Marcos y Lucas, discípulos de los Apóstoles, habrían participado también de sus carismas, entre
ellos, el de la Inspiración. Pero los carismas (si bien tienen, en sus resultados, una destinación
comunitaria) son personales.

Por algo pregunta Pablo: “¿Son todos Apóstoles? ¿Son todos profetas?” (I Cor 12, 29),
debiendo ser la respuesta negativa. Por lo demás, la colaboración en el ministerio no implica la
participación en los carismas.

Criterio basado en el testimonio divino

Calvino, dándose cuenta de la insuficiencia del criterio propuesto por él mismo (efectos
saludables del libro), recurrió a otro suplemento: la Inspiración resultaría también de la
interna iluminación del Espíritu Santo, en quienes leen la Biblia.

Sin embargo, una revelación tal a los individuos repugna a la economía de la salvación
instituida por Cristo, quien dijo: “Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda creatura (...)
el que no creyere se condenará” (Mc 16, 15). Nunca dijo: “El que no creyere al Espíritu Santo,
que internamente lo ilumina, se condenará”. Michaëlis (del que ya hemos hablado) confesaba
que él jamás había experimentado en sí semejante testimonio interno del Espíritu (1822: 115ss).
Se puede admitir, en casos particulares, que Dios haya intervenido para ilustrar directamente la
mente de los fieles sobre la Inspiración de la Sagrada Escritura u otra verdad de fe; pero tal no
es la economía ordinaria, la que constituye la regla de fe pública.

Lo débil del criterio resulta de las discrepancias de los protestantes acerca de la Inspiración
de algunos libros, que no todos admiten. Según este criterio, el Espíritu Santo debería testificar a
todos los fieles que esos libros, para ellos en litigio, eran o no inspirados. Pero, según esta
norma, a los que los admiten se lo testifica y a los que los rechazan, no se lo testifica. Luego, el
Espíritu se contradice a sí mismo, como es patente por los efectos.
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Los protestantes, que no quieren admitir un Magisterio eclesiástico, se ven obligados a


recurrir a semejantes comunicaciones directas de Dios. Pero sabemos igualmente, por la historia
del protestantismo (en vida del mismo Lutero), que esta pretensión de conexión directa con Dios
condujo a innumerables alucinaciones e ilusiones. Baste recordar la obra de Bossuet: Historia de
las variaciones del protestantismo. Por lo mismo, este criterio, propuesto como medio ordinario,
es subjetivo y arbitrario por demás. Al respecto, razona Von Balthasar:

Supongamos un instante que el papado sea «democratizado»: de golpe se acabaría


todo auténtico ecumenismo. ¿Por qué? Porque en la Iglesia católica hay un punto de
referencia para lo que es católico, mientras que, si se dialoga con un par protestante,
ortodoxo, anglicano, se hablará sólo con una persona o con un grupo, a cuyo flanco
habrá siempre otro que dirá: «No es así en absoluto». Recuerde el diálogo con
Atenágoras. ¡Excelente! Pero siempre habrá personajes que dirá n: «¡Oh, no! No es así
en absoluto» Se repite siempre la misma situación. ¡Y nosotros católicos, que tenemos
esta unidad, no queremos más ser uno, no queremos más tener este punto firme, sino
una democracia! Es la autodestrucción de la Iglesia (1985: 41).

Criterio basado en la Sagrada Tradición católica

Hemos de situarnos correctamente en el carácter de nuestro tratado para poder captar en


dónde reside la fuerza de nuestra prueba. Estamos trabajando con un buen número de
presupuestos que se dan por sentados en la Teología Fundamental y, por lo tanto, nuestro
análisis tiene todo el aire de un tratado dogmático, a saber: la prueba máxima, el primer
principio, al que se reducirá toda la argumentación no será la razón, sino la Revelación de Dios,
por medio de Cristo, conservada y auténticamente delimitada, aclarada, explicitada por el
Magisterio eclesiástico, que para esta función, goza de la asistencia prometida por su divino
Fundador.

Por lo tanto, estamos por dar el paso definitivo que pondrá en nuestras manos el bagaje
completo de los “loci theologici”, los vehículos que nos conservan la Revelación, fuente de
nuestra fe y vida sobrenatural. Recordemos que, dado que la Revelación es un hecho histórico y
libre de Dios, jamás se lo podrá deducir por sola cavilación racional. El modo de encontrarnos
con tal acontecimiento es el normal para entrar en contacto con todo suceso, para quienes no
hemos sido sus contemporáneos: el testimonio, la tradición.

El valor especial de la colección, que llamamos BIBLIA y a la que reconoceremos autoridad


divina, constituye este paso último, dado el cual tenemos ya justificado el uso que haremos de
todos los medios que nos pondrán en contacto (bajo la guía de la Iglesia), con la Palabra de Dios
revelada “en los libros escritos y en las tradiciones no escritas” (Denz-Hün. 1501). xvi
Por eso, nuestro tratado:

es dogmático en cuanto al modo de proceder: su último recurso es la autoridad de


Dios revelador, no la sola razón; y

no es completamente dogmático en cuanto (al menos para el primer paso) todavía


no cuenta con la Escritura, como medio probativo que no admite contradicción.
Probaremos, pues, sin echar mano a todas las facetas del testimonio eclesiástico.
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Se trata, en pocas palabras, de reproducir en nosotros la reflexión que hace la Iglesia sobre
los elementos, los cuales constituyen su testimonio único, recibido de los Apóstoles, que, a su
vez, lo recibieron de Cristo.

En cuanto a la ubicación de la Escritura en el testimonio eclesial, enseña Louis Bouyer:

La Tradición y la Escritura no son dos fuentes independientes, que se complementarían


desde el exterior. Si nosotros lo creemos así es porque no hemos escapado a las
desafortunadas separaciones del protestantismo. Al contrario, para los antiguos cristianos
la Biblia es tan poco separable de la Tradición, que ella forma parte de ésta: ella es el
elemento esencial (de la Tradición), el núcleo, si se quiere. Pero, por otra parte, arrancada
del conjunto viviente de los múltiples factores tradicionales guardados y transmitidos por la
conciencia de la Iglesia, siempre alerta, siempre activa, la Biblia llegaría a ser
incomprensible. En efecto, estaría arrancada de la vida de los objetos de los que ella
habla.

La Biblia y la Tradición, para un católico, no es pues, la Biblia más un elemento extraño,


a falta del cual ella quedaría incompleta. Es la Biblia situada, o mejor, la Biblia y nada más
que la Biblia, pero la Biblia toda entera y no su letra sola; la Biblia con el Espíritu que la
dictó y que no cesa de vivificar su lectura. Y, en efecto, ¿dónde se encontrará el Espíritu
de Cristo (pregunta San Agustín), sino en el cuerpo de Cristo? Es, pues, en la Iglesia,
cuerpo de la Palabra viviente de Dios hecha carne, que la Palabra inspirada antiguamente
a los hombres de carne, permanece Espíritu y Vida.

Después de haber encontrado a los otros criterios como defectuosos, usaremos el que se nos
mostrará seguro, que resumiendo podríamos describir así:

La Tradición que transmite la revelación de Dios, recibida y comunicada por los


Apóstoles, propuesta finalmente por el Magisterio Eclesiástico.

Para demostrar la rectitud de este criterio, debemos apelar a los Padres de la Iglesia,
comenzando por los más antiguos, que no reconocen otra Escritura que la recibida por la
Tradición apostólica, tal como existe en la Iglesia.

En este sentido, San Ireneo (140–202) afirma:

Pues no conocimos la disposición de nuestra salvación, sino por medio de aquellos, por
quienes el Evangelio llegó hasta nosotros; al cual pregonaron entonces, pero después por
voluntad de Dios nos lo entregaron en Escrituras (3, 1, 1).

También Tertuliano (200) expresa:

Por lo tanto, no hay que acudir a las Escrituras, ni en ellas ha de consistir el certamen
(con los herejes), pues en ellas la victoria es incierta o ninguna, o casi incierta. Pues, aún
cuando no fuera éste el resultado (después de haber traído a colación las Escrituras) de
modo que ambas partes quedaran pares; el orden de las cosas pedía que se propusiera,
en primer lugar, lo que únicamente hay que discutir aquí: ¿A quiénes compete la misma
fe? ¿De quiénes son las Escrituras? ¿De parte de quién, por medio de quiénes, cuándo y
para quiénes ha sido transmitida la disciplina, por la cual son hechos los cristianos? Pues,
[Escriba aquí]

allí donde apareciere que se encuentra la verdad de la disciplina y de la fe cristiana, allí


estará la verdad de las Escrituras y de las exposiciones y de todas las tradiciones
cristianas.

Orígenes (233) expresa:

La Iglesia tiene cuatro Evangelios, las herejías muchísimos (...) Pero en todas estas
cosas no probamos otra cosa que lo que la Iglesia [prueba], a saber, que se deben recibir
sólo cuatro Evangelios.

Dice San Agustín (397): “Yo no creería al Evangelio, si no me moviera la autoridad de la


Iglesia Católica”.

La palabra última, pues, es la del Magisterio eclesial.

Criterio basado en el derecho de la Iglesia a determinar los Libros Inspirados

Desde el comienzo, la Iglesia, haciendo uso de aquella suprema y absoluta libertad que
recibió de su divino Fundador, ha reivindicado para sí el derecho de determinar qué libros han
de ser considerados como inspirados.

Esto aparecerá, con toda claridad, más adelante, cuando consideremos la historia del Canon
bíblico.

Entre tanto, baste esta declaración del Vaticano II, que han de admitir los mismos
protestantes:

“Por esta Tradición conoce la Iglesia el canon de los libros sagrados, y la misma
Sagrada Escritura se va conociendo en ella [la Tradición] más a fondo y se hace
incesantemente operativa” (DV, 8).

Y la Iglesia apoya sus decisiones no sobre estudios científicos o críticos, sino exclusivamente
en la Tradición de los antiguos, acudiendo a su conciencia secular, que no es un depósito
muerto o un almacén de trofeos antiguos, sino, como estupendamente dice la misma Dei
Verbum, un diálogo ininterrumpido entre el Espíritu y la esposa de Cristo:

Y de esta forma Dios, que habló en otro tiempo, habla sin intermisión con la Esposa de
su amado Hijo; y el Espíritu Santo, por quien la voz del Evangelio resuena viva en la
Iglesia, y por ella en el mundo, va induciendo a los creyentes hacia la verdad entera y
hace que la palabra de Cristo habite en ellos abundantemente (cfr. Col 3, 16) (DV, 8).

La Inspiración es un hecho sobrenatural: “Ex natura rei”, es decir, conocido sólo por Dios,
que es su Autor (de tal forma que los beneficiarios pueden estar inconscientes de Él); por
consiguiente, sólo Dios puede comunicarlo por una Revelación.

Ahora bien, comprobamos que el conducto de la Revelación es el testimonio viviente de la


Iglesia y, puesto que aquí estamos examinando uno de los elementos que forman parte de ese
testimonio (la Escritura misma), no podemos usarlo sin crear un círculo vicioso.
[Escriba aquí]

Nuestro proceso (en Teología Fundamental) ha acertado primeramente a Cristo como


Revelador perfecto del Padre. Él acreditó a su Iglesia y ahora, en un segundo momento, Cristo
y la Iglesia nos indican la Biblia como cauce seguro e infalible de esa misma Fuente de
Revelación divina.

Además, hemos ya rechazado, por los motivos antes vistos, los criterios basados en el libro
mismo. No queda, pues, otro camino que la Tradición transmisora de la Revelación acerca
de la Inspiración de la Sagrada Escritura: “Manténganse firmes y conserven fielmente las
tradiciones, que aprendieron de nosotros, sea oralmente o por carta” (II Tes 2, 15).

Como confirmación, notemos que, en este criterio, se verifican las condiciones requeridas
para su legitimidad, en el orden revelado, en el que nos movemos desde la Teología
Fundamental:

infalible, porque remotamente se funda sobre la autoridad de Dios revelante, que es


infalible por naturaleza; ni se engaña ni puede engañar. Tal autoridad próximamente
llega hasta nosotros por medio del Magisterio de la Iglesia, infalible a su vez, por la
asistencia divina;

universal, dado que se aplica igualmente a todos los libros, ya del Antiguo ya del
Nuevo Testamento. Este criterio no corre el riesgo de los diversos criterios que hemos
ido refutando, muchos de los cuales no se aplicaban ni siquiera a los libros admitidos
como inspirados por los defensores de tales normas;

propio, ya que la tradición jamás podrá dar como inspirada una obra que no lo es, ya
que ello sería impedido por la asistencia divina de que goza la Iglesia;

claro, porque es accesible a todos y no requiere indagaciones personales, sino


únicamente el humilde y devoto asentimiento a la enseñanza de la Iglesia, que nos
propone la divina Revelación transmitida a través de la Tradición.xvii
Si, pues, consta que alguna doctrina estuvo desde tiempos inmemoriales y sin discrepancia
alguna, en la profesión pública de la Iglesia como venida de los Apóstoles, el hecho mismo es
considerado como posesión espiritual de la Iglesia; contra quienes la impugnen, es aducido
como un argumento perentorio de justa posesión, o sea, como prueba de su origen apostólico.
Es la argumentación que ya usaba Tertuliano en su famosa obra: De Praescriptione
haereticorum.

En efecto, quien quiera negar una doctrina así profesada en la Iglesia no puede demostrar
cuándo, quién o de qué modo se pudo introducir como espuria. Por lo tanto, le falta derecho para
acusar a la Iglesia de haber corrompido el depósito de la fe y la presunción está favor de la
apostolicidad de tal doctrina.

Además, suponiendo que una doctrina falsa se hubiera deslizado, esto debió hacerse por
común engaño de todos o paulatinamente por el descuido e impericia de los pastores.

La primera hipótesis parece excluida, teniendo en cuenta la difusión de la Iglesia por el


mundo entero; sería una falsificación demasiado bien realizada y que no fue descubierta en
ningún lado, en Iglesias diversa s y alejadas. En el segundo caso, consta que los pastores
primitivos tenían horror ante la corrupción posible de la doctrina recibida de los Apóstoles.
[Escriba aquí]

No se puede concebir otro modo por el cual una doctrina, que hubiera serpenteado primero
ocultamente, de repente, se hubiera hecho pública y común; pues tal doctrina, finalmente,
debería haber sido adoptada por los pastores de la Iglesia. Pero, en todos los siglos de la
Iglesia, hubo pastores eruditos, santos y vigilantes que denunciaban, al instante, cualquier
doctrina adulterada. Testigo de todo esto es la historia de las herejías.

Por lo tanto, la profesión pública y común, en todas las iglesias, de alguna doctrina tenida
como apostólica, no puede provenir de otra fuente que de un auténtico origen apostólico. De lo
contrario, la Iglesia entera se habría engañado, lo cual, en último término, redundaría en Cristo,
quien prometió su asistencia a la Iglesia hasta el fin de los siglos (Mt 28, 20).

Notas:
i Dado que “antiguo” podría ser entendido bajo un aspecto de “caducidad” o “elemento no
más vigente”, algunos, por respeto a los “hermanos mayores” de los cristianos, los judíos,
piensan que sería mejor hablar de “Primer Testamento” y “Segundo Testamento”.
Sin embargo, la Pontificia Comisión Bíblica muestra la raigambre en los mismos textos inspirados
de la nomenclatura habitual: “El nombre de «Antiguo Testamento», dado a este conjunto de
escritos, es una expresión forjada por San Pablo para designar los escritos atribuidos a Moisés
(cf. II Cor 3, 14–15). Su sentido ha sido ampliado, a partir de fines del siglo Iº, para aplicarlo a
otras Escrituras del pueblo judío, en hebreo, arameo o griego. En cuanto al nombre de «Nuevo
Testamento», proviene de un oráculo del Libro de Jeremías, que anunciaba una «nueva alianza»
(Jer 31, 31), expresión que, en el griego de la Setenta venía a ser: «nueva disposición», «nuevo
testamento» (kainé diathéke). El oráculo anunciaba que Dios proyectaba establecer una nueva
alianza. La fe cristiana, con la institución de la Eucaristía, ve esta promesa realizada en el
misterio de Cristo Jesús (cf. I Cor 11, 25; Hebr 9, 15).
En consecuencia, se ha llamado “Nuevo Testamento” al conjunto de escritos que expresan la fe
de la Iglesia en su novedad. Por sí solo este nombre manifiesta ya la existencia de lazos con el
«Antiguo Testamento»” (Pontificia Comisión Bíblica, 2001: nº 2, 17–18). Lo “antiguo”, pues, no
necesariamente indica algo “arcaico y descartable”, si también tenemos en cuenta, que Jesús
valoriza tanto a los “nova” como a los “vetera”, que extrae el sabio escriba del tesoro de su arcón
(Mt 13, 52).
ii El término “Testamento” corresponde a “diathéke”, con el que los primeros traductores
griegos vertieron la palabra hebrea “beríth”, que significa àlianza´. El vocablo griego significa,
ordinariamente: “disposición, última voluntad” sobre los bienes propios ( diá.títhemi, es decir,
dispongo, hago testamento). Muy rara vez es usada por los autores griegos profanos con el
sentido de “alianza”. Por eso, otros traductores judíos posteriores (Áquila, Símmaco y Teodoción)
usaron la palabra “synthéke”, que propiamente traduce la idea de alianza, propia del original
hebreo: beríth. Toda alianza se da entre dos (de ahí la partícula: syn–). Mientras que
“testamento” implica una decisión vertical, unilateral, de quien distribuye como quiere sus
haberes. Por esta diferencia, algunos protestantes modernos quieren insistir sobre el uso clásico
de la voz griega (unilateralidad de la intervención por parte de sólo Dios), dándole el sentido de
una benigna disposición hecha por Dios. Evidentemente, la supresión del compromiso por parte
del hombre (=las buenas obras) tiene un sabor luterano. Ahora bien, los intérpretes alejandrinos
(la LXX), al traducir el término hebreo por el griego, querían darle el sentido original hebreo, por
más que sea raro tal significado en la lengua griega profana. No es el primer caso en que los
LXX dan un nuevo cariz y hasta un nuevo sentido a palabras griegas. A veces, lo hacían por no
tener a mano en el vocabulario griego usual una palabra, que correspondiera a la idea hebrea,
desconocida en el mundo helenístico. Otras veces, teniendo a mano la palabra correspondiente,
evitaban usarla, para alejar otros sentidos, que tenía en el mundo profano y que no cuadraba con
el significado bíblico. Por ejemplo: en vez de emplear mántis, para nabí, eligen otra no tan usual:
profétes, porque la primera podía traer consigo el recuerdo de las manifestaciones demenciales
que solían acompañar a los portadores de oráculos en la religión pagana: pitonisas o sibilas. Por
último, es de presumir que los escritores del NT, al usar la palabra griega (diathéke), hayan
pensado más bien en el sentido usual en los LXX, antes que en el clásico. Además, el uso
impropio de la palabra “testamento” en lugar de “alianza” es fácilmente explicable, porque los
bienes de la alianza son muchas veces designados con el nombre de “herencia” y nosotros
somos herederos de Dios y coherederos de Cristo. Y, el mismo privilegio de llegar a ser un
“partner” con Dios, en una alianza (implicando el aporte humano al que le huye la exagerada
interpretación luterana de la “sola fe”, sin las “obras del hombre”, para la justificación y
salvación), lo debe el pueblo de Israel y la Iglesia después, a una libérrima “disposición”
(testamento) de Dios.
[Escriba aquí]

iii Algunas ediciones cristianas más modernas, distribuyen de modo parecido el material
bíblico del A.T; por ejemplo, Sagrada Biblia, con la dirección de F. Cantera Burgos y M. Iglesias
González; La Biblia del Peregrino, editada por L. Alonso Schökel. Con todo, este gran exégeta
español hace una distribución propia de tipo más literario. De ahí su articulación: 1. Prosa,
subdividido en: Pentateuco–Historia–Narraciones (1er. Tomo) –Profetas (incluyendo a Daniel); 2.
Poesía: Salmos, Cantar, Lamentaciones y Sapienciales (el resto de los “Didácticos); por último,
El Libro del Pueblo de Dios, bajo la dirección de A. Levoratti y A. B. Trusso.

iv Téngase presente igualmente que existen entre los libros admitidos en el canon hebreo,
trozos compuestos en arameo: Esdras 4, 8 hasta 6, 18; 7, 12–26, compuestos entre los siglos
Vº–IVº. El fragmento narrativo de Daniel 2,4b–7, 28, proveniente del siglo IIº a. C..
v Así es cómo se leen con frecuencia, al final de algún período monárquico, comentarios
como el siguiente: “El resto de los hechos de Salomón y todo lo que él hizo, lo mismo que su
sabiduría, ¿no está escrito en el libro de los Anales de Salomón?” (I Rey 11, 41). Es decir: el
autor ha seleccionado el material apto para mostrar la fidelidad o traición del rey en cuestión
respecto a la alianza con Dios. Lo demás lo tiene sin cuidado. (Ver igualmente la misma frase,
que se vuelve casi un estribillo: I Rey 14,19; 15, 7 y passim).
vi San Cirilo los distingue así: historiká, stijerá (escritos en verso; stixstijós: verso), que
equivalen a nuestros “didácticos”; y profetiká.
vii Nótese que el decreto tridentino (que tendremos en cuenta, al estudiar el canon bíblico) no
nombra explícitamente a las Lamentaciones, porque bajo el nombre de Jeremías incluye también
a este librito. Según este criterio, algunos enumeran sólo 45 libros inspirados en el NT.
viii R. Bultmann fue quien llevó al extremo este racionalismo “desmitologizante”. Al no ser
admitido en el “Consejo Ecuménico de Iglesias” (dado que, para pertenecer a él, es preciso
sostener la Trinidad, la divinidad de Cristo y el bautismo), replicó, que él se basaba en el principio
fundamental de la Reforma, o sea el “libre examen”.
ix Observemos, de pasada, la repercusión cultural, sensible hasta nuestros días, que trajo
todo esto. De allí derivan directamente: Descartes y Kant, Montaigne mediante. Compendia
Gilson al respecto: “Descartes marca la transición del renacimiento, mejor que del medioevo, al
mundo moderno (...) No marca la transición de todo el renacimiento, sino, para hablar con
exactitud, del escepticismo de Montaigne al período moderno de pensamiento constructivo de la
filosofía. La línea que va de Nicolás de Cusa y Giordano Bruno a Leibnitz no pasa por Descartes;
el cartesianismo fue la respuesta directa al reto del escepticismo de Montaigne. La larga lista de
pasajes del Discurso del Método, que son eco de los Ensayos [de Montaigne] muestra
claramente hasta qué punto se servía Descartes de la palabra de Montaigne (...) La filosofía de
Descartes fue una lucha desesperada para salir del escepticismo de Montaigne” (1966: 148–
149). Y ¿qué fue lo que desencadenó ese escepticismo en Montaigne? Nos responde el mismo
Gilson: “Montaigne, que estaba profundamente impresionado por las disensiones religiosas y
políticas de su tiempo y, ante todo, por la ruptura de la unidad moral como consecuencia de la
Reforma, retrotrajo la fuente común de esas desgracias al dogmatismo. Los hombres están tan
ciertos de lo que dicen, que no dudan en eliminar a los demás, como si con suprimir al objetante
se suprimiese la objeción. Montaigne ha sido y es todavía para muchos un maestro, pero la única
cosa que se puede aprender de él es el arte de no aprender. Este arte es muy importante y en
ningún lado se aprende mejor que en los Ensayos; lo malo de los Ensayos es que no enseñan
otra cosa. Según Montaigne, la sabiduría es una laboriosa educación de la mente, cuyo único
resultado está en adquirir el hábito de no juzgar. «Puedo mantener una posición–dice
Montaigne–, pero no puedo preferirla a otra». De aquí su conservatismo práctico.”
(Añadimos, por nuestra parte, notando, que no es tan “moderna” la posición de un R. Rorty:
“Podemos hacer lo que nos parece, en la medida en que es nuevo e interesante (...) En el
período post–moderno, la filosofía se verá libre de los pesos de la argumentación “ (“Di là dal
realismo edall‘antirealismo: Heidegger, Fine, Davidson, Derrida”, en Possenti, 1998: 58, nº 18;
341, nº 23).
“Dada una religión –continúa Gilson–, ¿por qué cambiarla? No se puede demostrar ni ésta ni la
otra, pero ésta ya la tenemos. No hay nada más peligroso que tocar un orden político, una vez
que está establecido” (149–150).
Se mide así el alcance cultural de una “rixa monachalis” (como tildó despreocupada y
negligentemente León X a la revolución luterana). Es todo esto una seria admonición, para no
descuidar como meras cuestiones “bizantinas”, sin proyección “pastoral”, la claridad y solidez de
la doctrina. “Parvus error in principio maximus fit in fine” (Santo Tomás, DEE, Preámbulo).
[Escriba aquí]

El Sínodo extraordinario de los obispos, con ocasión del vigésimo aniversario de la publicación
de la Dei Verbum (1985), recuerda muy precisamente: “Hay que evitar y superar aquella falsa
oposición entre la función doctrinal y la pastoral. Más aún, el verdadero afán pastoral consiste en
la actualización y concreción de la verdad de la salvación”. No en vano las “Cartas Pastorales”
son las que más insisten en la “sana doctrina” (I Tim 6, 3; II Tim 1, 13; 4, 3; Tit 1, 9. 13; 2, 1–2).
Las advertencias del Sínodo recién citado, terminan justamente el párrafo dedicado a la Dei
Verbum, constitución conciliar centrada exclusivamente en los problemas relativos a nuestro
estudio y de la que afirma también una gran y triste verdad: “Quizás fue demasiado descuidada”.
Amonestando, asimismo a “evitar una lectura parcial” ( L’Osservatore Romano, 22–XII–1985, 12;
Ed. Española).
No son, pues, estas cuestiones nociones inútiles, para recargar fatigosamente la mente, sufrir el
trago amargo del examen, para olvidarse después de todo y pasar a asuntos más urgentes o
agradables.
Quienes así tratan las ciencias sagradas tarde o temprano sufrirán las consecuencias de
semejante liviandad. Como ya se adelantó, aquellas “rixae monachales” (comentario con que
León X pretendió archivar los rumores en torno a Lutero) trajeron estas tempestades, que
todavía hoy envenenan a la Teología y la cultura.
Todo ese movimiento culminará en Kant y su famoso tratado: Die Religion im Rahmen der reinen
Vernunft (La Religión en el marco de la razón pura). Así surgió el racionalismo, que establece a
la razón humana como independiente y autónoma. Por lógica consecuencia, consideran a los
libros de la Sagrada Escritura como una colección de escritos puramente humanos, sujetos a
todas las fallas y errores comunes a cualquier obra humana. El movimiento racionalista, nacido
paradójicamente entre quienes proclamaban que “la razón” era la “magna meretrix”, originó el
ala, que se conoce como “protestantismo liberal”, para diferenciarlo del “conservador”, el cual, al
menos, admite la divinidad del cristianismo y todas las verdades de la fe no rechazadas por los
antiguos protestantes.
El racionalismo infiltrado dentro del catolicismo dio origen al “modernismo” en los últimos
decenios del siglo XIX y comienzos del XX. Así lo describe uno de los máximos teólogos
católicos: H. Urs von Balt-hasar: “La situación que se ha creado con la penetración de la
Ilustración en la Teología es algo completamente nuevo para la Iglesia católica. Las veleidades
de la Ilustración católica en el siglo XVIII se disolvieron rápidamente, mientras que la Iglesia
protestante y cada vez más también la anglicana se vieron afectadas por ello como por una
extraña enfermedad. Yo recuerdo las conversaciones con Karl Barth ya en los años cuarenta, en
las cuales él decía suspirando: «Vosotros los católicos tenéis la ventaja de que al menos sabéis
lo que tenéis que mantener en vuestras cuestiones de fe. Nosotros tenemos que acomodarnos a
gentes cuya supuesta fe se encuentra a mil leguas de lo que tenemos como verdad evangélica».
Naturalmente Barth veía con claridad que esta trágica situación provenía de la falta de un
magisterio doctrinal unificante. Por eso buscaba mantenerse unido lo más estrechamente posible
a la palabra de la Escritura y solía comentar que todo el que se extravía por detrás de esta
palabra penetra necesariamente en la tiniebla y tanto más cuanto más lejos vaya. Partiendo de
este supuesto podía dar en el seno de su Iglesia, fragmentada al infinito, un testimonio viviente,
pero sin tener medios de oponerse eficazmente a la dispersión” (1980: 28).
Comprobamos así la situación angustiosa de un creyente leal dentro del sistema protestante. Su
instinto, iluminado por el Espíritu, lo orienta, pero carece de cauces objetivos, para hacerlo
aceptable a otros. Queda sólo su patético testimonio. “Olvidaba –prosigue v. Balthasar– o acaso
no quería reconocer, que la síntesis original en la que el creyente conoce y confiesa la plenitud
de la verdad encierra en sí –y lo segrega a lo largo de los tiempos– un magisterio doctrinal con
pleno poder. Un magisterio encargado únicamente de anunciar la verdad indivisible, trabada
orgánicamente y de salvaguardarla para este fin. Todo teólogo intérprete de la Revelación tiene,
pues, que orientarse siempre por esta norma, a la que el magisterio vivo nos remite juntamente
con la Escritura y con los ojos en ella”. Pero, esto que era pacífico hasta hace poco, ha cambiado
en el seno mismo de la Iglesia católica (si es que pueden seguir llamándose “católicos” quienes
se están serruchando la rama misma en que están sentados...). Léase, en efecto, con qué tono
preocupado continúa reflexionando Von Balthasar: “Desde aquellas conversaciones con Barth, el
liberalismo teológico se ha introducido profundamente en la Iglesia católica. Se le puede
reconocer sobretodo en la contestación abierta y cada vez más decidida de las competencias del
magisterio, que se refieren a la doctrina, mientras que la contestación de las verdades reveladas
como tales, la mayor parte de las veces se camufla diplomáticamente. También este juego de
escondite con fórmulas aparentemente «ortodoxas», en las que se oculta un sentido liberal, es
decir, racionalista ilustrado, es un fenómeno nuevo muy desorientador para los laicos. Viendo las
afirmaciones aisladas de un teólogo, es casi imposible decidir si se trata de un enunciado
verdaderamente creyente o liberal. Aunque la cosa es distinta, si se considera la totalidad de sus
[Escriba aquí]

declaraciones y su posición respecto a la Iglesia. Pero incluso en este caso, sobre todo fuera del
ámbito católico, decidir sobre el carácter cristiano puede ser difícil. Piénsese, por ejemplo en
Rudolf Bultmann, sin duda alguna de una piedad profunda y tan estrechamente ligado a su
origen cristiano. Entre católicos este diagnóstico es más fácil por causa del lazo interno entre
Cristo y su Iglesia, entre su palabra y sacramento y su custodio, el ministerio eclesiástico. Pero
también aquí, por la inflación entre las ciencias teológicas de materias «neutrales», que se
pueden tratar, tanto siendo creyente como increyente –ciencia comparada de las religiones,
estudio de lenguas y culturas orientales con sus respectivas ciencias auxiliares, etc.– el despiste
no hace sino aumentar. Tras el antropocentrismo de estas materias encuentra la Teología liberal
mejores medios de esconderse.

Otro escondite muy eficaz es exigir una nueva interpretación de antiguas formulaciones de la fe,
que supuesta o realmente ya no son (fácilmente) inteligibles: las de los concilios o incluso de la
misma Escritura” (1980: 28–29). En resumen y en la realidad de las cosas, liberales y
modernistas, en lo que hace a nuestro tema, niegan la Inspiración de la Biblia y cuando parece
que la admiten, de hecho la vacían de significado, como decía A. Loisy: “Dios es el autor de la
Biblia, como es el arquitecto de San Pedro en Roma o de Nôtre Dame de Paris” (1908: 42). La
misma corriente racionalista se refleja también en los judíos modernos (1907: 608ss).
x Sirva de muestra el juicio, con que lo introduce Alonso Schökel: “De todos los libros del
Antiguo Testamento, el Levítico es el más extraño, el más erizado e impenetrable. Tabús de
alimentos, normas primitivas de higiene, menudas prescripciones rituales arredran o aburren al
lector de mejor voluntad. Hay cristianos que comienzan con los mejores deseos a leer la Biblia y
al llegar al Levítico, desisten” (1970: 13).
xi La obra del gran orador latino no ha llegado hasta nosotros.
xii Idéntica experiencia narra de sí mismo San Jerónimo: “Llevaba mi locura, hasta privarme
de comer, por leer a Cicerón (...) tomaba a Plauto entre mis manos. Si llegaba a suceder que por
una mudanza de ánimo emprendiese la lectura de los profetas, su estilo exótico me sublevaba y
cuando mis ojos enceguecidos permanecían cerrados a la luz, acusaba yo, no a mis ojos, sino al
sol” ( Epistula, 22, 30, 2). Retengamos –de pasada– hasta qué punto se ha de desconfiar de las
“primeras impresiones” y cómo, para las cosas de Dios se requiere “paciencia” (como lo indicaba
Pablo, precisamente para leer las Escrituras: Rom. 15,4). Sin la perseverancia de Agustín y
Jerónimo, pese a las primeras repugnancias, no habríamos tenido a los máximos doctores
bíblicos de la patrística latina.
Agreguemos que estos “criterios internos al libro mismo” no han de ser rechazados como inútiles,
pues una vez acertada la Inspiración (conocida por otro camino, como veremos), pueden servir
para recomendar y defender la Escritura, comparada con sus posibles desfiguraciones. Así, la
Iglesia rechazó del canon muchos libros que se decían provenir de los profetas o los Apóstoles.
La razón primaria de que no fueran tenidos por inspirados era la genuina Tradición, que nunca
los reconocía como tales. Pero, muchos de estos escritos, además, por criterios internos
negativos, se traicionaban como no inspirados (contradicción con la ordodoxia o la moral, etc.).
Es decir, si estos criterios no pueden demostrarnos qué libros son inspirados (positivamente), a
veces pueden indicarnos cuáles ciertamente no lo son. Pues muchos de ellos (apócrifos) son
conductos de doctrinas que repugnan con el conjunto de la Revelación o con los principios
naturales; otros son pueriles, inútiles, indignos de Dios. La razón es evidente: Dios no puede
estar en pugna con sus mismas palabras, ni con su santidad y sabiduría: “Fel cum melle
miscerinon congruit” (no conviene mezclar la hiel con la miel: Fragmento muratoriano, en:
Enchiridion Biblicum, 6). Así, el Evangelio de Judas propone al “traidor” como héroe, porque
colabora para que Jesús se despoje de su cuerpo muriendo, de acuerdo a la herejía gnóstica,
despreciativa de la materia y del cuerpo, según el dualismo platónico.
xiii Recuérdese el caso de Atahualpa, el Inca, a quien el P. V. Valverde le presentó su
breviario. Hojeó el libro un instante, arrojándolo después, con gran escándalo del clérigo español.
Allí había abismos culturales que colmar. Evidentemente, la sola Biblia no surte efectos mágicos
ni sobrenaturales, faltando la fe.
xiv Al respecto, recuérdese la sabia respuesta de Santa Juana de Arco al juez, que le tendía
una trampa, al preguntarle si estaba en gracia de Dios: “Si estoy, que ÉL allí me guarde. Si no lo
estoy, que ÉL allí me conduzca”, porque nadie puede ser consciente de que se encuentra en
gracia de Dios (Ver: I Cor 4, 4).
xv Se llama “Canon de Muratori” a un fragmento de un catálogo de las Escrituras, redactado
en latín, de fines del siglo II. Fue descubierto y publicado en Milán en 1740, por Ludovico Antonio
Muratori, sacerdote de Módena (1672–1751).
[Escriba aquí]

xvi Cita al Concilio Tridentino, Decreto sobre el Símbolo de la Fe, 4/2/1546.


xvii Se ha de notar con A. Bea que “las más de las veces ignoramos cómo y a quién fue hecha
esta primera revelación (...) Por lo demás este caso no es distinto al de muchas otras doctrinas
reveladas, que están desde un comienzo en la profesión de la Iglesia, sin que pueda ser
determinado cuándo y a quién fueron revelados por primera vez. Con esto se muestra solamente
cuán necesario sea el magisterio vivo y auténtico además de la Sagrada Escritura” (1935: n.
114).

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