Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Cultura y estética. Perspectivas teóricas más allá del mundo del arte. Unidad 2. Clase 4.
Clase 4
Coda de la unidad 1
A lo largo de la Unidad 1 nos propusimos recorrer los problemas fundamentales de la estética
moderna para observar desde allí aquello que Eagleton pero antes Adorno y Horkheimer
habían señalado como una cuestión ideológica.
El último texto que trabajaremos en esta unidad es la introducción al segundo tomo de Esferas,
una obra casi monumental de Sloterdijk, donde el vínculo entre naturaleza, imagen, dominio y
subjetividad adquirirá una particular declinación a partir del concepto de globo o esfera.
Sloterdijk toma como punto de partida una cita de Heidegger del texto que ustedes leyeron, La
época de la imagen del mundo:
Esta cita nos dice al menos dos cosas. Por un lado, que la época moderna implica una
particular forma de conquista, de apropiación, de dominación del mundo. El mundo aparece
como lo disponible, como aquello que se convierte en recurso para las necesidades antrópicas
y ante todo imperiales, y esa es en cierto modo la imagen de la modernidad, la de una
conquista y una apropiación. Pero también significa que es la imagen misma del mundo la que
se vuelve visible y conmensurable. También la imagen del mundo se torna disponible y
trazable. Este acento puesto tanto en la conquista como en la imagen es lo que le permite a
Sloterdijk pensar el texto de Heidegger bajo la idea de la globalización, que no es sino el tipo de
relación fundamental que el pensamiento occidental establece con el mundo. Globalizar quiere
decir en primer lugar hacer pasar al mundo por una grilla que lo geometriza bajo la lógica
esférica. El globo es entre los cuerpos geométricos uno que se anuda fuertemente con
determinada noción de lo mensurable y lo racionalizable, donde existe un centro equidistante
de todos los puntos que conforman la superficie o exterioridad de la esfera, y donde ser en el
mundo implica ocupar un lugar en el globo.
A lo largo del texto ustedes encontrarán una gran cantidad de imágenes que puntúan, ilustran,
pero también trazan contrapuntos con el argumento escrito. La imagen no es simplemente un
complemento del discurso, sino su contrapeso, casi en el sentido en el que Foucault podría
pensar la relación entre lo visible y lo enunciable. Lo que sostiene la operación de Sloterdijk es
la afirmación de que una ontología es siempre también una ontografía. Esta idea potente le
permite recorrer el imaginario de la esfera desde la antigüedad hasta nuestros días, y
reconstruir desde las imágenes las implicancias ontológicas de la globalización. Resulta por
demás sugerente en términos filosóficos tratar de asociar en cada caso qué tipo de ontografía
construye cada ontología, qué tipo de imágenes e imaginarios habilitan.
La imagen de la esfera aparece tempranamente en Roma como figuración del poder, bajo la
sandalia del emperador. La imagen de la esfera acuñada a menudo en las monedas permite
pensar esta dimensión política del dominio del globo, junto con la forma circular de la moneda
que remite, valga la redundancia, a la circulación monetaria. Uno de los sentidos más fuertes
del concepto de globalización es justamente aquel que vincula la lógica del capital con su
capacidad de circular y circunnavegar el mundo.
Esta imagen de dominio del globo contrasta por ejemplo con la imagen del Atlas Farnesio que
analiza Sloterdijk. El titán-filósofo carga con el cosmos celeste, mundo de las estrellas y las
ideas. Lo sostiene con su cuerpo, no puede verlo ni tener de él una visión, no es un mundo del
que pueda hacerse una imagen sino un mundo cuyo peso ontológico puede adivinar por la
carga que implica. Para hacerse una imagen del mundo ¿dónde habría que colocar el ojo?
¿Dónde debería ubicarse el sujeto de la visión?
El globo celeste que carga el titán nos recuerda aquello que la modernidad se ha ocupado de
borrar: los globos, hasta entrado el siglo XVIII venían de a pares, un globo celeste y globo
terrestre. El giro copernicano, lejos de herir narcisisticamente la centralidad de la tierra, la
coloca como parte de un cielo.
Sin embargo, hacia 1830 desaparecen los globos celestes, quedando únicamente la imagen
del mundo como globo terrestre.
Atlas farnesio . S. II
Así como la metafísica moderna se desentiende del trasmundo para reconducir las preguntas
fundamentales a la antropología, también la ontografía se concentra únicamente sobre la
imagen terrestre. Imagen que en adelante y quizás paradójicamente tendrá como lugar común
imaginario el globo que exige una mirada excéntrica.
La profusión de imágenes del globo sobre la mano, como disponible a la vista y al dominio
estallará en la modernidad como contraparte de las expediciones de conquista. Los imperios se
representarán así a través del dominio del globo, ya sea con la cruz sobre la esfera o con el
mundo cartografiado en la esfera sobre la mano de los emperadores.
Para la perspectiva de nuestra unidad el texto de Sloterdijk nos permite pensar el vínculo entre
la problematización estética de la imagen y de las formas de la representación en la
modernidad, y la construcción de una imagen del mundo como global y fundamentalmente
antrópico, es decir, disponible para la cultura entendida como humanidad. La noción de
ontografía asociada a una ontología nos será de utilidad para analizar cómo y qué tipo de
imágenes se construyen en relación con determinado perfil metafísico.
Presentación de la Unidad 2
En esta unidad vamos a trabajar en torno al problema de la relación entre cultura y exterminio.
Para ello en la clase de hoy: 1) comenzaremos pensando el modo en el que se construyeron
los imaginarios culturales y nacionales previos al genocidio cometido en Europa durante la
Segunda Guerra Mundial, tanto en lo que respecta a la construcción de la figura del judío como
un paria (a partir del texto de Traverso) como en lo referente al modo en que la historia del arte
recuperó las invasiones bárbaras para pensar la oposición norte/sur que operó en la
racialización del arte (a partir del texto de Michaud); 2) haremos una presentación introductoria
al problema de la representación en el debate en torno al genocidio a partir de los siguientes
ejes:
En las siguientes clases abordaremos con mayor profundidad los problemas filosóficos
implicados en la representación del genocidio y la cuestión de la iconoclastía y la memoria
visual.
Antes de adentrarnos en el estudio de los modos en los que la estética se ve interpelada por el
genocidio en Europa perpetrado durante la Segunda Guerra Mundial, conviene detenernos en
los modos en los que se fue constituyendo durante el siglo XIX y a comienzos del XX un cierto
imaginario cultural que nos dará una idea del contexto en el que se produce el genocidio. Para
ello, y de manera somera, presentaremos dos textos que de alguna forma se complementan: el
texto de Enzo Traverso, Los judíos y alemania, Ensayos sobre la simbiosis judío-alemana y el
de Éric Michaud, Las invasiones bárbaras. Una genealogía de la historia del arte.
El libro de Enzo Traverso trata de pensar si existió, previo al genocidio, una “simbiosis
judío-alemana” (tomado de la biología: asociación duradera y recíprocamente aprovechable
entre dos organismos vivos”), entendida como metáfora de un diálogo cultural o relación
intelectual a partir de lo que concibe como una especificidad cultural de Alemania. El autor va
contra la idea de asimilación o de integración de los judíos: se nos dice que no hubo tal
simbiosis, y que los alemanes llegaron a hablar de parasitismo en el contexto del antisemitismo
creciente desde el XIX.
A lo largo del texto Traverso presenta los tipos de judíos que surgen de la asimilación
incompleta y rechazada para dar cuenta de la reacción personal de algunas figuras eminentes
del judaísmo alemán así como de las posiciones políticas que fueron adoptando en una
sociedad que los trataba como outsiders. El parvenu, el paria, el Schlemihl y el Schonerrer son
esos tipos de existencia que Traverso analiza aquí a través de figuras concretas de la literatura
y la política. La hipótesis de Traverso es que:
Los judíos asimilados, así, vivían en una tierra de nadie donde combinaban los rasgos de una
tradición legada por siglos de ghetto y elementos de la cultura alemana contemporánea;
ejemplo máximo de este monólogo, para Traverso fue la ciudad de Praga donde toda la
expresión cultura en lengua alemana era producida por judíos.
La diversidad de posturas que tenían los judíos (nacionalistas o asimilacionistas, marxistas o
liberales, etc.) se borraba en el hecho de ser considerados todos ellos como otros dentro de la
sociedad alemana. En la línea de La tradición oculta de Arendt, Traverso se pregunta por el
estatuto del intelectual judío en el seno de esa sociedad a partir de dos figuras centrales de la
modernidad judía - el paria y el parvenu - que permiten pensar sus condiciones materiales de
vida, la posición social, su mentalidad y la constitución de su identidad. El paria y el parvenu
son, así, las dos maneras de existencia de la judeidad en el seno de un universo del cual ella
está excluida y con la que no hay síntesis posible.
En el capítulo 2 que ustedes tienen como bibliografía obligatoria, “El judío como paria”,
Traverso dará cuenta de la manera en que el concepto de “pueblo paria”, que llegó a ser
importante a nivel sociológico y económico en el siglo XIX, fue teorizado y sistematizado por
Max Weber, Bernard Lazare y Hannah Arendt. Allí se lee la definición weberiana como una
declinación esencialmente económica que va transformándose en una condición existencial en
los otros dos. Para Weber, los judíos son “un pueblo huésped, que vive en un entorno extraño
del cual está separado ritual, formal o efectivamente”. Y, como el tradicionalismo de este pueblo
lo hacía refractario a toda innovación económica, su hostilidad hacia la magia habría sido la
única contribución con la formación del capitalismo moderno. Por su parte, Lazare traza una
línea de continuidad entre el paria judío y el revolucionario y extiende su figura hacia la idea de
una tradición oculta de los perseguidos que es pensada con orgullo a diferencia del parvenu, la
figura del advenedizo que rechaza su identidad para ser admitio en el seno de las clases
dominantes. El capítulo termina con un análisis del modo en que Arendt recupera el
pensamiento de Lazare para pensar los aspectos políticos y espirituales del paria.
El texto de Éric Michaud da cuenta de la forma en la que la historia del arte fue pensada a partir
del mito de las invasiones bárbaras como aquel acontecimiento que permitió una salida
saludable al estancamiento que se habría producido en el arte durante los siglos VI y V. A partir
del siglo XIX comienza a considerarse la irrupción de las razas del norte en términos de
renovación, de rejuvenecimiento fisiológico, cultural y político de los pueblos del imperio, y de
esa forma se asumen las invasiones bárbaras como el evento que inscribe la historia del arte
en “el gran relato de las razas”. Como disciplina, entonces, nos dice Michaud, la historia del
arte nace bajo el signo del anticlasicismo, para reivindicar las singularidades étnicas contra el
pretendido universalismo de lo clásico. La teoría moderna de las razas se traslada a la teoría
de la determinación racial de las formas culturales y permite pensar el aporte de las invasiones
germánicas como aquello que permite el surgimiento del nuevo arte cristiano y separa la cultura
mediterránea, antigua y pagana, del genio del norte moderno y cristiano.
El discurso de la sangre, como hoy el del gen, se asienta sobre una invisibilidad
fundamental: ya se apliquen a los humanos o a los objetos artísticos, ambos relacionan
siempre las diferencias visibles entre cuerpos con causas naturales que permanecen
ocultas, pero que estarían encargadas de asegurar sin fallar la transmisión de las
diferencias. De manera que esos discursos afirman no que la cultura está en la
naturaleza, sino que ella procede de la naturaleza.
El capítulo III describe con detalle el modo en que se lleva a cabo el proceso de interpretación
de las invasiones bárbaras que culmina con la oposición de las razas germánicas y latinas para
comparar sus producciones culturales. Sobre la antítesis geográfica y climática del norte y del
sur se monta una serie de oposiciones que culmina con la visión de que son los pueblos del
norte los que logran superar el paganismo antiguo, “sacudir el yugo romano”. A través de un
análisis de algunos escritos de Fichte, F. Schlegel y la propia Madame de Staël en Francia,
Michaud muestra el procedimiento de racialización y jerarquización de las producciones
artísticas que dividía en dos a Europa: italianos, franceses y portugueses (herederos del
paganismo, amantes de lo terrenal), por un lado, y alemanes, suizos, ingleses, suecos,
daneses y holandeses (emancipados de Roma y civilizados gracias a la adopción del
cristianismo). Esta oposición se cristaliza en la distinción clasico/romántico.
Así, el conflicto de las razas se duplicaba en los dos lados de un conflicto de clases: en
el espacio germánico se denunciaba la cultura francesa y clásica de las élites cultivadas
que las hacía extranjeras al pueblo alemán, mientras que en Francia la aristocracia fue
pronto denunciada por su origen germánico: de suerte que aquí y allá, las jerarquías de
“razas” parecían confundirse con las jerarquías sociales.
De esta manera, vemos que la idea de una superioridad germana era un mito compartido por
franceses y alemanes y este proceso de “desbarbarización de los antiguos bárbaros” es
acompañado por la idea de una dominación europea sobre los pueblos de otros continentes
como consecuencia de su superioridad. Una inferioridad natural de los pueblos salvajes o
colonizados era acompañada por la reivindicación de los pueblos bárbaros.
Dentro de la historia del arte esto es tramitado por medio de una rehabilitación del estilo gótico,
y una defensa del barroco y del expresionismo: “la historia del arte comienza con el
romanticismo por la fragmentación de la eternidad clásica- y esta caída del arte en la
conciencia histórica se efectúa bajo el signo de los bárbaros”. Pero esta inversión romántica no
era sólo estética, era también política, racial y religiosa.
En Francia se elaboran teorías que trazan continuidades entre los planos biológico y cultural
para establecer la naturaleza hereditaria de la transmisión de las formas artísticas y una
continuidad étnica o racial de los estilos. En Alemania, de la mano de Riegl también se concibió
la superioridad del arte proveniente de los pueblos indo-germánicos: ya no se trataba de pensar
una decadencia del estilo clásico sino de la emergencia de un nuevo estilo que se correspondía
con un nuevo Kunstwollen (un nuevo querer artístico, una voluntad de arte), que a su vez, fue
concebida como progresiva. Riegl intentaba demostrar, nos dice Michaud, que los pueblos de
raza germánica tenían el rol central en la evolución del arte y de la cultura occidental, tesis que
según nuestro autor, tiene un éxito rotundo hasta hoy. Desde un hegelianismo evolucionista,
Riegl podía sostener que cada fase del proceso histórico se corresponde con una disposición
racial. Es interesante tener en cuenta aquí que la distinción entre el estilo háptico (táctil) del
arte antiguo mediterráneo y el estilo óptico del arte moderno del norte funciona también como
una jerarquización que da cuenta también de la moderna conversión del mundo en imagen (de
la que hablamos en la unidad 1). Los pueblos germánicos más espirituales y más ópticos eran
de esta forma la cima de la evolución.
El capítulo siguiente del libro de Michaud (el IV) está dedicado a pensar la construcción de un
nuevo bárbaro: el judío sin arte. Aquí se analiza el modo en que la emancipación de los judíos
[la eliminación de la discriminación legal contra los judíos y la concesión de igualdad de
derechos que a todo ciudadano de un país] fue entendida como una amenaza de la identidad
cultural de los pueblos. De esta forma, el pueblo judío ocupó el lugar simbólico que había
ocupado el bárbaro antes de su reivindicación romántica, desde el antijudaísmo religioso de
Hegel o Feuerbach al antisemitismo racial de Wagner. Michaud analiza con detalle los escritos
wagnerianos contra la legitimidad de la actividad artística judía y sus antecedentes en el joven
Hegel; la perspectiva racial de Renan según el cual nada se debe en el arte y la poesía a los
pueblos semitas; los modos en que el nacionalismo alemán asoció la emancipación judía a
Francia, y, luego, ya en el nazismo, la asociación de todos los motivos antijudíos en la
concepción de una superioridad germano-nórdica sostenida en la idea de que “los arios eran
los únicos creadores de cultura [Kulturbegründer]” y los judíos, por el contrario, Kulturzertörer,
destructores de cultura.
A través de este breve recorrido de la historia de las ideas de cultura, historia del arte, y su
relación con los discursos raciales, podemos volver a pensar las propuestas filosóficas que
estudiamos en la unidad pasada: vemos cómo Kant todavía es deudor del clasicismo y no
sostiene su discurso estético sobre la base racial evolutiva que ya encontramos en Hegel; y
también podemos ahora comprender la revuelta estética llevada a cabo por Nietzsche cuando
reivindica un estilo clásico frente al estilo que llama romántico. Su alejamiento de Wagner es
también un alejamiento respecto del discurso moderno que en el caso de la estética fue
asociado también a una jerarquización racial de los estilos.
Problemas historiográficos
En la compilación En torno a los límites de la representación, Saul Friedlander señala que
estamos ante un “suceso histórico que pone a prueba las tradicionales categorías de
conceptualización y representación” en la medida en que ha sido “un intento voluntario,
sistemático, industrialmente organizado y ampliamente exitoso de exterminar por completo un
grupo humano en el marco de una sociedad occidental del siglo XX” (p. 23).
Al sociólogo Zygmunt Bauman le interesa pensar qué tiene que decir el Holocausto de la
sociología como disciplina científica, pues pareciera que la sociología no tiene nada que aportar
a la comprensión del fenómeno. El Holocausto se presenta como un rostro oculto de la
sociedad moderna, como la extensión rutinaria del moderno sistema de producción. Bauman
denuncia cierta ceguera académica de la sociología frente a disciplinas como la historia y la
teología, que han hecho aportes fundamentales para la comprensión del fenómeno del
genocidio. Sin embargo, insiste, es importante estudiarlo porque las condiciones que lo hicieron
posible no han desaparecido.
Sin embargo, el concepto de genocidio es moderno, surgido a propósito del aniquilamiento del
pueblo armenio y difundido a propósito de los asesinatos de poblaciones judías y gitana, de
personas pertenecientes a movimientos políticos contestatarios, personas con capacidades
especiales o identidades sexuales no hegemónicas, grupos eslavos o religiosos, producidos
durante el nazismo. Feierstein intentará delimitar su uso del término a su uso moderno, en tanto
busca pensarlo como una práctica social cuyos orígenes pueden rastrearse en el S. XV, con la
creación en 1492 de un proto estado moderno sobre la base de la adscripción confesional
católica y la expulsión de judíos y musulmanes en la España de los Reyes Católicos. Esta
práctica no consistiría exclusivamente en el aniquilamiento de poblaciones sino en el modo en
que se lleva a cabo, las formas de legitimación que adquiere para lograr consenso y
obediencias, así como las consecuencias puntuales para víctimas y perpetradores. La práctica
social genocida tiene entonces, para Feierstein dos aspectos, el del genocidio y el de su
realización simbólica a través de modelos de representación o narración de dicha experiencia.
El genocidio de esta manera es pensado como un “proceso” que puede “deconstruirse” y que
puede “resistirse”.
Entiendo por práctica social genocida aquella tecnología de poder cuyo objetivo radica
en la destrucción de las relaciones sociales de autonomía y cooperación y de la
identidad de una sociedad, por medio del aniquilamiento de una fracción relevante (sea
por su número o por los efectos de sus prácticas) de dicha sociedad y del uso del terror,
producto del aniquilamiento para el establecimiento de nuevas relaciones sociales y
modelos identitarios.
Usar el mismo concepto para fenómenos históricos distintos no significa ignorar las diferencias
sino postular la existencia de un hilo conductor que remite a la tecnología de poder donde la
“negación del otro” llega al punto límite de su aniquilación material y simbólica. La desaparición
tiene un efecto novedoso sobre los sobrevivientes: la negación de su identidad que se define
por su modo de vivir. El exterminio, por ello, no culmina sino que comienza con las muertes que
produce.
En el Capítulo II se formula una tipología de las prácticas sociales genocidas para pensar la
especificidad del tipo de reorganización que proponen. Luego de pasar revista a las diferentes
formas de tipologizar los genocidios, Feierstein intenta pensar su propia tipología de las
prácticas sociales genocidas, tal como se las definió en el capítulo anterior.
Lo primero que plantea es una diferencia entre lo que llama un “genocidio pre estatal” y los
genocidios modernos, a los que se puede llamar prácticas sociales. Hubo 4 hechos históricos
que habilitan el surgimiento de estas prácticas: a) la constitución del primer proto estado
moderno en España con la unificación de Aragón y Castilla; b) la constitución de la identidad
estatal a partir de una identidad nacional confesional acompañada de la expulsión de judíos y
musulmanes; c) la simultaneidad de esto con el descubrimiento de América y las discusiones
sobre el grado de humanidad de sus habitantes (así como con el transcurso de los siglos
sucederá con respecto a las poblaciones de otros continentes); d) el funcionamiento
inquisitorial y de la lógica de la “interpelación” a brujas y herejes.
Entre las prácticas sociales genocidas (el genocidio moderno) distingue cuatro tipos básicos:
1) GENOCIDIO CONSTITUYENTE: es la aniquilación cuyo objetivo es la formación del
Estado nación y que se ejecuta sobre las poblaciones excluidas del “pacto estatal”
(pueblos originarios o núcleos políticos opositores al pacto). Un ejemplo de este
genocidio es el de la conformación del estado argentino sostenido en la aniquilación de
los pueblos originarios (campañas al Chaco y a la Patagonia), los pueblos
afrodescendientes (incorporación a las milicias, exposición a las enfermedades o
represión directa luego de Rosas) y los caudillos excluidos del nuevo pacto de poder.
2) GENOCIDIO COLONIALISTA: es la aniquilación de poblaciones autóctonas para usar
los recursos naturales de los territorios que ocupan y/o como estrategia de
subordinación. Este genocidio remite simbólicamente al exterior de la sociedad, por
ejemplo los genocidios sociales del S. XIX en territorio africano, o la colonización
española del continente americano, o la actual aniquilación de tribus del Amazonas o de
la selva paraguaya.
3) GENOCIDIO POSCOLONIAL: es la aniquilación de la población que resulta de la
represión a las luchas de liberación nacional (sería un tipo de genocidio articulador entre
los genocidios constituyentes y/o colonialista y la forma del genocidio reorganizador.
Ejemplo de este caso lo constituyen las guerras contrainsurgentes de los 40, 50 y 60
desde Indochina o Argelia hasta Vietnam.
4) GENOCIDIO REORGANIZADOR: el objetivo de esta aniquilación es el de transformar
las relaciones sociales hegemónicas al interior de un Estado nación preexistente. Este
será caracterizado como genocidio concentracionario. En el Cono Sur, prescindiendo ya
de todo contenido racial, se desarrolla este tipo de genocidios que logra clausurar las
relaciones que obturan el ejercicio del poder, las llamadas “relaciones de reciprocidad”.
El aniquilamiento es aquí un medio, no un fin, y el objeto del terror es el conjunto total
de la sociedad.
El interés de Feierstein en este libro es, entonces, trabajar sobre este último tipo de genocidio
que opera dentro de una sociedad ya constituida y que intenta refundar el ejercicio del poder
concreto y abstracto en su interior. Por ello las prácticas sociales genocidas pueden ser
consideradas como fundantes y funcionales en la modernidad: “si la tecnología de poder es la
destrucción y reorganización de relaciones sociales, el dispositivo a través del cual opera esta
modalidad genocida es el campo de concentración”, concluye el sociólogo. El genocidio nazi,
su novedad, consiste en que reestructura un Estado preexistente, transforma el conjunto dentro
del cual los grupos de población exterminados existían, de allí la metáfora médica de la
extirpación de la parte enferma del propio cuerpo. Incluso aunque en él convivan el mito de
fundación de un nuevo Estado, la expansión colonial, el proyecto de rediseño racista de la
población europea y la reformulación de la propia sociedad alemana. El carácter reorganizador
del nazismo requiere tanto el aniquilamiento material del judío bolchevique como el simbólico
de la judeidad. También el caso argentino, será para Feierstein, un tipo de genocidio
reorganizador, como sus propios perpetradores lo reconocen al nombrar su dictadura como
“Proceso de Reorganización Nacional”. Un Estado preexistente (fundado en un genocidio
constituyente) es reorganizado sobre la base de un aniquilamiento de modalidad
concentracionaria.
Sobre estas ideas, Feierstein intentará trazar la continuidad teórico conceptual que articulan
estos procesos entendidos como genocidios reorganizadores con lógicas concentracionarias
que, como afirma Agamben, constituyen la “matriz oculta” de la modernidad.
En el Capítulo III, finalmente, Feierstein relaciona las prácticas sociales genocidas como
tecnologías de poder con las contradicciones no resueltas de la modernidad. Y se pregunta
cuáles son las condiciones de posibilidad y emergencia de la práctica social genocida. Para
contestar pensará el concepto mismo de modernidad como un sistema de poder, conjunto de
tecnologías específicas de destrucción y reconstrucción de relaciones sociales que está
atravesado por tres contradicciones en torno a la cuestión de la igualdad, la de la soberanía y la
de la autonomía.
Las semanas próximas, como decíamos, abordaremos los problemas filosóficos y los
problemas de la representación estética del genocidio, por ello ahora y para terminar, daremos
cuenta de los modos en los que el arte mismo se ha hecho cargo del problema particular,
surgido en el seno de las teorías estéticas y filosóficas acerca de los límites de la
experimentación estética: ¿tiene límites o debería tenerlos el abordaje artístico del exterminio?
¿es posible una representación artística que no genere ambigüedades ideológicas? ¿corren
todas las representaciones artísticas el “riesgo de volverse sospechosas de una complicidad o
complacencia”, como se pregunta J-L. Nancy?
En 1949, Adorno sentenciaba que “luego de lo que pasó en el campo de Auschwitz, es cosa
barbárica escribir un poema” (en “Crítica de la cultura y sociedad”). Este interdictum adorniano,
polémico y repetido hasta el hartazgo, parece condenar la representación estética del genocidio
a la vez que plantea la necesidad de volver a pensar el estatuto mismo de la representación.
Aunque Adorno haya intentado precisar y contextualizar esta afirmación diciendo que ya no
puede hacerse poesía del mismo modo en que se hacía antes de Auschwitz, y hasta haya
señalado más tarde, casi contradictoriamente, que “la expresión más auténtica del arte”
consiste en el “estremecerse del horror extremo”, o que Un sobreviviente de Varsovia –el
oratorio dodecafónico de Schönberg– es la primera obra en la historia de la música que dio
“voz al horror” y que la poética de Celan es el equivalente en lenguaje lírico de la nueva música
schönberguiana (como dice en “Aquellos años veinte”); lo cierto es que esta prohibición ha
servido de disparador para una serie de reflexiones acerca del problema de la representación
artística y acerca de la relación entre arte y política después del experimento nazi que fusionó
ambas esferas: eso que Lacoue-Labarthe llama nacional-esteticismo (en La ficción de lo
político). Se trataría, entonces, menos de un juicio sobre el futuro de la poesía como género
literario, que de una seria duda respecto de la capacidad general del pensamiento de medirse
con el exterminio.[4]
En efecto, a partir de ese momento no sólo han surgido largas discusiones entre intelectuales,
filósofos e historiadores, sino también diversas manifestaciones artísticas: desde aquellas
producidas directamente por sobrevivientes, como los relatos testimoniales de Primo Levi,
Jorge Semprún o Tadeusz Borowski[nos referimos a la trilogía de Levi: Si esto es un hombre,
La tregua y Los hundidos y los salvados; los libros de Semprún como La escritura o la vida y
Viviré con su nombre, morirá con el mío; o los cuentos de Borowski compilados en Nuestro
hogar es Auschwitz] o como los dibujos de David Olére o Zoran Music; hasta los poemas de
Paul Celan –especialmente la Todesfuge, escrita, curiosamente, cuatro años antes de la
afirmación de Adorno– y las películas de Alain Resnais (Noche y niebla) y Claude Lanzmann
(Shoah). O, incluso, aquellas obras, más polémicas, que ya no dan testimonio de las víctimas
sino que abordan el problema del nazismo desde el punto de vista alemán, entre las que
podríamos mencionar, simplificando mucho, las películas de Luchino Visconti (La caída de los
dioses) y de Hans-Jünger Syberberg (Hitler, una película de Alemania).
En las primeras páginas de La escritura o la vida, Semprún resume el problema en cuestión
con claridad:
¿Se puede contar? ¿Podrá contarse alguna vez? La duda me asalta desde este primer
momento. Estamos a 12 de abril de 1945, el día siguiente de la liberación de
Buchenwald. La historia está fresca [...] No hace ninguna falta un esfuerzo particular de
memoria. Tampoco hace ninguna falta una documentación digna de crédito,
comprobada. Todavía está presente la muerte. Está ocurriendo ante nuestros ojos,
basta con mirar [...]
La realidad está allí, disponible. La palabra también. No obstante, una duda me asalta
sobre la posibilidad de contar. No porque la experiencia vivida sea indecible. Ha sido
invivible, algo del todo diferente [...] Algo que no atañe a la forma de un relato posible,
sino a su sustancia. No a su articulación, sino a su densidad. Sólo alcanzarán esta
sustancia, esta densidad transparente, aquellos que sepan convertir su testimonio en un
objeto artístico, en un espacio de creación. O de recreación. Únicamente el artificio de
un relato dominado conseguirá transmitir parcialmente la verdad del testimonio.[6]
“Lo inefable no es más que una coartada o una señal de pereza”, escribe Semprún,[7] por ello,
contra el secretismo con que intentó protegerse la Solución Final, se tratará, dirá Nancy, y junto
con él Agamben y Didi-Huberman, de “exponer su invisibilidad”. A pesar de las diferencias de
enfoques o de opiniones respecto de cómo comprender este evento, veremos la clase próxima
la perspectiva de estos autores que buscan “evitar los eufemismos” y exigir el discernimiento
del exterminio acontecido en Europa durante la Segunda Guerra Mundial.
Tenemos entonces dos tipos de representaciones artísticas, aquí una lista somera de algunos
casos tradicionales, a continuación algunas imágenes
Denuncia:
- Arnold Schoenberg, El
sobreviviente de Varsovia
- Paul Celan, Todesfuge
- Noche y Niebla (Resnais)
- Shoah (Claude Lanzmann)