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RENACIMIENTO Y BARROCO
1. Garcilaso
2. Fray Luis de León
3. Cervantes
4. Góngora
5. Lope de Vega
6. Quevedo
Literatura Española. Máster en investigación literaria y teatral en el contexto europeo. Curso 2017-2018.
En primer lugar, hay que recordar la breve biografía de Garcilaso1, y su prematura muerte
con 36 años. Su vida responde perfectamente al modelo renacentista de El Cortesano
(hombre de armas y de letras) y su obra (muy breve) está inspirada en sus propios
sentimientos, fundamentalmente en el amor por una mujer real, Isabel Freire. En cuanto se
conoció su obra (fue publicada por su amigo Boscán en 1543, tras sus propias obras, Las obras
de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega) los elogios y su influencia no cesaron. Hacia 1570
los editores comenzaron a publicarla aislada de la de Boscán.
Temas de los sonetos. En la lectura de los sonetos completos hay que ver:
1. Además del amor, la desesperanza ante la brevedad del tiempo, el dolor por la muerte
de la amada, el carpe diem (soneto XXIII), la tristeza del amor perdido, la triste experiencia
de la vida (soneto VII), la ausencia de la amada (sonetos VIII y IX), los dulces recuerdos
evocados con tristeza al haberlos perdido (soneto X), el consuelo de su amor ideal evocado a
través de la mitología (soneto XI, XIII y XV), la fuerza del hado (soneto XXV), la lucha interior:
entregarse o resistir al amor (soneto XXVI), empatía con otros seres de la Naturaleza o animales
(soneto XXXVII).
2. El color que aparece en sus composiciones
3. Sonetos dedicados a sus amigos.
Canciones:
1
Literatura Española. Máster en investigación literaria y teatral en el contexto europeo. Curso 2017-2018.
SONETO I
SONETO V
SONETO X
2
Literatura Española. Máster en investigación literaria y teatral en el contexto europeo. Curso 2017-2018.
SONETO XV
Si de mi baja lira
tanto pudiese el son que en un momento
aplacase la ira
del animoso viento
y la furia del mar y el movimiento,
y en ásperas montañas
con el süave canto enterneciese
las fieras alimañas,
los árboles moviese
y al son confusamente los trujiese:
no pienses que cantado
seria de mí, hermosa flor de Gnido,
el fiero Marte airado,
a muerte convertido,
de polvo y sangre y de sudor teñido,
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ni aquellos capitanes
en las sublimes ruedas colocados,
por quien los alemanes
el fiero cuello atados,
y los franceses van domesticados;
mas solamente aquella
fuerza de tu beldad seria cantada,
y alguna vez con ella
también seria notada
el aspereza de que estás armada,
y cómo por ti sola
y por tu gran valor y hermosura,
convertido en vïola,
llora su desventura
el miserable amante en tu figura.
Hablo d’aquel cativo
de quien tener se debe más cuidado,
que ’stá muriendo vivo,
al remo condenado,
en la concha de Venus amarrado.
Por ti, como solía,
del áspero caballo no corrige
la furia y gallardía,
ni con freno la rige,
ni con vivas espuelas ya l’aflige;
por ti con diestra mano
no revuelve la espada presurosa,
y en el dudoso llano
huye la polvorosa
palestra como sierpe ponzoñosa;
por ti su blanda musa,
en lugar de la cítera sonante,
tristes querellas usa
que con llanto abundante
hacen bañar el rostro del amante;
por ti el mayor amigo
l’es importuno, grave y enojoso:
yo puedo ser testigo,
que ya del peligroso
naufragio fui su puerto y su reposo,
y agora en tal manera
vence el dolor a la razón perdida
que ponzoñosa fiera
nunca fue aborrecida
tanto como yo dél, ni tan temida.
No fuiste tú engendrada
ni producida de la dura tierra;
no debe ser notada
que ingratamente yerra
quien todo el otro error de sí destierra.
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Hágate temerosa
el caso de Anajárete, y cobarde,
que de ser desdeñosa
se arrepentió muy tarde,
y así su alma con su mármol arde.
Estábase alegrando
del mal ajeno el pecho empedernido
cuando, abajo mirando,
el cuerpo muerto vido
del miserable amante allí tendido,
y al cuello el lazo atado
con que desenlazó de la cadena
el corazón cuitado,
y con su breve pena
compró la eterna punición ajena.
Sentió allí convertirse
en piedad amorosa el aspereza.
¡Oh tarde arrepentirse!
¡Oh última terneza!
¿Cómo te sucedió mayor dureza?
Los ojos s’enclavaron
en el tendido cuerpo que allí vieron;
los huesos se tornaron
más duros y crecieron
y en sí toda la carne convertieron;
las entrañas heladas
tornaron poco a poco en piedra dura;
por las venas cuitadas
la sangre su figura
iba desconociendo y su natura,
hasta que finalmente,
en duro mármol vuelta y transformada,
hizo de sí la gente
no tan maravillada
cuanto de aquella ingratitud vengada.
No quieras tú, señora,
de Némesis airada las saetas
probar, por Dios, agora;
baste que tus perfetas
obras y hermosura a los poetas
den inmortal materia,
sin que también en verso lamentable
celebren la miseria
d’algún caso notable
que por ti pase, triste, miserable.
Égloga III
Personas: TIRRENO, ALCINO
1.
Aquella voluntad honesta y pura,
ilustre y hermosísima María,
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7.
Por aquesta razón de ti escuchado,
aunque me falten otras, ser merezco;
Lo que puedo te doy, y lo que he dado,
con recebillo tú, yo m’enriquezco.
De cuatro ninfas que del Tajo amado
salieron juntas, a cantar me ofrezco:
Filódoce, Dinámene y Climene,
Nise, que en hermosura par no tiene
8.
Cerca del Tajo, en soledad amena,
de verdes sauces hay una espesura,
toda de hiedra revestida y llena
que por el tronco va hasta el altura
y así la teje arriba y encadena
que’l sol no halla paso a la verdura;
el agua baña el prado con sonido,
alegrando la hierba y el oído.
9.
Con tanta mansedumbre el cristalino
Tajo en aquella parte caminaba
que pudieran los ojos el camino
determinar apenas que llevaba.
Peinando sus cabellos d’oro fino,
una ninfa del agua do moraba
la cabeza sacó, y el prado ameno
vido de flores y de sombra lleno.
10.
Movióla el sitio umbroso, el manso viento,
el suave olor d’aquel florido suelo;
las aves en el fresco apartamiento
vio descansar del trabajoso vuelo;
secaba entonces el terreno aliento
el sol, subido en la mitad del cielo;
en el silencio solo se ’scuchaba
un susurro de abejas que sonaba.
11.
Habiendo contemplado una gran pieza
atentamente aquel lugar sombrío,
somorgujó de nuevo su cabeza
y al fondo se dejó calar del río;
a sus hermanas a contar empieza
del verde sitio el agradable frío,
y que vayan, les ruega y amonesta,
allí con su labor a estar la siesta.
12.
No perdió en esto mucho tiempo el ruego,
que las tres d’ellas su labor tomaron
y en mirando defuera, vieron luego
el prado, hacia el cual enderezaron;
el agua clara con lascivo juego
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24.
Adonis éste se mostraba qu’era,
según se muestra Venus dolorida,
que viendo la herida abierta y fiera,
sobr’él estaba casi amortecida;
boca con boca coge la postrera
parte del aire que solia dar vida
al cuerpo por quien ella en este suelo
aborrecido tuvo al alto cielo.
25.
La blanca Nise no tomó a destajo
de los pasados casos la memoria,
y en la labor de su sotil trabajo
no quiso entretejer antigua historia;
antes, mostrando de su claro Tajo
en su labor la celebrada gloria,
la figuró en la parte dond’ él baña
la más felice tierra de la España.
26.
Pintado el caudaloso rio se vía,
que en áspera estrecheza reducido,
un monte casi alrededor ceñía,
con ímpetu corriendo y con rüido
querer cercarlo todo parecía
en su volver, mas era afán perdido;
dejábase correr en fin derecho,
contento de lo mucho que habia hecho.
27.
Estaba puesta en la sublime cumbre
del monte, y desde allí por él sembrada,
aquella ilustre y clara pesadumbre
d’antiguos edificios adornada.
D’allí con agradable mansedumbre
el Tajo va siguiendo su jornada
y regando los campos y arboledas
con artificio de las altas ruedas.
28.
En la hermosa tela se veían,
entretejidas, las silvestres diosas
salir de la espesura, y que venían
todas a la ribera presurosas,
en el semblante tristes, y traían
cestillos blancos de purpúreas rosas,
las cuales esparciendo derramaban
sobre una ninfa muerta que lloraban.
29.
Todas, con el cabello desparcido,
lloraban una ninfa delicada
cuya vida mostraba que habia sido
antes de tiempo y casi en flor cortada;
cerca del agua, en un lugar florido,
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Poesías.
Oda a la Vida retirada
1
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2
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El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena
la música extremada
por vuestra sabia mano gobernada. 5
A cuyo son divino
el alma, que en olvido está sumida,
torna a cobrar el tino
y memoria perdida
de su origen primera esclarecida. 10
Y como se conoce,
en suerte y pensamiento se mejora;
el oro desconoce
que el vulgo vil adora,
la belleza caduca engañadora. 15
Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es la fuente y la primera. 20
Ve cómo el gran Maestro,
a aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado. 25
Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entre ambos a porfía
se mezcla una dulcísima armonía. 30
Aquí el alma navega
por un mar de dulzura, y finalmente,
en él ansí se anega,
que ningún accidente
extraño y peregrino oye o siente. 35
¡Oh desmayo dichoso!
¡Oh muerte que das vida! ¡Oh dulce olvido!
¡Durase en tu reposo,
sin ser restituido
jamás a aqueste bajo y vil sentido! 40
A este bien os llamo,
gloria del apolíneo sacro coro,
amigos, a quien amo
sobre todo tesoro,
que todo lo visible es triste lloro. 45
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Prólogo a la traducción del Cantar de los Cantares (ed. de Javier San José Lera):
Ninguna cosa es más propia a Dios que el amor, ni al amor hay cosa más natural que
volver al que ama en las condiciones e ingenio del que es amado. De lo uno y de lo otro
tenemos clara experiencia. Cierto es que Dios ama, y cada uno que no esté muy ciego lo
puede conocer en sí por los señalados beneficios que de su mano continuamente recibe:
el ser, la vida, el gobierno della y el amparo de su favor, que en ningún tiempo ni lugar
nos desampara. Que Dios se precie más de esto que de otra cosa, y que le sea propio el
amor entre todas sus virtudes, vese en sus obras, que todas se ordenan a solo este fin,
que es hacer repartimiento y poner en posesión de sus grandes bienes a las criaturas,
haciendo que su semejanza de Él resplandezca en todas, y midiéndose a sí a la medida
de cada una de ellas para ser gozado de ellas: que, como dijimos, es obra propia y natural
del amor.
Pues entre las otras obras y tratados divinos, uno es la Canción suavísima que
Salomón, profeta y rey, compuso, en la cual, debajo de una égloga pastoril más que en
ninguna otra escritura, se muestra Dios herido de nuestros amores con todas aquellas
pasiones y sentimientos que este afecto suele y puede hacer en los corazones humanos
más blandos y más tiernos: ruega y llora, y pide celos; vase como desesperado, y vuelve
luego, y variando entre esperanza y temor, alegría y tristeza, ya canta de contento, ya
publica sus quejas, haciendo testigos a los montes y a los árboles de ellos, a los animales
y a las fuentes, de la pena grande que padece. Aquí se ven pintados al vivo los amorosos
fuegos de los demás amantes, los encendidos deseos, los perpetuos cuidados, las recias
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Literatura Española. Máster en investigación literaria y teatral en el contexto europeo. Curso 2017-2018.
congojas que el ausencia y el temor en ellos causan, juntamente en los celos y sospechas
que entre ellos se mueven. Aquí se oye el sonido de los ardientes suspiros, mensajeros
del corazón, y de las amorosas quejas y dulces razonamientos, que unas veces van
vestidos de esperanza, otras de temor, otras de tristeza o alegría; y, en breve, todos
aquellos sentimientos que los apasionados amantes probar suelen, aquí se ven tanto
más agudos y delicados, cuanto más vivo y acendrado es el divino amor que el mundano,
y dichos con el mayor primor de palabras, blandura de requiebros, extrañeza de bellas
comparaciones que jamás se escribió ni oyó. A cuya causa la lección deste libro es
dificultosa a todos y peligrosa a los mancebos, y a los que aún no están muy adelantados
y muy firmes en la virtud; porque en ninguna escritura se exprimió la pasión del amor
con más fuerza y sentido que en ésta; y así, acerca de los hebreos no tienen licencia para
leer este libro y otros algunos de la ley los que fueren menores de cuarenta años. Del
peligro no hay que tratar: la virtud y valor de Vuestra Merced nos hace bien seguros; la
dificultad, que es mucha, trabajaré yo de quitar cuanto alcanzaren mis fuerzas, que son
bien pequeñas.
Cosa sabida y confesada por todos es que en estos Cantares, como en persona de
Salomón y de su esposa, la hija del rey de Egipto, debajo de amorosos requiebros,
explica el Espíritu Santo la Encarnación de Cristo y el entrañable amor que siempre tuvo
a su Iglesia, con otros misterios de gran secreto y de gran peso. En este sentido que es
espiritual no tengo que tocar, que de él hay escritos grandes libros por personas
santísimas y muy doctas que, ricas del mismo espíritu que habló en este libro,
entendieron gran parte de su secreto, y como lo entendieron lo pusieron en sus
escrituras, que están llenas de espíritu y de regalo. Así que en esta parte no hay que
decir, o porque está ya dicho, o porque es negocio prolijo y de grande espacio.
Solamente trabajaré en declarar la corteza de la letra, así llanamente, como si en este
libro no hubiera otro mayor secreto del que muestran aquellas palabras desnudas, al
parecer, dichas y respondidas entre Salomón y su esposa. Que será solamente declarar
el sonido de ellas, y aquello en que está la fuerza de la comparación y del requiebro;
que, aunque es trabajo de menos quilates que el primero, no por eso carece de grandes
dificultades, como luego veremos.
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Lo que yo hago en esto son dos cosas: la una es volver en nuestra lengua palabra por
palabra el texto de este libro; en la segunda, declaro con brevedad no cada palabra por
sí, sino los pasos donde se ofrece alguna oscuridad en la letra, a fin que quede claro su
sentido así en la corteza y sobrehaz, poniendo al principio el capítulo todo entero, y
después de él su declaración.
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Literatura Española. Máster en investigación literaria y teatral en el contexto europeo. Curso 2017-2018.
que declara, cuyo propio oficio es; y nosotros usamos de él después de puesto cada un
capítulo en la declaración que se sigue. Bien es verdad que trasladando el texto, no
pudimos tan puntualmente ir con el original; y la cualidad de la sentencia y propiedad
de nuestra lengua nos forzó a que añadiésemos alguna palabrilla, que sin ella quedara
oscurísimo el sentido; pero éstas son pocas, y las que son van encerradas entre dos rayas
de esta manera [ ].
Propone luego al principio aquello de que ha de decir, que es la doctrina de una mujer
de valor, esto es, de una perfecta casada, y loa lo que propone, o, por mejor decir,
propone loándolo, para despertar desde luego y encender en ellas aqueste deseo
honesto y virtuoso. Y porque tuviese mayor fuerza el encarescimiento, pónelo por vía
de pregunta, diciendo: «Mujer de valor, ¿quién la hallará?». Y en preguntarlo y decirlo
así, dice que es dificultoso el hallarla, y que son pocas las tales. Y así, la primera loa que
da a la buena mujer, es decir della que es cosa rara, que es lo mismo que llamarla
preciosa y excelente cosa, y digna de ser muy estimada, porque todo lo raro es precioso.
Y que sea aqueste su intento, por lo que luego añade se vee: «"Alejado y extremado",
dice, "es su precio»". O, como dice el original en el mismo sentido: "«Más y allende, y
muy alejado sobre las piedras preciosas, el precio suyo»". De manera que el hombre que
acertare con una mujer de valor, se puede desde luego tener por rico y dichoso,
entendiendo que ha hallado una perla oriental, o un diamante finísimo, o una
esmeralda, o otra alguna piedra preciosa de inestimable valor.
Así que ésta es la primera alabanza de la buena mujer, decir que es dificultosa de
hallar. Lo cual, así es alabanza de las buenas, que es aviso para conoscer generalmente
la flaqueza de todas. Porque no sería mucho ser una buena si hubiese muchas buenas,
o si en general no fuesen muchos sus siniestros malos. Los cuales son tantos, a la verdad,
y tan extraordinarios y diferentes entre sí, que, con ser un linaje y especie, parecen de
diversas especies. Que, como burlando en esta materia, o fue Focílides o fue Simónides,
el que lo solía decir: en ellas solas se veen el ingenio y las mañas de todas las suertes de
cosas, como si fueran de su linaje; que unas hay cerriles y libres como caballos, y otras
resabidas como raposas, otras ladradoras, otras mudables a todos colores, otras
pesadas, como hechas de tierra. Y por esto, la que entre tantas diferencias de mal acierta
a ser buena, merece ser alabada mucho.
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Mas veamos por qué causa el Espíritu Sancto a la buena mujer la llama mujer de valor,
y después veremos con cuánta propriedad la compara y antepone a las piedras
preciosas. Lo que aquí decimos mujer de valor, (y pudiéramos decir mujer varonil, como
Sócrates acerca de Jenofón, llama a las casadas perfectas), así que esto que decimos
varonil o valor, en el original es una palabra de grande significación y fuerza, y tal, que
apenas con muchas nuestras se alcanza todo lo que significa. Quiere decir virtud de
ánimo y fortaleza de corazón, industria y riquezas, y poder y aventajamiento, y
finalmente, un ser perfecto y cabal en aquellas cosas a quien esta palabra se aplica. Y
todo esto atesora en sí la que es buena mujer, y no lo es si no lo atesora. Y para que
entendamos que es esto verdad, la nombró el Espíritu Sancto con este nombre, que
encierra en sí tanta variedad de tesoro. Porque, como la mujer sea de su natural flaca y
deleznable más que ningún otro animal, y de su costumbre e ingenio una cosa
quebradiza y melindrosa, y como la vida casada sea vida subjecta a muchos peligros, y
donde se ofrescen cada día trabajos y dificultades muy grandes, y vida ocasionada a
continuos desabrimientos y enojos, y, como dice Sant Pablo, vida adonde anda el ánimo
y el corazón dividido y como enajenado de sí, acudiendo agora a los hijos, agora al
marido, agora a la familia y hacienda, para que tanta flaqueza salga con victoria de
contienda tan dificultosa y tan larga, menester es que la que ha de ser buena casada
esté cercada de un tan noble escuadrón de virtudes, como son las virtudes que habemos
dicho y las que en sí abraza la propriedad de aquel nombre. Porque lo que es harto para
que un hombre salga bien con el negocio que emprende, no es bastante para que una
mujer responda como debe a su oficio y cuanto el subjecto es más flaco, tanto para
arribar con una carga pesada tiene necesidad de mayor ayuda y favor. Y como, cuando
en una materia dura y que no se rinde al hierro ni al arte, vemos una figura
perfectamente esculpida, decimos y conoscemos que era perfecto y extremado en su
oficio el artífice que la hizo, y que con la ventaja de su artificio venció la dureza no
domable del subjecto duro, así, y por la misma manera, el mostrarse una mujer la que
debe, entre tantas ocasiones y dificultades de vida, siendo de suyo tan flaca, es clara
señal de un caudal de rarísima y casi heroica virtud. Y es argumento evidente que,
cuanto en la naturaleza es más flaca, tanto se adelanta y aventaja más en el valor del
ánimo. Y esta misma es la causa también por donde, como lo vemos por la experiencia,
y como la historia nos lo enseña en no pocos ejemplos, cuando alguna mujer acierta a
señalarse en algo de lo que es de loor, vence en ello a muchos hombres de los que se
dan a lo mismo. Porque cosa de tan poco ser como es esto que llamamos mujer, nunca
ni emprende ni alcanza cosa de valor ni de ser, si no es porque la inclina a ello, y la
despierta y alienta, alguna fuerza de increíble virtud que, o el cielo ha puesto en su alma,
o algún don de Dios singular. Que, pues vence su natural, y sale como río de madre,
debemos necesariamente entender que tiene en sí grandes acogidas de bien.
Por manera que con grandísima verdad y significación de loor, el Espíritu Sancto a la
mujer buena no la llamó como quiera buena, ni dijo o preguntó: ¿Quién hallará una
buena mujer?, sino llamola mujer de valor, y usó en ello de una palabra tan rica y tan
significante como es la original que dijimos, para decirnos que la mujer buena es más
que buena, y que esto que nombramos bueno es una medianía de hablar, que no allega
a aquello excelente que ha de tener y tiene en sí la buena mujer. Y que, para que un
hombre sea bueno, le basta un bien mediano, mas en la mujer ha de ser negocio de
muchos y muy subidos quilates, porque no es obra de cualquier oficial, ni lance
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ordinario, ni bien que se halla a doquiera, sino artificio primo y bien incomparable, o,
por mejor decir, un amontonamiento de riquísimos bienes.
Y éste es el primer loor que le da el Espíritu Sancto, y con éste viene como nascido el
segundo, que es compararla a las piedras preciosas. En lo cual, como en una palabra,
acaba de decir cabalmente todo lo que en esto de que vamos hablando se encierra.
Porque, así como el valor de la piedra preciosa es de subido y extraordinario valor, así el
bien de una buena tiene subidos quilates de virtud; y como la piedra preciosa en sí es
poca cosa, y, por la grandeza de la virtud secreta, cobra precio, así lo que en el subjecto
flaco de la mujer pone estima de bien, es grande y raro bien; y como en las piedras
preciosas la que no es muy fina no es buena, así en las mujeres no hay medianía, ni es
buena la que no es muy buena.
Y de la misma manera que es rico un hombre que tiene una preciosa esmeralda o un
rico diamante, aunque no tenga otra cosa, y el poseer estas piedras no es poseer una
piedra, sino poseer en ella un tesoro abreviado, así una buena mujer no es una mujer,
sino un montón de riquezas, y quien la posee es rico con ella sola, y sola ella le puede
hacer bienaventurado y dichoso. Y del modo que la piedra preciosa se trae en los dedos,
y se pone delante los ojos, y se asienta sobre la cabeza para hermosura y honra della, y
el dueño tiene allí juntamente arreo en la alegría y socorro en la necesidad, ni más ni
menos a la buena mujer el marido la ha de querer más que a sus ojos, y la ha de traer
sobre su cabeza, y el mejor lugar del corazón dél ha de ser suyo, o, por mejor decir, todo
su corazón y su alma. Y ha de entender que en tenerla, tiene un tesoro general para
todas las diferencias de tiempos, y que es varilla de virtud, como dicen, que en toda
sazón y coyuntura responderá con su gusto y le hinchirá su deseo, y que en la alegría
tiene en ella compañía dulce con quien acrescentará su gozo, comunicándolo, y en la
tristeza amoroso consuelo, y en las dudas consejo fiel, y en los trabajos regalo, y en las
faltas socorro, y medicina en las enfermedades, acrescentamiento para su hacienda,
guarda de su casa, maestra de sus hijos, provisora de sus excesos; y finalmente, en las
veras y burlas, en lo próspero y adverso, en la edad florida y en la vejez cansada, y por
el proceso de toda la vida, dulce amor, y paz, y descanso.
Hasta aquí llegan las alabanzas que da Dios a aquesta mujer. Veamos agora lo que
después desto se sigue.
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Miguel de Cervantes
Prólogo
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como
hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que
pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza, que en
ella cada cosa engendra su semejante. Y, así, ¿qué podía engendrar el estéril y mal
cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de
pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró
en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace
su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de
los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que
las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen
de maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el
amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltasIII, , antes las
juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires. Pero
yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote, no quiero irme con la
corriente del uso, ni suplicarte casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector
carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres, que ni eres su
pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más
pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes
lo que comúnmente se dice, que «debajo de mi manto, al rey mato, », todo lo cual te
esenta y hace libre de todo respecto y obligación, y, así, puedes decir de la historia todo
aquello que te pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien
que dijeres della.
Solo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la
inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al
principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque me costó algún
trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo.
Muchas veces tomé la pluma para escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que
escribiría; y estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en
el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío,
gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa, y,
no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia
de don Quijote, y que me tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las
hazañas de tan noble caballero.
—Porque ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo
legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que
duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una
leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de
concetos y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin
anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos
y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de
filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos
y elocuentes? Pues ¿qué, cuando citan la Divina Escritura? No dirán sino que son unos
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A lo cual él dijo:
—Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para
el principio, y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos
mesmo toméis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el
nombre que quisiéredes, ahijándolos al Preste Juan de las Indias o al Emperador de
Trapisonda, de quien yo sé que hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo
hayan sido y hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y
murmuren desta verdad, no se os dé dos maravedís, porque, ya que os averigüen la
mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes. En lo de citar en las
márgenes los libros y autores de donde sacáredes las sentencias y dichos que pusiéredes
en vuestra historia, no hay más sino hacer de manera que venga a pelo algunas
sentencias o latines que vos sepáis de memoria, o a lo menos que os cuesten poco
trabajo el buscalle, como será poner, tratando de libertad y cautiverio:
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Este prólogo está escrito en primera persona con un «yo» que se adelanta como una
de las instancias narrativas de la novela; personaje —él también— del libro, con vínculos
de parentesco con aquel «yo» que en I, 9, 105 da cuenta del dichoso hallazgo del
cartapacio en caracteres arábigos; un «yo» con la misma voz o análogas entonaciones
del «segundo autor», el alabado «curioso que tuvo cuidado de hacerlas [aquellas
grandezas] traducir» (II, 3, 647). Pero lo que ese «yo» ahora escribe es el cuento de un
prólogo «renitente», que el autor no quisiera hacer y que, sin embargo, felizmente se
hace. El prólogo, pues, es el relato de su constituirse, de su devenir prólogo bajo los ojos
mismos del lector.
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Extraído de la Biblioteca Virtual Cervantes:
https://cvc.cervantes.es/literatura/clasicos/quijote/edicion/parte1/prologo/nota_prologo.htm
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El epíteto escoge un lector libre, libre en cuanto lector; pero no sólo: más libre
también de prejuicios preceptistas y de los cánones dominantes; un lector, si no elitista,
distinto «del antiguo legislador que llaman vulgo». Entonces la presentación de la obra
—otra tarea tradicional— se cautela con describir las condiciones adversas en que se
engendró la novela, la cárcel de Sevilla en 1597 (según la opinión casi general de los
comentaristas), un lugar que es lo contrario del tópico locus amoenus, ‘el lugar apacible’
reservado a otros dichosos y aclamados autores, y es sobre todo lo opuesto a la festiva
y alegre invención creadora del libro. Y es aquí donde, conjugando otras dos figuras
prologales —el libro como hijo del autor y la del «autor ficticio», según la tradición de
las caballerías—, el escritor llama y sorprende la atención del lector al declararse no
padre sino «padrastro» de DQ (cuyo verdadero padre es indicado en el «historiador
arábigo» Cide Hamete Benengeli, que hará su ingreso en I, 9, 108).
Luego lo que detiene la pluma es el deseo del escritor de dejar su historia sin el oropel
de un pomposo proemio y de todos los alardes de erudición y doctrina de que se visten
los otros libros (y la enumeración pasa de ironía en ironía) con sus preliminares varios y
su serie de versos elogiosos, de acotaciones en los márgenes, de anotaciones al final del
libro, con la larga lista alfabética de autores a quienes, dicen, se remite la obra.
Inesperadamente («a deshora») llega otra figura prologal, el amigo alentador, no
imaginario o en calidad de alter ego, sino en carne y hueso, un amigo «gracioso y bien
entendido», al cual el escritor confiesa sus dudas y preocupaciones. Fácil es, entonces,
para el amigo discreto, derribar punto por punto los problemas del escritor con una serie
de consabidas y escolásticas citas, y no siempre correctas. Se hace cada vez más claro
que la sátira punzante se dirige en primer lugar contra Lope y su pastoril Arcadia (1598),
y probablemente también contra El peregrino en su patria, recién aparecido (1604). Y
así, con la disertación-confutación por parte del amigo, el escritor, librado de sus
simulados o reales temores, tiene ahora su pertinente prólogo, y puede volver a su
cordial coloquio con el «lector suave», ofreciéndole «tan sincera y tan sin revueltas la
historia del famoso don Quijote de la Mancha», nombre que se reúne aquí con otro
personaje famoso, el nunca hasta ahora señalado Sancho, el escudero. Con la
presentación, en el umbral del libro, de la concomitante y oximórica pareja, se pone de
manifiesto la esencial construcción binaria que ordena todo el prólogo, empezando con
su sintagma inicial: narrador-«desocupado lector».
El prólogo fue redactado en el año 1604, después de acabar el libro, cuando C.,
capítulo tras capítulo, estaba vislumbrando ya la forma en perspectiva de la obra,
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incierto tal vez sobre su continuación. Las últimas líneas de despedida ofrecen una
ulterior ocasión —la cuarta— para remachar el asunto elemental y reductivo del libro,
la invectiva contra «los libros vanos de caballerías». Cuatro veces no parecen una
excesiva insistencia.
Nota bibliográfica
Sobre el «yo» de este prólogo y los de otras obras de C., Canavaggio [1977b] y, a
propósito de la escritura dialogística (en sentido bajtiniano) y paródica, Socrate
[1974:71-127] y A. Sánchez [1984]. Para su relación con los libros de caballerías,
Williamson [1984/91:127]. ¶ Estudian el prólogo como género literario Porqueras Mayo
[1957; 1968; 1981a] y Porqueras Mayo y Laurenti [1971]; sobre el prólogo cervantino,
El Saffar [1975: 32-38], Porqueras Mayo [1981b]. ¶ Rivers [1974] analiza la figura del
«desocupado lector» y la del amigo «gracioso y bien entendido». Véase I, Pról., 9, n. 1.
¶ Sobre la cárcel en que se «engendró» el Q. véase I, Pról., 9, n. 8. ¶ Avalle-Arce
[1976:13-35] invierte positivamente el sentido del tópico de la «afectada modestia»:
como «el estéril y mal cultivado ingenio» de C. engendra el Q., de la misma manera el
hidalgo de aldea cincuentón engendra a DQ, «de heroica ejemplaridad ética». ¶ No
pocos han señalado en el uso agresivamente irónico de la «afectada modestia» posibles
referencias a Lope y al Guzmán de Alfarache. Argumentan y defienden el posible ataque
a Lope, Astrana Marín [1948-1958:V, 592-595], Riley [1986/90:44-46] y Orozco Díaz
[1992:89-112]. Argumentan y defienden el posible ataque a Mateo Alemán: A. Castro
[1957/67:267-268, 396-400; 1966/74:57-58, 62-68], Riley [1986/90:46-47] y Orozco Díaz
[1992:89, 102-103]. Véase I, Pról., 11, n. 30; 12, n. 36, y 17, n. 87. Otros autores
posiblemente aludidos por C. son Pero Mexía, Malón de Chaide y López de Úbeda:
Porqueras Mayo [1968:6-7], Martínez Torrejón [1985:168-172]. ¶ Para la «estrategia»
de la ironía en el Q., con sus desarrollos y cambios a partir del prólogo de 1605, Allen
[1969-1979:II]. Véanse también Astrana Marín [1948-1958:V, 591] y Russell [1985:39].
¶ Otras referencias: BQ, I-02. ¶ Martínez Torrejón [1985:167-175], Rutman [1988],
Weiger [1988b:138], Parr [1990a:119], Escudero Martínez [1990], Ayala Flores [1990],
F. J. Martín [1993].
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Esto cantaba Elicio, pastor en las riberas de Tajo, con quien naturaleza se mostró tan
liberal, cuanto la fortuna y el amor escasos, aunque los discursos del tiempo,
consumidor y renovador de las humanas obras, le trujeron a términos que tuvo por
dichosos los infinitos y desdichados en que se había visto, -fol. 2r- y en los que su
deseo le había puesto, por la incomparable belleza de la sin par Galatea, pastora en las
mesmas riberas nacida; y, aunque en el pastoral y rústico ejercicio criada, fue de tan alto
y subido entendimiento, que las discretas damas, en los reales palacios crescidas y al
discreto tracto de la corte acostumbradas, se tuvieran por dichosas de parescerla en
algo, así en la discreción como en la hermosura. Por los infinitos y ricos dones con que
el cielo a Galatea había adornado, fue querida, y con entrañable ahínco amada, de
muchos pastores y ganaderos que por las riberas de Tajo su ganado apascentaban; entre
los cuales se atrevió a quererla el gallardo Elicio, con tan puro y sincero amor cuanto la
virtud y honestidad de Galatea permitía.
De Galatea no se entiende que aborresciese a Elicio, ni menos que le amase; porque
a veces, casi como convencida y obligada a los muchos servicios de Elicio, con algún
honesto favor le subía al cielo; y otras veces, sin tener cuenta -fol. 2v- con esto, de tal
manera le desdeñaba que el enamorado pastor la suerte de su estado apenas conoscía.
No eran las buenas partes y virtudes de Elicio para aborrecerse, ni la hermosura, gracia
y bondad de Galatea para no amarse. Por lo uno, Galatea no desechaba de todo punto
a Elicio; por lo otro, Elicio no podía, ni debía, ni quería olvidar a Galatea. Parescíale a
Galatea que, pues Elicio con tanto miramiento de su honra la amaba, que sería
demasiada ingratitud no pagarle con algún honesto favor sus honestos pensamientos.
Imaginábase Elicio que, pues Galatea no desdeñaba sus servicios, que tendrían buen
suceso sus deseos. Y cuando estas imaginaciones le aviva[ba]n la esperanza, hallábase
tan contento y atrevido, que mil veces quiso descubrir a Galatea lo que con tanta
dificultad encubría. Pero la discreción de Galatea conoscía bien, en los movimientos del
rostro, lo que Elicio en el alma traía; y tal el suyo mostraba, que al enamorado pastor se
le helaban las palabras en -fol. 3r- la boca, y quedábase solamente con el gusto de
aquel primer movimiento, por parescerle que a la honestidad de Galatea se le hacía
agravio en tratarle de cosas que en alguna manera pudiesen tener sombra de no ser tan
honestas que la misma honestidad en ella[s] se transformase.
Con estos altibajos de su vida, la pasaba el pastor tan mala que a veces tuviera por
bien el mal de perderla, a trueco de no sentir el que le causaba no acabarla. Y así, un día,
puesta la consideración en la variedad de sus pensamientos, hallándose en medio de un
deleitoso prado, convidado de la soledad y del murmurio de un deleitoso arroyuelo que
por el llano corría, sacando de su zurrón un polido rabel, al son del cual sus querellas
con el cielo cantando comunicaba, con voz en estremo buena, cantó los siguientes
versos:
Amoroso pensamiento,
si te precias de ser mío,
camina con tan buen tiento
-fol. 3v-
que ni te humille el desvío
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ni ensoberbezca el contento. 5
Ten un medio -si se acierta
a tenerse en tal porfía-:
no huyas el alegría,
ni menos cierres la puerta
al llanto que amor envía. 10
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lástima y envidia a Erastro: lástima, en ver que al fin amaba, y en parte donde era
imposible coger el fruto de sus deseos; envidia, por parescerle que quizá no era tal su
entendimiento, que diese lugar al alma a que sintiese los desdenes o favores de Galatea,
de suerte, o que los unos le acabasen, o los otros lo enloqueciesen.
Venía Erastro acompañado de sus mastines, fieles guardadores de las simples
ovejuelas (que debajo de su amparo están seguras de los carniceros dientes de los
hambrientos lobos), holgándose con ellos, y por sus nombres los llamaba, dando a cada
uno el título que su condición y ánimo merescía: a quién llamaba León, a quién Gavilán,
a quién Robusto, a quién Manchado; y ellos, como si de entendimiento fueran dotados,
con el mover las cabezas, viniéndose para él, daban a entender el gusto que de su gusto
sentían. Desta manera llegó Erastro adonde -fol. 6r- de Elicio fue agradablemente
rescibido, y aun rogado que, si en otra parte no había determinado de pasar el sol de la
calurosa siesta, pues aquella en que estaban era tan aparejada para ello, no le fuese
enojoso pasarla en su compañía.
-Con nadie -respondió Erastro- la podría yo tener mejor que contigo, Elicio, si ya no
fuese con aquella que está tan enrobrescida a mis demandas, cuan hecha encina a tus
continuos quejidos.
Luego los dos se sentaron sobre la menuda yerba, dejando andar a sus anchuras el
ganado despuntando con los rumiadores dientes las tiernas yerbezuelas del herboso
llano. Y como Erastro, por muchas y descubiertas señales, conocía claramente que Elicio
a Galatea amaba, y que el merescimiento de Elicio era de mayores quilates que el suyo,
en señal de que reconoscía esta verdad, en medio de sus pláticas, entre otras razones,
le dijo las siguientes:
-No sé, gallardo y enamorado Elicio, si habrá sido causa de darte pesadumbre el amor
que a Galatea tengo; y si lo ha sido, debes -fol. 6v- perdonarme, porque jamás imaginé
de enojarte, ni de Galatea quise otra cosa que servirla. Mala rabia o cruda roña consuma
y acabe mis retozadores chivatos, y mis ternezuelos corderillos, cuando dejaren las tetas
de las queridas madres, no hallen en el verde prado para sustentarse sino amargos
tueros y ponzoñosas adelfas, si no he procurado mil veces quitarla de la memoria, y si
otras tantas no he andado a los médicos y curas del lugar a que me diesen remedio para
las ansias que por su causa padezco. Los unos me mandan que tome no sé qué bebedizos
de paciencia; los otros dicen que me encomiende a Dios, que todo lo cura, o que todo
es locura. Permíteme, buen Elicio, que yo la quiera, pues puedes estar seguro que si tú
con tus habilidades y estremadas gracias y razones no la ablandas, mal podré yo con mis
simplezas enternecerla. Esta licencia te pido por lo que estoy obligado a tu
merescimiento; que, puesto que no me la dieses, tan imposible -fol. 7r- sería dejar de
amarla, como hacer que estas aguas no mojasen, ni el sol con sus peinados cabellos no
nos alumbrase.
No pudo dejar de reírse Elicio de las razones de Erastro y del comedimiento con que
la licencia de amar a Galatea le pedía; y ansí, le respondió:
-No me pesa a mí, Erastro, que tú ames a Galatea; pésame bien de entender de su
condición que podrán poco para con ella tus verdaderas razones y no fingidas palabras;
déte Dios tan buen suceso en tus deseos, cuanto meresce la sinceridad de tus
pensamientos. Y de aquí adelante no dejes por mi respecto de querer a Galatea, que no
soy de tan ruin condición que, ya que a mí me falte ventura, huelgue de que otros no la
tengan; antes te ruego, por lo que debes a la voluntad que te muestro, que no me
niegues tu conversación y amistad, pues de la mía puedes estar tan seguro como te he
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ERASTRO
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Y esto fue con tanta presteza hecho que no tuvieron lugar Elicio y Erastro de
estorbárselo, porque llegaron a tiempo que ya el herido pastor daba el último aliento,
envuelto en estas pocas y mal formadas palabras.
-Dejárasme, Lisandro, satisfacer al cielo con más largo arrepentimiento el agravio que
te hice, y después quitárasme la vida, que agora, por la causa que he dicho, mal contenta
destas carnes se aparta.
Y, sin poder decir más, cerró los ojos en sempiterna noche.
Por las cuales palabras imaginaron Elicio y Erastro que no con pequeña causa había
el otro pastor ejecutado en él tan cruda y violenta muerte. Y, por mejor informarse de
todo el suceso, quisieran preguntárselo al -fol. 10v- pastor homicida, pero él, con
tirado paso, dejando al pastor muerto y a los dos admirados, se tornó a entrar por el
montecillo adelante. Y, queriendo Elicio seguirle y saber dél lo que deseaba, le vieron
tornar a salir del bosque; y, estando por buen espacio desviado dellos, en alta voz les
dijo:
-Perdonadme, comedidos pastores, si yo no lo he sido en haber hecho en vuestra
presencia lo que habéis visto, porque la justa y mortal ira que contra ese traidor tenía
concebida no me dio lugar a más moderados discursos. Lo que os aviso es que, si no
queréis enojar a la deidad que en el alto cielo mora, no hagáis las obsequias ni plegarias
acostumbradas por el alma traidora dese cuerpo que delante tenéis, ni a él deis
sepultura, si ya aquí en vuestra tierra no se acostumbra darla a los traidores.
Y, diciendo esto, a todo correr se volvió a entrar por el monte, con tanta priesa que
quitó la esperanza a Elicio de alcanzarle aunque le siguiese. Y así, se volvieron los dos
con tiernas entrañas a -fol. 11r- hacer el piadoso oficio y dar sepultura, como mejor
pudiesen, al miserable cuerpo que tan repentinamente había acabado el curso de sus
cortos días. Erastro fue a su cabaña, que no lejos estaba, y, trayendo suficiente aderezo,
hizo una sepultura en el mesmo lugar do el cuerpo estaba, y, dándole el último vale, le
pusieron en ella; y, no sin compasión de su desdichado caso, se volvieron a sus ganados,
y, recogiéndolos con alguna priesa, porque ya el sol se entraba a más andar por las
puertas de occidente, se recogieron a sus acostumbrados albergues, donde no su
sosiego dellos, ni el poco que sus cuidados le concedían, podían apartar a Elicio de
pensar qué causas habían movido a los dos pastores para venir a tan desesperado
trance; y ya le pesaba de no haber seguido al pastor homicida, y saber dél, si fuera
posible, lo que deseaba.
Con este pensamiento y con los muchos que sus amores le causaban, después de
haber dejado en segura parte su rebaño, se salió de su cabaña, como otras veces solía;
y -fol. 11v- con la luz de la hermosa Diana, que resplandeciente en el cielo se mostraba,
se entró por la espesura de un espeso bosque adelante, buscando algún solitario lugar
adonde en el silencio de la noche con más quietud pudiese soltar la rienda a sus
amorosas imaginaciones, por ser cosa ya averiguada que a los tristes imaginativos
corazones ninguna cosa les es de mayor gusto que la soledad, despertadora de
memorias tristes o alegres. Y así, yéndose poco a poco gustando de un templado céfiro
que en el rostro le hería, lleno del suavísimo olor que de las olorosas flores, de que el
verde suelo estaba colmado, al pasar por ellas blandamente robaba, envuelto en el aire
delicado, oyó una voz como de persona que dolorosamente se quejaba; y, recogiendo
por un poco en sí mismo el aliento, porque el ruido no le estorbase de oír lo que era,
sintió que de unas apretadas zarzas que poco desviadas dél estaban, la entristecida voz
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salía; y, aunque interrota de infinitos sospiros, entendió que estas tristes razones
pronunciaba:
-Cobarde y -fol. 12r- temeroso brazo, enemigo mortal de lo que a ti mesmo debes;
mira que ya no queda de quién tomar venganza, sino de ti mesmo. ¿De qué te sirve
alargar la vida que tan aborrecida tengo? Si piensas que es nuestro mal de los que el
tiempo suele curar, vives engañado, porque no hay cosa más fuera de remedio que
nuestra desventura; pues quien la pudiera hacer buena la tuvo tan corta que en los
verdes años de su alegre juventud ofreció la vida al carnicero cuchillo, que se la quitase
por la traición del malvado Carino, que hoy, con perder la suya, habrá aplacado en parte
a aquella venturosa alma de Leonida, si en la celeste parte donde mora puede caber
deseo de venganza alguna. ¡Ah, Carino, Carino! Ruego yo a los altos cielos, si dellos las
justas plegarias son oídas, que no admitan la disculpa, si alguna dieres, de la traición que
me heciste, y que permitan que tu cuerpo carezca de sepultura, así como tu alma careció
de misericordia. Y tú, hermosa y mal lograda Leonida, recibe -fol. 12v- en muestra del
amor que en vida te tuve, las lágrimas que en tu muerte derramo; y no atribuyas a poco
sentimiento el no acabar la vida con el que de tu muerte recibo, pues sería poca re
compensa a lo que debo y deseo sentir el dolor que tan presto se acabase. Tú verás, si
de las cosas de acá tienes cuenta, cómo este miserable cuerpo quedará un día
consumido del dolor poco a poco, para mayor pena y sentimiento: bien ansí como la
mojada y encendida pólvora, que, sin hacer estrépito ni levantar llama en alto, entre sí
mesma se consume, sin dejar de sí sino el rastro de las consumidas cenizas. Duéleme
cuanto puede dolerme, ¡oh alma del alma mía!, que ya que no pude gozarte en la vida,
en la muerte no puedo hacerte las obsequias y honras que a tu bondad y virtud se
convenían. Pero yo te prometo y juro que el poco tiempo -que será bien poco- que esta
apasionada ánima mía rigiere la pesada carga deste miserable cuerpo, y la voz cansada
tuviere aliento que la forme, -fol. 13r- de no tratar otra cosa en mis tristes y amargas
canciones que de tus alabanzas y merescimientos.
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CRESTOMATÍA DEL TEMA 5. LA LÍRICA BARROCA: LUIS DE GÓNGORA
1.
Este perfecto Frauenlied, o cantiga de amigo, no es obra de Góngora a sus diecinueve
años, sino reelaboración del texto primitivo, conservado en las Flores de romances y en
algún ms., que carecía de las estrofas segunda y cuarta, y terminaba con la tercera.
1580 (M 3)
La más bella niña
de nuestro lugar,
hoy viuda y sola,
ayer por casar,
viendo que sus ojos
a la guerra van,
a su madre dice,
que escucha su mal:
dejadme llorar
orillas del mar.
En llorar conviertan
mis ojos, de hoy más,
el sabroso oficio
del dulce mirar,
pues que no se pueden
mejor ocupar,
yéndose a la guerra
quien era mi paz:
dejadme llorar
orillas del mar.
No me pongáis freno
ni queráis culpar;
que lo uno es justo,
lo otro por demás.
Si me queréis bien
no me hagáis mal;
harto peor fuera
morir y callar:
dejadme llorar
orillas del mar.
Váyanselas noches,
pues ido se han
los ojos que hacían
los míos velar;
váyanse y no vean
tanta soledad,
después que en mi lecho
sobra la mitad:
dejadme llorar
orillas del mar.
1581 (M 96)
Ándeme yo caliente
y ríase la gente.
1582 (M 228)
Mientras por competir con tu cabello
oro bruñido al sol relumbra en vano,
mientras con menosprecio en medio el llano
mira tu blanca frente al lilio bello,
1585 (M 244)
Este sorprendente poema, inspirado en Petrarca y Torquato Tasso, según aclara Dámaso
Alonso, “se opone nítidamente, por su singular mezcla personal de platonismo y
antiplatonismo, al petrarquismo entonces de moda” (L.P. Thomas). Góngora, o un
posible amigo en cuyo nombre habla, muestra con los desposados una gran familiaridad,
que le permite enviar su propio pensamiento (como en los poemas M 105 y 240) hasta la
alcoba nupcial donde la pareja ha consumado el amor.
1600 (M 388)
Canción, di al pensamiento
que corra la cortina,
y vuelva al desdichado que camina.
1603 (M 270)
1603 (M 275)
Llegué a Valladolid; registré luego
desde el bonete al clavo de la mula;
guardo el registro, que será mi bula
contra el cuidado del señor Don Diego.
1603 (M 279)
Esta “epístola moral sin Fabio” (Gerardo Diego), cuyo contenido resume vagamente el
epígrafe de Hozes (“A lo poco que hay que fiar de los favores de los príncipes cortesanos;
por lo cual se sale de la corte”), es, en opinión de Robert Jammes, el más espontáneo,
sincero y significativo de cuantos poemas escribió su autor. No solo recoge el tópico del
menosprecio de corte y alabanza de aldea sino, como ha demostrado Dámaso Alonso, el
concreto desencanto de Góngora tras las infructuosas tentativas de obtener justicia en el
largo proceso incoado a raíz de la muerte de su sobrino Francisco de Saavedra en 1605,
a manos de Pedro de Heredia y su hermano Francisco de Aguayo.
10
¿1609-1610? (M LXII)
1612 (M 416)
AL CONDE DE NIEBLA
7-9
11
Erizo es el zurrón, de la castaña
y, entre el membrillo o verde o datilado,
de la manzana hipócrita, que engaña
a lo pálido no, a lo arrebolado,
y de la encina (horror de la montaña,
que pabellón al siglo fue dorado)
el tributo, alimento, aunque grosero,
del mejor mundo, del candor primero.
14
40-42
45-46
Mas (cristalinos pámpanos sus brazos)
amor la implica, si el temor la anuda,
al infelice olmo que pedazos
la segur de los celos hará aguda.
Las cavernas en tanto, los ribazos
que ha prevenido la zampoña ruda
el trueno de la voz fulminó luego:
¡referidlo, Piérides, os ruego!
48
61-63 (FINAL)
12
1615 (M 339)
13
1622 (M 370)
14
1623 (M 378)
Lope de Vega
En tiempo menos discreto que el de ahora, aunque de más hombres sabios, llamaban
a las novelas cuentos. Estos se sabían de memoria y nunca, que yo me acuerde, los vi
escritos, porque se reducían sus fábulas a una manera de libros que parecían historias y
se llamaban en lenguaje puro castellano caballerías, como si dijésemos «hechos grandes
de caballeros valerosos». Fueron en esto los españoles ingeniosísimos, porque en la
invención ninguna nación del mundo les ha hecho ventaja, como se ve en tantos
Esplandianes, Febos, Palmerines, Lisuartes, Florambelos, Esferamundos y el celebrado
Amadís, padre de toda esta máquina que compuso una dama portuguesa. El Boyardo,
el Ariosto y otros siguieron este género, si bien en verso; y aunque en España también
se intenta, por no dejar de intentarlo todo, también hay libros de novelas, de ellas
traducidas de italianos y de ellas propias en que no le faltó gracia y estilo a Miguel
Cervantes. Confieso que son libros de grande entretenimiento y que podrían ser
ejemplares, como algunas de las Historias trágicas del Bandello, pero habían de
escribirlos hombres científicos, o por lo menos grandes cortesanos, gente que halla en
los desengaños notables sentencias y aforismos.
Yo, que nunca pensé que el novelar entrara en mi pensamiento, me veo embarazado
entre su gusto de vuestra merced y mi obediencia; pero por no faltar a la obligación y
porque no parezca negligencia, habiendo hallado tantas invenciones para mil comedias,
con su buena licencia de los que las escriben, serviré a vuestra merced con esta, que por
lo menos yo sé que no la ha oído, ni es traducida de otra lengua, diciendo así:
Otavio era hijo de una señora viuda, que de él y de una hija que se llamaba Diana, y
de quien toma nombre esta novela, estaba tan gloriosa como Latona por Apolo y la Luna.
Acudía Lisena, que este fue el nombre de la madre, a las galas y entretenimientos de
Otavio liberalmente; y con mano escasa y avara a su hija Diana, vistiéndola
honestamente, de que a ella le pesaba mucho, porque es ansia de las doncellas lucir su
primera hermosura con la riqueza de las galas; y engáñanse en esto como en otras cosas,
porque a la frescura de las rosas por la mañana basta el natural rocío, que cortadas, han
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menester el artificio del ramillete, donde tan poco duran como después ofenden. No
erraba Lisena en componer honestamente su hija, que una doncella en hábito
extraordinario de su estado no es mucho que desee cosas extraordinarias y sea más
mirada de lo que es justo. Diana mostraba alegría en la obediencia y con discreción
notable no excedía un átomo sus preceptos; de suerte que ni en misa ni en fiesta pública
fue jamás vista de la curiosidad ociosa de tantos mozos, ni hubo en toda la ciudad quien
pudiese decir lo que ahora de muchas, con no poca reprehensión del descuido de sus
padres, que les parece que, alabándolas y enseñándolas, se han de vender más presto.
Celio no los tenía, y era dotado de grandes virtudes y gracias naturales; pienso que
con esto he dicho que era pobre y no muy estimado de los ricos. Solo Otavio no se
hallaba sin él, y era tanta su amistad que, comenzando en otros por envidia, acabó en
murmuración y no poco disgusto de sus parientes, que se quejaron a Lisena de que en
las conversaciones públicas los dejaba en viendo a Celio, y muchas veces sin despedirse.
Lisena, ofendida del desprecio de sus deudos y del amor y estimación de Celio, riñole un
día más declaradamente que otras veces, y para daño de todos.
Atenta estuvo Lisena y sin responder a Otavio, porque conoció que era verdad lo que
le decía, y jamás había oído cosa en contrario; pero más lo estuvo Diana que, oyendo
tantas alabanzas de Celio, sintió una alteración súbita, que blandamente le desmayaba
el corazón y le esforzaba la voluntad; quería defender a su hermano y decir algo de lo
que había oído de Celio, y por no dar conocimiento de lo que ya le parecía que requería
secreto, recogió al corazón las palabras, al alma los deseos y dijo con las colores del
rostro lo que calló la lengua.
Pasados algunos días, cierta señora de título, prima suya, y algunas hermosas damas,
sus amigas, se fueron a holgar y entretener, más que a visita de cumplimiento, en casa
de Lisena, dándoles ocasión la paga y fianza que Diana había hecho a su hermano, que
la víspera de la fiesta de su día le habían colgado, uso notable de España, y de tiempos
inmemoriales usado en ella.
Rogó Otavio a Celio que se fuese con él aquella tarde a su casa, que bien podrían
estar donde aquellas damas no les viesen. Y así, se entraron en una recámara que había
sido de su padre, pieza bien apartada de la conversación de aquellas señoras. Pero no
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lo fue tanto como Otavio había imaginado, porque con el alboroto de los huéspedes y
el no fiarse todas las cosas de las criadas, Diana fue a sacar de un camarín algunos vidrios
o regalos que para tales ocasiones tienen tales personas. Sintiendo que entraba su
hermano, detuvo algo turbada el paso. Detúvose también Celio, y cuando ya Diana salía,
Otavio había entrado en la recámara. Quedó atrás Celio, y poniendo ella los ojos en él,
sacó todos los deseos del alma a las colores del rostro con tan grande aumento de su
hermosura como flaqueza de su ánimo. Celio cuanto pudo se llegó a ella, que fue lo más
que pudo con su turbado atrevimiento, y al pasar Diana le dijo:
Así, ahora en estas dos palabras de Celio y nuestra turbada Diana se fundan tantos
accidentes, tantos amores y peligros, que quisiera ser un Heliodoro para contarlos o el
celebrado autor de la Leucipe y el enamorado Clitofonte.
Hermosísima Diana, no culpes mi atrevimiento, pues todos los días ves en tu espejo
mi disculpa. Yo no sé por qué ventura mía vine a verte; pero te puedo jurar por tus
hermosos ojos, que antes de verte te amaba, y que pasando por tus puertas se me
turbaba el color del rostro, y me decía el corazón que allí vivía el veneno que había de
matarme. ¿Qué haré ahora, después que te vi y que me aseguraste de que agradecías
este amor que, por ser tan justo, está a peligro de no ser agradecido? Pero en confianza
de aquellas palabras, que apenas creen mis oídos que fueron tuyas, si no las asegurasen
los ojos de que te vieron cuando las decías, y el alma de la novedad y ternura que sintió
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oyéndolas, que me des licencia para hablarte, que no sé si tengo qué decirte; pero, si
me la concedes, sabrás que te aseguras de tu honor y que te vengas de mi atrevimiento.
¡Qué poco ha menester la voluntad a quien conciertan las estrellas para corresponder
a la que desea! No se puede encarecer con palabras lo que sintió de las que esta carta
le dijo a los oídos del alma el enamorado Celio; y así, contenta y enternecida Diana más
de la verdad y llaneza que del artificio del papel, le respondió así:
Celio, mi hermano Otavio tuvo la culpa de amaros con los encarecimientos de vuestra
persona y partes; perdónese a sí mismo de haberme puesto en obligación de tanto
atrevimiento. En lo más, que es amaros como mi estado puede, yo os obedezco; en
daros lugar a hablarme, no es posible, porque los aposentos donde duermo caen a los
corrales de unas casillas de alguna gente pobre, y por ninguna cosa del mundo me
atreveré a dar disgusto a mi madre y hermano, si tan desigual libertad de mis
obligaciones llegase a sus oídos.
No le faltó ocasión para dar este papel a Celio, ni él la tuvo en su vida de tanto gusto,
porque sabía que en las casillas que le decía vivía el ama que le había criado. Hízole dos
o tres visitas, y la última fue rogarle que se fuese a vivir a su casa en mejores aposentos,
porque se dolía de que estuviese tan mal acomodada. Ella, pensando que le obligaba el
amor del pecho en el conocimiento de mayores años, fue fácil de persuadir y de pasarse.
Quedó Celio con la llave de aquellos aposentos, y mostrándosela a Diana le daba a
entender por señas que ya estaban por suyas, y ella segura de sus temores.
Vino la noche, y Celio fue a ver si su Sol amanecía, que con no menor cuidado, en
sintiendo pasos en los corrales, cuyos ecos se hacían en su alma, abrió una ventana y
luego una celosía, poniendo el rostro en el marco, llena de amor y miedo. Reportado
Celio de la primera turbación y desmayo, que le había cubierto de dulce sangre el
corazón y de alegría los ojos, le dijo tan tiernas, tan suaves, tan enamoradas razones que
apenas acertaba Diana a responderle, porque oprimía la lengua la vergüenza y la
novedad oscurecía el entendimiento. Allí los halló el alba, que él apenas la esperaba
después del sol, y ella como desde alto le miraba.
Pasaron de esta suerte algunos días sin atreverse a más que a encarecimientos de su
amor y sentimientos de su soledad en su ausencia. Distaba la ventana del suelo catorce
o dieciséis pies, con cuya ocasión Celio le pidió licencia una noche para subir a ella. Diana
fingió que se enojaba mucho y, no pesándole de la licencia, le preguntó que cómo había
de traer una escalera a una casa en que ya no vivía nadie sin grande escándalo. Celio
respondió que como ella le diese licencia, él subiría sin traerla. Concertáronse los dos
con pacto que no había de pasar de la ventana. ¡Oh amor, qué de cosas niegas que
deseas! ¡Bien haya quien te entiende! Sacó una escala de cuerda Celio, que algunas
noches había traído para la que tuviese dicha, y alcanzando un palo, que no sin malicia
estaba cerca, ató en él los cabos y, arrojándole a la ventana, después de haberla
prevenido, le dijo que le atravesase en ella. Ella, toda turbada, le acomodó temblando;
y apenas Celio le halló firme cuando fiando a los pasos portátiles el cuerpo, se halló en
las manos de Diana que, con la disculpa de tenerle para que no cayese, se las previno.
Besábaselas Celio con la misma del cuidado, agradecido a su salud y vida: que es amor
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tan cortesano, que lo que hace por necesidad vende por agradecimiento. Miraron por
todas partes cuidadosamente, temerosos de que la ventana podía ser vista; y
asegurados de que era imposible, o porque ellos deseaban que no se lo pareciese, más
cerca se descubrieron las voluntades y los principios de los deseos amorosamente, cual
suelen las enamoradas palomas regalar los picos y con arrullos mansos desafiarse.
Algunas noches duró en estos amantes la conversación referida secretamente, porque
Diana no daba lugar a lo que Celio con eficaces ruegos pretendía y con juramentos
exquisitos le aseguraba. Aquí se me acuerdan las líneas del amor escritas de Terencio en
su Andria: ya Celio de las cinco tenía las cuatro. Notablemente le atormentaba el deseo.
¡Qué retórico se mostraba, qué ansias fingía, qué promesas, qué encarecimientos
buscaba! ¡Qué dulce representante de sus penas variaba la color del rostro y se quejaba
en consonancias tiernas! Pidiole, finalmente, un día tan resueltamente licencia para
entrar dentro que, habiendo callado Diana, con poca resistencia de su parte estuvo en
su aposento y, puesto de rodillas, le pidió con fingidas lágrimas perdón de su
atrevimiento. Dígame vuestra merced, señora Leonarda, si esto saben hacer y decir los
hombres, ¿por qué después infaman la honestidad de las mujeres? Hácenlas de cera con
sus engaños y quiérenlas de piedra con sus desprecios. ¿Qué había de hacer Diana en
este atrevimiento? ¿Era Troya Diana, era Cartago o Numancia? ¡Qué bien dijo un poeta:
Desmayose la turbada doncella. Celio la recibió en los brazos y puso con respeto y
honestidad en su cama, donde sirvieron sus propias lágrimas de agua para el desmayo
y de fuego para el corazón. Porque a la manera de los que medio despiertos las noches
del invierno sienten que llueve, así Diana, entre el sueño del desmayo y lo despierto de
la voluntad, sentía las lágrimas de Celio sobre su rostro. Vuelta de todo punto de este
accidente, la volvió a pedir perdón, que no pudo negarle, porque ya le pesaba que se le
pidiese; pero rogándole que le cumpliese la palabra que le había dado luego que entró
en su aposento, de que se iría sin ofensa de su honor y de su gusto. Celio, que ya ni la
podía obedecer, ni creía que la resistencia sería mayor que la ocasión, dispúsose a ser
Tarquino de menos fuerte Lucrecia: y entre juramentos y promesas venció su fama,
quedando en justa obligación de ser su esposo. Aquí los dos confirmaron de nuevo su
amor, no sucediendo a Celio lo que al forzador de la hermosa Tamar, porque creció su
deseo la ejecución, y no dejó la hermosura dejar entrar el arrepentimiento.
Luego se conoció en el alegre caballero su buena dicha, pues con su poca hacienda
dio librea a sus criados que, cuando amor gana, ni es escaso del barato, ni piensa que
puede volver a perder lo que una vez posee. Preguntole a Diana Celio si su madre venía
a su aposento algunas veces, y ella le dijo que no; con que tomó licencia de quedarse en
él algunos días, y ella de retratarle en su pecho con más espacio, de suerte que ya no
pudo dejar de decírselo, y con muchas lágrimas mostraba estar arrepentida, temiendo
que Lisena y su hermano conocerían por tan público efecto la infamia de la causa. A esto
se le llegaba lo que se diría en toda la ciudad de su recogimiento y apariencias, y entre
sus parientas y amigas, que a la hipocresía de su honestidad tenían empeñado el crédito.
Celio le proponía los caminos que había para remediar el daño, que el de matar el hijo
no cayó en su pensamiento. Pero viendo que pedirla por mujer era enemistarse con
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Otavio, y que no se la había de dar por ser tan pobre, se determinaba a pedirla por el
juez eclesiástico; mas ella resistía a este consejo, con parecerle que lastimaba más su
honra, pues descubría amores y conciertos para este efecto. (Si mirasen a estos fines las
doncellas nobles, no darían tan desordenados principios a sus desdichas).
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Sonetos, Rimas.
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Francisco de Quevedo.
Yo recebí la letra de los treinta mil ducados [...] he hecho sabidores de la dicha letra a
todos los que entienden desta manera de escrebir. Andase tras mí media corte, y no hay
hombre que no me haga mil ofrecimientos en el servicio de V. E.; que aquí los más hombres
se han vuelto putas, que no las alcanza quien no da
Blecua es el primer quevedista que traza con rigor la trayectoria pública y literaria de
Quevedo a partir de las investigaciones realizadas hasta ese momento sobre aspectos
particulares de su actuación política y de su quehacer de escritor. Las contribuciones de James
O. Crosby al esclarecimiento del papel que representó Quevedo desde 1613 a 1619, en los
años en que fue secretario, confidente y embajador extraordinario del Duque de Osuna en
Italia y en España, permitieron rectificar las noticias mal documentadas que habían
transmitido las biografías anteriores. Por un lado, Crosby deshizo el mito de su participación
en la conjuración de Venecia de 1616. Por el otro, iluminó numerosos aspectos de la relación
que unió a Quevedo con el Duque de Osuna. Quevedo se encargó de conseguir, en la Corte,
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Extraído de Ignacio Arellano, Historia de la Literatura española, dirigida por J. Menéndez Peláez, II, León,
Everest, 1983.
Véase: http://www.cervantesvirtual.com/bib/bib_autor/quevedo/pcuartonivel.jsp?conten=autor#prosa
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la aprobación de varias de las empresas virreinales, sobre las que informó a Osuna
periódicamente en cartas escritas desde Madrid.
Los datos aportados por J. H. Elliott para determinar las causas de su prisión de 1639 a
1644 (fue detenido en Madrid el 7 de diciembre de 1639) también colaboraron a reevaluar su
posición en los vaivenes políticos que caracterizaron el reinado de Felipe IV durante el
valimiento del Conde Duque de Olivares. En un examen posterior de los acontecimientos
que marcaron la relación de Quevedo y Olivares de 1621 a 1639, Elliott reconstruye un
proceso de acercamiento al nuevo régimen, justificado en parte por una genuina comunidad
ideológica entre Quevedo y el valido: las ideas neoestoicas de Quevedo se ensamblaban muy
bien con las simpatías de Olivares por los escritos de Justo Lipsio. Este tal vez sincero intento
de ver en Olivares la salvación de España, por lo menos al comienzo de sus gestiones,
aclararía la creación de obras específicas: la comedia Cómo ha de ser el privado, o el romance
"Fiesta de toros literal y alegórica" (núm. 752), de 1629, o el opúsculo del mismo año en
defensa de la política monetaria de Olivares El chitón de las tarabillas.
Lo que Quevedo legó en sus obras, como lo que traducen los documentos de archivo, no
es, pues, uno, sino varios Quevedos: ""Empujo fe e ideas del patriota Quevedo, del político
Quevedo, del "religioso" Quevedo, del "humanista" Quevedo [...] Lipsio de España y Juvenal
español"" escribe Raimundo Lida en el prólogo de sus Prosas de Quevedo.
A pesar de la fama adquirida como poeta desde muy temprano (en 1603 Pedro de
Espinosa recoge 18 poesías de Quevedo en sus Flores de poetas ilustres, publicada en 1605)
la mayoría de sus composiciones no se imprimen en vida ni bajo su vigilancia. Circulan en
copias manuscritas o son seleccionadas por diversos editores para su inclusión en antologías.
En una carta del 12 de febrero de 1645, escrita en Villanueva de los Infantes, Quevedo
anuncia: "Y ansí me voy dando prisa, la que me concede mi poca salud a la Segunda Parte
del Marco Bruto y a las Obras de versos" (Epistolario, 486). No obstante, Quevedo no llegó
a ver impresa su obra poética. Sabemos que a su muerte, su sobrino y heredero, Pedro
Aldrete, vendió el original de las Nueve Musas al editor Pedro Coello. En el contrato de
venta, descubierto por Crosby, se incluye una cláusula según la cual se le permite a Coello
que ""haga las diligencias que bien visto le fueren para recoger los cuadernos del dicho libro
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que así le vendo, para que no salga su impresión diminuta, y tenga el lustre que se pretende
con esta diligencia"".
Concebido había nuestro poeta el distribuir las especies todas de sus poesías en clases
diversas, a quien las nueve musas diesen sus nombres, apropiándose a los argumentos la
profesión que se hubiese destinado a cada una [...] Admití yo, pues, el dictamen de Don
Francisco, si bien con mucha mudanza, así en las profesiones que se aplicasen a las musas,
en que los antiguos propios estuvieron muy varios, como en la distribución de las obras que
en aquellos rasgos primeros e informes él delineaba
González de Salas redactó los epígrafes explicativos de las composiciones y una serie de
notas filológicas al texto.
La información con la que contamos en estos momentos permite suponer, pues, que los
600 poemas del Parnaso constituyen versiones acreditadas del texto final de la poesía
quevediana, y gozan de garantía para las seis musas que lo componen. En 1670, el sobrino
de Quevedo, Pedro Aldrete publicó Las tres musas últimas castellanas, con la intención de
completar la publicación de las poesías quevedianas, pero sus textos son menos fiables que
los de González de Salas. Ya en el XIX aparecen las ediciones de Aureliano Fernández
Guerra y Florencio Janer en la Biblioteca de Autores Españoles. En nuestro siglo las
ediciones de Astrana Marín (Obras completas, Madrid, Aguilar, 1932, con varias reediciones)
son de muy escaso rigor, aunque aportaron textos nuevos y materiales importantes. Mucho
más rigurosas son las ediciones de Blecua, Poesía original, y sobre todo Obra poética (ver la
bibliografía para sus datos), donde se recogen numerosas variantes de manuscritos y
ediciones. Todavía quedan por resolver problemas textuales complejos, y fundamentalmente
queda por resolver el problema de la explicación (anotación) de los difíciles poemas
quevedianos, parcialmente acometidos en en algunos trabajos recientes.
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Romance. Advierte al tiempo de mayores hazañas, en que podrá ejercitar sus fuerzas
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y su juez el delincuente?
Enmendar la obstinación
de un espíritu inclemente,
entretener los incendios 55
de un corazón que arde siempre;
descansar unos deseos
que viven eternamente,
hechos martirio del alma,
donde están porque los tiene; 60
reprender a la memoria,
que con los pasados bienes,
como traidora a mi gusto
a espaldas vueltas me hiere;
castigar mi entendimiento, 65
que en discursos diferentes,
siendo su patria mi alma,
la quiere abrasar aleve;
estas sí que eran hazañas,
debidas a tus laureles, 70
y no estar pintando flores,
y madurando las mieses.
Poca herida es deshojar
los árboles por noviembre,
pues con desprecio los vientos 75
llevarse los troncos suelen.
Descuídate de las rosas,
que en su parto se envejecen;
y la fuerza de tus horas
en obra mayor se muestre. 80
Tiempo venerable y cano,
pues tu edad no lo consiente,
déjate de niñerías,
y a grandes hechos atiende.
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