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Capítulo II
APOGEO Y CRISIS DE LA POLIS
1
Bosquejo Histórico
2
La ilustración de los sofistas
La prosperidad ateniense a partir del triunfo de la segunda guerra médica induce un
aumento general de la demanda de la cultura que atrae a los sabios de la época. También
se opera un cambio en la orientación del saber: los problemas cosmológicos –
explicación de la naturaleza del mundo- pasan a segundo plano y suben a primero los
problemas del hombre y la sociedad. Veamos por qué.
El ensanchamiento de la democracia, que hemos visto tiene lugar en Atenas, abre en
principio todos los cargos públicos a todos los ciudadanos. Surge entonces la necesidad
de aprender oratoria. Además del conocimiento de las técnicas oratorias propiamente
dichas, la oratoria requiere unos conocimientos previos de cultura general: gramática,
literatura, historia, etcétera; eran los materiales con los que había que construir el
discurso. Para responder a esta demanda, algunos griegos instruidos se dedicaron a la
enseñanza retribuida: enseñaban a quienes podían pagarles. Se les llamaba sofistas (los
que se dedican a la sabiduría). A partir de Sócrates, que al principio fue un sofista más y
que luego centró su vida precisamente en combatir a los sofistas, la palabra adquirió un
matiz peyorativo que dura hasta hoy.
Los sofistas no formaron una escuela como los pitagóricos, o más tarde Platón y
Aristóteles. No tenían una doctrina común. Mejor se les calificaría de movimiento
intelectual en cuanto a que hay entre ellos proximidad en el tiempo, en el espacio y,
sobre todo, en la actitud intelectual. El primer rasgo que los aproxima es esa calidad de
educadores abiertos a todos, con lo cual la filosofía deja de ser patrimonio de círculos
cerrados que desinteresadamente buscan la sabiduría. Esto nos lleva al segundo rasgo
común. Primó en ellos el interés crematístico y subordinaron sus enseñanzas a la
demanda concreta de las técnicas oratorias. El tema de la enseñanza de los sofistas no
fue la búsqueda de la verdad, sino el arte de construir un discurso convincente, el arte de
la argumentación. Hacer triunfar la causa propia, aunque fuera una mala causa, el
culmine de la capacidad oratoria. La areté del ciudadano –la capacidad de triunfar en la
polis- se hizo idéntica a su capacidad de persuadir al auditorio. Sin embargo, no todo es
negativo en la aportación de los sofistas. Su planteamiento suponía un alto grado de
racionalización. La técnica sofística, capaz de analizar y descubrir los fallos en la
argumentación para ocultarlos, si eran propios, y desenmascararlos, si eran del
contrario, les lleva a cultivar un espíritu crítico general que fue aplicado a las
instituciones sociales y a las tradiciones culturales. No creemos exagerar si hablamos de
una auténtica revolución en la historia del pensamiento, pues estos maestros enseñaron
al hombre a liberarse de supersticiones y de ataduras impuestas por las costumbres.
Los sofistas combaten la mentalidad tradicional y elitista. La crítica sofista va contra la
legitimidad tradicional, pero además la extensión de la enseñanza sofista rompe con el
principio elitista de organización social. El grave problema que la sofística plateó a la
polis fue que, al acentuar las capacidades del individuo en general, libre ya de ataduras
tradicionales, acabó con el sentimiento de comunidad que era el alma de la polis. Así lo
entendió Sócrates y por eso se dedicó a combatirlos.
En cuanto a pensamiento político, la contribución básica de los sofistas es haber
cambiado la orientación de la filosofía desde la cosmología a la antropología y, al hacer
esto, haber dado el paso desde el monismo ingenuo al dualismo crítico, para usar una
famosa expresión de Popper. Los autores anteriores profesaban una conexión entre el
orden social y la naturaleza: el orden social era un hecho y no un producto de decisiones
de la voluntad. La creencia en la unidad entre sociedad y naturaleza es lo que Popper
llama monismo ingenuo. Era necesario racionalizar la sociedad, lo que equivale a decir
que en proceso de la historia había llegado el momento de que naciera un auténtico
pensamiento político, pero esto sólo fue posible después de que los filósofos hubieron
desarrollado y consolidado diversos intentos de racionalizar la naturaleza.
Efectivamente, los sofistas recogieron el esquema básico de explicación del mundo de
los filósofos cosmológicos y lo aplican a la sociedad y a la persona humana. Aquel
esquema consistía en distinguir entre una realidad variable, mudable, la que impresiona
a nuestros sentidos, y otra profunda y permanente (arjé o principio) a la que llegamos
por la razón. Hemos visto que en el mundo social la cultura griega había señalado un
principio ordenador: el nomos; a él quedaba referida toda la vida de la polis: los sofistas,
precisamente por ser maestros itinerantes, comprueban que existe una gran variedad
entre, los nomoi de las diversas ciudades; comprueban que incluso en una misma ciudad
su nomos ha cambiado a lo largo del tiempo. Por tanto, el nomos deja de ser visto como
un principio transpersonal de unificación de la ciudad y aparecía como algo mucho más
simple: una convención, un acuerdo de los ciudadanos, que va cambiando según
tiempos y lugares, una decisión de voluntad. Con esto hemos llegado al dualismo, que
necesariamente es crítico, porque lo es el mismo proceso del que ha nacido. Una vez
que se ha llegado a esta conclusión, surge espontáneamente la pregunta de por qué me
tengo que sentir vinculado a una convención, qué tienen la convenciones humanas para
obligar a los hombres. Es decir, hemos llegado al problema clave de toda filosofía
política, el de la obligación política.
Por tanto, si la vida social descansa sobre algún principio unificador general que diera
razón de la existencia de dicha vida, éste no podía ser el nomos. La crítica sofista había
despojado al nomos de su legitimidad tradicional. Había que buscar algo más profundo.
Los sofistas señalaron la physis (la naturaleza humana). Si aquél es lo aparente y
caprichoso, ésta es lo permanente, el auténtico ser del hombre, al que sólo se llega por la
razón. Así surgió la contraposición physis-nomos (naturaleza-convención), que ha sido
el comienzo de la filosofía política y cuyos planteamientos todavía hoy nos preocupan.
Había que descubrir en qué consiste esa naturaleza humana, común a todos los hombres,
que subyace a las diferencias de costumbres. Había que buscar los principios sociales
permanentes, derivados de o exigidos por la naturaleza, a los que han de ajustarse las
relaciones entre los hombres. Evidentemente, el quid de la cuestión reside en lo que se
entiende por natural. Por de pronto la physis se convierte en el concepto central de
crítica o revisión de las instituciones y acabó con la legitimidad tradicional.