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por descubrir la verdad- sin embargo, a los sofistas sí que les fue esencial rodearse de
discípulos, puesto que trataron sobre todo de enseñar.
2. Otro factor que contribuyó a dirigir la atención hacia el sujeto fue la creciente
reflexión sobre el fenómeno de la civilización, la cultura, las normas, las
costumbres, ... propiciada en gran medida por las amplias relaciones que los griegos
mantenían con otros pueblos. No sólo habían entrado en contacto con las
civilizaciones de Persia, Babilonia y Egipto, sino también con pueblos que se hallaban
en fases más primitivas, como los escitas1 y los tracios2. Es normal que este contacto
continuado con otras maneras de vivir, estimulara a los griegos a plantearse cuestiones
relacionadas con el hombre, su civilización y sus costumbres.
3. Pero sobre todo, fue la nueva situación política ateniense, la democracia, el factor
más importante que desencadenó el mencionado cambio de intereses. En Grecia,
después de las guerras contra los persas (Guerras médicas) se intensificó la vida
política. Y esto ocurrió más que en ningún otro sitio en Atenas, donde se instauró la
democracia, en la cual, el ciudadano libre podía siempre tener alguna participación en
los asuntos de la polis; y si quería desenvolverse en ella de un modo provechoso, era
necesario prepararse, poseer una cierta cultura, porque para ser elegido cargo público
ya no basta el linaje, sino que es necesario convencer a los conciudadanos. Los
sofistas acudieron a cubrir tal necesidad: de ahí su interés por la educación y su
enorme popularidad, sobre todo entre las familias pudientes.
Los sofistas eran profesores itinerantes que iban de ciudad en ciudad, con lo que
reunían un valioso caudal de noticias y experiencias. Son los primeros profesionales
de la enseñanza y cobran sumas considerables, pues atribuyen a la educación una
finalidad utilitaria o práctica: conseguir el éxito político. Se trataba de una especie de
“inversión” que el estudiante hacía para sacarle más adelante un provecho personal.
Su programa de enseñanzas era bastante variado: incluía un conjunto de disciplinas
humanísticas tales como gramática, interpretación de los poetas, filosofía de los mitos
y la religión, moral, derecho... Pero sobre todo profesaban la enseñanza del saber
hablar o arte retórica, absolutamente imprescindible para la vida política de la época.
Un político necesitaba, indudablemente, ser un buen orador 3; en Atenas era imposible
abrirse camino como hombre público si no se sabía hablar con elocuencia. Necesitaba,
además, poseer ciertas ideas acerca de las leyes, de la justicia, de lo conveniente, de la
administración y del Estado... contenidos que, como decíamos más arriba, constituían
prácticamente el programa de enseñanzas que ofertaban los sofistas.
La práctica de exigir una remuneración, un salario, por las enseñanzas que impartían,
aunque legítima de suyo, difería de la que distinguió a los filósofos antiguos y
desentonaba de la opinión griega respecto a “lo conveniente”. A Platón le parecía
abominable4, y Jenófanes sostiene que “los sofistas no hablan ni escriben sino para
engañar, por enriquecerse, y no son útiles para nadie”. Junto a lo anterior, también
contribuyó a dar a los sofistas mala reputación la consecuencia de que el arte de la
retórica podría emplearse para poner en circulación un concepto de política que fuese
perjudicial para la ciudad, ya que estaría forjado tan sólo para favorecer en su carrera
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Pueblo nómada procedente de Asia Central y que en los siglos VIII y VII a.C. ocupó el Cáucaso (cadena
montañosa entre Europa y Asia Menor) y el norte del Mar Negro.
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Pueblos que ocupaban la actual zona de los Balcanes.
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Queda claro, pues, que la base principal de la preparación política consistía en una buena educación retórica,
puesto que la retórica consiste en «el arte del bien decir, de embellecer la expresión de los conceptos, de dar al
lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir o conmover».
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Platón en su diálogo Protágoras afirma que los sofistas no son sino «comerciantes que trafican con
mercancías espirituales».
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Filosofía II Los sofistas y Sócrates
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Los sofistas y Sócrates Filosofía II
«En lo que se refiere a los dioses, no estoy en disposición de saber si existen o si no existen, ni a qué
se asemejan o cómo son en cuanto a su forma; porque hay muchas cosas que impiden saberlo, la
oscuridad del asunto y la brevedad de la vida».
PROTÁGORAS. Fragmento 4, Gredos
Y si nada podemos afirmar de los dioses es normal que seamos los hombres los que decidamos en cada momento
sobre los valores. Su agnosticismo le costó el destierro.
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Filosofía II Los sofistas y Sócrates
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Los sofistas y Sócrates Filosofía II
los hábitos adquiridos a lo largo de la vida, ... ¿Qué es, pues, lo natural en el ser
humano? De un modo general cabe responder: lo que queda si eliminamos todo
aquello que hemos adquirido por las enseñanzas recibidas.
Los sofistas, especialmente los de la segunda generación, como Calicles y Trasímaco,
utilizan el animal y el niño como ejemplos de lo que es la naturaleza humana al
margen de los elementos culturales adquiridos. De estos dos modelos deducen que
sólo hay dos normas naturales de comportamiento:
la búsqueda del placer (el niño llora cuando siente dolor y sonríe feliz cuando
experimenta placer), y
el dominio del más fuerte (entre los animales, el macho más fuerte domina a los
demás).
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Filosofía II Los sofistas y Sócrates
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Los sofistas y Sócrates Filosofía II
utilizar a su maestro como portavoz suyo. La imagen que se presenta en los diálogos de
Platón es la de un Sócrates idealizado.
ARISTÓTELES: Para Aristóteles, a pesar de que Sócrates no dejó de interesarse por
cuestiones teóricas, la doctrina de las Formas no es defendida por él sino por su discípulo
Platón. Es una fuente indirecta, pues nunca conoció a Sócrates.
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Para Sócrates el diálogo interpersonal es el único método válido para filosofar, ya que en él cada interlocutor
puede objetar al otro y argumentar a favor de sus propias posiciones.
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Filosofía II Los sofistas y Sócrates
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Los sofistas y Sócrates Filosofía II
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La mayéutica es el arte de las parteras o matronas. Como su madre, que ayudaba a dar a luz a las mujeres,
Sócrates pretendía auxiliar a los hombres para que saliera a la luz la verdad que llevamos “escondida” dentro de
nosotros mismos.
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Por ejemplo, el hecho de que llamemos “árboles” a ciertos seres vivos, supone que en todos ellos, a pesar de
su diversidad, se halla presente uno o varios rasgos comunes en virtud de los cuales todos ellos son árboles y no
otra cosa. Pues bien, del mismo modo, si denominamos “justas” a diversas acciones, personas o instituciones, en
todas ellas ha de encontrarse aquel rasgo (o rasgos) que identificamos con “justicia”.
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Filosofía II Los sofistas y Sócrates
Sólo
sabiendo
qué es la Sócrates con sus discípulos, antes de tomar la cicuta
justicia se
puede ser justo, sólo sabiendo qué es lo bueno se
puede obrar bien.
Sócrates tiende a identificar la virtud con el saber. Esta identificación suele
denominarse intelectualismo moral.
Esta manera de concebir la moral resulta chocante y rechazable, sin duda, para
muchos: estamos habituados a ver personas ignorantes que, sin embargo, son buenas y actúan
con rectitud, aun cuando no sean capaces de definir qué es lo bueno y qué es rectitud; estamos
igualmente habituados a ver, por el contrario, personas instruidas que realizan conduc-tas
moralmente rechazables. ¿Qué tiene que decir Sócrates a esto?
Partamos de un ejemplo: un zapatero es aquel que hace zapatos (que los hace bien, se
entiende. Cualquiera puede intentar hacerlos, pero seguramente los hará mal. Zapatero es el
que los hace bien y, cuanto mejor los haga, mejor zapatero será). Ahora bien, es evidente que
sólo es capaz de hacer zapatos el que sabe qué es un zapato, cuáles son los materiales
apropiados y la forma adecuada de ensamblarlos. Pasemos ahora al ámbito de la moral. Un
hombre justo, diremos, es aquel que realiza acciones justas, da consejos justos, dicta leyes
justas, ... Análogamente habremos de decir, según Sócrates, que solamente es capaz de hacer
leyes, acciones o consejos justos aquél que sabe qué es la justicia. Alguien puede actuar
justamente sin saber qué es la justicia, pero en tal supuesto se tratará de un acierto puramente
casual (a veces «suena la flauta» por casualidad, solemos decir). Si el que acierta por
casualidad con un remedio para una dolencia no puede ser considerado médico, ya que
desconoce el oficio, de la misma manera, tampoco puede decirse que es justo quien realiza
acciones justas sin saber qué es la justicia.
Además, el intelectualismo moral nos lleva a la siguiente PARADOJA. Decimos que,
por ejemplo, un buen arquitecto es aquel que sabe hacer edificios. Por tanto, aquel que
sabiendo hacer bien un edificio lo hace mal intencionadamente es mejor arquitecto que el que
lo hace mal porque no sabe hacerlo bien. ¿No hemos de concluir, por analogía 12, que el que
obra injustamente sabiéndolo es más justo que el que lo hace por ignorancia? El sentido
común y la sensibilidad moral se rebelan ante esta conclusión inevitable.
Sócrates propone esta paradoja en un diálogo de Platón, el Hipias Menor, con toda la
crudeza, pero también con toda ironía. La conclusión alcanzada (si alguien cometiera
injusticia sabiéndolo sería más justo que otro que la cometiera sin saberlo) es correcta, pero
plantea un caso teóricamente imposible: nadie obra mal a sabiendas de que obra mal, ya
que el conocimiento (de la virtud) es condición no sólo necesaria, sino también suficiente
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Relación de semejanza de cosas distintas.
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Los sofistas y Sócrates Filosofía II
para una conducta virtuosa. Por tanto, ante el caso hipotético de alguien que obrara mal
intencionadamente, Sócrates respondería una y mil veces que tal sujeto no sabía realmente
que obraba mal, por más que pensara que lo sabía: de haberlo sabido no podría haber obrado
mal en absoluto. Todos buscamos nuestro propio bien y felicidad, y no el mal y la desgracia.
Los que obran mal, en realidad, desconocen que el alma es la esencia del ser humano, y
confunden lo bueno, lo justo y lo virtuoso con las cosas externas y relacionadas con el cuerpo.
Pero la felicidad no puede venir de las cosas externas ni del cuerpo, sino sólo del alma y su
cuidado, porque ésta y sólo ésta es la esencia del hombre. O sea, son ignorantes (de la virtud),
no malvados.
Nadie, pues, obra mal voluntariamente. El que obra mal lo hace sin querer. En el
intelectualismo socrático no hay lugar para las ideas de pecado o culpa. El que obra mal
no es, en realidad, culpable, sino ignorante (de la virtud). Un intelectualismo moral llevado a
sus últimas consecuencias traería consigo la exigencia de suprimir las cárceles: al ser
ignorantes, los criminales habrían de ser enviados, no a la cárcel, sino a la escuela.
Para finalizar, añadamos el principio socrático de que nunca se debe actuar injustamente
contra los demás, ni siquiera cuando uno ha sido tratado injustamente por ellos. Con este
principio se oponía Sócrates de modo expreso a la tradicional ley del talión, al “ojo por ojo y
diente por diente”, a la institucionalización de la venganza y la represalia: nunca, proclamaba
Sócrates, se debe devolver daño por daño, ni injusticia por injusticia. De ello dio muestra con
su propia vida: aunque lo condenaron injustamente a muerte, no respondió a la condena con
una acción malvada o inmoral (como huir de la ciudad).
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