Los enebrales de Doñana son los más grandes de Europa, este árbol, el enebro,

crece en zonas de dunas vivas que se mueven amenazando con quedar sepultados
bajo la tierra. Para evitar esto, el árbol retuerce el tronco, se deforma y se arraiga por
fuera de la tierra y en su propio cuerpo como un ejemplo de adaptación y logro de
supervivencia. Nosotros los humanos también nos readaptamos, sobre todo ante las
pérdidas, para así poder afrontar una vida que “no se podía concebir de otra forma”.
Y a este sufrimiento y readaptación lo llamamos duelo.
Este nos pone en contacto con algo que las personas y los árboles
compartimos: nacemos desnudos, sin hojas y sin afectos. Desde nuestro nacimiento
nos vamos cubriendo poco a poco, primero crecemos a lo alto y poco a poco nos
llenamos de ramas, cada vez más gruesas, que dan lugar a cada vez más hojas. Y así
crecemos, todas estas ramas y hojas nos cuidan, nos alimentan, nos protegen,
danzan con nosotros en la tormenta y a veces caen para dar lugar a otras nuevas. Y
qué sería de nosotros sin esos milagros botánicos, con los que aprendemos (sin
saberlo) la importancia de ser acogidos.
A lo largo de los años nuestro tronco se vuelve más grande y robusto y se
convierte en una casa para vivir de animales, insectos y flores. Nos cubrimos con
experiencias, nos nutrimos de los elementos que la forman: actividades que nos
gustan, otras relaciones, trabajos, pertenencias, estructuras familiares y nuestras
propias creencias. Sin embargo, por desgracia, a veces todas estas estructuras
quiebran y nos vemos obligados a empezar de nuevo en otro bosque, diferente y
lejano.
Lo que llamamos duelo es el proceso de rehacer nuestra historia cuando
perdemos la seguridad en la que vivíamos, cuando debemos reconstruir nuestros
esquemas sobre la realidad en la que vamos a vivir. Y lo más importante de este
duelo es que, retomando la botánica, cuando trasplantamos una planta es preciso
que dejemos la tierra pegada a las raíces para que pueda sobrevivir en el nuevo
medio.