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de la denominada, en la década de los setenta, como “la crisis de la razón” (Cacclari, 1982). Entre
ellos cabe destacar la perdida de importancia del legocentrismo (la palabra) para colocarse en un
plano reflexivo de más largo aliento en el cual, al asumir la inconmensurabilidad del mundo, es
posible ir desentrañando los vectores sobre los que se construye una nueva ética de la
supervivencia.
Es imperativo destacar que al hablar de crisis de la razón nos referimos básicamente a la pérdida
de la capacidad heurística de la racionalidad instrumental para interrogar y responder de manera
satisfactoria a lo que acaece en el mundo. Desde esta perspectiva, ya no basta con la razón pura
para producir la experiencia del mundo tal como sucede, sino que a ella hay que localizarla en las
múltiples formas que asume en la eclosión de las representaciones del mundo.
Algo que caracteriza al mundo actual es, sin duda, el despliegue de tensiones y conflictos entre
prácticas socioculturales de corte localizado o de orden funda- mentalista frente a dinámicos
procesos de interconexión global y mundialización de las prácticas y representaciones sociales,
políticas y económicas. Ambos polos de la paradoja se encuentran, además, cruzados por la crisis
del individualismo medio de la de la modernidad. En este contexto, no es ocioso señalar que es
por relación entre lo global y lo local como puede reconstruirse el camino seguido por el sentido
del sujeto y de la comunidad en el discurso posmoderno.
La globalización, entendida como la parte procesual del movimiento de interconexión del
capitalismo a nivel planetario y en diversos órdenes de la vida social de los estados nación, ha
modificado profundamente el panorama de las relaciones entre grupos e individuos, no sólo en el
plano de la pérdida de centralidad de elementos como el pacto y la soberanía (Beck, 1998;
Rodríguez, 1997; Held, 1998) sino-y sobre todo- en el contexto de la dilución de los ejes de
referencia espaciotemporales en la configuración de las prácticas de diversos grupos sociales.
Si bien puede objetarse que aún no tenemos una «universalidad» de prác- ticas descentradas de
tales ejes, es indudable que los efectos del desarrollo de las tecnologías en el campo laboral
(flexibilización, automatización, cadenas de montaje transnacionales, reducción del tiempo de
trabajo); en el campo de los medios de comunicación (radio, televisión, cibernética y
computación, redes de internet, entre otras), sumado a la mundialización de estilos de vida y
consumo, han ido construyendo un nuevo tipo de sujeto social que, minando las bases del sistema
de valores universales al cual adscribía por el hecho simple y mundano de nacer en el seno de una
sociedad dada (el deber, el sentido sacrificial, el imperativo moral de la vida buena, estoica y
social), se encuentra hoy en día en una suerte de barca de papel a la deriva en un mar de
multiplicidad de horizontes de adscripción y de relacionalidad que no pueden ser sino continentes
efímeros del principio de solidaridad.
Precisamente, una de las fuentes más relevantes de la discusión contemporánea en la teoría social
se refiere al posicionamiento del sujeto en un mundo en constante transformación. Dicho, en otros
términos, el debate actual de la teoría social connota de manera decisiva tanto el tema de la
producción cultural, como el del carácter crecientemente reflexivo y autorreferido del yo en el
mundo (Gergen, 1992; Von Beyme, 1994).
Es evidente que ningún proceso social está despegado de una textualidad histórica precisa. En el
caso que nos ocupa, el telón de fondo lo constituye precisamente el relato de la crisis del
asistencialismo y, con ello, de todo un modelo de orden e integración fundados en la sociedad del
trabajo. Sin pretender ser exhaustivos, articulamos tal proceso por medio de tres ejes analíticos
que van mostrando el perfil mundializado del sistema-mundo y las tensiones que en distintos
planos despliega.
ENTRE NARCISO Y LA TRIBU
Uno de los dilemas de la sociedad mundial de fin de siglo alude directamente al individuo, y se
refiere al riesgo sobre los niveles de seguridad ontológica (Giddens, 1996) que se pueden tener
en contextos de elevada transformación y con déficits crecientes en el aseguramiento de los
mínimos vitales. Una de las características centrales de la modernidad ha sido atribuir todo el
potencial humano de control del entorno natural y social por medio de la razón y la técnica.
Evidentemente, el nivel de desarrollo que han alcanzado la ciencia y la técnica han conducido,
señala Habermas, a que ambos instrumentos se conviertan en nuevas modalidades de la
dominación-ideológica y sociopolítica-sobre los propios individuos, de tal suerte que la capacidad
de participación en el mundo es vivida, desde los su- jetos, como dependiente del acceso a saberes
y recursos técnicos para su creación y procesamiento.
Evidentemente, es común la sensación de que hoy como nunca el mundo está interconectado y
los efectos que ello tiene sobre la vida de cada uno son motivo del acrecentamiento de la
incertidumbre sobre aquello que es controlable. La noción de sociedad del riesgo propuesta por
Beck (1997) da cuenta de manera puntual sobre este proceso de universalización de la
incertidumbre y la disminución de la capacidad para tratarla.
La seguridad ontológica -o el reverso de la moneda, que es la indeterminación del ser en el mundo-
se coloca entonces en el centro de las preocupaciones cotidianas de los individuos; se expresa,
básicamente, a través del incremento de los umbrales de ansiedad y depresión que los sujetos
manifiestan como efecto de la sensación de falta de intervención sobre el curso y expectativas
vitales. No se trata tan sólo de que la pluralización del mundo dé lugar a pluralidad de opciones,
sino de las condiciones concretas que permiten tomar en cuenta esas opciones y desarrollar cursos
de acción pertinentes para acceder a estilos de vida satisfacer necesidades.
Si consideramos que en las sociedades que en las sociedades contemporáneas el acceso a recursos
materiales y simbólicos, a la satisfacción de necesidades básicas y al acceso a saberes que
permitan la comprensión de los procesos de cambio sociocultural, técnico y económico, son
profundamente asimétricas, se entenderá que el umbral de certidumbre con que los individuos
operan en la vida cotidiana se reduce sensiblemente hasta crear la sensación de que todo ocurre
por fuera de la intervención de cada uno en su «destino».
De lo anterior se deriva uno de los efectos primarios del síndrome posmoderno: el vaciamiento
del sentido imputado al individuo de la primera modernidad, dar para à la autorreferencialidad y
el intimismo. En efecto, no sólo se trata paso a de la aprehensión de lo que acaece en el mundo
como un campo donde los umbrales de riesgo y de incertidumbre son ampliados e, incluso,
inconmensurables. Cada individuo conoce sólo una parte de aquellas cosas de las que participa,
por lo que la dimensión de totalidad reflexiva y de control sobre el entorno se reducen
sensiblemente. Ello, junto con las profundas transformaciones socioculturales generadas a raíz de
la crisis de Estado-contenedor han facilitado la emergencia de un tipo de individualismo
radicalmente opuesto al del período romántico y al de la modernidad. En el primer caso existía
un sentimiento de trascendencia de la realidad inmediata, donde lo sustancial era lo latente, la
exploración interior y la sublimación de lo divino. Respecto del individualismo de la modernidad,
éste se articulaba por medio de la evidencia objetiva y la utilidad racional. De esta manera, la
racionalización del mundo condensa el ethos del individualismo: el saber es objetivo, la razón es
el criterio de distinción, el método sustituye al impulso y la ciencia se vuelve el dogma
secularizado de la fe.
El nuevo individualismo emerge en el cruce de las mutaciones en los valores y la contracultura
de la posguerra con la hiperracionalización de la producción y el auge de las tecnologías en
diversos campos de la vida social (Harvey, 1998; Wagner, 1997; Lasch y Urry, 1998). Es
fundamental destacar que a lo que se asiste es al vaciamiento de las orientaciones generales de la
sociedad.
Para autores como Lipovetsky (1990), la mutación de la sociedad del trabajo a la del consumo,
anuncia la liquidación de la continuidad histórica y celebra el arribo de una vida construida a
través de programas breves, con normas cambiantes y en el estímulo de vivir al instante (el
presente). En este marco emerge la inquietante figura del individualismo narcisista organizado en
un principio de aislamiento soft, donde los valores públicos tienden a declinar y, por ende, sólo
queda la búsqueda del ego y del propio interés: el éxtasis de la liberación personal, la obsesión
por el cuerpo y el sexo, que sustituyen de manera consistente la imagen del colectivo y el trabajo
para ceder el trono al deseo y el placer.
Este posmodernismo celebra «las intensidades fortuitas del sujeto» (Elliot, 1997) quien, vaciado
de profundidad y significado, se regodea en el olvido, la despreocupación y el placer derivado de
lo superficial, lo inmediato, lo particular. Visto en esta perspectiva, efectivamente el
posmodernismo ha sido etiquetado como antihistórico, relativista y negativo; empero, creer que
esta es la única imagen del individualismo en la posmodernidad, incluso la dominante, sería tanto
como no entender la irreductible pluralidad de los mundos humanos.
El individualismo narcisista que aquí se ha descrito es una imagen límite de un corpus actitudinal
excesivamente radicalizado en los setenta y ochenta, que ha sido posteriormente matizado, y en
los noventa desdibujado. Como señala François Dubet...
el sujeto en [ese] caso es una ilusión porque la identidad que constituye está encerrada en el mito
de una identidad no social, en la fascinación de la experiencia íntima, en una subjetividad que no
es sino indiferenciada [...]. La identidad (así vista) no es más irrigada por la cultura y conduce al
vacío, a la muerte del sujeto que creyó crear (Dubet, 1987).
Se puede dar por sentado un viraje intimista por parte de los individuos frente a la crisis de los
macro-articuladores de la vida social y a la debilidad de los grupos primarios de referencia (la
escuela, la familia). Sin embargo, ello no conduce a la ausencia de socialidad y sociabilidad;' por
el contrario consideramos que uno de los efectos significativos del hiper-individualismo de la
posmodernidad ha sido la construcción de modalidades distintas de articulación grupal.
Construido como referente actitudinal de la crisis de los sesenta, el individualismo narcisista
pareciera estar permeado por una actitud ambivalente que recorre también el ethos de la
posmodernidad. A lo que se asiste, entonces, es a la observación del mundo como irreductible e
irrenunciablemente pluralista, dividido en un mar de actitudes soberanas y de emplazamientos de
autoridad, sin orden vertical u horizontal, en acto o en potencia (Bauman, 1992).
Debe señalarse que las transformaciones que han venido desarrollándose en el mundo social e
individual se generan en un contexto que hemos dado en llamar, siguiendo a Beck (1998), de
globalidad irrevisable. Es decir, un escenario donde la interpenetración, co-determinación y
cambio de las esferas de la vida social y personal trascienden el ámbito de lo nacional-estatal para
articularse en el plano mundial, de modo tal que la idea de que vivimos desde hace un buen tiempo
en una sociedad mundial se presenta como un dato del desarrollo normal del mundo
contemporáneo.
Evidentemente, la presencia de la globalización la parte procesual de la globalidad- supone de
entrada la modificación de nuestro horizonte de observación en relación a los procesos de
integración regional y de construcción y consolidación de la individualidad y la grupalidad. Desde
el telón de fondo de la globalidad se asiste, por principio, a la constatación de dos cuestiones
básicas:
1) la existencia de un conjunto de relaciones de poder y sociales políticamente organizadas de
manera no nacional-estatal; y
2) la experiencia de vivir y actuar por encima y más allá de las fronteras político-territoriales.
Ambas dinámicas confluyen en el cuestionamiento de la capacidad nacional- estatal para
gestionar la vida interna de cada sociedad, así como de la capacidad de producir decisiones
políticas de manera autónoma y soberana (Habermas, 1998: 67-119).
De este modo, sociedad mundial supone, en primer lugar, la consciencia de que, dada la
complejidad e interpenetración que han alcanzado las relaciones en- tre las naciones y de éstas
con el entorno, se tiene una conciencia reflexiva2 de que los riesgos son compartidos a nivel
planetario. Esa homologación de incertidumbres constituye una de las premisas para unificar
temas y agendas, así como para en- contrar semejanzas en expectativas y valores, con carácter
situado y a término.
En efecto, es cada vez más improbable que las sociedades de modelo auto- centrado o autárquico
sobrevivan en la globalidad, sobre todo si tomamos en cuenta que los circuitos de producción
han acrecentado y redefinido la división internacional del trabajo. Pero, además, la conformación
de las redes de inter- cambio a nivel mundial se encuentran crecientemente despojadas del control
normativo y de política económica de los estados nacionales, lo que hace de la reproducción del
capital un sistema autorreferido sin constreñimientos externos a su dinámica.
Una de las características más importantes de los procesos de constitución de la sociedad mundial
se refiere al reforzamiento de las migraciones internacionales y, con ello, al cambio en la
constitución social, cultural y étnica de varias naciones del planeta. En otros casos, la debilidad
de ciertos estados nacionales -señera- mente los de Europa del Este y algunas naciones de África
y América Latina, sumados a la flexibilización de los nexos socioculturales en la mayoría de las
sociedades se han invertido los términos de la articulación simbólica que permitía la distinción
del nosotros y los otros al perderse las fronteras simbólico-espaciales- han dado como resultado
la pluralización de estilos de vida, de consumo, de prácticas culturales y religiosas, con lo que la
adhesión a una suerte de ethos nacional se ha desdibujado para dar paso, no a una adhesión
simbólica e imaginaria única (la del estado nacional), sino a una gama infinita de posibilidades
de incorporación y agregación grupal que no necesariamente pasan por el reconocimiento de lo
nacional-estatal.
De este modo, las sociedades nacionales ven debilitada su densidad simbólica en favor de
opciones más acotadas, pero con una mayor potencia de cohesión-la religiosidad, las pandillas,
algunos movimientos sociales o culturales, las etnias
y la vindicación de la raza, entre otras. El problema se plantea entonces en el seno de la tríada de
la primera modernidad: el Estado-nación, que dio forma y contenido a los problemas de
legitimación y de integración del capitalismo industrial, ya no opera como contenedor de la
sociedad. No logra generar condiciones de integración social en el plano de la reducción de las
desigualdades, y tampoco en el plano de las referencias simbólicas e imaginarias-pasado común,
unidad cultural y de lengua, emblemas e íconos de identificación, entre otras.
Al romperse el vínculo imaginario con respecto al Estado-nación, eclosio- nan las comunidades
de sentido (Berger y Luckmann, 1997), otorgando a los sujetos posibilidades de interpretación de
su entorno y del mundo con un nivel de certidumbre mayor. La sociedad, asimismo, empieza a
ser percibida como un archipiélago de comunidades de sentido, toda vez que los macro-
articuladores de la vida en común (la política, los grupos primarios, las instituciones) comienzan
a tener déficits de formación y satisfacción de expectativas y necesidades.
Esta caracterización mínima de lo que debe entenderse por sociedad mun- dial deja un panorama
bastante nítido de las características por las que transitan las sociedades nacionales en el mundo.
El resultado podríamos enunciarlo del siguiente modo: la sociedad mundial es, sobre todo,
multiplicidad sin unidad; en tanto que la sociedad nacional es, cada vez más, unidad con
multiplicidad limitada. De uno y otro polo emerge con fuerza inusitada la certeza de que el mundo
ha dejado de estar referido exclusivamente a un elemento ordenador, sea el intercambio
económico, la hegemonía de las grandes naciones del orbe, las tensiones y conflictos de corte
militar y político.
Vivimos en un mundo donde crecientemente todo tiene que ver con todo, pero ello no implica la
carencia de sentido o la horizontalidad de las diversas esferas que componen al sistema mundo.
Sencillamente, supone la ausencia de instancias últimas que doten globalmente de significado a
los complejos procesos contemporáneos. Se podría objetar que el efecto de diseminación de los
refe- rentes de la vida social, política, económica y cultural del mundo ha supuesto
exclusivamente la condensación de los conflictos entre las entidades estatales y el globalismo
económico (trasnacionales y grandes entidades financieras inter- nacionales), pero el mapa que
dibujan estos conflictos no puede ser leído como preponderantemente político, a riesgo de caer
en un reduccionismo de fácil implicancia para la lógica política. Hablar de quiebre de referentes
unitarios indica, precisamente, la multidimensionalidad y multiformidad de los bio
contemporáneos.
Desde esta perspectiva, la globalidad del mundo, como referencia específica del espíritu de la
fragmentación y la dislocación espacio temporal, nos sitúan ante la del pensamiento para apertura
una nueva forma de reflexividad que apela a abordar el ser en el mundo. Al diluirse la imagen del
estado contenedor que organiza a las sociedades internamente (las dota de sentido) y que mediante
acuerdos concurre al ámbito internacional (produce sentido), retenemos en el espejo la imagen de
un mundo sin centro entre estados descentrados, cuya capacidad de articulación (interna y
externa) se ven disminuidas (pérdida de soberanía) y en temas y agendas específicos (medio
ambiente, derechos humanos, justicia) francamente rebasados.
En la vertiente de la primera modernidad se nos indicaría una crisis profunda del principio rector
de la vida social-paradójicamente construido como exter- nalidad a ésta- que es la política. En la
narrativa de la posmodernidad se está hablando de la debilidad de las formaciones de creencia
alrededor de la potencia agregativa de un sólo elemento de la vida en común. Visto así, más que
un lamen- to de lo que acontece en el mundo, la globalidad se presenta como un horizonte de
observación que permite explorar las modalidades que está adquiriendo la sociedad mundial, tanto
en el plano individual como en el colectivo.
De ello se deduciría que la socialidad de fin de siglo se condensa en la avasa- llante imagen de
los hinchas de un equipo de fútbol celebrando un gol a favor; o quizá en la imagen del anotador
del tanto realizando un solitario ritual rodeado de sus co-equiperos esperando el momento de
felicitarlo. Quizás, efectivamente, el desgaste del tejido social en medio de la crisis de macro-
articuladores sociales productores de sentido reduzca la interacción y la grupalidad a una
proxemia espacial accidental y carente de significado fuera de ese contexto en donde cada
individuo realiza un performance para ser visto (los hinchas y el jugador).
Esa hybris posmoderna también decanta otro conjunto de comportamientos que trascienden la
dimensión nacional-estatal o la locatividad de la expectativa. Así como se puede observar la
indeterminación o la medianía comportamental en vastos sectores sociales (aquí Marilyn Manson
sería digno representante de esa hybris), también existe un reverso de esa indeterminación en la
construcción de redes de acción y de grupalidad que se interconectan gracias a temas y agendas
específicos.
Podemos coincidir en que la posmodernidad, en tanto que espíritu de época del tardo-capitalismo
globalizado y mundializado, ha terminado por codificar la experiencia humana a través de un
conjunto de valores que autores como Inglehart (1997) han dado en llamar posmaterialistas.
Mientras que la experiencia moderna estuvo construida alrededor de un orden sustentado en la
razón y el sujeto, la experiencia posmoderna gira alrededor de la producción de un régimen de
significado enfatiza la falibilidad de la razón y la debilidad del sujeto. Ello, como hemos visto, ha
tenido consecuencias de inusitada magnitud en la conformación de las redes de relaciones y
exclusiones en el mundo actual.
Desde la perspectiva económica, como política y social, el asumir la imagen de un mundo donde
los fundamentos últimos de sentido pierden relevancia en favor de los acuerdos inter-subjetivos
que hagan legítimo un conjunto de orientaciones de valor (la moral, la política, la ética) ha
generado una resurrección de las disputas ideológicas alrededor de problemas tales como la
seguridad planetaria, el problema medioambiental, el derecho a la diferencia, entre muchos otros.
La emergencia de este tipo de reflexiones abona el camino de una nueva ética de la disputa donde
los actores intervinientes, a sabiendas de la carencia de una verdad última independiente de su
acción -la vida buena como apriorireconocen las condiciones en las que su acción queda situada
y formalizada medio de un conjunto de arreglos que permiten construir una pretensión de validez
-verdad y legitimidad- derivada de la acción misma. Ello quiere decir que una proposición es
verdadera si está avalada y reconocida como tal por el grupo de hablantes que intervienen en un
curso de acción dado. De este modo, la verdad constituye, ya no el lugar de la enunciación
primaria, sino uno de los múltiples sitios a donde puede conducir la interacción.
Visto desde esta perspectiva, asistimos a un evento que ha cambiado radical- mente el modo de
confrontar y entender el mundo: el descentramiento de la uni- versalidad como hegemón de la
organización del pensamiento humano. Esto no quiere decir que desaparezca la pretensión del
humanismo ilustrado de la primera modernidad: un sujeto secularizado con capacidad de
razonamiento para incidir en el curso de los acontecimientos movido por el imperativo de la vida
buena. Por el contrario, es muy probable que esta tendencia haya sido parcialmente plasmada con
mayor fuerza que antes, dadas las restricciones impuestas al modelo de estado contenedor que
implosiona en la crisis del asistencialismo y la modernización. Implica sobre todo que el singular
UNIVERSAL se ha modificado en favor del plural UNIVERSALES, con lo que no sólo no hay
una forma de la verdad, de la vida buena, de la legitimidad, sino que además éstas quedan
despojadas del halo metafísico y de naturalidad que les daban cartas de pre-existencia social.
Implica, además, que la potencial preminencia de una u otra forma de valor, es exclusiva de la
experiencia vital de quienes intervienen en una situación de acción.
Justamente aquí es donde se vuelve pertinente recuperar una pregunta que ha guiado las
reflexiones desplegadas a lo largo de este texto: ¿a quién le interesa el humanismo hoy en día?
Esta pregunta simple despliega por lo menos tres respuestas que, si bien son contradictorias,
pueden alcanzar a estructurarse de manera complementaria.
1) Si el mundo se caracteriza como un archipiélago del sentido, una respuesta posible a la pregunta
planteada, podría ser que el humanismo interesa en primer
lugar como forma «estética» de dotar de coherencia a un conjunto de fragmentos de realidad que
parecieran tener vida propia y gobernarse por leyes distintas a las de la UNIVERSAL humanidad.
Es un esfuerzo que trata de devolver a la razón instrumental su sitial directriz en el concierto de
la reflexividad y apertura del sujeto al mundo. Esta primera aproximación tiene ecos en la
discursividad desplegada por las corrientes neoconservadoras y del nihilismo radical y agonístico
de algu- nas formas del posmodernismo (los extremos, y esto es física, tienden a tocarse en algún
punto). Aquí el rescate y la búsqueda del humanismo derivan más de la sensación de ausencia de
sentido frente a la cual hay que preservar y reunir los fragmentos dispersos que permiten a los
pensadores o a los decisores obtener una imagen coherente con la cual hacer frente a la
contingencia del mundo, que de la búsqueda de las formas en que los distintos fragmentos pueden
ir eslabonándose -contradictoria y tensionalmente- en el curso de sus propios encuentros. El
resultado de esta primera respuesta conduce a las formas primarias del humanismo:
comunitarismo integrador y homogeneizante cuyas derivaciones extremas serán el
fundamentalismo religioso y los nacionalismos radicales. En el paisaje de fin siglo pueden
encontrarse múltiples ejemplos de este perfil humanista: el islamismo radical, los nacionalismos
y etnicismos duros como el serbio, entre otros. A este tipo de humanismo podría denominársele
como un humanismo de la diferencia radical.
Si bien se puede observar en esta propuesta un cierto sesgo «naturalista», lo que debe quedar en
claro es que el humanismo cosmopolita de tipo kantiano induce al reconocimiento de la
fragmentación y la diversidad, aun cuando no logra estructurarse un modo de procesarla. Podría
designarse a éste como un humanismo de la diversidad general.
Sin duda, una de las cualidades más relevantes del síndrome posmoderno es la ubicuidad del
individuo y la emergencia de múltiples actores sociales que estaban excluidos del espectro de la
modernidad: los y las diferentes, los opa- cos intersticios de lo público, donde ahora se cuela la
otredad y la extrañeza como principios fundantes de los públicos. En síntesis, frente al movimien-
to emancipatorio de la modernidad como historia unilineal y ascendente, la posmodernidad
vindica el dislocamiento del tiempo y el espacio merced a la proliferación de sentidos y
comunidades de significado, con lo que la razón humanista se reduce al carácter fáctico de una
humana conditio que es general para todos, y en razón de la cual hay un acto significativo de
trascendencia de
mapas socioeconómicos, geografías políticas y adscripciones nacionales. El humanismo
cosmopolita, empero, es una hoja de doble filo: por igual se apela a éste cuando se trata de evitar
un etnocidio (caso de Ruanda o de Serbia) que cuando se trata de garantizar la preminencia de
una forma de entender el mun- do y participar de él (como en los de Libia, Iraq o Afganistán).
Evidentemente, hacer un llamado al carácter universal de la condición humana supone concebir
al sistema-mundo en una doble vertiente, como comunidad de individuos con derechos
garantizados-más allá de adscripciones nacional-estatales- y como comunidad de naciones con
derechos y obligaciones relativos a hacer viable un ideal de vida buena mundial. De lo anterior se
desprende un elemento prepon- derante de esta postura analítica: existe una concepción
maximalista y predada de la humanidad como orientada (teleológicamente) hacia la vida buena.
En tal circunstancia, el humanismo de fin de siglo se reduciría a hacer viable la inserción exitosa
de la diferencia en los corpus normativos del mundo y de las sociedades nacionales, como medida
para garantizar, nuevamente como diría Kant, una paz perpetua.
3) Una tercera variante del humanismo de fin de siglo ve en éste una oportunidad de
reconstrucción del tejido de la sociedad mundial con base en la asunción de que los sistemas de
prácticas sociales y los elevados grados de incertidumbre sobre el acaecer del mundo son
elementos de una díada que va construyendo nuevas formas de relacionalidad y articulación entre
lo global y lo local. En esta díada resulta de capital importancia el rol que se le puede asignar al
sentido en su doble acepción: como significado y como posibilidad de selección; de ambas deriva
el carácter intencional de las acciones de los individuos y grupos (Ardigó 1980). Sin extendernos
demasiado en esta explicación, sólo quisiéramos apuntar que levancia del sentido en la
configuración de un humanismo de corte posmoderno radica en que deposita en la reflexividad y
en la apertura del individuo a lo otro, la capacidad de producir entendimiento y consensos.
Si partimos de la premisa de que lo que nos asemeja es lo que nos distingue, entonces el
humanismo de fin de siglo tendría que ajustarse a una concepción minimalista de la regla de
semejanza (extranjería, simultaneidad en la ocupación espaciotemporal del mundo, condición
humana despojada de restricciones territoriales, entre otras) como premisa para fundar acuerdos
intersubjetivos de largo aliento donde el privilegio de ser parte de se finque en la capacidad
experiencial de los individuos y los grupos. De este modo, frente al tratamiento de localismo
radical o de universalidad normativa, se estaría pensando en un modelo de hu- manismo que, sin
olvidar el carácter universalizable del género humano, estaría enfatizando el rol de la reflexividad
subjetiva y grupal para construir un humanismo de lo otro (Levinas, 1993) o, para ser más
precisos, un humanismo de tipo empático que logre articular el sentido del sí mismo a través del
espejo de la pluralidad de los otros.
Este carácter especular del humanismo posmoderno abriría el cauce para que la condición humana
recuperase su cualidad de proyecto abierto e inacabado, sustentado en el reconocimiento de la
diferencia y la asunción de la pluralidad. Es preciso señalar, como indica Walzer al hacer
referencia a la tolerancia (1998), que asumir el proyecto de la alteridad no necesariamente supone
su práctica ac tiva y permanente. Hay por lo menos tres direcciones en las que la alteridad sólo
supone coexistencia: la indiferencia, la resignación y el estoicismo. Por medio de estas formas de
experimentar la alteridad se hace presente la capacidad de cada grupo para producirse a sí mismo,
sin concurrir al espacio donde el encuentro con la otredad permite marcar límites y definir sentido.
En este caso se produce una alteridad fantasmática con la que un grupo dado logra aislar los
factores de su singularidad. Las otras dos formas de asumir la alteridad tienen, idealmente, un
carácter más constructivista y activo: se trata de los criterios experienciales de una alteridad por
curiosidad y por entusiasmo. En estos casos, el encuentro con la otredad no sólo se vuelve
probable sino regular y, a través de ello, se puede avanzar en la reproducción de identidades
relacionales y culturalmente abiertas, lo que posibilita que el humanismo cobre carta de
naturalidad asumiendo la fragmentación, la diversidad y la reflexividad.
El humanismo, así concebido, abandona gradualmente la esterilidad de las hojas y los tratados,
distantes y distintos del devenir de los individuos y sociedades para ir configurando modalidades
accionales de un espíritu de época que encontró en el crepúsculo de la modernidad la luz suficiente
para ir construyendo un alba más amable. La conciencia del riesgo planetario, la revaloración de
lo sensible, los movimientos de reivindicación de los derechos humanos y de los derechos de la
diferencia, indican una ruta de cambio sociocultural profundo en todo el orbe. No es, con mucho,
el puerto de llegada, pero sin duda representa un paisaje y una promesa deseables frente a las
opciones propuestas en un ambiente de indeterminación por los hegemones y los poderes
planetarios.