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Diana Lissete Macías Ruiz

Allá por el mes de marzo, luego del segundo aniversario del confinamiento, me topé por los
pasillos de la facultad un letrero que decía “volver después de tanto tiempo, se siente como
un abracito al alma”. Yo lo sentí como un golpe duro y preciso a la pierna que todavía me
sirve, pues, sinceramente, el último lugar al que había pensado regresar era la universidad.

Y al parecer, era un sentimiento generalizado.

Avanzando por aquellos pasillos en los que había tomado clases por tres años, encontré más
y más letreros con mensajes motivadores o de bienvenida mientras los salones se veían
descuidados por el abandono; todo seguía igual, pero algo se sentía diferente. Se sentía mal.
Aún había pocas personas y el ánimo parecía gris, a pesar de volver, a pesar de haber
añorado tanto tiempo el reencuentro. También los alumnos se veían un poco descuidados y
abandonados.

Las clases se impartían igual, las hojas de los horarios eran las mismas, los profesores apenas
si habían cambiado, aunque algo se sentía distinto también en ellos; el lugar del señor que
vendía café seguía ahí, aunque no había nadie para atenderlo, y, sin embargo, todo se sentía
diferente. Parecía que, después de tanto tiempo, todos regresaban a la rutina que tenían
antes de ese marzo, porque no conocían otra cosa, pero no era lo que querían realmente.

No era lo que yo quería realmente.

Había tan poco entusiasmo en mi ser por volver como el de los demás; pensaba en lo
absurdo de tomar clases sobre sucesos y personas de hace mil años cuando a mi alrededor
todos habían perdido a una persona, como mínimo, si no es que se habían perdido a sí
mismos. Es como si el mundo nos dijera que olvidáramos ese lapso y que retomáramos
nuestra vida justo donde la habíamos dejado, como si de un fin de semana muy largo se
hubiera tratado.

Seguí avanzando por los pasillos, observando los salones, en su mayoría vacíos o con pocos
alumnos cuando antaño, estaban tan atiborrados que muchos debían tomar la clase en el
suelo y los pasillos se llenaban tanto en el cambio de hora que era difícil abrirse camino sin
pisar a alguien. Pero no había nada de eso, había tranquilidad, pero era una tranquilidad que
se sentía incómoda.

Subí al segundo piso, donde solía tomar la mayoría de mis clases. Me asomé a los salones
donde asistí por tanto tiempo sin saber que un día ya no volvería. Esperaba una sensación de
nostalgia, de añoranza, pues mi vida universitaria se basaba casi en su totalidad en el tiempo
que pasé en aquellos espacios junto a mis compañeros. Pero no había nada, sólo silencio de
vuelta.
Incluso durante ese tiempo, poco había pensado en mis compañeros. Antes me sabía el
orden de la lista, incluso por los apellidos; en ese momento apenas si podía recordar unos
cuantos nombres. Los sentía lejanos, extraños incluso y me pregunté si tendrían la misma
sensación o si alguno se acordaría de mí luego de tanto tiempo.
Seguí avanzando hacia el final del pasillo, esperando tener un poco de suerte de encontrar lo
que estaba buscando, mientras observaba más letreros pegados, la mayoría animando el tan
“ansiado” regreso. Me preguntaba si las personas que los habían hecho eran muy
entusiastas o muy ignorantes por alegrarse de volver a la “normalidad”.

Me pregunté también, si era correcto llamar “normalidad” a lo que sea que fuera que
tuviéramos por vida ahora. Me daba la impresión de que todos habíamos dejado un pedazo
de nosotros mismos atrás, pero nuevamente, se nos exigía continuar lo más completos que
pudiéramos. Me pregunté, qué tendríamos que dejar atrás ahora para poder volver.

Casi al llegar al final del pasillo, me asomé a uno de los salones que tenía cerca, pues alcancé
a divisar a un antiguo profesor; aún con pocos alumnos, la visión me trajo recuerdos de hace
más de dos años, pero que yo sentía haberlos vivido apenas ayer. Estaba dando clase a un
grado inferior al mío, remontándome a otros tiempos que los letreros insistían en decir que
eran mejores. Observé brevemente a los compañeros; algunos se veían atentos, otros
tomaban notas de todo lo que decía, uno que otro cabeceaba por el sueño y otro par miraba
distraído por la gran ventana; el profesor, por otro lado, se veía entusiasmado; anotaba
animado datos en el pizarrón y eso me hizo pensar en que debería sentir alivio de poder
volver al salón, pues había escuchado de sus dificultades para dar clases en línea, tantas, que
llegó a considerar el año sabático por verse incapaz de enseñar de esa manera.

Me separé de la ventanilla de la puerta y me alejé del salón, pensando que, incluso para los
más optimistas, volver debía sentirse diferente para ellos también. Me giré al otro lado del
pasillo, viendo que la suerte se ponía de mi lado al encontrar abierto el lugar que buscaba.
Vacilando por un momento en si acercarme o no, observé un último letrero pegado en la
pared. Lo leí, una, dos, tres veces y finalmente me decidí.

Saqué un par de hojas de la mochila, me acerqué, llamé la atención de la mujer que atendía
en la ventanilla y dije:

-Buenos días señorita, ¿esta es la ventanilla para el trámite de baja definitiva?

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