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Alina Gadea
Publicado el: 29 septiembre, 2015
Por:
Alina Gadea
Durante la carrera, me habían gustado los cursos que eran limítrofes con otras
disciplinas, no los que serían fundamentales para ejercer.
En la misma forma escogí a la pareja que sería la ideal para el resto de la vida.
A esa edad uno cree que todo es para el resto de la vida.
Sabía que lo menos recomendable para una persona en mi situación era caer
en la enloquecedora pregunta de “¿qué hubiera pasado si hubiera hecho otra
cosa, si hubiera escogido distinto, si no hubiera seguido ese camino?”
Frecuentemente esa clase de cuestionamientos van seguidos de algo así como
“quisiera ser otra persona, en otro lugar y otro tiempo”, “¿Por qué, por qué? No.
Yo debía desechar todas esas ideas nefastas. Simplemente debía volver a
empezar.
Probablemente influenciada por mi formación hice una lista larga que después
reduje a tres puntos:
Uno: Conseguir un trabajo. Le puse un check porque por malo que fuera, ya lo
tenía.
Dos: Conseguir un lugar para vivir. Probablemente tendría que ser tan pequeño
como el trabajo.
Tres: Hacer ejercicio. Debía tratar de mejorar mi estado de ánimo.
Decidí combinar los puntos Dos y Tres: saldría del trabajo caminando y al
mismo tiempo aprovecharía para buscar un lugar donde vivir. Cada noche,
saliendo del estudio, caminaba todo el largo de la avenida Santa Cruz, llegaba
al óvalo Gutiérrez y continuaba por toda la Comandante Espinar y seguía hasta
el malecón de Miraflores. Así también llegaba más tarde a casa y molestaba lo
menos posible a mi familia.
Una tarde de domingo, caminando por una de esas calles totalmente vacías,
que una y otra vez salían a mi encuentro, pasé por la avenida Saenz Peña. En
los últimos días me había dedicado a peinar las calles de Barranco. Llevaba
dos fines de semana sentada en una pérgola frente al mar, sin pensar en
nada.
Me puse a caminar, mirando hacia abajo con los brazos cruzados. Mis pasos
atemorizados casi no se oían. Parecía que adquirían vida propia y decidían no
llamar la atención de nadie, con el ruido de sus pisadas. No había respuesta.
Pero a mi paso, las palomas volaron todas de golpe, con un sonido que llenó el
instante mudo.
Me fijé en la casa más grande y más cercana al malecón. Parecía una torta de
merengue, endeble y tierna, que se resquebrajaba y cuyo relleno se salía por
algunas grietas. Olvidada frente al mar. No habría nadie adentro. Me acerqué
hasta la puerta del zaguán y sentí desde adentro su respiración. Desde algún
lugar desconocido venía un suave sonido que me estremeció. Voces que
parecían susurrarles canciones de cuna a algún niño.
Seguí caminando por una calle estrecha y arbolada. Hubiera sido una callecita
alegre de no haber sido porque tampoco había nadie. Los pájaros no trinaban,
seguramente se debería al frío y a la humedad. El viento fuerte sacudía con
furia las hojas ralas de una palmera. Las palomas debían estar guarnecidas
con sus crías en algún nido tibio y escondido de un árbol frondoso.
Con el mar a un lado y el cielo cerca de mi cabeza, llegué hasta una calle
paralela a la de las palomas. Y me detuve sobre una vereda polvorienta y rota.
De algún lugar, salió un hombre gordo en una bicicleta, que me mandó un beso
sonoro. Era la primera vez en mucho tiempo que alguien me besaba. Pensé
que aunque fuera de lejos y en una forma grotesca, no dejaba de ser un beso.
Pero después desapareció pedaleando tal como había aparecido y el mundo
continuó siendo un planeta desierto.
Fijé la vista al frente y vi dos casas muy viejas. Debían haber sido construidas
a comienzo de siglo veinte. Dos señoras casas. Una de ellas estaba más
deteriorada que la otra y tenía un pequeño letrero pintado a mano donde decía
ingenuamente: Carlos Calderón.
Retrocedí unos pasos para ver si atisbaba algún niño, cuando una
voz apagada sonó débilmente tras de mí:
– ¿Se le ofrece algo? -la voz venía de atrás de la reja de madera. Algo
asustada, me cerré el cuello del saco y decidí seguir mi camino, cuando se
abrió la puerta pesada. Era un señor mayor, delgado y vestido con chaleco y
sombrero. Me pareció un duende. Se sacó el sombrero y me preguntó con voz
aguda y a la vez gastada: – ¿Es usted la señorita que llamó esta mañana?
– Oh, no, no lo creo. Yo solamente pasaba por acá y no sé, disculpe señor.
Estaba mirando.
– Pierda cuidado. Pensé que usted era la señorita que había quedado en pasar
esta tarde por aquí. Ella quería conocer el departamento, digo el cuarto.
– ¿Cuarto?
Era la primera vez que decía esa extraña combinación de palabras. Hasta
antes, de soltera me habían llamado Aída Durán o señorita Durand. Después
me había convertido, un buen día, casi sin darme cuenta en Aída Durand de
Zegarra. O simplemente en la señora Zegarra. “De”, reflexioné, qué cosa tan
absurda. ¿Cómo es que había sido “de alguien”? ¿Era posible que en algún
momento de la vida, hubiera sido hermoso ser de alguien?
Me hizo pasar con un gesto galante. Dentro, me pareció una vez más que el
mundo se había detenido. Yo buscaba esa sensación porque los autobuses
atestados de gente en los que viajaba por avenidas transitadas, me
desconcertaban. Me hacían sentir que la vida era una película que pasaba
rápidamente, en la que yo era sólo un personaje irreal.
Los lugares solitarios me hacían sentir un poco más cerca de mí misma.
Aunque de cualquier manera persistía la extraña sensación de vacío que me
acompañaba como una sombra larga.
La entrada estaba llena de objetos que parecían tener vida propia: observé un
angelón que colgaba de una de las paredes, con una expresión bonachona y
lánguida. Una de las ventanas tenía un vitral de colores deslucidos tal vez por
el paso del tiempo. Los sofás eran viejos y estaban llenos de polvo. Dos
lámparas como floripondios alumbraban tenuemente la sala. Una mecedora de
Viena aún se balanceaba. Probablemente el gato que pasó cerca de mí,
enroscándome la cola en las piernas, habría estado sentado ahí. Un perchero
a un lado, tenía colgados algunos sombreros muy pasados de moda. A juzgar
por la vestimenta de don Carlos debían ser todos de él. El mueble con el
perchero tenía un espejo biselado en medio. Miré mi cara en él y me
sorprendió ver que aun era joven.
Eché una mirada rápida a todos los bajos de la casa. Era bastante oscura.
– Bien, eso es lo que quería comentarle. Esta casa tiene cuatro cuartos
en la parte de arriba. En uno duermo yo, en el otro estaría usted, luego hay un
cuarto vacío que prefiero que no sea ocupado, por razones que no son del
caso mencionar, y en el otro cuarto está una persona. Un hombre. Es un
artista. Él es escultor. Sí, así es -se dijo como respondiéndose a sí mismo de
algo de lo que no estaba muy seguro.
– Aída.
Y señaló con dirección al lugar que yo había visto. Entré. Era un baño
sumamente antiguo. Tenía una tina de mármol y una instalación improvisada
de ducha. Me perturbó la idea de tener que compartirla con un hombre
desconocido, pero al mismo tiempo estaba casi convencida de hacerlo.
Afortunadamente al abrir uno de los caños comprobé que había agua en
abundancia y mirando las losetas verde agua pensé que en general no había
nada que una buena limpieza no pudiera mejorar.
– Hay agua caliente, Aída, pero sólo por la mañana – me dijo levantando
un poco el índice.
– Bien don Carlos – le dije mirando hacia una ventana del baño que
pensé en abrir de par en par – ¿Cuánto cuesta el cuarto?
Ese mundo, el del señor Calderón con el cuarto misterioso y el artista al otro
lado del pasillo era tan distinto a aquel en el que yo había vivido durante todo
ese tiempo. Era un mundo estancado lejos de la gente de saco y corbata y de
las oficinas llenas de cables, pantallas y enchufes.
Me despedí del señor Calderón, diciéndole que vendría con el dinero al día
siguiente y limpiaría la habitación para después traer mis cosas.
***
Esa noche fue una de las últimas que pasé en casa de mis padres.
No fue fácil limpiar esa habitación, tuve que sacudir años de polvo de las
paredes. Para eso llevé una de esas noches, en un taxi, después de salir del
trabajo, una escalera plegable. Una nube de polvo se levantó hasta el techo
alto al sacudir el sillón. Saqué las cortinas y las mandé lavar. Pasé un trapo por
los vidrios de la ventana y mucha cera por el piso y dentro del armario. El baño
lo lavé íntegramente con lejía. Instalé mis cosas, puse mi cama con dos
almohadas nuevas y compré un cubrecama que le hacía juego a las cortinas.
Colgué una pequeña estantería para mis discos y mis libros. Y una lámpara de
tela donde colgaba el foco. El cuarto ya estaba listo para quedarme a dormir.
La primera noche que me quedé, caí rendida hasta el día siguiente. Un tenue
rayo de luz me dio los buenos días, colándose por entre las cortinas. Me
desperecé y después de darme un baño salí a trabajar.
Durante el día, mientras trabajaba, algo del espíritu de esa vieja casa había
quedado en mí, como el olor que se impregna en uno después de saludar con
un beso a una persona perfumada. Y era algo así como un olor agradable el
que me dejaba esa habitación, ese señor y hasta la imagen inventada que
tenía del artista, que hasta ese momento no había podido ver.
Regresé esa noche a dormir. Al entrar por la antigua reja de madera y dejar
atrás el día, pasé a la sala y una sombra que pasó de lado a lado me
estremeció. Después me di cuenta que era don Carlos.
– ¿Cómo es la vida, no? Viven lejos los dos. Pero a veces se llena el
buzón, me mandan cartas y fotos –me dijo algo melancólico, pero conservando
una sonrisa simpática.
– Qué bien.
– Sí, cuando mi esposa vivía, todo era muy distinto. Después fue que yo
comencé a alquilar los cuartos. Ya estaba viejo para trabajar y la casa me
quedaba muy grande.
– Entiendo.
– Claro que sí. Me gusta mucho su casa. Y le agradezco esta sopa tan
rica y sobre todo la compañía.
Durante toda la noche se oyó su cincel sobre la piedra. Los muros anchos de
adobe y el largo del pasadizo debían amortiguar esos ruidos, porque llegaban
a mis oídos como detrás de un velo. Entre sueño y sueño sentía el sonido
rítmico como un latido de corazón.
Las puertas de esa casa no cerraban completamente, tal vez el salitre de las
paredes y la humedad hubieran desencajado los marcos. Pero eso tampoco
me molestaba. Por el contrario, dormir con la puerta sin llave me hacía sentir
como en una familia. Pero, en todo caso, ¿quién abría la puerta de mi cuarto
mientras yo dormía?
¿Qué habría dentro del cuarto cerrado al lado del de don Carlos? ¿Por qué no
querría hablar de eso? Seguramente tendría algo que ver con su esposa y le
resultaría doloroso. Yo sabía que las personas reaccionaban ante la viudez de
maneras diferentes. Algunas conservaban sus casas tal como estaban en vida
del esposo o la esposa y otras cambiaban todo o incluso se mudaban de casa
o hasta de país.
¿Cómo se sentiría don Carlos sin esa mujer, sin “su” mujer, en la casa que
compartieron siempre? En la casa donde crecieron sus hijos. Tal vez él, igual
que yo, en algún momento de su vida había pertenecido a alguien. A ella. Y
aún siguiera perteneciendo porque, a diferencia de lo que me había pasado a
mí, a ellos no los había separado la vida, sino la muerte.
No había ningún retrato de ella en toda la casa. Era seguro que estarían dentro
de ese cuarto clausurado y que conservaría el recuerdo sólo para sí. Imaginé
el cuarto pintado de color lavanda, con sus paredes imperfectas de adobe, una
ventana dando al mar de Barranco, frente a una cama con una cabecera de
bronce y una colcha de crochet, donde habrían dormido juntos año tras año.
Un pastillero de plata en la mesa de noche de madera con mármol y unos
vestidos oscuros dentro del armario de alcanfor. Su cara frágil en una
fotografía sepia, en un marco ovalado de pan de oro.
Noche tras noche, me dormía pensando en esos dos viejos, pero
curiosamente, una vibración serena me acompañaba y me envolvía en un
sueño como un manto tibio.
A esos pensamientos se unían los ruidos del cincel y continuaban aun durante
el sueño. A decir verdad, no me molestaban en lo absoluto. Por el contrario,
me hacían acordar que estaba viva. Y su ritmo, como el eco de una voz
lejana, me mecía haciéndome dormir.
Esa noche en particular soñé con el hombre de al lado, haciendo el amor sobre
una tarima desvencijada. No alcancé a verles las caras, ni a él ni a ella, pero
me pareció sentir su aliento caliente y oír su respiración enloquecida. Desperté.
Todavía no amanecía. Mi puerta estaba abierta como las otras veces. Me
levanté y desde la puerta de mi cuarto, vi la suya, también abierta. Decidí
acercarme. Me animé a tocarla levemente.
Pasé. Vi su cara barbuda, su pelo revuelto, la camisa manchada, igual que sus
manos y el piso de madera de su cuarto. Los ojos vidriosos. Sudaba y bebía de
un pequeño vaso de vidrio algo que olía como a un aguardiente. El cuarto
estaba lleno de humo y de trozos de piedra de huamanga desparramada por el
suelo.
Con un poco de frío, me tapé el pecho cruzando los brazos sobre el camisón
delgado. Me senté sobre el mueble destartalado que aparecía en el sueño y
sentí los resortes salidos hincándome el cuerpo. Me acomodé como pude y
estuve observando al escultor por largo rato mientras tallaba con fuerza la
enorme piedra. Parecía desquitarse de algo en cada golpe que sonaba como
una liberación.
La piedra iba tomando forma. Parecía la cara de una persona con los ojos
cerrados o tal vez podía ser ¿una mujer dormida? Después de un rato, me
levanté y me dirigí a mi cuarto. Cada paso mío sonaba al mismo tiempo que el
golpe del cincel. Pisé fuerte, con confianza por el pasillo, hasta llegar a mi
habitación. Miré por la ventana y respiré la brisa salina del mar. Después de
mucho tiempo podía oler el aroma de las madreselvas. Oí claramente el trino
de los pájaros y me sentí por primera vez en mi vida, libre. Amanecía. Pronto
don Carlos se despertaría y regaría las enredaderas de colores. El mundo se
había echado a andar. No era un lugar silencioso ni yo era un ser irreal. Para
mi suerte era sábado. Pude echarme y quedarme profundamente dormida.
****
Por primera vez en muchos años me desperté cerca al medio día. La puerta de
mi cuarto había amanecido, como siempre, abierta de par en par.
Escogí con gusto un vestido fresco de colores y unas sandalias y salí del
cuarto para entrar al baño. Oí el agua corriendo y me detuve pero alcancé a
ver al artista bañándose con la cortina de la ducha corrida y la puerta abierta.
Por mi parte di dos pasos para atrás y miré hacia abajo, pero alcancé a verle el
cuerpo desnudo, mojado y velludo. Yo seguía en el pasillo con la ropa en la
mano. Él, terminando de secarse, me dijo con la misma voz ronca de la noche
anterior:
– Pasa.
Y salió mojando el piso con los pies. Llegó a su cuarto y dejó la puerta abierta.
Entré al baño y cerré como pude. Me saqué la ropa temblando. Me jaboné el
cuerpo y me sentí cerca de mí misma; de mi piel, de mis piernas, de mi
corazón que latía desbocado. Me pareció deliciosa el agua. Me sequé, me
vestí y me miré al espejo y esta vez no me sorprendió verme joven. Me
reconocí a mí misma y sentí unos deseos desconocidos de saber quién era
ese hombre. Salí del baño decidida por el pasillo, hacia el cuarto del artista.
Estaba sentado en la tarima de los resortes salidos, bebiendo licor, con el pelo
mojado y la camisa abierta. Contemplaba la escultura terminada.
Yo sólo supe que caí sobre él y después sobre la tarima. Lo demás fue igual al
sueño que tuve. Debí quedarme dormida después porque volví a la realidad al
oír la voz temblorosa de Don Carlos desde el pasillo. Se dirigía a mi cuarto.
– ¿Aída?
– ¿Don Carlos?
– Ah, sí Don Carlos, si supiera que hacía años que no dormía tan bien y
hasta tan tarde. Desde que era una chica. Ni siquiera he comido nada, estuve
dando una vuelta por acá.
Me animé a preguntarle:
– Sí Don Carlos, claro que quiero saber algo, ¿qué hay en el cuarto
cerrado? ¿Algún día me lo dirá? –no pude evitar subir un poco el tono de mi
voz.
– No, Aída, está bien. En realidad hasta ahora a nadie le había interesado
o nadie había estado lo suficientemente cerca de mí para preguntármelo. Es
algo así como un santuario –me lo dijo con la expresión de un niño.
***
Esta vez fui yo la que me acerqué a él y lo besé. El cincel cayó al piso y nos
seguimos besando contra la pared descascarada, sobre el alféizar de la
ventana. Él abrió su cama con un gesto inusitadamente formal, como una
invitación y yo cedí con naturalidad, como si lo hubiéramos hecho siempre.
Me dio la impresión de que él tenía un reloj distinto al del resto del mundo, algo
así como si fuera el dueño del tiempo. La noche pasaba y cada tanto
dormíamos o me acariciaba la cabeza mientras descansábamos y me invitaba
unos sorbos de licor. La noche era furtiva y desconocidamente deliciosa. Su
voz había adquirido un tono cómplice y cadencioso muy distinto al de antes.
Esa mañana al llegar a la oficina decidí pedir la tarde libre. Esgrimiría cualquier
pretexto y no me lo negarían; era la primera vez que pedía algo.
Salí radiante, algo que no sabía qué era me hacía querer volver a la casa,
como si me esperara un regalo sin abrir. Llegué y vi al pasar a don Carlos
echando una siesta, luego pasé delante del cuarto secreto que esta vez tenía
la puerta abierta. Ni siquiera quise mirar lo que había dentro. Lo que quería era
llegar al del artista. Lo encontré absorto en su trabajo. Modelaba una porción
grande de arcilla sujeta con un fierro a una madera. No me había oído entrar
pero cuando abrí las cortinas, entró la luz y él se dio vuelta sorprendido. Me
sonrió como desde otro mundo y siguió haciendo incisiones con la estaca. Yo
recogí los pedazos de barro, estiré las sábanas revueltas, recogí las botellas
vacías, el cenicero lleno de puchos y fui por dos tazas de café.