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Violeta Demonte (2014): «Necesidad, perplejidad y crítica.

Una autobiografía lingüística», en Laborda Gil, Xavier - Romera,


Lourdes - Fernández Planas, Ana M. (eds.): La lingüística en España: 24 autobiografías. Barcelona: Universitat Oberta de
Catalunya, 148-162.

Necesidad, perplejidad y crítica.

Una autobiografía lingüística Hablar de uno mismo y, más aún, con el adjetivo de la profesión, está
segura- mente reñido con la prudencia y el decoro. Por eso empiezo con cierto arrepentimiento ante
mi temeridad, pero sin poder sustraerme a la palabra dada, más atada si cabe porque es palabra para
quienes quieren hacer algo no habitual entre nosotros: conocer y estimar otras experiencias, acaso
para que algunos puedan mirarse a sí mismos desde ellas. Evocar, como recuerda Tabucchi, es
llamar a la memoria», de natural selectiva y recreadora, y si la novela fluye en parte de vivencias
autobiográ- ficas, la autobiografía habrá de tener algo novelado para serlo. La tarea es también
abrumadora, al fin y al cabo, al recordarse no hay persona que no se encuentre consigo misma
(Borges), con su pequeñez, con sus yerros, con la añoranza de lo que pudo ser de otro modo. Así las
cosas, me propongo poner en perspectiva unos lugares, unas épocas y unas tareas que son míos
porque son de muchos, que están alejados entre sí y han transcurrido bajo razones y condiciones
distintas; no obs- tante, los une el que haya pasado por ellos fiel a mis obsesiones: intentar entender
lo que se sabe, lo que otros han entendido antes mejor que yo; buscar siempre que sea posible
fundamentos tanto de los hechos como de lo más abstracto; y sentirme capaz de admirar a los que
ven más lejos y saben contarlo, y a los que aprecian antes el amor por el conocimiento que la fama,
el poder o la petulancia. De estos me he puesto a su vera, no como espectadora sino queriendo
hablar y, gracias a ellos, atenta a la intuición, con una voluntad de trabajo que he de reconocer alta,
y unas gotas de azar he llegado a tener, sin plan previo conocido, algo similar a una carrera como
lingüista. Como decía con ironía mi amigo y maestro Victor Sánchez de Zavala, a quien volveré a
nombrar otra vez y que forma parte de ese entorno de seres extraordinarios sin los cuales nada sería
parecido: «yo no tomo decisiones, las decisiones me toman a mi». Al borde de cerrar mi vida
académica creo que gracias a oír mucho, leer más, sufrir con mis contradicciones y darle vueltas a
todo lo que fuera escoger y valorar he llegado muchas veces a los sitios y a las decisiones casi sin
darme cuenta, una vez que estaba allí ya estaba, me habían arrastrado voces, balanceos reflexivos e
irreflexivos cuyo eje me venía de muy lejos y era, quizá, si se puede poner en palabras, el deseo de
aclararme, de saber cómo algo se podía hacer mejor, y ser justa conmigo y con el mundo. Naci el 27
de junio de 1944 junto a un río sin orillas en una ciudad llamada Paraná, en la Argentina, una capital
de provincias con vida lenta y administra- tiva en la que mi padre era profesor de matemáticas.
Siendo muy pequeña nos trasladamos a un sitio próximo inolvidable: el campo, el inmenso
horizonte, que en realidad era una escuela de magisterio rural con muchas dependencias anejas, una
especie de granja grande o estancia pequeña, de la que mi padre había sido nombrado director. Los
cinco años en la Escuela Alberdi fueron los de la mayor parte de mi escuela primaria, con unas
maestras rectas y dedicadas -el magisterio argentino se preciaba de ser modélico en el mundo; el
campo será para siempre la imagen de la tranquilidad y la naturalidad. En 1955 volví a Paraná.
Oyendo dar clases a mi padre, con una tía maestra, mi único tío paterno profesor de historia y una
madre magistral a la vez que melancólica, llegué a la adolescencia pensando que enseñar era la
tarea esencial de las personas y que los teoremas eran tan reales como los ríos. A los 17 años, tras
estudiar un bachillerato-magisterio, como había por aquel entonces en Argentina, yo misma empecé
a dar clases por las mañanas en una escuela primaria mientras por la tarde cursaba mis estudios
superiores. Era 1961 y hasta 2004 no dejé casi nunca de dar clases salvo en algunas de mis estancias
para investigar en el extranjero. Mi camino hacia la lingüística es el recorrido de una graduada
medio nómada que pasa con avidez por varias instituciones y trata de absorber lo que de nuevo haya
en cada una. Una suerte de recorrido inevitable de la afición a la profesión nacido de la necesidad,
la perplejidad y la crítica; no estoy nada segura de que hoy, cuando está tan institucionalizado el
contacto temprano con las comunidades prestigiosas, el predoc y el posdoc como requisitos que
abren o cierran perspecti- vas, una carrera así con algo parecido a todo esto pero más asistemática-
fuese necesariamente bien apreciada. Pero eran otras épocas abiertas y cambiantes donde las
sociedades desarrolladas creían encontrarse en un estado de felicidad impere- cedero y las que
habían estado durante decenios en la oscuridad, como en el caso de España, deseaban ahora entrar
en esos mundos. Por menester más que por certeza, y por la devoción a la literatura que me despertó
una profesora de instituto, estudié en la ciudad donde vivía los únicos estudios superiores que había,
mi grado se llamaba Profesorado de Castellano, Literatura y Latín. De lengua y lingüística no se
aprendía prácticamente nada pero recibí unos fundamentos de literatura española y literaturas
europeas que, por una parte, me hicieron mirar atentamente hacia Europa y, por otra, me
convencieron de que si bien la literatura podía ser importante para atisbar la naturaleza humana,
entre otras notables propiedades, si uno aspira a ahormarse en una disciplina e intentar así contribuir
al desarrollo del conocimiento es necesario situarse más allá de la interpretación y del historicismo;
o por lo menos así lo veía yo. De esos estudios, que terminaron en 1965, me quedó una buena
experiencia de relación con el latín: para estudiar concienzudamente esta lengua hay que habérselas
con estructuras, órdenes y jerarquías; de lo que más tarde tendría que saber mucho. Inmediatamente
después de «recibirme» me fui a Buenos Aires a trabajar como profesora de secundaria con la
voluntad también de actualizar mis magros conocimientos y hacer cursos graduados de lingüística.
Buenos Aires en 1965 se creía el centro del mundo, la ciudad entera era una uni- versidad en torno a
otra gran universidad, algo prepotente y demasiado satisfecha de sí misma para que fuese cierto;
llena de cursos, seminarios, fundaciones de van guardia y grupos que se reunían a discutir sobre
psicoanálisis, marxismo, existen- cialismo o crítica literaria. (Lamentablemente este paraíso de lo
nuevo e impactante iba a empezar a demolerse gradualmente a partir del golpe militar de 1966 y de
la intervención de la universidad.) Eran demasiados estímulos para una chica de pro- vincias que
había pasado súbitamente de una ciudad de 100.000 habitantes a una de cerca de 10 millones. Pero
hice todos los seminarios a mi alcance, iba a clases en la UBA, seguí algún curso graduado y
además fui aceptada en el conservatorio nacional para estudiar canto (estuve allí dos años). También
me levantaba todos los días en la madrugada para ir a enseñar a institutos que solo estaban al
alcance de largos ratos en trenes atestados, en Olivos, en Ramos Mejía, o en el centro. No fueron
años fáciles, la extenuación y el exceso de exigencias me desesperaron más de una vez pero en lo
que a la lingüística se refiere hubo allí dos hitos que pro- bablemente marcaron mi vida posterior.
Gracias a un amigo de mi ciudad natal entré en un grupo de estudio sobre lingüística chomskiana
que se reunía en la casa de otra amiga (quien, tras pasar primero por el MIT, sería luego una
conocida antigenerativista), para leer a los heterodoxos de la lingüística chomskiana. Lo más
importante de ese período en Buenos Aires fue mi asistencia al largo curso sobre <<Formalización
de gramáticas» que dictó Ofelia Kovacci en la UBA, creo que en 1967. En él pasamos revista a
todos los modelos del estructuralismo; la gramática entonces llamada generativo-transformacional
se presentó en este curso como un estructuralismo más, pero es cierto que apenas acababa de salir
Aspectos. Allí empe- cé a leer lingüística en inglés, recuerdo que, para adiestrarme mejor, me
compré un buen diccionario y traduje por mi cuenta el artículo de Wells sobre constituyentes
inmediatos. Axiomas y pruebas elementales, una arquitectura científica escasa, pero a mí me sirvió
para ratificarme en que quería moverme por terrenos empíricos fundamentados y bien diseñados.
Buenos Aires era un sitio difícil para crecer inte- lectualmente de manera sistemática y empecé a
buscar becas como un medio para irme a otro lugar donde pudiera estar encerrada en una biblioteca
o en un piso, solo estudiando y escribiendo, y no yendo de un lado para otro. España no era mi pri-
mera opción pero fue la que salió; cuando mis amigos asustados me preguntaban cómo me venía a
un país con una dictadura, les contestaba tan campante que era solo una beca de seis meses y que
seguro que desde aquí me iba a ir luego a París o a EE.UU., una respuesta algo suficiente y muy
argentina. Lo que sí es cierto es que solo compré billete de venida. Llegué a España en enero de
1969, pocos días después de que la policía franquista asesinara al estudiante Enrique Ruano. Leía el
periódico con zozobra mientras des- cubría aquella ciudad gris y fría, pequeña de tamaño para mis
últimas costumbres. Para captar el aire y la estrechez del ámbito universitario-intelectual de
aquellos años, que no es este el lugar de resumir, remito a lo que ha escrito mi amigo Carlos Piera
(2012)-un ensayista eximio y meditador que requiere atención y entrega, pero devuelve
pensamiento-, a través de la exégesis de dos figuras representativas de las alternativas a ese mundo
sombrío y cerrado sobre sí mismo. En lo que a mí respecta, entre 1969 y mediados de 1972 hice lo
que quería hacer: enclaustrarme estudiando. A la vez, gracias a sucesivas becas participé en un
curso para profesores latinoamericanos de lengua y literatura en el ICH, en el Curso Superior de
Filología de Málaga y el curso de lingüística de OFINES, donde trabajé como coordinadora de
tareas docentes. El sistema de enseñanza era siempre el mismo: múltiples lecciones en forma de
cursillos de unas diez horas, dados por el establishment universitario (o una parte de él), y unos
pocos amigos europeos de ese establecimiento, que habla- ban cada uno de lo suyo sin verdadera
preocupación por la coherencia formativa, el análisis de los fundamentos, la práctica de lo que se
está enseñando o la profun- dización en lo que es central frente a lo accesorio (todavía sigue
habiendo algunos cursos popurri de este estilo, pocos por fortuna, ahora se llaman másteres). Esos
cursos fueron, salvo excepciones, perfectamente olvidables, pero allí conocí algo de lo que había y
decidí asimismo que iba a convalidar mis estudios argentinos para obtener la licenciatura española.
Tras pasar exámenes llamados de conjunto, tomar algunas asignaturas complementarias y asistir por
mi gusto y deseo, no porque me lo requirieran, a las sabias clases del profesor Lapesa, donde se
trabajaba con artículos y lecturas (lo no usual) y todo lo que se daba era reflexión propia, obtuve en
junio de 1972 el título de licenciada en Filología Románica en la Universidad Complutense de
Madrid con una tesina sobre El orden de palabras en las oraciones informativas del español
coloquial. Esta tesina era una eclosión de mi vida formativa hasta ese momento: un poco de Escuela
de Praga, un poco de filosofía del xvIII (las teorías, por ejemplo, sobre el orden de palabras y el
orden del pensamiento -muy poco acertadas para lo que hoy sabe la neurociencia y ya anticipó
Freud-), y se acercaba a las hipótesis generativistas sobre el orden de los constituyentes y la posi-
ción de los pronombres átonos. Lapesa me sugirió el tema, Coseriu me habló del interés de
acercarme a los filósofos y Emilio Lorenzo me la dirigió, porque solo los de filología inglesa podían
dirigir una tesina en esa línea. Pero mis primeros tres años largos en España no fueron solo este
proceso de contacto con lo institucional y de conocimiento (limitado) de la vida académica. Hubo
un brillo en esa atonía; lo había ya en otros ámbitos del mundo cultural. En 1969, poco después de
mi llegada, empezaban en el Centro de Cálculo de la Universidad de Madrid (luego UCM) unos
seminarios singulares, ajenos a los patrones universitarios, ideados por el matemático Ernesto
García Camarero y que aspiraban a ser, diríamos hoy, de ruptura en la forma de trabajar y en su
contenido. Uno de ellos se llamaba de Lingüística Matemática y lo coordinaba un ser especial,
agudísimo, inteligente, crítico hasta la médula, honesto intelectualmente como nadie, proclive a la
extravagancia justificada, conocedor de la duda a la vez que amigo estrecho de todas las
vanguardias culturales: un ingeniero devenido filósofo y luego lingüista/psicólogo, a quien ya he
mencionado, Sánchez de Zavala; nunca miembro de ningún club. Ese seminario (reuniones
semanales en torno a un tema que presentábamos cada vez alguno de sus miembros, sobre todo
Víctor) fue deci- sivo para mi orientación intelectual, no tanto por lo que allí discutimos-empe-
zamos un poco la casa por el tejado, pues comentábamos no solo a Chomsky sino también a los
chomskianos heterodoxos (los semantistas generativos)- como por el espíritu crítico que en él se
practicaba, por el entusiasmo y el afán por superar las dificultades y llegar al fondo de unos
planteamientos que se apartaban de las corrientes y de las verdades establecidas. Confirmé en ese
seminario algo que ya venía atisbando y es que el trabajo de esta lingüística confería al estudio del
len- guaje un grado de abstracción, rigor formal y profundidad en la argumentación sin precedentes
en las disciplinas humanísticas y la alineaba en otro estilo de investi- gación, hasta ese momento un
privilegio de las ciencias físicas y naturales. De ahí nace un fervor por ese estilo de trabajo que no
se me ha pasado, y una cierta pena por que esa diferencia no se haya advertido siempre debidamente
en estos lares y se haya confundido luego la innovación teórica con las palabras nuevas: discurso,
texto, marcos cognitivos y similares, para al fin seguir haciendo descripciones más o menos
superficiales. Ahora bien, el pasaje casi místico por ese seminario obligaba al éxodo, pues otra cosa
que allí advertimos (algunos por supuesto lo sabían desde antes) es que la ciencia no conoce
fronteras territoriales, tiene una única lingua franca que enton- ces y ahora es el inglés y no se
adquiere repitiendo mecánicamente los apuntes de otros. Aconsejada por Marisa Rivero, quien
pasaba también por el Seminario del Centro de Cálculo cuando venía a Madrid, y que ha sido
siempre muy buena consejera para mí, obtuve un teaching assistantship como estudiante graduada
en la Universidad de Indiana, en 1972. Pasé un año en Bloomington siguiendo los cursos básicos
que tanta falta me hacían: aprender a formular reglas, saber razonar soluciones, adiestrarme en los
rudimentos formales y teóricos imprescindibles para empastar mis a veces deslavazados
conocimientos. En septiembre de 1973 tuve que tomar una decisión difícil: volver a Indiana a
completar el doctorado o quedarme en España. En efecto, Lázaro Carreter me ofreció un puesto de
profesora encargada de curso en el Departamento de Lengua Española de la UAM, que había
empezado a dirigir dos años antes, para, a la vez que daba clases, también hacer la tesis con él en
ese departamento. Opté por la segunda vía, fue una opción de vida de la que no me he arrepentido.
A partir de ese momento me sitúo ya en la segunda etapa de mi actividad académica, más estable y
quizá fecunda pero también más burocrática: tesis, oposiciones, estancias de investigación, puestos
universitarios y de gestión de la ciencia. La tesis la presenté en 1975 (Demonte 1977) y con ella me
pasó lo mismo que con la tesina: salió fluidamente, tras horas y horas de mesa y encierro (de mi
vida adolescente en una casa en la que había mucha gente me queda una gran capacidad de
concentración que me permite aislarme aunque al lado rujan leones) sobre un tema que traía ya de
mi año en EE.UU.; me pregunto qué habría sido de mí y de esa fluidez si hubiera tenido directores
tan exigentes y maniáticos como yo misma y algunas de mis colegas, que piden tantas revisiones a
sus doctorandos. Empieza entonces este largo período que dura hasta hoy de desarrollo de pro-
yectos de investigación, dirección de tesis y supervisión de predoctores y posdoc- tores, de escribir
sistemáticamente en líneas y asuntos que han ido cambiando, dentro de la estabilidad teórica, y de
irme de vez en cuando al extranjero para salir de asfixias y respirar. Naturalmente la mera existencia
de esta segunda etapa es muy deudora del apoyo y la protección recibidos de Fernando Lázaro,
intelectual admi- rable y de avanzada en muchos respectos. Mucho debe también a los consejos de
mi sabio colega José Antonio Pascual. De este largo recorrido, lo más significativo en lo que a
formación lingüística se refiere son mis tres estancias de investigación en el extranjero. Fue
estimulante, duro a la vez que crucial porque estaba ya a punto de no entender nada, mi año en el
Departamento de Lingüística y Filosofía del MIT entre 1984 y 1985 (al que luego volví varias veces
para estancias más cor- tas en los noventa). Llegué cuando Chomsky contaba en clase lo que luego
sería Barriers y Rizzi explicaba el «pro drop»; en ese momento estaban como visitantes o venían a
las clases de Chomsky quienes hacían o iban a hacer los mejores desa- rrollos de la teoría. Viví así
muy en directo lo que es una universidad cuya misión es crear y difundir ideas y no meramente
mantener la cultura establecida; en la que el debate es la regla y no la excepción y donde todos,
profesores, visitantes y estudiantes graduados, con mayor o menor desgarro de su autoestima,
ofrecen y ponen en cuestión lo que están elaborando. Mi cuatrimestre en USC en 1993, el contacto
con Zubizarreta y Vergnaud, fue una ocasión de adquirir nuevas destrezas, más próximas a la
ciencia cognitiva, y de hablar de las perspectivas de la lingüística formal con amigos entrañables y
grandes lingüistas. Tanto a Cambridge como a Los Angeles viaje con mi hija Irene, lo mejor de mi
vida, que había nacido en 1982. Mi estancia de tres meses en el Instituto de Lingüística de Utrecht
en 2001 resultó más solitaria, más europea: los profesores trabajan más en casa y no están tan acce-
sibles como en los campus americanos. He pasado también veranos en Sussex y en Berkeley,
siempre aprendiendo. En mi vida profesional ha sido central la tarea de enseñar. El profesor,
cualquie- ra sea el nivel en que discurra, es responsable de la actualidad y el peso específico de lo
que transmite; del cuidado de la palabra y de la apelación a la comprensión y contrastación
individual de lo que llega mediado y necesitado de masticación. No es poco. Me ha gustado estar en
el aula y más de una vez me he encontrado con alumnos de hacía décadas que me recordaban,
digamos, con consideración y que estaban disponibles en 1987. También he de decir que, por lo que
he oído y leído de mis colegas (véase el interesante libro de Hernández et al. 2013), el actual Plan
Bolonia, y también su aplicación gremialista a la vez que perezosa, podría ser, entre otras cosas, la
tumba de los imprescindibles doctorados de fuerte conteni- do teórico que preparan para la
investigación. Es cierto que la universidad tiene que formar profesionales pero es descabellado
pensar que un universitario, luego profesional, no haya de necesitar una buena formación en la
ciencia básica de su disciplina. Antes de poner aquí algún pensamiento sobre lo que he escrito y
cómo se han ido desarrollando mis ideas o, mejor, despejando mis telarañas, pasaré no sin agobio
sobre las oposiciones por las que obtuve las plazas de adjunto y catedrático. Ante el regocijo con el
que algunos colegas recuerdan sus ejercicios oposicionales, o la remembranza de las componendas
y las exhibiciones de poder de los tribunalicios, consustanciales con esos paripés, me siento siempre
extraterrestre y avergonzada de lo propio y de lo ajeno. Las oposiciones son o eran un ejercicio de
autoflagelación y una actividad generalmente vacua, porque las cuestiones importantes estaban
muchas veces decididas de antemano, por acción o por omisión: por obra de los decisores o por el
espíritu adaptativo y de sumisión a las reglas establecidas de los concursantes potenciales o reales.
Eso no empece que sienta un profundo agrade- cimiento hacia quienes me apoyaron en esos
momentos; tampoco impide que esté convencida de que quienes van a ocupar un puesto
universitario o de investigador deben someterse a escrutinio y presentar sus trabajos y resultados en
público ante quienes escogen; pero la selección adecuada no consta de ejercicios poco significa-
tivos realizados en situaciones muchas veces blindadas. Mis publicaciones están asociadas a varios
determinantes que no sé bien cómo jerarquizar y organizar. Cuando miro hacia atrás me doy cuenta
de que he ido cambiando de temas, aunque no de técnicas. No he hecho algo que otros suelen
practicar, tal es volver a antiguos asuntos al hilo de modificaciones de la teoría; a reanalizar lo
anterior con otro marco formal. No es que me parezca mal: los for- malismos con frecuencia son
nociones; no es que no crea, como Montaigne, que «quien quiere estar en todas partes no está en
ninguna», pero he preferido ir cam- biando de asuntos, o empezando otras líneas. Por ello cuando
escribo tengo muy poca costumbre de citarme salvo que esté resumiendo alguna propuesta cercana
en el tiempo, porque lo antiguo mío me parece casi siempre envejecido o ajeno: <<la indiferencia
extraña de lo que ya está hecho» (Gil de Biedma). He trabajado sobre temas gramaticales
relativamente alejados entre sí: subordinación sustantiva, predicación secundaria, cláusulas mínimas
preposicionales, estructura de la frase nominal con atención sobre todo al adjetivo; sobre estructuras
verbales con doble complemento, fijándome en especial en los dativos y en las estructuras verbales
con complementos de trayectoria y resultado; o sobre los diversos valores del com plementante que
en la periferia izquierda de las oraciones del español, lo que me ha llevado en los dos últimos años a
pensar sobre la evidencialidad. He derivado de la pura sintaxis a la léxico-sintaxis y la hipótesis de
la periferia izquierda; y en algu- nos momentos a una semántica con poca formalización.
Recientemente he estado también prestando atención a diversos tipos de concordancia. Entre los
deleites de este último período de mi estancia en el CSIC-una isla donde he descubierto colegas-
amigas excepcionales como Pilar García Mouton y Esther Hernández, y a la par de una fragancia
conventual y una organización que podría llegar a ser aniquiladora si no se adoptan cambios
sustanciales, pero esta es otra conversa- ción- con más tiempo que en la universidad para darle
vueltas a las cosas y poder pensar como quien se balancea en una mecedora, están el encontrarme
rodeada de jóvenes colegas brillantes (Elena Castroviejo muy especialmente), sentirme parte de un
grupo, poder escribir con otros y hacer breves incursiones por la búsqueda de resultados, más
empíricamente contrastados. Me refiero a la decisión de poner a prueba las hipótesis que tengamos
entre manos basándonos no solo en los datos provenientes de la introspección -los que
habitualmente manejamos para decidir qué es una expresión bien formada-, sino asimismo en datos
extraídos a partir de experimentos, o que extienden los de la intuición porque provienen de
repositorios amplios y bien establecidos. A lo que iba, a partir de mis asuntos y de mis giros: no
creo haber hecho nin- guna aportación insoslayable ni juzgo a ninguno de mis trabajos como
imprescin- dibles para entender algo, pero estoy segura de haber procurado ser rigurosa con la teoría
y de haber intentado encontrar siempre la mejor solución. Por otra parte, dos circunstancias me
invitan a no arrojar demasiados baldes de agua fría sobre mí misma. Me parece oportuno citar por
aquí algo que dice de paso Piera sobre aque- llos que vuelan corto pero lo hacen desde hombros de
gigantes: puede quedarles, dice, «el orgullo íntimo... de que hemos estado exactamente allí donde
estábamos convencidos de que había que estar: subidos a una atalaya desde la que se atisba el
horizonte. No es un privilegio desdeñable» (2012: 130). Sin duda me precio de ello. Por otra parte,
acaso no sea demasiado inmodesto admitir que he sido a veces capaz de sugerir líneas y rutas: he
apreciado andar por caminos poco transitados previamente o que eran nuevos en mi entorno,
aunque en parte por ello mismo no haya llegado siempre a dejar las cuestiones completamente
acabadas, aparte por supuesto la falta de pericia. También añadiré que he procurado fatigar los
datos, pues siempre terminan por hablar, y he mirado el español, como solemos hacer, en el marco
de un continuo de lenguas y en contraste con otras lenguas. Pero por mucho que uno alardee de
ingenuo, los cambios de temas y de subá- reas no son casuales ni dejan de tener alguna lógica, y los
disparadores de mis giros, de los temáticos así como de los, digámoslo pedantemente,
metodológicos (que también los ha habido), son como siempre de origen diversificado: razones
externas y algunas internas o de pura coherencia con la curiosidad. Así, de mis tres estancias en el
extranjero antes mencionadas salen algunas publicaciones que se juzgan como acertadas: en mi
estancia MIT empezaron a gestarse los tres artículos sobre predicación secundaria (Demonte 1986,
1987 y 1988). Los que tratan de la ditransitividad y los dobles objetos (en particular, Demonte
1995) deben mucho a mis conversaciones en USC. El trabajo sobre adjetivos resultado de mi
estancia en Utrecht, en cambio, fue demolido por los revisores de un par de revistas, dio muchas
vueltas y al final se convirtió en un texto más breve y ceñido, pero no por ello menos arriesgado,
publicado en un volumen colectivo muy bueno, pese a mi trabajo (Demonte 2008). Por otra parte,
cada artículo que escribes, y cada secuencia investigadora, sacan a la luz problemas que te intrigan
y te mueven a entrar en ellos aunque no estuvieran en tus planes mediatos o inmediatos. Las últimas
vueltas alrededor de la posición del adjetivo y la posible correlación entre posición e inter-
pretación me hicieron ver un extraño fenómeno de concordancia de los adjetivos que siguen a
sintagmas nominales coordinados, sobre el que he estado escribiendo con una exdoctoranda mía,
Isabel Pérez Jiménez, un privilegio de investigadora y colaboradora (Demonte y Pérez Jiménez
2011). Los asuntos de los proyectos de investigación y la posibilidad de escribir con otros colegas
abren sin duda nuevas ventanas. Hace ya muchos años con mi exdoctoranda y ahora catedrática de
la UAM Olga Fernández Soriano, una coautora insustituible y sagaz, esencial en el desarrollo de mi
actividad investigadora, decidimos iniciar una línea nueva sobre gramática comparativa y variación
sintáctica en el español, con secuela posterior en otra, que nos llevó a intentar sacar partido teórico
de un fenómeno generalmente abordado desde la perspectiva de la norma: el dequeísmo. De ese
primer acceso a de que (Demonte y Fernández Soriano 2005 y 2009) han derivado numerosos artí-
culos posteriores independientes ya de aquel fenómeno específico y adentrados en los terrenos de la
interfaz sintaxis-semántica-pragmática (por ejemplo, Demonte y Fernández Soriano en prensa). Mi
más reciente elección de otra línea de trabajo: el análisis de la estructura de los eventos para
esclarecer algunos aspectos de la interacción entre el léxico y la sintaxis, tiene más cuestiones
abiertas y aún más ambiciones que resultados. Queda en verdad mucho más por contar sobre
artículos y temas, pero no quiero aburrir demasiado al lector. Recordaré solo, aunque parezca
lateral, que mi convicción feminista me hizo escribir también algunos textos breves sobre sexismo
lingüístico. Solemos decir los profesores que uno no conoce verdaderamente un asunto hasta que no
dicta un curso sobre él. Si ese curso se da con pausa y meditación, de él puede surgir un manual.
Por otra parte, si se está en un medio en el que un paradigma ya estándar no se ha instalado aún, y
más si su instalación es ardua por factores externos, no es extraño que el profesor se vea abocado a
escribir estados del arte, sea por propia decisión, sea a petición de otros. Empezando por lo
segundo, he escrito varios estados del arte sobre la evolución de la lingüística formal, sintaxis
comparativa, teorías de la léxico-sintaxis o, recientemente, sobre los desarrollos de la teoría de los
parámetros (Demonte 2014). Las revisiones críticas son trabajos de paciente actualización y
ordenación de ideas y materiales (reconstruir ayuda a entender, y puede contribuir a que otros
concedan sentido a un área o a un tema central en un campo). Aunque soy consciente de la
importancia otorgada a los review articles y a los research highlights en las grandes revistas
especializadas de las ciencias experimentales, si hoy tuviera que volver a hacer esos estados del arte
no sé si lo aceptaría, o al menos no los haría de la misma manera. Estas revisiones tienen que ser
vivas, actuales y punzantes, destinadas a acelerar debates y posturas racionales. Y deben hacerse si
sabemos que el lector las buscará porque hay espacio crítico y afán por el esclarecimiento y el
descubrimiento. Lamentablemente, en las revistas punteras de nuestra disciplina no son demasiado
frecuentes las revisiones críticas y de discusión de última hora; desdichadamente,
en mi medio intelectual próximo esas revisiones no parecen echarse en falta; quizá porque no hay
suficien- te masa crítica o porque interesa más la cantidad de la producción propia que la calidad del
trabajo fundamentado. Desventuras de un sistema científico que ya está produciendo en todas las
áreas miles de publicaciones que nadie lee. Escribí un manual de sintaxis a finales de los ochenta
(Demonte 1989) tras haber enseñado durante más de quince años dos cursos de cuarto y quinto de
Gramática del español, luego llamado de Sintaxis superior. Tenía ya opinión acerca de los
excelentes libros de texto anglosajones que quería tomar como ejemplo. Había sope- sado mucho
los contenidos de la teoría general, tan variable por esos años (de las <<transformaciones» a los
«principios y representaciones») y parecíamos encontrarnos en un período de relativa estabilidad.
Había preparado ejercicios y tenía ejemplos contrastados para cada uno de los temas que quería
abordar, análisis comparativos con otras lenguas, y muchos artículos relativos a las lenguas
románicas. Quería hacer un texto que presentara una sintaxis fundamentada y razonada e hiciera
patente la generalidad, la sencillez y la extensibilidad de la teoría que enseñábamos. No sé si resultó
demasiado apretado, todavía más cerca de la espesura de la literalidad que de la levedad de lo que
se ha entendido debidamente. Esta tarea sí que volvería a emprenderla como si fuera la primera vez,
pero mucho me temo que el sistema de enseñanza actual, donde se pasa por todo a la carrera, donde
los contenidos son más leves y donde, como decía, no existen ya, salvo excepciones, los cursos de
doctorado similares a los de las buenas universidades estadounidenses, no hacen tan necesario este
tipo de textos. Seguramente sucede también que la actual complejidad de la disciplina se presenta
mejor a través de los ahora abundantes grandes handbooks, que tan acertadamente promueven y
editan las buenas editoriales anglosajonas. Dirigir con Ignacio Bosque la Gramática descriptiva de
la lengua española fue una empresa intelectual, mejor diría un deber profesional, que valió la pena.
Como consecuencia del desarrollo de la lingüística teórica, los trabajos específicos sobre el español
(artículos y monografías) habían alcanzado en las últimas décadas del siglo pasado un desarrollo sin
parangón, una precisión y minuciosidad únicas y un nivel de rigor también desconocidos hasta
hacía muy poco. Los directores de la GDLE creímos que esos descubrimientos podían ponerse a
disposición de un público culto de nivel medio y servir asimismo para las tareas de los
investigadores: la GDLE quería facilitar a los interesados el conocimiento de las propiedades de la
lengua española sin dejar de ser por ello una obra de referencia para iniciar nuevos avances. Fue
satisfactorio pasar más de seis años al lado de un profesional fuera de serie corrigiendo manuscritos
y debatiendo con los autores; fue grato participar de una acogida tan generosa y satisfactoria; y lo
fue más que se reconociera pronto su influencia como fuente de información, punto de partida para
otros trabajos, o modelo para las obras normativas. Más allá de que como toda obra colectiva
adolezca en ocasiones de algún defecto de coherencia o que falten aspectos como la historia de la
lengua y la fonética del español, puede así sostenerse que es una gramática acorde con lo que se
entiende hoy por gramática: un conjunto de relacio- nes armoniosas y económicas entre sintaxis,
léxico, semántica y pragmática -unas formas y lo que deja impronta en ellas. Una secuela
divulgadora y pedagógica de esta empresa fueron mis varios escritos exponiendo razones sobre la
necesidad de la gramática en la enseñanza secundaria y en la de segundas lenguas. He dejado una
breve última parte de estas notas dispersas para hablar de mi segunda naturaleza: mi interés por la
investigación como actividad fundamental en la sociedad y crucialmente en las instituciones
responsables de ella, mi deseo asimismo de pensar sobre el lugar de nuestra disciplina en ese vasto
ámbito que se denomina humanidades. Para lo primero no basta con hablar y escribir. Una
socialdemócrata optimista de la voluntad como yo (aunque ahora me pregunte con frecuencia
adónde va la socialdemocracia) -que no piensa que todo lo real es racional ni cree que las leyes del
mercado libradas a su autorregulación organiza- rán espontáneamente la realidad- está condenada a
suponer que la acción crítica desde dentro y el cambio en escalas medianas pero perspicazmente
orientado hacia el futuro, son el camino hacia el progreso, la racionalidad ilustrada y la justicia bien
distribuida. Más todavía, si cabe, en las instituciones académicas donde traba- jamos con personas
iguales y se nos ve como responsables de cuidar y transmitir la cultura. Por eso, a lo largo de mi
vida no he dudado en ocupar cargos académi- cos universitarios. Más recientemente, por la
confianza del economista Salvador Barberá, en ese momento Secretario General de Política
Científica, y de la querida y atinada ministra María Jesús San Segundo, estuve durante tres años y
varios meses en un cargo de mayor responsabilidad: el de Directora General de Investigación del
Gobierno de España. Era poner una pica en Flandes, pues este puesto siempre había sido ocupado
por científicos de las ciencias duras. Con un arrojo que ahora no tendría, decidí aceptar; y si bien
fueron años frenéticos-con el frenesí propio de la vida política y de una carga de gestión y decisión
sin medida, que te quita (casi) por completo de toda otra veleidad- en lo personal significó estar en
contacto con personas de gran entidad intelectual (los científicos unos más que otros- podemos
parecer excesivos en las demandas, pero muy probablemente es porque miramos más lejos) y
trabajar en equipo con colegas muy expertos en gestión y en evaluación de ideas, programas y
proyectos. Ocupé este cargo durante los años de bonanza del último gobierno socialista (comienzos
de 2004 - finales de 2007), período además en que la preocupación del gobierno por la ciencia, y la
convicción de que es el principal motor del cambio tecnológico, social y de mentalidades, eran,
creo, bastante verdaderos. Cuesta creer lo que está sucediendo en este momento. He dedicado varios
artículos a la investigación en humanidades, al lugar de las humanidades y las ciencias sociales en
el conjunto de las disciplinas académicas. De todos esos textos de reflexión el que más me gusta es
uno de 2007 titulado <«<Humanidades en la encrucijada». Hablo allí del no fácil encaje de la
lingüística formal en el conjunto de los saberes que tratan sobre lo que hacen, pueden hacer y son
capaces de crear (en sentido tanto de capacidad como de invención) los seres humanos y solo ellos.
Hay una razón simple de esa incomprensión: proviene del choque entre una cultura ya muy
establecida que aprecia la (re)interpretación, la intertextualidad y la acumulación de datos y la de las
disciplinas formales, que premia la búsqueda de explicaciones fundamentadas y la eliminación de
soluciones demostradamente débiles en pro de la adecuación y la explicitud. Las humanidades en
sentido convencional, por otra parte, se conciben como las guardianas de la historia, de los textos,
de las grandes preguntas contestadas desde posiciones espe- culativas, desde los genios particulares.
Las ciencias de las competencias naturales, aunque no usen el lenguaje de la biología, aspiran a
encontrar leyes y dar razón de su ejecución en contextos determinados. No obstante, no es solo
nuestra especial posición en un área lo que me preocupaba y me preocupa. Me concierne, porque en
ellas vivo, el supuesto malestar de las humanidades, la reiterada afirmación de que no se entienden
sus diferencias, la creencia de que no pueden ser objeto de investigación sino solo de estudio
(Llovet) o el resquemor ante unos alumnos que prefieren (según dicen los propios dueños de las
humanidades, que acaso ven amenazados sus tronos) la rapidez de los videojuegos a una lectura
parsimoniosa, pongamos, del Arcipreste de Hita. Me inquieta que de ellas pueda salir -como ha
puesto de manifiesto recientemente Pinker- una crítica al cientificismo, a la apli- cación, por
ejemplo, de la neurociencia, la evolución o la genética a los asuntos humanos. Ninguna de estas
posiciones, resquemores o críticas es completamente desatinada, pero encerrarse en cualquiera de
esos castillos es negar el giro de los tiempos, y esa actitud casi nunca ha servido para mucho. Quizá
haga falta mucho talento y menos miopía intelectual para integrar resultados de distintas disciplinas
que a lo mejor no son antagónicas sino complementarias, quizá hace falta más humildad y
generosidad. Pero estos son asuntos que requieren más larga reflexión. Aquí acaba este intento de
contar mi vida profesional. La vida tiene eso, que se acaba. Al cerrar esta autobiografía incompleta,
miro con gratitud hacia quienes me han ayudado a intentar trabajar bien en lo mío, pues este es un
fuerte deseo que ha guiado siempre mis pasos.
-.Señale al menos tres obras fundamentales de la autora, con mención de las disciplinas
implicadas.

En el texto, Violeta Demonte menciona varias obras que ha escrito a lo largo de su carrera, y
algunas de ellas están mencionadas explícitamente. A continuación, te detallo las obras y las
disciplinas implicadas que pude identificar:
Tres artículos sobre predicación secundaria (Demonte 1986, 1987 y 1988) que se gestaron durante
su estancia en MIT.

Artículo sobre ditransitividad y dobles objetos, en particular "Demonte 1995", que debe mucho a las
conversaciones que tuvo durante su estancia en USC.

Trabajo sobre adjetivos, que fue resultado de su estancia en Utrecht y que al final se convirtió en un
texto más breve y ceñido, pero no menos arriesgado, publicado en un volumen colectivo muy
bueno, pese a su trabajo (Demonte 2008).

Investigación con Isabel Pérez Jiménez sobre un extraño fenómeno de concordancia de los adjetivos
que siguen a sintagmas nominales coordinados, que se convirtió en un artículo publicado en 2011
(Demonte y Pérez Jiménez 2011).

Línea nueva sobre gramática comparativa y variación sintáctica en el español, con secuela posterior
en otra, que comenzó con el análisis del fenómeno del dequeísmo, y de ese primer acceso a "de
que" (Demonte y Fernández Soriano 2005 y 2009) han derivado numerosos artículos posteriores
independientes ya de aquel fenómeno específico y adentrados en los terrenos de la interfaz sintaxis-
semántica-pragmática.

(El texto hace referencia a varias obras escritas por Violeta Demonte durante su carrera en el campo
de la lingüística. Entre ellas se encuentran tres artículos sobre predicación secundaria, un artículo
sobre ditransitividad y dobles objetos, un trabajo sobre adjetivos, una investigación sobre
concordancia de adjetivos y una línea nueva de investigación sobre gramática comparativa y
variación sintáctica en el español. Estas obras se desarrollaron durante su estancia en diferentes
universidades como el MIT, USC y Utrecht, y han derivado en numerosos artículos posteriores)

-.Señale quiénes fueron los maestros de la autora fundamentales para su formación.

Según la información proporcionada por Violeta Demonte, los maestros fundamentales para su
formación fueron Emilio Lorenzo, Eugenio Coseriu y Rafael Lapesa. En particular, Lapesa fue un
profesor sabio y reflexivo que impartía clases poco convencionales donde se trabajaba con artículos
y lecturas. También se menciona que Coseriu la animó a acercarse a la filosofía, mientras que
Lorenzo dirigió su tesis, ya que solo los de filología inglesa podían dirigir una tesina en esa línea.
Estos tres maestros parecen haber influido en su enfoque hacia la lingüística y en la elección de su
tema de tesis.

(En su autobiografía académica, la autora Violeta Demonte menciona a varios maestros que fueron
fundamentales para su formación en el campo de la lingüística. Uno de ellos es el lingüista español
Rafael Lapesa, quien dictaba sabias clases donde se trabajaba con artículos y lecturas, y todo lo que
se daba era reflexión propia. Lapesa sugirió el tema de la tesina de Demonte sobre el orden de
palabras en las oraciones informativas del español coloquial.

Otro maestro importante para Demonte fue Eugenio Coseriu, un lingüista y romanista rumano que
influyó en la teoría lingüística del siglo XX y que fue su profesor de teoría lingüística general en
Ginebra. También menciona a Emilio Lorenzo, quien dirigió su tesina y era un lingüista y filósofo
español especializado en lingüística contrastiva entre el español y el inglés.

En resumen, Demonte recibió formación y guía de lingüistas de diferentes países, como España,
Rumania y Suiza, lo que le permitió tener una visión amplia y enriquecedora de la lingüística.)

Señale los principales méritos investigadores de la autora.

La autora del texto ha llevado a cabo diversos méritos investigadores en el campo de la lingüística.
En primer lugar, ha escrito un manual de sintaxis en los años ochenta, que ha sido fundamentado y
razonado. En segundo lugar, ha sido directora de la Gramática descriptiva de la lengua española,
una obra que ha puesto al alcance del público culto las propiedades del español. En tercer lugar, ha
escrito varios artículos exponiendo la necesidad de la gramática en la enseñanza secundaria y en la
de segundas lenguas. Finalmente, ha mostrado interés por la investigación como actividad
fundamental en la sociedad y ha reflexionado sobre el lugar de la lingüística en las humanidades.

La autora, Concepción Company, destaca por su labor investigadora en el campo de la gramática


española. En particular, ha publicado un manual de sintaxis que presenta una sintaxis fundamentada
y razonada, además de ser una obra de referencia para la enseñanza de la lengua española. También
fue co-directora de la Gramática descriptiva de la lengua española, un proyecto en el que trabajó
junto a Ignacio Bosque y que recopila los avances más importantes de la lingüística teórica sobre el
español en las últimas décadas. Company destaca la importancia de la investigación como actividad
fundamental en la sociedad y se preocupa por el lugar de la disciplina en el ámbito de las
humanidades. Además, ha escrito varios trabajos divulgativos y pedagógicos sobre la necesidad de
la gramática en la enseñanza secundaria y en la de segundas lenguas.

Publicación de un manual de sintaxis (Demonte 1989) que se convirtió en una referencia para la
enseñanza de la gramática española.
Codirección, junto con Ignacio Bosque, de la Gramática descriptiva de la lengua española (GDLE),
una obra colectiva de referencia para la descripción de la gramática del español que se convirtió en
un hito en la lingüística hispánica.
Contribución a la teoría de la sintaxis generativa, particularmente en el ámbito de la teoría de la
Rección y Ligamiento.
Participación en la discusión y análisis de la sintaxis y la gramática del español y otras lenguas
romances en numerosos artículos y monografías.
Promoción de la enseñanza de la gramática en la educación secundaria y en la enseñanza de
segundas lenguas a través de escritos divulgativos y pedagógicos.

Señale los principales puntos del ideario docente e investigador de la autora.

La autora del texto ha trabajado en una variedad de temas gramaticales muy diversos, desde la
subordinación sustantiva hasta la estructura de la frase nominal con especial atención en el adjetivo,
así como en estructuras verbales con doble complemento y en los valores del complementante en la
periferia izquierda de las oraciones en español.La autora menciona que ha procurado siempre
encontrar la mejor solución y ha sido capaz de sugerir lineas y rutas que ha apreciado andar por
caminos poco transitados previamente o que eran nuevos en su entorno.Por ultimo , la autora ha
procurado fatigar los datos y ha mirado el español en el marco de un continuo de lenguas y en
contraste con otras lenguas.

Señale cuáles son las principales críticas vertidas por la autora en relación con la lingüística
practicada en España actualmente.
La autora de la que se habla en el texto realiza varias críticas a la lingüística practicada en España
actualmente. Una de ellas es que no son frecuentes las revisiones críticas y de discusión de última
hora en las revistas punteras de la disciplina. Según la autora, esto puede deberse a que no hay
suficiente masa crítica o porque interesa más la cantidad de la producción propia que la calidad del
trabajo fundamentado. Además, afirma que el sistema científico ya está produciendo en todas las
áreas miles de publicaciones que nadie lee. También critica el sistema de enseñanza actual, donde se
pasa por todo a la carrera, los contenidos son más leves y donde, salvo excepciones, ya no existen
los cursos de doctorado similares a los de las buenas universidades estadounidenses, lo que hace
menos necesario este tipo de textos.

La autora de la información presenta diversas críticas sobre la lingüística en España. Entre las
principales críticas se encuentran la falta de revisión crítica y discusión en las revistas punteras, el
exceso de producción propia en detrimento de la calidad, un sistema científico que produce miles de
publicaciones que nadie lee, un sistema de enseñanza superficial y la ausencia de cursos de
doctorado similares a las de las universidades estadounidenses. Además, la autora destaca la
importancia de hacer revisiones críticas vivas y actuales para acelerar los debates y posturas
racionales.

La autora presenta una serie de críticas en relación con la lingüística que se practica en España en la
actualidad. En primer lugar, señala una falta de revisiones críticas y discusión actualizada en las
principales revistas de la disciplina. Esta falta de debate crítico y actualizado puede llevar a una
producción excesiva y de baja calidad, en detrimento del trabajo fundamentado.

La autora también menciona que el sistema científico actual produce una gran cantidad de
publicaciones que nadie lee, lo que puede ser un reflejo de la falta de discusión y revisión crítica en
la disciplina. Asimismo, señala que el sistema de enseñanza actual en ocasiones pasa por alto la
profundidad y complejidad de la lingüística, lo que resulta en contenidos más superficiales y una
formación insuficiente.

Otra crítica que presenta la autora es la falta de cursos de doctorado similares a los de las mejores
universidades estadounidenses. Esto puede limitar la formación y el avance en la disciplina, y puede
ser un reflejo de una falta de inversión en la formación de los futuros investigadores.

La autora también menciona la complejidad actual de la disciplina, la cual se presenta mejor a


través de grandes handbooks. En este sentido, la autora destaca la importancia de una revisión
crítica viva y actualizada, que acelere los debates y posturas racionales. Además, destaca la
importancia de incluir aspectos como la historia de la lengua y la fonética del español en las obras
colectivas.

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