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BAJO UNA LUNA HOSTIL

(Una historia de vampiros)

He tenido 12 años hace varios siglos, pero él no sabe eso. Me sigue fuera de la cafetería porque sabe
que estoy solo. Quiero que sepa que estoy solo. Al voltear la esquina le miro de reojo y acelero el
paso, puedo oler el sudor que despide su cuerpo, concentrado en su entrepierna. Huele a vergüenza,
culpa y odio, odio contra esos niños maricones que se pavonean libres por las calles usando aretes y
minifalda, dejando que se insinúen sus partes privadas, provocándolo. “Inmorales” piensa, y su
erección se hace más firme. Camino rápido, como quien huye, una liebre aterrada que vislumbra los
ojos de la serpiente. Al principio el hombre se oculta en cada agujero del camino, ya cuando la calle
desolada se inunda de tinieblas, pierde cautela y acelera.

“Pequeño”, me llama. Yo sigo avanzando y mi corazón inerte latiría estruendosamente si pudiese


hacerlo, siento el tiempo deformarse a medida que la ansiedad crece. Todo sucede muy rápido. El
húmedo contacto con su piel, sus manos ásperas me aprietan fuerte. Percibo que está a punto de
estallar, por su mente desfilan imágenes de su esposa y su hija y de la sombra que forma el temor de
que alguien alguna noche les haga lo que él se muere por hacerme. El miedo es ira y la ira me aferra
los brazos, las piernas, el cuello. Me aprisiona el rostro contra su pecho jadeante. “Mi pequeño”
susurra. Sus dedos temblorosos me acarician las mejillas, no nota el frío antinatural de mi piel
marmórea. Finjo forcejear, le sigo el juego el depredador. Su abrazo es firme, con un dejo
perturbador de ternura. Besa mis labios cadavéricos y un hilillo de saliva nos une por un instante.

Grito. De un puño me calla. La sangre mana de mi nariz y el tabique que se ha roto, comienza a
sanar casi de inmediato. El rojo le enfurece, no quiere ver su porcelana rota, las grietas lo humillan.
Me voltea y me empuja de cara al pavimento mojado. Me desviste y se detiene un momento para
contemplarme, casi religiosamente.

Este es el momento de mi vergüenza, el motivo secreto de la cacería. En ese instante en el que me


contempla enfermo de deseo mi cuerpo comienza a temblar y le ansío con todas mis fuerzas. Quiero
que lo haga, ya no me interesa si me golpea, me escupe o me amenaza con matarme si llego a
contarle a alguien.

Y entonces se introduce en mí, mi cuerpo de 12 años se desgarra como la primera vez. Siempre me
recuerdan la primera vez, las embestidas son una marea negra que trae recuerdos rojos a mis ojos
nebulosos de lágrimas y a mis puños tensos de rencor. Soy el monstruo que alimenta al monstruo,
el círculo que se repite, la prolongación de una violación mil veces deseada. Merezco morir tanto o
más que todos aquellos que han tomado mi cuerpo de 12 años durante todos estos siglos.
Como todas las veces el sexo me huele a cuarto infantil, a miedo salado, a mi padre, a mi primera
erección. ¿Por qué no lo hace más duro? ¿Más cruel? ¿Por qué no puede partirme en dos?

Se viene. Me impregna de su fetidez y su olor se me hace insoportable. El cambio es abrupto, pero


no me sorprende. Se quita de encima mío y me encuentra llorando, me abrazo las rodillas. Se limpia
con mi ropa, se levanta y comienza a vestirse. Pero no se irá, nunca lo hacen, me tienen allí, ya
usado, ya pueden dar mil pasos donde dieron el primero, todo depende de lo que tarde la erección.

Una capa fría de miedo y odio recubre todo mi cuerpo, recubre toda mi alma, si es que aún tengo.
Son estos los hombres que matan mujeres a diario y salen en las noticias condenando a los
homosexuales. “Enfermos” nos dicen. Son los exhibicionistas a la salida del colegio, son el trauma
de sus hijas, son ellos quienes dan cuerpo a la Cultura de la Violación y aquí estoy yo: Deseándoles,
rogándoles que me hagan objeto de su sombra. Soy el monstruo que alimenta al monstruo.

Para este punto la sangre solo lo excita más. Me voltea, me abre las piernas y me lleva hacia sí y yo,
por las lágrimas de Lucifer, le agradezco. De nuevo las embestidas, pero esta vez no se trata de él,
sino de mí. Siento la sangre fluir por sus venas, el torrente es una cascada de adrenalina. Soy el
marinero de aquel río carmesí que nace en la violencia y desemboca en la muerte. Su olor fétido de
abusador mortal comienza a molestarme y aprieto su cadera con mis piernas y nos fundimos en un
abrazo de asco y odio. Somos Caín violando a Abel.

Es entonces cuando mi abrazo se hace inexpugnable y me convierto en prisión. Medusa y su


prisionero de piedra. Grita cuando mis ojos se vuelven totalmente negros y sonrío, y mis colmillos le
aterran con el brillo plateado de una luna hostil. Aprieto y quiebro su pelvis, mis garras se hunden
debajo de sus costillas y sus quejidos de cerdo de matadero acarician mis oídos. Quiere huir y ruega
¡Ruega!

Para este momento mis orificios ya han sanado, mi piel ya no sangra y puedo alimentarme. Abro
mis fauces y clavo mis caninos en su yugular, entonces eyaculo.

Me lo hizo a mí, pero no se lo hará a nadie más.

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